NOVALIS
Fabián Dorado

—No se haga problema —dijo el Doctor Bermudez—. Al fin y al cabo no es la variante más brava. —Estévez sólo sonrió. Un poco porque era cierto y, más que nada, porque le hizo recordar aquello de "Esto le va a doler más a usted que a mí".
      —Aunque sólo sienta una somnolencia leve no se engañe, los análisis fueron claros. Tiene que guardar reposo absoluto. No deambule por la casa. Levántese únicamente para ir al baño. No sería el primero que, por no sentir dolor, termina con el hígado hecho cisco. De la dieta ya hablé con su mujer. Ah, tome dos de estas por día. —El médico dejó el frasquito sobre la mesa de luz y enfiló hacia la puerta sin estrecharle la mano.
      —Hablando de mi señora —lo atajó Estévez antes que saliera—. Supongo que puedo seguir teniendo relaciones.
      Bermudez lo miró con su mejor expresión profesional, la misma que usaba cuando se veía obligado a dar indicaciones sexuales de cualquier tipo.
      —No se exceda —dijo de cara al pasillo.
      A las doce y cuarto Laura le trajo el almuerzo: churrasco con papas hervidas y algo que ella llamaba "ensalada fresca" y que consistía en picar morosamente la mayor cantidad posible de vegetales crudos. Aunque el efecto era muy pictórico, a Estévez siempre le sabía a pasto. Básicamente esa sería su dieta para el próximo mes. Aparte de las frutas y el jugo de naranjas. Por lo general no solía tomar vino en las comidas, así que no poder hacerlo ahora no variaba sustancialmente las cosas. Sólo lamentaba que la prohibición alcanzase también a las generosas raciones de jerez que bebía antes de irse a dormir.
      Gabriel E. Estévez (La E era por Everardo, una más de las tantas jugarretas de su padre) tenía en ese momento treinta y seis años. Era un hombre moreno, no demasiado alto y de ojos que según le diera la luz variaban del marrón claro al color de la madera verde. Aunque de espaldas anchas no era corpulento. Tenía lo que él mismo llamaba "un físico torturado", o sea miembros largos con músculos fuertes y chatos. Su rostro acompañaba dignamente a su cuerpo. Anguloso, de pómulos altos, la mandíbula puntiaguda le daba un aire de firmeza, mientras que los labios gruesos y bien dibujados agregaban sensualidad a su fisonomía. Su nariz, recta y breve, no merecía ningún comentario en particular. Era un tipo sanguíneo, pero de marcado sentido práctico. Si estaba en una situación desfavorable veía, en primer lugar, qué se podía hacer para cambiarla y, si ello era imposible, trataba de sacar el mayor provecho de ese estado de cosas. Así que se dispuso a ver su convalecencia como una suerte de vacaciones en sempiterno estado de resaca leve. La idea le pareció particularmente apropiada. No abundaban los que pudiesen reparar turbinas de aviones de línea. Ello, si bien posibilitó siempre una alta cotización de sus servicios, lo obligaba a menudo a aceptar más trabajo del que podía realizar con comodidad. Estaba francamente agotado. Además, su trabajo le daba, junto al desahogo económico, la posibilidad de disponer de todos los elementos de confort que podían ayudarlo a sobrellevar los próximos treinta días.
      —Andá haciéndote a la idea —dijo Laura, entrando involuntariamente a refrescar el recuento de pertrechos mental de su marido. Como hacía calor ella tenía puesto un vaquero con las piernas cortadas y una camisa de "MECANO, Servicio de Mantenimiento de Aeronaves". Estaba descalza.
      Al igual que Estévez, Laura era de tez oscura, sólo que en su caso, en vez de evidenciar el ascendente español era de tipo aindiado. A los treintaiún años su cuerpo conservaba la firme apariencia adolescente que lo cautivara la primera vez que la vio en la Costanera, diez años atrás. Ambos eran corredores de semifondo y solían entrenar allí, Gabriel por trabajar en el Aeroparque y Laura porque le quedaba a seis cuadras de su casa.
      En ese terreno común bastó con un calambre de ella para que la preocupación por su salud deviniera en una invitación a cenar.
      Al año se casaron.
      Un día, poco después de su primer aniversario, Estévez estaba duchándose cuando sintió que llamaban a la puerta, se envolvió la cintura con un toallón y fue a atender. Afuera llovía a gritos. Asomado por un lado del marco de la puerta un bicho peludo y azul de ojos saltones gruñía con un sobre en la boca. El sobre, también azul, llevaba escrito en caracteres redondos la palabra "NOTICIAS". Cuando lo vio ya no fue necesario leer el resultado de los análisis. Laura apareció detrás del bicho, resplandeciente de alegría.
      Daniel Ernesto Estévez nació con un peso de tres kilos ciento cincuenta gramos, dos días antes de Navidad.

 

II

El décimo primer día agotó la nutrida colección de videojuegos de su hijo. Podía conseguir más, pero sentía que luego de probar quince juegos distintos ya no quedaba nada por ver, puesto que a partir de allí variaban sólo en el nombre y en detalles nimios, pero en sustancia eran todos el mismo juego. Esto le provocó un vacío de consideración en su tiempo diurno.
      La lectura lo había aburrido casi antes de empezar. Le encargó a su mujer unos diez libros de los cuales, gracias a enormes esfuerzos de voluntad, apenas alcanzó a leer cuatro.
      Las mañanas las ocupaba con Daniel, jugando y ayudándolo con los deberes (iba a cuarto grado). En las noches disfrutaba de la cálida compañía de Laura, quien hacía caso omiso de las recomendaciones del Doctor Bermudez. Pero la tarde, cuando su hijo se iba a la escuela y su esposa a dar clases al profesorado, era territorio yermo. Si bien ella terminó rechazando las clases de la mañana para poder pasar más tiempo en la casa, Gabriel no quiso que pidiera licencia por él. Se dispuso a sobrellevar esas seis horas de total ausencia con el mismo espíritu con que encaró su enfermedad.
      Afortunadamente el Tigre Dianisio apareció, como de costumbre, justo cuando más lo necesitaba. Mariano Montes, su mejor amigo tenía, además de un apelativo de misteriosas y nunca aclaradas connotaciones infantiles, una increíble vocación por las ciencias exactas. Esto le ofreció pingues beneficios tanto en la secundaria como en la facultad. Mercenario nato, jamás vaciló en alquilar sus servicios a cualquiera que pudiera pagarlos. Esto no significaba que al Tigre le importase exclusivamente hacer fortuna con su don. Obtenía dinero de donde le daban, pero jamás le negó un dato a nadie en sus tiempos de estudiante. Más tarde usufructuó sus habilidades para conseguir trabajo en la IBM. Se encargaba de la adaptación de los últimos modelos a las posibilidades informáticas de su país, merced a lo cual estaba viajando constantemente de aquí para allá.
      Llegó con una caja de cartón prensado bajo el brazo.
      Como hacía más de un mes que no se veían con Estévez pasó más de dos horas contándole a él y a Laura sus últimas conquistas en el Gran País del Norte; la mayor parte de ellas femeninas. Era lo de siempre. Gabriel veía a su amigo como una especie de copia corregida y aumentada de sí mismo. Mariano y él eran tan parecidos que hubo una época en que todos en la facultad creían que eran hermanos. Sólo que el Tigre Dianisio era soltero, más apuesto y bastante más joven que su amigo.
      Después de comer, cuando Laura y el pequeño Estévez salieron para la escuela, Mariano abrió la caja que había traído.
      —Este es el último juguete que inventamos. A lo mejor dentro de seis años llegue acá. Te va a gustar.
      Gabriel se sentó en la cama. —Dany tiene más de cien juegos y yo ya los jugué todos—. Pero el Tigre tenía los ojos brillantes. No estaba dispuesto a dejarse desanimar.
      —Esto es totalmente distinto, ya vas a ver -dijo.
      Una a una fue sacando las piezas: La caja de plástico negro en la que se leía "NOVALIS", cuatro diskettes rojos y algo parecido a antiparras para nieve que sólo después supo que eran anteojos de cristal líquido.
      —El juego es un poco largo de cargar, pero la secuencia de los discos es muy clara. —Mariano manipuló la máquina por cerca de diez minutos. Conectó la caja negra a la entrada del joystick y corrió la tapa superior. Estévez vio que dentro había un hueco como el interior de un guante—. Tenés que meter la mano, con esto lo vas a manejar —dijo el Tigre. Aunque no había un motivo aparente la idea no le hizo ninguna gracia. Iba a protestar cuando la pantalla se oscureció. El mensaje, al centro en letras blancas: ONE MOMENT PLEASE. Ambos oyeron la voz metálica de la computadora diciendo —T less 9 seconds, T less 8 seconds...
      —Ponete los lentes —ordenó Mariano— y meté la mano. El programa te va a explicar todo.
      Estévez se los puso. No vio nada hasta que el conteo llegó a cero. La voz de la computadora musitó: —Ready.
      Frente a sus ojos un láser cruzó de lado a lado la pantalla. No pasaba nada. Sin previo aviso, con el sonido que hacen dos hojas de acero cuando se deslizan una sobre otra, surgieron a ambos lados del láser las palabras: "NOVALIS" y debajo "by Joseph Chip". Gabriel dio un respingo. Había visto juegos tridimensionales con anterioridad pero ninguno como este. Parecía que uno estaba realmente dentro de él.
      De pronto se halló en el puente de una nave estelar bastante distinta del de otros videojuegos. Más realista en apariencia, mucho más completo.
      En un monitor del puente apareció un mensaje:
      BIENVENIDO CAPITAN ESTEVEZ A LA "NOVALIS" NAVE DE EXPLORACION SEMIAUTOMATICA DE LA TIERRA CON DESTINO CLASIFICADO. TIEMPO ESTIMADO DE ARRIBO 122 DIAS 4HS 26 MINUTOS.
      —¡Está en castellano! —gritó Gabriel.
      —Una amabilidad de mi parte —contestó el Tigre—. Como sé que tu inglés es pésimo y las órdenes son siempre distintas te lo traduje. —Desde el puente la voz de su amigo se oía como el eco distante de un pensamiento.
      —¿Qué más hace? —preguntó.
      A más de mil kilómetros, Mariano contestó: —Ella misma te lo va a decir.
      Estuvo jugando hasta que llegó Daniel. El Tigre Dianisio se había ido un par de horas antes. El juego era fascinante.
      La "NOVALIS", automática en cuanto a su navegación tenía en su larga travesía por el espacio posibilidades de daño prácticamente infinitas, las cuales no podían ser reparadas por ningún programa de variables limitadas. El puesto de Capitán del jugador era más nominal que cierto, ya que debía ocuparse únicamente de las reparaciones de la nave. Ello se efectuaba sobre esquemas tridimensionales que, guiados por su mano, realizaban la tarea por medios robóticos.
      La comprensión de los mecanismos, de los que la computadora brindaba abundante información, resultaba estimulante para un hombre dedicado a la mecánica.
      Como jugaba solo, Estévez no prestaba atención al pequeño contador de puntos que titilaba en un ángulo del monitor. Aunque dejó que su hijo se pusiera las antiparras y mirase el juego por dentro le prohibió manipular la caja.
      —Es del tío Dianisio y si se rompe no lo vamos a poder pagar ¿Entendés Dany? El chico entendió perfectamente lo que su padre dijo. Pero no le creyó.

 

III

La primera sospecha surgió el día de la lluvia. Toda la tarde había llovido a cántaros. El viento que hacía temblar las ventanas sin duda redujo a la inutilidad cualquier paraguas, lo cual no importaba porque Laura había salido sin el suyo. Su impermeable estaba colgado en el placard. El problema fue que su esposa regresó totalmente seca.
      Se quitó los zapatos al entrar a la pieza y se tiró sobre él. Estévez se sorprendió al descubrir que los bajos de sus pantalones ni siquiera estaban húmedos. Los zapatos no mancharon la alfombra. La parada del colectivo quedaba a una cuadra y media (tenían auto pero Laura nunca aprendió a manejar) y había otro tanto hasta el Instituto. Tendría que haberse mojado.
      Cuando se lo hizo notar Laura lo observó un rato perpleja. Luego dijo —Mariano me alcanzó hasta casa, pero como estaba apurado no quiso subir.
      Antes de que Gabriel pudiera reaccionar se acurrucó contra su pecho. Después no pudo responderle sencillamente porque estaba dormida.
      No hizo falta más. Una vez sembrada, la duda comenzó a horadarlo prolijamente en sus horas muertas.
      Su convalecencia contribuyó en buena medida para que empezase a especular de firme con la posibilidad de que tanto su mujer como su mejor amigo se entendieran a sus espaldas. No era de extrañar. Al fin y al cabo el Tigre era un hombre de mundo, joven y apuesto. Rememoró implacablemente las aventuras narradas por su amigo, en las que las mujeres más diversas caían subyugadas por su encanto. Casi podía verlo. El encuentro accidental. Un beso ligeramente desviado. Unos ojos apartándose infinitamente tarde. Según su humor variaba el accidente cedía a los pasos de una maniobra rigurosamente planeada para poseer a la pequeña Laura.
      Bajo la aparente seguridad de Estévez se escondía una criatura profundamente desvalida.
      Un constante examen de sus fuerzas lo había llevado a ejercitarse en disciplinas que cualquiera en su lugar hubiera juzgado extravagantes. Aprendió a defenderse tanto con su cuerpo como con distintas armas. Sentía verdadera obsesión por los revólveres, especialmente por un Colt 38 Police Positive cuyo caño y distintas piezas modificó en pro de ventajas funcionales que nunca llegó a comprobar.
      Todas estas habilidades le conferían cierta ilusión de omnipotencia con las que apañaba un miedo cerval a depender físicamente de cualquier otra persona.
      Por otra parte, al ir distanciándose de su mujer se volcaba más y más a su nuevo juguete; el cual, mientras proporcionalmente crecían sus oscuros pensamientos, le brindaba la posibilidad de abstraer su mente con las complicadas reparaciones de la nave.
      Sólo había pasado una semana del incidente de la lluvia cuando Estévez comenzó a cambiar radicalmente su actitud.
      Luego de siete días de rechazos mudos y generosas dosis de autoconmiseración sintió que en el fondo de su alma crecía una furia incontenible. La irreprochable conducta de su esposa, tan solícita, ignorando sus miradas turbias de reproche, lo sacaba de quicio.
      Laura se había adaptado velozmente a su cambio de ánimo. Aceptando la posición de su marido cuando éste rehuía sus coqueteos se relegaba (bien dispuesta siempre, eso era lo peor) a la espera de otros vientos.
      Estévez tenía preparado un amplio abanico de actitudes en respuesta a lo que ella pudiese argumentar. Pero jamás supuso que su esposa no acusaría recibo de los ácidos comentarios con que la hostigaba cada vez que abría la boca. Había dicho todo, salvo acusarla abiertamente, para que Laura se sintiera culpable. Y sin embargo la comida, el café y su propio cuerpecito tibio seguían brindándosele sin reparo alguno.
      Cuando comprobó que nada conseguiría por ese lado la emprendió con su hijo. Esta vez el resultado fue doblemente nefasto. No sólo no consiguió averiguar nada sino que además, la plena conciencia de la infamia que estaba cometiendo al usar a su hijo como espía avivó aún más una furia que ya no discernía si estaba dirigida contra Laura o contra sí mismo.
      Según Mariano había comentado la última vez que se vieron iba a estar en Buenos Aires cuando menos hasta fin de mes. El 17 de diciembre le pidió a su esposa que lo ubicara.
      Estaba seguro de que el Tigre, cuya frontalidad era tan característica como su afición por las mujeres, no soportaría sus sarcasmos y terminaría confesándolo todo. Sería muy desagradable y quizás hasta violento, pero Gabriel pisaría terreno conocido. Sabría perfectamente lo que debía hacer.
      —No lo puedo encontrar —dijo Laura al día siguiente apenas entró a la habitación—. Lo llamo y lo llamo pero no contesta, por ahí salió antes de tiempo.
      Eran las seis. El sol borroso de la tarde envolvía a la peque- ña figura de su mujer con un fulgor dorado. En ese entonces las sensaciones de Estévez habían desarrollado una especie de contrapartida que solía ser más poderosa que la sensación original. El deseo que le despertaba Laura, la noción de lo deseable de su cuerpo, desembocaba indefectiblemente en un odio profundo a cualquiera que pudiese verla como él la veía ahora. Apenas el deseo hacía su aparición se sentía paralizado en su ternura. Dispuesto tan sólo a herirla, a castigarla por serle tan necesaria. Se cubrió los ojos con los visores de cristal líquido y encendió el juego. Con la mano aún crispada empezó a reparar el paso de salida de la tobera lateral izquierda. La imagen de Laura persistió en su retina por más de un minuto... Después se concentró en el arreglo y todo fue más fácil.

—Andá a buscarlo, sé que no se fue y necesito hablar con él —dijo Gabriel—. Si no está en la casa entrá y sentate a esperarlo, ¿estamos? —Laura tomó el juego de llaves que le tendió su esposo y lo guardó en el bolso sin decir una palabra.
      Estévez lo había planeado a la perfección. Ella iba a ir en colectivo como siempre, con lo que él tendría tiempo de sobra para adelantársele con el coche. Ni por un momento dudó de que Mariano estaba eludiéndolo. Pero esta vez iba a atraparlo con las manos en la masa. Sonrió imaginándose la cara de ambos cuando lo vieran entrar al dormitorio..., cuando oyeran su voz sobre el ruido de sus respiraciones entrecortadas. Cuando el martillo de su revólver chasqueara al montarse como no chasqueó la puerta cuando Gabriel la abrió con su propia llave.
      Laura se cambió de zapatos, besó a su marido y salió.
      Todo marchaba a la perfección. Daniel estaba pasando el fin de semana con sus abuelos y no volvería hasta el domingo a la noche. Lo sintió por su hijo, pero estaba convencido de que más adelante si bien no podría perdonarlo alcanzaría al menos a comprender por qué lo hizo. Abrió el cajón donde tenía preparada una muda de ropa y el Colt 38 envuelto en una franela naranja.
      Se vistió enseguida, verificó el tambor del arma y se la calzó en la cintura. La campera cubría la culata de nogal.
      Cuando estaba por llegar a la puerta se sintió terriblemente mareado. Durante su convalecencia no había sufrido la más leve indisposición.
      —Quizás me levanté muy rápido —pensó. Unos globos fosforescentes le impedían ver. El espasmo del vientre lo hizo doblarse en dos, cayendo de rodillas en mitad del comedor.
      No podía moverse. El dolor era tan atroz que le quitaba la respiración. Trató de alcanzar la puerta arrastrándose. Sus músculos hinchados parecían a punto de estallar por el esfuerzo. Gruesas gotas de sudor entraban en sus ojos y su boca.
      Cuando alcanzó el picaporte el dolor lo golpeó como una maza en medio del pecho, quitándole a sus pulmones el poco aire que les quedaba.
      Arrastrándolo de la conciencia. Tironeando de él hasta dejarlo inerme sobre el piso de mármol.
      Cuando despertó estaba tendido boca arriba, vestido, sobre la cama. No recordaba como había llegado hasta ahí. Laura aún no regresaba. No intentó moverse. Sobre él el dolor aleteaba suavemente, ateriéndole los miembros. Inconscientemente asociaba cualquier movimiento con esos extraños ataques. Sólo su mano derecha se movía, aparentemente por sí sola, como si dirigiese los hilos de una marioneta invisible. Estaba solo e inmóvil en la penumbra de la noche cerniéndose.
      A las tres de la mañana oyó abrirse la puerta.
      Su esposa entró a la habitación y comenzó a desvestirse de espaldas a él. La respiración exasperada de Gabriel llenaba la oscuridad.
      Laura encendió la lámpara del techo. Se quedó mirándolo con la boca abierta. Estévez tenía los ojos inyectados de sangre; por su boca desencajada brotaba espuma. Sólo pudo alzar la cabeza, el resto de su cuerpo se negaba a responderle; completamente tenso, temblando. No podía hablar. Solo emitía gemidos ahogados por la espuma que le corría por la comisura de los labios.
      Casi por sí sola la mano derecha se le hundió en la cintura. Con un solo movimiento preciso montó el gatillo y disparó. Laura recibió el impacto en medio del pecho. Apenas cayó, Estévez sintió que le quitaban una enorme presión de encima. Temblaba descontroladamente.
      Se enderezó despacio y bajó los pies de la cama quedando sentado frente al cuerpo de su esposa. Sobre el pecho desnudo se iba formando una mancha de sangre que manaba de un orificio cuya precisa ubicación hacía imposible alentar cualquier esperanza.
      Si bien el dolor había desaparecido, Gabriel no podía dejar de temblar. Miraba el cuerpo muerto de su esposa y la angustia le arrancaba un llanto convulso. Envuelto en la desesperación tardó en darse cuenta que una voz cantaba en la cocina.
      La voz preguntó: —¿Ya sabés lo que querés comer?
      Estévez no comprendió lo que pasaba. Entonces Laura cruzó la puerta repitiendo la pregunta. Se quedó paralizada observando su propio cuerpo herido de muerte y a su marido llorando, sentado al borde de la cama. En su mano el revólver humeaba todavía.
      Antes de poder decir nada vio como la diestra armada se alzaba otra vez y nuevamente, en un solo movimiento, disparaba sin vacilar. Alcanzada en la frente, Laura dio un salto breve, cayendo de espaldas. Gabriel sólo llegaba a ver sus piernas. El resto del cuerpo, caído a través de la puerta se perdía de vista en el pasillo.
      Estévez, totalmente fuera de sí, contempló ambos cuerpos sin comprender.
      Unos fuertes gemidos le hicieron volver la cabeza. A sus espaldas su esposa, totalmente desnuda se contorsionaba como si estuviese siendo penetrada por alguien invisible. La boca torcida en un gesto que Estévez conocía muy bien. Clamando y maldiciendo, estremecida ante los embates de un compañero inexistente.
      Estévez dio un brinco, golpeándose la cadera contra el ángulo de la cómoda. Saltó sobre los cuerpos de sus esposas muertas y se encerró en el baño, presa del pánico. Sentado en el inodoro, los ojos desorbitados de miedo, oyó que al otro lado de la puerta Laura se ofrecía a secarle la espalda con su toallón azul.

Gabriel cerró los ojos, apoyándose el caño del revólver contra el paladar. La mano autónoma, con su habitual precisión, disparó por tercera vez.

 

IV

Lo primero fue sentir la ausencia. El inmenso hueco. Allí, dentro y fuera de él, no había absolutamente nada. Todo era posible con el tiempo espesado hasta la cristalización, hasta volver inerme el menor vestigio de futuro. En rigor de verdad no fue sentir, ya que ese vacío era aterradoramente nulo. Y sin embargo la idea se introdujo en su mente, total, completa.
      Laura era ahora sólo un nombre transplantado a ese páramo mental sin coordenadas. El ícono de algo que quizás no hubiese existido nunca. No estaba su pelo, ni el olor que hubiese podido tener su piel. Hasta el dolor se doblaba sobre sí mismo, reabsorbiéndose, atrapado por esa fuerza omnívora. Laura era no Laura, no-piel, apenas una palabra volatilizándose a velocidad de vértigo. Su mente, privada de sentidos, se desmoronaba como un castillo de arena barrido por las olas. Una erosión tan blanda como implacable. Pensó Daniel y no supo qué significaba. Lo olvidó enseguida. Laura era un sentido cada vez más huérfano, una música cada vez más abstracta.
      Reducida a lo binario su mente no resistiría ya mucho más.
      Entonces fue un frío atroz.
      En medio de la oscuridad un puñado de manchas de colores luchaban por organizarse. Una a una fueron cobrando una forma proveniente de su memoria anterior. Dentro o fuera de sí, la imagen del juego terminó de aparecer. El puente era una reproducción exacta. Sólo que el hielo que lo cubría casi por completo le daba un toque dramáticamente real. En esa situación tanto lo tangible como lo soñado podían ser igualmente letales.
      El proceso de desintegración se detuvo.
      —Gabriel ¿Me oye? ¿Comprende lo que digo? —Al igual que las imágenes el mensaje tardó en ser descifrado. Sus pensamientos se desplegaban lentos, arrastrándose, casi indiscernibles.
      —Cuente conmigo, uno, dos, tres. —La voz era cordial pero firme.
      —Cuatro, cinco... cinco... dos...
      —Seis. Siga...
      El frío punzante le fue dibujando su cuerpo otra vez. Veía, recobraba su unidad por medio del dolor. No pudo precisar hasta cuánto contó. Cuántas veces aquel cuchillo de hielo lo diseccionó para enseñarle su propio cuerpo. Siempre guiado por esa voz interna, tirando de él... arrancándolo de la nada.
      —Trataré de explicar lo sucedido —dijo la voz—. Este es el primer viaje tripulado a Ceres. Hay varios motivos por los cuales necesitábamos que estuviese despierto, pero le será más fácil de entender si sólo piensa en las reparaciones. El hecho de que no pueda moverse se debe a que está dentro de un traje especial, rígido, lleno de algo similar a líquido amniótico... (disculpe que me exprese tan vagamente pero usted aún está shockeado. Dudo que me entendiera de ser más específico)... donde usted flota. —La voz cruzaba su mente como la luz de una estrella cruza el espacio, lanzada vertiginosamente a través de la oscuridad—. La sensación de pesadez que está sintiendo se debe a que hemos colocado distintas drogas en su torrente sanguíneo para poder controlarlo mejor. No podíamos hacerlo dormir ni tampoco tenerlo consciente. La carencia de estímulos hubiera terminado por enloquecerlo. —Un breve silencio—. Para eso creamos el sistema que usted destruyó. Un universo completo, diseñado para satisfacer todas sus necesidades psicológicas. Afecto, estabilidad, libido. Por medio de hipnóticos le implantamos el deseo de jugar. Así usted completó las reparaciones cada vez que hizo falta. —La voz volvió a detenerse para elegir las palabras—. Hubo dos grandes problemas. En primer lugar el volumen de drogas que usamos fue tan grande que ni aún en su sueño inducido nos fue posible evitar que sintiera esa especie de somnolencia. Por otro lado este es un sistema experimental; fue muy dificultoso crear los caracteres que iban a acompañarlo. Sólo Laura tenía una cierta profundidad. Mariano, su hijo y el Doctor Bermudez eran clichés, una suerte de perfiles psicológicos estándar. No podíamos exponerlo a conflictos de relación múltiples. Para eso sirvió la enfermedad. Justificamos la somnolencia de forma no traumática a la vez que evitamos que saliese de su casa y se relacionase con más gente. —La voz llegaba. Sonaba en el cielo negro. En su cráneo dibujado a la luz de las estrellas. La voz, igual que Laura o que Daniel, igual que cualquier otro sueño.
      —Lo de la lluvia fue un error. Fue imposible detener el proceso de sospechas que se desencadenó en usted. Además, el sistema goza de relativa autonomía. La reposición sucesiva de Lauras fue su respuesta a una variable que nunca estuvo contemplada: Que usted la asesinase. Cuando intentó suicidarse no tuvimos más remedio que sacarlo de allí aún a riesgo de destruir el programa de protección. —La nave calló por un momento para que él pudiera asimilar lo que acababa de decirle—. Ahora le explicaré nuestra situación actual —prosiguió—. Nos restan cuarenta días de viaje. En su estado no podrá hacer ninguna reparación. Por otro lado, hemos calculado que su personalidad terminará desintegrándose en menos de diez horas. Vamos a hacerlo regresar. Es nuestra única alternativa. Ignoramos en qué condiciones se encuentra el programa. Usted lo dañó al matar a Laura y nosotros también lo forzamos al sacarlo a usted. Cuando cualquier programa se topa con variantes no contempladas pueden suceder tres cosas. La primer es que se niegue a proseguir. Lo hemos testeado y sabemos que aún está activo, así que sólo nos quedan dos posibilidades: O que retroceda hasta donde ingresa el error y repita la secuencia completa, o bien que se haya modificado. Desde aquí no podemos verificarlo. Tendrá que entrar y verlo por usted mismo.

 

V

Soñó con una mujer rubia durmiendo en un cuarto de espejos. Sentado bajo la lluvia en el piso de un baño angosto, él la observaba. Estaba borracho. En su mano el cansancio prestaba toneladas a una botella casi vacía. Borroneada por el agua cayéndole en los ojos, apenas veía un rostro, parte del pecho desnudo, inalcanzable al otro extremo de ese baño atiborrado entre dos paredes demasiado juntas.
      No le sorprendió sentir que era Laura. Su alma era una puerta que casi todas las llaves podían abrir. Esa ausencia, ese hoyo en su pecho no eran por ella sino que ella misma era su interior. Estaban llevando a un hombre hueco. A un ser bidimensional. Si, como empezaba a sospechar, todas las mujeres podían ser Laura, era muy posible que ninguna lo fuese. ¿Hasta dónde llegaba ese sueño programado?
      Con los ojos abiertos Estévez se sintió mejor.
      Se sentó lentamente en la cama, tratando de calmarse. Aunque se movía muy despacio todos sus músculos estaban hinchados, brillando de sudor. Laura entró a la pieza restregándose las manos en el delantal.
      —¿Estás bien? —preguntó.
      —Sí ¿Por qué?
      —Estabas gritando ¿Soñaste feo?
      —No sé, supongo que sí. Estabas vos pero eras distinta, rubia o algo así, es lo único que recuerdo.
      Laura se rió echando la cabeza hacia atrás. El pelo le caía a ambos lados de los hombros. —Yo soy siempre la misma —dijo.
      No había ningún motivo para temer. La aguja del reloj trepaba perezosamente hacia las ocho. El sol se había ocultado en el momento exacto y la noche del 24 de diciembre había llegado más o menos a tiempo, como siempre. Pero la última semana no había transcurrido. Más bien los días se cerraban por el sueño como una serpiente tragándose la cola. Islotes separados. Horas de vigilia, de salir de un sueño para ir hacia otro. Aunque Laura, aunque Daniel, aunque la muda de ropa a los pies de la cama lo amenazara más que la oscuridad y los monstruos.
      No había nada que temer, nada había sucedido. Y sin embargo ese no suceder se desplegaba sobre Gabriel tendido de espaldas. De cara al techo. De pecho a espadas ominosas e invisibles. Expectantes.
      Tenía miedo y Laura lo sabía. Estévez se plegaba y replegaba sobre sí mismo. Menguándose ante la figura de su esposa, la única segura de su propia existencia.
      Sobre su piel, un miedo inexpresable se iba fijando como la escarcha de un cristal inédito. Un miedo de revelación, un miedo cerrado, circular como los siete últimos días.
      Sentía que le daban algo totalmente ajeno. Algo dispuesto para otro. Que era un impostor. Que todas las credenciales perderían el nombre que era suyo y el día acabaría tragándose la cola. Cerrando la puerta a sus espaldas para siempre.
      Estaba terriblemente triste.
      Comenzó por ponerse una camisa blanca, después las medias, un pantalón azul, los mocasines negros. No quiso usar cinturón. Tampoco se miró al espejo.
      Danielito ya estaba sentado a la mesa cuando él entró al comedor. Se sentó, tieso, Laura llegó de la cocina después. Traía una fuente con carne y papas doradas. Sirvió la comida sin hablar. Sólo su chico rompió el silencio para pedirle que partiera el pan. Estévez tomó una pieza grande. La sostuvo con una mano contra la tabla mientras que con la otra empezó a cortar la rebanada.
      Fue un alarido horrendo. De pie frente a la mesa, ante su mujer y su hijo que lo miraban taciturnos, Gabriel Estévez sintió que el llanto le quemaba los ojos.
      Estaba hueco, solo, a millones de kilómetros de ninguna parte. Y bajo su mano el pan, sangrando profusamente, clamaba por su vida.

 

VI

El señor Dymitrick estaba furioso aunque lo disimulaba. Era un estrategia gastada en él, pero siempre surtía efecto.
      Dejó que el ingeniero se sentase sin mediar palabra. Sólo se limitó a destapar la caja de plástico donde descansaba el sistema de mantenimiento que fuera causante de todo. Por la ventana del despacho se alcanzaba a ver parte de la "NOVALIS" virtualmente destrozada por los meteoritos.
      El señor Dymitrick paseó la mirada por la porción de nave a la vista con un gesto reprobatorio. Oscar Estévez tragó saliva para dejar en claro que Dymitrick había conseguido impresionarlo. Ya puestos en materia ambos hombres se miraron por primera vez.
      —No soy técnico Señor Estévez. Mi misión es llevar un reporte oral de mi entrevista con usted para ilustrar más ampliamente el informe que redactó sobre el desperfecto que casi nos cuesta la "NOVALIS". —El señor Dymitrick se alisó la corbata.
      —No hay nada que decir, todo está en el informe. "Gabriel" era un prototipo. Todavía hay mucho por investigar antes de conseguir sistemas totalmente seguros. —El ingeniero estaba asustado pero no se dejó amilanar. Jugaba el mismo juego que el señor Dymitrick.
      —La empresa me envió para explicarle que no piensa seguir gastando dinero en inteligencias artificiales psicóticas. —Sonrió mostrando los dientes—. Entiéndame Estévez, queremos que prepare un sistema que se dedique pura y exclusivamente a reparar nuestras naves. Un súper destornillador, una herramienta.
      El ingeniero tomó aire para explicar la cuestión por enésima vez. —No es posible crear una inteligencia artificial abstracta, tenemos que experimentar con el único modelo que conocemos. Usted me habla de crear un súper autista que sirva de mecánico, de navegador o de cualquier cosa y eso no es posible. —Dymitrick se echó para atrás, hundiéndose más en su impresionante sillón ejecutivo—. "Gabriel", al igual que los otros sistemas que utiliza la empresa, sólo pudo ser creado en conjunto, con un potencial automático junto a otro emotivo.
      El señor Dymitrick encendió un cigarrillo sin quitar la vista de la ventana.
      —Entonces, el patrón con el cual lo alimentaron estaba defectuoso —dijo.
      Estévez se puso lívido. En el hangar de la empresa los 140 metros de la "NOVALIS" se erguían acusadores.
      —Los patrones son elegidos por cada ingeniero. Tenemos derecho a cargar nuestros sistemas con el perfil que mejor nos plazca.
      El señor Dymitrick lo enfrentó, totalmente controlado.
      —Tenga mucho cuidado cuando elija el próximo —advirtió—. No vamos a tolerar que se analice a costa de nuestras naves.
      Cuando dejó el hangar hacía ya rato que llovía. Oscar Estévez se cerró el impermeable y atravesó la lluvia hasta el parque de estacionamiento.
      Ya en el auto pensó que sólo le restaba salirse del camino y coronar su suerte matándose de un golpe contra un poste.
      Manejó despacio.
      Todo andaba mal. No hacía un año que su esposa lo había abandonado llevándose a su hijo. El proyecto más ambicioso de su carrera había terminado con una crisis psicótica en mitad de camino a Ceres y una nave traída a remolque casi hecha pedazos.
      Entró a su casa. Acto seguido tiró el impermeable empapado en el baño.
      Estaba totalmente solo.
      Afuera, el agua parecía dispuesta a seguir cayendo eternamente. Agarró una botella cualquiera del estante y apagó todas las luces.
      Su pieza estaba vacía, apenas iluminada por el leve fulgor de la pantalla del juego. Se sentó frente a ella. No había nada mejor que hacer.
      Acomodó los anteojos de cristal líquido y, muy lentamente, hundió su mano en la caja de plástico.

Publicado originalmente en Axxón número 89