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F i c c i o n e s

STATUS QUO
Marcelo Dos Santos

Miré por la ventana.
      El Fenicio atizaba el fuego con un fierro que había conseguido en el taller de Fanny. La pobre nunca protestaba, a pesar de los reiterados despojos a los que el Fenicio la sometía.
      —¿Ves algo?
      —No —respondí.
      Mi estado de ánimo no era mejor que el de él. En realidad, estaba aterrado. El ruido ululante del viento al pasar sobre el techo de chapas del galpón no contribuía precisamente a tranquilizarme. Además, padezco desde niño de una cerval aversión a los perros vagabundos, y la zona rural de Tortuguitas no es el lugar más indicado para alguien que soporta una fobia como ésta.
      Verdaderamente, el Fenicio tampoco amaba a los perros. Luisa, su hermanita, había sido atacada a muy temprana edad por un danés furioso, que le había desfigurado el rostro. Luisita, pobre, se había suicidado el preciso día de su cumpleaños número quince.
      —Los relámpagos se acercan por el sur —dije. El Fenicio se estremeció. No se atrevía a acercarse a la ventana, por eso yo era el vigía.
      El galpón vibró bajo una nueva ráfaga de viento. El quejido del Fenicio me sobresaltó, pero mis sentidos continuaban alertas a lo que sucedía afuera.
      No sucedía nada. Sólo el viento.
      La tormenta se acercaba.
      Muy cerca, un perro aulló.
      —Che, Fenicio —susurré—. El perro.
      —Ya lo oí. Y no me gusta.
      —A mí tampoco.
      Al rato, el aullido solitario se había convertido en un coro de alaridos lastimeros. El caballo de Giménez, el vecino, se revolcaba mientras tironeaba fútilmente de la brida que lo mantenía cautivo. Estaba desesperado por escapar. A la izquierda, en el baldío del viejo Arce, los gatos huían rumbo al arroyo. La gata del tano de enfrente chillaba como si la estuvieran carneando. El resultado era una barahúnda escalofriante.
      —¿Te diste cuenta, Almirón? —me dijo, jadeando de miedo—. Parece...
      —...que se viniera un terremoto.
      —Sí. ¿Y querés que te diga algo? Tengo miedo.
      El caballo rompió la correa y escapó a través del ligustro. Ya no había gatos ni perros en el contorno. Todos habían huido del peligro invisible. Sólo quedaba el ulular del viento inclinando los álamos y nuestras mentes transidas de terror.
      Un timbrazo me sobresaltó.
      —El teléfono, Fenicio.
      —Aten... Atendé vos.
      Caminé los pocos pasos que me separaban del aparato, aturdido por el escándalo de las chapas y la vibración de los vidrios en las ventanas. Levanté el tubo.
      —Hola.
      La voz de Fanny.
      —¿Marcos? ¿Sos vos?
      —No. Soy Nicolás.
      —Ah, hola. Qué tormenta, ¿no?
      —Terrible —dije, forzando la voz para que pareciera tranquila. Ni ella ni nadie sospechaba nada, y teníamos interés en que todo siguiera así.
      —Bueno. ¿Anda Marcos por ahí?
      Fui a darme vuelta para entregarle el auricular, pero el chillido me lo impidió.
      Iba a llamarlo por su nombre, pero su expresión me detuvo.
      Intenté gritar, pero mi garganta agarrotada sólo exhaló un graznido.
      El tubo cayó de mis manos, mientras la creciente oscuridad hacía más y más difusa la escena. Los árboles, el baldío, la cerca, todo desaparecía como eclipsado por una presencia negra y siniestra que impidiera el paso de la luz de mercurio de la calle.
      Pero pude verlo. Sólo por un instante, pero pude verlo.
      El Fenicio estaba de rodillas, desnudo, sobre el sucio suelo del galpón. Sus labios entreabiertos rezumaban una espuma verdosa mientras sus manos acariciaban los muslos con una asquerosa imitación de la lascivia. Sus facciones desencajadas reflejaban todo el horror de la demencia, y su cuerpo se convulsionaba lentamente en una orgásmica letanía de muerte.
      Su ropa, la ropa que un instante antes había tenido puesta, estaba ahora amontonada en un rincón, desgarrada y manchada de sangre.
      La escena, horrorosa como era, podría haber sido, sin embargo, aceptada por mi desquiciada mente, si no hubiera sido por lo que el Fenicio cantaba: una letanía alucinante, imposible; un versículo que había leído cientos de veces: la oración que nos torturaba...
      Las palabras que nos obsesionaban y no nos dejaban dormir.
      El Fenicio cantaba:
      —¡Iä! ¡Iä, Cthulhu ftaghn! ¡Ithaqua mwflgw'nafh ftaghn!

—¡Otro feca, Gallego!
      El bar estaba vacío. Sólo Marcial, el Fenicio y yo, sentados junto a la ventana, tomábamos café y mirábamos pasar las chicas, mientras delineábamos nuestro siguiente paso. Una rubia impresionante subió al auto del que la seguía, y yo me quedé callado, extasiado por el fácil éxito del tipo. También, con ese auto, cualquiera...
      La voz del Fenicio me llamó a la realidad.
      —...y en ese momento sonó el teléfono, y Nicolás atendió. Bueno, yo le pedí que atendiera, ¿no? Y bueno... Sentí como... ¿Viste una borrachera suave? ¿Cuando todavía no estás del otro lado pero te falta poco?... Bueno, así se siente uno.
      —¿Recordás que te haya hablado? —lo interrumpió Marcial—. ¿Sentiste voces?
      —No. Solamente la mía cuando decía la frase de invocación. Y, te lo juro, Marcial, por mi madre, que mientras la recitaba gozaba, gozaba... como si hubiera estado con una mina.
      —¿Placer físico?
      —Indudablemente. Y yo sabía que iba a tener más, si lo dejaba. Pero Nicolás me fajó tanto que me hizo volver a la realidad —me miró, sonriendo—. Pegás fuerte, ¡hijo de puta!
      —Ya sé, Fenicio. Perdoname.
      —Qué perdoname ni perdoname. Si vos no me sacabas del trance, el desgraciado aquél me llevaba.
      —No, Fenicio —terció Marcial—. No te hubiera llevado... porque no estuvo realmente ahí. Creo que se equivocaron en parte del ritual.
      —Sin embargo, estoy seguro de que hicimos todo tal cual indica Alhazred.
      —Está bien. Pensá lo que quieras. Pero... ¿querés un consejo? Andá a buscar el Libro y comparalo con los malditos apuntes de Altmann, porque yo creo que el ritual está mal transcripto.
      —No podemos buscar al viejo Altmann para preguntarle —dije yo—. Murió hace tres años.
      —Y —terminó Marcial— ustedes ya saben que no me gusta que anden en cosas como ésta. Pero no puedo atarlos y encerrarlos para impedírselo. Sin embargo, ustedes son mis amigos y creo que merecen un consejo. Esta vez no pasó nada, Fenicio, salvo un susto. Pero si el ritual está equivocado, la próxima vez puede no ser así. Ese ser no llegó hasta ustedes... pero estuvo cerca. —Terminó de un trago su ginebra y se levantó. Dejó un billete sobre la mesa y nos palmeó el hombro—. Se los digo porque los quiero: rastreen los apuntes de Altmann y revisen el ritual.
      Y, sin decir una palabra más, salió del bar y desapareció en la calle.

Conocí a Altmann hace ahora cinco años, una mañana de invierno.
      Yo había ido a la Biblioteca Nacional detrás de unas fotocopias del Mutus Liver, de Paracelso.
      El viejo estaba sentado, leyendo a Poe, y yo me ubiqué a su lado. Las fotocopias, obtenidas del último ejemplar existente de la obra, llamaron inmediatamente su atención.
      —¿Le interesa la alquimia? —pregunté.
      —Cadaver acqua forti dissolvemus, nec alicquid retinendum... —citó, sonriendo.
      —Tate ut potes —respondí.
      Ese primer día conversamos sobre generalidades. Me habló de su pasión por la alquimia y de sus experiencias de magia ceremonial. Yo le confié mis alucinaciones oníricas y mi sociedad con el Fenicio.
      Pareció complacido.
      —Es bueno —dijo— que unos muchachitos como ustedes se interesen por el saber de Los Antiguos.
      Y un buen día, mucho tiempo después, me entregó sus manuscritos. Recuerdo haberlos copiado con cuidado, pero, en ocasiones como ésa, bajo una emoción tan grande, uno no puede estar seguro de nada.
      Después de eso, la siguiente noticia que tuve de Altmann, dos años después, fue que su hija lo había asesinado.

Tuvimos grandes dificultades para encontrar su casa. Yo recordaba haberle escuchado decir que vivía en Caballito, pero ese único dato no fue suficiente. Pasamos varios meses buscando algo que nos acercara más a nuestro objetivo, pero no fue sino hasta hace poco que obtuvimos resultados.

Una tarde el Fenicio apareció por casa con una chica del brazo: una morochita linda y segura de sí misma. Se la había levantado en el taxi que manejaba.
      —Che, Almirón. Te presento a María Pía, mi novia.
      Tuve que hacer grandes esfuerzos para contener la risa. Era la primera vez en mi vida que le escuchaba emplear la palabra "novia".
      —Trabaja en el Registro Civil, viejo. ¡En el Registro Civil! Yo le comenté nuestro... —buscó la palabra adecuada— ...problema, y ella cree que nos puede ayudar a ubicar el domicilio de tu... tío —mintió.
      Le expliqué a la muchacha el problema con el cual nos enfrentábamos. Le dije que Altmann había combatido en la Segunda Guerra, en la Kriegesmarine, y que posiblemente había estado a bordo del Graf Spee. Le di, además, los pocos datos adicionales con los que contábamos: tenía una hija, vivía en Caballito, cerca de Parral y Neuquén, y el Registro Civil debía haberlo dado de baja por fallecimiento. La chica debe haber revuelto hasta el infierno, pero al cabo de unas semanas nos trajo la respuesta: la viuda de un tal Manfred Altmann, asesinado por su hija en agosto de 1980, vivía todavía en una vieja casona con jardín en Giordano Bruno y Colpayo, justo en la esquina, cerca del lugar donde ambas calles confluyen con Bogotá.
      Al día siguiente, un hermoso domingo de sol, fuimos a ver a la vieja.
      Me presenté gentilmente, como un amigo de Altmann. Se suponía que ella debía permitirnos registrar las cosas del muerto, por lo que debíamos ser muy simpáticos y versallescos. En caso contrario, tendríamos que apretarla un poco.
      Pero, para nuestra sorpresa, la mujer no opuso reparos, y, varias horas después, luego de revisar hoja por hoja lo que parecían ser un par de cientos de toneladas de anotaciones del viejo, hallamos lo que buscábamos: lo reconocí de inmediato. Eran los mismos apuntes que yo había visto aquella vez en la Biblioteca Nacional. Le pedimos permiso para fotocopiarlos, pero ella dijo que odiaba esas porquerías, que a causa de ellas su esposo había arruinado varias vidas: la de él, la de ella y la de la hija, y que nos lleváramos los papeles si se nos antojaba.
      De manera que, con los manuscritos de Altmann sólidamente instalados bajo mi brazo, caminamos las pocas cuadras que nos separaban de Primera Junta.

No había nada incorrecto en mi copia. El manuscrito de Altmann, ilegible para cualquier profano —él mismo me había detallado muchos de los giros idiomáticos intraducibles que intercalaba, en alemán, sumados a las frases griegas y los latinazgos—, estaba bastante claro para mí, y puedo jurar que no había errores. El ritual que el Fenicio y yo habíamos llevado a cabo era una imitación fidelísima del que prescribían las anotaciones del viejo mago.

Entonces, ¿qué era lo que había salido mal? Evidentemente, apoderarse del cuerpo de uno de los operadores no era ni había sido nunca parte de los métodos de El-que-camina-en-el-viento, pero había ocurrido.
      ¿Por qué la frase en el inmundo idioma de Los Profundos?
      ¿Qué había ocurrido?
      El siguiente paso no iba a ser tan simple como los anteriores: el Fenicio y yo teníamos que triunfar allí donde tantos otros investigadores habían fracasado: localizar un ejemplar del Necronomicon para obtener el ritual original y completo, sin las mutilaciones y censuras que le fueran impuestas por las posteriores traducciones al griego y al latín.
      Yo sabía que Altmann había hallado el único ejemplar existente en América, aparte del de la Biblioteca Peabody de Salem, Massachussets. Lovecraft lo cita como perteneciente a la Biblioteca de la Universidad de Buenos Aires. Sin embargo, pudo haber estado mal informado o tergiversado voluntariamente la información. De cualquier modo, no teníamos otra alternativa que intentar en Buenos Aires o volar hacia Salem, denominada Arkham por el escritor, para tomar por asalto la biblioteca de su imaginaria "Miskatonic University".

Nos íbamos acercando lentamente. Tuvimos que gastar íntegros nuestros de por sí magros ingresos y pedir prestada una buena cantidad adicional para sobornar con gentileza a uno de los más altos funcionarios de la Universidad de Buenos Aires a fin de que nos revelara el esquivo destino del maldito libro.
      Nos dijo que en el mundo no existían once ejemplares, como creíamos, sino doce, de los cuales tres se encontraban en América. Uno en Salem, como correctamente señalaba Lovecraft. Los otros dos, uno en su versión árabe original y el otro en la traducción latina de Wormius, efectivamente habían pertenecido a la Universidad de Buenos Aires. Hacía unos años, por razones que no vienen al caso, y por presiones de presidentes que no mencionaré, tuvieron que ser cedidos, uno a la Biblioteca Nacional —el árabe— y el otro a la Universidad Nacional de Córdoba.
      —Estoy harto —dije.
      —¡Valor...! Es posible que Lovecraft estuviera en lo cierto —me consoló el Fenicio—. Miralo de la siguiente manera: si está en la Nacional, muy bien. Si no, cabe preguntarse si nuestro afán de conocimientos justifica hacerse un viajecito a Córdoba o a Estados Unidos.
      Pero todo el argumento era improcedente, porque los dos sabíamos que, a esa altura, encontrar el ejemplar perdido del Necronomicon era, para nosotros, más importante que nuestras propias vidas.

México entre Perú y Bolívar.
      La vieja y querida Biblioteca Nacional, la misma que me había iniciado en la alquimia y la magia.
      El lugar en donde, encerrado en algún reservado donde nadie podía entrar, codeándose con el Ars Magna et Ultima, con la Dæmonolatreia, con la Clavis Alchimicæ y el Unnausprechlichten Külten; entre obras de Remigius, Raimundo Lulio, Paracelso y Hermes Trismegisto, estaba el Al Azif de Abdul Alhazred, llamado "el libro maldito". La nefasta obra, que, con su título griego de Necronomicon, escrita hacia el año 730 por un demente, nos esperaba.
      Nos costó bastante delinear nuestra estrategia inmediata.
      —Vamos a tener que usar tus dotes de seductor, Fenicio.
      —No hay problema. La primera mina que se me cruce...
      Entramos discretamente. Fuimos derecho al mostrador y llenamos una ficha cada uno: yo pedí La Rama Dorada y él El Rey Amarillo. El empleado no reparó en la clase de títulos que solicitábamos y nos miró con la estudiada indiferencia de los empleados públicos.
      Mientras esperábamos que sirvieran nuestros pedidos, observamos el movimiento dentro y fuera del salón principal.
      Junto a nosotros pasó una mujer en guardapolvo celeste, acarreando con esfuerzo una pila de polvorientos biblioratos.
      Debía tener cerca de cincuenta años, y no estaba en la plenitud de su forma física. Más bien, era algo obesa.
      —Es la tuya, Valentino.
      El Fenicio dio un paso al frente, como en la colimba, y la interceptó.
      —Buenos días, señorita —dijo, con su acento más sensual—. ¿La ayudo?
      —Eh... —dijo ella, sonrojándose hasta los anteojos—. N...no, gracias.
      —Pero yo no me muevo de acá hasta que no me deje ayudarla. —siguió el Fenicio, tomándola garbosamente de la muñeca. La vieja, extasiada en la contemplación de los ojos celestes del desgraciado, lo dejó hacer. El tomó los libros y la siguió escaleras arriba.
      Cuando, diez minutos después, el empleado volvió con los títulos que habíamos pedido, me preguntó, ceñudo, levantando El Rey Amarillo:
      —¿Y su amigo, el que pidió esto?
      —Se casó —contesté, y me le reí en la cara.

El Fenicio volvió al galpón de Tortuguitas dos días después. Yo no me había preocupado porque sabía por experiencia que, cuando entraba en la cama de alguna mujer mayor, no lo dejaban salir por bastante tiempo, tanta era su habilidad como latin lover.
      Así que cuando llegó, le dije simplemente:
      —¿Qué hay de nuevo?
      —Asombro de estar vivo. No sé cómo no me morí de asco.
      —Bueno, no será para tanto...
      —¿Vos la viste? Si hasta tiene bigotes...
      —Bueno, pero vas a tener que aguantar hasta que le hayamos sacado el jugo. ¿Qué averiguaste?
      —Bastante. La gorda es supervisora. Dice que en el salón de Reservados hay algunos libros en griego y en latín, pero ninguno en árabe. El nombre Al Azif le suena, pero nunca oyó hablar de Alhazred, del Necronomicon ni de Worm.
      —¿O sea que perdimos?
      —Todavía no. Hay una sala especial, de uso exclusivo del Director de la Biblioteca. Es como una super-sala de Reservados, donde nadie entra si no es con el Director o con el Ministro de Educación. ¡Y yo me juego a que el libro está ahí!
      —¿Y cómo entramos?
      —Ese es el problema. No dejan entrar ni a los filólogos de la Universidad.
      —Entonces, la solución sería conseguir la llave...
      —¡Almirón! ¡No seas idiota! Si te estoy diciendo que las únicas llaves las tienen el Director y el Ministro...
      —Que la gorda las afane...
      —No puede.
      —¡Pero tiene que haber una forma, carajo!

Evidentemente, la había. El Fenicio hizo el trabajo fino: a la semana se había ido a vivir con la supervisora. Y, paralelamente, obtuvo los informes que necesitábamos.
      El plan era el siguiente: entraríamos a la Biblioteca por la tarde, esperaríamos hasta la hora de cierre, y, sencillamente, nos quedaríamos adentro cuando cerraran. Del sereno, de la puerta del reservado y de la huida me encargaría yo. El Fenicio ya había hecho bastante.
      De manera que nos pusimos en campaña.
      El día elegido por la gorda había sido el viernes, porque ese día el sereno usual era reemplazado por un viejito diminuto y senil que nos daría muchos menos problemas.
      Entramos a la Biblioteca como siempre, y leímos hasta cansarnos. La mujer nos hizo la seña de "vía libre" exactamente a las 20:54. Entonces el Fenicio fue al baño, y yo enfilé hacia la ventanilla donde nos habían, como a todo el mundo, retenido los documentos.
      Mientras yo esperaba que el tipo me atendiera, la vieja lo llamó desde otra extensión y lo mandó a hacer no sé qué cosa a la calle. Él se negó, pero finalmente la mujer lo convenció ofreciéndose a reemplazarlo por algunos minutos.
      Una vez que el fulano se hubo ido, ella me devolvió nuestros documentos e hizo desaparecer todas las fichas y formularios que probaban nuestra presencia en la Biblioteca ese día.
      Si el empleado nos relacionaba con los vándalos y buscaba mis datos en formularios correspondientes a visitas anteriores, se debería exclusivamente a una inexplicablemente improbable coincidencia y no estaba en nuestras manos evitarlo. Paralelamente, si saltaba la liebre, la vieja se incriminaba con su complicidad, pero desconocía todos los datos verdaderos acerca de nosotros, así que estábamos bastante tranquilos.
      Una vez que el asunto de los papeles estuvo listo, la mujer me encargó que le dijera al caradura del Fenicio que se cuidara, y yo volví a entrar en dirección al baño de hombres.
      El Fenicio estaba hablando con el encargado de la limpieza, mientras se lavaba las manos.
      El hombre estaba de espaldas, así que calculé un golpe no demasiado fuerte, y lo puse a dormir.
      Lo encerramos en un excusado y esperamos a que se fuera el personal. Según nos había dicho la supervisora, el sereno se quedaba absolutamente solo a las 21:30 y entonces comenzaba su primera recorrida de inspección por el edificio.
      De manera que, cuando entró en el baño, yo, que lo esperaba atrás de la puerta, le dí una piña suave, y lo puse en compañía del peón de la limpieza a hacer la siesta.
      Finalmente, guiándonos por los planos que había dibujado la vieja, llegamos a la bendita sala de reservados.
      Me dispuse a derribar la puerta.
      —Che, Almirón... ¿Y si hay una alarma?
      Lo miré, incrédulo.
      —Sos pavo, ¿eh? ¿Si hubiera una alarma, tu "novia" te hubiera avisado, no? Y, además, estos tipos no tienen plata para reponer libros ni para matarratas, y vos querés que se compren una alarma...
      Y, hombro con hombro, la tiramos abajo.
      Adentro de la habitación había muy pocas cosas: un escritorio y dos vitrinas. En una de ellas, el Necronomicon.
      Lo reconocimos en seguida. Su olor pútrido inundaba la estancia y había impregnado las cortinas, la madera del piso, hasta el revoque de las paredes. Estaba encuadernado en tablas, como sospechábamos, forradas en piel humana, y los caracteres grabados en la tapa eran muy antiguos. Rompimos el vidrio.
      Colocamos el precioso volumen en un morral que llevábamos al efecto, subimos a la azotea, y saltamos de terraza en terraza hasta ganar la calle y desaparecer en la noche.

Pasamos semanas con el traductor, desenredando los malditos firuletes de los caracteres árabes. El tipo se reía, creía que éramos profesores o algo así. Lo recibíamos en casa de Marcial o en lo de Fanny, porque... ¿Qué profesores habitarían el mísero galpón donde vivíamos?
      Pero el traductor tenía problemas con los arcaísmos, y parece que en el mundo no quedan muchos especialistas en árabe del siglo VIII. Tampoco acertaba con la fonética de las palabras Profundas.
      Sabemos que ése fue precisamente el problema del Maestro, pero a él, sencillamente, se lo resolvió el protagonista de su primera invocación. Nosotros no habíamos invocado a nadie, y el problema debía ser resuelto por alguien de esta dimensión.
      Después de mucho escribir, transcribir, traducir y revisar, llegamos al ritual de las Divinidades Aéreas y a la invocación a Ithaqua, el Wendigo, El-que-camina-en-el-viento.
      Una vez concluido el trabajo, pagamos los honorarios del traductor y nos decidimos a hacer, esta vez, el verdadero trabajo.

Los dos pentáculos ya estaban listos. La grafía de las palabras Profundas no fue problema, porque Alhazred la citaba detalladamente. Habíamos decidido utilizar la invocación que Lovecraft da como útil para obtener la protección de Azatoth: queríamos evitar episodios como el de la vez anterior.
      Voy a utilizar el latín para transcribirla, porque no quisiera que un lector desprevenido acertara por casualidad la pronunciación Profunda y se metiera en problemas.
      Me senté en el sitio reservado al operador, recogiendo los pliegues de mi túnica, y entoné el antiguo ensalmo de más allá de las Esferas:
      —"Tibi magnum innominandum, signa stellarum ut quae..."
      La endeble construcción del galpón se sacudió.
      Miré al Fenicio que, como en trance, miraba fijamente un punto más allá de la ventana.
      —¡Allá voy, Fenicio! —grité, pero el viento apagó mis palabras.
      Y, entonces, arranqué de mi garganta la invocación central, el patético llamado a un ser de otra dimensión, el picaporte que abría la puerta a otro plano de existencia, mil veces más horrendo y repulsivo. Asombrado por la oquedad de mi propia voz, comencé a canturrear la fórmula de entrada.
      Un relámpago cruzó el cielo. El piso tembló con un estertor agónico, como un avión atrapado en la tormenta.
      Terminé de hablar, y me volví hacia mi compañero.
      Pero lo que había a mi espalda no era el Fenicio. Ni siquiera era un ser humano. Su cabeza iba transformándose en una especie de cono gelatinoso, ornada por una corona de ojos de batracio con pupilas verdosas. Su cuerpo era ya una masa amorfa con aspecto aterciopelado, pero el aparente vello estaba formado en realidad por miles de pequeños tentáculos rematados, cada uno, por una pequeña boca armada de filosos dientes serrados. El alucinante conjunto se bamboleaba sobre un trío de repulsivos tentáculos, que, cual gigantescas serpientes, se desenrollaban en busca de una mejor superficie de apoyo.
      El espantoso ser gritó.
      Y su grito no se parecía a ningún otro sonido de la Tierra y, sin embargo, era la esencia de todo el dolor, todo el odio y toda la perversión de mil Universos. Ese grito era la evidencia de su origen extracósmico.
      Los vidrios estallaron hacia afuera. Las chapas del techo se desintegraron, corroyéndose, fundiéndose en regueros que goteaban hasta el piso de tierra.
      El Fenicio ya no existía. Había absorbido la esencia de la maldad galáctica, de la perdición universal, que la invocación errónea había condensado en ese cuerpo horrendo.
      Porque, en ese momento, me di cuenta de que Marcial tenía razón.
      La fórmula de invocación a Ithaqua estaba mal transcripta. Quizás Altmann hubiera cometido los mismos errores de interpretación que nuestro traductor; tal vez mi pronunciación no había sido perfecta.
      Lo cierto es que Ithaqua, molesto, había enviado a uno de sus mensajeros, Shub-Niggurath, la diabólica Cabra Negra de los Bosques, para que individualizara el origen del, para él, desagradable sonido.
      Y esta vez había logrado entrar. Mi oración a Azatoth se lo había permitido.
      El monstruo se volvió hacia mí, con un gorjeo demente. Uno de sus tres tentáculos se deslizó en mi dirección.
      Yo no pude contenerme más: tomé un bidón de gasoil que el Fenicio guardaba en un rincón y lo vacié sobre la bestia. Luego, sin siquiera respirar, le arrojé el incensario de bronce que Altmann me había regalado hacía tiempo.
      Salí del galpón, y corrí y corrí, mirando hacia atrás a cada paso, aterrorizado, sólo para ver a la maldita cosa, llameante, lanzando horrorosos alaridos de agonía, elevarse en el aire y desaparecer a través de un agujero en el cielo, el hoyo espacio-temporal abierto por la invocación.
      Y sé que la Puerta sigue abierta, porque nunca pude cerrar la operación, obturando así el canal de entrada a nuestro Universo. La invocación contraria sencillamente no funciona, o tal vez yo no soy capaz de hacerla funcionar.
      De modo que no tengo esperanza en el futuro.
      Por eso vivo temiendo, esperando el día en que Ithaqua, el Wendigo, envíe a otro de sus espantosos mensajeros para llevarme con él; para arrastrarme a través de los helados espacios del Vacío Externo; para obligarme a comparecer, solo y aterrado, custodiado por los horribles vigilantes, ante la Horrenda Presencia.


Marcelo Dos Santos

Marcelo Dos Santos nació en Buenos Aires en 1961. Es casado, tiene 3 hijos y vive en Florida, en la Provincia de Buenos Aires.

Estudió Medicina, Dirección Cinematográfica e Informática.

Crítico profesional de cine y literatura, guionista y productor de cine y televisión, animó las secciones de espectáculos en varios programas de Radio Excelsior, Radio Cultura, Radio El Sol y Canal 9 de Buenos Aires, escribiendo regularmente en las revistas Film (Buenos Aires), M Cine (Montevideo) y numerosos fanzines.

En el ámbito literario, publicó relatos de ciencia ficción, fantasía y horror en varias revistas no profesionales de Buenos Aires y Rosario. También tradujo varias obras de reputados maestros de la ciencia ficción, como Frank Herbert y Norman Spinrad.

Dos Santos tiene terminadas Padres y Madres, volumen compuesto por dos novelas cortas de ciencia ficción y fantasía, Gorgona, el Tercer Atentado, novela de acción y suspenso, y Glup, relato concebido para ser editado independientemente en forma de libro.

Este cuento compone Últimas Visiones, colección de relatos que son, en su totalidad, obras de género y fruto del trabajo juvenil del autor.


Axxón 115 - Junio de 2002

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