PASAJE DE IDA AL AGAIRE
Eduardo J. Carletti

Leandro es un chico muy especial. Siempre le gustaron más las piezas mecánicas o electrónicas que sacaba de la montaña de restos de mi taller que su colección de juguetes. Pero esto no es lo más importante. No quiero confundirlos y hacerles creer que algo de lo que ocurrió tiene relación con la mecánica o la electrónica. No, ni siquiera es cuestión de física avanzada. Lo que quiero decir es sólo eso: que él es muy especial, y no porque sea capaz de armar y desarmar equipos electrónicos y hasta sepa explicar —a su manera un tanto fantasiosa de niño de cuatro años— cómo funcionan, ni tampoco porque a los tres se conocía de memoria las partes de un motor a explosión, sino porque es especial y algo más: tiene mucha imaginación.
      Pero me estoy yendo de tema.
      Lo principal empieza con el asunto del agaire.
      Un día estaba reparando un equipo de transmisión, concentrado en descifrar la sección moduladora de frecuencia, cuando Leandro vino, se sentó a mi lado y se quedó mirándome sin decir ni a.
      Y eso me puso los pelos de punta.
      ¿Por qué?, se preguntarán ustedes.
      Imagínense una máquina de hacer fideos girando a 2.000 RPM, conectada a un tubo de alimentación continua, y kilómetros y kilómetros de tallarines fresquitos, pegajosos, enroscándose alrededor de sus cabezas, metiéndose en sus orejas, tapándoles la vista hasta ponerlos fuera de sí... Luego transformen los fideos en palabras y...
      Así es Leandro cuando viene a mi taller: una máquina de hacer preguntas y (lo que es peor) una máquina de dar instrucciones.
      Bien. El día del agaire no dijo nada. Yo sentía una tensión insoportable, como si estuviese por desatarse un huracán. Todos los pelos de mi cuerpo se habían puesto rígidos y me producían un terrible hormigueo. Era más molesto que escuchar sus preguntas. Así que lo encaré y le dije:
      —¡Glup!
      (De acuerdo, me dirán que no era lo más correcto para la situación, que qué quería decir yo con eso de ¡glup!, pero se están apresurando, porque aquel ¡glup! fue en realidad el sonido mejor articulado que pude articular cuando vi esa cosa que había traído Leandro del agaire. Y no exagero.)
      La Cosa no era más que una cosa. Y no es una redundancia, porque cuando uno no puede calificar un objeto con más o menos cinco palabras, ese objeto es una cosa.
      Ahora bien, trataré de describir la cosa que trajo Leandro del agaire con un mínimo de texto:
      Era algo brilloso, húmedo, transparente, mullido, cálido, colorido, suave, viscoso, liviano, extraño, plácido, desamparado, frágil, mimoso, informe (con todo el valor que implica la palabra) y más que nada (o más que todo) simpático. Leandro lo llevaba en las manos y lo acariciaba con dulzura, mientras la cosa del agaire temblaba de placer y se estiraba lo más posible contra la superficie de sus manos.
      Y hacía run-run, igual que los gatos.
      Leandro lanzó un ¡Jí!, me miró fijo y preguntó:
      —¿Te gusta?
      —Yyyyyy... —(mientras pensaba qué podía decir acerqué un dedo y la cosa me lo chupó un poquito)— ...es lindo, pero...
      —Lo traje del agaire —contestó antes de que le preguntara.
      —¿El agaire? ¿Y eso qué es?
      —Bueno —dijo Leandro un poco enojado (nunca le gustó mucho explicar cosas)—. Es algo que inventé yo. Un lugar que me gusta...
      (Entonces, no sé por qué, recordé que un día, cuando tenía tres años y medio, clavó su dedito índice en el piso y me dijo muy serio: "Este lugar no me gusta", y yo no le presté demasiada atención.)
      —Pero no me vas a decir que a eso —señalé la cosa (y la cosa quiso chuparme el dedo otra vez)— también lo inventaste vos...
      Leandro encogió los hombros y levantó las dos manos (la cosa se había colgado de su cuello y lo besuqueaba por debajo de la oreja) y después explicó:
      —Bi vino del agaire conmigo. Me quiere mucho.
      —¿Bi? —(La cosa me miró. Y no me pregunten con qué, pero me miró).
      Leandro puso cara de enojado. No le gusta que le pregunten cosas obvias, así que tuve que aceptar que esa cosa del agaire se llamaba Bi.
      Respiré hondo y me preparé a cualquier cosa. Después pregunté:
      —Leandro... ¿el agaire qué es... un algo o un dónde?
      Leandro dijo uf, dio media vuelta y se fue.

INTERVALO

      ...en el cual traté de acomodar un poco mis pensamientos y definir qué estaba pasando...
      Hasta que llegué a la conclusión de que estaba soñando o...
      (en ese momento probé a despertarme con la punta del soldador, y les aseguro que me quemé)
      ...o que existe en algún lugar una cosa brillosa, húmeda, transparente, colorida, mimosa (etc., etc.) y sobre todo simpática y que esa cosa, fuera como fuese, estaba pegada a Leandro y se llamaba Bi. Y créanme por favor, no pude creerlo.
      El cuarto de Leandro estaba casi como siempre. A la derecha una estantería hasta el techo llena de cajas con juguetes, a la izquierda la ventana, en el suelo dos millones trescientos cincuenta mil chirimbolos y al frente la pared donde se apoyaba la cabecera de la cama, donde Marta y yo habíamos pegado un montón de posters coloridos y donde, a pedido especial de Leandro, yo había sobrepuesto un lujoso mural de la compañía en la que trabajaba, al que Leandro y yo llamábamos en secreto el monstruo.
      Pues bien: casi todo estaba igual, salvo que el "monstruo" no estaba y en lugar de él nada más y nada menos que...

OTRO INTERVALO...

      (...en el cual busco y rebusco en mi mente las palabras que me sirvan para definir aproximadamente —aunque sea lejanamente, espero— lo que vi, y por fin decido que tal vez lo más apropiado podría ser...)
      ...un agujero.
      Claro que un agujero no es una cosa del otro mundo (a menos que hablemos de agujeros negros en el espacio u otros orificios menos definibles del mundo subatómico), pero este agujero sí lo era, y a que a pesar de que lo voy a llamar agujero, estoy seguro, segurísimo, eso no era un agujero ni nada que se parezca remotamente, sólo que voy a llamarlo así porque a mí me pareció nada más y nada menos que un hermoso y saludable agujero en la realidad.
      Estaba ahí, pegado sobre el magnífico mural (que Dios sabe lo que me costó conseguir) y me mostraba sus profundidades húmedas (y rosado-violáceas, diría) con total desparpajo de agujero en la nada que no tiene más preocupaciones (tal vez) que la de no resbalarse y quedarse pegado en algún lugar que fuera (a su gusto) menos digno de él. Porque (y es por eso que dejé de creer en él como agujero a secas) estaba nada más y nada más que en el mural, ya que cuando quise apoderarme de lo que creí eran los restos de mi hermosa lámina, levanté el rectángulo de cartulina de la pared y vi (y aquí sí que no me van a creer) que por atrás no estaba agujereado en absoluto, que seguía siendo un rectángulo lustroso de cartulina sin agujero, mientras que por delante nuestro famoso engendro seguía deleitándose con arruinar mi querido monstruo, recortándole un perfecto círculo de un metro o más.
      Entonces vi a Leandro que venía avanzando por el agaire y...
      (PERDONENME, PERO YA ERA DEMASIADO)
      ... todo se me nubló.

Marta trajo el desayuno y (como siempre) Leandro y yo peleamos por la crema de chocolate. Al final (como siempre también) perdí y me quedé con la porción más chica (y tengo que confesar que es frustrante). Leandro se la comió entre sonrisas y miradas pícaras, mientras yo revolvía la leche con una galletita.
      Y pensaba.
      Había vuelto de mi desvanecimiento en el suelo del cuarto de Leandro, me había levantado de inmediato y había encontrado a mi hijo jugando con los restos de un viejo giradiscos Garrard. Y entonces me había entrado la duda.
      ¿Había sucedido de verdad esa locura o yo me había golpeado (no es difícil tropezar en ese cuarto y terminar por el suelo) y había soñado durante el desmayo?
      Deduje que debía haber sido así, ya que el mural estaba intacto, con la lujosa MG3K enterita y rodeada de su corte de periféricos. Pero, ¿cómo había aparecido yo en el cuarto de Leandro si había estado trabajando con el transmisor y no me acordaba de haberme movido sino después de haber empezado la alucinación? ¿Tan fuerte me había golpeado?
      —Leandro, ¿cómo me caí? —le había preguntado.
      —No sé. —(No levanta la vista. Está concentrado en sacar un tornillo que sostiene el brazo de la cápsula.)
      —¿Vine caminando o estaba parado acá?
      —No sé. —(Ahora se esfuerza visiblemente. El destornillador se zafa una y otra vez.)
      —¿Y vos, dónde estabas?
      —Por ahí. —(Ya abandonó. Ahora tironea con una pinza.)
      —¿Y no viste cuando me caí?
      —No. —(Saca la pieza y la pone junto a otro montón de fierrerío.)
      —¡Mierda! —había gritado yo entonces, fuera de mí, mientras pateaba el Garrard con bronca.
      Leandro me había mirado con asombro, se había levantado haciendo pucheros y se había ido a decirle a su mamá que yo no lo quería. Después ella había logrado una reconciliación amistosa (como siempre) y por aquella noche nos habíamos olvidado de los viejos rencores.
      Ahora Leandro me miraba y se reía, mientras comía su taza de crema de chocolate.
      —¿Y Bi? ¿Cómo anda?
      Leandro me miró con picardía y dijo (canturreó):
      —Biri biri biri biri. —(Como siempre que quiere escaparse de un tema que no le interesa tratar).
      —¿Biri, eh? —dije yo, levantándome con aire de amenaza, pero...

Y AQUI EL INTERVALO ES CENSURA EN PROTECCION DE LA INTIMIDAD FAMILIAR.

      ...como siempre salí perdiendo yo (Marta es súper rápida cuando Leandro y yo nos peleamos) y tuve que quedarme con la duda hasta que volví del trabajo.

INTERVALO (TRABAJANDO)

      (Durante el cual recuerdo una y mil veces a Leandro viniendo hacia mí, nadando de a ratos un estilo pecho impecable y volando en otros —en un estilo que reconozco desconocer— a través del interior rosado-violáceo del agujero y, es curioso, ya no siento el pánico que en ese momento me hizo desmayar...)
      (...Tal vez porque ya no puedo creerlo y prefiero autoconvencerme de que todo ha sido un sueño. Así que regreso a casa tranquilo, esperando que —de vuelta a la normalidad— Leandro me grite en las orejas mientras yo me dedico a mis aparatos.)
      Entro a casa silbando, saludo a la perra (tengo una perra chiquita que se acuerda de mí únicamente cuando vuelvo a casa) y luego a mis dos amores, por orden de aparición. Un beso a Marta y (hmmmmm) apretón. Un "¿Qué tal, cómo te fue?" "Bien, todo como siempre, ¿y por acá?" "Bien, bien. Leandro está jugando en el cuarto". Entonces aparece él. Besuqueo de Leandro mientras me escarba los bolsillos, pero yo no le doy el gusto: tengo escondido un paquetito de caramelos en el portafolio para después de cenar; y finalmente me acomodo en el sofá y tomo un café, mientras ellos desaparecen momentáneamente con destino a sus ocupaciones hogareñas.
      Entonces empieza a roer mis pensamientos un gusanito de duda. Siento ganas de espiar el cuarto de Leandro y me voy corriendo (descalzo, para no hacer ruido) para allá. Entro y...

INTERVALO

      ...en el cual me estremezco tratando de asimilar todo el terror del primer contacto y...

INTERVALO 2

      ...durante el cual trato una vez más de darme cuenta de por qué me da tanta vergüenza cuando recuerdo que...

INTERVALO 3

      ...en el que decido que debo estar confundiéndolos, ya que no saben que al entrar al cuarto de Leandro...
      ...choco con una cosa brillosa, húmeda, transparente, mullida, cálida, colorida, suave, viscosa, liviana, extraña, mimosa, frágil, desamparada, informe, simpática y más que nada (o más que todo) ENORME. Choco, me caigo, y la cosa no sólo no se enoja (o gruñe, o protesta, o se escapa) sino que se tira encima de mí (y entonces descubro que aquella calificación de liviana es la pura verdad) y empieza a acariciarme con un desparpajo total, hasta lo más íntimo de mi ser. Y puedo asegurarles que la descarada sabía lo que hacía.
      Me siento envuelto por el placer. La cosa derrocha en mí un amor tan inmenso que me deja atontado y luego, sin que pueda precisar en qué momento, se va por no sé dónde. Yo tengo que correr al baño y luego, enojado, vuelvo a la carga al cuarto de mi pequeño monstruito, para encontrarme con su cara inocente mirándome y esperando lo peor (pero nada más; y ustedes saben a nada de qué me refiero).
      —Leandro... —digo con lentitud, mientras pienso en esa cosa, en su modo de actuar improcedente que no me gusta, no me gusta nada, pues me la imagino a Marta entre sus ¿brazos? movedizos y acariciantes y un puñal de celos se clava en mi corazón, ya que de pronto sospecho que esa cosa no tiene sexo ni nada que se le parezca, sino que acaricia porque , porque le viene bien, pero igual no me gusta, no; no la puedo imaginar a Marta teniendo un orgasmo con nadie (o nada) que no sea yo, maldito sea (y juzguenmé posesivo si les parece, pero es así), de modo que decido poner punto final a toda esa locura:— Leandro, ¿quién era eso? ¿Bi?
      Leandro me mira con cara de incomprensión.
      —¿Eh? —dice, haciéndose el inocente.
      —No te hagas el tonto. ¿Qué era ese monstruo que se me tiró encima recién? ¿Podés explicarme?
      —Ese era Plip —dice sencillamente mi crío, mientras mira de reojo el mural—. Vino de paseo desde el agaire.
      —Muy bien, muy bien —digo con tranquilidad pasmosa (pero estoy por explotar)—, ahora me vas a explicar qué es el agaire y de dónde aparecen esos monstruos acaramelados y pegajosos que te estás trayendo para jugar, ¿eh?
      —Bueno.
      —Muy bien. Empecemos por el agujero... ¿Dónde está?
      —Ahí —dice Leandro, al mismo tiempo que hace chasquear los dedos.
      Y ahí está.
      —¿De... de dónde aparece? —pregunto yo, ya no tan seguro de mí.
      Leandro pone cara de erudito y se lanza a explicar.
      —El agaire lo hice yo; es un lugar que me gusta. Hago así —chasquea los dedos de la mano derecha— y aparece. —El agujero no se inmuta: ya está ahí—. Y después así —chasquea otra vez los dedos— y desaparece. —Y el agujero se esfuma.
      Así de sencillo.
      —Pero... pero...
      —Papi...
      —¿Eh?
      —¿A vos te gusta este mundo?
      (Me quedo mudo; entonces Leandro sigue.)
      —Yo quería un mundo así, así que me lo fabriqué y chau.
      —Pero, ¿cómo?
      —Lo pensé.
      —Pero pensándolo nada más no se fabrica un mundo —digo yo, aunque no estoy tan seguro.
      —Bueno, además tengo que hacer así —y hace dos veces el famoso ruidito con los dedos, lo que causa la aparición y desaparición del agujero rosado-violáceo que tan frecuentemente arruina mi mural—, y el cerebro se ocupa de todo.
      (Y no crean que no sabe de lo que habla, ya que recuerdo que un día empezó a interesarse por las cosas que tenía adentro y me volvió loco preguntándome, hasta que opté por comprarle un juego de plástico que mostraba en múltiples colores todas las intimidades horribles del cuerpo humano; de modo que sabe muy bien qué es el cerebro y para qué sirve. No lo duden.)
      —O sea que hacés todo con la mente —aclaro yo.
      —Sí, con el cerebro —afirma con gracia, mientras que con la expresión parece querer decir que es muy sencillo. Pero yo no me lo creo.
      —Lea... ¡aaay! —digo yo (y tengo que explicarles que me sale así porque en ese momento siento que alguien me chupa el dedo gordo del pie —no olviden que estaba descalzo— y... ¿adivinen quién era?).
      ...me encuentro a Bi muy amorosamente dedicado a hacer lo que dije antes con una fruición tal que parece que en ello se le fuera la vida. Entonces no aguanto más; levanto a Bi en mis manos (está haciendo run-run escandalosamente), se lo pongo a Leandro delante de los ojos y le digo:
      —¡Bueno, basta! Quiero que devuelvas estas cosas a su lugar, sea lo que sea y sea donde sea, y que no vuelvas a traerlas, ¿entendiste?
      Leandro dice sí con un movimiento mudo y agarra a Bi (lo veo con cara de derrota y —es vergonzoso— pero me siento feliz) y se lo lleva para el lado del mural.
      —Y no quiero ver más a ese agujero asqueroso —machaco yo.
      —Pero pá...
      —Nada. Ni una palabra más.
      Leandro se sube a la cama, chasquea los dedos y se para frente a la entrada del agaire. Tira a Bi adentro (Bi se esfuma en cuanto pasa al interior del agujero), titubea un momento y me dice:
      —Chau, papi. Te quiero mucho...
      Entonces salto como un muelle de acero y le rozo un pie con la punta de los dedos de mi mano derecha en el mismo momento en que él se zambulle en el agaire, pero no llego a agarrarlo. Veo a Leandro nadando y alejándose (aunque en la perspectiva extraña de ese mundo no lo veo alejarse, en realidad, sino que me parece ver que sus proporciones disminuyen gradualmente hasta que se convierte en un puntito tembloroso en la inmensidad rosado-violácea), y no sé qué hacer...
      (entonces pienso)
      ...y meto una mano en el agaire (la sensación es deliciosa y tibia, parecida a un sol de primavera o a una brisa de verano), pero no me decido a hacer nada más; al fin y al cabo ese no es mi mundo y no sé cómo puede reaccionar ante mi invasión. De pronto siento que algo me pellizca y dice ¡jí! y saco la mano muy rápido, como si me hubiese quemado. En el mismo instante el agaire desaparece delante de mis ojos para ceder lugar a la MG3K, que por momentos me parece un mono electrónico gigantesco que me hace guiños con sus luces (y los guiños me recuerdan a Leandro...)
      ...(así que me pongo a gritar como un loco.)

(GRITOS)

      Estoy sentado en la cama. Marta sostiene mi cabeza contra su pecho, haciendo que me sienta como un bebé. Yo hablo, digo dieciochomil pavadas. Divago.
      Y poco a poco me tranquilizo.
      Entonces ella me pregunta y yo le explico. Le cuento lo de Bi, Plip y el agaire (y recién ahí me doy cuenta de que agaire es agua-aire, un lugar donde nadar y volar sin peligro, cómodamente, y comprendo también que se adapta tanto a la personalidad de Leandro como la dulzura de sus criaturas. Se lo digo a Marta. Veo lágrimas en sus ojos) y aunque les parezca mentira ella me cree (bueno, estudió física y química en su carrera —es bioquímica— y conoce todas esas cosas extrañas. Ya saben: el electrón que pasa por dos lugares al mismo tiempo o todas esas partículas inmensas que son muchísimo más grandes que los núcleos donde habitan, y esos túneles increíbles en la nada, y las cosas virtuales...)
      Nos abrazamos y lloramos en silencio.
      Y transcurre un buen tiempo durante el cual tratamos de encontrar un modo de hacer volver a Leandro. Pensamos y pasa el...

TIEMPO
      .
      .
      .
      y después llegamos a la conclusión de que quizás la única forma de encontrarlo es que vuelva por su cuenta o tal vez...

INTERVALO

      ...en el cual escribo esto lo mejor que he podido, antes de intentar abrir mi propia puerta al mundo de Leandro, y pruebo a chasquear los dedos de mil modos diferentes.
                                   Pruebo y pruebo
                                                   pero hasta ahora no
      logro más que cansarme las manos.
                                    Pero
                                          no puedo dejar de hacerlo.
      Los ojos de ella mirándome mientras yo
                                                   pruebo
                                                    son terribles.
      Los dos queremos volver a ver
                                    a Leandro...
      Por eso pruebo y pruebo
                              entre línea y línea de esta historia

yo pruebo
            y de pronto
                        ¡ !
                              veo el agujero que parpadea y

aparece y desaparece
                        hasta que
                              ¡ ! ¡ ! ¡ !
                                          se queda ahí y...

INTERVALO

      ...en el que llamamos a gritos a Leandro por la abertura en el mural y entonces sentimos que él se ríe y nos llama...
      ...y en el cual decidimos ir a buscarlo porque...
      Pensamos que es posible traerlo de vuelta, aunque a lo mejor prefiramos quedarnos, ya que...
      ...al fin y al cabo a nosotros TAMPOCO nos gusta este mundo.
      (Y por las dudas no se queden esperando a que termine esta historia.)

Este es el segundo cuento que me publicaron, hace 18 años...