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F i c c i o n e s

Más Allá del Sueño
EL MEDALLÓN
Víctor Manuel Ánchel Estebas
Novela ganadora del Premio Axxón

"Año 1065 de la venida de Jesucristo.

En este mundo nuestro, he llegado a contar el correr de setenta y otros siete años. Pueden parecer muchos, demasiados quizá. Es posible que ninguno de los que puedan y sepan leer estas palabras hayan conocido en vida a otro septuagenario. Personalmente, he de reconocer que nunca he visto a hombre o mujer que haya llegado a alcanzar mi edad; que los deben haber habido, no lo dudo. Esta edad mía no me hace ser motivo de estudio, pues dentro del límite humano me muevo todavía. Lo realmente excepcional, lo que sí me hace diferente, es que no tengo simplemente setenta y siete años de los que solemos contar en la tierra, sino muchos más, muchísimos más, por mi fe. Lo cierto es que no pretendo presumir de viejo, que lo soy y mucho, sino comenzar de alguna forma un relato que me siento obligado a detallar antes de que mis días en la Tierra se acaben; y una buena forma de hacerlo es explicar las causas, que me obligan a escribirlo ahora comenzando, como no, por la que se ve animada por la edad. Y es que si no comienzo ahora mi relato es muy posible que jamás logre finalizarlo. Puede parecer una tontería, pero cuan cierto es... Nunca he sido un hábil escritor, aunque por motivos obligados por la profesión que durante años practiqué sí es cierto que me vi convertido en un magnífico contador de cuentos. Deseo que esa vieja capacidad no se perdiera en el depredador transcurrir de los años (ahí, a la espalda, junto al resto de todo), pues de gran ayuda me sería hoy, el día en que pretendo contar la única historia que de mis labios, pluma en éste caso, surge al mundo siendo algo más que un burdo cuento. Siendo, por cierto, la mismísima verdad. Esto bien podría ser interpretado como el testimonio de un pobre anciano perturbado por el peso de toda una vida. Es lo suficientemente extraño como para ser admitido como una locura imposible, sólo producto de una mente enferma, amén de vieja. O vieja, amén de enferma. Lo cierto es que si yo fuese el lector a quien le cayesen encima estas palabras, posiblemente dirigiese mi mano derecha a la altura del estómago, para bien asegurarlo en los momentos duros que habrían de seguir, pues seguro estoy de que rompería a reír a carcajada limpia y sin remedio alguno. Pero no soy el lector, sino el escriba. Rogaría una lectura atenta y paciente de no estar seguro de que tal petición sería un imposible.
      Me pregunto cuales son las causas, y me refiero a los motivos ciertos y no sólo a las excusas sin sentido del estilo de la anteriormente mencionada, de que hoy, años después de que se apagara el último brillo de mi lozanía, me encuentre decidido a hablar de un pasado que, por mucho tiempo durante mi juventud traté de olvidar, de negar, de aceptar únicamente como producto de mi imaginación delirante. Y no encuentro demasiadas explicaciones. Quizá la única apreciable a simple vista es la agradable sensación que me produce el recordar aquellos años en que mi lozanía era casi insultante. Qué rápida pasó, qué lejos está. Las vivencias que en este testimonio figuran fueron de una intensidad terrible para mí. Sufrí de pesadillas, de todo punto inaguantables, durante muchos años después, sudores fríos se apoderaban de mí y me alejaban de la realidad en pleno día. Pero el hacer memoria me acerca tanto a esos dieciséis años que no puedo resistir la casi lasciva tentación de perderme en los recuerdos. Además, creo que deberían ser al menos tenidos en cuenta los hechos que a éstas palabras siguen, pues si a mí me pudo suceder, ¿por qué no ha de volver a acontecer un prodigio similar? Es más, estoy seguro de que lo que una vez me sobrevino, volverá en el lejano futuro a suceder; el medallón es material, y mucho más duradero que la vida de un anciano. Más aún que la de su hijo. Más que la existencia de toda su descendencia. Algún día caerá en las manos de un nuevo propietario, libre de advertencias y amenazas. Y volverá a cumplirse la maldición del objeto.
      ¿Por qué no destruirlo?, pues porque no me veo revestido con el derecho a hacerlo. Su naturaleza es misteriosa, cierto, sus poderes diabólicos, tal vez, sus legados de muerte y sufrimiento, sí... pero ¿quién les asegura que no es en realidad una milagrosa obra de Dios, entendiendo a Dios como el ser beatífico a quienes vuesas mercedes rezan?, ¿quién conoce lo bastante a ése Dios vuestro como para entender sus manejos? Y si tan sólo fuese un producto creado por la sabiduría, las artes y el poder de algún poderoso Alquimista, ¿cómo destruir tamaño prodigio? En todo caso, dejo la decisión en manos de sus futuros propietarios. Más bien, les abrumo con ella, pues no es un buen presente el que reciben a la fuerza. Yo resistí la tentación de lanzarlo con furia al fuego reparador, y hoy en día me alegro por ello, pero dudo que todo aquel que comparta sus poderes sea capaz de soportarlo.
      Hay que retroceder mucho para encontrar al que esto escribe en el tiempo en que todo tuvo lugar. Antes dije que nunca se acaba lo que no se empieza. Al fin, he comenzado.

Corría el año de Nuestro Señor de 1004 después de la venida del hijo Jesucristo, de quien dicen sufrió y murió por todos nosotros y nuestra eterna salvación. Era yo un joven muchacho de dieciséis tiernos años y vivía en la ciudad de Rávena, bajo la protección del señor monje Di Marco, devoto hombre de Dios y habitante, durante gran parte de su oronda vida, de un monasterio cluniacense. De esta vida pasada conservaba el santo hombre multitud de costumbres (aparte de la particular suerte de ser reconocido y aceptado en la ciudad en calidad de monje, que más que una costumbre es una condición), que esforzábase por realizar puntualmente, poniendo gran énfasis en lo que se refería a la oración, pues, como decía San Benito, "el servicio divino es prioritario". Esta obsesión en el rezo nos arrastraba a todos, sea para bien, con él. Empleaba, así, gran parte de su tiempo en rezar Nocturnas o Vigilias en su adecuada hora, incluyendo los quince salmos y el canto de San Ambrosio. Maitines y Laudes en el alba (a los que nos veíamos en la obligación de asistir, pues sólo nos dispensaba de las intempestivas Nocturnas y Vigilias). Después, en la primera hora, todos al recinto sagrado que nos servía de cómodo hogar a cantar un himno, tres salmos, la lección y el Kyrie Eleison. Mas tarde la Tercia, la Sexta y la Nona, y antes de dormir, las Completas. En lo que se refiere a las misas, afortunadamente gozábamos, por nuestra particular ocupación, de cierta libertad, alejándonos bastante de la proporción en que se celebran en los verdaderos monasterios, mas no escapábamos de la eucaristía de antes de comer, y pecado mortal el huir de la del domingo. En estos menesteres de oración, bien podía considerarse al Padre Di Marco un verdadero monje, así como en los hábitos, cuidadosamente dispuestos al justo modo dictado por las reglas de su capítulo. Pero he aquí, amigo mío, que no lo era en lo quizá más fundamental, pues amparándose en la ya conocida y mencionada premisa de San Benito, Di Marco consideraba que otros aspectos, como la rigidez y austeridad en la manduca, se encontraban en un plano secundario. Muy secundario, diría yo. Comíamos nosotros, los jóvenes, arreglo a los méritos realizados en la jornada precedente, aunque he de reconocer que por muy mala que se hubiese dado nunca nos dejaba en ayunas, advirtiendo pero no castigando. Mas nuestro benefactor no se privaba de manjar alguno, en los buenos días como en los malos, pues insistía en que para bien poder cuidar de las almas de tan ingente número de pobres descarriados necesitaba de una buena cantidad de energía, en forma de cuidados platos, la cual, en el nombre de Dios, no podía negarse a ingerir. Después estaba el asunto de la caridad, en el que sí hacía plena observancia nuestro particular Padre. Pero caridad para sí mismo, pues tal era nuestra mayor ocupación: esto es, librar al bolsillo del ajeno de todo peso que significase un obstáculo, una traba en su camino hacia el cielo, pues de todos es sabido que junto a la lujuria y a la herejía no hay peor pecado que vivir en la riqueza. Así pues, librábamos a todo vecino de sus monedas, sin diferenciar ricos de pobres, es cierto, para que nuestro adalid consagrase el fruto de nuestro trabajo a nuestra propia manutención, y a la conservación de su barriga, naturalmente. Su lema era "si monedas en su bolsillo encuentras, de seguro que en su cofre tiene triple. Aliviar al alma de tal pecador ha de ser vuestra máxima", y a fe mía que la cumplíamos con dedicación y buenas formas, aprendidas y ensayadas entre la Prima y la Tercia, si el buen tiempo acompañaba.
      Éramos un grupo de veinticinco jóvenes, uno más uno menos en periodo de enfermedad, que trabajaba toda la zona con verdadero arte y discreción. En las pocas ocasiones en que uno de nosotros se veía en el aprieto de ser enganchado con las manos en el objeto de pecado ajeno, no reconocíamos más jefe que el hambre de nuestros estómagos, alusión que acababa por librarnos o condenarnos dependiendo del talento de cada particular en el arte de la actuación (habilidad que también nos encargábamos de ensayar diariamente). Si lo escenificábamos bien no era extraño el que acabásemos de nuevo en manos del buen Padre Di Marco, pues conocida por los mandamases de la ciudad era su completa dedicación a salvaguardar el alma, y el enorme estómago, de los jóvenes sin familia. Y sabido es que para cualquier ciudad, el poder librarse de un montón de indigentes de suma habilidad y espíritu avispado como lo es un grupo formado por jóvenes hambrientos, y que para ello exista alguien como el padre Di Marco en las cercanías, es como bendición divina. Claro que Di Marco lo era todo menos un bendito padre devoto y desprendido, amante de la caridad y austeridad y demás supuestos que se le atribuían. En Rávena, Di Marco era apreciado por la autoridad, tanto laica como religiosa, pues ya dije que era tomado como un pío religioso. Se le invitaba a reuniones mensuales en las que se hablaba del gobierno de la zona y se le recibía en los más altos y señalados lugares de la fe cristiana para conversar y comentar distintos aspectos del evangelio. Estas pequeñas oportunidades de salir de la iglesia, en la que era amo y señor, tanto físico como espiritual, otorgaban a Di Marco la oportunidad de comprobar la identidad de los hombres que merecían ser "aligerados" en nombre de la buena palabra de Dios nuestro señor. No ponía pegas ni reparos nuestro buen consejero espiritual a la hora de desprender del peso del mundano oro a los grandes religiosos de Ravena, y eran clientes habituales de la cofradía tanto el Abad del monasterio Benedictino y su Prior, cuando se dejaba ver, como el Arzobispo, quien no salía a la calle sin unas cuantas piezas de plata, y no menos de oro, que tintineaban reveladoras para regocijo de nuestros expertos oídos. Dios sabría perdonarnos, pues sólo buscábamos el modo de aliviar el hambre de la mejor forma posible; y a fe mía que lo lográbamos con diligencia consiguiendo, además, el que los hombres practicasen el favor de la caridad, laicos como religiosos. De forma involuntaria, es cierto, pero el hecho es que caridad era para con nosotros, al fin y al cabo. ¡Ah!, y para con su espíritu.
      Mi nombre, dado por los monjes que me acogieron al poco de caer al mundo, era y es Juan Bautista de Basilea. No es complicado adivinar en nombre de quién me fue impuesto el patronímico. En la iglesia del padre Di Marco, lugar al que llegué más allá de cumplir mis primeros diez años, se me llamaba, simplemente, Sboda, nombre que porté con gusto y orgullo desde entonces y hasta la actualidad (aunque en mi actual posición me resulta más saludable ocultarlo). El apodo me lo gané al poco de arribar al buen puerto de Di Marco debido al peculiar sonido que expelía mi cuerpo cuando tenía a bien estornudar, que era muy a menudo, vaya a saber vuesa merced por qué. Enormes estornudos para un cuerpo tan pequeño, pues no podría negarse ante ningún tribunal que era yo uno de los más enclenques y canijos zagales que en tiempos del hombre habían puesto pie sobre tierra. Mi aspecto llamaba a la parte más sensible de los hombres, les decía, "pobre alma de Dios, si apenas es capaz de mantenerse enhiesto". Lo que ocurre es que pese a mi extremadamente frágil apariencia, mi envoltorio físico escondía un vigor fuera de lo común. Era el más rápido de los veinticinco muchachos en la carrera corta, y uno de los más resistentes en la de largas distancias. No era fuerte en absoluto, pero sí muy diestro en mi trabajo, que era lo realmente importante. Había sido tomado como aprendiz por el "Rojo", un espigado muchacho mayor en dos años a mí, quien era tenido por uno de los jefes por el resto de los jóvenes a causa de su madurez, experiencia en el hurto y gran fuerza física. Y, modestamente, he de decir que sus magistralmente impartidas clases hicieron de mi persona un ladrón habilísimo y perspicaz, con gran olfato y ligeros dedos que me llevaron a ser tenido en aprecio por Di Marco, y motivo de orgullo para el "Rojo". Era, pues, desde mis tiernos doce años (edad en que por vez primera alivié de su bolsa al buen Prior de los Benedictinos de la ciudad, quien se convirtió en mi afortunado primer cliente), un verdadero hombre de provecho, pues la calidad del hombre no se mide por sus buenos actos sino por los más productivos. Y por cierto que yo lo era. Al cumplir los quince años, y siendo ya un maestro en mi oficio, se me fue asignado un nuevo mozalbete, de nombre Felipe y catorce años de edad, para que pudiese iniciarle en los peligrosos caminos de mi arte. Fue Felipe mi primer aprendiz, y también el más sagaz. Juntos, y durante un año completo, fuimos el terror de Rávena. Asaltábamos sin violencia alguna, y sin que el abordado por nuestras ágiles manos se percatase del hecho, tanto en pleno día como amparados, si es que nos hacía falta, bajo el bendito manto de la noche. Abríamos cerraduras como si fuesen bolsas de piel, escalábamos paredes con la facilidad con que lo hace una mosca y llevamos a cabo la proeza que nos hizo legendarios en la casa de Di Marco, hasta el punto de que aún hoy, cuando es regentada por un nuevo religioso, nuestra hazaña es presentada como símbolo de lo que puede llegar a hacerse con la debida preparación y elevado ánimo. La realizamos un buen día de Mayo, lluvioso e intempestivo, con la colaboración del "Rojo", mi antiguo maestro y buen amigo quien no pudo resistirse cuando le comenté lo que pretendíamos hacer. Cuando éste se avino a acompañarnos supe de buena lid que no podíamos fallar en nuestra intención, pues era aquel el más hábil de entre los componentes de la sociedad. En pleno día, bañados por el agua de lluvia y, de seguro, auxiliados por la mano de Dios (una no menos hábil que las nuestras), entramos en el monasterio de San Benedicto, abrimos sus puertas, llegamos hasta la celda del Prior, a quien encontramos retozando alegremente con un novicio, y ante su estupefacta mirada, y bajo la amenaza de dar voces delatando así su particular afición, despojamos la estancia de todo cuanto brillaba a nuestros ojos, incluyendo, como no, el mismo anillo identificador del alto Prior, tocado con el sello del monasterio. Fuimos recibidos con alborozo al llegar a la iglesia por todos, excepto por el padre Di Marco, quien no estaba del todo libre de escrúpulos y sintiose ofendido al conocer el atrevido sacrilegio que habíamos realizado entrando sin consentimiento y cubiertos por la impiedad en la casa de Dios. Sólo cuando le informamos de que aquella "casa de Dios" era en realidad una "casa de relajo y perversión" compartió con nosotros las carcajadas y aceptó el anillo del Prior en obsequio y como símbolo de nuestra osadía. Días después devolvió a su inicial poseedor el objeto, diciéndole que lo había encontrado en manos de un mozalbete que aseguraba verdaderas maldades en referencia a los imposibles gustos sexuales de tan insigne personaje. Un despiadado pecador aficionado a insultar sin razón al clero, convinieron los monjes entre unas sospechosas sonrisas cruzadas, cargadas de complicidad, que le hacían ver al Prior que, ah, el bueno de Di Marco sabía... Pese a lo celebrado de nuestra magnífica gesta, no nos vimos libres del justo castigo que por nuestra pequeña herejía merecíamos sin duda, y el padre Di Marco, con cierto pesar en su corazón, nos impuso la pena de dos semanas a pan y agua, condena ésta que cumplimos orgullosos y de forma escrupulosa.
      Ya he dicho que me había convertido en un verdadero experto en el arte y oficio del hurto menor, única especialidad de entre las que componen el gran grupo de ciencias denominadas "que trabajen los demás" que puede ser comparada dignamente con la más alta de las artes. No era en absoluto sencillo el despojar al ajeno de aquello que cuidadosamente guarda sin que descubriese que el amor de su corazón se marchaba junto al muchacho con el que segundos antes había tropezado, inocentemente empero, a la salida del negocio. Entre nosotros también habían mayores divisiones o especialidades, siempre en relación a la habilidad o calidad de raciocinio de cada cual: los más avispados se encargaban de poner a punto la rapidez y agilidad de los dedos para ocuparlos sabiamente en el despojo de bienes del prójimo, intentando que el susodicho no se llevase el disgusto de contemplar su desgracia hasta que el autor de la misma estuviera seguro y a cubierto. Se necesitan varios años en perfeccionar el método usual y más comúnmente empleado hasta hacerlo propio, sutilmente diferente, familiar como un hermano. Existen, claro está, varias escuelas ampliamente reconocidas que hay que necesariamente conocer para disfrutar de ciertos recursos; pero como se suele decir, nada funciona mejor que la propia habilidad nacida en la experiencia. No pienso delatar los detalles del arte, pues no está en mi ánimo el poner en peligro la subsistencia del oficio que me procuró comida cuando la necesité y un techo cuando no lo tenía. Al posible lector, simplemente recomendarle paciencia infinita, pues como se suele decir todos somos hijos de Dios, y si vuestro buen padre hubiese querido que los ladrones no existieran haría crecer el oro de los árboles y los carneros en las huertas, al alcance de todo hombre.
      En un segundo lugar estaban los que, pese a demostrar con suficiencia una marcada inteligencia, se veían limitados físicamente en la ocupación anteriormente reseñada por la simple desgracia de poseer una destreza menor. Estos muchachos, lejos de ser inútiles a la comunidad, se convertían casi en necesarios, especializándose en la difícil ciencia del timo y el engaño. Conseguían buenas piezas de oro y plata con ello y eran queridos por el conjunto y respetados por su peligrosa inteligencia. Recuerdo que uno de los jóvenes más avezados del grupo se veía inútil una y otra vez en sus intentos de hacerse con una bolsa situada en buen lugar sin que su propietario se percatase del hecho. Era el objeto de las burlas de Pietro "dedosligeros", un evidentemente capaz ladrón que se encontraba, por aquel entonces, en el primer lugar de nuestra particular clasificación de los más hábiles. Éste se reía sin piedad del torpe muchacho, menor en edad y tamaño. Pues bien, nadie supo cómo ocurrió, pero un buen día todas las pequeñas propiedades de Pietro pasaron a manos del inteligente joven por la propia mano del mismo Pietro, quien insistía en decir que el chico era en realidad "muy buena gente". Me pregunto cuál fue el tesoro con el que Pietro se vio timado, pero aquello me abrió los ojos y comprendí que aquella ciencia debía de aprenderla y explotarla, pues tenía mucho futuro. Así lo hice, y conseguí pequeños logros que me dieron por satisfecho en aquel entonces. Más tarde ese nuevo conocimiento fue de vital importancia para mí, por lo que aprecio sin cesar todo nuevo descubrimiento que a mis ojos se presenta desde entonces. Compadre, nunca se sabe.
      En un peldaño menor, estaban los más torpes, capaces únicamente del robo por sorpresa, realizado con poca maña y mucho estrépito, pero no menos productivo. Estos encargábanse así mismo de asumir los papeles menores en los estudiados timos, de aquellas interpretaciones menos elaboradas pero igualmente necesarias, y de los trabajos más físicos y simples de la comunidad, tales como cuidar de los animales, construir establos o acarrear la leña. Los más cortos de luces no eran mantenidos en la iglesia por mucho tiempo, pues aunque nunca se les negaba cama y comida durante unos días, finalmente habían de marcharse por el bien del conjunto. No habían más diferentes subgrupos. Pudo darse el caso de que por motivo de una gran y acuciante necesidad el padre Di Marco nos hubiera pedido que explotásemos el simple robo con violencia, pues no fueron pocos los tiempos de hambruna en los comienzos del nuevo milenio, pero jamás llegamos a tal extremo. De hecho, era ésta una posibilidad que ni tan siquiera llegaba a ser planteada, pues conocida era la rotunda opinión que al respecto guardaba Di Marco. Si se debía de pasar hambre porque nada había que llevarse a la boca, pues a pasar hambre. Naturalmente, estos periodos no se extendían por mucho tiempo, ya que la falta de pitanza nos aligeraba aún más los dedos y nos afinaba increíblemente la astucia, siendo un fantástico incentivo que nos ponía en forma en poco tiempo.
      Como ya dije, éramos veinticinco muchachos hábilmente preparados los que habitábamos la iglesia de Di Marco, en los buenos tiempos como en los malos. Las enfermedades tuvieron a bien obviarnos y pasar de largo, parte por nuestra relativa lejanía de los núcleos habitados como por los excelentes hábitos de existencia que guardábamos con rigor, hábitos heredados de la vida monacal de nuestro maestro. Llegábamos a bañarnos completamente hasta tres veces al año, y limpiábamos nuestros pies diariamente, así como las manos y aun la cara en el tiempo anterior a la comida. Esta limpieza, contrastante a las costumbres del hombre de ciudad o campo, parecía inmunizarnos a los males del cuerpo, ya sean humores negativos o lo que se diera en cada caso. La aplastante y bien pensada lógica del padre Di Marco decía que una correcta limpieza exterior contribuía a la buena alegría interior, alejando así los malos humores causantes de las enfermedades. Y vive Dios que tenía razón, pues conservado he los hábitos de juventud a lo largo de mi vida, transmitiéndolos a mis criados después, e hijos aún más tarde, y las enfermedades han pasado de largo ignorando mis posesiones y a los míos sin necesitar las sangrías de ningún galeno.
      Debo hablar brevemente, aunque el tiempo sea escaso para mí, del ambiente que se vivía en aquellos días inmediatamente siguientes a la llegada del temido año mil. Lo hago porque la mayoría de los hombres que tengan acceso a este manuscrito habrán nacido en años posteriores (pocos quedan ya sobre la tierra que lo vieran conmigo), y es un conocimiento que puede ilustrar con corrección los motivos y temores que movían al ser humano en aquel entonces. Cierto es que los pocos afortunados que puedan ser capaces de leer han de tener conocimientos amplios, debido a su especial educación, de todo cuanto fue, pero abrigo la esperanza de que un día, aún lejano, el hombre comprenda que la lectura y escritura es un don que debería ser puesto al alcance de un mayor número de congéneres, y no únicamente de religiosos y puntuales afortunados. No hablo de que todos los hombres puedan aprender a leer y escribir, pues sabido es que los campesinos y las mujeres, por regla general tienen un cerebro mucho menor en tamaño y capacidad que se ve incapaz de lograr tales progresos, pero al menos los artesanos y aristocracia a todos los niveles deberían disfrutar de la oportunidad de intentarlo. Posiblemente llegaríamos así a un mundo mejor, pues tendríamos a nuestro alcance los conocimientos de nuestros mayores, conocimientos que en lugar de aprenderlos en el camino de una vida podríamos desarrollar a partir de lo ya escrito, creciendo así en sabiduría. Dios dirá.
      Los años anteriores a la llegada oficial del fatídico año mil fueron el mayor esperpento que el hombre ha vivido jamás. Se derrochaba sin medida, se delinquía a menudo sin castigo, se empleaba el tiempo en practicar todos los imaginables vicios que el cuerpo nos permite realizar, y aun otros que parecerían imposibles. Los nobles guerreaban contra el infiel con la esperanza de ganar así un puesto en el cielo que parecía iba a descender sobre nosotros con brevedad. Expertos conocedores del Apocalipsis hacían sus pláticas en plazas y corrillos, detallando las amenazas que no sólo amedrentaban los corazones de nosotros, los más niños, sino también los de los mayores, hombres, mujeres y ancianos, que daban crédito a todo cuanto se escuchaba. Recordaré por encima lo que decían aquellos falsos profetas: "¡Rendíos a Dios, miserables pecadores de negra alma y envilecido espíritu, porque el Señor caerá sobre vosotros empuñando la espada de la destrucción, descargándola en vuestras cabezas y las de vuestros hijos, y las de vuestras mujeres!, ¡Porque dice el Apocalipsis, con letras grandes como soles, que Satán el anticristo, atado y sujeto durante mil años, romperá transcurrido ese tiempo sus cadenas y librará con los ángeles del bien la terrible batalla final en la que se jugará el destino de los que son y de los que fueron! ¡Pero aliviaros, malditos, porque Dios nuestro señor acudirá presto en nuestra ayuda y vencerá la batalla en nombre del bien, quien prevalecerá finalmente sobre el mal! ¿Que qué pasará entonces? (¡a ti niño se te llevará el demonio por curioso!), ¡entonces, almas pecadoras e impías, para alivio del espíritu humano se acabará el mundo y se dará paso a un nuevo cielo y nueva tierra perfectos y eternos!, una verdadera maravilla en la que vosotros no estaréis, por supuesto, ¡pues estáis condenados a pudriros en las llamas eternas del infierno a causa de vuestros inimaginables pecados! ¡Preparad pues vuestra alma, porque el juicio final se acerca irremediablemente, inexorablemente, para poner a cada cual en su lugar adecuado!".
      Estas palabras causaban un doble efecto en el espíritu de los simples que las escuchábamos. A los más niños se nos dejó de lado en gran medida, pues como al parecer era el último periodo de sus miserables vidas los adultos esperaban emplearlo en ocupaciones mejores que las relacionadas con el cuidado de unos miserables mocosos que, de todas formas, tampoco iban a llegar a viejos (fue entonces cuando decidí hacer mundo por mi cuenta). Los hombres, bien acudieron prestos a refugiarse bajo las sotanas de los monjes y religiosos en general, bien aprovecharon la coyuntura, pensando que su alma estaba ya demasiado sucia, para cometer todas las villanías que siempre habían dejado de lado, incluyendo, por supuesto, la de retozar con toda mujer de cualquier edad que se pusiera a su alcance. Ya se sabe, de perdidos, al río. El año 999 fue de un completo caos a nivel mundial. Todos los estamentos sociales, desde el alto clero, quien llegó a aglutinar una increíble fortuna a base de pequeños sobornos que los grandes hombres realizaban en forma de donaciones para lograr ciertas "recomendaciones" en el juicio que les esperaba en el cielo, a los más simples porqueros, pasando por toda la nobleza y el resto de hombres libres y esclavo,s decidieron al unísono romper con todas las barreras impuestas por las normas o el decoro. Una deliciosa locura.
      Pero llegó el año 1000.
      Y después de doce meses de tensa espera nos encontramos con que el condenado amenazaba con acabarse sin que el fin del mundo tuviera lugar.
      La gente esperaba, pues los especialistas decían aquello de "es que el año 1000 no empieza en realidad hasta el primer día del 1001, ¡entonces veréis, incrédulos!". Lo malo es que el año 1001 también se acabó sin que muriera más gente de la acostumbrada. Algunos amenazaron con la llegada del 1033, añadiendo que Dios había decidido dar al hombre la oportunidad de redimirse durante un periodo equivalente al de la vida del primer Redentor, pero pocos creyeron entonces sus palabras. Los nobles recuperaron, bien de buen grado, bien a la fuerza, las "donaciones" que desprendidamente habían realizado en vísperas de la fatídica fecha. Los falsos profetas se escondieron bajo la amenaza de ser apaleados por la furibunda multitud (aunque no todos lo lograron) y la vida siguió, como siempre hasta entonces y como siempre desde entonces. El año de 1002 se llevó consigo todas las esperanzas de los charlatanes exaltadores de un Apocalipsis (que por otra parte podían interpretar con absoluta libertad, pues nadie sabía leer), junto con la mayoría de sus cabezas. Digamos que, en realidad, el fin del mundo sí llegó para ellos, no cabe duda. Después, a partir del 1003, las iglesias dañadas por los hombres que se habían sentido traicionados por sus pastores espirituales fueron reconstruidas en su mayor parte de los desperfectos que la locura colectiva había traído consigo. Se reconstruyeron con la ayuda de todos, pues todavía era mejor no tentar la suerte... Se levantaron otras en honor a nuestro magnánimo Padre, por si acaso no tenía bastante con las reconstruidas. Se inició un nuevo y fértil dominio de la Iglesia, fértil para la misma Iglesia, por supuesto. Y llegó el 1004 y con él, la absoluta tranquilidad. Si el mundo pensaba acabarse, seguramente no iba a ser durante el transcurso del milenio en cuestión. Si lo hacía después, bueno, que se preocupen entonces los que queden. Todo se calmó, los nobles abusaron de su nobleza y se aprovecharon del débil, el clero abusó de su posición y se aprovechó del débil y el débil, ah... éste, como siempre, al no poder aprovecharse de nadie, se hubo de contentar con la regencia de su propio hogar y abusar de su mujer y de sus niños. Y es que, quien no se contenta es porque no lo quiere. En fin, como podía esperarse, finalizó sin más sangre la mayor broma que las escrituras han gastado al hombre.
      Cuando el mundo se calmó yo ya me encontraba lejos del lugar al que había llamado casa durante mi primera infancia. Arribé a la iglesia de Di Marco gracias a que, según parece, mi destino iba unido a la particular afición que me dio la posibilidad de seguir adelante en la miserable vida que me ha tocado en suerte. Fue realmente curioso (y ciertamente gracioso, la verdad), pues al poco de llegar a la ciudad de Rávena, y sintiendo una especie de clamor en mi estómago que decía "¡dame de comer!, ¡dame de comer!", tuve la feliz idea, iluminado por la gracia de Dios, sin duda, de pretender extraer la bolsa de la cintura de ingente diámetro de un bendito monje que paseábase por allí, quién no diría que a tal efecto. El susodicho monje no era otro sino Di Marco, naturalmente, y como suele decirse, pretender robar al mismo diablo, con perdón de la indudable santidad del religioso, es algo poco menos que imposible. Apenas había estirado torpemente la diestra en dirección a la atractiva bolsa cuando la vi sujeta por una mano enorme de gordos dedos que había caído desde Dios sabe dónde. Nunca olvidaré sus primeras palabras: "¡no, no, no! ¡Por favor, hijo mío!, ¿llegarás a ser torpe? Mas, sin duda, nuestro divino padre ha dispuesto el enviarte a mí para que afine, para su gloria y provecho nuestro, tu indiscutible vocación, merecedora de más altos cantares que los que injustamente recibe. Dios, yo diría que tienes hambre". Que si la tenía..., un buey que me hubiese llevado a la boca en aquel momento no lo habría contado, pardiez. Por el resto, no comprendí ni jota de lo que aquel señor, que no parecía dispuesto a castigarme, había tenido a bien decirme. Al menos hasta que llegué a la iglesia y entendí al contemplar con mis propios ojos la naturaleza de los menesteres que sus inquilinos completaban con diligencia y rectitud. Mi estupenda habilidad manual, y mi respetable inteligencia, me salvaron de ser expulsado tras aplacar la fatiga y el hambre que me acompañaban hasta entonces. Pero hora es de volver al momento siguiente a la excursión realizada por los pasillos del convento de San Benedicto, a las horas posteriores de la finalización del castigo justo que Di Marco había dispuesto para penitencia y salvación de nuestra afligida alma.
      No bien hubo pasado el tiempo de ayuno y reflexión, Felipe, el "Rojo" y yo regresamos al tajo, pues en el tiempo de castigo Di Marco nos había librado del trabajo para bien sanar el espíritu. Durante una o dos semanas el tiempo transcurrió con la relativa tranquilidad con que siempre lo hacía. Ese periodo coincidió con mi turno de ayuda en la eucaristía, por lo que las horas de trabajo no coincidían exactamente con la de los otros compañeros. Había de levantarme en la oscuridad precedente al alba para disponer de mis obligaciones, dejándolo todo preparado en espera de la diaria misa. Acompañaba al monje en sus rezos y bendiciones y arreglaba los tocados que debía vestir en la eucaristía. Cuando terminaba con todo, me encontraba con que era ya la hora de la celebración del acto religioso, y hasta tiempo después de comer no dejaba totalmente de lado el tema hasta la siguiente jornada. De forma que cuando el resto de colegas finalizaban el periodo laboral y regresaban con los objetos de su pesca diaria, alrededor de las cinco o seis horas después del mediodía, yo partía con la esperanza de que el oficio divino hubiese afilado mis talentosos dedos e iluminase mi camino, en espera de que algún alma errante caminase todavía con una buena bolsa al cinto. Por lo regular, a esas casi intempestivas horas no solía conseguir nada más señalado que unas pocas monedas y alguna manzana. Pero un buen día, ni más frío ni más caluroso que sus hermanos, en la hora misma en que iba a rendir la plaza y volver bajo el techo de la iglesia de Di Marco, la diosa fortuna me miró, me sonrió, me guiñó uno de sus ojos y, la muy hija de cien furcias, me llevó a tropezar con el tipo que habría de ocasionarme un sinfín de sinsabores.
      Como digo, estaba ya a punto de tornar con mis camaradas, pues el horario de tarde-noche no es el mejor para llevar a cabo aquello que nos daba de comer... La gente tenía la mala costumbre de realizar todos sus asuntos comerciales en las primeras horas del día, dejando para la tarde el trabajo en los hogares, los paseos familiares por las más transitadas callejas y las visitas de cortesía. Poco antes de anochecer no quedaba ya nadie en el exterior de las casas, exceptuando, quizá, a los siempre presentes borrachos, vagabundos o enfermos y a los, como no, demás amigos de lo ajeno, los cuales compartían gremio con nosotros pero no buenas relaciones, pues demasiado a menudo se veían obligados a pagar nuestras culpas. En circunstancias normales, a esa hora yo ya habría decidido volver al calor del hogar, pero se daba la particularidad de que un maestro constructor estaba llevando a buen fin unas reformas, del todo innecesarias, en el edificio anexo a la catedral, el lugar donde hacía su vida el Arzobispo de Rávena, por lo que a no más tardar, un respetable número de obreros y todo un maestro constructor se encontrarían prestos a abandonar el trabajo con la intención de descansar en el interior de una taberna, frente a un plato de habas acompañado, con mucha suerte, por algo de vino. Y yo pretendía hacerles llegar a aquel antro lo más ligeros de peso posible. No sería fácil, pues irían en grupo, de forma que sólo podría actuar una vez, dos si la ventura se aliaba conmigo; pero mejor eso que dar por perdido el día. Me situé, pues, a cierta distancia del palacio Arzobispal, observando paciente los progresos del trabajo y opinando sobre el pésimo gusto estético de la máxima autoridad eclesiástica de la ciudad, y aguardé a que el maestro constructor diera por terminado el día de trabajo. Por lo que podía ver desde mi cuidado escondrijo, colgaba una voluminosa bolsa del lado izquierdo de la cintura del maestro, atada del cinto que sujetaba las calzas de cuero al talle. Y en esa bolsa debía viajar mi felicidad en forma de piezas de oro y plata; y es que soñar siempre es gratis, amén de resultar un estupendo estímulo. Pero no bien húbose acabado el tiempo de trabajo, el condenado maestro constructor subiose a un estupendo, pero cien veces maldito, caballo de pelaje negro como la pez y marchó en dirección a la salida de la ciudad. Y con él la preciosa bolsa que parecía llevar escrito mi nombre en letras doradas. Fue tal el desencanto que me asaltó que decidí dejar en paz al resto de los obreros y volver a la iglesia del padre Di Marco. Había sido un pésimo día y estaba dispuesto a finalizarlo cuanto antes, vive Dios. Y entonces, cuando caminaba ya, siempre al abrigo de las estimadas sombras protectoras, en dirección a la salida Oeste de Rávena, ocurrió.
      A cierta distancia del lugar por el que me movía yo, y en el lado opuesto de la calle que estaba cruzando en aquel instante, observé inconfundiblemente el movimiento de una sombra extraña que pretendía desplazarse con el mismo grado de sigilo con que lo hacía yo. Era la sombra de un hombre de gran tamaño y torpes movimientos, enfundada en una especie de túnica de oscuro color bajo la cual adivinábase el recto volumen de una espada larga. No es que me interesase lo más mínimo el meterme en medio del camino de un supuesto compañero de profesión, pero me produjo curiosidad, y como ésta es la mayor y mejor colega del ladrón experto, me decidí a seguir al sujeto amparándome en el secreto de la oscura noche, en una forma mucho más correcta que la que empleaba toscamente el objetivo de mi persecución. ¿Por qué lo seguía?, bueno, estaba claro que aquel enorme tipo se dirigía directo hacia un lugar en donde no era esperado, o bien deseaba permanecer en el anonimato y no ser visto por el camino, o incluso ambas cosas. Fuere como fuere, donde hay secreto, hay negocio. Si el hombre era un simple amante presto a visitar a la dama objeto de su amor, y del de su marido, no había nada como hacer aparición en lo más íntimo del acto del amor para despojarles de sus más brillantes bienes, bajo la amenaza de dar alarma con las consecuencias negativas que para los amantes reportaría tal posibilidad, como bien sabía el Prior de los Benedictinos. Si, por contra, el señor era un ladrón, inexperto e ineficaz sin duda, de todos es conocida la máxima del oficio, la más ampliamente empleada por Di Marco (lo cierto es que cualquiera de las "máximas" de Di Marco eran, en cada caso, "las más ampliamente empleadas"), que reza así: "no es ladrón quien al ladrón roba". Y si aquel tipo pretendía robar, bueno, témome que no llegaría a su escondrijo con todo el producto de su acción. De todas que pronto lo iba a saber.
      La sombra se adentró por las callejuelas más infectas de la ciudad, siempre pretendiendo esconder su presencia aun de la vista de los abundantes borrachos que por allí pululaban. Finalmente se detuvo tras unos barriles, en la esquina de una calle oscura que tan sólo parecía contener una puerta. Allí aguardó en silencio, al igual que lo hice yo a cierta distancia de su espalda. Transcurrieron unos tensos minutos sin que nada reseñable ocurriera, pero no pensé ni por un momento en abandonar mi posible presa, más por pura curiosidad que por infecta codicia. En aquel profundo silencio, de pronto, apareció el leve murmullo de unas botas pisando sin cuidado la tierra húmeda que cubría las calles de la ciudad. Y una luz acompañaba a los pasos. Un hombre enjuto y levemente encorvado, antorcha en mano y viva mirada, hizo acto de aparición en la calle por el lado opuesto que ocupábamos nosotros. Parecía intranquilo y descansaba la mano izquierda sobre la empuñadura de una pesada espada ancha que dudaba fuese capaz de manejar con presteza, tal era su enclenque aspecto. Intuí que aquel infortunado señor, de unos treinta y cinco años, iba a ser la esperada víctima de mi igualmente infortunada presa. Ah, todos podemos ser felices en la tierra como en el cielo: primero lo sería él, luego yo. Bueno, todos menos el señor que estaba a punto de ser asaltado, cierto es. Y efectivamente, en cuanto la sombra negra vio acercarse al pobre hombre de la antorcha, abandonó su escondrijo y se acercó sin sigilo ni cuidado alguno, al paso, con tranquilidad. Y dijo, para sobresalto del de la antorcha:
      —No pensaríais en que ibais a escapar valiéndoos de tan burdo truco.
      El otro dejó caer asustado la tea encendida, la cual debía estar copiosamente untada de grasa o aceite, pues no se apagó al contactar con el mojado suelo. Su propietario se aplastó contra la pared y comenzó a negar con la cabeza mientras extraía la espada con lentitud. También el otro, un hombre que a la tenue luz de la caída antorcha se reveló como un verdadero gigante de enormes espaldas, comenzó a desenfundar su arma, con mucha más seguridad, sin duda. Cuando estuvo a pocos pasos de su víctima se detuvo y volvió a hablarle.
      —Dónde lo habéis escondido.
      —Vamos —le temblaba la voz por el temor—, no creeréis que os lo voy a entregar... Os conozco demasiado bien, y se que no me reportaría ningún provecho el hacerlo.
      —Quizá os ahorraseis cierto punzante dolor en el estómago y pudieseis salvar la vida en el caso de que cooperaseis de buen grado. Eso sí, debidamente liberado del peso de esa peligrosa lengua vuestra, y confinado en un lugar seguro.
      —No quiero vivir una vida como la que sin duda me ofrecéis. Prefiero morir, aunque sabed que pienso vender cara mi muerte.
      —Vamos, esa sucia boca vuestra no dice más que estupideces. Si lo que queréis es morir, si acaso lo preferís a una larga vida, muda pero vida, no soy quien para negaros el deseo en cuestión. Pero os agradecería que, pese a todo, me ahorraseis el importuno de tener que buscarlo después. Al fin y al cabo, no os resultará de la menor utilidad al morir.
      —Cierto, pero habréis de venir a por él, si es que en verdad estáis dispuesto a tomarlo para vos.
      —Así pues lo portáis encima, entre vuestras ropas, quizá.
      —Puede. Averiguadlo, si os atrevéis.
      El hombre grande amagó una risa.
      —No os creía tan irremediablemente estúpido, pero bueno, si lo queréis así.
      Y atacó. El hombre delgado y aparentemente débil se descubrió como un verdadero maestro espada en mano. No sólo era capaz de sujetarla, sino que la manejaba con presteza y seguridad. Pero no era manco su contrario, más bien al revés. El gigante, quien a la leve luz de la tea descubrió el verdadero color de su túnica, de un azul oscuro muy intenso, empuñaba la espada larga con una velocidad y habilidad en modo alguno comparables a sus torpes intentos por ocultarse de minutos atrás. Detenía casi con aburrimiento los mandobles que su contendiente le dirigía con furia, y lanzaba a su vez algunas manos cortas que herían con frecuencia, aunque tan sólo en forma de pequeños rasguños, a su desafortunado oponente. Sin duda el resultado de la confrontación estaba claro y presto a revelarse en el mismo momento en que el guerrero de azul se cansara de soportar a un enemigo incapaz de ofrecerle mayor resistencia, pese a que, como ya he dicho, el hombre de aspecto frágil no era torpe ni mucho menos. Me atrevería a asegurar que, al menos, era tan diestro como yo llegué a serlo años después, y lo fui en alto grado. Efectivamente, apenas dos minutos después de iniciada la lucha, el sujeto grande atravesó a su contrario tras desarmarle con gran habilidad. El pobre finado se agarró con desesperación a la hoja que le atravesaba de parte a parte y que ya sujetaba su peso, tal era la fuerza del brazo del asesino. Fue entonces cuando vi mi oportunidad; sí, no la tendría igual. Porque, tras haber llegado hasta allí no estaba dispuesto a marchar de vacío, ni mucho menos. Salí de mi escondite y comencé a dar voces: "¡a mí la guardia!, ¡a mí la guardia!, ¡han dado muerte a un hombre! ¡A mí la guardia!", y los típicos "¡confesión, por ventura! ¡Confesión!". El vencedor de la contienda se volvió al momento, el desconcierto dibujado en su cara, y dejó caer al ya muerto hombre que aún pendía de su espada para acto seguido comenzar a registrarle con rapidez y precipitación. Pero eran ya muchas las luces que habían comenzado a encenderse en el interior de las casas y una multitud de voces dispersas se escuchaban resonar en la noche. El asesino se levantó con furia, le sacudió una fuerte coz al cuerpo inerte que reposaba en el suelo y marchose a grandes zancadas en el mismo momento en que yo me abalanzaba hacia el lugar donde estaba el cadáver caído. Al pasar junto a la antorcha aún encendida le descargué una buena patada que la alejó y acabó por apagarla. En la oscuridad, todos los gatos son pardos, y no estaba entre mis intenciones la de que algún desgraciado pudiese reconocer mi angelical rostro. Yo sabía, al contrario que mi querido bienhechor, que nadie se acercaría hasta el lugar del origen de las voces hasta verse respaldado por una buena cantidad de soldados armados. Ni era prudente hacerlo ni estaba entre las costumbres de los vecinos de Rávena. Así pues disponía de algunos segundos para registrar el cuerpo del occiso, pese a poder escuchar ya un buen número de voces de alarma que resonaban por doquier. Mis dedos corrían hábiles y enseñados en la búsqueda de aquello que podía interesarme casi de forma mecánica, registrando los más recónditos lugares donde un hombre inteligente puede, o suele, esconder sus parabienes. Hallé una gruesa bolsa repleta de tintineantes monedas, y un extraño volumen que resaltaba sobre el pecho del caído, oculto bajo la ropa, me indicó que un grueso medallón, de esperada dorada naturaleza, podía esconderse colgando de su cuello. Busqué un tirante que lo rodease, encontrándolo sin problemas, y lo solté de un fuerte tirón, tirón que debió cortar alguna vena, pues un brusco chorro de tibia sangre bañó mi cara en aquel instante, arrastrando con la fina tira de cuero un ciertamente voluminoso medallón de color rojo que fue a parar en un suspiro a las profundidades de mi propia bolsa. A la par que me levantaba y comenzaba a correr, por supuesto, mientras gritaba aquello del "¡a mí la guardia, un hombre caído!, ¡han muerto a un hombre!". Me crucé con una buena cantidad de individuos que ya corrían hacia el lugar del crimen, a los que diligentemente les indiqué la dirección a seguir. Gracias a la confusión y lógica agitación ninguno pareció darse cuenta en el momento en cuestión de que el flaco muchacho que les informaba, servicial, del lugar al cual debían dirigirse, tenía el rostro completamente bañado en sangre. Para ventura del que esto escribe, gracias a Dios, sea éste quien sea. No detuve mi desbocada carrera hasta saberme a salvo de todo peligro, más allá de los límites de la ciudad. Como siempre en estos casos, habíame dirigido sin dudar a la salida Norte de Rávena, con la intención de despistar a cualquier posible curioso. Una vez seguro de mi anonimato, encaminé mis pasos, siempre alejado de la ciudad, hacia el Sudeste, camino de la Iglesia salvadora, a la que arribé más allá de las once, cuando ya todos habían destinado sus cuerpos a la santa ocupación del descanso. Todos menos Di Marco, quien a esas horas solía hacer recuento de las ganancias del día, celebrando tanto las más productivas jornadas como las menos con una buena botella de vino francés. Esto lo hacía en su sacristía, lugar de visita habitual de todo aquel que, por motivos justificables, hubiese cerrado el tiempo de trabajo en aquellas intempestivas horas. Mi justificación era la mejor posible, pues en los días en que nos dedicábamos por completo a las labores de la ayuda en la eucaristía disfrutábamos de una especie de permiso para poder, si el ánimo y la afición nos llevaban a ello, disponer del resto de las horas para mejor marcha de la congregación, aumentando de la forma ya conocida sus incesantes ingresos. Mi nerviosismo era evidente. Me había hecho con una bolsa de descomunal tamaño que sin duda contenía buenas monedas. Posiblemente, era aquella mi captura más productiva, ya que no la más sonada ni tampoco la más honorable... Había decidido guardar para mí el secreto del medallón hasta poder examinarlo mejor. No era una excepción el que decidiese tomar parte del botín en previsión de días peores, pues el mismo Di Marco nos animaba con prudencia y disimilo a hacerlo, ya que así se ahorraba el tener que proporcionarnos una especie de sueldo o ayuda económica que nos permitiese algunos pequeños vicios. Lo único que el santo hombre pedía era que la parte del botín que iba a parar a sus manos fuese lo suficientemente grande como para poder mantener la situación de relajo y ventura que llevábamos por aquel entonces. Y como nosotros mismos éramos conscientes de que vivíamos en la gloria divina, en el mayor número de los casos destinábamos el producto de nuestro trabajo de forma integra al perfecto mantenimiento de las condiciones de nuestro particular paraíso. Además, no eran demasiadas las cosas que podíamos realizar con dinero en Ravena sin llamar la atención, por lo que dinero guardado solía ser dinero perdido. Pero la leve visión del rojo medallón había encendido de nuevo la luz de mi despierta curiosidad, y tenía la firme intención de examinarlo con detenimiento en horas posteriores. Di Marco me recibió sorprendido primero y asustado después, pues habíame olvidado de limpiar la sangre que sin duda me confería un terrible aspecto. Cuando le relaté los pormenores de la acción que había realizado en la noche, Di Marco asintió complacido y me informó de que no estaba mal el librar a un despiadado asesino de su botín manchado de sangre, siempre que ese botín fuese lavado por manos de religioso y consagrado a la mayor gloria de Dios y la de sus particulares seguidores. Aún fue mayor su complacencia cuando vio agitarse ante sus ojos la pesada bolsa repleta de tintineantes monedas, bolsa que no tardó en ser vaciada de su brillante contenido sobre la mesa que a tal efecto había dispuesta en la pequeña estancia del monje. Era una verdadera fortuna en monedas de oro y plata, así como algunas preciosas joyas engarzadas con no menos preciosas piedras. Mi más grande captura, sin duda. Pero mi orgullo se tornó asombro al ver la extraña cara que había adoptado el religioso al ver las monedas, a lo que reaccioné como todo buen joven sabe hacerlo de forma innata, esto es, preguntando.
      —¿Qué os ocurre, sapientísimo padre?
      —Hijo, dime, ¿de dónde y a quién has sustraído tan extrañas piezas?
      —No os comprendo. Ya os he informado de todo cuanto ocurrió al...
      —¿Alguna vez habías visto al caballero que portaba la bolsa, o en su defecto al vil asesino que pretendía hacerse con ella, en las cercanías o en la misma Rávena?
      —Pues no. Que mi mente recuerde, nunca. Y sabéis que tengo buena memoria. Pero ¿cuál es el motivo de vuestra suspicacia?, ¿tal vez son falsas las piezas, pese a que por su brillo me atrevería a jurar que no es el caso?
      —No, no... es oro, sin duda, y de plata son estas otras. Pero observa bien una de ellas —me alargó una de las piezas de oro. Era grande, brillante, muy bella, y en el mismo centro se podía ver una acuñación cuidada e increíblemente bien realizada que presentaba un perfil extraño a mis ojos junto a unas letras que, dada mi condición de analfabeto por aquel entonces, fui incapaz de leer.
      —Es tan bonita...
      —Dime, ¿alguna vez has visto esa cara en una moneda de cualquier material?
      —Pues no... ¿es acaso un nuevo Rey? ¿o un príncipe tal vez?
      —No. No tengo la menor idea de quien es este tipo, pero ninguno de los tres reyes Otones, así como tampoco nuestro Enrique II, sin duda... y, desde luego, no parece un príncipe sarraceno. Pero lo verdaderamente extraño del caso es el imposible lenguaje que acompaña a las efigies.
      —¿Por qué imposible?, ¿está acaso extinto?
      —No, extinto no. Simplemente, no existe, que yo sepa —Di Marco me miró divertido—. Has requisado una importante fortuna de una moneda que no existe. Curiosa broma... —pudo ver mi preocupación—. Mas, ¡no te alteres, buen Sboda!, la moneda no existe, pero sí el oro y la plata, teniendo el mismo valor fundido como con forma de moneda. ¡Y a fe mía que estas monedas van a ser fundidas mañana, a más tardar! Y ahora, anda a descansar que en el alba tienes tareas que realizar, y hazlo tranquilo y satisfecho, pues gran acción has realizado hoy y Dios padre velará orgulloso tu sueño.
      —Más tranquilo me quedo, estimado maestro, pues mucho hubiera lamentado de haber perdido de forma estúpida la noche. Bien, quedad en la buena compañía que las monedas y nuestro Señor os conceden, y que también vuestro sueño sea feliz. Hasta la mañana.
      —Si Dios así lo quiere.

Me retiré entonces hacia la estancia en que solía dormir, una especie de barracón austeramente acondicionado que compartía con el resto de los muchachos, con la duda reflejada en la cara. ¿Qué quería decir Di Marco con aquello de las monedas no existían, o que estaban acuñadas en un lenguaje imposible? ¿quién demonios iba a acuñar y dar forma a unas perfectas piezas de oro y plata con signos ininteligibles y efigies desconocidas?. ¿Con qué secreto motivo se iba a preocupar alguien en realizar tan fatigoso trabajo, completamente improductivo a todas luces? Me realicé gran cantidad de preguntas, imaginando todo tipo de imposibles soluciones que me ayudasen a aclarar el misterio, pero ninguna de las hipótesis que entonces me planteé fue lo suficientemente aceptable como para dejar el asunto de lado para siempre. Hubiera deseado examinar con detenimiento el rojo medallón que había decidido conservar para mi propio provecho (que descansaba ahora perdido en algún oscuro rincón de mi morral), pero las inminentes tareas en que habría de ocuparme en el alba me aconsejaron el apartar todo asunto de mi mente para así mejor dormir. Siempre tendría tiempo para ello, evidentemente.
      Tuve sueños curiosos aquella noche. La excitación de la captura, la tensa espera, los nervios siempre presentes tras la consecución de un botín aparecieron como solían hacerlo en el primer momento de calma que se ofrecía a mi cuerpo y mente. Es corriente en los practicantes de la ocupación en que era yo un experto el tener un ligero sueño en las noches siguientes a un trabajo difícil o peligroso. Ligero y agitado, acompañado de febriles pesadillas repletas de soldados y guardias armados que te dan caza. Pero los sueños que me asaltaron en las horas nocturnas de aquel preciso día fueron de extraña naturaleza. Vi lugares inhóspitos en los que nunca había estado con anterioridad, parajes de piedra fría, limpios de vegetación y vida que aparecían bajo una atmósfera oscura, más que nocturna, plena de niebla y sombras azules. Veía, igualmente, las ruinas de una ciudad construida en la misma piedra fría que era la común en el paisaje. Parecía surgir de la tierra, formando parte del conjunto más que siendo lógica obra de mano humana. Era una ciudad gigantesca, de proporciones apocalípticas que producían en mi aturdida mente un vértigo desconocido por mí hasta entonces, y yo me movía por entre sus innumerables calles de piedra, acompañado por la única presencia de un ululante viento frío que encargábase de romper el inquietante silencio que, sin duda, era el natural en la deshabitada ciudad. Sentía pánico, un gran pánico e inquietud producto de la soledad en que me encontraba. Pero afortunadamente, la anhelada mañana repleta de trabajos llegó sin demora, sacándome del descorazonador sueño para algarabía de mi espíritu. Puede parecer una exageración, pero para mi poco educada mente, todo sueño era un elemento claro de perturbación, dado su carácter de fenómeno extraño e inexplicable, y en aquellos años de confusión, cualquier fenómeno inexplicable producía pavor. Ocurre igual entre las gentes de hoy día, entre las más pobremente ilustradas y de cortas entendederas, claro. Y los sueños que me acompañaron aquella noche eran del peor tipo que un ignorante infeliz, de vocación cobarde, joven e impresionable como yo lo era, podía sufrir en aquel tiempo: sueños de lugares inexistentes, sueños de misteriosas ciudades que producían una sensación inmensamente superior que la que se siente al soñar con el mismo diablo. Pues soñar con Lucifer equivalía a admitir la existencia de un cielo protector que siempre acudiría en nuestro socorro. ¿Pero qué consuelo podemos hallar en unas visiones de paisajes que nos son desconocidos? No, aquello que desconocemos sólo nos puede traer temor.
      Durante el transcurso del siguiente día no hallé un solo instante de tranquilidad en el que poder atender a mi deseo de comprobar tanto la naturaleza como las formas del medallón rojo que descansaba, paciente, en un oscuro lugar sito en el fondo de mi gran saco. Las tareas en la iglesia fueron particularmente numerosas e intensas, pues creo recordar que amaneció domingo. Hasta bien pasado el tiempo de la comida no logré escaparme para poder bien atender mis asuntos. Claro que en cuanto encontré ese pequeño momento de paz no tardé en agarrarlo y aprovecharlo. Había un lugar en las cercanías de la iglesia en el que me gustaba particularmente pasar las horas en los días en que no podía llevar a cabo mi trabajo, normalmente por ser fecha señalada o domingo. Era un alto pino, el cual producía una inmensa sombra en la que se descansaba presa de un maravilloso relajo; el viento, húmedo por la cercanía del pequeño arroyuelo que podía verse desde el árbol, azotando con cariño la cara, y el sol oculto tras la copa del pino, luchando por abrirse paso pero fallando día tras día, para desesperación del astro rey. Era un lugar idílico, especialmente indicado para atender los asuntos del corazón. Ya por aquel entonces me había preocupado de llevar a buen fin alguna pequeña aventura con mozas de la ciudad, esos pequeños escarceos que preceden a las verdaderas batallas que todo hombre debe dirimir con el bello sexo. Dicen que débil... Pero gustaba de aparecer en el paraje en cuestión en soledad, o en compañía de mí mismo, que viene a ser algo parecido. Aquella tarde, junto con mi presencia se encontraba el medallón carmesí, presto a ser contemplado y examinado con la intención de determinar su exacto valor, si es que había algún valor en él, claro. Al llegar bajo el cobijo del pino, extraje el objeto del jergón que había tomado para transportarlo con secreto y comodidad. Era un medallón grande como el puño de un adulto, grueso y cuidadosamente tallado por ambas partes. Una de ellas daba la impresión de ser la cara principal por el modo en que estaba ornamentada. Las dos partes estaban cruzadas por líneas y dibujos extraños, acompañados a su vez de unas letras que permanecían ininteligibles para mí. Años después, cuando al fin aprendí a leer, intenté descubrir el origen del idioma que la adornaba, aunque sabía con seguridad que jamás lo encontraría en este mundo. Pero he de avanzar con cuidado, pues sería adelantar demasiado los acontecimientos de seguir por este cauce. Conservé el objeto repleto de letras y dibujos, y descubrí su significado tiempo después. Aquí reproduzco las dos caras del objeto. Levemente deformadas, para seguridad del posible erudito que deslice sus doctos ojos por encima de estas modestas palabras. Estas son, pues, las dos caras del medallón:

(Nota del copista: he de suponer que en el original existía algún tipo de dibujo del curioso medallón rojo, pero en tal caso debe de haberse perdido, o sido eliminado, en algún momento de los últimos mil años)

Como ya había dejado claro con anterioridad, ambas partes eran de un tono rojizo intenso que parecía el color natural del misterioso material con que el objeto estaba construido. Al tacto era frío, produciendo una sensación similar a la que se siente al contactar con un metal, lo que me llevó a pensar que era el producto de alguna extraña aleación lograda en el laboratorio de un alquimista. Y es que, por aquel entonces, cualquier objeto inusual cuya naturaleza escapase al entendimiento de los hombres sin conocimiento era tomado por el producto del trabajo de un poderoso alquimista, los cuales tenían la triste fama de ser sabios capaces de crear las más fantásticas e ilógicas maravillas sin tener la más mínima intención de hacerlo. Todo alquimista que se preciase de serlo andaba a la búsqueda de la misteriosa piedra filosofal que lograse transmutar el acero en oro. Dicen sus misterios que aquel que lo logre conseguirá con el experimento el secreto de la vida eterna. Se dice asimismo que la buscada piedra filosofal no es otra cosa que el Santo Cáliz de Cristo, pero claro, se dicen tantas tonterías alrededor de alquimistas, brujos y adoradores del diablo que uno no puede creerlas todas, y acaba por no aceptar ni una sola de las leyendas que en derredor de tales seres circulan. De todos modos, si el Cáliz con el que vuestro Señor es capaz de realizar tales milagros existe, no dudo ni por un momento que no debe estar perdido en absoluto. ¿Cómo se podría ignorar la situación, después de mil años, de un objeto Santo que confiere fortuna y vida eterna? Si alguna vez esa bendita copa ha llevado a buen puerto un milagro de tales características, me atrevería a apostar mi vida y alma con el peor de los diablos a que debe estar en buen recaudo bajo siete llaves en lo más profundo del más oscuro de los baúles de alguno de los religiosos de más alto cargo que pisan esta vieja Tierra. Con lo que a los alquimistas no les quedaría otra cosa que seguir inventando estúpidos materiales sin valor, a falta de piedras filosofales a la venta en el mercado más próximo. Al menos, y eso había de reconocerlo, el medallón que sostenía entre mis pequeños dedos era de una belleza extrema, por lo que su fabricante se habría sentido orgulloso con seguridad. No era oro, pero me daría un buen dinero en el día en que decidiese desembarazarme de su peso, que dicho sea de paso, era considerable. Observé absorto los grabados del curioso objeto, quizá con la sana esperanza de que su significado me fuese comunicado gracias a mi persistencia, cosa que no ocurrió. Tan absorto estaba en la contemplación que no me percaté de que había anochecido hasta que, en un momento determinado, pude darme cuenta de que ya no había luz para seguir observando la gruesa medalla roja. Fue el momento en que decidí volver a la iglesia, abrigando la esperanza de que mis buenos compañeros me hubiesen dejado alguna manduca que llevarme a mi voraz y sin fondo estómago. Tan improbable y difícil era esto como la misma tarea de mutar el metal en oro del pobre alquimista de antes, pero puesto que la mísera esperanza (que no tiene ningún valor, la condenada), es lo último que se pierde... Inconscientemente, o no tanto, colgué el medallón rojo de mi cuello, utilizando para tal fin los extremos de la tira de cuero negro que lo sostenía a su anterior, y desgraciado, portador. Dado el insignificante tamaño de mi cuello, hube de dejar colgando dos extremos de tira hasta encontrar un afilado objeto que me ayudase a desprenderlos de mi compañía. Después deslicé el medallón bajo la camisa raída y sucia que cubría mi torso, dejándolo al cuidado de miradas curiosas (aunque por su tamaño, el dejarlo cubierto por un pedazo de tela resultaba de lo más ineficaz en ésta tarea), y puse a mis pies a trabajar en la ocupación de llevar al resto de mi cuerpo a mi lugar de residencia habitual, mientras juraba y perjuraba que habrían de escuchar mis furibundas pestes de no haberme guardado una parte de mi "maná" reparador. Efectivamente, las escucharon. Después, se encogieron de hombros y marcháronse a dormir, con la conciencia bien tranquila. Disipé mi furia, poco intensa la verdad, y puse mis huesos a descansar de igual modo, a la espera del nuevo y largo día de trabajos en la iglesia que se cernía sobre mi cabeza.
      ¿Mi enfado?, bueno, se fue junto al sueño. De haber sido otro el que se hubiese demorado, el primero de los que propondrían repartir su ración no sería yo, no señor. No lo sería porque a la hora de repartirla habríase ya mezclado junto a la mía propia. En mi estómago, por supuesto.

Y fue entonces cuando los primeros vapores del reparador sueño cayeron sobre mi espíritu, cuando la parte antinatural del asunto comenzó. Y a partir de ahora podéis creerme, o podéis no hacerlo, pues lo que a estas palabras sigue es extraño y misterioso. Pero os juro por vuestro Santo Padre que a todos cuida que mi testimonio y la verdad son una misma cosa.

El letargo habitual fue más intenso esta vez. Sentía algo parecido al mareo que me hizo creer que, tal vez, la falta de cena me había afectado más de lo habitual. Hice el movimiento de levantarme. Una rápida, y secreta, visita a la despensa me conseguiría un sueño más placentero, aparte de buenas viandas. Pero no pude incorporarme, tal era el sopor en que había caído. Tenía ya los dos ojos tan cerrados como el arcón de Di Marco cuando comencé a sentir cómo el sueño se me acercaba por momentos. Y era plenamente consciente de que tal circunstancia se estaba produciendo, esto es, me dada perfecta cuenta de que me estaba durmiendo. ¿No os habéis percatado nunca de que el sueño llega siempre por sorpresa?, supongo que sí, pero os aseguro que nunca este punto se hace tan evidente como cuando acontece su contrario. Porque aquella aciaga noche pude asistir atónito a cómo, de forma tranquila y acompasada, mi mente descendía por los escalones que separan conciencia y sopor, de forma lenta pero firme, hasta perderme por completo en los mares del sueño. Todo esto está descrito de un modo figurado y, quizá, incluso un poco poético; pero no penséis que la realidad fue menos extraña y perturbadora. Procedo a describiros lo que recuerdo de la experiencia en cuestión, que no es poco, como comprobaréis pronto.
      Tras tenderme en el lecho en el que acostumbraba descansar, una nube de placentero sopor se apoderó de mí, como ya he dicho con anterioridad. Supe que comenzaba a dormir porque veía ante mis ojos unas sombras difuminadas de objetos, lugares y personas que, sin lugar a dudas, no eran propias a la habitación donde reposaban mis huesos. Eran imágenes de paisajes primaverales, bellas doncellas, enhiestos castillos y todo un maremagno de objetos y situaciones propias del mejor de los sueños. Todo aquello desfilaba ante mí sin orden ni concierto aparente: tras un verde prado, repleto de flores de ricos colores, aparecía un caballo negro de magnífico pelaje al cual seguía la visión de un desierto de arena o la de una mujer cantando... En definitiva, se estaba produciendo en mi mente una confusión lógica, siempre que se considerara a aquellas imágenes como parte de mis fantasías. Poco a poco, las visiones que se habían apoderado de mis sentidos acabaron por nublar completamente los tenues trazos de realidad que hasta entonces aún podíanse adivinar tras las fantasías. La habitación desapareció de mi percepción, al igual que los camastros ocupados por el resto de mis compañeros, para dar lugar a la creación de una nueva realidad, o una realidad aparente, que se formó con celeridad ante mis absortos ojos. De pronto ya no estaba en la sala donde, como de costumbre, comenzara mi sueño. Ni siquiera seguía rodeado por las visiones de lugares o seres que había tenido oportunidad de contemplar en aquella lejana primera parte de la noche. Ahora me encontraba, puesto en pie, en una sala oscura, de frías paredes de piedra y reducidas dimensiones, que sólo disponía de la triste iluminación que una mínima abertura, situada a gran distancia del suelo, dejaba pasar. Y esta leve luz era la luz apagada que una poco brillante luna produce en la no más despejada noche de su ciclo. Hacía un frío de mil demonios, un frío húmedo que me hizo temblar de forma incontenible por un buen puñado de minutos. Todo el mobiliario que se podía ver en la habitación era una triste mesita, sobre la cual se adivinaban las formas de un cirio. Magnífico, sí señor: tenía un vela a mi alcance y no era capaz de imaginar el modo de encenderla para así darle el lógico sentido a su existencia. Pisaba un suelo, también construido en piedra, en el que estaba claramente delimitado un dibujo circular, que identifiqué al momento con el que figuraba en una de las partes del medallón rojo que colgaba en mi pecho. Fue allí a donde, inconscientemente, fue a parar mi mano derecha en la búsqueda del objeto que comenzaba a pensar me había gastado una sucia jugarreta. Efectivamente, el medallón seguía en su lugar, descansando silencioso sobre mi pecho. No se había desvanecido como temí, no sé bien por qué, en un principio. En la pequeña sala donde había ido a parar podía verse una puerta grande de madera oscura, la cual casi copaba todo el espacio de una de las paredes, que se presentó como la única salida posible de aquel invernal habitáculo que iba a acabar por congelarme de no mover el trasero para evitarlo. Cierto es que mi confusión era grande: casi podría decirse que todo lo que tenía conmigo, aparte del camisón y el rojo medallón que supuse me había llevado hasta allí, era confusión. Pero mi mente me comunicaba que el frío que comenzaba a hendir mi espíritu cual fría hoja de espada era tan real como la noche o el día. Mi mente, y un par de pellizcos, me convencieron finalmente de que no estaba soñando, o, al menos, de que si aquello era alguna de mis odiadas pesadillas, lo era en un grado de realidad francamente digno de ser tenido en cuenta. Y a mí no me gusta congelarme ni en sueños. Avancé, pues, hacia el único lugar que parecía poder sacarme de allí. Tomé la agarradera que debía abrir el grueso portón de madera negra, una bella madera terriblemente compacta, sin vetas aparentes. La cerradura, por su tacto y por lo poco que a aquella luz se podía observar, parecía de oro. Fabricada en maldito oro. Como es lógico, mi corazón dio un vuelco que casi me hizo saltar de gozo. Quizá, y después de todo, aquello sí que era un sueño. La puerta estaba firmemente cerrada. Había cerradura, sí, pero no llave con que abrirla. No sentí decepción alguna por la simple razón de que siempre (también en la actualidad, pues es un hábito adquirido que de buenos líos me ha sacado en el transcurso de mi dilatada vida), suelo llevar conmigo una llave que tiene la costumbre de abrirme aun las más intrincadas cerraduras. Y no me refiero a mi inteligencia, sino al alambre que llevaba siempre prendido, y bien en secreto, entre mi enmarañado pelo negro. También se encontraba en su acostumbrado lugar, lugar que no abandona ni tan siquiera cuando voy a dormir, pues nunca se sabe donde puedes despertar... como en aquel momento podía constatar. Apenas sí perdí unos segundos en abrir la antaño orgullosa cerradura. Tan fácilmente que casi sentí decepción al escuchar el "clic" revelador que me comunicaba que el paso estaba libre. Tomé el cirio en la previsión de que pudiese encontrar una brasa con que poder encenderlo y empujé la puerta, pesada como ninguna. Al otro lado de la puerta sólo había oscuridad. Y frío.
      Avancé con la diestra al frente, preparándome así para intentar evitar paredes y demás obstáculos que a mis pasos se interpusieran. Sonaban éstos acompañados de su eco, de un eco que indicaba que multitud de paredes tan pétreas como el suelo rodeaban a mi humilde persona. No tardé demasiado en toparme con una de ellas, justo al frente de la puerta cerrada (aunque, gracias a mí, ya no tanto...), pared que acogí como si de mi mejor amigo se tratase, pues de guía improvisada había de servirme, cual cauce de río que se sigue para llegar al mar. A tientas, sin separarme un solo pie de la compañía del pétreo muro que había decidido formar parte del equipo, me adentré por lo que supuse era un pasillo de considerables dimensiones. Aquí y allá se escuchaban lejanos los conocidos sonidos que producen las pequeñas gotas de agua en un charco al caer. Mucha humedad, sin duda, aunque era éste un aspecto o característica del lugar que mis entumecidos huesos habíanse ya encargado de darme a conocer. Poco a poco mis ojos, habituados a moverse en oscuridades casi totales (pero sólo casi), comenzaron a vislumbrar las tenues siluetas de aquello que existía a su alrededor. Había llegado a otra sala, ésta de un tamaño muy respetable, que tenía todos los trazos de ser un comedor. Una gran y alargada mesa, flanqueada por taburetes en sus cuatro costados, un par de arcones de madera... y una chimenea. San Gabriel me debía de haber escuchado, sin duda. Había también dos grandes ventanales por los que, aparte de la mínima luz que en aquella oscura noche podía verse, se colaba un viento frío que no animaba a la alegría precisamente. Me acompañé hasta la misma vera de la chimenea salvadora y recé por hallar allí alguna yesca con que poder encender la copiosa leña que descansaba a ambos lados de la apertura. En la Iglesia de Di Marco no contábamos con ningún tipo de chimenea, aunque tras contemplar la que en su estancia tenía el Prior de los de San Benedicto no habíamos tardado en proponer a nuestro líder la construcción de una. Y es que estábamos ya un poco hartos de soportar el humo que las fogatas, las cuales habíamos de improvisar con sumo cuidado sobre el suelo del santo recinto, producían con profusión, y con la mala e insana costumbre de resistirse a salir por los ventanales y puertas que, a tal efecto, debíamos de dejar abiertos. Sin duda nos encontrábamos con que el remedio era a menudo peor que el mismo problema, pues el calor que las brasas producían tendía a huir junto con el humo, quizá incluso más rápido... La chimenea era, por lo tanto, un gran invento que solía elevar el coste de una construcción de forma contundente, pero que en el invierno había de rentabilizar largamente su valor. Quisiera saber la causa de que aún hoy, a las puertas del siglo XII, se puedan ver tan pocas chimeneas en estos mundos de Dios.
      Junto al fogón no había ningún tipo de artilugio dispuesto para encender las secas maderas, o eso creí en principio. Naturalmente, la forma de este hipotético artilugio que mis ojos buscaban con ansiedad era la de una yesca con su pedernal, o aun la de una madera, agujero en medio, junto a otra pieza cilíndrica de reducido diámetro que con el auxilio de algo de paja, que por otra parte era allí inexistente, y por rozamiento, solía producir la esperada llama salvadora. Lo que en realidad encontré tenía todo el aspecto de ser cualquier cosa menos un objeto productor de fuego. Era una pequeña cajita de un metal exquisitamente pulido, como nunca antes había visto y pocas veces después vería, tal era la suavidad de su superficie, de forma rectangular aunque con las esquinas redondeadas y de largaria no mayor a la del meñique de un adulto. Parecía de color blanco (lo cual lo hacía más extraño todavía, pues la existencia de un metal de tal color era desconocida para mí y no conocía de ningún tinte que permaneciese demasiado tiempo sobre una base metálica sin caer falto de adherencia), y tenía unas letras sobre su lado más ancho y el dibujo, perfectamente realizado, de un par de alas. Años después, cuando aprendí a leer, supe el significado de las letras del objeto, que aún conservo junto a mí. Conozco las letras de forma individual, pero al unirlas no les encuentro sentido alguno. He probado con disponerlas en ordenes diferentes pero tampoco así parecen unirse para formar una palabra. Las letras eran "U.S.A. Dodgers", y ninguno de los sabios a quienes he consultado al respecto han podido darme solución. En uno de los costados más estrechos, se veía una especie de gozne o bisagra tan pequeña que me acabó por confirmar mis primeras sospechas: ningún maestro herrero podría construir tan diminuta y maravillosa bisagra, por lo que estaba sin duda ante un objeto producto de la más increíble de las artes mágicas. Cierto era que hasta aquel entonces, jamás yo había podido asistir a prodigio alguno que pudiese ser considerado "mágico" por cualquier mente despierta, pero como tantas cosas en este mundo, no es necesario asistir a una demostración de algo que sabemos tiene que existir. Sin duda, aquella cosa que sostenía curioso entre mis manos, y que ahora mismo estoy mirando con mi único ojo tan absorto como en aquel lejano día, era producto de los estudios de algún verdadero y poderoso alquimista, quien había descubierto el secreto para manejar el metal como si de levadura se tratase, amén de haber inventado una aleación metálica de blanco color. La pequeña (realmente diminuta) charnela constituía motivo de sorpresa aún mayor, pues una cosa era crear una aleación cuasi milagrosa, capaz de ser manipulada cual manteca fresca, y otra muy distinta era crear con ella una bisagra metálica de grosor no mayor que el de una de mis uñas. Su creador era, indiscutiblemente, un brujo de genio ilimitado. Sentí unos nervios que me llegaron a estremecer (aunque quizá sólo fuese el frío) cuando me percaté, la sorpresa del descubrimiento me había mantenido aturdido durante unos segundos, de que el misterioso objeto con el gozne diminuto debía de poder abrirse, pues no conozco otra función que tal artilugio mecánico pueda realizar. ¿Qué podía contener aquella aberración de la naturaleza oculto en su interior?... ¿Un poderoso hechizo que me redujese a cenizas o me transformase en cerdo?... ¿Un demonio molesto al ver perturbado su descanso? De todos es sabido que a los estudiosos de las artes antiguas de la brujería les atrae el gastar pesadas bromas a todo aquel que se despista al cruzarse en su camino. Cientos de declaraciones de crueles hechizos que cambiaban la naturaleza de un hombre tornándolo vaca, o rana, o gato, se escuchaban casi diariamente en Rávena, y aunque no se les daba demasiado crédito bien nos guardábamos de llegar a burlarnos de tales testimonios pues, por numerosos, habían de merecer gran consideración. En definitiva, mi cerebro me aconsejaba el hacer volar al extraño objeto por uno de los ventanales para bien guardarme de su poder, pero mientras esto pensaba la incansable curiosidad empujaba ya mis hábiles dedos en la tarea de abrir (cuidadosamente, eso sí) la cajita blanca que tales sensaciones encontradas me producía. En un principio se resistía a mis esfuerzos, como si estuviese atorada, pero no era más que una resistencia artificial, dispuesta por su constructor, para asegurarse de que permanecía cerrada mientras sus servicios, fueran éstos los que fueran, llegasen a ser requeridos. Cuando esa pequeña resistencia fue vencida no sólo se dejó abrir, sino que lo hizo con brusquedad, producto del mismo mecanismo que habíala mantenido cerrada, como enfadada por las molestias, revelándome ansiosa su contenido. Y éste era casi más extraño que el aspecto exterior del artilugio. Me resulta difícil describirlo, pero no dejaré de intentarlo. Contrariamente a lo que había imaginado, la mitad más amplia parecía estar maciza. Surgiendo de ella, y adentrándose en el extremo menor cual montaña que asciende hacia el cielo, había un segundo mecanismo consistente en una diminuta rueda sujeta a una pieza no más grande de metal con forma de estrecho rectángulo agujereado en el modo en que lo está una red de pesca. En el interior de éste había una pequeña cuerda que ascendía desde el centro de la base del cuadrado, quizá adentrándose hacia el fondo en la mitad mayor de la cajita. Junto al gozne había otra diminuta pieza metálica que a primera vista parecía ser la causante de que se abriese, y también cerrase, con tal rapidez, pues actuaba a modo de sutil palanca. Descubrí después que situando esta última pieza mirando al cielo el acto de cerrar de nuevo el objeto se hacía imposible. Comprendo la confusión que mis palabras pueden estar produciendo en quien tenga la posibilidad de leerlas, pero el describir un objeto de tales características, cuando no hay nada en nuestro mundo que ni tan siquiera se le asemeje, es tarea difícil, cuasi imposible en este particular caso. Pero aún más sorprendente, y quizá más complicado de aceptar como cierto, es la función que a tal artilugio se le había encomendado como tarea única. Tras observar detenidamente la forma del nuevo mecanismo que al abrir la cajita habíase descubierto a mis ojos, resolví que todo lo que debía hacer era accionar la ruedecita para comprender su funcionamiento merced a una demostración práctica. No las tenía todas conmigo, pues en el mismo momento de abrir por vez primera el artilugio metálico, un acre hedor que sin duda provenía de su interior me hizo sentir unas extrañas nauseas. Era un olor áspero y molesto, extraño a mis sentidos, y ante todo, muy persistente y penetrante. En el momento en que comenzaba a accionar la negra rueda (pues tal era su color), mi mente trabajaba calibrando la posibilidad de que el pestilente tufo que la cajita emanaba fuesen residuos de los efluvios hediondos que deben ser aire natural en el mismo infierno. Me encomendé a mi patronímico, San Juan Bautista, he hice rodar el dentado disco con fuerza. Se produjeron chispas. Mi corazón ascendió hacia la garganta a la par que incrementaba el ritmo de sus palpitaciones. Si el frío persistía, mi cuerpo había dejado de notarlo desde unos segundos atrás. Lo intenté de nuevo, pues unas perezosas chispas no podían ser el único producto de tan elaborado cuerpo. Y vive Dios que no lo eran. Desconozco si es posible que el espíritu humano pueda hacer fallar al cuerpo material hundiendo a un hombre en la muerte tras verse asaltado por una impresión lo suficientemente importante en su intensidad. Se dice que no pocas personas han sido vistas morir tras sufrir un fuerte susto, una desmesurada risa o una emoción de tristeza, odio o alegría en un grado extremo. Dar crédito a tal hipótesis no es del todo irracional debido al gran desconocimiento que del alma o espíritu humano tenemos en la actualidad. Si es posible, puedo afirmar que pocas veces a lo largo de mi extensa vida he estado tan cerca de sufrir ese tipo de muerte como en aquella oportunidad. Porque en el instante siguiente a hacer rodar por vez segunda el disco dentado del sorprendente artilugio, una llama intensa surgió de sus fauces y permaneció prendida en el extremo superior de la cuerda que, según parece, estaba dispuesta para tal fin. Como es de suponer, solté inmediatamente el objeto alejándome unos pasos de él. No apagó su llama al caer sobre el pétreo suelo, sino que ésta permaneció, siempre erguida hacia el techo, iluminando de forma tenue la estancia en la que me encontraba. Cuando vencí mi temor, que más que miedo fue lógica sorpresa, volví a acercarme al objeto metálico, persistentemente encendido pero no dando visos de poder hacer cosa alguna de mayor importancia. Me agaché y lo recogí con sumo cuidado, pues aún era posible que aquel infernal mecanismo pensase en llevarme con él a su hogar, para después intentar apagar la llama a base de intensos soplidos, que al parecer lograban avivarla únicamente. Aprovechando la circunstancia de que aquello permanecía emitiendo su fuego, encendí el cirio que encontrara en el principio de mi excursión, el cual prendió con facilidad. Poco después descubrí que al cerrar la tapa del objeto demoníaco el fuego veía aplacada su furia y se escondía de nuevo en las profundidades de la cajita. Cuando la volví a abrir, presentaba el mismo muerto aspecto de la primera vez que la encontré. Ahora tenía en mis manos un artilugio capaz de encender una espléndida fogata, así como una buena cantidad de madera con la que llevar a buen puerto tal actividad, salvadora en estas circunstancias. Busqué entre la leña un pedazo de menor tamaño con la intención de prenderlo en primer lugar para ayudarme en la tarea de encender el resto. Lo encontré con facilidad, pues había un pequeño montón de ramas secas de pequeño tamaño agrupadas en el costado izquierdo de la leña, al parecer dispuestas para realizar la acción que me proponía llevar a cabo. En unos pocos minutos, una confortable fogata crepitaba en el interior del fogón, extendiendo un maravilloso manto de aire templado en la gran sala, ambiente que contribuí a acentuar al cerrar por completo los amplios ventanales que, hasta ese instante, dedicábanse a dejar pasar el frío aire invernal por entre sus puertas. Después me senté en una especie de silla fabricada en un mullido material que la hacía increíblemente cómoda, la cual se encontraba dispuesta en las cercanías de la hoguera y, sin poder evitarlo, y también sin querer hacerlo, me perdí en un reparador sueño que abracé con complacencia. Al fin y al cabo llevaba despierto desde primera hora de la mañana, en que había comenzado a realizar las actividades en la iglesia, y no faltaba demasiado tiempo para que hubiese de madrugar una vez más con el objeto de cumplirlas de nuevo. Si es que, como fervientemente deseaba, despertaba en el lugar desde el que había partido sin desearlo con destino a aquel miserable, oscuro y frío rincón. Hasta allí había llegado a través del sueño, o eso imaginaba, y por el mismo medio pensaba regresar a casa.
      Aquel segundo sueño de la noche se condujo por los caminos tranquilos con que solía hacerlo de costumbre. No hubo viaje ni pérdida progresiva de la mente consciente, ni nada que se pareciese a lo que en la primera hora de la noche había experimentado en mi catre de Rávena. Tampoco recuerdo lo que soñé en realidad, sólo que no resultó extraño a mi espíritu. Finalizó cuando un escalofriante gorjeo emitido por algún gigantesco pájaro convulsionó mi cuerpo y me hizo caer de la gran silla en la que había quedado traspuesto. El sonido había llegado a mí desde algún lugar del exterior de la construcción, que se adivinaba enorme, en donde había ido a parar sin desearlo. Me acerqué a uno de los dos ventanales que ahora se ocupaban de mantener fuera al helado aire de la todavía noche y me asomé al exterior por él. En la azulada oscuridad que caía sobre la Tierra en aquella jornada pude comprobar que la estancia que ocupaba formaba parte de un increíble castillo que se elevaba sobre la superficie de algo que, por sus leves destellos, se reveló como un gran lago o algo similar. Pero la construcción se elevaba a tal distancia que la impresión que sufrí, desconocida hasta entonces, me hizo alejarme de la ventana con precipitación. Por lo que había visto el castillo en que me encontraba estaba casi negro, quizá por acción de la humedad, y era tan enorme que dudé que se pudiera llegar algún día a su base. Se podían ver grandes torres por doquier, coronadas algunas de ellas por almenas y otras por simples tejados o derruidas en sus extremos. En lo más profundo de su lejano origen, allá donde casi se unía al lago que aparentemente le servía de arranque, creí poder ver una muralla que se perdía a diestra y siniestra del alcance de mi visión. Nunca he visto una construcción de tales proporciones. Jamás en mi larga y azarosa vida. Y dudo que hombre alguno sea capaz de construir algo así en un muy lejano futuro.
      Un nuevo gorjeo. Más lejano esta vez, o al menos eso me pareció. En mi alterada conciencia creí reconocer el terrible sonido. Lo había escuchado antes, o mejor dicho, había escuchado algo lejanamente parecido en mi corta vida. Era el gorjeo de un ave de presa, similar al que profería el halcón del Arzobispo, un traicionero animal que gustaba de atacar, y cegar por tanto, los ojos de los seres humanos que se le cruzaban en su vuelo. Esta particular querencia hacia los ojos ajenos enorgullecía a su propietario, lo que puede dar una imagen bastante aproximada del carácter del santo hombre que llevaba sobre sus hombros la responsabilidad del cuidado de las almas de los habitantes de Rávena. Él y su halcón se parecían hasta físicamente, que vuestro Dios sepa disculpar mis palabras. Pero el problema de esta nueva ave, que tan escalofriante sonido producía, estaba directamente relacionado con su tamaño, inmenso a juzgar por la fuerza de su quejido. Si andaba por ahí fuera, no cabía lugar a dudas de que mi sitio estaba aquí dentro.
      El temor y sobresalto que el sonoro gorjeo había producido en mi espíritu me impidió volver a conciliar el sueño. Teniendo en cuenta que el alba no asomaba aún por el horizonte y que yo había logrado dormirme ya avanzada la noche, mi ligero sueño no se debía de haber postergado más allá de un par de horas. Decidí aguardar observando las llamas de la hoguera hasta que la luz del día iluminara el ambiente. Entonces inspeccionaría con cuidado el lugar, intentando no toparme con sus habitantes, pues me tomarían por un amigo de lo ajeno de forma errónea por primera vez en mi vida. Sin duda que al amanecer y descubrir las aún calientes brasas humeantes en la chimenea los legítimos dueños del castillo se harían sorprendidos un buen montón de preguntas sin respuesta de forma que, casi con total seguridad, pasaría a formar parte de la particular hornada de fantasmas de aquel extraordinariamente grande lugar. Eso en el caso de que hubieran habitantes que pudiesen tener en cuenta tales consideraciones, cosa que no dudaba, pues no se observaba polvo alguno o descuido y desorden que llevasen a pensar en una posible situación de "castillo deshabitado", sueño de todo artista del hurto que se precie de serlo. Cierto era que nadie en su sano juicio dejaría dos ventanales abiertos como el mar en pleno invierno, a no ser que les gustase despertar como carámbanos de hielo por la mañana. También era posible que lo hubiesen hecho con motivo de airear el lugar, quizá tras una movida velada de fiesta, repleta de sonidos y sensaciones placenteras pero también de olores desagradables. Ni lo sabía ni me importaba, a ser sincero. Fuese como fuese debía de localizar un buen escondite, en el caso de que me diese tiempo hacerlo, o bien inventar una retorcida historia que explicase mi presencia allí a todo aquel que exigiese saberlo. Tan cansado estaba para buscar un hueco en el que pasar desapercibido que me incliné por la segunda posibilidad, esperando que tras el alba, tiempo en que había decidido finalizar mi descanso, tuviese todavía oportunidad de lograr llegar a lugar seguro.
      Esperé tranquilo. El gorjeo había dejado de sonar más allá de los límites de mi órgano auditivo, cosa que equivalía a decir que mi cuerpo no había de temer nada de aquello que lo produjese. Casi me adormecí de nuevo. Al menos, un poco traspuesto sí que quedé, sintiendo el calor de la hoguera, la cómoda silla en la que descansaba... ¿cómo evitarlo? Un leve destello, proveniente del exterior, me hizo despabilar al instante. Fui hacia los ventanales cerrados. Luz, sí, pero muy poca y extrañamente apagada. El mundo que se abría al otro lado de las vidrieras era un paraje yermo y desolado, pétreo todo él, con montañas de piedra que se elevaban sobre un océano de piedra. Y el castillo no emergía de un lago, como creyera en primera instancia, sino de un elipse de hielo pulido y brillante, único material extraño a la piedra que a simple vista podía observarse. O era hielo, o la superficie del agua permanecía en un impresionante estado de calma. La superficie del desierto de roca estaba salpicada aquí y allá por unas diminutas manchas de color oscuro, negro, que resaltaban con el gris en diferentes tonalidades que era el natural al lugar. Las manchas debían de ser agujeros o cuevas, quizá enormes, pero a la distancia en que me encontraba me veía imposibilitado en la tarea de discernir tanto su naturaleza como sus medidas. Pero lo más desolador de toda la imagen que a mis ojos se presentaba era el cielo. De un color plomizo oscuro, tan gris como las piedras que bajo él reposaban plácidas, exento casi por completo de toda luz, sin dejar observar la presencia de un Sol que, sin duda, debía de estar allí arriba, pugnando por prevalecer sobre aquella capa gris que lo ocultaba. No eran nubes, o al menos no como las que conocemos nosotros, pues su superficie presentaba extraños círculos que contenían otros más pequeños en su interior. Más bien eran como embudos que comenzaban en un pequeño punto grisáceo y acababan muriendo junto a los límites de los embudos vecinos. O espirales, como una serpiente enrollada. Parecía un espectáculo propio del peor de mis sueños, tal era la sensación de irrealidad que producía aquel cielo sobre mi espíritu. Irrealidad y realidad juntas de la mano en un mismo lugar. Mi realidad física, completamente verificada, frente a aquel escenario de pesadilla, sólo superado por el del mismo infierno. Quizá; al fin y al cabo nunca he visto el infierno, por ahora...
      Ciertamente aquello debía ser lo más próximo a un amanecer que en aquel lugar se debía dar. Había algo de luz, al menos. En aquel preciso instante, embargado por una sensación de pánico convenientemente unida a otra de un tipo más cercano a la auto conservación, comprendí que los habitantes del castillo, fuesen quienes fuesen, no habían de escucharme con demasiada atención. Brujos de la peor calaña debían vivir allí, pues no concebía el que nadie en su sano juicio abrazara una existencia en un lugar como aquel. Sin duda, gente poco recomendable para dirimir con un simpático y agradable mozalbete. Tenía que esconderme, y tenía que hacerlo ahora. La cuestión era: ¿dónde? Me abalancé sobre el candil, apagado en ese instante, y tras utilizar con él el pequeño artefacto mágico hacedor de fuegos salí al exterior de la sala, al pasillo por donde unas horas antes había estado caminando aterido por el pánico y el frío. Volvía a él algo más ligero debido a la pérdida de la carga del frío, pero esa carga librada se veía sustituida con eficacia por un notable incremento de lo que al pánico se refiere. Mis manos temblaban producto del mismo, y un helado sudor comenzó a bañar mis palmas, frente y axilas, así como la parte baja del espinazo. Me movía bajo el silencioso rumor de mis ligeros pies sobre el pavimento. Mi experiencia me hacía ser particularmente sigiloso en situaciones de extrema tensión. Aquel pasillo, tan oscuro como lo había sido en la pasada noche, se adentraba hacia lo desconocido. Y hacia ese destino desconocido debía hacerme llegar cuanto antes. Avancé con seguridad por la única posibilidad a escoger, pues no habían más caminos a la vista. Pocos pasos más tarde, a ambos lados del corredor aparecieron dos grandes puertas enfrentadas. Sobre una de ellas había dispuesto un cartel de piedra, mármol quizá, tocado por varias letras que no supe reconocer. Más adelante supe que estaban escritas en lenguaje olvidado mucho tiempo atrás. Me veía en el trance de escoger dirección; al frente, más pasillo oscuro; a mi derecha una puerta limpia de carteles o letras definitorias y a mi izquierda, la puerta coronada por la pétrea inscripción. Elegí la puerta desnuda, "no tan peligrosa como la de la izquierda ni tan sospechosamente segura como el seguir al frente", me dijo mi siempre lógica conciencia. Claro que podía estar equivocada en su apreciación, pero siempre me resulta cómodo el dejar que decida ella por mí, le doy un mayor crédito a su instinto natural que a toda mi sapiencia. Dispuse mi siniestra sobre el pomo y lo accioné.
      Sentí un leve pinchazo en la parte baja de mi mano. Era una sensación de dolor insignificante pero molesta, como la que produce una pequeña astilla desprendida que se adentra sin ser invitada en la yema de un dedo. Supuse que alguna esquirla metálica perdida, quizá parte del pomo que había abrazado segundos antes, me había quebrado mínimamente la piel. La miré con curiosidad, a la caza de un pequeño punto rojo que me señalase el lugar donde la pequeña herida se había producido. No había tal punto. En su lugar, encontré lo que me pareció un pedazo de metal del grosor de un cabello, clavado en las cercanías de mi muñeca izquierda. ¿De dónde había salido aquello?. Observé el mecanismo de apertura de la puerta, bastante corriente. Un remate dorado que servía para abrirla, un pequeño agujero presto a recibir un llave para bien funcionar, una... extraña protuberancia que salía del agujero, que se movía con lentitud... un bulto rojo moteado con bandas de color verde oscuro, un maldito insecto de apariencia similar a la de un grillo. Sentí un extraño mareo, el aire se resistía a entrar en los pulmones. Un vacío en mi mente mientras caía al suelo. Antes de quedar a oscuras al perder la luminosidad del cirio, que debió apagarse al caer al suelo, pude ver entre los velos del sopor que descendía a pasos agigantados sobre mí, la sombra del pequeño y miserable bicho acercándose al vuelo hacia mi cara.
       La penúltima acción de mi mente antes de perderla en un artificial sueño fue la de darme a conocer el postrero de mis pensamientos: el grillo me había picado, y los efectos que su aguijón me estaban produciendo eran muy, muy extraños.
      La última de las acciones de mi cerebro fue la de darme a conocer una sensación. Ya había perdido la visión, un extraño sabor amargo invadía mi boca y entre todo aquello, tuve la certeza de que algo estaba mordiéndome, alimentándose a pequeñísimos bocados con mi rostro. Ningún dolor, sólo curiosidad.
      Después, sueño.

No sé cuánto tiempo permanecí en la inconsciencia, varias horas, supongo. Soñé con diminutos y rojos monstruos de aspecto insectoide que me devoraban todos a una, primero la cara, luego las manos con las que trataba de cubrirme, más tarde descendían por el cuello y antebrazos, acabando con todo lo demás mientras yo permanecía aterradoramente vivo, vociferante testigo que nada más podía hacer. Lo primero que sentí, pugnando para salir de la pesadilla siniestra en la que me encontraba, fue un tenue picor, o escozor, en la cara. No acababa de ser un firme dolor o una molestia lo suficientemente importante como para llevarme a la desesperación, ni tan siquiera a sus cercanías. Pero recordando como recordaba el último vuelo del maldito insecto, que acabó por terminar horadando esa misma cara que ahora me escocía, empecé a temer que el producto de sus intentos por alimentarse lo habían llevado demasiado lejos, demasiado profundo en la carne de mi rostro. Salí del sueño en un sobresalto, disipando los restos del sopor anterior, para encontrarme en una nueva sala, extraña por completo a mis ojos. Estaba tendido horizontalmente sobre una tabla, y mi cabeza reposaba en una especie de piel que atenuaba la dureza de la madera. Olía un ciertamente desagradable aroma que parecía surgir de mi rostro herido, un perfume fuerte y agrio que me hizo fruncir el ceño y exhalar un quejido de protesta. Me incorporé. La habitación en la que ahora me hallaba era de tamaño medio, bastante más pequeña que la que me había servido de cobijo nocturno pero mucho más grande que la estancia en que había aparecido en aquel castillo. Estaba toda ella repleta de envases de vidrio, un cristal increíblemente bien trabajado, pulido, liso como el cielo azul de verano. Los envases contenían en algunos casos líquidos de brillantes colores en los que flotaban, también en algunos casos, objetos de diferente naturaleza. En su mayoría, restos orgánicos de animales: pequeños y amorfos roedores, insectos de todo tipo, dedos de seres vagamente humanos... En una de las paredes había una serie de estantes repletos de libros, pergaminos y cilindros cerrados que debían contener más pliegos de papel, quizá mapas, quizá otros testimonios... Había otra mesa como la que yo ocupaba, aunque vacía. En su superficie se veían notables restos de sangre seca, lo que me hizo saltar de mi lugar de reposo para mejor observarlo. Efectivamente, también allí había sangre seca. Lo último reseñable de la sala era otra mesa, ésta más pequeña, atestada de objetos metálicos de borde muy afilado, cuchillos de diversos tamaños, tenazas resplandecientes e incluso un largo cuchillo romo de extraño borde dentado. Muchos más objetos metálicos escapaban a mi clasificación por demasiado extraños. Una cosa empezaba a comprender: casi con toda seguridad, aquella escalofriante sala debía ser el laboratorio de un Alquimista o Brujo. Y otra cosa más: desde luego que yo no había llegado hasta allí por mi propio pie. Algo o alguien me había acarreado hasta la mesa, posiblemente el mismo alguien que me había embadurnado la cara con el ungüento más apestoso que había atentado contra mi olfato hasta entonces. Lo que, en buena lógica, equivalía a aceptar que no me encontraba solo en aquel maldito lugar. Más bien, y basándome en el conocimiento del mundo, de mi mundo, que tenía en aquel tiempo, de tratarse del refugio de un Alquimista me encontraba en la peor compañía posible.
      Me llevé la mano derecha a la cara, temeroso de lo que pudiera darme a conocer su tacto. Al ver mi mano mientras ascendía camino del rostro sufrí un nuevo escalofrío de pavor: estaba blanca como la sal, presentando unas finísimas líneas moradas que la recorrían por todas partes, siempre surgiendo de una vena y yendo a parar a otra. La izquierda estaba igual. Más allá de la manga del blusón que me cubría, las líneas moradas proseguían su avance por el antebrazo hasta sobrepasar el codo. Recuerdo que tragué saliva entonces; no sé por qué, pero este tipo de tensión queda atenuada tras el simple acto de tragar saliva. A veces. Mi cara estaba, como antes apunté, cubierta casi por completo por un mejunje grasiento, completamente hediondo, que quedaba adherido a los dedos, pegajoso como resina fresca. Era incoloro, quizá algo amarillento. Su olor es fácil de describir: horrible, por mi fe. En cuanto a su sabor... si lo tenía, no iba a ser yo quien lo catase. La carne gritó de dolor cuando los blancuzcos dedos la rozaron, cual si mil espinas de pescado la mancillasen a la vez, lo que me hizo cerrar con fiereza los ojos y la boca. No quería seguir el consejo de mi carne y dejar escapar un grito que alertase a quien fuera que habitase en el castillo. Busqué algún objeto brillante y pulido que pudiese ser empleado a modo de espejo, y uno de los frascos, vacío de todo excepto de algo de aire cautivo, me devolvió mi deformada imagen con cierta claridad. Otro escalofrío. Mi rostro era un bulto irreconocible. Se podían ver un par de ojos asombrados, la forma de una pequeña nariz, e incluso dos sombras rosadas con aspecto de haber sido algo similar a unos labios en el pasado. Al superior, le faltaba un pedazo importante de carne allí donde presentaba una corteza de sangre seca, en la misma comisura derecha. Aquello era todo lo que de mi yo anterior pude reconocer. Mucha más sangre había en las mejillas, así como en lo que quedaba de mi oreja derecha, que era poco, tan solo un colgante pedazo de la parte superior. Los mínimos segmentos limpios de sangre que quedaban aquí y allá estaban tan blancos como las manos, y aun surcados por un mayor número de finas líneas moradas. Balbuceé algo que quedó muerto en algún lugar entre mi garganta y el exterior, sentí unas fuertes nauseas y antes de poder encontrar un lugar adecuado donde poder hacerlo, perdí el control sobre mi estómago y todo lo poco que en él había escapó por la boca hasta el suelo, manchándome piernas y cintura. Después perdí el conocimiento. Creo que fue entonces, o quizá algo más tarde, cuando pensé en lo peligroso que podía llegar a ser un mundo en el que un simple grillo rojo con bandas verdes era capaz de hacer aquello.
      Desperté poco a poco. Mi mente fue atravesando con laxitud todos y cada uno de los estados intermedios que separan el sueño de la vigilia. Estaba en posesión de todas mis facultades mentales desde momentos antes al instante de abrir los ojos. Se escuchaba un sonido de pasos, pasos que resonaban en la misma sala en que me encontraba porque se habían producido allí. Creí escuchar el ronroneo de un gato, así como una fuerte vibración posiblemente producida por el aleteo de un insecto. La sola idea me hizo estremecer. Tras alzar los párpados, descubrí que me hallaba en la misma mesa en que descansara un tiempo atrás, unos minutos, o unas horas. Volví con cuidado la cabeza hacia el aleteo. El demoníaco bicho rojo y verde danzaba frenético por el aire alrededor de un gato blanco con manchas negras que lo observaba tranquilo, sentado sobre el pavimento. Parecía no sentir ni tan siquiera respeto por el insecto que tan terribles efectos podía producir. Finalmente, el grillo se abalanzó sobre el felino, o lo intentó, pues a mitad de camino se topó con una veloz zarpa gatuna, repleta de uñas afiladas, que lo aplastó contra el suelo, donde lo mantuvo sujeto para mejor observación del minino, quien miraba al aleteante bicho con evidente curiosidad.
      —¡Adrasto!, ¡deja de jugar con el anopluro y suéltalo de una vez!.
      El gato volvió la cabeza hacia el lugar donde la voz había sonado y resopló malhumorado. De un fuerte movimiento de la zarpa mandó al bicho contra la pared. Éste agitó una vez más las alas, quizá aturdido, y elevó el vuelo marchando por un pequeño tragaluz en una marcha torpe y tímida, como reconociendo su derrota. Busqué la voz con la mirada, pero fue su dueño quien me encontró primero. Un rostro masculino me miró con detenimiento al comprender que había despertado. Quizá me observaba desde tiempo antes, pero tras mover mi cabeza, había decidido avanzar desde el lugar que ocupaba a mi espalda hasta otro situado a mi lado derecho, junto a la mesa en la que tras desmayarme habían vuelto a tenderme.
      —Vaya, vaya. Al fin te has decidido a volver a la vida —permanecí en silencio—. ¿Podría, quizá, preguntarte cual es el motivo de tu... inesperada visita?
      —¿Motivo?
      —Sí. Supongo que algo te habrá traído hasta aquí. ¿Qué? —busqué instintivamente el bulto que sobre mi pecho debía reposar. El medallón no estaba en su lugar—. Oh, no, no lo busques. Como habrás podido imaginar, el objeto que tus dedos desean encontrar está en mi poder desde hace ya algunas horas.
      —Gran Señor, disculpad mi ignorancia, pero os aseguro que no estaba entre mis intenciones el perturbar vuestro trabajo con mi aparición. No ha sido un deseo consciente el que me ha traído hasta aquí, sino un prodigio mágico que mi mente no arriba a comprender...
      —¿Cómo ha llegado el medallón a tus manos?
      —Mi señor, apenas yo lo entiendo. Un hombre grande lo llevaba en uno de sus excesivamente abiertos bolsillos, la correa resbaló hacia el exterior y, con toda la buena intención del mundo, créame, mis manos impidieron que el objeto cayese al duro pavimento, destino éste que sin duda es indigno para tan...
      —Y después, te lo quedaste.
      —Oh... Verá, naturalmente pretendía devolverlo, mas su legítimo poseedor marchó con paso firme, y para cuando me repuse del efecto que la contemplación de tan rojo material me había producido el hombre ya no estaba a mi alcance. Pero bien pensaba en devolverlo en cuanto...
      El hombre sonrió. Vestía una especie de sotana gris, y sobre su nariz descansaba un extraño y retorcido objeto metálico que abrazaba dos cristales, a través de los cuales debía mirar para ver. Dios sabe lo que tan demoníaco artefacto le revelaría. Tal vez, con él descubría las mentiras que de mi boca surgían de forma absolutamente natural.
      —Maldito y triste ladrón, me debes algo más que tu vida. ¿No sabes acaso que has estado a punto de perecer, de la forma más ignominiosa, a manos del piojo?
      —¿Piojo?, disculpe, vuesa eminencia, pero creo que mi atacante era más bien un grillo...
      —Un grillo —sonrió de nuevo—, un grillo. No, mi pequeño estúpido. Podría decirse que lo que viste de forma fugaz es un piojo muy grande. Aunque ciertamente proporcionado en tamaño a la bestia de la que es, usualmente, parásito. He detenido su infección... parcialmente. Lo suficiente, al menos, como para que puedas dar cumplida respuesta a mis preguntas. ¿Dónde está Foster?
      —¿Foster? —pregunté sorprendido—, no conozco al caballero.
      —Hablo del "legítimo poseedor" del medallón.
      —Quién sabe, mi señor, quizá en alguna taberna, preocupado por el extravío de...
      —Bien, bien. ¿Qué te parece, Adrasto?, ¿qué debería hacer con él?
      El gato se lamía con despreocupación la garra derecha. Alzó los ojos al escuchar su nombre y, tan cierto como que mi vida es vida, habló.
      —Tengo hambre. Me prometiste que me lo darías, y lo quiero ahora. Tengo hambre.
      —Sí, lo prometí —dijo el hombre sin dejar de observarme, yo diría que divertido de mi evidente estupor—. Pero ahora tengo una idea muy diferente de lo que hacer con él.
      —No quiero que lo mutiles, y menos aún que le inyectes ninguno de tus sueros —murmuró Adrasto fastidiado—. Luego les queda un mal sabor. Espícuro, me prometiste que no lo harías.
      —No, despreocúpate. Te conseguiré una pieza mayor, este pordiosero apenas tiene la carne suficiente como para mantener unidos sus huesos. Te causaría una indigestión, lo sé. Fíjate, está tan sucio...
      Decidí intervenir, pese a mi estupefacción. Al fin y al cabo se estaba hablando de cual había de ser mi final, y deseaba intervenir en la discusión.
      —Escuchadle, maese Adrasto —sí, le estaba hablando al gato—, pues tiene toda la razón. Estoy cubierto por la enfermedad, soy débil y mi carne es dura, escuchad a vuestro amo...
      El gato resopló, al parecer algo molesto por mis últimas palabras.
      —Cállate, pedazo de carne. Ése no es mi amo, y tú eres mi desayuno.
      —Adrasto, no vas a comértelo —dijo tajante Espícuro—. Bueno, al menos hoy no. Tengo una ocupación para él de la máxima importancia. Si cumple con ella, tendrás un mejor botín. Si no, lo tendrás a él.
      —No me gustan tus palabras —el gato comenzó a caminar parsimoniosamente en dirección a la puerta—, siempre acabas por hacer lo que quieres. Yo tengo hambre ahora, no luego. Quiero su sangre. Si me consigues un cuerpo mayor me sentiré satisfecho. Si me haces comer a este bastardo mentiroso, no me enfadaré. Pero si al final me quedo sin botín... —Adrasto se volvió hacia el Alquimista—, te juro por KINGARSHA, a quien me debo, que te devoraré a ti y le devolveré su sangre. Y sabes que no te miento.
      Salió de la sala. El hombre de la sotana gris, Espícuro era el nombre que el gato le había dado, suspiró mientras seguía la bamboleante figura del animal que desaparecía tras el umbral de la puerta.
      —Ah, está de muy mal humor, sin duda. Con lo terriblemente malo que resulta para la digestión... Dime, pequeño, ¿que te ha parecido Adrasto?
      —Disculpad mi impertinencia, maese Alquimista, pero si poco me gustaban antes tales hijos del demonio, comprenderéis que menos aún me gusten ahora.
      —¿Me has llamado Alquimista?
      —Perdón por mi atrevimiento, pero sí. ¿Acaso no lo sois?
      —No, no lo soy. No exactamente. Ahora escucha mis palabras, pues te interesan sobremanera. El anopluro que te atacó te inyectó un veneno neurológico de acción paralizante de lo más sofisticado —ni qué decir tiene que en aquel entonces no entendí ni una sola de las palabras, a excepción de lo de "veneno"—, actuando en tu cuerpo de forma fulminante y durante el tiempo suficiente como para alimentarse lo necesario y... dejar sus huevos a punto de eclosión en tu interior.
      —Pero...
      —El veneno cumple una segunda acción pasadas unas horas. Licúa tu interior, realizando la función de unos potentes jugos gástricos que te preparan para cuando surjan los nuevos piojos.
      —¿Me preparan? ¿Para qué?
      —Ignorante. Realizan en tu interior la digestión, adecuándote para el consumo de las nuevas, y hambrientas, larvas. El proceso completo es muy doloroso. Más de lo que puedas llegar a imaginar. Después de unas tres o cuatro horas a partir de la visita del piojo comienzas a sentir una extraña sensación de movimiento interior. Media hora más tarde, una sensación de escozor en la piel te vuelve casi loco, sientes como tus extremidades dejan de responder a tus órdenes y un terrible calor te hace casi arder. Tu temperatura corporal se acerca a los cuarenta y cuatro grados centígrados, pero no mueres, no. Pierdes la visión de un ojo, y luego la del otro. Te ahogas, el aire apenas entra en tus pulmones. Cinco horas después eres una masa amarilla y tumefacta, pero de un alto valor nutritivo, según la particular apreciación de los "bebés" piojos que comienzan a consumir tranquilamente su papilla. Pero no pongas esa cara de terror, he de tranquilizarte, pues cuando llega este último momento ya estás tan muerto como una piedra. O casi. En todo caso, supongo que tu sensibilidad ya será prácticamente nula...
      —Dios bendito, apiádate de mi pecadora alma...
      El hombre sonrió.
      —Afortunadamente para ti, me eres de cierta utilidad. Te he inyectado un compuesto que, aparte de aliviar la infección e impedir el riesgo de necrosis, mantiene suspendido el proceso antes descrito por un periodo próximo a los siete días, algo más con fortuna. No puedo retrasarlo ni por más ni por menos tiempo, lo cual es otra suerte para ti, pues en un principio no pensaba en salvarte sino en, tan solo, descubrir los motivos de tu presencia aquí. Después, Adrasto haría. Supongo que un espíritu curioso como el tuyo se preguntará, "¿por qué ha decidido darme una oportunidad?".
      —¿Por qué? —respondí a su requerimiento más que pregunté, por lo que sonrió complacido.
      —En el exterior del castillo, a unas dos millas de aquí en sentido noroeste, hay un hombre que lleva a su espalda un hacha de combate a dos manos. ¿Sabes lo que es eso?
      —Si señor, lo imagino. Un arma que no se usa precisamente para cortar árboles.
      —Bien, bien. El hombre es de talla mediana, unos cinco pies y medio —desconocía las extrañas medidas que utilizaba el Alquimista, pero no deseaba entrar en tales consideraciones. Por mí tanto se daba lo que midiese el del hacha cuando lo que realmente era preocupante era la misma hacha—, y usa barba negra descuidada. Tiene una gran cicatriz en la frente, que impide que crezca el pelo por su extremo derecho, y un sinnúmero de otras más pequeñas que le cruzan todo el rostro. Además anda cojo de su pierna izquierda. Lleva una mula, o llevaba. Quiero que llegues donde él se encuentra, te ganes su confianza y le robes... algo.
      —¿El qué?
      —Una daga de cobre de un palmo de largo. La lleva colgada al cinto. Consíguela y vuelve con ella. Si lo logras te extraeré las larvas, las que pueda, y el veneno.
      —¿Cómo puedo saber que lo haréis?
      —Eres inteligente, creo que sabrás encontrar un modo que me obligue tanto a mí como a ti —dijo sonriente.
      —Dijisteis que las larvas comenzarían a alimentarse pasadas unas cuatro o cinco horas.
      —Efectivamente. Ahora están paralizadas junto al veneno, pero supongo que en tres horas más comenzarán a eclosionar. Tu cuerpo no estará preparado para su alimentación, es cierto, pero no dejarán por ello de hacerlo. Algunas morirán, mas no todas. Y eso te dolerá mucho.
      —Pero...
      —Toma esto —me alargó un trozo de cuero que contenía una especie de botoncitos blancos—. Cuando comience el dolor, tómate uno. Cuando se incremente y se haga insoportable, tómate dos, pero nunca tragues tres a la vez o dejarás de ser útil.
      —¿Qué queréis decir con que me tome una o dos?
      —Quiero decir que te las habrás de tragar, estúpido. Pero no las mastiques, sólo bebe un poco de agua. Tienen mal sabor. ¿Alguna pregunta?
      —¿Quién es el hombre y qué ha hecho?
      Su semblante se oscureció.
      —No te importa. Prepárate, saldrás enseguida.
      —¿Cuál es su nombre? Al menos debería conocer...
      —No. Si conoces su identidad no te granjearás jamás su confianza.
      —Si me pregunta algo, descubrirá que mi existencia aquí no es demasiado normal. No entiendo nada de lo que en este lugar sucede, y hablando de lugares, ni siquiera sé en cuál estoy. Soy un extraño aquí y él lo notará.
      —Precisamente eso es lo que logrará que puedas acercarte a él. Sígueme ahora.

Seguí al Alquimista con grandes dificultades, pues mi cabeza sentía los efectos de un terrible mareo que apenas me permitía el mantenerme de un modo muy precario en pie. Lo hice a base de soportar mi peso en las mesas primero y en distintas paredes después. Así avancé por entre un largo corredor, apoyándome en todas partes para no caer, siguiendo los pasos del hombre de gris. No se volvió hacia mí ni una sola vez. Tampoco disminuyó su velocidad, ignorándome y sabiendo que, por propio interés, yo no debía de andar muy lejos. Desembocamos al fin en una amplia estancia tenuemente iluminada por la mísera y azulada luz exterior. Era una especie de comedor, con dos grandes mesas rectangulares cubiertas de polvo y varias sillas cuidadosamente talladas en madera de roble. En el extremo de una de las mesas había una especie de tela sobre la que descansaban unos pedazos de pan y queso, una taza humeante y un cuenco con carne de alguna especie de animal de origen desconocido, la cual despedía un molesto hedor que acrecentó mi mareo.
      Pero tenía mucha hambre, y aquello era para mí, de forma que me precipité sobre los alimentos y los engullí con avidez.
      Odié la satisfacción que reflejaba la faz del Hechicero mientras yo comía, la odié porque decía: "eres mío. Eres todo mío". Y era cierto, voto a Dios. Mi vida dependía por entero de aquel demoníaco ser, tanto si lo quería como si no. Después de comer me condujo hacia otra sala, en la cual había una pequeña bolsa de cuero con algo de pan, agua y dos mantas de lana. Me dio un pesado abrigo de un material negro muy extraño y me llevó hasta una pequeña habitación casi cúbica con una única entrada en la que no había nada, excepto unos pequeños y extraños símbolos en relieve en una de las paredes. Parecían monedas de vidrio, cada una con un signo en su interior, y habían muchas, aunque no sabría decir su número exacto. La sensación de mareo había remitido tiempo atrás, seguramente al llenar mi necesitado estómago. El Alquimista de los vidrios en los ojos acercó un dedo a uno de los símbolos circulares y yo diría que lo presionó. Entonces, y no sé si por acción de alguna poderosa hechicería o movido por un complicado mecanismo, tal vez por ambas cosas, la pequeña habitación en la que estábamos comenzó a descender. Mi acompañante debió encontrar gracioso mi repentino acceso de terror, pues comenzó a reír a carcajadas, lo que, al comprobar la nula peligrosidad del artefacto en que viajaba, fue motivo de sonrojo para mí. Bajamos a buena velocidad durante muchos minutos, casi una media hora, por más de cien pisos, hasta que finalmente el artefacto milagroso detuvo su movimiento frente a una de tantas puertas abiertas como habíamos visto durante el descenso. El brujo salió tranquilamente y le seguí con rapidez, pues no deseaba permanecer allí en solitario por si el lugar deseaba llevarme aún más abajo, más cerca del infierno.
      Cruzamos un pasillo largo hasta llegar a una sala de armas, adornadas sus paredes con las más estrambóticas espadas que había visto y con algunos objetos no muy grandes en forma de "L", a los que no supe reconocer o encontrar utilidad a simple vista. En la sala, tumbado panza abajo sobre el cuidado empedrado, estaba Adrasto, observando nuestra llegada.
      —Espícuro —dijo el puñetero minino—, deberías saber que nunca dejará que este montón de carne se le acerque lo suficiente como para arrebatarle la daga.
      —Bueno, parece un muchacho listo, y sabe cuál es su destino si no la logra. —El mago me miró significativamente, alzando las cejas de forma intimidatoria. Efectivamente, lo sabía.
      —No la conseguirá. Y me tendré que comer su cuerpo muerto, si es que lo encuentro —protestó Adrasto—. Y reza a tu insignificante dios por que lo encuentre o te buscaré a ti. Eso si no lo hace el Sacerdote primero.
      —Hoy estás particularmente desagradable, Adrasto, y no lo comprendo, la verdad. Si no fuera por mí no estarías ahora aquí.
      —¿Crees que no lo sé? —el gato frunció el ceño—. Eso es lo que me disgusta, que hayas sido tú precisamente. De todos modos, el Sacerdote te va a encontrar y no creo que estés preparado para enfrentarte a él. Ambos sabemos lo que es capaz de hacer y lo que puedes hacer tú. Necesitarías más ayuda de la que yo te podré dar.
      —Veremos. Por lo pronto deberá recibir la visita de nuestro amigo —el Alquimista entrecerró los ojos—, y si consigue la daga...
      —No lo hará.
      —Pero si la consigue...
      —Ah, entonces sobrevivirás, supongo —el gato se levantó y me miró con desgana—. Muchacho, si demuestras ser lo suficientemente hábil como para escapar a mi estómago, créeme si te digo que merecerás mucho más que mi saludo. —Después, y observándome algo más ceñudo, añadió:— Hasta ganarás mi respeto.
      —No os ofendáis, pero preferiría cualquier cosa antes de formar parte de vuestra dieta, maese Adrasto —repuse.
      Adrasto volvió a marchar, pesado, lento, bamboleante. El Alquimista llamado Espícuro me condujo hacia una terraza por la que entraba un aire helado que me estremeció una vez más. Escuché una especie de aleteo, pero pensé en que sería un extraño producto del viento o de mi imaginación. Naturalmente, no lo era. En aquel momento recordé el horrible graznido de la noche anterior. Y fue entonces cuando pensé en lo grande que tenía que ser el animal que escondiese un piojo como el que había producido mi desgracia. En la terraza, posado sobre un derruido balconcillo, un pájaro gigantesco, más grande que diez vacas, de aspecto vagamente parejo al de un águila pero con el cuello desproporcionadamente largo, escarbaba con su gran pico en su ala derecha, completamente desplegada, quizá con la intención de limpiarla de visitantes no deseados. Cuando nos vio, exhaló en nuestra dirección un nuevo y atronador graznido que me descompuso por completo. Perdí el dominio de mi vejiga e intestinos y me hice de vientre encima. Pensé en que el Hechicero me había engañado, y había decidido darme a comer a su "otra" mascota. Lo último que vi antes de perderme en un nuevo desmayo fue el enorme vacío que se abría más allá del balcón sobre el que el pájaro esperaba. Pese a nuestro largo descenso en la "habitación de bajar", el final del castillo estaba aún lejos. Mientras andaba perdido en un nuevo sueño de infiernos helados y pájaros imposibles, el Alquimista debió auparme en el lomo de la bestia, que tenía un arreo especialmente diseñado para viajar sobre ella. Cuando desperté, en parte debido al movimiento y en parte al frío aire que golpeaba mi ahora muy sensible rostro, me encontré montado en el pájaro, gozando de un precario equilibrio que sin duda hubiera finalizado al acabar junto a mis huesos en el suelo de no haber recuperado el sentido. Volaba a gran altura, tanta que me era imposible distinguir el suelo como algo más concreto que una masa oscura a lo lejos. Hacía frío, oh sí, mucho más frío del que alguna vez pasé después. Sentía un terrible dolor de cabeza, me palpitaban las sienes, me escocía la cara, mi estómago se quejaba (por alguna razón desconocida) en los momentos en que el animal que me servía de monta daba un brusco giro o bajaba con rapidez. Era en aquellos momentos una verdadera ruina humana que sólo deseaba volver a su hogar, junto a una taza de sopa caliente en sus manos y una mullida litera bajo sus posaderas. Únicamente un pensamiento forastero perturbaba esta feliz idea con la que intentaba animarme, aunque en realidad consiguiera sólo ahondar en el desánimo al verlo todo tan lejos. Ese extraño pensamiento estaba dedicado al rojo medallón que me había llevado hasta allí. Lo tenía el Hechicero junto a la cura de mi horrible mal, si es que esta cura existía en realidad. ¿Cómo iba a arreglármelas para arrebatarle el objeto a semejante individuo?, y eso sin considerar la presencia del felino infernal que andaba deseoso de hincarme el diente. Mi vida era lo primero que deseaba conservar, pues sin ella, naturalmente, todo lo demás carecía de sentido. Me consideraba excesivamente joven como para presentarme ante el ser a quien entonces llamaba Dios Padre. Pero ¿qué vida sería aquella condenada a pasarla en un lugar como aquel? Lloré amargamente sobre el maldito lomo del maldito pájaro que me llevaba hasta el maldito hombre a quien debía despojar de una maldita daga fabricada en cobre.
      No se alargó demasiado el viaje. Sin contar el tiempo que pasara dormido, que no creo fuese demasiado, debí volar sobre el pájaro alrededor de media hora. Observé un punto rojo en el suelo mientras descendía el animal con lentitud, describiendo grandes círculos y sin emitir ruido alguno, sin tan siquiera un mínimo batir de alas. El punto rojo pertenecía al confortable fuego de una fogata y la leve imagen que la luz me revelaba a tal distancia era la de un hombre sentado junto a una mula. Estaba demasiado lejos como para distinguir ningún detalle. Finalmente, el animal se posó en la roca fría con un pequeño impulso final que me sacudió con fiereza. Salté al suelo sin pensarlo ni tan sólo una vez y corrí como nunca, huyendo de algo que me parecía más temible que el propio Satanás, posiblemente porque el rey de los diablos cristianos no estaba junto a mí, con unas alas que eran cada una veinte veces mi cuerpo. Mi objetivo y el punto rojo de la fogata eran una misma cosa. Supongo que mi mente despierta estaba ya ocupada tramando mil explicaciones diferentes que dar al hombre de la daga cuando lo encontrase, pues estaba entrenada para ello, pero aquella vez no consultó a la parte consciente de mi ser en el intento acostumbrado de desechar las opciones más disparatadas para escoger la versión más aceptable. Esa parte consciente estaba demasiado ocupada en poner un gran trecho de por medio entre el pájaro y mis piernas. En algún momento, producto del pánico y la tensión acumulada en ese interminable día, comenzó a surgir desde lo más profundo de mis entrañas un grito descarnado que creció como las flores en primavera, extendiéndose por el vacío de la noche hasta ser sólo él. En un silencio como el que rodeaba a aquel mísero desierto de piedra, mi aullido resonó como el griterío de dos ejércitos al cruzar por vez primera las armas. Y el hombre, y también la mula, me escucharon. Por supuesto que me escucharon, pues cuando estaba a pocos pasos del improvisado campamento y pude contemplarlos con detalle, observé tal expresión de sorpresa en sus rostros, también en el de la mula, que de no ser por el terror que mantenía estrangulado mi corazón sin dejarlo libre ni por un segundo me hubiese abandonado a la risa con total seguridad.
      Cuando llegué a las cercanías del círculo iluminado por el fuego me volví, buscando la silueta del pájaro recortada en el horizonte, pero si estaba todavía allí desde luego que no la pude ver. Escuchaba los latidos de mi propio corazón, desbocado y frenético, y mi pecho se balanceaba en un vano esfuerzo por absorber más aire del que mis pulmones podían admitir. Miré al hombre y él me miraba a mí. Estaba de pie, aparentemente tranquilo, vestido con un traje compuesto por camisa negra y unas polainas largas que le alcanzaban casi los tobillos, de negra tela igualmente. Se cubría con un grueso abrigo de piel marrón, que sólo dejaba entrever parte de la camisa y la inconfundible silueta de una Cruz dorada que reposaba sobre su pecho. La cara del hombre estaba marcada por un sinfín de cicatrices, sobre la que resaltaba una que le llegaba desde la mitad de la ceja derecha hasta bien entrada la cabeza, cerca ya del cogote. Esta gran cicatriz impedía el normal crecimiento del pelo en los alrededores de su cauce. Usaba barba, antaño negra pero ahora bastante encanecida, no demasiado larga y profundamente enmarañada. Su edad rondaría los cuarenta años, tal vez más. Se encontraba en el mismo epicentro de un círculo realizado con carbones negros, lo suficientemente pesados como para impedir el verse arrastrados por el viento. En el interior del círculo habían unas extrañas marcas, tal vez signos en una lengua extraña. En el exterior había una espada corta, clavada precariamente en el suelo de piedra, seguramente encajada en una grieta. La hoja de la espada presentaba también unos signos desconocidos. El señor de negro me miraba con curiosidad pero sin temor, y mantenía su mano derecha extendida hacia mí, empuñando una daga de cobre, la daga de cobre que representaba mi posible salvación y que, lamentándolo mucho por aquel hombre (de quien el Alquimista había dicho en una ocasión que era un Sacerdote, extremo que la bendita cruz que portaba al pecho ni desmentía ni confirmaba), estaba a punto de cambiar de manos. Observé fugazmente la hoguera que crepitaba a poca distancia de mí, y no pude ver ningún pedazo de leña ardiendo o algún tipo de material combustible bajo su fuego. Sólo había fuego. Más hechicerías, aunque bienvenidas sean cuando producen elementos tan apreciados como un buen fuego en medio del crudo invierno. Volví a la cara del hombre mientras seguía jadeando incontroladamente. Decidí hablarle, no deseaba pasar la tarde en pie, inmóvil, observando y siendo observado.
      —¡Señor!, señor...
      El hombre de la daga alzó las cejas en señal de sorpresa. No dijo una palabra pero creí apreciar una extraña rigidez en su porte, una nueva atención.
      —Escuchadme, buen señor, hay un enorme... lo que sea, ahí detrás. Parece un pájaro pero, por mi padre, que Dios sabrá quien es, que es un pájaro infernal más grande que el mismo Dragón. Por favor, no me prestéis atención a mí, sino a él, si no queréis que se desayune a base de mula, niño y sacerdote.
      —¿Cómo me has llamado? —su voz estaba exenta de toda inflexión humana. Hablaba sin interés, sin curiosidad, casi sin costumbre. Diríase que mi presencia le era tan extraña como su propia voz, aunque luego descubrí que las apariciones sorprendentes, y aun aterradoras, en aquel maldito lugar, le resultaban mucho más familiares que sus mismas palabras.
      —No os he llamado nada —dije paciente—. Sólo os hago la observación de que a mi espalda hay un pájaro muy, pero que muy grande, que no creo abrigue buenas intenciones para con vos, vuestra mula o yo mismo.
      —Me has llamado sacerdote.
      —Sí, bueno, veréis, debo tener unos dieciséis años, y en justicia podéis considerarme un niño muy grande o un joven muy pequeño. Pero en cualquier caso no me creeréis lo bastante mayor como para morir, y menos aún como para hacerlo en el interior de ese bicho —señalé con el pulgar hacia la oscuridad de mi espalda—. Si no me queréis escuchar, bien. Si no prestáis atención a lo que hay ahí detrás, bueno. Pero en tal caso, disculpadme, pero yo me voy por el lado contrario, con la sana intención de poner distancia entre él y yo. Supongo que mientras esté entretenido con vuestros huesos dejará de prestar atención a este pequeño pecador, al menos por un tiempo que espero sea el suficiente para procurarme un escondite aceptable. —Observé al hombre a la búsqueda de algún signo que delatase preocupación, temor o cualquier cosa que me hiciese ver que mis palabras le habían llegado a los oídos. Pero sólo dijo:
      —Me has llamado sacerdote.
      —Estupendo, esto es magnífico —musité ya algo fastidiado—. Está a un punto de ser meticulosamente devorado y sólo sabe decir "me has llamado sacerdote", "me has llamado sacerdote". Perdonadme, noble señor, quizá he confundido vuestra profesión, o vocación. Habrá sido la Santa Cruz que os asoma por el pecho. Es igual. Yo me voy a marchar por ahí —señalé con el dedo en dirección contraria a donde había aparecido por vez primera—, y después lamentaré vuestra suerte, pero cuando esté muy lejos, claro. Vos podéis esperar aquí, arropado y acariciado por vuestro fantástico fuego, en compañía de vuestro precioso animal, que por su intranquilidad intuyo huele al bicho del que os estoy informando, a la espera de que una cosa enorme con plumas decida que tiene hambre. Buenos días, por llamar de alguna forma al miserable correr del tiempo de este lugar.
      Cuando hice ademán de avanzar, el hombre de negro me apuntó con la daga, tensando todos los músculos de su cuerpo, y murmuró algo ininteligible. Después me volvió a hablar.
      —Permanece donde estás, diablo, si sabes lo que te conviene. Nunca he visto un Demonio tan extraño como tú, ni que hable tanto. Eres realmente feo, pero de no ser por tu aspecto diría que tu Conjurador equivocó las fórmulas de la invocación que te ha traído hasta aquí. O eso, o es que es un Brujo de lo más mediocre.
      —No se de qué estáis hablando, señor.
      —O quizá no eres un Demonio, sino sólo un Espíritu menor, con un extrañamente ácido sentido del humor, que ha decidido pasar un rato divertido a mi costa. O tal vez eres otra de las horrendas criaturas pervertidas y deformes que habitan este lugar, aunque pareces demasiado inteligente como para ello. Extraño.
      —Lo que vos queráis —empezaba a temer tanto a este brujo de Satanás como al del Castillo. Pero tenía que conseguir la daga—. Yo soy lo que vos queráis, aunque no comprendo ni una palabra de lo que decís. Pero, si no os importa, voy a molestar a otro con mi sentido del humor y os dejaré tranquilo hasta que venga lo de ahí detrás, ya os apañaréis con él.
      —Quieto ahí o llamo al Guardián Observador que habita en mi espada.
      —¿A quién vais a llamar?
      —Si hay un monstruo hambriento a tus espaldas, ¿dónde dirías que se ha ido? ¿O es que se esté tomando su tiempo?, ¿o no tiene demasiada ham...
      —¿Un "Guardián" que hay metido en esa espada encajada en el suelo? Pues será uno muy pequeñito.
      —Dios Santísimo...
      El hombre se había quedado mudo, con la boca abierta, mirando al frente por encima de mi hombro. No tuve que volverme para saber qué era lo que se aproximaba por mi espalda.
      —Llamad a ese Observador vuestro, llamad a quien sea, pero por favor, haced algo.
      Comencé a gimotear. Volví muy lentamente la cabeza. El Monstruo que me había llevado hasta allí se estaba acercando paso a paso. Lo hacía de forma casual, deteniéndose aquí y allá para erguir el cuello y mirar hacia la oscuridad. Parecía una enorme gallina, aunque con las garras y el pico de un halcón. Y seguramente, nosotros íbamos a ser los nutritivos granos que estaba buscando. Su misión había sido el llevarme hasta allí, pero ahora parecía haberlo olvidado, pues el cien veces maldito bicho venía directamente hacia mí. Descubrí que no me podía mover, así como que, en algunas ocasiones, el sudor poco tiene que ver con el calor. Dirigí de nuevo mi mirada hacia delante, hacia la fogata donde un segundo antes el hombre de la daga me observaba con atención. Pero ya no estaba allí, sino junto a su mula. Por un momento, pensé en que estaba decidido a marcharse bien lejos, lo que hubiera sido una postura de lo más inteligente, pero al fijarme descubrí que su intención era otra. Estaba soltando los amarres que sostenían a una descomunal hacha de su lugar en un costado de la mula. El arma cayó con pesadez al suelo y el Sacerdote, si es que lo era, comenzó a arrastrarla con grandes dificultades hasta las cercanías del círculo.
      —Escúchame —su voz era un susurro—, seas lo que seas. Ese "pájaro" tiene la intención de comerse hasta el último de tus podridos cabellos.
      —Ya os lo dije antes —dije enfadado.
      —Es posible que sea tu amigo, compañero de viajes, o vecino en el infierno del que has salido, pero creo que no. Tengo la impresión de que no eres un demonio...
      —Pues qué bien.
      —Cuando empiece todo, corre hasta el interior del círculo si le tienes aprecio a tu alma. No sé si dispondrás del tiempo suficiente para hacerlo, espero que seas rápido. Después me encargaré de ti.
      —Lo que vos digáis —me importaba bien poco la daga en aquel momento. Mi única preocupación era la de conservar mi pellejo intacto en la medida de lo posible—, pero ¿cómo sabré cuándo va a empezar todo?
      No respondió. El hombre había situado, con gran esfuerzo, el hacha frente a él, en el suelo. Qué pretendía hacer con ella era un secreto que sólo él conocía, pero no creí que pudiese lograr ni tan siquiera empuñarla. Quizá pensaba asustar al bicho con ella. Después de dejarla en el suelo extrajo un colgante de madera que llevaba al cuello, adornado por un extraño signo, y lo sujetó en su muñeca. Cerró los ojos y comenzó a recitar unos ininteligibles Salmos en una lengua extraña. De lo que dijo en aquel instante, guardo el recuerdo tan solo de una palabra, ERKUMMAR, repetida en varias ocasiones durante el Ritual. Porque pensé entonces, bien lo recuerdo, que aquello era un Ritual profano, como los que se contaba realizan los adoradores de la Gran Madre. Nunca había visto en aquel tiempo un ritual diferente al de la Santa Misa, pero sí imaginado cientos de Misas Negras y demás maldades con las que los muchachos mayores pretendían intimidar a los más jóvenes, y lo que estaba llevando a cabo el hombre de negro podía bien ser alguna de esas celebraciones paganas.
      De improviso, una sombra oscura comenzó a surgir como el humo de la espada que había dispuesta en el suelo. Parecía la sombra de un gran perro rabioso. En cuanto se familiarizó con el entorno, el recién llegado observó al gran pájaro y a mí mismo. Y yo estaba más cerca, por lo que se abalanzó sobre mí. En aquel momento ya corría todo mi cuerpo hacia el círculo. Aquello era demasiado para un joven muchacho. En un primer momento había pensado en correr hacia la oscuridad tenebrosa que se cernía más allá del círculo de luz (que, por cierto, se había ampliado a verse incrementada la intensidad del fuego) que emitía la fogata, pero algo me dijo que el sobrenatural perro de humo negro me seguiría allí donde fuese, mucho más rápidamente de lo que yo corría. Siempre he sido rápido, muy rápido en realidad, pero quisiera que alguien hubiese podido contemplar la imponente carrera que di desde el lugar en que estaba enhiesto hasta las cercanías del círculo de carbones negros. Desde esas cercanías salté, con la esperanza de aterrizar por completo en el interior. No sabría decir lo cerca que el ser de humo estaba de mis piernas cuando salté, pero la distancia debió de ser mínima, porque al volverme para comprobar el resultado de mi caída tuve sólo tiempo para darme cuenta de que mi desgraciado pie izquierdo había arrastrado un trozo de círculo al caer a tierra. El pie estaba en la parte exterior del aro cuando llegó el demoníaco perro sombrío. Lanzó una furiosa dentellada que se cerró en torno a mi tobillo, y un agudo dolor subió desde lo que una vez fue un pequeño pie izquierdo hasta mi cerebro. Vi un estallido rojizo que me bañó la cara. Retiré por instinto la extremidad, donde sólo quedaba un sangrante muñón, y entre los velos del dolor contemplé la figura del humeante ser, algo más lejos, girando de nuevo hacia mí. Una nueva embestida. Pero yo estaba dentro del anillo... ¿es que el círculo no servía para nada? Recordé mi pie perdido, el momento de tocar la piedra con él, la sensación de arrastrar algo de tierra, la visión de unos restos de carbón dispersos alrededor de la rodilla, el círculo roto... ¡EL CÍRCULO ROTO!
      Volví mi cuerpo dolorosamente. La superficie rocosa había destrozado las palmas de mis manos y sentía un lacerante dolor en las rodillas. El pie perdido también me dolía, pese a que había desaparecido. Las piedras negras, todas, una por una o a la vez... Tenía que recomponer el aro negro y el perro se acercaba de nuevo. Esta vez sería primero la cabeza, al menos acabaría todo el dolor muy rápidamente. Los carbones, ¿estaban todos? El Perro se detuvo, me observó. Sí, estaban todos. Ya no le interesaba, porque no existía: me encontraba dentro de un círculo, o casi, que me hacía ser invisible para él. Ahora le tocaba al pájaro, debió pensar el fantasma, pues se giró con felina rapidez y voló hacia la rapaz que esperaba con las alas abiertas.
      Recordé la herida abierta. Me desangraría si no hacía algo por evitarlo. Tomé la cuerda que me sujetaba el talle y traté de cerrar un nudo alrededor del caudal de sangre. No lo cerré del todo, un hilo rojizo continuaba goteando, pero sí lo suficiente. Por el momento. Alcé la vista. El perro de humo negro había herido ya al gigantesco animal por muchos lugares, pero éste no parecía inmutarse por ello. También éste lanzaba mortales picotazos que cubrían al negro fantasma por completo, pero no recibía daño alguno, pues su cuerpo no era tangible. Sin duda el resultado de la confrontación era muy desigual, pues mientras que el pájaro iba siendo herido cada vez con mayor gravedad, el rabioso perro negro permanecía indemne. Pero de pronto el perro negro se alejó en dirección al hombre de negro, se detuvo a poca distancia y aulló. Después desapareció, pero no volviendo a la espada de donde había salido, sino, simplemente, desvaneciéndose en el aire. Supuse que el fantasma se había cansado de morder a un bicho tan grande. Quizá sólo había cumplido con su obligación y al acabar se había marchado. Pero había escogido un mal momento, uno muy malo en realidad, porque el hombre de negro no había finalizado la ceremonia cuando ya el pájaro se le acercaba con rapidez. Parecía furioso, y es natural, pues le habían dado una buena tunda. Se detuvo e irguió el cuello. Parecía olisquear, aunque en aquel horrendo lugar ningún olor había. Exceptuando el de mi propia sangre, por supuesto. La enorme rapaz me miró fijamente y varió su pasada dirección. Se estaba lanzando hacia mí. Y yo no creía que un círculo de carbones negros detuviese a este demonio. No podía hacer nada, rezar quizá. No lograba moverme y el pie me dolía horriblemente, mas pronto dejaría de preocuparme tal dolor. Aún estaba lejos (aunque no tanto, considerando la longitud de sus patas), cuando un terrible alarido detuvo de nuevo su carrera. El hombre estaba de rodillas frente a la gran hacha de combate, mirando al pájaro, jadeando por el esfuerzo. Su cara era la misma, pero no así su expresión. Miraba con otros ojos, sonreía con otra boca, atrapaba el aire con otra nariz... era el hombre de la daga, el hombre de negro, pero a la vez era otro. Agarró el arma con la mano derecha y se levantó con ella. Sujetaba un hacha de combate, tan pesada como yo mismo, un hacha fabricada para un coloso, con una sola mano como si fuese una simple espada. La alzó sobre su cabeza con la facilidad y seguridad que da una gran familiaridad con el objeto en cuestión. El mismo hombre que tiempo atrás apenas podía arrastrarla estaba ahora sujetándola como si no la tuviese en la mano. Bramó hacia la bestia alada y ésta aceptó el desafío. Se abalanzaron el uno contra el otro. El pájaro lanzó un terrible picotazo sin detener su carrera. Tampoco el hombre la detuvo. Aguardó hasta que la terrible pinza casi cerraba su trampa mortal y saltó sobre él. Con la sencillez con que lo hace una pulga, aunque no con todo su brío. Cayó sobre el nacimiento del pico, frente a los ojos del sorprendido animal. "¿De dónde ha salido esta cosa?", decía la mirada de la rapaz. No dijo nada más, ni hizo nada más. El hacha descendió con violencia, impulsada esta vez por los dos brazos del supuesto sacerdote, que más bien parecía un Caballero Andante, un Paladín experto en manejo de las armas, un San Jorge infernal. Y partió en dos la cabeza del pájaro, quien se convulsionó por un momento para caer después fulminado. El hombre rodó por unos segundos por el suelo, se alzó ágilmente, alzó de nuevo el arma cubierta de sangre y sesos y gritó, como un poseso, como lo que debía de ser... Volvió hacia el cuerpo del bicho y comenzó a asestarle hachazos mientras seguía gritando. Después, oscuridad. Dolor y debilidad por la pérdida de sangre me llevaron por enésima vez hasta los oscuros cuartos del sueño. No sería la última ocasión en que caía desmayado.
      Empezaba a ser una aburrida costumbre...
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El tiempo que siguió a este terrible trance en que me había visto inmerso fue un conjunto de irrealidad y sueños de sangre. Mi pie era devorado una y otra vez. En ocasiones, el autor de tal felonía era un fantasma negro, un perro rabioso con ansias de muerte. En otros momentos era un gigante alado, de pico de halcón, el que me arrebataba la extremidad de forma terrible. Mis sueños estaban mezclados con imágenes perdidas de gatos moteados y grillos carnívoros. También podían ser gatos carnívoros y grillos moteados, pues abrigaban las mismas intenciones para conmigo y poseían un lejano parecido físico. Otras imágenes que podían parecer sueños descubrí más tarde que sólo eran producto de delirios producidos por una extraña droga que el Sacerdote me había hecho ingerir Dios sabe cómo. Me explicó que la forma en que me la había administrado no era otra que una simple "inyección" con una "jeringa" desechable. Decidí no preguntar más al respecto por el temor a descubrir una verdad que, francamente, pienso había de producirme mayores molestias que la ignorancia. En estos momentos de delirio veía a un hombre distorsionado, supongo que por efectos de la droga, armado con un diminuto cuchillo en la mano que utilizaba para rajarme la cara una y otra vez. El hombre parecía ser el mismo Sacerdote, pero por momentos su cara mutaba tomando la forma de la del Alquimista, quien sonreía con malignidad al acercar el acero a mi faz. En esos momentos me resistía con ferocidad, aunque sin éxito, la verdad sea dicha.
      Finalmente comprendí que me estaba incorporando de nuevo a la realidad, saliendo sin remedio de un sueño de inconsciencia que me parecía, ahora lo sé, preferible a lo que me esperaba al despertar. Vi el mismo cielo nocturno pero sin noche, cruzado por espirales de nubes oscuras y exento de cualquier astro visible. Estaba en el maldito lugar de siempre. Al volver la cabeza a ambos lados entendí la razón de la sorprendente sensación de movimiento que había experimentado al despertar. Estaba dispuesto sobre una especie de litera ligera que era tirada por la mula del Sacerdote. La litera estaba compuesta por poco más que tela y un extraño armazón que sostenía mi peso con cierta seguridad. Tras observar la falta del hacha en el arreo que la soportara la primera ocasión en que la vi, supuse que ésta debía formar parte de la construcción que daba consistencia al "camastro de viaje". No pude más que lamentarme por la terrible carga que para el animal debía suponer el transportar a rastras un hacha como la que me sostenía y un cuerpo como el mío, que pese a no ser muy significativo en lo que a su peso se refiere, sí representaba un nuevo lastre muerto que añadir al de la formidable arma. Intenté llamar la atención del hombre, que debía andar en vanguardia del grupo, pero descubrí que mi dolorido cuerpo prefería permanecer en silencio y muy quieto, de forma que atendí a sus deseos y me dejé llevar. Sentía un extraño dolor en mi pie izquierdo, un dolor ilógico, pues lo que me molestaba era el dedo pulgar que había marchado con el resto del pie al interior del estómago del fantasma de humo negro. Éste dolor era bastante soportable. Sobre todo, porque no era el único que se cernía sobre mi conciencia. Las palmas de las manos me ardían, producto sin duda de la caída que sufrí sobre la roca al intentar alcanzar el círculo en el intento de escapar al fantasma. Un dolor similar, aunque menos pronunciado, sentía en los codos y las rodillas, los otros lugares con los que había regresado a la superficie tras mi salto. El resto del cuerpo se quejaba amargamente por mil y un lugares diferentes. Y mi cara era un verdadero clamor de fuego y dolor, un completo mundo de sensaciones de horror que me recordaron los motivos de mi presencia junto al hombre de la daga. Ya no sentía la macabra sensación de movimiento que avisaba de la compañía de las larvas que pretendían alimentarse de mis restos, y eso me intranquilizó. Quizá estaban saliendo de sus huevos, algo sorprendidas por la falta del alimento esperado. Quizá ya habían salido y aguardaban con paciencia a que tuviera lugar el proceso que transformaría mi cuerpo en un nutritivo menú para bebés piojos. ¿Aguardarían hasta entonces? Tal vez su inactividad fuese motivada por una milagrosa muerte generalizada de todos mis indeseados inquilinos. El caso era que el rostro me ardía de dolor. Intenté acercarme una mano a la cara con la intención de comprobar si todavía era un rostro o si ya era un montón de relieves macabros. Sorprendentemente, me encontré con un pedazo de tela que me lo cubría por completo. Inmediatamente pensé en el Sacerdote, pues sólo él podía haberlo hecho. ¿Me habría extraído las larvas antes de vendar aquello que una vez había sido mi cara? El caso es que había pasado el tiempo, no sabía cuánto, pero me encontraba lejos del Castillo y no tenía la daga. Lo realmente malo de perder la conciencia es que no puedes controlar el paso del tiempo de ninguna forma. Era incluso posible que faltasen sólo unos minutos antes de que el veneno de mi interior despertase. Deseaba que fuesen días, y no minutos, pero ¿cómo podía estar seguro? No podía sin preguntar al hombre, pero no estaba en condiciones de hacerlo. No estaba en condiciones de hacer nada. Me sorprendí pensando en que no me importaba en exceso el que la muerte pudiera estar aguardándome a la vuelta de un periodo de tiempo más o menos largo. En realidad, me sorprendió el descubrir que no me importaba nada de nada. Sólo el que tenía una enorme necesidad de descanso. Y me dormí, pese al dolor. Quizá tampoco éste me importaba.
      Volví a despertar cuando sentí vocear al hombre que me acompañaba. Abrí los ojos e intenté hacerme una composición de lugar para situarme con rapidez en posición de reaccionar a lo que fuese. No recordé hasta más tarde que me faltaba un pie... difícil reaccionar con un pie de menos. Los gritos se debían a que el animal que tiraba de mi cuerpo inerte había decidido unilateralmente no dar ni un paso más. Rebelión. Su amo, el Sacerdote capaz de manejar un hacha más grande que yo mismo con una sola mano, parecía bastante molesto con la actitud que había tomado la mula. Los gritos no eran órdenes, pese al enfado, sino súplicas, peticiones, demandas de una explicación que aclarase tal postura. Pero la mula le miraba, bajaba tímidamente las orejas, observaba al suelo, volvía de nuevo sus ojos al hombre y rebuznaba. "Lo siento, pero yo de aquí no me muevo", parecía querer decir el terco animal. Al cabo de un tiempo el hombre se cansó de gritarle al animal, sobre todo porque comprendió que no iba a conseguir nada de nada con sus voces. Se cruzó de brazos, miró al suelo de piedra y al cielo después en una actitud que le llevaba a parecerse a su animal en sumo grado y, después, suspiró cansinamente. Casi diríase que en lugar de exhalar el aire lo dejó salir, derrotado. Vino hasta donde yo estaba.
      —Muchacho, hasta aquí hemos llegado, al menos por hoy. ¿Cómo te encuentras?
      —Me duele el pie, siento unas fuertes molestias en las rodillas y codos, me escuecen con furia las palmas de ambas manos y mi rostro es una tizna ardiendo.
      —Ya veo —el hombre sonrió—. Pero al menos vives.
      —Gracias a Dios. No puede haber otra explicación después de todo lo que me ha sucedido en los últimos dos días.
      —¿Quién eres?
      —Soy Juan Bautista de Basilea, aunque todos me llaman Sboda.
      —¿Sboda, qué más? ¿Y quiénes son todos?
      —Sboda a secas. Y "todos" son mis compañeros. Soy un Novicio del monasterio de los Benedictinos de Rávena —¿por qué no?, mejor eso que lo de amigo de lo ajeno.
      —¿Y qué significa Sboda?
      —Nada —repuse algo azorado—. Sólo es el ruido que hago al estornudar.
      —Ah —el hombre se alzó y me miró unos segundos, pensativo—. Dime, hijo, ¿en qué año naciste?
      —Pues... en el 988 de nuestro Señor, creo.
      —¿Cuantos años tienes?
      —Dieciséis. Si realmente nací en tal año...
      —Vaya. Supongo que te habrás percatado de que este lugar no tiene demasiado en común con tu Rávena.
      —Sí, me he dado sobrada cuenta de ello, creedme. Y supongo, creo que correctamente, que querréis conocer las causas que expliquen el que me encuentre aquí.
      —No me importaría.
      —Pero no creo que pueda complaceros. Sólo sé que un día me acosté en mi litera del Convento y de repente desperté aquí.
      —¿Dónde es aquí?
      —No lo sé. En algún lugar de este desierto maldito. Poco tiempo antes de que vos aparecierais —esperaba sinceramente que no se notasen mis mentiras en tan delicado trance.
      —Ya veo —suspiró—. Me llamo William Bennet, y nací hace bastantes años en Siracusa, una ciudad de tu mismo mundo más allá del Atlántico. En un tiempo fui Sacerdote, el Padre William Bennet, pero fueron días dejados atrás hace ya muchos años...
      —De modo que sois un Sacerdote de verdad.
      —Lo fui, en el modo que tú conoces.
      —Perdonad mi pregunta, y respondedla tan sólo si lo deseáis ¿qué ser demoníaco, venido de los infiernos, fue aquel que devoró mi pie y casi el resto de mí?
      —No es un demonio, sino un guardián que se encarga de que nadie moleste los rituales que realizo, así como de destruir a los seres espectrales que rodean a todo aquel que comienza a realizar algún tipo de magia o invocación.
      —¿Sois algún tipo de Alquimista o Hechicero?
      Volvió a sonreír.
      —No sé cual es el nombre adecuado para la profesión que yo practico. Hechicero, Brujo, Mago..., aunque prefiero creer que simplemente soy un Sacerdote diferente.
      —Y tan diferente. Los Sacerdotes que yo conozco apenas son capaces de realizar más milagro que el de la consagración de la carne y sangre de Cristo, y el de hacer desaparecer los bienes de sus parroquianos. ¿No hay forma de que vuestro "guardián", me devuelva el pie que tan irrespetuosamente me arrebató?
      —No. El ser que se quedó con tu pie ya no es mi guardián. Cumplió con su alianza y se marchó al lugar de donde lo saqué. Ahora me he de procurar otro igual.
      —Pues presentadme a él, cuando lo tengáis. Que me conozca, para que en la próxima ocasión en que decida hacer acto de aparición me guarde a mí también.
      —No es posible, muchacho. Sólo respeta el círculo. Después del monstruo que nos atacó me hubiera tocado a mí. Por fortuna, mi guardián cumplió con lo pactado antes de acabar con el pájaro y se marchó sin molestarme.
      Decidí no preguntarle nada en referencia al hacha de combate. No creo que un poseído sepa admitir, con la suficiente cordura y racional calma, que lo es. Y este poseso tenía dos poderosos brazos que me aconsejaban el no molestarlo mucho. Hablamos durante un buen rato, o más bien, hablé durante un buen rato, pues el Sacerdote (descubrí que el referirme a él como "Sacerdote" le resultaba agradable) se limitó a escuchar y asentir a mis palabras. Cuando subió mi dolor, el hombre extrajo de una de las alforjas que portaba la mula un cilindro de vistoso color verde de donde sacó un botón blanco como los que el Alquimista del castillo me diera horas atrás. Dijo que servirían para aliviar el malestar, y vive Dios que era cierto. El milagroso producto hizo que en pocos minutos me preguntase dónde habíase escondido el dolor, pues desde luego en mi cuerpo no estaba. El hombre me advirtió de que el efecto era simplemente pasajero, pero su cilindro verde parecía lleno de botones, sin contar los míos propios. Una vez sereno y capacitado para reflexionar, me puse a pensar en la forma más adecuada de apropiarme de la daga que representaba mi salvación. Este breve periodo de paz no se extendió demasiado, pues al poco de comenzar a urdir un plan que no parecía descabellado sentí un molesto picor en el empeine del pie izquierdo, recordando de sopetón lo que una vez más había olvidado: no tenía pie izquierdo, por lo tanto no podía caminar. Y menos aún correr. En el aceptable supuesto de que me hiciese con la daga del Sacerdote me encontraría en el trance de alejarme del hombre con rapidez, estando imposibilitado en la tarea de hacerlo. Y eso sin pensar en la obligación de llegarme junto al objeto en cuestión hasta el enorme, pero aparentemente lejano, castillo en donde aguardaba paciente el Alquimista, su gato y mi antídoto. Durante un largo espacio de tiempo me vi muerto. Me imaginé el momento en que el maldito veneno comenzaría a actuar, destruyéndome poco a poco, las larvas surgiendo ávidas en busca de su alimento... Dolor, un gran e indefinible dolor, quizá más temible que la propia muerte. Afortunadamente, el hombre estaba hablando cariñosamente a su animal, tratando de convencerle de que era tiempo de partir, pues de lo contrario hubiese podido ver un considerable pánico reflejado en mis ojos y hubiese preguntado. Me repuse a la fuerza, ya que no tenía otro remedio, y decidí actuar pese a todo. En lo más oscuro de la noche, aunque el día ya lo era lo suficiente, me acercaría a la daga enfundada, la extraería con todo el cuidado y la maña tantas veces puesta en práctica, y subiría a la mula con la esperanza de que ésta, viéndose libre de la carga del hacha, avanzaría casi con alegría hacia las profundidades de las sombras. Antes, empero, debía de averiguar la localización exacta de la construcción en la que había aparecido o sería peor el remedio que la enfermedad, pues huiría perdido con un formidable guerrero a mis espaldas, probablemente furioso por la pérdida del animal. Me preguntaba cuál sería el poder de la miserable daga para que fuese el objeto de temor del Alquimista, cuando el señor a quien pensaba aliviar de su peso poseía un hacha como la ya descrita y una espada que parecía ser la morada de un espeluznante fantasma canino de demostrado apetito. Mucho tiempo después me pregunté por qué no se me ocurrió pedirle ayuda a un hombre que parecía bueno de corazón y que hasta el momento sólo había sido caritativo conmigo. Capaz de destruir con facilidad al monstruo alado que habría devorado a todo un ejército bien pertrechado de los de entonces... ¿qué problema tendría para deshacerse de un gato y un Hechicero, quizá no tan poderoso como él y que además parecía temerle? Pero no lo pensé. Todavía no lo entiendo, pero no lo pensé. Probablemente fueron la urgencia del momento y lo penoso de mi situación los que me hicieron actuar sin poner en orden mis ideas. Así pues, tenía que preguntarle acerca de la posición del castillo, por la salvación de mi vida y la cordura de mi mente.
      —Señor, disculpadme —mi voz sacó al Sacerdote de la interesante conversación que parecía mantener con su mula. Se acercó al lugar en que reposaban mis huesos.
      —Dime, muchacho.
      —Veréis, en el momento en que aparecí en este detestable lugar de piedra y rocas, y tras recuperarme de la terrible sorpresa que lógicamente sufrí por ello, sentí un terrible alarido o graznido de animal a lo lejos que paralizó mis nervios —como siempre, atendía a mis palabras sin demostrar emoción alguna—. Cuando busqué el origen de tan horrible manifestación de enormidad, me encontré observando un imposible prodigio, producto, sin duda, de la mano del hombre que me convulsionó aún más que el clamor anterior. Sólo la presencia del monstruo alado, que parecía patrullar el lugar, me impidió que dirigiera mis pasos hasta allí. Me pregunto si vos lo habréis visto en algún momento, cosa que apenas puedo dudar considerando el tamaño de la obra, y si, en tal caso, sabríais decirme qué demonios es, o a quien o quienes pertenece la propiedad. Estoy hablando de un gigantesco castillo, docenas de veces mayor que el mayor que hasta hoy había visto, construido en negra piedra y aparentemente (y digo aparentemente porque la lejanía me impidió el observarlo con detenimiento) rodeado por un lago de gran diámetro.
      El Sacerdote esbozó una enigmática sonrisa que podía significar cualquier cosa
      —Tú mismo lo has dicho, es imposible no ver esa construcción si has pasado por sus cercanías. Yo no lo he hecho todavía, pero conozco la descripción, conozco al propietario y conozco la utilidad que se le da, o se le daba, al lugar. Es la Torre Escuela de Dryck.
      —¿Torre Escuela?
      —Sí. En un tiempo, muy lejano en el pasado, era el lugar donde ciertos detestables seres aprendían los secretos y misterios de la conjuración y hechicería. Su maestro era Dryck, el sumo Sacerdote, el Archimago, el principal dirigente de una aborrecible orden de monjes adoradores de lo que tú llamarías el Demonio, el Anticristo, Lucifer, Mefistófeles. Yo lo llamaría "El Mago Negro", pues no es más ni menos que eso. Aunque entendiendo a los monjes como seres muy diferentes a como tú los conoces.
      —No entiendo demasiado bien vuestras palabras, pero creo que sí comprendo la idea general del asunto. Habláis de ello en pasado, ¿qué fue de la escuela, de la orden, o del mismo señor Archimago del que hablabais? —El Sacerdote me observó largamente, serio, inmóvil. Tomó aire y desvió sus fríos ojos hacia algún lugar desconocido más allá de la penumbra, más allá de la oscuridad.
      —La escuela fue abandonada siglos atrás. Hubo una guerra y los aprendices y componentes de la orden marcharon a ella, a batallar con sus demoníacas artes. Tras la guerra, la orden se trasladó a una siniestra ciudad subterránea situada bajo Deibirié. El infierno sobre la tierra. Allí se edificó un nuevo Templo y una nueva Torre. En cuanto a Dryck, se dice que volvió con el resto de la orden hasta que un nuevo hechicero, más poderoso y hábil, le destituyó. Emigró hasta su antigua Torre, donde era prácticamente todopoderoso e inabordable, y supongo que permaneció en su interior hasta el día de su muerte. Si es que murió. Después de muerto, quién sabe.
      —¿Está deshabitada entonces? Dijisteis que conocíais a su propietario...
      —Deshabitada no. Cuando Dryck se retiró a la seguridad de su castillo, muchos aprendices de brujos, conjuradores, invocadores y hechiceros, y algunos que eran un poco de todo, emprendieron una búsqueda en pos del lugar, con la intención de ser admitidos como discípulos por uno de los más poderosos brujos de la historia o, al menos, el más poderoso mientras residió en la Torre. No se sabe si alguien llegó a entrar en la antigua escuela, ni cuál fue su destino de hacerlo. Pero mucho tiempo después del que es natural para una vida humana, un nuevo hechicero, llegado del mismo lugar que tú y que yo...
      —¿Más allá del sueño?
      —... más allá del sueño, sí, entró en la torre y permaneció en ella. Sobrevivió a sus misterios. Es el actual propietario, aunque para serlo no ha tenido que hacer nada más que atreverse a entrar. Si, como se dice, el espíritu de Dryck permanece aún entre las miles de paredes del lugar, te aseguro que Espícuro no habrá llegado a aburrirse. Y ha aprendido mucho, eso seguro.
P>       —¿Espícuro?
      —Espícuro —el hombre seguía inmóvil, mirando al frente sin prestarme mayor atención—. Es el nombre del Hechicero que vive hoy en día en el castillo. Un hombre llamado Espícuro.
      —Vaya, diríase que incluso lo conocéis...
      —Lo conozco bien. Él y yo somos viejos conocidos. Viejos amigos.
      —¿Quizá os dirigís a hacerle una visita de cortesía?
      —Sí, me dirijo hacia su nuevo hogar. Pero no voy a visitarle, sino a matarle. —Vaya, vaya, así que eran ciertas las palabras del gato endemoniado.
      —¿Vamos entonces hacia el castillo?
      El Sacerdote extendió el brazo derecho hacia delante, hacia el ignoto lugar al que dirigía su perdida mirada.
      —¿Qué crees que es aquello?
      Miré hacia el punto que señalaba su brazo. Oscuridad, una gran e impenetrable oscuridad. ¿O había algo más?, una sombra negra, una silueta lejana, una construcción que casi rasgaba un cielo conformado por tenebrosas espirales. ¿Era aquello el castillo o mi imaginación? Observé con mayor atención. Sí, ¡sí!, ¡allí estaba! ¡desde el primer momento me estaba acercando a él sin saberlo!
      —Dios santísimo... —no pude contener mis palabras pero tampoco fue necesario, pues el Sacerdote parecía perdido en sus propias reflexiones. Permanecimos en silencio, observando las siniestras sombras de aquel lugar de muerte. Y descendió la noche, es decir, la creciente oscuridad acabó por hacerse casi material. De nuevo, el Sacerdote encendió la extraña y autosuficiente llama, se recogió ante ella y aguardó unas horas sin abrir la boca. Después, despidiose de mí y se adentró en la negrura de aquella perenne noche con la intención de invocar, según insinuó, a otro de los seres fantasmales con aspecto perruno. Se llevó consigo la daga y la espada marcada por tres signos, así como otro pequeño cuenco similar al que daba cobijo a las llamas que me proporcionaban luz y calor a mí mismo. Tiempo después, una mínima lucecita apareció a través de la opacidad. Se había alejado mucho, y así lo prefería yo. No sentía la más mínima de las curiosidades por conocer al nuevo inquilino de la espada. Guardián Observador, le había dado por nombre. Comedor de niños, diría yo.
      Permanecí despierto durante un largo periodo de tiempo, ocupando mi mente en la necesaria labor de desechar aquellos planes que, por las actuales circunstancias (diablos, me faltaba un pie), se hacían imposibles de cumplir con diligencia. No tuve más remedio que aceptar como única salida válida la ya mencionada idea de robo y huida en mula, confiando en que, por su padre, el animal accediera a llevarme con él alejándonos de su amo. Es legendaria la tozudez de estos bichos y a esta tozudez era a lo que yo más temía. En el supuesto de que me hiciese con el objeto, cosa que no dudaba, me encontraría en una difícil situación: si la mula decidía que estaba bien allí, firmaría mi sentencia de muerte. Obligarla a avanzar sólo podría ocasionar problemas en forma de impertinentes rebuznos y demás muestras de disconformidad, por lo general bastante ruidosas. En tal caso, habría de escoger entre dos opciones: adentrarme en la oscuridad a rastras o aguardar hasta la siguiente noche. Escogiendo el segundo supuesto, por otra parte de forma absolutamente lógica, me encontraría obligado a realizar un acto peligroso y prohibido por lo general en mi arte. Tendría que devolver la daga a su lugar junto al sacerdote. Peligroso porque no es lo mismo extraer que devolver; con frecuencia, pese a la habilidad extrema con la que un amigo de lo ajeno realiza su especialidad, el objetivo del trabajo siente de forma inconsciente que algo poco deseable le ha sucedido. No sabría explicarlo, pero es cierto. Ese objetivo, siguiendo uno de los principios inviolables del arte de la sustracción, se convierte en intocable durante varios días, primero por esa extraña sensación que de volver a producirse ocasionaría una inmediata alarma, con desastrosos resultados para el artista, y después, una vez descubierta la felonía, por la terrible suspicacia que asalta a la presa haciéndola peligrosa. Si la mula decía "no, compadre, yo de aquí no me muevo" debería devolver la daga a un cuerpo que "sabría" que algo le había sucedido. La posibilidad de degollar al sacerdote y escapar, así, con toda tranquilidad, parecía convertirse en una de las últimas salidas lógicas. El problema era que yo jamás podría degollar a aquel hombre. A ningún hombre en realidad, pero menos aún a aquel que me había ayudado de forma tan clara.
      Lejos, en la dirección que había tomado la daga y su portador con ella, se produjeron unos fuertes sonidos, desgarradas explosiones similares a las que trae el rayo consigo acompañadas por destellos de luz que parecían surgir del suelo. Enmudecí de pánico, mucho mayor que el que parecía sentir la mula, impertérrita. Tiempo después, la luz comenzó a acercarse. El sacerdote debía de haber finalizado, quién sabe si con bien, su extraño experimento. Me hice el dormido y aguardé. Sonidos apagados. El hombre no deseaba despertarme. Más sonidos, junto a la mula ahora. Una alforja que se abre, una alforja que se cierra. Fuertes respiraciones, no, suspiros y respiración lenta y relajada. Silencio después. Abrí los ojos, lentamente, sólo un poco... sí, ahora veía. Dormido como un bebé, la fatiga producida por la realización de sus impías artes le había vencido. Aguardé aún más, no es bueno perturbar a un recién dormido pues está demasiado lejos del verdadero sueño profundo que me otorgaría una excelente cobertura. Unas horas, no demasiadas. ¡Ahora!
      Salí del conjunto de pieles que me cubrían con mucha calma, invirtiendo todo el tiempo necesario en tal ocupación para ser más discreto que el silencio. Observé la mula, parecía estar despierta, eso era bueno. El hombre estaba profundamente dormido y eso, eso también era bueno. Me arrastré hacia él. El pie desaparecido me latía dolorosamente; debía de haberme tomado un botoncito, pero en este caso el dolor sería para mí un excelente compañero que me mantendría despierto y alerta. Dolorosamente, sí, pero despierto. Me arrastraba casi imperceptiblemente. Las magulladas rodillas se quejaban amargamente, al igual que los codos, pero seguía avanzando. Como un gato, muy lentamente, sabedor que las prisas alejarían la posibilidad de atrapar el ratón. Pensé en Adrasto, acechándome en silencio para después abalanzarse sobre mí con la sana intención de devorarme. Creo que sonreí, aunque fue una sonrisa originada por la incertidumbre y el temor. Ahora yo era Adrasto y la daga era la presa. Ya estaba cerca. Con frecuencia me detenía durante unos breves momentos para evitar que el aire chivato delatase mi presencia, "está aquí, se mueve, se acerca...". Escuchaba mis propios latidos como si de enormes tambores de guerra se tratasen. Maldita sea, yo nunca caía en el nerviosismo a la hora de trabajar. Claro que nunca había trabajado por mi vida tan directamente. Vamos, me dije, un poco más.
      Con sólo abrir la boca y cerrar los dientes después, podría tomar la daga. Estaba ya encima de ella, la tenía al alcance de todo mi ser. Observé entonces. La guarda del arma era sencilla y holgada, con el extremo superior revestido de metal. Junto al cuerpo del sacerdote, pero no ceñida a él, aunque sí sujeta. No sería difícil, mas sólo podría llevarme la daga y no su guarda, por lo que debería extraerla. Llevar a cabo tal extremo no me resultaría complicado, atendiendo siempre, eso sí, a la posibilidad de que el extremo acerado de la boca de la guarda y la hoja del arma podrían causar al contacto un desagradable chirrido metálico que me convenía evitar. En silencio, deposité la mano derecha en la boca de la guarda y la sujeté con firmeza. La izquierda la cerré en la empuñadura de la curiosa daga de cobre. También la empuñadura era metálica, cubierta de signos extraños. Una inspiración profunda, tirón, resistencia. Malo. Espiración. Una nueva inspiración, tirón. La daga comenzaba a salir de su escondrijo. Con tranquilidad, sin ninguna prisa. Un descanso, otra inspiración. Cuestión de segundos. La verdadera preocupación, tenía ahora forma de mula. Ya estaba casi fuera. Una mano que no era de mi propiedad, sujetaba mi muñeca izquierda. ¿De dónde demonios había salido aquella mano? Sobresalto, confusión. El sacerdote, tan despierto como yo mismo. ¿Desde cuándo?, ¿desde el principio?
      —Sabía que lo ibas a intentar. Tu cuidadoso modo de actuar casi logra dormirme de verdad. Eres un ladrón magnífico. Sboda, deberías de haber seguido tranquilo, sin tentar la fortuna que hasta ahora te había acompañado. Te has equivocado, hijo. Del todo.
      Exhalé un alarido enérgico producto de la sorpresa. Quizá había mucho de temor en él, pues nada bueno esperaba ahora del hombre que pacientemente había esperado despierto hasta que realicé mi incursión. Fueron estos los peores momentos de mi estancia en aquel pérfido desierto de piedra. Había sufrido ya múltiples sobresaltos, dolores profundos, temores infundados y otros con claras razones, ataques de bichos de mínimo tamaño y también de alguno más grande. Había sido atacado por un fantasma humeante que se había quedado con mi pie izquierdo de recuerdo. Pero fue en ese instante, cuando sentí la fuerte mano del sacerdote cerrada en mi muñeca y escuché su voz repleta de palabras de reproche, cuando más mal lo pasé. Y no era sólo porque pensase que el hombre iba a acabar de forma definitiva con mi vida (que lo pensaba), sino también por la vil traición que había cometido hacia él. Intentaba salvar mi vida, es cierto, pero pude haber confiado en el sacerdote. Quizá "debía" de haber confiado en él. Ahora era tarde para lamentos, ya sólo podía gritar.
      El sacerdote apretó sin piedad la muñeca sujeta hasta que solté sin remedio la daga, la cual descendió con lentitud hacia el interior de la guarda. Después me empujó con fiereza hacia atrás, dando de nuevo mis posaderas en el suelo duro y cortante que en demasiadas ocasiones había tenido el gusto de visitar en forma de dolorosas caídas. El muñón de mi pie golpeó la piedra ocasionándome un fuerte y punzante dolor. Vahídos de inconsciencia comenzaron de nuevo a cernirse sobre mi mente. El hombre habló.

—Sigo creyendo que no eres un demonio. Pero tus lealtades están ahora claras, y es peor encontrarse con un muchacho que trabaje para Espícuro que con un desgraciado demonio inocente en su inconsciencia.
      —¡No trabajo para el Alquimista! ¡Me obligó a hacerlo!
      —Por supuesto. ¿Alguna vez has pensado en decir una verdad? —el hombre extrajo la espada, que reposaba en el suelo, junto a su brazo derecho, de la guarda que la cubría y avanzó hacia mí esgrimiéndola con claras, y poco loables, intenciones.
      —¡Dios Santo, escuchadme! ¡Me obligó a robaros la daga si acaso deseaba seguir viviendo! ¡Tenía que conseguir vuestra daga! —Detuvo su avance y me miró. Una mentira más y sería un Sboda muerto.
      —¿Qué te prometió a cambio de la daga?
      —El antídoto que destruiría el veneno del piojo que me ha hecho esto —señalé lo que una vez fue mi cara—. Además, dijo que extraería todas las larvas que pudiese atrapar. Y el medallón que hasta aquí me trajo.
      —No existe antídoto alguno para la ponzoña que tienes en tu sangre. Sólo un remedio que evita el desenlace, o mas bien, lo pospone. Y ese remedio ya te fue inyectado, o no estarías vivo ante mí. —¿Qué quería decir con que no había remedio para el veneno?
      —Pero el Alquimista me prometió —diablos, ¿cómo pude ser tan ingenuo?—, me aseguró... es poderoso, seguro que ha encontrado una forma.
      —No es posible. Lo que tienes dentro de ti no es un veneno corriente, no es un producto químico que pueda ser desactivado. Es una poderosa cadena de información genética que ya forma parte de tu cuerpo. Dudo que nunca, en otro tiempo o en otro lugar, se logre tratar con resultados positivos. Hoy, desde luego, no. ¿Creíste que te dejaría marchar sin mayores problemas cuando le llevases la daga?, ¿no te presentó, acaso, a su encantador gato?
      —Señor, un trato es un trato —naturalmente yo ya no creía en nada, y por supuesto, aún menos en mis propias palabras tranquilizadoras. Claro que sabía que no me pensaba dejar vivo, a menos que pudiese chantajearle, "la daga por el medallón. No hay medallón, no hay daga". Así se lo hice saber al sacerdote. Le expliqué todos los detalles de mi único plan (improvisado casi mientras lo explicaba).
      —Pobre infeliz, debes saber que a él le da igual tener mi daga que no tenerla. No puede utilizarla, o si puede, no sabe cómo hacerlo. Lo único que realmente le interesa es que sea yo quien no la tenga cuando llegue hasta él. Tu chantaje le hubiese divertido, sin duda. Tanto como el ver la forma en que Adrasto te daría caza después. —Comencé a sollozar de forma incontrolada—. Muchacho, estás completamente muerto. —Se aproximó a mí—. Ahora estás diciendo una verdad que debiste compartir con anterioridad, aunque comprendo los porqués de que no lo hicieras. Sabía de dónde venías porque no podías haber llegado de otro lugar. No hay nada más aquí que el castillo, al menos no en un radio aceptable. Tenías larvas de parásito en tu piel, pero el veneno no había actuado, por lo que supe que "alguien" lo había detenido momentáneamente. Y ese "alguien" no guarda las mejores intenciones para conmigo. Lamento el no haberme equivocado.
      —¿Qué pensabais hacer de no haber intentado robaros? ¿Hubieseis dejado que el veneno me consumiese poco a poco, que las larvas del piojo brotasen de mi piel como flores de Mayo?
      Me encontraba muy nervioso, y los nervios me alejaron del anterior estado y sustituyeron la congoja por enfado e incluso algo de mi siempre peregrino valor.
      —No has de preocuparte de las larvas, te las extraje la primera noche tras el incidente con el pájaro gigante —aquellos sueños de confusión...—. Ése es el motivo de que una venda cubra tu rostro por completo. Pero lo lamento, pues ya te he informado de que el veneno no conoce barreras lo suficientemente resistentes como para contenerlo. No existe un remedio para tu problema.

En ese momento rompí a gritar, insultando a todo ser viviente, en especial al Alquimista, su gato, el piojo, la mula y el sacerdote. Clamé por la injusticia que conmigo se había cometido. Maldije a Dios y al Demonio, al ángel y al diablo. Pedí explicaciones al vacío, golpeé el suelo con mis manos desnudas, consiguiendo con ello cortes sangrantes que aparecieron por toda su superficie. Finalmente, caí de nuevo en las convulsiones del llanto, susurrando a la par un "por qué, por qué, por qué...".
      El sacerdote permaneció en silencio durante toda la explosión de rabia que me asaltó sin remedio. Observaba mi furia sin mostrar tristeza en su rostro. Sin mostrar emoción alguna. ¿Estaba vivo aquel hombre? Tras dejar que me abandonase a los lloros se acercó a mí. Una vez comprobado que los sollozos remitían debido al cansancio, puso su mano derecha sobre mi hombro izquierdo, y con una voz extrañamente callada, entre dientes y, por primera y última vez, cargada de vida dijo:
      —Puede que exista una forma de salvar tu existencia. Una sola posibilidad —aquello me sacó de golpe de mi llanto. ¿Qué decía aquel hombre exento de emociones?—. Si... si te llevo conmigo hasta el castillo podré realizar un cambio con el Alquimista que te devolverá a tu mundo. Te dará el medallón y tú le darás mi daga.
      —Pero...
      —Tengo la teoría de que cuando se cambia de mundo, las heridas sufridas en el anterior desaparecen al viajar. No siempre sucede, pero es la única oportunidad que tienes de recuperar lo que era tuyo. Y hablo de tu vida en Rávena. Es de suponer que junto a las heridas quedará aquí todo rastro de veneno. Mejor dicho, es de desear el que así sea.
      —¿Qué pasaría si os vieseis privados de la daga a la hora de la lucha? —el sacerdote fijó la vista en algún punto de la superficie del castillo aún lejano. Tardó en responder.
      —Con sinceridad, no lo sé. Es posible que no cambie nada, aunque lo dudo. Seguramente, Espícuro tendría una buena oportunidad de vencerme. La daga es una especie de llave que me abre las puertas de diferentes Planos repletos de espíritus y seres de nombre desconocido dispuestos a cumplir con la Alianza que a todos obliga. Sin la llave, las puertas permanecerán cerradas. Sólo dispondría del Guardián Observador de mi espada y de algunas invocaciones menores. Pero tampoco conozco cuál es el alcance del poder de Espícuro, y quizá sea suficiente con la espada y mi mano. Eso es igual. Podrás volver a tu casa y eso es más importante.
      —¡Moriréis!
      —Qué mas da. Ya he muerto una vez, y conozco lo que me espera al otro lado. Si mi dios así lo quiere, me sentiré alegre de volver a él. Ya estoy cansado de batallar, yo era un hombre de paz y en mi muerte volveré a serlo.
      —No comprendo.
      —No es necesario. Mi obligación es salvar de ti lo que pueda. Recuerda, soy un sacerdote.

Entonces me miró fijamente. Al igual que su voz, en aquel momento también su mirada estaba cubierta de vida. No entiendo el "cómo" de lo que sentí entonces, pero comprendí. Era eso. Aquel hombre no estaba vivo. Aquello era todo. Su cuerpo estaba frente a mí, su pensamiento también, pero estaba muerto quién sabía desde cuando, quién sabía el porqué. Me sorprendí asintiendo con la cabeza junto a él. Yo comprendía y él se dio cuenta. Esbozó una triste sonrisa y se alejó de mí. Enfundó la espada, se aproximó a la mula, a la cual acarició con afecto, y le comenzó a arreglar los arreos mientras, una vez más, le daba conversación. Por mi parte, no volví a hablar en gran parte del trayecto, ni era necesario ni lo creí oportuno.
      Avanzamos siempre recto, con la tenebrosa silueta del castillo del Alquimista como única referencia. El silencio se había erigido como una constante en nuestro viaje. Incluso la mula lo respetaba. Nos deteníamos una vez por día, para poder ingerir algunos alimentos secos del sacerdote y un poco de agua vieja. Aprovechaba yo este momento para tragar uno de los botoncitos aliviadores de dolor. No conseguía apagarlo del todo, sino sólo atenuarlo, hacerlo llevadero. Lo que más fuertemente me molestaba era la cara. Encerrada tras unas vendas, que únicamente eran cambiadas de tanto en tanto, mi rostro gritaba de dolor y escozor a cada segundo. Si hubiera podido habría arrancado las vendas y comenzado a rascarme de inmediato, pero al mínimo gesto de llevar las manos a la cara el sacerdote se acercaba y negaba con la cabeza. El asunto del pie quedaba, aunque sea difícil de entender, en un segundo plano. Había momentos, los más, en que ni tan siquiera pensaba en ello. Mis sentidos me indicaban que el pie seguía en su lugar acostumbrado. Esto ya lo he repetido alguna vez, pero es que no me dejaba de resultar gracioso y extraño, y deseo hacerlo notar. Creedme si afirmo que eran mayores las molestias producidas por las desolladuras de las manos y los rasponazos profundos de codos y rodillas que la misma lesión del pie. Es tan complicado entender los designios del dolor, ¿cómo se dirige para actuar así?
      Cuando la oscuridad variaba de un espeso azul oscuro al negro profundo, deteníamos la marcha y disponíamos un pequeño campamento para descansar y pasar la noche. Comíamos otra ración de carne salada y otro trago de agua, que se hacía realmente insuficiente, y aguardábamos hasta que el sueño se decidía a abordarnos. En la noche era cuando el sacerdote cambiaba las vendas que me cubrían el rostro. Siempre dormía yo en primer lugar, dejando al hombre despierto, pensativo, recogido en sí mismo. En ocasiones me daba la impresión de que rezaba a su dios. Allá donde éste estuviese, juro que nadie deseaba que le prestase la debida atención con mayor ímpetu que yo. Si supiese a quien rezar, no dudo de que le habría acompañado en alguna ocasión. Quizá el dios en cuestión hubiese prestado mayor atención a los rezos de dos que a los de uno. Sé que esto puede parecer una herejía, pues del peor hereje es el insinuar que hay más de un dios que el vuestro en el firmamento, pero no es menos cierto que del peor de los idiotas es el insinuar que existen más mundos que el que pisamos, a los que se puede llegar a través del sueño. Y de quien sabe cuántas formas más. Y por mi madre, a quien me hubiese gustado conocer, que más mundos hay. ¿Cuántos dioses?, ah, eso no lo sabía entonces.
      Tres días de viaje nos llevaron al fin junto al gran lago que rodeaba al terrible castillo. Desde el costado la masa de agua era mucho mayor de lo que me había imaginado. La distancia me había engañado en lo que a proporciones se refiere. Nunca había visto una cantidad de agua tal en un lugar diferente al del mismo mar. ¿Cómo íbamos a llegar al otro lado? En el centro del lago se alzaba la imposible construcción de piedra negra que se perdía allá arriba, más allá de las primeras nubes, casi rasgando el cielo oscuro. Pronto encontramos el modo de llegarnos al otro lado, junto a la entrada de la mole de piedra: una balsa de madera sujeta a una guía de cuerdas estaba flotando, tranquila, a poca distancia de nosotros. El mecanismo de funcionamiento de la balsa era sencillo pero funcional, pues consistía simplemente en una enorme polea que movía la construcción de madera en el sentido adecuado según la cuerda de la que se tirase. Utilizando la cuerda superior, la balsa avanzaba hacia el castillo y cambiando a la inferior se retrocedía de nuevo hacia la orilla. Bueno, ¿esperábamos a alguien? El sacerdote William Bennet dispuso todo aquello que de su mula podría necesitar sobre la superficie de madera del bote. Liberó al animal de sus arreos y se despidió de ella, por mi fe que con tristeza. Me ayudó a llegar a la balsa y comenzó a tirar de la cuerda que nos había de acercar al castillo. Cuando estábamos prácticamente a mitad del camino, nos detuvimos para comer y agotar los dos odres de agua. Todavía quedaba una apreciable cantidad de líquido en ellos, pero ya no nos era necesaria y agradecimos el trago como si del mejor vino se tratase. No la necesitábamos porque en el caso de que el sacerdote venciese en la batalla que iba a librar no le resultaría difícil el llenar los odres con el agua de Espícuro. A mí, en cualquier caso, no me iba a servir de nada. O volvía a mi mundo o perecería allí. Era ya noche cerrada cuando arribamos a un pequeño muelle que servía de embarcadero junto a una gran entrada, formada por una enorme puerta de doble hoja, que era lo único que nos separaba ya del interior del castillo. Ni que decir tiene que las puertas estaban completamente abiertas. Nos aguardaban sin duda.
      El interior de la torre, en estos pisos inferiores, presentaba un mayor deterioro que el ya apreciable de los pisos superiores, los únicos que había podido ver con anterioridad. En aquel gran castillo hubiera podido vivir toda la ciudad de Rávena, toda la cristiandad incluso. El polvo de siglos de abandono aparecía en todas partes, así como grandes telas de araña de unas dimensiones alarmantes. No tenía la menor intención de comprobar el tamaño de sus hacedoras. Un viento frío corría por todo el lugar, desde la puerta hasta alguna desconocida oquedad que le permitía volver a salir a la noche. Estábamos en una sala enorme, tan grande como varios monasterios juntos, que conducía a ningún lugar excepto a unas escaleras y una pequeña habitación que reconocí como la "habitación de bajar" que tanto me había impresionado en mi primera visita. Le hice saber al hombre el descubrimiento de la sala mágica, lugar a donde nos dirigimos una vez que el sacerdote William Bennet hubo dado vida al sorprendente, pero bienvenido, fuego que se alimentaba de la nada. Me indicó que el nombre del prodigio en el que nos disponíamos a subir era "ascensor", supongo que por la lógica capacidad de ascender que dominaba a la perfección. Seguramente se llamaría "descensor" cuando se lo empleaba en sentido inverso, pero aquel no era tiempo de preguntas.
      Nos movíamos con dificultad. El sacerdote me sujetaba del hombro mientras yo mantenía el fuego de modo que nos iluminase como debía. En la espalda se había situado la gran hacha de combate, lo que le ocasionaba grandes problemas para avanzar: transportaba tanto el peso del arma como el mío propio. Eso sin contar con la daga, la espada mágica (de la que yo ignoraba si suponía un peso adicional al esconder en su interior a nuestro ya conocido Guardián Observador), y las enormes pieles que nos cubrían. Compadecí al hombre entonces y aún hoy lo compadezco.
      Poco más hay que contar. Durante la ascensión, la tensión acumulada me produjo un nuevo y constante dolor de cabeza. Las sienes se veían acosadas por un incesante martilleo y el muñón de lo que quedaba de mi pie palpitó a la par. Estaba apoyado en una de las cuatro paredes del aparato (que, después de todo, no era más que una máquina de subir y bajar) y respiraba con dificultad. Descubrí que esos espacios tan reducidos, junto a la tensión y el miedo a que el artilugio dejara de funcionar, dejándonos atrapados, me ocasionaban una sensación de pánico y terror que me oprimía el pecho y golpeaba mi corazón. Otra vez sentí el sudor frío que descubriera por vez primera en aquel mundo. El sacerdote, por su parte, se dejó caer en el suelo e intentó descansar. Había apretado uno de los círculos situados en uno de los costados de la habitación "ascensor" (tras lo cual, el aparato se había decidido a comenzar la subida), y sólo un momento después estaba ya inmerso en el intento de recuperar el resuello. Mucho tiempo después, horas posiblemente, el aparato se detuvo en uno de los pisos que yo ya conocía: el lugar donde se encontraba la terraza del pájaro. Ahora no había pájaro, o eso creía yo, pero el miedo se incrementó de forma incontrolable. Casi estalló cuando resonó en uno de nuestros costados la inconfundible voz del Alquimista.
      —Mi querido y estimado amigo, cuánto tiempo ha pasado desde la última vez. —El sacerdote se volvió bruscamente y estuvo a punto de hacerme caer. Frente a nosotros estaba Espícuro, armado con una espada similar a la del señor William Bennet. En la otra mano sujetaba el medallón rojo que yo tanto necesitaba.
      —Hola Espícuro. ¿Y Adrasto? ¿Dónde se ha escondido ese montón de pelos?
      —No deberías de referirte a él en esos términos, ya sabes que es muy susceptible —murmuró Espícuro sin dejar de sonreír—. Por otro lado, y ahora que lo dices, no sé donde se puede haber metido, pues en cuanto descubrimos que estabas llegando desapareció sin dejar rastro. Ya lo encontraré...
      —Tengo algo que proponerte —Espícuro sonrió.
      —¿No me digas?
      —Sabes bien a qué me refiero. Dale al muchacho el medallón y yo te daré la daga.
      —Señor —éste era yo, por supuesto—, no se la deis. Matadlo y luego tomaré el medallón sin ningún impedimento.
      —¡Ja, ja, ja!, hay que ver, que chico tan despierto —el Alquimista parecía algo más que divertido—. ¿Crees, acaso, conocer los poderes del medallón? ¿Crees que es tan sencillo como todo eso? Si no pactamos, éste precioso medallón rojo desaparecerá ahora mismo y para siempre. No me resultará nada difícil. ¿No me crees? Claro que después tendrías más de una importantísima biblioteca a tu disposición en este castillo, con las fórmulas correctas para la fabricación de otro medallón igual. Dudo que sepas leer pero, ¿tendrías, además, tanto tiempo?, ¿no sientes funcionar ya el veneno en tu interior?, ah, no te preocupes, lo sentirás.
      —Espícuro, te hablo completamente en serio —dijo ceñudo maese William—. La daga por el medallón. Tómalo o déjalo, pero hazlo ahora.
      El Alquimista acentuó la diabólica sonrisa con la que ya nos había recibido y comenzó a pasear por la sala, acercándose a nosotros de forma casi casual.
      —Lo tomo, lo tomo. Por supuesto que sí. Te daré el objeto y tú me darás la daga. Como supongo que no te fías demasiado de mí, yo le daré el medallón al chico en primer lugar. Ya ves que yo sí me fío de ti. Muchacho —me miró con sorna—, ven aquí. Es todo tuyo —dirigí la mirada hacia el sacerdote, quien asintió.
      —Disculpadme, maese Espícuro, mas estoy algo tullido, como bien podréis observar, y agradecería en sumo grado que os acompañaseis a vos mismo junto a mi vera. Problemas de pies. —Dirigió sus ojos hacia mi pie desaparecido, ladeando mínimamente la cabeza al verlo. Pareció dudar, pero no demasiado. Quizá sus reservas se veían motivadas por la poca distancia que le separaría del sacerdote en el momento de recoger la daga, pero fue únicamente un instante de indecisión. Caminó hasta estar a mi lado y puso la mano sobre mi cabeza, revolviéndome mis ya suficientemente revueltos cabellos. Ojalá se hubiese clavado el pedazo de metal que cuidaba yo como el oro y que me servía de improvisada llave cuando llave necesitaba. Después, me tendió la mano del medallón. Era mío, sólo tenía que tomarlo. Y lo tomé. La salvación estaba entre mis dedos. Cerré los ojos, agradeciéndole al dios al cual rezaba entonces, aquel a quien rezáis vosotros, el que finalmente se hubiese acordado de mí, aunque le había costado lo suyo... Tras unos momentos de recogimiento interior, alcé la mirada en busca de los ojos de sacerdote y Alquimista, pero estos estaban ya ocupados observándose el uno al otro.
      —Vete, Juan Bautista. Tiéndete ahí, sobre aquella mesa e intenta dormir. Harías bien en ingerir otro "analgésico", creo que te ayudaría —le miré, reflejando cierta confusión—. Me refiero a los botones blancos para el dolor.
      —¿La daga?
      —Cuando el chico regrese —respondió el sacerdote, a lo que Espícuro reflejó una sonrisa condescendiente.
      —Muy bien, es justo. Cuando el chico desaparezca.

Es cierto que hubiese podido comportarme como un héroe, negándome a partir, negándome a tomar el medallón, negándome a salvar mi preciada vida. Apreciaba lo suficiente a aquel sacerdote como para llegar a plantearme dicha posibilidad, pero no me juzguéis mal por, finalmente, decidirme en sentido contrario. Esto es, decidirme a tomar lo que era mío y seguir mi existencia por donde la había dejado. ¿Es poco honorable? Tened pues en cuenta la edad que me contemplaba entonces, el dolor que me afligía, el terror tantas veces visto cara a cara en aquel mundo. Si aun así no os resultan suficientes las razones que creo justifican mi decisión, enhorabuena: o sois espléndidos caballeros de gallarda apostura o simplemente estáis más locos que los mismos caballeros de antes. Todo lo que tenía era mi vida (bastante maltratada en aquel momento, además), y si por conservarla tenía que dejar a su suerte a un hombre bueno, que por otro lado estaba muerto, pues bien, lo haría. O mejor dicho, lo hice. ¿Remordimientos de conciencia?, todos.
      Me dirigí hacia la gran mesa que maese William Bennet me había indicado, sin mirar atrás, sin dar las gracias. Cuando llegué, y creedme si os digo que es muy difícil caminar cuando resulta que tienes un pie de menos, me senté sobre su superficie y busqué el trozo de tela que guardaba los botoncitos mágicos. Ingerí uno, sintiendo como lentamente se disolvía sobre mi lengua dejando un desagradable sabor en la boca. Ingerí un segundo, por si acaso. A continuación me tendí en la mesa e intenté dormir. Claro que uno no dice "me voy a dormir ahora, pues tengo sueño y me apetece". Es muy complicado, como sin duda vuesas mercedes sabrán entender. Afortunadamente, muchos días de terror, de fatigas, sudores, pánico y demás condimentos habían preparado bien mi espíritu para ese momento. Pasó un tiempo (más o menos largo no lo sé), hasta que sentí cómo iba cayendo hacia las profundidades del sueño. Agarré con fuerza el medallón rojo (mal momento sería éste para que se le ocurriera desaparecer sin mí), y recé. Dije en voz alta "suerte", a lo que sacerdote y Alquimista respondieron al unísono "gracias". Se hizo un tanto ridícula la situación, pero la evidente tensión que se respiraba, que se sentía flotar por derredor, acababa por disipar todo amago de sonrisa.
      Vi, una vez más, cómo mi mente se perdía entre un cúmulo de imágenes reales y paisajes ficticios. Situaciones extrañas, con personas ajenas a mi memoria, mujeres bellas danzando sobre una verde hierba, batallas sorprendentes, repletas de brillos y humo, castillos de cristal que crecían hasta alcanzar una distancia lindante con el cielo. Pronto vi una habitación repleta de camastros, no muy grande pero acogedora. Veinticuatro jóvenes dormían sobre los lechos, veinticuatro más aquel desde el cual veía formarse la situación. Finalmente, o al fin, desperté, tendido en mi cama, nervioso, aturdido y, al comprobar que reconocía al instante el lugar, súbitamente imbuido por una incontenible alegría. Comencé a gritar. Salté de la cama para descubrir que, aparte de un tanto adormecido, mi pie izquierdo estaba situado en el lugar en que le correspondía estar, el lugar que nunca debía haber abandonado. Mis compañeros se vieron arrancados del plácido sueño que los mecía hasta poco antes de regresar de mi pesadilla. Todos se levantaron y me observaron suspicaces. Pensaron que me había vuelto completamente loco, mas respondieron a las preguntas que, incansable, formulé. Supe que no había desaparecido de la cofradía ni un solo día. Aquella noche era la misma que había abandonado el día en que partí hacia el mundo de piedra. Felicidad.

Es momento ya de finalizar mi relato. ¿Quedó algún rastro de mi viaje?, sí. Sobre mi cama descansaba el aparato de hacer fuego que me encontré la primera noche en el castillo de Espícuro. Además, mi cara amaneció cruzada por un gran número de finas cicatrices, circunstancia que sorprendió y asustó a mis camaradas (quienes comenzaron a mirarme con suspicacia y algo de asco). No conozco las razones que motivan el que aparecieran estas cicatrices mientras que mi pie seguía en perfecto estado, al igual que las palmas de mis manos, codos y rodillas, ahora inmaculados. Pronto descubrí que esto no era del todo cierto. Dejando aparte las manos y rodillas, comprobé que no podía apoyar los codos sin sentir una punzada de dolor que no me abandonó hasta tiempo después. Además, y fue en un momento delicado cuando me percaté de tal circunstancia, ya no era capaz de correr ni con la velocidad ni con el sentido de lo que es vertical y horizontal de antes. Simplemente, y para que podáis comprender mis palabras, cuando iniciaba una carrera caía de bruces al suelo sin remedio. Nunca pude recuperar del todo mi antigua rapidez. Del veneno que había de acabar con mi vida de la forma más ignominiosa posible, no quedó ni rastro. Al menos que yo lo sepa. Cierto es que sentí algunas nauseas en los días posteriores a mi regreso a nuestro fantástico mundo, pero es más que posible que fuesen producto de la gran cantidad de luz que me encontré en relación a la que había dejado atrás. Necesité dos días para atreverme a salir a campo abierto sin cubrirme los ojos con las manos.
      Por lo demás, todo volvió a la normalidad. Proseguí con mi prometedora carrera y di fantásticos días de gloria, en forma de fantásticas monedas de oro, a Di Marco, el cual no se percató de los mínimos cambios físicos que se mostraban reflejados ante todo en mi cara. Felipe me indicó que había algo más en mi aspecto que me hacía diferente al Sboda que él conocía, aparte de las obvias cicatrices, y era una sombra intensa en la mirada, una honda preocupación ajena a mi anterior yo, siempre alegre. Además, mi nueva mirada era más penetrante e inquieta, al igual que mi espíritu, fácilmente impresionable desde entonces.
      Un día descubrí que deseaba comenzar a aprender a leer. Se lo hice saber a Di Marco, quien se sintió complacido con mi nuevo deseo. Una mano hábil, si culta, dos veces hábil. En dos años hablaba y escribía el latín con suficiencia, y comencé a alejarme del aspecto físico de mi trabajo para centrarme en uno más intelectual y productivo: el mundo de los timos. Descubrí que incluso era más diestro en este campo que en el anterior, y fui amasando una pequeña fortuna (sí, a espaldas de Di Marco). Un día, a mis dieciocho años, dije adiós a mis compañeros y me hice al mundo, en busca de incautos que aceptasen el desprenderse de sus pertenencias para ir a engrosar las mías. Claro que eso es otra historia.
      El medallón durmió durante todo aquel tiempo en lo más profundo de mi saco, junto a la ropa y otros pequeños secretos. Siempre me pregunte por el fin de la disputa entre Espícuro y William Bennet. Intenté consolarme en la creencia de que el sacerdote era lo suficientemente capaz y poderoso como para vencer en la batalla, pero siempre me asaltaba la duda. Siempre la duda.
      Años después conocí a una joven moza de espléndido aspecto y sorprendente inteligencia, y la hice mi mujer. Era entonces un hombre joven pero rico con ganas de formar familia. Siete hijos tuvimos, de los que sobrevivieron tres, dos niñas y un niño. Mi hijo William. Mi vida transcurrió en una relativa paz, concedida por la evidente cantidad de dinero que poseía y me hacía poderoso en mi castillo y más allá. Marché a la guerra en defensa de mi príncipe y la cristiandad en numerosas ocasiones, regresando más o menos entero de todas ellas gracias a mi habilidad con la espada, arte que había perfeccionado con tesón desde el momento en que regresé de mi extraño viaje, y mi fino sentido de la cobardía, al cual debo sin duda mi vida. Esta fue la vida de Juan Bautista de Basilea hasta hoy en día, en que paso ya mis últimos momentos sobre la tierra.
      ¿Es éste el final?, no, mi paciente lector, ni mucho menos.
      Aquello que en mayor grado alimenta mi mente es la curiosidad. Siempre lo ha sido y gracias doy a los dioses por ello. Un día, casado ya con Felisa y con dos hijas (las primeras, unas preciosas gemelas que murieron a los seis años de viruela), se presentó en mi castillo un enorme guerrero, vestido con una túnica de un azul profundo sacado del mismo océano. Buscaba a un tal "Sboda" y, en su caminar, algún hombre lo había dirigido hasta mi morada. Evidentemente estaba equivocado, pues la persona que él buscaba debía de ser un miserable ladronzuelo de poca monta, pero me rogó que de conocer en alguna ocasión a un hombre pequeño y delgado que tuviese entre sus pertenencias un gran medallón rojo se lo hiciese saber. El modo de hacerlo no era otro sino correr la voz; él se enteraría. Naturalmente, le aseguré que obraría en el sentido indicado, pues un señor de mi categoría siente, por naturaleza y principios, un profundo asco hacia los ladrones. Le invité a cenar en mi castillo y le despedí al amanecer, bien cumplidas las leyes no escritas de la hospitalidad. Y recordé el medallón. No es que hubiese olvidado que existía, sino que había aprendido a convivir con el recuerdo de lo que me sucedió en el pasado por su culpa y, por ese recuerdo, había preferido mantenerlo escondido. A la noche siguiente, y pensando en el peligro que corría haciéndolo, lo tomé y me dormí con él sobre mi pecho.

Cuando llegué al castillo, busqué cualquier presencia animada sin éxito. Descendí hasta la sala donde Espícuro y el sacerdote debieron luchar, y lo hice a pie, pues el ahora "descensor" no funcionaba. Mi pie izquierdo seguía en su lugar, así como el resto de mi cuerpo, de lo que me alegré mucho, la verdad. La sala en cuestión estaba tan desierta como el resto del castillo, repleta de polvo y telarañas. En el suelo, junto a una mesa rota, había una enorme hacha de combate y una espada rota. Ambas armas me eran más que familiares. A cierta distancia había otra espada y una daga de cobre. Todas las armas presentaban un lamentable grado de conservación. Habían también dos restos de trajes y ropa completamente rígidos. Al tocarlos se deshicieron sin remedio. Los dos hombres habían perecido en la confrontación. Aparentemente, hacía miles de años. Deambulé después por el castillo, sin rumbo fijo pero con una idea clara en mi mente que no quise reconocer en principio. Buscaba la biblioteca. La encontré el cuarto día, o al menos, encontré una de ellas, pues descubrí años después que el número real ascendía a nueve bibliotecas de gran tamaño y dieciocho estudios menores. Permanecí más de doscientos años estudiando sus libros, sin envejecer prácticamente mientras allí estaba. Sí, corría el tiempo, pero de forma muy diferente: cada cincuenta o sesenta años yo debía envejecer uno, puede que menos. De vez en cuando regresaba a mi mundo real, con objeto de cuidar de mi familia y posesiones, pero estas visitas eran cada vez más esporádicas. Siempre regresaba en la misma noche en que partía, resultando así mis viajes prácticamente inadvertidos, excepto para mi mujer, que no era del todo tonta y sentía que algo me pasaba en las noches. No hablamos nunca de ello.
      Obviamente en todo aquel tiempo aprendí muchas cosas, ante todo el arte de la invocación y conjuración; un verdadero arte, como el del hurto en mi juventud. Un día, después de doscientos años, se me apareció el espíritu del legítimo poseedor del castillo, Dryck, el sumo sacerdote. Me tomó como aprendiz y lo fui durante algún tiempo. Después desapareció, supongo que porque nada más tenía que enseñarme. Invoqué a Adrasto, el demonio, y lo destruí. Lo volví a invocar y lo destruí de nuevo. Así hice durante un tiempo. Después le permití el permanecer junto a mí como esclavo, cosa que le agradó, pues estaba un poco ahíto de que le convirtiese en restos humeantes casi a diario.
      Conocí la verdad acerca de los Dioses. De quienes eran los verdaderos. De quienes eran los poderosos. De quienes ofrecían poder a cambio de favores, de quienes a cambio de servicios, de quienes a cambio de rezos. Acepté como mi dios a WAEZSEI el Poderoso, el malvado, el guerrero, o tal vez yo fui el aceptado. Era el dios a quien servía Dryck, y a quien Espícuro había rehuido siempre. Adrasto le rendía tanta servidumbre como a mí, y no era poca.
      Después, comencé a viajar, gracias al medallón primero y sin su auxilio después, por otros mundos "más allá del sueño", como una vez dije en el pasado. Algunos casi me destruyen por su propia naturaleza y otros me recibieron con odio. En uno de mis viajes perdí el ojo derecho y, a diferencia de mi pie, nunca más regresó a su cuenca vacía. No faltaron los paisajes idílicos y los mundos en los que mis hechizos y conjuraciones, así como las invocaciones, no funcionaban. O funcionaban mal. He perdido ya el sentido del tiempo real, sólo sé que en el mundo donde nací "he llegado a contar, a lo largo de mis días, el correr de 77 años...". Podría multiplicarse esta cantidad por cien y aún me quedaría lejos de la cifra real. Quizá por diez mil. O tal vez, tras estas multiplicaciones, sobrepasaría en mucho la edad cierta, pues en algunos mundos el tiempo corría de forma inversa a como lo hacía en Deibirié, el país de la Piedra Negra. No lo sé, pero pese a todo es mucho tiempo. Mi cuerpo ya no me permite demasiadas alegrías y, pese a que podría renovarlo o cambiarlo por otro mejor, pues conozco y domino los métodos adecuados para hacerlo, encuentro que ya es tiempo de partir junto a WAEZSEI para recibir el castigo justo por su ayuda, para servirle como merece, como un esclavo humilde y agradecido. Y, junto a él, rendir pleitesía a Nuestra Señora, la Madre de todos nosotros, la Madre y Ama de WAEZSEI y sus hermanos. Ha recibido tantos nombres de la mano del hombre que nunca acabaría de enumerarlos, mas yo la rezo a través de uno de los nombres que le dieron los antiguos asirios, "Taauth la Terrible", pues he descubierto que gustan más de las denominaciones de este sabio pueblo que de las recibidas por otras civilizaciones antes y después. Por supuesto que tan solo su verdadero nombre puede ser utilizado para invocarla con éxito, aunque hacer tal cosa sería una locura, pero ese nombre es secreto y no lo puedo revelar. Pronto haré mi último viaje. Lo haré en mi mundo, junto a mi esposa, mis tres hijos y diecisiete nietos. Legaré el medallón a William, así como este relato, él sabrá que hacer con ello.

Unas últimas palabras. Hace unos diez años, en el tiempo del mundo de piedra, sentí una extraña sensación de temor que nunca antes había sentido. Envié a uno de mis criados alados a inspeccionar el exterior y a Adrasto a buscar entre las fronteras intangibles de los diferentes mundos. A mucha distancia de mi castillo, pues ahora es tan mío como una vez lo fue de Espícuro, uno de mis esclavos pudo ver la pequeña figura de un hombre y una mula, caminando lentamente hacia aquí. El hombre está armado con una enorme hacha, un espada y una daga de cobre, y es moreno, con barba negra salpicada de mechones grises, y cruzado por una enorme cicatriz que le llega desde la mitad de la ceja derecha hasta la cabeza, cerca ya del cogote. Viste completamente de negro, aunque se cubre con un gran abrigo marrón que le salvaguarda del frío. Tras diez años todavía no ha llegado, es esta una peligrosa Tierra; mas se encuentra cerca ya del castillo. Le recibiré con respeto, curiosidad y alegría. Tengo mucho que hablar con el sacerdote William Bennet. Después, intentará destruirme por mis maldades e iniquidades. Soy hijo de WAEZSEI y quizá merezco la muerte.

Vale.

Sboda. En el año 4053 después del Cataclismo."


Víctor Manuel Ánchel Estebas

Víctor Manuel Ánchel Estebas es español. Nació el 29 de diciembre de 1973. Es músico, oboista, y toca en la primera orquesta de su país: la Orquesta Nacional de España (con ella vino a Buenos Aires y tocó en el Teatro Colón). Además es profesor de oboe en la Escuela Superior de Música "Reina Sofía", de Madrid, que pasa por ser la más prestigiosa escuela de música de España. Dice ser un lector enfermizo, con especial predilección por la literatura fantástica y la ciencia ficción, y está orgulloso de su biblioteca (con muchos libros descatalogados, como la obra completa de Fritz Leiber o Moorcock). Los libros viejos son otra de sus pasiones. Se confiesa rendido admirador de "o Rei" Quevedo.
Teniendo en cuenta ese amor por los libros y sus maravillosas realidades alternativas, no es difícil entender que acabase por escribir. Lo hizo a los 15 años, con un relato corto del cual guarda un buen recuerdo. A partir de entonces no ha dejado de aporrear las teclas de sus diferentes ordenadores. Además, es un buen "vampirólogo": colecciona todos los libros de vampiros que puede encontrar, y tiene un incunable del siglo XVIII del "Traité sur les apparitions des esprits et sur les vampires où les revenans de Hongrie, de Moravie, etc.", del padre Dom Augustin Calmet, que le costó dos sueldos...
Fue premiado recientemente en el Concurso Axxón, Mundos Diferentes, por la novela de Fantasía que acaban de leer: Más Allá del Sueño: El Medallón. En el número 112 de Axxón los lectores podrán encontrar un relato de su serie "Más allá del sueño" y otro más, fuera de esta serie, en el número 113 de Axxón.




Ilustrado por Valeria Uccelli
Axxón 116 - Julio de 2002

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