El moribundo y Lencia

Sergio Gaut vel Hartman

Este cuento permanecerá on-line hasta el 21 de Marzo de 2001

Emerjo.
      Trepo por las paredes del pozo aferrándome con uñas y dientes a las irregularidades. Asomo la cabeza. Observo.
      Lencia lo acaricia. La bata de mi mujer está abierta en el pecho. Cinco líneas rojas surcan paralelas la piel blanca. Él, a su modo, también sabe acariciar. Podría decir que presencio una tierna escena de amor intergaláctico.
      —¡Querido! —exclama Lencia en cuanto advierte que he regresado del estado de sopor en el que suelo sumirme. Se libera del alienígena y se aproxima a la cama. Me besa en la boca, me peina con los dedos—. Estaba tan preocupada...
      No puedo formar las palabras que ordena mi cerebro. ¿Preocupada? ¿No te sentirías liberada si no regresara, de una buena vez?
      —No, no hables —dice Lencia colocando la palma de la mano sobre mi boca. La mano huele a... eso inhumano que ha tomado por asalto a mi mujer, mi hogar, mi mundo; hubiera sido extraño que oliera a jazmines—. Tenés fiebre, mucha —diagnostica Lencia pasando los dedos por mi frente y mejillas. No tengo argumentos para rebatir sus palabras, ni medios para indicarle que no podría hablar aunque quisiera.
      Caigo. Paf. Plaf.
      Chapoteo en el barro de la inconsciencia. En el fondo, rodeado de inmundicias, con una luna rosada por techo, sueño con mi vida junto a Lencia; antes, ayer.
      ¿Nos amábamos? Lo ignoro. Éramos corrientes, vulgares, sin estridencias. No nos diferenciábamos del promedio hasta que llegaron los invasores y tomaron posesión de todo lo que era mío, nuestro. El reptil se apropió de todo; del bar lleno de bebidas que seguramente no beberá, de la música cuyos oídos no están preparados para escuchar, hasta la mecedora en la que solía leer a mis autores favoritos. La consecuencia del ataque fue mi derrumbe personal y este infierno que...
      No. No es así. No es cierto. Estoy mintiendo. Jugueteo con el rol de víctima, pero en el fondo es el que menos se adecua a mi personalidad. Contaré la verdadera historia.
      Quedé tullido a raíz de un accidente automovilístico, hace dos años. Lencia no había terminado de aceptar mi invalidez cuando llegaron los invasores para adueñarse del planeta. No tuvieron nada que ver con mi actual estado, aunque no han contribuido en absoluto a mejorarlo. Adora la mecedora, el hijo de puta; seguro que en el mundo del que provienen no existe nada parecido. Pasa horas y horas hamacándose, arrullado por los chirriantes gemidos de la madera de cerezo y el roce de las uñas de Lencia contra las placas pectorales de la armadura. ¿Dije que se apoderó de todo lo mío? ¿Dije que poseyó a Lencia total y absolutamente desde el primer momento? Fue tragicómico. Cuando el invasor abrió la puerta de nuestra casa y abarcó con sus ojos acerados todo lo que hasta ese momento habíamos poseído creí descubrir una mansa resignación en mi mujer. Lencia fluyó a los pies del alienígena como jalea. Pero no quiero ser duro con ella; hace mucho que no sirvo para nada, y quizá no logro comprender la profundidad de la angustia de mi mujer. Y en cambio él... él debe poseer dones y atributos sobre cuya calidad no estoy en condiciones de opinar, aunque imagino imponentes. Ni siquiera soy capaz de describir sus gestos y conductas, y algunas veces hasta pienso que sólo existe en mi imaginación.
      —Está volviendo, doctor.
      Hay un médico en primer plano. Me estoy acostumbrando a percibirlos por el olor, en especial después del accidente. Este me ausculta, me pasa una mano nerviosa y húmeda por la frente, me controla el pulso. El invasor se hamaca en su trono de madera de cerezo, el mismo sillón que perteneció a mi bisabuela. ¿Bebe ginebra? Tal vez el médico tampoco sea real.
      —¿Cuánto hace que está así? —pregunta el médico.
      —Desde el accidente, con el auto. Pero ha empeorado en las últimas semanas. Ahora tampoco habla, y cae en largos períodos de inconsciencia.
      —¿Y antes? ¿Cómo era la vida de ustedes antes de esta... crisis?
      ¡Puerco! Todos son iguales. Médicos y plomeros. Sólo les importa averiguar cómo cogen los tullidos. Lencia se turba; le disgusta tocar el tema. Advierte que la bata se ha vuelto a abrir y la cierra con los dedos crispados; tiene los nudillos blancos. Pero su movimiento no fue lo suficientemente rápido: el médico ha visto las líneas de sangre coagulada que corren paralelas entre los senos y la garganta de mi mujer. Los ojos del médico brillan; no hará ningún comentario. Tal vez esté pensando que es muy curioso que los invasores tengan manos de cinco dedos. Quizá reflexione acerca de las compatibilidades e incompatibilidades raciales. ¿Será más o menos fácil hacer el amor con un reptil?
      —Nos las ingeniábamos —dice Lencia finalmente.
      ¡Ocurrente! Nos las ingeniábamos, dice. Llama ingenio a la torpeza de dos cuerpos que chocan en la cama, uno de los cuales se parece a un tronco petrificado, o a una bolsa de papas. Pero Lencia es una fría trabajadora voluntaria. Puede sentir placer visitando un geriátrico, o la sala de quemados del Hospital de Niños. Creo que siempre me trató como un tullido, antes, mucho antes del accidente. También pienso que concibe el sacrificio como una de las formas del placer. El zarpazo del invasor es otro buen ejemplo.
      —¿Y ahora? —El médico parece esperar una confesión, o una morbosa súplica. Ninguno de los dos menciona directamente al invasor, como si éste no existiera. Tal vez ni siquiera exista. ¿Eso qué cambia?
      —No sé —dice Lencia. Su voz se quiebra en un sollozo que sale de las profundidades de su ser. Sé mucho sobre profundidades. Me revuelco constantemente en la mierda de las profundidades. Antes nos teníamos el uno al otro; nos quedaba la esperanza y un futuro deshilachado, pero era mejor que nada. Alguna vez volví a soñar con un retazo de luz sobre los cuerpos desnudos, un instante en movimiento, incorrupto. Después apoyaba mi cabeza entre los pechos de Lencia y moría. Ese era el sueño. Allí la muerte era más dulce que el dolor.
      
      

Regreso.
      Es curioso, pero este regreso no se parece a ningún otro, más que nada porque no recuerdo haber partido. Me limito a comprobar, como en un despertar ordinario, que el médico ya se ha ido y Lencia, echada a los pies del invasor, como una gatita mimosa, habla con él en voz baja, susurrándole palabras voluptuosas. No han advertido mi regreso, y la conversación pone de manifiesto que sólo se cuidan de hablar de mí cuando estoy en el fondo del pozo. Es probable que al regresar emita gemidos, poniéndolos sobre aviso. Pero no esta vez. Ignoran que deben fingir y se expresan con libertad.
      Mantengo los ojos cerrados. Escucho.
      —Calma, calma —dice Lencia—. Sólo es cuestión de tiempo.
      El invasor, como en las películas y las novelas baratas, tiene una conexión directa con la mente de mi mujer. Creo que reclama o protesta. Debo ser liquidado, imagino, dice.
      —Un día más —suplica Lencia.
      Ya no creo que el invasor sea una alucinación de mi cerebro desintegrado, un producto de las fantasías de un tullido. El médico lo vio. Temía que el alienígena lo atacara y sus ojos se movieron de un lado a otro todo el tiempo que estuvo en la habitación. ¿Es posible que el médico también sea un producto de mi imaginación? Hay un frasco con píldoras, un sedante que el doctor debe haber dejado antes de irse. Tomaré exactamente seis. Diez serían demasiadas. Tres demasiado pocas. Aunque el suicidio no contribuya a mantener en alto el espíritu de la raza creo que es preferible al destino que me espera, exterminado por el invasor, envenenado por mi mujer, que se ha pasado al enemigo sin pudor.
      Tal vez me equivoco y ella realmente lo ama. Es un romance estereotipado, ridículo, pero su misma cosmicidad infunde cierto respeto. Ahora que lo cósmico y lo cómico se fusionan, como en un mal comic, seguramente estoy delirando. Los reptiles invasores no han de ser gran cosa, sexualmente hablando, pero hasta un pez podría darle a Lencia algo más de lo que soy capaz de darle yo.
      —Los humanos —dice Lencia con su tono más meloso— terminarán convenciéndose de que todo esto terminará beneficiándolos. Desaparecerán el hambre y la violencia, la corrupción y la enfermedad. La felicidad se derramará sobre la Tierra, y ustedes serán nuestros maestros.
      ¡Puerca! ¿Por qué lo adula? Nadie libera, nadie regala paz, nadie barre la corrupción, excepto para corromper sin oposición. Habrá que pagar un precio, un precio absurdo; contraeremos una deuda impagable... Ahora hacen el amor. ¿Es eso posible? Imaginé que la incompatibilidad de los cuerpos sería un obstáculo insalvable. Suponen que mi pequeña muerte continúa y ejecutan sin remordimientos un simulacro de forcejeos y arañazos, sospechosamente semejantes a los que realizábamos Lencia y yo. No están hechos el uno para el otro. ¿Eso importa, le importa a alguien? ¿Por qué tanto empeño en fraguar un burdo simulacro?
      

Lencia se aferra al reptil histéricamente, como si en ello le fuera la vida. No consigo aceptarlo. Sin embargo el invasor no parece más interesado en penetrar a Lencia que un minero en provocar un derrumbe. ¡Ella lo seduce! No lo entiendo; habitualmente es reprimida, fría, y le repugnan las lagartijas.
      Han terminado. El invasor, agotado, dormita. La mecedora se mueve suavemente y los crujidos luchan contra el silencio nocturno. El planeta entero es una tumba desde que los alienígenas quebraron la débil resistencia de los humanos, abrumados por la superioridad de las armas.
      Yo también deseo morir. Soy menos que un fantasma. La sima está sacralizada, como un bien definitivo. Intimamente creo que todos ganaremos con mi partida.
      Paf. Plaf. Pero no caigo.
      —No te mueras —dice Lencia inesperadamente, aproximando sus labios a mi oído. ¿Qué quiere? Tal vez haya sabido en todo momento que estaba consciente y cada uno de sus movimientos fue deliberado. Ahora trata de alcanzar un clímax aún más sádico, una demostración de lascivia. Quizá mi abrumadora impotencia la excite aún más que la extravagante naturaleza del invasor. Ahora, más que nunca, deseo morir, pero no puedo—. Mirá, mirá esto —dice mientras retrocede sobre sus pasos y se yergue sobre el cuerpo inerte del invasor. Empuña el filoso cuchillo de hoja ancha al que burlonamente llamamos Excalibur. Nunca, hasta este momento, comprendí la razón del empeño en mantenerlo afilado como un escalpelo. ¿Para qué? Un simple cuchillo de cocina. ¡Qué hace! Se lo clava en el pecho, entre las placas, una, dos, tres veces. Echa la cabeza del invasor hacia atrás y hace correr el cuchillo transversalmente. ¡Lo está degollando! No lo resisto: Lencia está descuartizando al invasor, al inmundo reptil que hace unos minutos la penetraba, inundándola con su esperma... Siempre supe que mi mujer está loca. ¿Por qué lo hizo? ¿Para qué? El alienígena es ahora un puzzle de piezas dispersas, y yo seguramente la próxima víctima.
      

La oscuridad se disipa. La gravedad se volatiliza. Soy capaz de oler el caldo contenido en un tazón que Lencia se empeña en hacerme tomar. Es picante, y está tibio.
      —Tomalo —dice ella, ásperamente.
      —¿Qué es? —Advierto con sorpresa que puedo hablar; inevitablemente relaciono este hecho con la muerte del invasor.
      —Tomalo —insiste Lencia.
      —No, si no me decís qué es.
      —Sabés perfectamente qué es.
      Vomito lo poco que tengo en el estómago. Caigo. Plaf.
      

Otro regreso.
      —¡Comé, idiota! Te vas a morir de hambre; estás piel y huesos.
      —Me quiero morir y no me dejás, ¡puta desgraciada!
      —¿Cómo me hablás así? —Lencia amaga golpearme pero no lo hace; sus ojos están llenos de lágrimas.
      —¿Qué es? —En el plato hay una carne oscura, deshilachada, una isla negra en un mar marrón.
      —En el restaurant tendría nombre francés y todo. —Lencia se esfuerza por sonreír; se pasa el dorso de la mano por los ojos. —Si quedaran restaurantes.
      —¿Es real? Quiero decir, ¿fue real?
      —¿Qué decís?
      —Estás loca. Hiciste... eso, con él, después lo mataste, ahora querés que me alimente...
      —Algo tenemos que comer —repone ella, otra vez fría, determinada.
      —No esto. Era una... criatura racional. Un invasor del espacio, pero... Lo hubieras matado y...
      —No entendés nada. La comida escasea. Afuera pasan cosas terribles.
      —Podemos comer atún, arroz, fideos, arvejas. Siempre tuviste la manía de acumular alimentos envasados en la alacena. Pero comerlo a... él, es irracional, inaceptable, somos personas, no podemos comer...
      —¡Callate, no entendés! La gente se rebela contra los invasores; supongo que será igual en todo el mundo, aunque no hay forma de saberlo. Nos masacran; sus armas son superiores y no existe el Ejército, ni una resistencia organizada. La gente saquea para comer, pero pronto no habrá nada. Sí, es cierto que tengo comida almacenada; la guardo para después, cuando toda la carne se haya consumido. El dinero vale menos que mierda de perro.
      —Nunca hablaste así —digo. Mi comentario es idiota; Lencia se impacienta, quiere dar fin a la conversación ya mismo.
      —Comé; no es momento para discutir.
      —¿Cuánto hace...?
      —Tres días.
      —¿Lo... trozaste y lo pusiste en el freezer... como una compra del súper?
      —Sí. No es como la carne de vaca. —El comentario suena enigmático, y las vacas conducidas al matadero me sugieren nuevas preguntas.
      —¿Cómo no se cortó la electricidad?
      —Me estás cansando. Él puso una pila, o un generador, no sé. Ellos sabían que seguiría un período de resistencia irracional, y con la lucha el caos.
      —Pero estamos a oscuras.
      —Usá la cabeza. Un foco encendido equivale a casa habitada, sobrevivientes, y eso, a su vez, significa comida. La gente se desespera por un poco de comida; sería un suicidio.
      Oigo el ronroneo del freezer e imagino al invasor cortado en presas, prolijamente acomodadas, a la manera de Lencia. ¿Pata o pechuga?
      Accedo. Tiene un gusto extraño, como no podía ser de otro modo. Mastico y trago la carne fibrosa. Son proteínas, me digo.
      

¿Rana? Parecía reptil. Pero la xenobiología no es mi fuerte. Lo qué sí me sorprende es mi capacidad para aceptar lo extraño, lo bizarro. Mi mujer sedujo a un extraterrestre, se dejó penetrar por él, después lo mató y ahora lo estamos comiendo. ¡Es real, Dios mío! ¡Me está sucediendo a mí!
      Uno se acostumbra a todo, me digo. Empecé después del accidente, y no he podido detenerme. ¿Qué vendrá ahora? Hemos perdido la Tierra y jamás la recuperaremos, pero nos alimentamos guisando alienígenas. Uno se acostumbra a todo; a que Lencia lo mató, lo descuartizó y lo frizó. A que Lencia lleva en sus entrañas una criatura engendrada por el invasor. ¿Imposible? ¿Que las uniones entre diferentes especies son estériles? Lencia asegura otra cosa. Está loca, pero no es idiota.
      Paf. Plaf. Plaffff.
      

Lencia está embarazada. No de mí, claro. Algo vivo se agita en su útero. ¿Y si finalmente los invasores sólo parecían reptiles?
      —Lo vas a abortar —digo con voz apagada, sin convicción.
      —Por supuesto que no —replica ella—. Quería quedar preñada.
      —No te entiendo. ¿Por qué, para qué? ¡Por favor! —No contesta; me da la espalda. Considera que no merezco mayores explicaciones. Ahora está en la cocina, ordenando latas en la alacena, reacomodando porciones de alienígena, contabilizando las provisiones para saber cuánto durarán. El afán de Lencia por acumular comida me obliga a reflexionar acerca de su talento para extrapolar situaciones. Supo que los hechos se desarrollarían así desde antes de la invasión, antes del accidente, antes de conocerme. —¡Deberías sentirte asqueada! —grito—. ¿Qué clase de monstruo puede salir de esta unión?
      Lencia regresa a mi lado y me observa, entre desafiante y compasiva. Por momentos creo que va a estallar en lágrimas de arrepentimiento, y en otros descubro en ella una determinación sobrehumana, inhumana. ¿Será esa fuerza la que le permite seguir adelante, obstinada y fuerte como una roca?
      —No tengo que pedirte perdón —dice—. Yo sé lo que hago, y por qué.
      Lencia tiene un propósito, lo sé. Ignoro cual. La voluntad me abandona. Paf.
      

Una nueva oportunidad. He vuelto dispuesto a conocer la verdad. ¿Suena cursi?
      —¡Lencia!
      Llega de inmediato, secándose las manos en el delantal. La casa sigue en penumbras. El freezer no ha dejado de ronronear. La escena, si exceptuamos los matices surreales, es ordinaria, convencional.
      —¿Qué querés? —Suena agresiva, pero en sus ojos baila una desmentida burlona.
      —Decime la verdad.
      —Siempre te digo la verdad.
      —No estás embarazada; se trata de una broma cruel, para mortificarme.
      —Estoy. —Ahora su voz parece reflejar un infinito cansancio.
      —¿Sabés qué clase de ser llevás en las entrañas? ¿Qué necesita? ¿Qué lo puede dañar?
      —Sé todo lo que necesito y necesita. Soy la madre, por si no te diste cuenta. Las madres sabemos todo lo referente a nuestros hijos.
      Al mencionar que eso que gesta es un hijo suena estrafalaria, grandguiñolesca. Pero no puedo hacerle reproches. Tampoco me ha abandonado, y aunque me cuida y protege con fría impersonalidad, debo reconocer que, librado a mi suerte no tardaría en morir ahogado en inmundicias. Sin embargo hay una pregunta que aún no ha sido formulada y que por lo tanto no tiene respuesta. ¿Mantenerme con vida es una forma de venganza?
      —¿Por qué, Lencia? ¿Qué te hice? ¿Es por el accidente, por haber quedado inválido? ¿Es porque no pude darte un hijo, porque nunca fui un buen amante?
      Lencia me mira a los ojos, alelada, furiosa, asustada. —¿Pensás que estoy tan enferma como para hacer eso, que me sometería a este infierno para castigarte a vos? ¡Qué poco me conocés! ¿No lo entendiste? La comedia con el invasor, mi sumiso amor... ¿No entendiste nada?
      —Ahora entiendo menos que antes —digo, desamparado—. Por qué, para qué lo hiciste, decímelo, hacé de cuenta que soy un imbécil.
      Lencia lanza una carcajada, la primera en mucho tiempo, quizá, también, la última que oiré. Ahora sí, estoy seguro, ha perdido la razón. Los pocos rasgos humanos que le quedaban han sido absorbidos, chupados por la criatura que vive en su interior.
      —Mi hijo —dice señalándose el vientre— nacerá; podés estar seguro que nacerá. Tendrá cerebro y corazón humanos en un cuerpo de alienígena. No me preguntes cómo lo sé; soy la madre. La madre sabe cosas que ningún macho de ninguna especie puede comprender o imaginar. Mi hijo pasará inadvertido entre ellos, los engañará; nadie, ninguno lo descubrirá, nunca. Será nuestro Caballo de Troya, secreto, impasible.
      —¿Y yo, yo que rol juego en tu plan?
      —¡Vos, siempre vos!
      —¿Esperás que sea un... padre para tu hijo?
      —¿Un padre? ¡Qué absurdo! Lo que menos necesita mi hijo es un padre humano. En cambio necesita proteínas; debo alimentarme con cuidado para que crezca grande y fuerte. Sos el alimento que necesito para llegar al final, ¿no te habías dado cuenta?
      Ahora sí. Veo que empuña a Excalibur. La hoja recoge y refleja un brillo fugitivo. Comprendo que en este mismo momento, con un sencillo acto, se inicia la reconquista de la Tierra.

-o-


Sergio Gaut vel Hartman nació en 1947, en Buenos Aires, muy cerca del Parque Centenario. Se crió en Floresta, donde vivió hasta los 10 años. Comenzó la carrera de Derecho y la abandonó tras un año y medio. Lector voraz, disfrutó desde pequeño de las obras de Salgari, Verne, Stevenson, Siri, London, Wells, Swift, Raymond Jones, Wollheim, sin dejar de lado las "novelitas de a duro". Luego Anatole France, Herman Hesse, Ramain Rolland, Krishnamurti, el budismo zen, algo de literatura política y Social. En 1960 descubrió Más Allá, revista pionera de Argentina, en las librerías de usados. Después la colección Nebulae y más tarde las revistas Minotauro y Planeta, de Pawels y Bergier. La "especialización" de sus lecturas en cf y fantasía se reafirmó con los primeros grandes libros del género, "leídos a la luz de una formación incompleta y entusiasta", según sus palabras: El Fin de la Infancia, Mercaderes del Espacio, Hacedor de Estrellas, La Tierra Permanece, Más que Humano. Fuera de la literatura, es un apasionado del cine y el ajedrez. Su producción es inmensa y, según él mismo relata, suele escribir 30 historias al mismo tiempo. Su primer relato publicado fue "Ardilla", en 1970 en la revista Nueva Dimensión (España), escrito en colaboración con su mujer, Graciela Parini, antes de casarse. Publicó cuentos en inumerables medios de varios países, entre ellos las revistas El Péndulo y Sinergia, de la cual fue creador y director y varias antologías. Fue el creador de la idea que impulsó el CACyF (Círculo Argentino de Ciencia-Ficción y Fantasía. de Sinergia. "El moribundo y Lencia" se publicó tres veces, una de ellas en España, en el fanzine catalán Kandama, las otras en la revista en Gestus de Argentina, poco conocida por los aficionados a la CF y en la revista en soporte informático Axxón, en un número especial dedicado al autor.