FIGURAS DE CERA

Sergio Gaut vel Hartman


—Se volvió loca. —dijo Esteban—. ¿A usted le parece normal que una persona desee cambiar de cuerpo como se cambia de vestido?
     El psicólogo chupó su pipa rutinariamente pero no contestó de inmediato. Esteban entrelazó los dedos y los retorció. Todo lo sucedido desde que Julia descubriera los cuerpos se le imponía como una pesadilla. Tal vez ese hecho aislado no representaba una psicopatía, sin embargo... Tenía miedo de volver a casa, enfrentar a esa mujer, su mujer, que tal vez ya fuera otra.
     —No me parece normal —y Esteban percibió un matiz especial en el modo en que el psicólogo escupió la palabra —pero no poseo un... marco referencial previo. ¿Acaso tuvimos... oportunidad de cambiar de cuerpo... antes? Hasta el momento en que Korps lanzó su... producto al mercado no hubo forma de ser anormal en el sentido que usted le atribuye al termino. Jamás se juzgó... aberrante el deseo de recurrir a la cirugía plástica para modificar las facciones. Considere el cambio de cuerpo como... una forma extrema de cirugía reparadora.
     —¿Se burla de mí? ¿Probó vivir con una mujer que un día es rubia, de un metro ochenta, sensual como una gata, y al día siguiente se ha convertido en una enanita pelirroja que no para de hablar?
     El psicólogo se removió incómodo en la butaca de cuero, golpeó la pipa contra el cenicero de cristal y se tomó dos largos minutos para cargarla y encenderla. —No me resulta del todo... claro cómo logra sostener... económicamente esa vorágine de transferencias —dijo luego de dar una larga chupada y expulsar una nube de humo. A Esteban le molestaba el estilo del profesional, su insistencia en buscar las palabras justas mediante prolongados silencios en medio de una frase.
     —Ganamos mucho dinero en el casino —replicó Esteban de poniéndose de mal humor—, heredamos de una tía, encontramos el maletín de un narco, lleno de dólares, ¿está conforme? Hallamos un galeón hundido en la laguna de Chascomús. Podría transferirse veinte veces más sin quedar en la ruina.
     —Volvamos al comienzo —dijo el psicólogo—. Usted dijo que se puso como... loca al verlo, ¿correcto?
     —Me refería al primer cuerpo.
     —Usted no interpretó... negativamente el impulso de su mujer por obtener ese cuerpo que... ofrecía Korps , ¿verdad?
     —Me pareció natural que quisiera cambiar su cuerpo por otro, más bello. Julia es joven, pero en los últimos años había engordado mucho. Escúcheme, Hulak: tenemos dinero, podemos darnos los gustos. Es más: yo la alenté a que lo hiciera. —Esteban dejó de hablar. En ese momento envidiaba el vicio del psicólogo; hubiera dado cualquier cosa por tener algo en que apoyarse. Fumar, morderse las uñas. No tenía nada. De algún modo tampoco la tenía a Julia, y por consiguiente habían desaparecido las razones para entrevistarse con el psicólogo. Se distrajo contemplando un fauno de bronce que acechaba a la ninfa invisible de la biblioteca—. Lo que me cuesta aceptar —dijo finalmente— es esa compulsión que la obliga a transferirse una y otra vez.
     —Déjeme las... precisiones terapéuticas a mí. No... especulemos.
     —¿Está seguro de que no es una compulsión?
     —A partir del segundo... cambio de cuerpo —dijo el psicólogo sin prestar atención a las palabras de Esteban—, ¿cuanto tiempo... usó Julia... es decir, cuánto lo usó?
     —Unas tres semanas.
     —¿Cuánto le había... durado el otro?
     —Durado —se relamió Esteban; era un término exquisito—. Cinco meses, creo, me parece. En realidad no me acuerdo.
     —¿Y luego?
     —Dos meses, tal vez diez semanas.
     —Toda una progresión —dijo el psicólogo.
     —No me consuele con generalidades —dijo Esteban irritado—. También puede decirse que una transferencia cada tres días indica una tendencia hacia el equilibrio.
     —Eso lo dice usted, no yo —replicó el psicólogo chupando infructuosamente la pipa.. La observó, descorazonado, pero no intentó volver a encenderla.
     —No deja margen para que yo crea que esto ayuda —dijo Esteban—. Un amigo me habría aconsejado con más convicción y menos pedantería.
     El psicólogo no respondió; aguardó el paso del tiempo con la vista clavada en la esfera Rosebud de un reloj digital. Seguramente estaba esperando una palabra de Esteban para anunciar que la sesión había concluido. Ese rasgo, común a todos los psicólogos que Esteban conocía, resultaba tan exasperante como la publicidad de Korps ofreciendo cuerpos descartables por televisión. Tal vez por eso permaneció en silencio, desafiante, decidido a doblegar al terapeuta. Fue un truco útil para dejar de pensar por un momento en Julia, aunque no en los cuerpos. El del psicólogo era grande, basto, ideal para interpretar el rol de camionero violador en un film yanki. Hasta el apellido resultaba adecuado.
     —¿Nos vemos el viernes? —dijo finalmente Hulak con un hilo de voz.
     —Lo dudo —dijo Esteban—. No me ayudó en absoluto.
     —Lo espero el viernes —insistió el psicólogo automáticamente. Tenía reglas de hierro: nada de lo que se decía después de hora quedaba registrado. Tendió una gran mano cuadrada y sonrió. Siguió sonriendo aún cuando Esteban le dio la espalda sin estrechársela.
     Sentada en un sillón de la sala de espera aguardaba su turno una mujer joven, rubia, de unos veinticinco años. Esteban la contempló un momento, con curiosidad. Ella se puso de pie y se dirigió al encuentro del psicólogo que se hizo a un lado para dejarla pasar. La mujer miró a Esteban girando la cabeza y le guiñó un ojo. Después entró al consultorio y el terapeuta cerró la puerta. Esteban tuvo la impresión de que la mujer había rematado el guiño con una sonrisa irónica —o cínica— cuando él ya no podía verla. También sintió, sin que ese sentimiento tuviera respaldo lógico, que la mujer era Julia, enfundada en un nuevo cuerpo.
     Vaciló, incapaz de definir un plan de acción eficaz. Le parecía disparatado esperar a que ella saliera de la consulta, pero no tendría oportunidad de confirmar o refutar sus sospechas si la dejaba ir. ¿Dónde abordarla? ¿Allí mismo o en la calle? Se decidió por la primera alternativa. Hulak, con esa prudencia esnob que caracteriza a los de su profesión, no se atrevería a intervenir.
     No fue fácil matar el tiempo. Las revistas eran pocas, y antiguas; Korps había avejentado el mundo de la noche a la mañana. Una joven actriz porno, hija de un pastor anglicano, se había convertido al judaísmo para casarse con el heredero de la fortuna Rotschild. Dieciséis mineros galeses habían sobrevivido dos semanas en una galería bloqueada comiendo los restos de sus treinta y siete compañeros muertos en el derrumbe. ¡Estupideces y frivolidades! La sigilosa entrada de Korps a la vida cotidiana de alguna gente constituía el acontecimiento del siglo, del milenio. Nadie se atrevía a predecir qué cambios se operarían en la sociedad a partir de las transferencias. Individuos desahuciados por la medicina regresan a la vida tras coquetear con la muerte. ¡Ese era un buen titular para una revista!
     Cuando se cansó de repasar fotografías arrancó las hojas e hizo aviones de papel arrojándolos luego a través de la sala de espera. Fueron los peores cuarenta y cinco minutos de su vida. Pero peor fue el minuto cuarenta y seis. Y el cuarenta y siete. ¿Qué hacían Hulak y su paciente? Peor aún, ¿qué hacía él, espiando a una mujer desconocida a partir de una vaga sospecha? Era insano. Si bien la mujer había entrado al consultorio aparentando ser una paciente más, podía tratarse de una amiga del psicólogo, o su amante. Las posibilidades se atropellaron en su mente de un modo irracional. Imaginó al terapeuta y la mujer, desnudos, acariciándose en el diván y sintió vergüenza, asco por su debilidad. Había actuado irracionalmente, sin pensar más que en sí mismo, ajeno a las consecuencias de su intrusión. Sólo quedaba una salida.
     Abrió la puerta, corrió por el pasillo, se arrojó dentro del ascensor —que por una falla de las leyes de Murphy se hallaba en el piso— y dejó que el abismo lo tragara. Pero no logró alejar la sensación de que una fuerza malévola lo estaba manejando como a una marioneta y que a sus espaldas, Hulak y la mujer reventaban de risa. A partir de ese momento tuvo la certeza de que la mujer era Julia, y que él jamás lograría aceptar el nuevo esquema, con saltos a cuerpos que podían descartarse como guantes de látex o preservativos.

Julia no estaba en casa, lo que por sí mismo no probaba o refutaba ninguna tesis. Desde que había sido poseída por la fiebre de las transferencias vivía en medio de un torbellino perpetuo, entrando y saliendo a cualquier hora. Esteban bebió una cerveza, puso un video porno, llamó a la rotisería para pedir un pollo y una botella de vino, sacó el video tan brutalmente que enganchó la cinta, llamó a la rotisería para cancelar el pedido... Ya no tenía dudas: los nervios se lo estaban comiendo vivo. Tomó Lexotanil y trató de mirar un programa periodístico, pero a los diez minutos se paseaba por la casa como una fiera enjaulada. Salió a la calle y vagó durante horas. Pero al regresar nada había cambiado. ¿Por qué lo hería? Rechazó el pensamiento y lo reemplazó por otro, mucho más lúgubre: ¿y si había tenido un accidente? Debía llamar a la policía. Sin embargo comprendió que no sabría cómo describir a Julia. ¿Qué Julia había desaparecido? ¿La de ayer, o una nueva, a la que no había tenido el gusto de conocer? No lograba imaginar hacia qué cuerpo se había fugado su mujer.
     Pasó la noche en vela, y cuando el sol se insinuó en los vidrios tuvo la extraña sensación de que las cosas cotidianas adquirían, también, el vicio de la mutación descontrolada.

—No vino a dormir —dijo Esteban con voz sombría.
     —¡Estoy desolada! —gimoteó la madre de Julia en el otro extremo de la línea.
     —No dramatice, señora —dijo Esteban—. Andará por ahí, probando el nuevo cuerpo con alguno que se le cruzó. —La acidez de las palabras le quemó la lengua, pero el dolor realimentó su furia. —Quizá encontró a uno recién transferido como ella. Imagínese: cuerpos nuevos que exploran cuerpos nuevos. No me diga que no suena excitante.
     —Estás insinuando...
     —No insinúo nada. ¿Espera que me sienta orgulloso de que mi mujer ya no duerme en nuestra cama?
     —Julia... ¡No te voy a permitir...!
     Esteban ahogó la voz de su suegra colgando el teléfono. Apretó el tubo con furia, como si se tratara de un cuello, y todavía estaba presionando cuando comprendió que gran parte de su furia se relacionaba con el sueño, el hambre y la suciedad del propio cuerpo. Se precipitaba a un abismo, y debía tomar medidas para frenar la caída.
     El vapor de la ducha y la enérgica fricción con la toalla lo prepararon para el café y las tostadas con manteca. Los ritos cotidianos son las piezas de la trama invisible sobre las que hay que apoyarse para ahuyentar los demonios, eso. Tenía que poner la mente en positivo. Unos años atrás había llegado a acariciar la idea del suicidio, agobiado por una profunda depresión. Sin embargo las cosas empezaron a encarrilarse casi en el mismo momento en que tocó fondo. Consiguió un empleo mejor remunerado y menos alienante. Era un trabajo excelente, y allí conoció a Julia, la Julia original, sencilla, divertida, el tipo de mujer que necesitaba para alcanzar cierto equilibrio. Después... ¿tanto cambia uno tras ganar una fortuna? Al convertirse en un hombre rico había olvidado el pasado, sepultando sufrimiento y esfuerzos. Y Julia... Julia era mejor persona en la época en que no tenía dinero para gastar en transferencias.
     Mientras desayunaba logró concentrarse en cuestiones prácticas, por ejemplo, el banco. Era muy fácil averiguar qué estaba haciendo Julia con el dinero. El desborde no la llevaría a dejarlo en la ruina; de hecho tenían inversiones y propiedades que no se liquidan de un día para otro. Pero las transferencias cuestan mucho dinero. Si bien la frivolidad no tiene por qué montarse sobre amoralidades, Julia había elegido el camino que lo alejaba de él. El ánimo de Esteban volvió a caer en picada. Ya no tenía ganas de ir al banco, y no necesitaba hacerlo para estar seguro de que ella no regresaría. Protegida por un cuerpo que él no había visto nunca podía desaparecer para siempre, esfumarse. Sería invisible a un metro de distancia... Presagios sombríos arrasaron por completo su voluntad. Era inútil: Julia no volvería. Tomó un par de pastillas, durmió veinticuatro horas, tal vez más; cuando despertó nada había cambiado.

—¿Sí, quién habla?
     —Esteban Ruggero, ¿me recuerda?
     —Lo recuerdo: el marido de Julia, la que cambió de cuerpo. —Era una forma ofensiva de identificarlo, casi obscena; le dio vergüenza seguir hablando con Hulak, pero el terapeuta volvió a golpear. —Usted canceló la cita que teníamos para hoy.
     —Cambié de idea —dijo Esteban con brusquedad.
     —¿Qué le hace pensar que... guardé su turno? Pude haberlo utilizado para otro paciente, menos... voluble.
     —No aproveche la situación para burlarse, —dijo Esteban—; sabe que lo llamo porque necesito verlo.
     —Pero yo no soy... una señora que trabaja por horas, Ruggero; mi agenda está muy poblada.
     Esteban resopló, dispuesto a no soportar una negativa más. —¿Me atiende o no?
     —De acuerdo —dijo el psicólogo tras una pausa—, venga a las once y cuarenta y cinco. Y... ¡espere, no cuelgue! Tengo que decirle algo...
     —Me lo dirá en persona. —Esteban colgó. El terapeuta le daba asco, lo irritaba. Siempre había recelado de todos aquellos profesionales quienes, para darse importancia, recurrían a fórmulas y trampas. Agendas cargadas, horarios disparatados, aires de superioridad, honorarios astronómicos. Hulak era una especie de arquetipo en la materia, pero no era el momento de salir a buscar otro psicólogo, y de todos modos no conocía a uno ciertamente mejor.

Cuando se abrió la puerta del consultorio salió la misma mujer que Esteban había imaginado que podía ser Julia. Pero esta vez no le pudo prestar atención, por culpa de Hulak, que lo aguardaba sonriendo, con la mano tendida, como si nada hubiera ocurrido.
     —Adelante, Ruggero —dijo el hombre calvo bizqueando tras unos anteojos sin montura que se le deslizaban nariz abajo. El nuevo cuerpo era más pequeño y esmirriado, casi una caricatura, o un boceto.
     —No me diga... —Esteban vaciló, alelado. Era lícito para un psicólogo fantasear con la idea de parecerse físicamente a Freud, pero materializar la fantasía superaba toda mesura. —¡Bienvenido al club!
     —Traté de decírselo cuando hablamos por teléfono —dijo Hulak pasando de la ironía.
     —¿Permutó con un halterofílico?
     —No sé qué es eso —dijo el psicólogo—, pero se equivoca. No se trata de un cuerpo de segunda mano. ¿Sabe cuántos meses tarda Korps en satisfacer un pedido especial?
     —No me importa —replicó Esteban. No tenía ganas de charlar amigablemente; quería pelear—. Julia no volvió. —Pero tras pronunciar las tres palabras entendió que no necesitaba seguir hablando; eso era todo lo que tenía que decir. Permaneció en silencio varios minutos, incómodo, luchando contra sus deseos de huir del consultorio. Sin embargo Hulak parecía dispuesto a fomentar el embarazo de la situación, permitiendo que se espesara hasta hacerse insoportable. —¿No va a decir nada? —protestó finalmente Esteban.
     —¿Tengo que decir algo? —El terapeuta tomó una de las pipas apoyadas en las almenas de una torre de ónix y reinició el ritual del encendido. El hábito había pasado de un cuerpo a otro sin dificultad. —¿Soy yo quién busca ayuda terapéutica?
     —Ayúdeme, entonces. ¿por qué se fue?
     Después de una larga pausa, Hulak volvió a contestar con una pregunta. —¿Cree que es fácil, para una persona como Julia, vivir a su lado?
     Esteban se levantó del diván y encaró al terapeuta . —¿Eso piensa? —El psicólogo se hundió en la butaca, tal vez demasiado consciente de que su nuevo cuerpo no era adecuado para el combate. —Hace unos días no le parecía normal cambiar de cuerpo.
     —Dije que consideraba el cambio como una forma de... cirugía reparadora —replicó Hulak—. Julia acepta los signos de su tiempo, usted los rechaza. ¿Qué le permite imaginar que ella desea permanecer junto a un... dinosaurio?
     —¿Dinosaurio? —Entre las costuras dramáticas de la situación, Esteban creyó divisar cierto matiz asainetado. —Dígame la verdad, Hulak, ¿la mujer que salió cuando yo entré era Julia?
     —¿Y si hubiera sido? —El psicólogo se escabulló hacia un costado con el pretexto de bajar las persianas. En cambio Esteban hubiera preferido que el sol siguiera recalentando el cuero de los sillones, la madera del escritorio y los estantes de la biblioteca, la tela de la encuadernación de los tratados de psicología y psiquiatría y las mismísimas ideas de Freud, Fromm, Lacan y Margaret Mead hasta derretirlas por completo. El sol era el único elemento no corrupto en un contexto de sordidez y podredumbre.
     —Estarían complotando contra mí —dijo Esteban.
     —¡Pura paranoia! —exclamó el psicólogo.
     —Usted está nervioso, Hulak. ¿Desde cuando permite que esa terminología de telenovela se le cuele en el encuadre terapéutico?
     —No sea chiquilín, hombre. Esto no es una terapia. —El terapeuta se sentó en el diván y Esteban no tuvo más remedio que utilizar la butaca. Lo divirtió la idea de intercambiar roles, aunque no estaba para disfrutar la situación. —¿Se da cuenta ahora? Tomemos esto como una charla entre amigos.
     —No somos amigos, doctor.
     —Dígame... licenciado, no soy médico. —Hulak buscó la pipa con los ojos, pero había quedado fuera de su alcance. —Eso nos aproxima, ¿no?
     —No le entiendo. —Esteban se sintió desconcertado; tal vez el psicólogo trataba de ubicarlo en una posición más vulnerable, aunque eso no explicaba la repentina familiaridad con que había empezado a tratarlo.
     —Ahora pertenecemos a una nueva... clase social: la de los que se han transferido... o pueden hacerlo. —Hulak tomó aliento—. ¿Un operario puede transferirse? ¡No! Ni siquiera en el caso de sufrir una enfermedad incurable. Julia y usted, gracias a ese azar que los hizo ricos, tienen la posibilidad de cambiar de cuerpo cuantas veces lo deseen. En cambio yo cambié... me transferí una vez, gastando todo lo que tenía ahorrado, y con seguridad no volveré a hacerlo.
     —Usted me da asco. ¿Cree que no me avergüenza esa injusticia, esa irresponsable frivolidad que le permite a Julia hacer con frecuencia lo que a otros, aún necesitándolo, les está vedado?
     —Elabore su culpa —dijo el psicólogo—, que yo me hago cargo de la mía. No pienso en los pobres desgraciados que sufren cuando me visto en Cardin, cuando como en Lola's, cuando voy al Colón a oír a Pavarotti. Y le sugiero hacer algo similar con su conflicto. Cargando sobre las espaldas a todos los desposeídos del mundo sólo conseguirá quebrarse el espinazo.
     —¡Bravo! —exclamó Esteban levantándose de la butaca y aplaudiendo en la cara de Hulak—. Estoy conmovido. Ahora remate su actuación con los famosos bises "ande yo caliente y ríase la gente" y "barriga llena, corazón contento". Adelante, vamos; usted no es de los que temen hacer el ridículo.
     —Usted es insufrible, Ruggero, se lo digo con toda honestidad. Tal vez yo también me hubiera mareado al ganar una fortuna, pero no me imagino repartiendo mierda a diestra y siniestra.
     Esteban no contestó. Extendió la mano hacia las pipas y tomó una; la sopesó y con un movimiento sorpresivo la arrojó a la cara del psicólogo, quien no atinó a esquivarla y recibió el impacto en la boca. Hulak se pasó un dedo por los labios y lo retiró manchado de sangre.
     —Los segundos cuerpos también sangran —dijo Esteban con acritud, antes de salir del consultorio.
     —¡Usted... usted está loco! —balbuceó Hulak.
     —Otra linda frase, digna de un sanacabezas. —Esteban abrió la puerta de un tirón. —De todos modos, si se arrepiente del cuerpo que eligió puede transferirse de nuevo, no olvide que tiene garantía por un año. ¿Ya se bañó? Puede encoger.
     —Me debe setenta y cinco pesos —gimoteó el psicólogo.
     —Tiene razón, pero no tengo efectivo. ¿Aceptaría una oreja, o tres dedos?

Al llegar a la calle Esteban había tomado una decisión. Doce pisos de viaje vertical fueron suficientes para evaluar las alternativas y elegir la más viable. Sí, lo avergonzaba haber obtenido una fortuna en el juego; más, teniendo en cuenta que él no era jugador, nunca se había detenido a pensar en las consecuencias de ganar. La sola idea de poder vivir el resto de sus días sin tener que trabajar lo aterrorizaba. Había subestimado los efectos que un cambio tan drástico operaría en su personalidad, y en la de Julia. Ahora sabía: el impacto del dinero, mucho dinero, en una persona sencilla puede ser catastrófico.
     Cruzó Córdoba casi sin mirar y subió los escalones a toda velocidad. No tenía idea de cómo encararía el asunto ante las autoridades del hospital, pero estaba seguro de que en el Clínicas habría más de un pobre diablo en situación de recibir un cuerpo de Korps.
     La propuesta de Esteban era de las que no se pueden transmitir a un auxiliar o a una enfermera, por lo que debió esforzarse para llegar hasta un jefe médico con poder de decisión. Jugó a su favor que en una época había sido agente de propaganda médica, y varios profesionales que conocía desde entonces ocupaban posiciones importantes.

—Es la primera vez que se plantea —dijo Cornicki, jefe de Oncología, rascándose la calva. Él y Esteban se habían encontrado en un bar, frente al Hospital—. Por lo general, y hablo de la experiencia acumulada en estos pocos meses, desde que apareció Korps, las transferencias las realizan personas adineradas para sí mismas, aunque no se me ocurre reparo legal alguno. No sé, todo esto es tan nuevo, extraño...
     —Tengo fondos para varias transferencias —dijo Esteban con firmeza, bebiendo el café de un trago—. Me fui del laboratorio al ganar una suma importante.
     —Algo oí —dijo Cornicki con mal disimulada envidia.
     —No busco publicidad —insistió Esteban—. Quiero hacer algo que alivie el sufrimiento de la gente, un acto anónimo de caridad. Hasta se podría crear una Fundación para regular otras donaciones similares —se entusiasmó.
     —La caridad puede ser pura vanidad —dijo el médico.
     —Llámelo como quiera. Puedo hacerlo, tengo ganas de hacerlo.
     —Hágalo. Pero hay algo que no entiendo: en algún momento, dentro de unos años, puede necesitar ese dinero para transferirse. No hablo de una transferencia frívola, sino de enfermedad y muerte. ¿Está seguro de que tendrá dinero para hacerlo?
     —¿Qué le hace suponer que deseo una sobrevida así?
     El médico se encogió de hombros y apuró su café. —Trascendió que una mujer se transfirió varias veces; hasta me parece menos criticable...
     —Conozco el caso —dijo Esteban de mal modo, desconcertando al médico—. Tal vez deseo donar cuerpos a enfermos terminales para desafiar esa frivolidad exagerada.
     Cornicki se masajeó las mejillas y la frente; resopló; le hizo una seña al mozo para que trajera más café. Korps estaba liquidando su profesión, y probablemente causaría enormes daños en la sociedad antes de que se dictaran leyes específicas.
     —Está bien —dijo Cornicki finalmente—: lo pondré en contacto con un enfermo terminal. Pero no espere más de mi parte. No quiero tener nada que ver con esta... transacción.
     Esteban sonrió. —Lo pinta como si a cambio del cuerpo yo exigiera el alma. Usted es mucho más conservador de lo que yo pensaba.
     —No se me había ocurrido, pero ya que lo menciona... ¿Se imagina lo que sintieron los oficiales de la caballería polaca frente a las divisiones Panzer? Como sé reconocer a un enemigo admito que me estrellaré de cabeza contra Korps.
     —Suena melodramático —dijo Esteban. Y tras una pausa agregó—: Sin embargo lo comprendo. Yo también me siento así, a veces. El caso de la mujer que mencionó antes... Es Julia, mi esposa, ¿entiende?
     Cornicki miró el techo y suspiró. —Dios —dijo—. Sí, sí, entiendo.

El enfermo se llamaba José Tabares. Hasta que el cáncer lo derrotara había manejado un camión con acoplado entre Buenos Aires y Esquel, disfrutando de su trabajo aunque el dinero que ganaba era insuficiente para cubrir todas las necesidades de su familia. Tenía poco más de 50 años, antes había sido robusto y ahora estaba consumido por la enfermedad. Escuchó el discurso de Esteban con atención, pero sin entusiasmo, como si la propuesta de sobrevida ofrecida no le estuviera destinada.
     —¿Por qué? —dijo cuando interpretó que Esteban había terminado de hablar. Era de pocas palabras y su expresión severa desalentaba toda familiaridad.
     —¿Por qué a usted? —Esteban movió una mano involuntariamente, y luego no supo donde ponerla. —Usted u otro. Fue por azar, como el dinero que gané y ahora parece quemarme en las manos. El doctor Cornicki me dijo que usted sabe lo que tiene..
     —Sé que estoy fusilado —lo interrumpió José—. Pero usted tendrá un familiar, un amigo a quien... regalarle el cuerpo.
     —No es mi cuerpo; quizá no entendió del todo...
     —Entendí perfectamente; también leo los diarios y veo la tele. Siempre supe que Korps no apunta hacia tipos como yo. Soy un simple trabajador al que le llegó la hora, un poco antes de lo previsto, tal vez. Ya me resigné. Le pedí a los médicos que me dijeran la verdad, y ellos se portaron bien conmigo. El dolor, por si no lo sabe, es un tambor que retumba a la distancia.
     —Entiendo que ya se hizo a la idea de morir. Pero eso no lo fuerza a rechazar mi oferta. Le aseguro que no pediré nada a cambio.
     —No pensé en eso —dijo José incorporándose en la cama—. Sólo parece raro que me haya elegido.
     —Fue casualidad, ya se lo dije —Esteban trató de sonreír; no se le ocurrían nuevos argumentos.
     —Es como si el cáncer estuviera más allá del cuerpo —reflexionó José—, dígale en el alma, si quiere. Siento que me seguirá al nuevo cuerpo y moriré enseguida, de todos modos. ¿Para qué tomarse todo este trabajo?
     Esteban asintió con la cabeza. Quizás el asunto estaba viciado de nulidad desde un principio, y lo mismo ocurriría si lo intentaba con otros enfermos en la misma situación. —¿Puedo hacer algo por usted? —dijo finalmente.
     —¿Por mí? Nada, gracias, no se preocupe. —José volvió a posar la cabeza sobre la almohada, como si un peso insoportable lo hubiera vencido. Sus labios se estiraron hasta formar una mueca y se tapó la boca con la mano. —¿No se lo puede dar a un chico? —dijo tras una larga pausa.
     —Korps no hace cuerpos de chico, por ahora. Supongo que no les resultará rentable. Todo es un negocio, y así lo manejan. Nadie se ha puesto a considerar los sentimientos de los que sufren.
     —No podría acostumbrarme —dijo José, retomando un hilo suelto de la conversación—. Me sentiría eternamente en deuda. Pensaría que burlé la voluntad de Dios, y Él pondría las cosas en su lugar. El nuevo cuerpo morirá, al final, igual que el primero, ¿no?
     —No deseo discutir sus creencias —dijo Esteban—, pero con ese criterio tampoco habría que tomar remedios o mirar a los lados cuando se cruza la calle.
     —Usted tiene mucha plata —dijo José con amargura—. No puede entender lo que sienten los enfermos pobres, los marginados...
     —Yo no tuve plata toda la vida —dijo Esteban. José empezaba a irritarlo: nunca imaginó que un moribundo pudiera ser tan orgulloso y obstinado. ¿O estaba equivocado él, al reclamar aceptación por un acto desmesurado, antinatural?
     —¡Váyase, por favor! —sollozó José.
     —¿Qué te pasa? —dijo una voz quebrada desde el otro lado del biombo que separaba las camas.
     —No le pasa nada —dijo Esteban—. Está perfectamente.

Las calles fluctuaban en un persistente propósito de fuga. Todo el universo era, para Esteban, una gran mancha ondulante. Había caminado mil kilómetros, en cualquier dirección, sin un propósito. Las personas que se cruzaban en su camino eran apenas figuras de cera, maniquíes de un escaparate. Vio una chica de dieciséis o diecisiete, con un vestido negro de fiesta sentada en el umbral de una casa, bebiendo cerveza de una botella descartable. Se parecía un poco a Julia, la primera Julia, la que luego se había fugado saltando de cuerpo en cuerpo. También vio a una anciana que vivía en una caja debajo del puente de Salguero; parecía corroída por los años. ¿Y si le ofrecía a ella el cuerpo que José Tabares había rechazado? Lo desconcertaban los meandros de la conducta, ¿cómo asegurar que todas esas criaturas pertenecían a su misma especie? La frivolidad de Julia, la soledad de la muchacha desconocida, la decadencia de la anciana, la resistencia al cambio del camionero enfermo...
     Mientras dejaba atrás Alcorta, en su marcha hacia el río, empezó a recuperar la capacidad asociativa, y las imágenes volvieron a servir para interpretar sus relaciones con las personas que amaba, o con las que simplemente estaba vinculado. Toda su vida se armó espontáneamente a sus espaldas, y fue capaz de comprender, como si lo hubiera sabido desde siempre, que cada movimiento obedecía a un plan coherente y lógico.
     Supo que Julia estaba perdida, era inalcanzable, se había mudado a otro planeta, en un sistema solar ubicado a cuatro años luz de la Tierra; ni siquiera sabía con exactitud quién era Julia, si alguna vez había existido en el mismo plano de existencia que él. Hulak, en cambio, pudo haberle servido de anfitrión al mundo de los que aceptan ser poderosos. Asistiendo desde la torre, como espectador, a la orgía de injusticias y burlas multicolor, era posible descubrir que el mundo está hecho a la medida de los que tienen mucho dinero. Pero hubiera sido repugnante. Abajo habrían estado Correa y todos los médicos y enfermos incurables, como Tabares, y los chicos condenados de antemano por Korps y los estudios de marketing. Las víctimas, como las de la peste de 1348, serían millones, y él, Esteban Ruggero, un injusto sobreviviente.
     El río lo sacó del inhóspito estado en el que había caído. En otro tiempo soñaba con tener mucho dinero, y mucho tiempo libre. Gastaría sus días pintando; le encantaban los impresionistas, su forma de difuminar la realidad en la luz y el color. ¿Adónde había llegado? Las ondas turbias y amarronadas que iban a morir en las playas artificiales se declaraban enemigas de la luz, imponían su morbidez. El agua, obstinada, simbolizaba al camionero que se negaba a recibir un cuerpo sano; el aire, gris, a Julia, la mujer invisible; la arena al psicólogo, quien prefería vivir sus fantasías desde un cuerpo mustio, frágil. ¿Qué sentido tenían esas equivalencias? Ninguno; nada tenía sentido. Siguiendo el hilo de sus especulaciones, Esteban llegó con naturalidad a la idea del suicidio. Era sorprendente descubrir que un hombre, sumido en la más profunda depresión, acepta como un don lo que siempre rechazó con espanto. Tendré mi nada, blanca y blanda, pensó Esteban, y rodearán mi cuerpo vacío en un rito vacío. ¿Sufrirá Julia? ¿Se enterará José?
     Le dio la espalda al río y cruzó la avenida en dirección al terraplén. Separó las piernas, afirmándolas contra los rieles, y esperó sonriendo la llegada de la formación con destino a Retiro. Se dejó fragmentar en infinitos pedazos.

El único rasgo de la muerte sobre el que podríamos estar todos de acuerdo es que se trata de un tic sin tac. Sin embargo Esteban, que había trazado su último tic con la ayuda de una locomotora Diesel, recibió un inaudito tac sobre una cama, rodeado de luces dicroicas y rostros sonrientes.
     —Tuvimos suerte —estaba diciendo Hulak, quien por fin había encontrado un destino para la pipa colgándola de una cartuchera de cuero sujeta al cinturón, como si se tratara de una Colt 45. Esteban se sorprendió reparando en un detalle tan marginal en ese instante crítico, aún antes de preguntarse cómo estaba vivo, en qué cuerpo lo habían metido, y por qué. Pero la voz de Hulak se impuso; no lo dejaba pensar—. ¡Los técnicos de Korps son geniales! Recuperaron su sistema nervioso, ¿se da cuenta?
     —¿Lo recuperaron? Son geniales, sí. —Esteban detuvo la mirada en la mujer de vestido rojo que sonreía taimadamente. —¿Es...?
     —Soy Julia, Esteban, por supuesto. —No era la paciente que había visto en el consultorio de Hulak; aunque eso no quería decir nada.
     —Julia —dijo Esteban con emoción fingida—. Otra vez juntos, ¿no?
     —¡Ni lo sueñes! —exclamó Julia—. ¿Estás hablando en serio o se trata de otra de tus bufonadas?
     De alguna manera indirecta, Esteban había adivinado que llegarían a esa posición. Julia a su lado, inalcanzable. Ella y Hulak eran los porteros ideales: cubrirían todas las salidas, le prohibirían morir; juntarían los pedazos, uno por uno, cada vez que lograra jubilarse. Estaría preso en la envoltura de carne que le habían proporcionado.
     —¿Sabe una cosa, Esteban? —dijo el psicólogo—, se me ocurrió un juego perverso, ideal para ser jugado por los miembros de nuestro club. Julia sería Mary Wolls...tonecraft, usted Percy Shelley y yo el doctor Polidori.
     —Se equivoca —dijo Esteban observando su mano derecha, extraña, impropia—. Olvida a la criatura; yo me siento la criatura.
     —¡No sos un monstruo! —dijo Julia—. ¡Qué esperanza! Apenas un hombre que se resiste a madurar.
     —La criatura no era un monstruo —dijo Esteban—; tampoco Víctor. —Empezó a vestirse, explorando al mismo tiempo la novedosa geografía de su cuerpo fabricado por Korps.— La criatura no tuvo oportunidad de aprender a morir; eso quizá la hubiera liberado, aunque imagino que su creador se habría obstinado, reconstruyéndola una y otra vez. Era un personaje orgulloso de su creación, aunque a fin de cuentas sólo eso: un personaje de ficción. —Terminó de vestirse y se dispuso a salir. —Llámenme reaccionario, troglodita o inventen una palabra nueva. Pero tengan la seguridad de que les voy a dar mucho trabajo. A Korps, a ustedes, a todos los que se crucen en mi camino. —Las últimas palabras las pronunció subiendo el tono de voz hasta convertirla en un chillido. —Y sé que no aceptarán fácilmente la derrota. —Se detuvo al llegar a la puerta y miró hacia atrás, abarcándolos con una sonrisa nerviosa. —Eso sí: empiecen desarrollar una técnica para recoger los pedazos. Podría volarme la cabeza con una bazuca en medio del Atlántico, a mil kilómetros de cualquier playa. No les voy a avisar.

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Sergio Gaut vel Hartman nació en 1947, en Buenos Aires, muy cerca del Parque Centenario. Se crió en Floresta, donde vivió hasta los 10 años. Comenzó la carrera de Derecho y la abandonó tras un año y medio. Lector voraz, disfrutó desde pequeño de las obras de Salgari, Verne, Stevenson, Siri, London, Wells, Swift, Raymond Jones, Wollheim, sin dejar de lado las "novelitas de a duro". Luego Anatole France, Herman Hesse, Ramain Rolland, Krishnamurti, el budismo zen, algo de literatura política y Social. En 1960 descubrió Más Allá, revista pionera de Argentina, en las librerías de usados. Después la colección Nebulae y más tarde las revistas Minotauro y Planeta, de Pawels y Bergier. La "especialización" de sus lecturas en cf y fantasía se reafirmó con los primeros grandes libros del género, "leídos a la luz de una formación incompleta y entusiasta", según sus palabras: El Fin de la Infancia, Mercaderes del Espacio, Hacedor de Estrellas, La Tierra Permanece, Más que Humano. Fuera de la literatura, es un apasionado del cine y el ajedrez. Su producción es inmensa y, según él mismo relata, suele escribir 30 historias al mismo tiempo. Su primer relato publicado fue "Ardilla", en 1970 en la revista Nueva Dimensión (España), escrito en colaboración con su mujer, Graciela Parini, antes de casarse. Publicó cuentos en inumerables medios de varios países, entre ellos las revistas El Péndulo y Sinergia, de la cual fue creador y director y varias antologías. Fue el creador de la idea que impulsó el CACyF (Círculo Argentino de Ciencia-Ficción y Fantasía. de Sinergia. "El moribundo y Lencia" se publicó tres veces, una de ellas en España, en el fanzine catalán Kandama, las otras en la revista en Gestus de Argentina, poco conocida por los aficionados a la CF y en la revista en soporte informático Axxón, en un número especial dedicado al autor.