BRUCE EN LA CASETERA
Pablo J. Muñoz

Mariano Necochea se convirtió, durante esa jornada, en héroe. Su uniforme militar adquirió el aroma a pólvora y sangre reseca, licuado producido por el enfrentamiento.
      —Hey, te estoy hablando.
      —No seas tonto. ¿Qué querés? ¿Que te conteste? Si apenas tiene noventa días —repuso la madre del niño, irónicamente. Pero él, embobado padre primerizo, siguió jugueteando con el pequeño ser, todo ojos y asombro frente al mundo.

La lucha, el ejemplo del coraje y la estupidez humana, pasó a la historia, léase a los libros de texto y al mármol como la batalla de Junín. Necochea se ganó un lugar en el diccionario.

A las seis de la mañana, Papá dormido se levantó a preparar el desayuno. El primer día de su escuela Nicolás, y su madre, volando de fiebre. Seguro una gripe.

Balneario. Treinta mil trescientos noventa y tres habitantes según un acartonado censo. Pequeña ciudad, pujante en fecha estival. Playas hermosas, aguas verdes. Bosques de árboles castaño claros, con tintes rojizos. Largos y delgados. Necochea...
      —Este año pienso veranear en...
      —¡Shhhh, callate! —interrumpió el padre. Nicolás lo miró con rabia. ¿No veía que estaba hablando con Giselle?
      El locutor que se metía por la TV parecía un muerto...

Se revolvió entre las sábanas. La enferma luz del velador le apuntó directo a los ojos entrecerrados. Realizando un esfuerzo considerable, contando con la herida debajo de las costillas, manoteó el despertador colocado sobre el cajón de manzanas, que cumplía la función de mesa de luz. Seis y media. Debía ser de día afuera. Intentó volver a dormir, por lo menos hasta las ocho, hora en que se levantaba Marisol. Ocho en punto, día a día, el desayuno compuesto de galletitas mohosas y manteca rancia. El café, infaltable complemento, había sido reemplazado por los pocos saquitos de té que quedaban en toda la casa. ¿Cuánto hacía que el tarro de café molido había tocado fondo? Días.
      Nico volvió a abrir los ojos. La amarillenta luz del velador le permitió observar el cuarto en penumbras, las paredes cubiertas de posters y, en una esquina del cuarto, el estéreo.
      Se sentó al borde de la cama, con su pie izquierdo tanteó el piso de cemento buscando las zapatillas. Al fin las encontró debajo de la cama. Tocó las sábanas celestes, húmedas, pegajosas. Debía haber sudado mucho durante la noche ¿qué otra cosa se podría esperar? Debían hacer alrededor de cuarenta grados, como mínimo, dentro del cuarto.
      Decidió prepararse por sí mismo el desayuno, luego se lo llevaría a Marisol y al Tano.
      Pasó por la puerta que daba al baño y recién ahí notó que su pantalón piyama también estaba pegoteado. No era sudor. Aunque no recordaba con claridad lo que había soñado la noche anterior, seguro había sido un tanto excitante. Se rascó la barba de tres días. El Tano se iba a enojar al ver cuanto había crecido. Decidió afeitársela.
      Manteca rancia, sacó una buena cantidad con el cuchillo, luego la untó en la galletita. Tenía gran variedad, la suficiente como para pa— sar el resto del verano, aunque no el otoño. Después verían.
      La tetera lo terminó de despertar, se sirvió el té caliente, hirviendo. Entre galleta y galleta encendió el doble casetera. Por lo menos seguía con vida, música. Aunque la cinta no era muy buena. Nico recordó que en su casa de Buenos Aires le esperaba el compact, ¡qué sonido!
      Casi las siete, Nico guardó la manteca en la heladera y fue a la pieza a ponerse una camisa y jean. Pasó al lado de Marisol. Dormía sobre un vetusto sofá de principios de siglo. Casi cien años y seguía aguantando. Nico detuvo su vista en el rostro rosado de la chica. Verdaderamente hermoso.
      Por debajo de la lona que servía de manta se marcaban las curvas que delineaban su cuerpo. Nico nunca había tenido una chica como ella. En cierta forma ahora tampoco la tenía. Marisol era independiente, no le pertenecía a nadie.
      Marisol pareció darse cuenta de que alguien la estaba mirando y se incorporó de un salto.
      —¡Boludo! —le gritó a Nico—. Me asustaste.
      Asustarte. ¿Quién podía ser sino el Tano o yo? Nadie más estaba en Necochea este verano.
      —Perdoná...
      —¿Qué hora es, Nico? —preguntó Marisol mientras se incorporaba. La camiseta naranja se le pegaba al cuerpo como una segunda piel, también ella estaba sudada.
      —Son casi las siete.
      —¿Las siete? ¿Desde cuándo te levantás tan temprano? —Marisol le habló con tono agresivo. Esa actitud la había tomado, y asumido, desde que se había enterado lo que pasaba con el Tano. Nico la comprendía, la única mina en kilómetros cuadrados y debía pasar quien sabe cuánto tiempo con dos gays. A él le ofendía esa palabra. "¡Mierda!". ¿Por qué la pronunciaba con tanto odio? No podía culparla, a él mismo le asqueaba la situación. El Tano tenía la culpa de todo. Suya había sido la idea de ir a esa casa en Necochea. Nico (pensaba él mismo) no tenía ninguna culpa. Todo el mundo había cambiado después del día Rojo. ¿Qué valores podían sobrevivir a la radiación?
      ¿Qué podía hacer él? Sólo tenía veintidós. Toda una vida sin nada, vacía. Nunca más una familia, un trabajo, una mujer.
      Esa primavera había aguantado estoicamente. Sólo una vez en todo diciembre había sentido la necesidad de masturbarse. ¿Qué había pasado?
      —Me levanté porque estaba muerto de calor —dijo Nico.
      —Cierto, tenés razón —contestó Marisol mientras se despegaba la camiseta adherida por el sudor—. Me voy a dar un baño antes de desayunar.
      —Buena idea, creo que también me voy a dar uno. Con la poca agua que queda.
      Marisol se le quedó mirando fijo. Al fin le volvió a hablar, con el mismo tono agresivo de hacía unos momentos.
      —¿Querés bañarte conmigo? ¿O te da asco?
      Nico bajó la vista.
      —Vení, ¿o le debés fidelidad al Tano? —Marisol se quitó la camiseta delante de Nico, entró en la bañera. Nico la siguió con la mirada.
      —Pobre nene, Marisol es mala con él —entonó la chica mientras comenzaba a arrojarse la escasa agua que contenía el bidón—. Es mejor que vaya a que lo consuele su macho.
      Sos una basura, pensó Nico. Ella bien sabía que él nunca había renunciado a su virilidad, al rol de hombre. Creía, quería creerlo, que esa relación no lo degradaba de su carácter masculino. Creía... Recordó ¿qué podía saber él que pronto aparecería una chica, venida del desierto de muerte? Tevé muerta, gente muerta. Una noche de verano, el Tano lo tomó por el hombro.

Nico se estremeció. Los dos meses y pico que había convivido con el Tano le habían bastado para sospechar su secreto.
      Esa noche, el Tano no pronunció palabra alguna, ni surgió ningún hilo de conversación tendido por Nico. Sólo cenaban, el único ruido, el entrechocar de tenedor y cuchillo. Conservas, dos latas de Coca para tomar, las últimas.
      Cuando el Tano le puso la mano en el hombro, Nico sintió un escalofrío en la nuca. Había sido la noche más larga de su vida. Acostado junto al Tano, no pudo conciliar el sueño. Quiso una y cien veces convencerse de que él seguía siendo hombre. Otras tantas de que todo había sido un sueño o producto de una indigestión. Siguió sin poder dormir. Continuó mirando el techo, lejano, oscuro, con un cigarrillo entre los dedos, intentando no pensar. Lloró, lloró por este nuevo mundo que tenía por delante. Lloró por el pasado. Tanta ley, tanto pensamiento, todo enterrado por el día Rojo.
      Marisol apagó la "ducha". El agua corriente era cosa del pasado. La "ducha", el bidón con agua y embudo en su boca. Agua. Habían llegado los tres a la conclusión de que el agua se les acabaría. Racionándola o no. Muerte en otoño o en el fin del verano. ¿Qué más da?
      Dejó el bidón medio vacío junto a la bañera. El bidón llenado con agua radioactiva. Veneno residual.
      "Bruce y su banda de la calle E". Uno de los pocos casetes que no lo cansaban. Así y todo debía ser la vigésima vez que lo pasaba en el doble casetera en lo que iba de la semana. Tomó entre los dedos la birome azul que usaba el Tano para escribir un compendio de estupideces. En Navidad se le habían acabado los Marlboro. La birome no se fumaba, pero mantenía sus dedos nerviosos con algo para entretenerse.
      —Grande, Boss —dijo por lo bajo.
      Seguro que en estos momentos debés haber cagado como media humanidad, ¿no? Pensó Nico. El Boss siguió desgranando "Nacido para correr". Correr. Nico deseaba con toda su alma abrir la ventana de la casa de verano y correr. Hacerlo sin frenar, hasta llegar a la playa y revolcarse en la arena.
      El típico ruido alertó a Nico de que la cinta se había acabado. Mierda, la oiría por vigésima primera vez. Marisol salió del cuarto de baño con la toalla verde cubriendo su cuerpo. Nico se alejó de la sala donde estaba el estéreo. Al pasar junto a la chica, la miró de reojo, pero no le dijo nada ni se detuvo. Entró en la pieza que le pertenecía al Tano, en otros tiempos el garage de la casa.
      Se sentó a los pies de la cama. El Tano yacía tranquilamente durmiendo, ajeno al calor, a la podredumbre, a la pesadilla. Verdaderamente parece que el Tano está veraneando como cualquier otro año, concluyó.
      Excepto el zumbido del ventilador y un circunstancial casete, ningún ruido jodía la paz enfermiza del refugio. Pero algo comenzó a oirse en esos momentos: un gruñido. ¿Marisol protestando?
      No, no era Marisol. La chica entró en la pieza, sin ocultar el asco que le daba ver el cuadro del fiel amante sentado junto al lecho de su durmiente pareja. Muy romántico, se dijo Marisol.
      —Decile a tu hombre que se deje de roncar.
      —¿Roncar?
      —¿No ves que...?
      Nico no necesitó responder. El Tano dormía profundamente, pero no roncaba.
      —Nico —la voz de Marisol pareció menos segura que un momento atrás—. Viene del comedor.
      Nico tomó la delantera, el ruido iba in crescendo. Del apuro, Nico se llevó por delante el vetusto sillón del comedor. Marisol lo alcanzó enseguida. El ruido indiscutiblemente venía de ese lugar de la casa.
      Si uno observaba el exterior, cosa improbable, podía llegar a esperar que se abrieran los cielos y descendieran ángeles de púrpuras túnicas; Nico y Marisol se hubieran extrañado mucho menos que con ese ruido... ¿Cuántas veces lo habían oído? Cientos. Pero ese verano había pensado que jamás volverían a oír la voz de un locutor por la radio.
      Él mismo, comprobó Nico, había tocado por accidente el dial de la radio en vez de apagar el equipo.
      En el rostro de Marisol no quedaban rastros de enojo, acostumbrado estado de ánimo en los últimos días. Sólo se notaba su asombro y desconcierto. Hasta esa mañana todo lo que quedaba del otro lado de los muros de la casa significaba rostizamiento y gusanos. Pero ahí estaba la voz ronca desafiando la muerte.
      La voz seguía hablando, pero por más que Marisol y Nico intentaran entender no pudieron hacerlo. Siquiera extraer un par de palabras sueltas de toda esa vorágine de palabras y frases confusas, distorsionadas por la estática.
      Marisol se incorporó, se frotó los ojos, dueños de bolsas color lila —demasiadas para su corta edad—, y se alejó de la sala dejándolo a Nico, solo, junto al estéreo.

El año había comenzado mal, el brindis del treinta y uno Nico lo realizó con el Tano y un vaso de agua. Apenas doce meses atrás brindaba con la familia, sidra fresca y pan dulce. Poco a poco su mente comenzó a aceptar lo del Tano. Hasta que pasó.
      El ruido de un coche acercándose sobresaltó a ambos. El Tano, con más curiosidad que miedo, se animó a asomarse al exterior. El viejo torino había chocado contra la cerca que rodeaba la casa. Nico recordó paso por paso lo que sucedió después. El Tano desapareció por un instante, enseguida volvió a entrar llevando entre sus brazos a una chica. No pasaba los dieciocho. Tenía un a cara perfecta, lástima el corte en la ceja que sangraba tanto.

Marisol, como todos los días, tomó un libro de la biblioteca y se puso a leer. El Tano por su parte se dedicó toda la tarde a jugar con la Commodore.
      PICK... PICK... TOUUUP. Los bichos de Marte derribaron su nave. Le quedaban dos vidas más. A menos que superara los quince mil puntos. PICK... PICK... CLARK.
      Diez mil. A lo mejor le ganaba a la maldita ciento veintiocho.
      Nico permanecía frente al estéreo. El ruido gutural seguía oyéndose, fuerte, desesperado, casi se podía jurar que era una voz humana intentando hablar. Sólo que la interferencia seguía impidiendo descifrar lo que decía. Y ya habían pasado varias horas desde el inicio de la sorprendente transmisión.
      Algo. Nico creyó captar una palabra coherente. Dos. Si su mente no se le había secado mucho por el abrazo del sol asesino de ese verano, el estéreo había escupido un "por favor", un "contestar al...". Pero el PICK... PICK... TOUUUP no ayudaba para nada. Se sumaba a la interferencia, pareja, asfixiante, y apagaba la voz del locutor. El locutor, porque era una voz masculina.
      Nico creyó estar enloqueciendo. Donde él oía un locutor, sólo se emitía un sonido gutural, agresivo, ininteligible.
      PICK... PICK... CLARK.
      —¡Boludo! ¡Te podés dejar de joder con esa Commodore!
      Pocas veces Nico se enojaba de tal forma. Pero algo le decía que el estéreo le podía ayudar. Que esa voz podía dar un nuevo aliciente para vivir el verano de Necochea.

Marisol.
      Dieciocho años.
      Recuperó la conciencia en poco tiempo, y en menos aún explicó su vida y obra al reducido auditorio que representaban unos asombrados Tano y Nico. No esperaban ver a nadie más con vida. Después de la Roja Primavera.
      La chica pareció simpatizar con Nico, casi enseguida.
      La noche estrellada devolvió un manto de olvido sobre la charla furtiva del Tano y Nico.
      —No quiero presionarla. Va a ser mejor para ella que terminemos lo nuestro —murmuró Nico. Y abrigó la esperanza de un sí por contestación.
      El Tano puso mala cara.
      —Aunque sea por un tiempo, para que ella lo entienda.
      —¿Qué carajo tiene que entender? —el Tano parecía enojado. Demasiado, lo suficiente para elevar su voz y ser escuchado por Marisol, que intentaba dormir. Su primera noche en Necochea.
      —Para ella va a ser difícil convivir con dos...
      —¿Maricas? —acotó el Tano—. ¿Para ella o para vos? Te gusta la putita ¿no?
      Nico se le quedó mirando, sorprendido. No tanto por el enojo del Tano, producto de los celos, sino por la acusación. Sí, le gustaba la chica. Era hermosa, después de todo él era un hombre. Si ella hubiera aparecido un tiempo atrás. Mierda. Quería borrarlo todo. Matar al Tano y con él al pecado que lo angustiaba. Pero algo se lo impedía. Una voz constante que no le dejaba abandonarlo.

La luz titiló hasta apagarse.
      Otra bombita menos. Habría que bancarse la luz del farol en el comedor. ¿De qué servía un equipo generador de energía propio si no había bombitas? Nico se dio de cabeza contra la pared, la materia encefálica realizó por una décima de segundo una danza epiléptica. Volvió a sentarse en el suelo, ahora con los ojos bien abiertos, se había quedado dormido. Era tarde, pero aún seguían los gruñidos, el aullido de la doble casetera. ¿Cuándo iba a terminar esa sucesión de quejas inconexas, de gritos de mudo? Largó la birome con la que había jugueteado todo el día. Su mano suave, joven, con manchas, se dirigió al equipo.
      Apagarlo. Terminar con ese rito estúpido. La letanía del mogólico. No llegó a apagar el estéreo. Su mano, propia, tan propia, lo horrorizó. Las manchas de tono amarillento. El cáncer de piel crecía. Lo único que cobraba vida ese verano.
      Nunca se hablaba del cáncer en la casa. Todos lo padecerían tarde o temprano. A menos que la comida se terminara antes.
      Cosquilleo. Ultimamente no sentía la mano, lejana, doblemente forastera. Pero allí la sintió. Lo sintió. El Ser Comedor de Células reptando, tejido epitelial, células, alimento y camino. La implosión de la Vida en su cuerpo.

—¡No!
      La mano de la chica buscó el cierre del jean.
      —No.
      Las palabras de Nico se ahogaron, boca, labios, saliva.
      Escena cortada, volvía a sentir el calor abrasador en su vientre y le daba la bienvenida. Deseaba nuevamente sentirlo, sentirse vivo. Dolor. Placer. Semánticamente opuestos, prácticamente complementados.
      El Tano entró en la pieza de Marisol.
      El cuchillo oxidado se destacaba en su mano.
      Nico saltó de la cama deshecha.
      —¿Qué carajo estás haciendo?
      Miedo en la voz. El Tano está loco.
      —Dejá a esa puta.
      Miedo, sudor frío. Promete por miedo, ¿por miedo? Nunca lo supo. —Nunca más Tano, perdoname. Te lo prometo Tano —su voz se entrecorta. Flaquea. Un hilo lastimoso.
      El cuchillo se clava en la puerta del placard.
      Esa vez Marisol se enteró de la verdad.

—¡Papá!
      Marisol grita como una nena. Momentos en que no supera los seis años. Se abraza al estéreo. Apoya su rostro mojado en lágrimas contra el parlante. La radio es su hogar. Unirse. Papá, mamá, pareja, amigos. Instinto gregario que soportó hasta el día Rojo.
      —Pa... —Marisol mira a un Nico asombrado, con los ojos llorosos. Tan brillantes como si estuvieran atacados por la fiebre.
      —Sol, ¿qué te pasa? —Nico, con temor, le acariciaba la cabeza. Con temor intenta consolar a la nena, no ya a esa adolescente resentida y amarga. A la niña con miedo. Se despertó asustada, papá no estaba al lado de su cama.
      —¿Dónde está papá? Nico —ni siquiera puede hablar, se atraganta—. No estoy loca —le separa la mano, no con desdén, con ansiedad—. Nico, es la voz de papá.
      l mira el estéreo. ¿La voz de qué papá? Si los gruñidos...
      No más gruñidos, la voz angustiada pide despertar.
      "Donde... Transmite Radio Omega —Omega, la última letra griega, la última emisora de la tragedia griega—. Estoy vivo... Deseo comunicarme... Llámenme... ".
      Comunicarme. Llámenme, voz ronca, parece más un maniático que un hombre desesperado. Si no hubiera pasado la Primavera Roja, hubiera creído que un demente había copado la emisora.
      —Llámenme al 0240 58... —Llamen. Un teléfono. ¿Cuánto haría que estaba esperando al lado del tubo? ¿Solamente ellos podían intentar comunicarse? ¿Nadie más?
      —No es papá —concluyó tristemente Marisol. Parece que finalmente despertó del sueño febril. Su rostro joven aunque ojeroso, marcada su parte izquierda por la almohada, regalo del sueño, tomó un cariz blanquecino. Lechoso. Extraño.
      No tiene rastros de sangre esa cara. Sangre es vida. Vida es su padre. Nico volvió a acariciarla, sus dedos amarillentos jugaron con el ensortijado, engrasado, cabello.
      —Creí —la voz es un susurro—. Parecía la voz de papá. ¡Fui una boluda! —la mujer se enoja con la nena. La nena despertó. El adulto rechaza los miedos y sentimientos infantiles.
      —Todo pasó —susurra Nico.
      Marisol acomoda su cabeza en el hombro de Nico.
      —Abrazame —pide.
      Nico lo hace. ¿Cómo negarse?
      Marisol, cuerpo de mujer, llora como una niña.
      La radio de fondo.

Se reitera el pedido.
      Igual, con la misma desesperación.
      Demasiado igual, es una grabación.
      Es posible que el tipo se haya descerrajado un tiro hace tiempo.
      Marisol volvió a dormirse.
      El Tano es mudo testigo de la escena. Nico lo mira, ve la ira en esos ojos oscuros, negros, malignos. Con su propia mirada, le pide, ruega, que no haga un drama precisamente allí. Cuando la nena está descansando.
      Portazo. El Tano se encerró en su habitación, con llave. Nico deja a Marisol en su propia cama. No tiene ganas de dormir esa noche, por el contrario, vuelve al living y toma el teléfono. Disca, hacía mucho que había dejado de discar. La mayoría de las líneas estaban cortadas y, aparte, no queda nadie que pueda contestar del otro lado. Salvo el tipo Omega.
      0240 5846.
      Llama.
      Preeen... preeen.
      Nico se sobresalta, un frío viento recorre su piel. Meses sin oír ese sonido antes tan común, vulgar. Al comienzo del verano había llamado días y días sin parar, descansando sólo un par de horas, todos los números que encontró en la guía. Llamó hasta enloquecer, llamó hasta asquearse del llanto y la amargura. Todos los números de la guía. Todos vacíos, faltos de vida. Siempre en silencio, salvo esta vez. Preeen.
      Preeen... Hermoso. Agua de vida. Siguió oyéndolo un buen rato. Dios, no, pensó. Miró, angustiado. El hermoso preeen siguió sonando en el living. ¿Qué esperaba?
      Nadie podía levantar el tubo del otro lado.
      Dejó el auricular al lado del teléfono.
      Preeeen...
      Lentamente hunde la cara en sus manos, y se dispone a esperar el amanecer. Ese amanecer vedado por las ventanas tapiadas, cueva de los hombrecitos miedosos como ratas. Agazapados, protegidos en el refugio.
      La llamada se prolongó toda la noche.

La pantalla del tevé color mostró una imagen saturada de azul. Sony Crocket incautando un cargamento de estupefacientes. Pasta, dólares. El día Rojo había sido más efectivo que la división del vicio.
      Nico apagó el trendset. Lentamente, siguiendo el ritual pagano, el video casete salió del grabador. Las tres películas que había en la casa habían sido vistas por Nico una centena de veces. Mierda, pensó. Cuánto daría por ir al cine. Antes, cuando Marisol no había llegado, el Tano se sentaba frente a él y parloteaban sobre la primavera tan especial y sus consecuencias. Momentos en que la pesadilla recién nacía, momentos en que en los que la tragedia revestía un misticismo y cierto patético encanto.
      —Los misiles nunca llegaron aquí, al cono sur. En realidad —comenzó a recitar el Tano— ellos no tiraron más que una mínima cantidad, creo.
      Creo. No sabés nada, pero me jodés con tu monólogo, pensó Nico. Está anocheciendo. Hace dos semanas que la casa de veraneo es el refugio, el bastión contra los bichos radioactivos.
      —Acá llegó la radiación ¿entendés? No vamos a morir desintegrados, volados. Nos va a matar el cáncer u otra yerba.
      Qué bueno, me quedo más tranquilo. Nico encendió un cigarrillo, la perorata parecía que iba a extenderse más de lo normal.
      —¿Sabés lo que me preocupa?
      Siempre el Tano incluía en la disertación a su compañero, aunque Nico no prestara la más mínima atención.
      —... el famoso invierno nuclear. No se dio del todo. Las tierras deben de estar muertas, pero el cielo... no está cubierto por la ceniza, el sol sigue quemando. Hasta demasiado.
      Nico sigue oyendo lo que dice el Tano, pero intercala en su mente las imágenes del anterior veraneo. También en Necochea. El sol quemaba. Pero no rostizaba.
      —De vez en cuando llueven cenizas, pero creo que las bombas produjeron una disminución significativa de la capa de...
      El sol alumbraba, recordó Nico. Lentamente una sonrisa comenzó a vislumbrarse en su cara. Buen veraneo había sido el último. Las cenizas del cigarrillo cayendo sobre su mano, levemente, quemándolo, lo volvieron a la realidad.
      —...ozono. Por eso los rayos son tan intensos. Nada los detiene, fijate que el...

Nico nunca pudo entender cuál era la razón para que al Tano le interesaran todos los porqués de las cosas.
      Era más importante la solución aunque en este caso no la había.
      El Tano se sentó en el suelo, junto a las piernas de Nico. Su rostro parecía más sombrío que lo normal.
      —¿Te gusta la puta?
      Sorpresa. Todavía seguía con ese tema.
      —¿Te excita o no? —atacó el Tano.
      —No quiero hablar de eso.
      —Yo sí —el Tano estaba en uno de sus malos momentos. Seguro había acumulado toda la carga de celos producidos por la escena anterior. Marisol descansando en los brazos de Nico. Y ahora había estallado.
      —No quiero hablar de eso.
      —¿No?... ¿Y por qué? No sos el único en esta casa.
      —Ya sé, está Marisol —dijo Nico cortadamente.
      —Me refería a mí... sabés que...
      —Sé que tenés unos celos de la gran puta. —Nico se estaba enojando también—. ¿O no?
      El Tano se incorporó. Comenzó a caminar rodeando el sillón donde estaba sentado Nico.
      —Nicolás, es ella o yo.
      El Tano estaba diciendo incoherencias.
      —¿Qué pensás hacer con Marisol? ¿Tirarla a la basura?
      —Como vino se puede ir —el Tano no era el mismo. ¿Qué había muerto dentro de él? ¿Se olvidaba de que había arriesgado su vida no hacía mucho tiempo, saliendo al exterior, para entrar a la chica herida?
      —Afuera no se puede vivir.
      —Acá adentro tampoco —repuso el Tano.
      El reloj de la pared voló pasando cerca de la cabeza de Nico, y terminó su carrera estrellándose contra el modular.
      —Tano, cortala, ¿por qué no rompés la radio y así nos jodemos todavía un poco más? ¿Eh?
      —Se terminó, Nico.
      El resto del día el Tano desapareció, Nico supuso que se había encerrado en el altillo.

—¿Está enojado? —Marisol parecía haber perdido un poco el tono hiriente que la caracterizaba.
      Nico, sin mirarla, le contestó:
      —Se le va a pasar.
      —¿Y si no?
      —Yo qué sé —Nico mantenía fija la vista en las piezas sueltas del reloj estrellado. Nunca había sido bueno para las reparaciones pero era uno de los dos únicos relojes en toda la casa que andaban bien. Hasta el enojo del Tano.
      El reloj, la hora, el único contacto con el pasado caliente, reciente, añorado.
      —No me pienso ir —Marisol lo dijo con tono firme.
      Irse era morir en el exterior.

Es de madrugada.
      El reloj, arreglado por Nico, marca las cuatro.
      Sábanas pegoteadas, la superficie blanca se adhiere como una segunda piel al cuerpo sudado de Nico. Una sobrepiel que tapa todos los poros, absorbe el sudor, pero no deja pasar el aire. El mínimo aire vital para respirar en esa noche de casi cuarenta y cinco grados. Un aire enviciado, contaminado, mínimamente aliviado por los extractores. El aire putrefacto de meses de encierro. El aire de vida que choca con el exterior envenenado.
      —¡Basta...! —el grito, la súplica estalla en sus oídos.
      Nico, aturdido por el grito extraño y por la noche abrasadora, se pone de pie no sin cierta dificultad. El pedido se repite, viene del sofá donde duerme Marisol.
      Marisol es una estatua viva.
      Perfecta, hermosa, sangrante.
      Todo el cuadro se presenta en fracciones de segundo en la retina de Nico.
      Marisol, diosa mártir sangrando, un Tano enloquecido golpeándola brutalmente.
      Putaaa... Insultándola. Puta... Grita el asesino. La diosa gime.
      La siguiente trompada dio directamente en el rostro de Nico, que se interpuso rápidamente entre el loco y Marisol. El Tano se quedó congelado. La sangre brotando del labio de Nico. El pobre niño seducido por la diosa.
      —Tano, pará... La vas a matar —Nico golpea con todas sus fuerzas al hombretón.
      Nunca más grande, nunca más bestia. Tan dócil y débil en las noches... El Tano se retira, pero antes mira su obra.
      La diosa niña yace en el piso, rodeada por un charco púrpura. Casi muerta. El Tano ya se fue al altillo. En el silencio de la noche, sólo perturbado por el gemido de Marisol, se oye con claridad el ruido del pasador.
      El Tano, la bestia arrepentida, se encerró en su madriguera.

Muchas veces notó Nico que el Tano pasaba horas en el altillo.
      La puerta abierta, Nico miró a uno y otro lado. Libros, más libros y anotaciones. Se sintió un extranjero. Un profanador de un mundo mágico, pero ajeno. El mundo personal e íntimo de su compañero. No tocó nada, nunca volvió a entrar hasta esa madrugada.
      Cuatro y media.
      Marisol descansa en el cuarto de Nico. Los golpes le dejarán cicatriz, pero va a vivir. Más, es muy probable que al amanecer recobre la conciencia.
      Los escalones que llevan al altillo crujen demasiado, les queda poca vida, esta vez el altillo, la madriguera del Tano, no le parece mágico. Todo es un caos. Libros y papeles tapizan el piso. El antiguo escritorio, predilecto del Tano, está partido en dos. Sus cajones arrojados al otro lado del cuarto en penumbras. El caos es muerte. Muerte violenta.
      En medio del destrozo un cuerpo musculoso está sentado en el suelo. En cuclillas, temblando.
      Nico se le acerca lentamente, se sienta junto a él.
      —¿Por qué? —murmura.
      El rostro lleno de sangre seca de la chica, lo mira. El Tano le clava sus ojos profundos.
      —Ni... —las palabras se traban en su boca. El Tano es una cosa sangrante, sudada, deshecha, no una persona—. Nico, yo también perdí todo... soy parte de este infierno, creí al principio que me volvería loco... —Su voz, recia pero mucho más suave que antes, sigue intentando desesperadamente buscar la comprensión, el perdón luego de la travesura—. Sos lo único que me mantuvo vivo. Sin vos me hubiera matado hace tiempo, y ahora ella... —Pese a la vergüenza, el odio persiste intacto. Su boca reseca continúa disculpándose, explicando lo irracional, aunque su puño volvería a caer gustoso contra el rostro de Marisol—. Me quiere sacar lo último me que queda. ¿Entendés?
      Nico rodea con un brazo la espalda del Tano. Acaricia su cabello. El rostro mojado del hombrón se apoya contra el pecho del joven. Nico murmura. Intenta tranquilizarlo, acariciándole el cabello pegoteado por el calor, grasoso por la escasez de agua. Y le clava las tijeras en la nuca.

Dos tostadas de pan cien veces recalentado, los últimos gramos de manteca rancia, y el té, agua coloreada, puestos en la bandeja, son las primeras cosas que ve Marisol al despertar. Le duele todo el cuerpo, se toca con cuidado el rostro, la piel agrietada, amorotonada, choca con la yema de sus dedos. Logra contener el llanto, se mira en el espejo, tuvo suerte de sobrevivir.
      Sale descalza de la pieza. La remera, única ropa, le llega hasta las rodillas.
      En la cocina hay ruidos. Se detiene. Teme volver a encontrarse con el Tano. Pero no, es Nico.
      Nico la saluda.
      —¿Desayunaste bien?
      Marisol lo abraza. Recuerda en lo profundo de su mente que Nico le salvó la vida. Llora.
      —Todo pasó, Marisol, ¿eh?
      —¿Y él?
      Nico la mira fijamente.
      —Lo maté.
      Golpe fuerte, el mundo le da vueltas a Marisol.
      —Muerto...
      —Sí, Sol. Nunca más te va a pegar.
      —Lo mataste.
      —Bien muerto, ¿no entendés?, te elegí a vos, nena.
      —A mí. —Marisol se sienta en una banqueta. Se mira instintivamente la pierna. El tono amarillento, escamoso, no responde a la paliza de la noche anterior. Es la enfermedad.
      —A mí.
      Nico no responde, el tono de voz de Marisol...
      —¿A mí?, ¿dejándome vivir en el infierno?
      —Sol, por favor... —Nico no entiende.
      —Permitiendo que me coma la mierda de la radioactividad —Marisol eleva el tono de voz.
      —Sol, calmate. ¿Comiste todo?, ¿tenés sed? te doy otro té... —Nico quiere calmarla.
      —Nico, no mientas —Marisol no está dispuesta a cambiar de tema—. No lo mataste por mí, lo mataste porque lo querías demasiado como para verlo sufrir.
      Nico se va a la cocina.
      —No tengo por qué oír esas boludeces.
      —¡Nico, me vas a oir! —la voz de Marisol escapa a la cocina, para retumbar en toda la casa—. Lo mataste por piedad. Para terminar con su sufrimiento.
      —¡Basta!
      —No, no me callo. Lo hiciste para que no viviera lo que se viene... Hambre... Podredumb...
      Nico se toma la cabeza. ¡Callate! Le duelen los oídos de apretárselos.
      —No, Nico. Vos no me elegiste. Lo elegiste a él.

(c) 1991 - Pablo J. Muñoz

Publicado originalmente en la Antología Visiones de Ediciones Axxón