NOMBRE PROPUESTO PARA EL PLANETA: ?
César López Orbea

Luego de siglos de crisis, guerra y cambios de signo político de todo tipo, la Tierra sufre de una superpoblación que vuelve inestable la paz recientemente alcanzada por la raza humana. La largamente pospuesta exploración de otros sistemas estelares es encarada por fin como una necesidad ineludible. El vehículo será el Adelantado, un inmenso navío interestelar en forma de esfera de cinco kilómetros de diámetro, dotado de dos tipos de impulsores, el IIG (impulso de inercia gravitacional), útil para moverse dentro de los sistemas solares, y el Hipermotor, capaz de curvar el espacio en los alrededores de la nave hasta igualar el campo gravitatorio de un agujero negro y luego soltarlo bruscamente, logrando así "rasgar" el tejido del espacio para producir una singularidad matemática y física que permite a la nave entrar al hiperespacio. Con este poderoso navío, y una tripulación de cincuenta mil hombres, la raza humana se lanza a las estrellas, a la búsqueda de nuevos planetas para colonizar...

Apuntamos a una extrella de décima magnitud de la constelación de Sagitario, ya que teníamos ciertas débiles evidencias de que podía poseer un sistema planetario.
      Velocidad: 0,967537 de la velocidad de la luz.
      Intensidad de Campo Gravitatorio: 15,763458 masas solares.
      ¡Salto!
      Emergimos a 11 días-luz de un sistema —nuestros instrumentos lo indicaban con claridad— compuesto de trece planetas.
      Con los detectores de masa al punto de máxima sensibilidad, a fin de no chocar contra algún pequeño cuerpo celeste en un sistema todavía no relevado —por lo que la computadora de vuelo carecía del bloqueo contra posibles rumbos de colisión—, penetramos con prudencia en un sistema planetario que nos era completamente desconocido. A medida que avanzábamos íbamos hallando los análogos de Neptuno, Urano, Saturno, Júpiter —tres de los planetas tenían anillos— y... la Tierra.
      El análogo de la Tierra flotaba ahora a unos 500 kilómetros por debajo de nosotros. Este planeta orbitaba ligeramente más lejos de su sol que el nuestro y su masa era algo así como un décimo mayor, lo que incrementaba en consecuencia su aceleración gravitatoria. La mayor lejanía resultaba compensada por una actividad solar mayor, lo que hacía ambas temperaturas medias virtualmente iguales: 19º C contra 21º de la Tierra. La atmósfera era prácticamente idéntica y el período de rotación de 20 horas.
      ¡Y había vida! Con la consiguiente emoción —era la primera vez que ojos humanos contemplaban vida ajena a la Tierra— observamos las pantallas conectadas al telescopio principal de la nave.
      En ellas aparecían unos gigantescos escarabajoides —de un largo promedio de dos metros— dedicados empeñosamente a... arar y sembrar. La actividad era inequívoca: se ordenaban en columnas de cinco o seis y, mientras el primero clavaba sus largas mandíbulas en la tierra, pujando hacia adelante, los demás se acoplaban al empuje —cabeza con cola, como en un scrum— y entre todos conseguían que el primero hiciese de "arado", dejando tras de sí dos surcos perfectamente rectilíneos. Cada tanto el "arador" era reemplazado en su penosa tarea por alguno de los "empujadores", sin que el trabajo se interrumpiera.
      Detrás del equipo de arada venían los "sembradores", escarabajoides que llenaban su boca con semillas y, caminando por los surcos, las iban dejando caer a intervalos regulares. Cuando se les acababan, se separaban de la columna para ir a buscar más a lugares donde las habían apilado previamente, encolumnándose luego al final del equipo de sembrado. Y detrás de todo venían los últimos "aradores", equipos idénticos a los primeros, pero no destinados a abrir surco, sino a cubrir con tierra las semillas sembradas.
      Nuestra órbita circumpolar nos llevó con rapidez sobre otras zonas de ese mundo, en las que se estaba ya en la etapa de desmalezado o cosecha. Llamaba la atención la flexibilidad y habilidad con que los entes manejaban las grandes mandíbulas de que estaban dotados: la cosecha la realizaban largas filas de escarabajoides que cortaban con sus mandíbulas —"segadores"—, mientras que los que venían detrás juntaban —con sus mandíbulas— grandes brazadas y las llevaban a los "trilladores", escarabajoides que se diponían en círculo sobre una zona de base dura y golpeaban luego la cosecha —con sus mandíbulas— para separar grano de troja. La troja era apilada luego en grandes parvas y la semilla guardada en cuevas excavadas en la tierra. Antes de guardarla la regaban con un líquido orgánico que excretaban y cuyo propósito no entendimos. (Sólo después, cuando capturamos un ejemplar, descubrimos que se trataba de un potente inhibidor de crecimiento.)
      Pasamos sobre la zona nocturna. Aparentemente no tenían nidos, cuevas ni refugios de ningún tipo. Al crepúsculo se detenían tan bruscamente como si los hubieran desconectado, y al alba reanudaban la tarea.
      En otras zonas, en las que al parecer la tarea de cultivo ya había terminado, los vimos estacionados en largas filas, como maquinaria agrícola dejada a la intemperie.
      Situamos cámaras de TV —pequeñas esferas equipadas con IIG— por todo el planeta, con el fin de hacer un estudio global.
      Ojukwu, Jefe Xenobiólogo, y McAllister, Jefe Xenopsicólogo, estaban flotando sobre una nube: hasta entonces sus respectivas ciencias habían sido puramente teóricas, y se habían limitado a almacenar en las computadoras todas las posibilidades de conducta que podría ofrecer la vida alienígena (muchas de esas posibles conductas eran extraídas de las novelas de ciencia-ficción). Se caminaban ahora los primeros pasos prácticos en ambos campos, lo que conllevaría fama eterna —si las cosas salían bien— o el consecuente oprobio —si salían mal.
      Un accidente nos hizo pensar que los escarabajoides eran sordos: uno de los platillos de exploración sufrió una falla y se estrelló contra la nave. Bernardez, el técnico electrónico que pilotaba la máquina, resultó con una seria herida en su brazo —varias venas seccionadas—, lo que le hizo perder gran cantidad de sangre. A Mach 15, en esa atmósfera casi idéntica a la de la Tierra, se deben de haber generado ondas de choque de potencia pavorosa... Pero el trabajo de los escarabajoides no se interrumpió, ni siquiera cambió de ritmo.
      Por fin, unos quince días después de iniciado el estudio, xenobiólogos y xenopsicólogos estuvieron en condiciones de entregarnos sus conclusiones preliminares.
      —Aparentemente —explicó McAllister, sinónimo de integridad intelectual; sólo el ver cómo había empezado lo probaba— nos encontramos frente a una raza que ha sido capaz de crear una agricultura intensiva, superando la dificultad fundamental de carecer de manos. Con Ojukwu y von Ciliax (jefe del grupo de Agronomía y Veterinaria) hemos llegado a la conclusión de que la población de escarabajos en el planeta es varios cientos de veces superior a la posible si no hubiesen desarrollado la... iba a decir "tecnología", pero la palabra estaría mal empleada, pues no hemos detectado en poder de los escarabajoides una sola herramienta. Digamos, mejor, la "civilización" agrícola. Ciframos la población total en unos dos mil quinientos millones de individuos, lo que es imponente para seres que comen tanto como un ser humano y carecen de la más mínima herramienta. Como pueden ver —las imágenes iban apareciendo en una pantalla—, con la sola fuerza de sus mandíbulas han logrado excavar pequeños ríos y construir canales de irrigación y desagüe. Al parecer, carecen tanto de técnica como de arte. No hemos logrado descubrir cómo se comunican, ni siquiera si lo hacen (aunque la coordinación con que trabajan debiera indicar que sí)...
      Y así siguió, informándonos de todo lo que se había descubierto, y mucho de lo se que había supuesto, sobre aquella extraña raza.
      Se dispuso que al día siguiente se intentara un Primer Contacto. La expedición bajaría en dos platillos, el segundo protegiendo al primero, y el equipo de contacto estaría compuesto por cinco xenopsicólogos equipados con armadura de combate completa. (¡Cinco millones de años de lucha continua, amarga, crudelísima nos condicionaban!)
      Pocas veces en la historia se habrá tenido noticia de un fiasco mayor. Ojukwu "ancló" el primer platillo en el aire, mientras McAllister y sus cuatro compañeros saltaban a tierra y procuraban contactar con alguno de los varios cientos de escarabajos que se movían por allí.
      Pues —bueno es decirlo— la llegada del Equipo de Contacto fue recibida con una indiferencia rayana en lo hostil: la multitud no se arremolinó, nadie los miró... cada uno prosiguió con su trabajo, a ese ritmo isócrono que nos era tan familiar.
      McAllister y su equipo esperaron un largo rato, desconcertados. Conferenciaron a continuación durante un par de minutos —se los veía por el televisor— y se dirigieron luego firmemente hacia la alta pila de semillas en la que los "sembradores" se reabastecían. Cuando ya casi habían llegado, un escarabajo caminó hacia ellos con su boca llena de semillas. McAllister se le puso adelante... El escarabajo eludió el grupo con indiferencia y se dirigió hacia la columna de sembradores que le correspondía.
      Llegaron por fin a la alta parva de semillas, por cuyas cercanías transitaban afanosos escarabajos que llenaban sus bocas vacías y volvían a la carrera a sus lugares... sin dirigirles una sola mirada. Pasaban a ambos los lados del desconcertado grupo, que esperó un par de minutos para ver si algún ejemplar más curioso se detenía. Como tal cosa no sucedió, hubo otra rápida conferencia y los cinco xenopsicólogos se dispusieron alrededor de la parva, para impedir el paso de los alienígenas.
      Lo que pasó con McAllister fue arquetípico: cuando un escarabajo arribó para llenar su boca, se le puso delante; el escarabajo intentó eludirlo por un costado y McAllister se corrió; el ente quiso entonces eludirlo por el otro costado y McAllister volvió a correrse; y en esa danza —a medias estúpida, a medias ridícula— pasaron otro par de minutos. Mientras tanto, más y más escarabajos iban arribando con sus bocas vacías, y cuando veían la multitud se detenían a esperar.
      A la gracia que nos causaba ver a McAllister y sus compañeros bailando aquella ridícula "gavotte" se superponía la aprensión: si bien sabíamos que aquellas gigantescas mandíbulas no podían destruir una armadura de combate, temíamos por los efectos que pudiera producir en nuestros compañeros una estampida de varios cientos de escarabajos enfurecidos.
      Al fin, el grupo lo dejó por imposible y se retiró, dejando la pila libre. Lo que se había armado ahora era una "galleta" descomunal de tránsito, con decenas de escarabajos ya reabastecidos de semillas pugnando por salir... De pronto, como obedeciendo una orden inaudible, en diez o quince segundos la masa de escarabajos se ordenó dejando salidas radiales, que aprovecharon tanto los entes como McAllister y su equipo.
      Formaron un corro. Nosotros, a bordo, estábamos tan desconcertados como ellos, y se habían empezado a intercambiar las sugerencias más absurdas. Pero McAllister era un hombre obstinado, de modo que después de una breve conversación se dirigieron hacia donde los escarabajos araban y se pararon —McAllister el primero— delante de la larga columna de escarabajos que venía pujando con esfuerzo.
      El "arador" sencillamente lo embistió. Dos poderosas mandíbulas lo empujaron a un lado, haciéndolo caer, y una pata lo pisó, patinando sobre la armadura en el afán de afirmarse para avanzar. Luego las patas de los escarabajos posteriores lo fueron pisoteando, hasta que todo el "equipo" hubo pasado sobre él. Los demás xenopsicólogos habían descubierto que podían saltar de escarabajo en escarabajo, como quien salta sobre coches en un estacionamiento, y así lo habían hecho, hasta bajar por detrás del último.
      Corrieron luego en auxilio de McAllister, quien no había sufrido herida alguna, salvo en su amor propio.
      Hubo otra breve conferencia. Tanto ellos como nosotros comprendimos que no habría Primer Contacto, que ningún alienígena se detendría para intentar comunicarse con nosotros. Caminaron con renuencia hacia el platillo, todavía anclado en el aire, mirando hacia atrás de vez en cuando... McAllister se volvió para dar una última mirada a la multitud de escarabajos que proseguía su afanoso trajinar, tan estólidamente indiferentes... luego subió al platillo.
      ¡Era indignante!
      ¡Podíamos admitir que no nos quisieran, podíamos admitir que nos odiaran, admitiríamos incluso que nos combatieran!
      ¡Pero haber arribado desde 300 años-luz para que nos ignoraran del todo!
      —Hay algo de incongruente en que una raza que ha alcanzado un nivel tan avanzado en agricultura carezca absolutamente de curiosidad —comentó McAllister, reflexivo, al arribar a la nave—. ¿Cómo lograron averiguar, por ejemplo, la época óptima para la siembra, cómo la de la cosecha, si jamás se hicieron preguntas acerca de su sol, las estrellas o por qué, periódicamente, hay épocas de calor y días largos y otras de frío y días cortos? —preguntó, más para sí mismo que para nosotros.
      Discutimos durante las horas siguientes qué hacer, y decidimos capturar uno de los alienígenas.
      —Tal vez al ser separado de su entorno muestre más curiosidad —comentó uno de los xenopsicólogos.
      De modo que procedimos a preparar una jaula con paredes de cristal —del mismo tipo de cristal ultrarresistente de nuestras armaduras de combate— y la saturamos con sensores químicos, térmicos, electromagnéticos... hasta un tomógrafo computado instalamos. Cuando todo estuvo listo, uno de los platillos realizó una breve incursión por la zona nocturna, donde se hallaban estacionados millones de escarabajos absolutamente inmóviles, alzó uno de ellos y parte de una parva con un rayo de gravedad, y voló de vuelta a la nave. Lo esperamos con media docena de hombres vestidos con armaduras de combate —que eran al mismo tiempo trajes de vacío— apostados en la esclusa abierta. Por la amplia abertura se veía el platillo acercándose con rapidez, recortado contra el fondo del planeta.
      La máquina entró y se cernió por un momento sobre la jaula, mientras la puerta se cerraba y se recuperaba la presión. Instantes más tarde se abría el vientre del platillo y dejaba caer el escarabajo y su alimento, sostenidos por el rayo de gravedad. Unos segundos después la jaula era cerrada con el ente adentro, mientras la empujábamos hacia los laboratorios de xenobiología.
      Ahí estaba, tan inmóvil como una piedra... y tan inerte como una de ellas; ni siquiera comía. Había pasado una semana desde que "raptáramos" al escarabajo y, salvo en lo superficial, no habíamos avanzado un paso. Habíamos determinado la estructura anatómica, que no difería mayormente de la de los insectos terrestres, salvo en la cantidad anormalmente alta de tejido nervioso; habíamos medido temperaturas, metabolismos, biorritmos... pero en cuanto a motivaciones, impulsos, sentimientos, seguíamos tan a oscuras como antes. Habíamos determinado sus ritmos encefálicos, que estaban compuestos por dos ondas: una de pulsar lento —cinco ciclos por segundo— y otra rápida, de quince ciclos. Pero ninguno de los estímulos que imaginamos lo había obligado a dejar su inmovilidad. Lo más cerca que estuvimos de afectarlo fue cuando iluminamos la jaula con fuertes luces estroboscópicas; sus ritmos cerebrales se modificaron ligeramente... y eso fue todo.
      ¿Cómo demonios podíamos aprender, o enseñar, a una entidad que se limitaba a permanecer inerte e inmóvil?
      —Sigue pareciéndome que hay mucho de incongruente en que una raza tan pasiva haya avanzado tanto —volvió a reflexionar McAllister—. Hay algo ahí que no cierra.
      Nos reunimos desazonados para planear nuestros próximos movimientos. El escarabajo nos estaba venciendo... simplemente con inercia: ¿cómo hallar la fuerza irresistible que obligara a moverse a la masa inamovible?
      Decidimos, por lo pronto, devolver el escarabajo a su lugar, pues hacía una semana que no comía y no sabíamos cuánto podría resistir. Los dos días subsiguientes se nos pasaron en discusiones sobre si continuar o abandonar el sistema por otro más prometedor —después de todo, poco más podía haber que lo que ya habíamos visto: una civilización agrícola poblada por campesinos— y, de querer continuar, cuál podía ser nuestro próximo movimiento.
      —Aquí hay algo más que lo que aparece en superficie —repetía machaconamente McAllister, que, como todo gran científico, era un gran intuitivo... aunque no podía decirnos qué era ese "algo más".
      Era la noche del vigésimoquinto día. Dormía pesadamente, cuando la chicharra del comunicador me despertó:
      —¡Capitán, capitán! ¿Está despierto?
      Encendí la luz soñoliento: —Sí.
      —¡Vea esto! ¡Conectamos!
      En la pantalla se borró el rostro del oficial para aparecer una gran escena del planeta, envuelta en un caos neblinoso de polvo. Dentro de esa niebla polvorosa, miles, no, ¡millones! de escarabajos se movían con velocidad impresionante. (Se estableció más tarde un promedio de 85 kilómetros por hora.)
      Durante un minuto me quedé alelado: ¿dónde estaba la ordenada rutina que habíamos visto repetirse día tras día?
      La escena cambió bruscamente —habían conectado con otra cámara—, luego cambió otra vez... y otra... y otra...
      —Es lo mismo en todo el planeta, Capitán —comentó el oficial de guardia—. Observe usted... ¡hasta en la cara nocturna!
      Nuestras cámaras, equipadas con infrarrojos, mostraban, en efecto, la cara nocturna del planeta y a los escarabajos —que deberían haber estado inmóviles— corriendo desaladamente.
      Salté de la cama, me lavé la cara y me vestí, pensativamente, sin dejar de mirar la pantalla de TV; apagué luego el aparato y subí a la Sala de Control.
      Al llegar, contemplé en las grandes pantallas las mismas escenas que había visto abajo, pero me sorprendió que todo el mundo se apiñara frente a una de ellas. Me acerqué y, con la consiguiente sorpresa, observé que en la escena que mostraba esa pantalla los escarabajos se estaban... apilando. Los primeros arribados se habían dispuesto en un cuadrado de doscientos metros de lado y los que llegaban montaban ahora unos sobre otros, de modo que la torre así formada crecía con rapidez. A medida que lo hacía, se empezaban a ver millares de escarabajos trepando por los costados.
      Observé las demás pantallas. En algunas los escarabajos no habían llegado todavía al terreno elegido para levantar su torre; en otras la construcción ya había empezado. Esperamos, haciendo todo tipo de comentarios. En el curso de unas cuatro horas todos los escarabajos —independientemente de si era de día o de noche o de las condiciones meteorológicas reinantes— habían formado unas torres enormes, de unos ciento ochenta metros de altura; millares de ellas, esparcidas por todo el planeta.
      Y a la hermética, misteriosa naturaleza de los escarabajos, ¡había que agregarle ahora esto!
      Revisamos las grabaciones. En el mismo instante (¡y lo verificamos a la centésima de segundo!), todos los escarabajos del planeta se habían lanzado a un desenfrenado "rush". Los que estaban sembrando, los que estaban cosechando, los que estaban inmóviles —en un estado equivalente, en apariencia, a nuestro dormir— en la cara nocturna...
      Analizando los datos recolectados, los xenoespecialistas llegaron a varias conclusiones curiosas. Por ejemplo: mientras que los escarabajos que estaban sembrando habían corrido hacia delante —evitando pisar las semillas recién sembradas—, los que estaban cosechando habían girado sobre sí mismos y habían corrido hacia atrás, evitando así pisotear la cosecha todavía no recogida. Esto probaba, según ellos, que operaba allí más que un mero reflejo —como el que obliga a una polilla a dirigirse hacia la luz—, ya que, al menos en parte, los escarabajos conservaban su autocontrol. La simultaneidad del comienzo de la moción indicaba que, fuera cual fuese el estímulo que la desataba, operaba a escala planetaria, lo que hacía probable que proviniera de fuera del planeta.
      Y por último, el propósito de las torres. Había dos teorías básicas: la de quienes creían que eran su medio de reproducción y la de quienes pensaban que eran algún tipo de transmisores. Varios se adjudicaron el mérito de haber engendrado la idea, pero lo concreto es que despertó adhesión en buena parte de los especialistas.
      Pero si eran transmisores, ¿en qué banda transmitían?
      Sintonizamos desde las frecuencias acústicas hasta las cuasi-ópticas, sin hallar absolutamente nada...
      ¿Telepatía? En la nave había varios sensitivos; si los escarabajos estaban en comunicación telepática, entonces lo hacían por completo fuera del alcance de las mentes humanas.
      De modo que, por decantación, fue ganando terreno la idea de que la formación de las torres constituía su medio de reproducción.
      Otra cosa que quedaba en el aire era el estímulo que desataba el proceso. Se analizó toda causa imaginable: actividad solar, cambios químicos en la atmósfera, configuración del sistema planetario, campos magnéticos del planeta, bandas de Van Allen y mil más. Terminamos nuestro análisis en total desconcierto: no había variación significativa en ninguno de los parámetros.
      Veinte días más tarde, y simultáneamente en todo el planeta, los escarabajos se pusieron bruscamente en movimiento, bajando por millares por los lados de las torres y se lanzaron a otra meteórica carrera, bien hacia sus lugares de trabajo, bien a formar las largas filas en las que permanecían inmóviles durante el invierno.
      Y quince días después, las teorías "reproductivas" se derrumbaron estrepitosamente, cuando en el hemisferio Sur, terminada la cosecha, los escarabajos se lanzaron a un frenético copular.
      Algo era ya evidente: si nuestro propósito había sido comunicarnos con los escarabajos para tender un puente entre ambas razas y conocer algo de sus motivaciones, pensamientos, o anhelos, habíamos fracasado en toda la línea. ¿Qué nos quedaba por hacer? Alguien propuso viviseccionar un escarabajo; pero, aparte de los obstáculos éticos, ni siquiera hacía falta, pues el tomógrafo nos había dado toda la información posible sobre órganos, sistemas, tejidos, y hasta texturas. Nos quedamos todavía un par de meses orbitando el planeta, recogiendo muestras de vida marina, minerales y el cereal que cultivaban los escarabajos. Tres veces en ese lapso se formaron las torres, y ni siquiera nuestra potente computadora logró determinar alguna relación, por remota que fuera, con alguno de los millares de parámetros que se medían constantemente.
      Hubo una última conferencia antes de zarpar. Deprimidos y desanimados, fuimos entrando en los auditorios —¡era la primera especie no humana que hallábamos, y no habíamos logrado siquiera que nos miraran!— y nos fuimos sentando con lentitud para escuchar a los jefes de los departamentos de Xenopsicología y Xenobiología.
      —Señores, pese a lo que ustedes puedan pensar, no encuentro razones para esta depresión —comenzó McAllister—. Esto era posible y hasta previsible: sólo hemos tenido la mala suerte de encontrarlo en el primer sistema planetario que exploramos. Por primera vez en nuestra Historia tenemos un vislumbre de la Ajenidad, la Otredad, así, con mayúscula, y no resulta extraño que no podamos hallar relación, por remota que sea, con nuestras motivaciones, nuestra lógica y nuestro raciocinio...
      El debate subsiguiente se hizo turbulento y un tanto anárquico, debiendo hacer McAllister verdaderos esfuerzos para mantenerlo ordenado.
      En ese caos de cientos de preguntas y ninguna respuesta, una voz anónima, casi gritando para hacerse oír, preguntó: —¿No tiene usted alguna teoría para explicar la conducta de los escarabajos, Profesor?
      El silencio fue instantáneo. McAllister, frotándose pensativo la boca con el índice, contestó lentamente:
      —No tenemos suficientes elementos como para construir algo tan elaborado como una "teoría" —(¡su insobornable honestidad intelectual!)—. Sólo podemos hacer la más vaga de las especulaciones... y teniendo bien en cuenta que quedarán mil hilos sueltos y tornillos flojos...
      Yo, que conocía de sobra la prudencia de McAllister cuando se trataba de hacer suposiciones sin base firme, lo animé:
      —Aunque pueda resultar controversible, díganos lo que piensa, Profesor.
      Lo que siguió puso en evidencia que él y Ojukwu habían debatido intensamente el problema que nos ocupaba.
      —Insisto en que nuestros conocimientos son tan vagos que todas las posibilidades quedan abiertas... pero supongamos, sólo supongamos, que hay en la Galaxia (o mejor aún, en el Universo) dos razas en guerra, por motivos tan incomprensibles como sus acciones; dos razas tan fabulosamente avanzadas que han abandonado las armas físicas (o bien nunca las poseyeron) y sus guerras son exclusivamente mentales. Supongamos más aún: que una de esas razas toma planetas habitables y los puebla con... máquinas de combate, autorreproducibles y automantenidas... Crean una ecología que comprende sólo árboles, plantas alimenticias y...
      —¿No les llama la atención que la única fauna terrestre del planeta sean insectos polinizadores? —interrumpió Ojukwu— Nunca he tenido noticias de una ecología de este tipo, ni siquiera cuando colonizamos el sistema solar. Y la vida marina, por su parte, está como encerrada en un nicho ecológico, sin relación alguna con la ecología terrestre. Casi como si fueran dos planetas distintos... o como si una de las partes fuera... ajena...
      McAllister esperó un momento y luego prosiguió:
      —Sigamos especulando: supongamos que hay un súbito ataque mental, telepático, o como quieran llamarlo, y los defensores corren a sus puestos de combate. Supongamos que han sido diseñados para que, al encastrarse estrechamente, aumenten su potencia mental.
      —¿Recuerdan la superabundancia de tejido nervioso que hallamos en el ejemplar traído a bordo? —otra vez Ojukwu—; pues es completamente no funcional... y su disposición anatómica es tal que, al encastrarse en las torres, "podrían" quedar interconectados, formando una enorme masa neuronal. Tal vez en esa no-funcionalidad resida el asiento de esa hipotética potencia extrasensorial.
      McAllister esperó otro momento, y continuó:
      —Supongamos que prosigue la batalla en esta guerra imposible, tras alguna victoria inimaginable. Rayos mentales cruzando la Galaxia... escudos mentales levantándose alrededor de los planetas atacados y bajándose durante algunos milisegundos para emitir los rayos mentales propios. Se batalla durante días, o durante semanas, hasta que el enemigo se retira o es aniquilado. Las máquinas de combate vuelven entonces a sus tareas de supervivencia... y esto durante años... durante siglos... ¡tal vez durante milenios!
      —¿De qué manera se podría probar su teoría, Profesor? —interrogó otra voz anónima.
      —No lo sé —pensativamente—. Tal vez si encontráramos más planetas con este tipo de insectoides... u otro tipo de vida, pero con las mismas mociones caóticas y sin razón aparente... y que, de vez en cuando, se encastraran estrechamente entre sí...
      Las discusiones duraron horas, pero finalmente estuvimos todos de acuerdo en que nuestra permanencia allí era inútil y, a la luz de la hipótesis de Ojukwu-McAllister, hasta peligrosa. Por supuesto, no había ni que pensar en colonizar el sistema: las incertidumbres eran demasiadas.
      De modo que dimos la espalda a ese extraño planeta y nos lanzamos al siguiente salto.

Capítulo de la novela Con "T", como triunfo; con "F", como fracaso
Publicado originalmente en la Antología Visiones, de Ediciones Axxón, 1992.