NINGUNA PARTE
Emma Gómez

A velocidad siempre pareja, el ómnibus devoraba la ruta rápidamente. Conductor Uno no pensaba en nada, no quería pensar en nada. Sólo marchaba, siguiendo la línea amarilla que corría entre las dos ruedas delanteras y se perdía atrás, en una exhalación tenebrosa. A su lado Conductor Dos, callado, tenía los ojos perdidos en el aire.
      —Dormite —le ordenó Uno—, que después de Pergamino me tenés que relevar.
      —No tengo sueño; pero no te hagas problema, sí te voy a relevar.
      —Poné un caset.
      Dos manipuló la guantera. Sacó un caset: "Los Chalchaleros". A su pesar —ya que pocas ganas tenía— sonrió. "Qué antiguo", pensó. Lo puso a andar, suave, para que no despertara los pasajeros. Las guitarras y las viejas voces le desgarraron la realidad.
       zamba
       de mi esperanza,
       amanecida como un querer...
      —¿Qué te pasa? —preguntó Uno.
      —Nada —sacudió la cabeza—. Me acuerdo de mi vieja, nomás.
      —No pensés. Antes andá a ver como están los pasajeros; asegurá bien las ventilaciones altas, no vaya a entrar la niebla.
      De un manotazo, Dos se secó la mejilla humedecida y se puso de pie para avanzar por el pasillo, mirando a los pasajeros.
      El Estudiante dormía, despatarrado en el primer asiento; seguían las dos Modelos, aún conservando la compostura en el abandono del sueño; más allá el Señor A protegía con su brazo a la Señora A y atrás los tres niños A eran un nudo de brazos y piernas completamente dormidos. La Anciana Señora A, acodada en la ventanilla, no dormía; miraba intensamente la oscuridad.
      —No hay sueño, eh —comentó Dos, obviamente.
      —No —fue la respuesta que también pudo no haberle dado.
      La Escritora tampoco dormía; el Jubilado leía algo y cabeceaba; el Cura quizás rezaba, con un rosario entre los dedos; la Maestra estaba doblada en cuatro, profundamente dormida en su asiento.
      Dos líneas de butacas seguían vacías; después se veía a los tres Jóvenes Misteriosos, con sus asientos rectos y sin dormir, el Angel y el Mecánico. Luego, a nadie más.
      Dos iba a volverse pero antes espió por la luneta trasera al camino negro que se iba, al horizonte terrible: allá a lo lejos relampagueaba con colores espeluznantes, insólitos, rojo, verde, rojo, verde. Cerró los ojos. "Buenos Aires", pensó, "eso es Buenos Aires". Dio media vuelta y regresó a su asiento, estremecido, con el cuero cabelludo erizado.
      —¿Todo bien? —preguntó Uno.
      —Todo bien —contestó—, pero algo pasa en Buenos Aires.
      —No mirés. Ya no nos concierne.

Habían partido en un refuerzo, porque las demandas de pasajes habían superado las posibilidades de la empresa. De modo que el vehículo era viejo, sin baño ni video, de los que la Compañía sólo usaba para prestar a los colegios, con los antiguos asientos rebatibles a palanca. Era la última unidad disponible en los garages y tuvieron que llevarse un mecánico para que obrara ante cualquier problema.
      Y sin embargo, aún no había cundido el pánico, sólo que la gente se afanaba en partir, como los turistas que apuran el regreso al comienzo del ciclo escolar.
      Veintidós pasajeros iban a ser recogidos en el camino, entre Puente Saavedra y Pilar, tenían sus pasajes reservados por computadora; pero en la parada de Puente Saavedra no había habido nadie y tampoco en Boulogne. Estaban pensando en esperarlos unos minutos cuando los alertó el aullido de la alarma y partieron velozmente. Hicieron caso omiso de los tres hombres desesperados que, durante un corto trecho, corrieron tras el vehículo con esperanzas de alcanzarlo y que luego se quedaron en la vereda, sentados en el cordón, con la cabeza entre las manos. Después el ómnibus no paró más, ni aún cuando en Pilar un anciano se le puso enfrente para detenerlo: simplemente, Uno lo arrolló y siguió viaje, dejando atrás el coro de gritos, una lluvia de piedras y la noche negra y desesperada.
      —Mirá —dijo Dos a su compañero.
      A los lados del ómnibus avanzaban soplos como de humo, semejantes a dos brazos que quisieran aferrar y detener la máquina.
      —¿La niebla, ya? —se angustió Uno.
      —Parece. Acabó el caset. ¿Lo doy vuelta?
      —Probá la radio, antes. Y después poné el lado B, así nos distraemos un rato.
      Dos manipuló la botonera buscando radios: nada, nada, nada... Sólo la estática. Volvió al caset.
      La niebla avanzó sobre el camino y cubrió el horizonte al frente. Ahora Uno sólo veía una pequeña porción de la ruta, con su línea amarilla, recta, curva, cortada, entera, doble, simple. Aún con poca visibilidad, si cuidaba su mano, no tendría accidentes; sólo algún desequilibrado tomando la izquierda hubiera puesto en peligro a sus pasajeros.
      Uno observó la niebla con miedo y pesadumbre; se vislumbraba amarilla, no sabía si por los faros o si ése era su color. Espesa, pesada, se arrastraba a los bordes del camino. Olor... ¿Tendría olor? ¿Cuál sería? Atrás de él aleteó un gemido. Dos se dio vuelta y vio cómo la Anciana Señora A, con los ojos desorbitados, se tomaba la garganta profiriendo gorgoteos y quejidos.
      —¡La niebla, carajo! ¡Entró niebla! —maldijo Dos.
      Se levantó para auxiliar a la Anciana Señora A, que parecía sufrir un ataque cardíaco o una mano que la acogotaba, no se sabía, y con una revista abanicó el aire a su alrededor. El Señor A y la esposa corrieron en torno desprendiéndole las ropas, acomodándola, dándole palabras de aliento.
      —Dejáte de huevadas —impuso Uno— y buscá por dónde entra la niebla, antes de que afecte a otro.
      Dos inspeccionó las ventilaciones altas. En la última encontró una planchuela metálica carcomida por el óxido por donde entraba la niebla en un fino hilo amarillo. Buscó su pañuelo y lo convirtió en mecha. Con una lapicera empujó la mecha por el orificio y lo obturó. La niebla detuvo su fluir.
      La Anciana Señora A mejoraba; desprendida, abanicada, recostada, se disponía a tomar una pastilla que le tendía el Señor A.
      —Bajo la lengua, mamá; no te olvides.
      —¿Se siente mejor, señora? —preguntó Dos. La vieja le contestó con un asentimiento mudo mientras tomaba la pastilla.
      —Mejor... —articuló de inmediato, y cerró los ojos, con una sonrisa descansada. Los señores A, los ojos agrandados de miedo, volvieron a sus lugares; Dos se sentó. La niebla del interior del ómnibus ya no representaba peligro, se había diluido en el aire interior.
      —Arreglado —anunció—. Pero vas a tener que desviarte un poco, a ver si agarramos una zona sin niebla. Alguien va a precisar bajar y además tenemos que ventilar el ómnibus.
      —Vamos a torcer por Rosario.

Un aviso vial relumbró al lado.
      —Rosario, dos kilómetros —leyó Uno.
      —Ya no hay niebla, por suerte —observó Dos.
      El Señor A se había despertado del todo con la descompostura de su madre. Tiró de la palanca y se sentó recto a meditar su angustia. El salto que dio su respaldar despertó momentáneamente a la esposa, que se reacomodó para seguir durmiendo.
      Justo encima de él la lucecita roja de posición del ómnibus, que señalizaba la puerta de emergencia, los bañaba en una incandescencia infernal. Atrás de los señores A vibró un gimoteo y la inquietud de los niños, revolviéndose.
      —¿Qué pasa, eh? —susurró el Señor A.
      —Quiero hacer pis... —volvió a gimotear la vocecita. Era la niña.
      "¿Y ahora?", pensó A. Se levantó, pasó con cuidado por sobre las piernas de su mujer y avanzó por el pasillo hacia el frente del ómnibus.
      —¿Pasa algo, señor? —preguntó Dos cuando lo vio llegar.
      —Mire, la nena quiere ir al baño. ¿No podemos parar en algún lado?
      Dos miró a Uno, interrogativamente.
      —A la entrada de Rosario hay un Parador; podemos probar ahí, pero sólo unos dos o tres minutos, ¿eh?
      —Sí, sí, sólo eso, no se preocupe. ¿Cuánto falta para Rosario?
      —Muy poco. Estamos casi encima del bar. ¿Va a bajar usted?
      —No; irá mi señora con la nena.
      —Bueno; avísele que no se demore; no podemos detenernos mucho. Bien, aquí estamos.
      El ómnibus disminuyó la velocidad y dobló majestuosamente para entrar a una callecita lateral con sólo un edificio, donde los letreros de neón anunciaban en rojo y amarillo: "Parador. Bar. Comidas. Bebidas". A la derecha despuntaban, no muy lejos, las luces de Rosario. El Señor A se apuró hacia su asiento, a despertar a su mujer.
      El ómnibus estacionó ante el Parador. Había mucha luz adentro, pero poca gente. Uno y Dos observaron el interior y la sombra de los alrededores antes de abrir la puerta con un chasquido. La Señora A, bostezando y estirándose a mano el cabello, bajó a los tropezones, cargada con una niña rubia y llorosa de pocos años.
      —Ligero, señora —le recordó Uno.
      —Sí, sí.
      Entró apurada al Parador y se dirigió al mostrador. Hizo una pregunta al encargado del bar, que secaba vasos entre bostezos; el hombre le señaló a la derecha y hacia allí se fue.
      —"Al fondo, a la derecha" —bromeó Dos—. Los baños siempre quedan allí.
      Esperaron, callados. Uno no sacaba los ojos del panel, mirando el reloj; Dos atisbaba el campo y el horizonte, ya no se vislumbraba el relampagueo que divisara antes de Pergamino. Desde la puerta del Parador podía ver una línea de álamos contorneando la callecita lateral por donde entraran y a la derecha un breve jardincito con las últimas flores de otoño.
      —Un minuto —contabilizó Uno.
      —Esperemos, todo está tranquilo —lo apaciguó Dos.
      Volvieron a quedar en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos. Uno pensaba cuánto demoraría la niebla en llegar a Rosario; Dos se perdía en conjeturar quien sería el que cuidaba el jardincito, pintaba de blanco las piedras que contorneaban el cantero y escarbaba la tierra. Él mismo tenía, en Victoria, un jardincito frente a su casa que cuidaba los domingos y los días francos.
      ¿Tenía? Sí, "tenía"...
      —¡Dos minutos! —se impacientó Uno—. ¡Eh, señor!
      El Señor A vino apresuradamente por el pasillo. No estaba sentado; de pie, esperaba con impaciencia la llegada de su mujer. ¿Qué le pasaría?
      —Oiga, señor, ¿Por qué no va y la apura a su mujer? —preguntó.
      El Señor A asintió sin hablar y bajó a los tumbos del ómnibus; cruzó la puerta de vidrio; sin preguntas, dobló a la derecha. Uno puso el vehículo en marcha. Dos se tensó al mirar hacia atrás, al camino que dejaran; el grito se le ahogó en la garganta y sacudió a Uno por el hombro: fileteada por la luz de la Luna, la masa de niebla avanzaba en copos amarillos y pesados, como una tormenta de verano.
      Uno cerró la puerta del ómnibus con un violento palancazo que alertó a todos y arrancó con brusquedad. Lo más ligero que pudo hizo la curva y retomó la ruta, a toda velocidad. El Angel, desde su asiento, alcanzó a ver al matrimonio A y su niñita que salían —¡recién!— del Parador y corrían desesperados tras el ómnibus hasta la ruta, para darse allí por vencidos y quedar parados, solos, en la oscuridad.
      Adentro del ómnibus todo era un pandemónium: Dos se había caído en el primer volantazo; el Jubilado protestaba por "la descortesía y desconsideración de los jóvenes, incapaces de esperar"; los niñitos A que quedaban se echaron a llorar y gritaron llamando a su mamá, hasta que la Anciana Señora A se levantó y se sentó con ellos.
      El Angel se levantó de su asiento, desplegó las alas brillantes y enormes y tapó el espectáculo terrible que dejaban atrás: la niebla ahogaba con sus espesos brazos mortales el Parador, y el letrero amarillo "Bar" ya había desaparecido.

La Maestra, despierta, miraba pasar Rosario junto a la ventanilla. Siempre que andaba por ahí la observaba con curiosidad de historiadora: era un lugar tocado por los dedos de la patria, el alma de Belgrano flotaba en sus calles.
      Pero las calles no le daban nunca nada: pulidos asfaltos, farolas prolijas, puertas cerradas y nada más. Era cierto que el ómnibus no pasaba por el centro, sólo por los barrios periféricos: ¿qué otra cosa habría de ver? Ahora las casas raleaban, las palmeras que bordeaban la avenida se espaciaban más. El ómnibus apuró la marcha, ya salían de Rosario.
      Tomaron por la autopista que conectaba con la ruta a velocidad siempre pareja. Nadie se fijó que el Angel ya se había sentado y que los niños A dormían otra vez, con las cabezas en las faldas de la abuela.
      La Maestra apoyó la frente en el vidrio fresco, mirando hacia afuera. Una curva y otra vez el campo, frente a ellos. Un aviso de ruta: "Roldán - Cañada de Gómez - Lucio V. López". Flechas. Todavía el orden en la señalización vial. Miró hacia afuera otra vez.
      ¿Qué?... Ajustó la vista, haciéndose orejeras con las palmas de las manos. Por la llanura cubierta de pajas pasaban sombras oscuras y enormes, como de animales corriendo y a veces saltando. La luna bañaba de horror el espectáculo. Divisó uno de los bultos sombríos cerca de la ruta, quieto; creyó distinguir las fosforescencias malignas de ojos rojos; más allá corrían otras... dos... tres... ¡El horizonte pululaba de sombras! ¿O era su imaginación? No pudo reprimir el grito de miedo, por más que se mordió el puño.
      Se le arrimaron el Estudiante, la Modelo Rubia y el Mecánico. Temblorosa; señaló con el dedo hacia afuera. Los tres se arrimaron a su ventanilla y otearon la oscuridad.
      —Parecen... ¿Búfalos? —dijo el Estudiante, echándose hacia atrás el pelo y ajustándose los anteojos—. Digo, por el bulto... la giba... el modo de moverse... pero, ¿qué harían los búfalos en la Argentina?
      El Estudiante investigaba Veterinaria en Almafuerte; venía de visitar a sus padres en Buenos Aires. Observó con curiosidad científica a los animales porque ahora el ómnibus marcha despacio, entre ellos. Del campo se separó uno, en un trote irreal que culminó sobre el vehículo: pudo verlo ahora bien, los ojos malignos, la giba, la pelambre espesa, casi pudo oler su aliento infernal. Golpeó al ómnibus de costado pero éste acelero y esquivó el segundo topetazo.
      El alarido histérico de la Rubia sacó a todos del estupor en que los dejara el inesperado ataque. La modelo era una hermosa jovencita de cabellos salvajes y dorados que fuera despedida en Retiro, junto con la Modelo Morena, por un apurado secretario que poco menos que la tiró en el ómnibus.
      La Rubia se derrumbó sobre su asiento gritando, llorando y sacudiendo el torso hacia atrás y hacia adelante, como en el rezo judío. Cada vez que caía sobre sus rodillas, gritaba, con acento trágico y tembloroso:
      —¡Mamá, tengo miedo! ¡Mamá, tengo miedo!
      La Modelo Morena la tomó del cuello suavemente y la obligó a inclinar la cabeza en su hombro, mientras le daba tiernas palmaditas en la cara.
      —Creo que nos llegó la hora —comentó la Maestra.
      —¡Si alguien me supiera decir qué mierda pasa! —rabió el Estudiante.
      —Sí, eso es lo peor, vamos a morirnos sin saber por qué, cómo, ni quién decidió que fuera ahora —se angustió el Mecánico.
      —Me hubiera gustado estar con la patrona y los chicos —dijo el Mecánico—, porque así sería menos duro.
      A la inmadurez de la Maestra se contraponían la terquedad del Estudiante y la resignación del Mecánico. El resto del pasaje se debatía en cada una de sus islas: los conductores seguían con su trabajo, como si ese terror no les concerniera; el Cura apretaba el rosario entre las manos, con lo ojos cerrados; la Morena consolaba a la Rubia; la Anciana Señora A acariciaba a sus nietos gritones y lloraba en silencio; la Escritora gritaba "¡Basta!"; el Jubilado "¡Me quejaré a la Empresa!"; los tres Jóvenes Misteriosos cantaban suavemente moviendo las manos, como en un juego.
      —¡Córtenla! —gritó de pronto Uno—. Nadie va a morir, vamos a Córdoba, ahí está la salvación.
      En realidad no era eso lo que pensaba. "No vamos a Córdoba ni a ninguna parte, me parece." Pero se guardó el mal pálpito.
      El Cura se levantó y se acuclilló junto al asiento de las modelos. Tomó la cara de la Rubia con las manos y la obligó a mirarlo. Difícilmente se hubiera reconocido en ella a la resplandeciente jovencita de Retiro.
      —¿Por qué llama a su mamá? —le preguntó. La Rubia le contestó entrecortadamente, sofrenando su terror.
      —Porque tengo miedo de morir en este ómnibus.
      El Cura respiró hondo, cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos ya sabía lo que tenía que decir. Todos se acomodaron, disimuladamente, para escucharlo.
      —"¿Morir?" ¿Y qué es "morir"? ¿Por qué hay que tenerle tanto miedo? Todos vamos a morir. Mejor, digamos "dormir", porque la muerte es como un sueño.
      »Verás, hija... Nosotros viajamos en un ómnibus, ¿no? Andamos, andamos... Vivir es como hacer un viaje en este cuerpo que Dios nos dio. Vivimos, vivimos, vivimos... No nos quedamos en ninguna parte; pero tenemos una meta, nuestro destino. Ahora es Córdoba, ¿cierto?
      »Igual en la vida tenemos una meta: nuestro encuentro con Dios, en un lugar que no conocemos, más allá. Un poco antes de llegar a la meta nos dormimos, cansados. ¡Y nos despertamos con el ómnibus entrando en la Estación Terminal! Acabó el viaje, llegamos. Igual es la vida. Ese viaje tiene toda clase de incidencias, pero está en nosotros acomodarnos en el asiento para hacerlo placentero. Y cuando venga el sueño/muerte no tendrás más miedo porque sabrás que estás cerca de tu destino".
      Cuando dijo "sueño/muerte" pareció haber despertado al diablo. La Rubia redobló llantos y gritos. La Escritora se levantó, con una cantimplora en una mano y una pastilla en la otra. Silenciosamente, se la tendió a la Morena.
      —Dásela —le dijo.
      —¿Qué es?
      —Un sedante; la calmará.
      La Rubia se tomó el sedante sin chistar; la Escritora volvió a su asiento; la Rubia convirtió su griterío en un gemido, luego en estupor y por fin en sueño silencioso.

—¿Qué hora es? —preguntó el Jubilado al Mecánico.
      —Cuatro menos cuarto.
      Uno había vuelto a apagar la luz; ahora dormía él, y Dos llevaba el ómnibus. "Este maneja mejor que el otro", pensó el Jubilado. Se acomodó en su asiento, semirrecostado, a esperar el alba. Ya no dormiría, el medio sueño que descabezara antes del Parador le había borrado la fatiga.
      ¡Así era él en su negocito del Once! Todo el día vendía en la mercería, se acostaba a leer, apagaba la luz a las once y media y a las siete estaba tomando mate y regando las macetas: siempre tenía poco sueño, y mientras pasaban los años cada vez menos.
      Alguien refunfuñaba de nuevo en los asientos delanteros. El Cura se levantó, pasó a su lado y se inclinó sobre el asiento de los chicos A. "Qué cura metido", pensó el Jubilado, "primero con la chica y ahora con los hijos ajenos". Siguió mirando el campo sin niebla.
      El Cura se acercó a Dos.
      El chico A está descompuesto —explicó—. ¿No podríamos parar un momento? De paso puede airear el ómnibus, vea que afuera no hay niebla.
      Dos blanqueó los nudillos en el volante. ¡No quería parar, cada parada era una muerte! Sólo quería llegar, y lo más pronto posible.
      —Mire que si el chico se descompone acá va a ser peor —advirtió el Cura—, porque quiere mover el vientre; va a envenenarnos el aire. Y ahora podemos aprovechar, que afuera todo parece tranquilo.
      —Sí, parece —gruñó Dos.
      —Bueno, pare, por favor, escuche cómo lloriquea el chico.
      —Está bien. —Dos suspiró y sacó el pie del acelerador. El ómnibus se detuvo suavemente y lo arrimó a la banquina más que nada por hábito, porque en realidad hacía mucho que no cruzaba ningún vehículo.
      El Cura volvió al asiento de los A y ayudó a bajar al niño mayor, que descendió los escalones con la cara contraída. Él y el Cura caminaron hacia atrás, bordeando el ómnibus.
      El aire fresco del alba entró barriendo las miasmas nocturnas. Dos respiró hondo y paseó la vista por la ruta vacía y el campo, a su izquierda, apenas alumbrado por la luna: extensiones de alfalfa y paja brava; un montecillo a lo lejos; una línea de álamos cortando el viento de la llanura. "Tierra de pastoreo".
      —¿Eh? —Uno se había despertado. Entonces Dos se percató de que había hablado en voz alta.
      —El Cura bajó con el chico A, que tenía descompostura de vientre. Dormite, todo está tranquilo, no pasa nada.
      Uno ya no iba a dormir. Echó a un lado su campera; se desperezó; se puso de pie. Al mismo tiempo se escuchó el alarido del niño.
      A la vez se pararon Dos, el Jubilado, el Mecánico, la Anciana Señora A, mirando hacia atrás del ómnibus. En el silencio horrorizado se oyó una carrera desenfrenada y luego otro alarido, esta vez de hombre. ¡Y nada, nada se veía!
      —¡Cerrá! —ordenó Uno—. ¡Cerrá y rajemos!
      Al borde del descalabro, Dos volvió al volante, cerró la puerta, arrancó, tomó la ruta.
      —¡Acelerá! ¡Acelerá! —gritó Uno; el ómnibus se sublevaba, gritaba, lloraba, se atropellaba en el pasillo; Uno casi rugió:— ¡Siéntense! ¡No vamos a arreglar nada con el pánico!
      Para su asombro, todos le obedecieron, salvo el Jubilado, que quedó de pie tratando de mirar qué había pasado. Uno se volvió a Dos que, demudado, la cara bañada en lágrimas, balbuceaba incoherencias.
      —Es mi culpa... No debí parar... Es mi culpa... ¡Vaya a saber!... Algo los agarró, no sé... A lo mejor fue uno de esos búfalos... Mi culpa... Pero, ¿y el Cura, por qué...?
      La maestra consolaba a la Anciana Señora A. Los demás habían vuelto sobre sí mismos a seguir madurando su terror.
      —¿Podés manejar? —preguntó Uno— ¿No querés que lo haga yo? Se inclinó sobre Dos, solícito. De pronto una mano brutal que lo tomó del cuello de la camisa lo obligó a enderezarse para no asfixiarse. Se encontró con la cara del Jubilado, roja de furia, y recibió una lluvia de saliva junto con la invectiva feroz:
      —¡Canallas! ¡Sinvergüenzas! ¿Hijos de puta! ¡Asesinos! ¡Vuélvanse ahora mismo y busquen al Cura y al chico! ¡Es la tercera vez que abandonan gente en la ruta!
      Empezaron a forcejear. El Jubilado acogotaba a Uno que se esforzaba por salvarse, sin conseguirlo. El Estudiante miraba la escena sin intervenir. ¿Dónde estaría la razón?
      Uno, ya sin aliento, tanteó hacia atrás la guantera; halló la llave inglesa y la asió con fuerza. El Jubilado cayó hacia atrás sin un gemido, luego del horroroso ruido de tronco hachado que hizo su cabeza. Uno soltó la llave y se acarició el cuello amoratado, respirando con jadeos y tosiendo. Luego acomodó el cuerpo muerto bajo el primer asiento y lo tapó con una frazada.
      Nadie protestó; puso otro caset. Brotó la música en oleadas agridulces y dejó que aplacara su tormenta.
      —Alejandro Lerner —reconoció. Luego suspiró—. Dame el volante.

El letrero de la ruta anunciaba: "Villa María 2, James Craik 3, Oliva 6". Dos manejaba de nuevo, más tranquilo ahora.
      —¿Qué hora es? —preguntó.
      —Seis menos cuarto.
      —Falta poco para Villa María. No veo niebla por acá, por suerte.
      —En una de esas nos salvamos.
      —Sí.
      Quedaron en silencio mirando la ruta, el horizonte. Atrás de ellos el paisaje inmóvil, dormía, o sufría, o resignaba su destino aciago.
      —Voy a controlar el pasaje —anunció Uno, separándose de la sección de comando; subió la pasillo, armado de una linterna. Tuvo el primer sobresalto con la Anciana Señora A: yacía en el asiento recostada boca arriba, los ojos abiertos y los labios semisonrientes; una mano colgaba laxa en el pasillo y la otra se apoyaba con delicadeza en el nieto que dormía con la cabeza en su regazo. Quiso buscarle el pulso pero soltó pronto la mano, que era como un mármol. ¿Cuándo habría muerto, que ellos ni se habían enterado?
      Atrás escuchó llorar a la Morena; puso un pañuelo sobre la cara de la viejita y avanzó hacia la Morena.
      —¿Qué pasa? —susurró. La Morena sacudía a la Rubia del hombro pero ésta abandonaba laxamente el cuerpo a los sacudones, sin reaccionar.
      —¡No puedo despertarla! ¡No puedo despertarla! —lloriqueó la Morena. Uno alzó el cuerpo de la Rubia —¡qué liviana era!— y se detuvo un momento en el pasillo para la explicación misericordiosa.
      —La voy a llevar al primer asiento para reanimarla —explicó—. Quédese tranquila.
      Estaba en coma. Feliz de ella, había pasado del sueño al más allá, y sin dolor. La depositó con cuidado en su propio asiento; completó la comedia tapándole las piernas con su campera. Volvió al fondo del ómnibus.
      —¿La va a reanimar? —conmovía la angustia de la Morena. Dos lo salvó de responder.
      —¡Villa María! —anunció—. Pero no paramos.
      Uno se sentó con la Morena, que se mordía los nudillos.
      —Escuche: la pastilla que tomó debe haber sido muy fuerte; está muy dormida. Déjela tranquila; en Córdoba la vamos a reanimar con un café.
      El ómnibus se había parado; Uno palmeó la rodilla de la Morena, con afecto y apaciguamiento, y se levantó. Avanzó hacia el sector de comando.
      —¿Qué pasa? ¿No dijiste que no parabas?
      —Semáforo —señaló Dos. Era Cierto; uno de esos semáforos incomprensibles en calles solitarias de ciudades provincianas marcaba paso a peatones y se lo prohibía a ellos. Además, Dos había abierto la puerta.
      —Ventilación —explicó; se abanicó con la mano—. Ya me estaba doliendo la cabeza.
      ¡Cómo demoraba ese semáforo! Uno ensayó una risita.
      —¡Qué ridículo me parece estar parado en un semáforo cuando ningún peatón, ni un gato, cruzan la calle! ¡Verde, seguí...! —recordó—. Cerrá la puerta.
      Ronroneó el motor por la calle desierta y aún iluminada.
      —¿Controlaste todo ya? —preguntó Dos.
      —No; ya sigo —volvió al pasillo, linterna en mano. Alguien faltaba... ¡La Maestra, el Mecánico! Paseó la luz por todos los pasajeros, por todos los asientos, por el suelo: no estaban. Se le erizaron los cabellos. La luz de su linterna se detuvo en los Jóvenes Misteriosos, uno por uno: le miraron, le sonrieron.
      Luego enfaroló a la escritora: tenía algo sobre las rodillas, una carpeta abierta, con escrituras; en una mano empuñaba una lapicera, con la otra se calzaba los anteojos.
      —¿Puede ver, con esa luz? —preguntó, cortésmente.
      —Sí, me basta —respondió ella. El alba entraba con sus primeras claridades lechosas por la ventanilla.
      —¿Qué hace? ¿Escribe? —preguntó, por preguntar; se alejó sin atender la respuesta y sin ver la mano que cruzaba con una raya la hoja.
      —Tacho —fue la contestación.
      Uno se derrumbó en su butaca, son un suspiro.
      —¿Y?
      —Dos muertos, dos desaparecidos desde el último incidente —anunció con frialdad. La mano de Dos tembló en el volante, casi agarró la banquina—. Guarda, que los que quedamos lleguemos enteros.
      —¿Muertos? ¿Quiénes? ¿Cómo?
      —Mirá: la viejita A debe haber muerto de la impresión cuando me atacó el Jubilado; la Rubia está en coma, vaya a saber qué le dio la Escritora; la Maestra y el Mecánico desaparecieron. La maestra no importa, ¿qué más da una menos, con todas las que hay? Lo jodido es el Mecánico. ¡Ponele que se nos descomponga el ómnibus en Oliva!
      —Pero, ¿cómo desaparecieron?
      —No sé; a lo mejor bajaron del coche por atrás de nosotros cuando estábamos parados en el semáforo, en Villa María.
      Otra vez silencio; otra vez ojos repartidos hacia la ruta y el horizonte. El paisaje se hacía cada vez más claro; se acercaba el sol pero, de todos modos, aún boyaban por el campo luces solitarias; ya se distinguían mejor contornos de arboladas, de pajonales, de ranchos sobre la ruta.
      —Ahí está Oliva —anunció Uno.
      —¿Y James Craik?
      —No sé —Uno se encogió de hombros—. En este viaje de locos puede haber pasado cualquier cosa, como que se haga humo una ciudad entera.
      —Poné música; es hora de despertarse.
      Uno revolvió la casetera y sacó una cajita.
      —Guarda con esto —bromeó. Era un cuarteto. Dos sonrió—. ¿No te parece bueno para levantar el ánimo?
      Alguien estaba detrás de ellos: los tres Jóvenes Misteriosos. Sonrieron todos a la vez pero uno solo habló. Su voz era suave, casi femenina. Tendió su boleto a Uno, junto con una contraseña.
      —Acá nos bajamos. Tenemos unos paquetes.
      El ómnibus paró en la Terminal pequeñita y aseada, donde apenas si se habían arrimado una camioneta y un auto particular. Uno bajó con los tres Jóvenes; Dos mantuvo la puerta abierta. "¿Qué raro!", pensó, "Ni siquiera me acuerdo dónde ni cuándo subió este trío". Sonó el golpe de la baulera nuevamente cerrada; en dos saltos, Uno estuvo adentro de nuevo; se sentó, con el ceño fruncido. Dos lo miró de reojo, mientras arrancaba.
      —¿Qué te pasa?
      —¿Sabés qué equipaje tenían esos muchachos?
      —No me acuerdo; ¿qué?
      —Un aparato para tejer, como ese con que se pincha el dedo la Bella Durmiente en la película... ¿Te acordás...?
      —Una... ¿rueca?
      —Eso; y dos paquetes.
      —Serán anticuarios; habrán ido a Buenos Aires a comprar cosas viejas. O maricones, vaya a saber. —Dos paró junto a la banquina—. Tomá el volante, que tenés que entrar a Córdoba manejando vos.

EPILOGO

Dos despertó a los cinco, uno por uno, para que vieran cómo Córdoba extendía sus luces en el pozo serrano, aún oscurecido. La vista desde lo alto de la ruta nueve era hermosa pero breve. Pronto se bajaba a Barrio Juniors y de ahí a la Terminal sólo había un paso.
      El pequeño A se sentó bruscamente, zafándose de la mano de la abuela muerta. —¿Vamos a pasar por el arco de Córdoba?
      Frenéticamente, la Morena se pasaba crema por el rostro estragado. Ya había olvidado a su compañera. "Espero que el productor esté en la estación", pensó.
      El Estudiante escrutó la calle. —¡Eh! ¡Son las siete y no hay movimiento!
      La Escritora hizo seis rápidas rayas en su planilla. —Bien, todo listo —dijo.
      Uno bostezaba desmayadamente, gozando de antemano con la llegada. Casi cerraba los ojos. ¡Qué mal viaje habían hecho! Por eso no vio, al dar la curva, el nudo de tráfico muerto que formaban un ABLO, dos camiones y un Fiat. Volanteó, desesperado, pero sólo para clavarse contra el arco de Córdoba y volcar espectacularmente.
      Casi de inmediato el ómnibus se incendió. Durante unos minutos se oyeron los gritos de los condenados al infierno. Después, cuando todo quedó en silencio, se abrió la puerta de emergencia como la escotilla de un submarino y por ahí salió el Angel.
      Se paró sobre el césped, junto a la pira de metal y humanidades. Abrió y cerró las alas, como para probarlas, y se lanzó en vuelo entre las palmeras del Parque Sarmiento, hacia el inmóvil pozo de luces de la ciudad.
      Entonces, la niebla avanzó.

Publicado originalmente en la revista Axxón número 16



Emma Gómez

Emma Gómez es argentina, de la provincia de Córdoba. Este cuento fue galardonado con el Primer Premio del Concurso Más Allá de Cuento Inédito del año 1990. "Ninguna parte" fue publicado originalmente en Axxón 16