El complejo del NARRA

Localización

Es­te com­ple­jo ar­qui­tec­tó­ni­co cons­ta de dos edi­fi­cios ge­me­los de diez pi­sos de al­tu­ra, uno re­ves­ti­do con cris­ta­les blan­co­s, el otro, en ne­gro.

Am­bos edi­fi­cios ocu­pan la to­ta­li­dad de las par­ce­las trian­gu­la­res. La edi­fi­ca­ción blan­ca li­mi­ta al sur por Ca­lle del He­do­nis­ta Tris­te, al oes­te con Ca­lle BF y en sen­ti­do no­roes­te por Dia­go­nal 135º, tam­bién lla­ma­da "Dia­go­nal de las tor­men­ta­s". El otro edi­fi­cio, vi­dria­do de ne­gro, es­tá cir­cun­da­do al es­te por Pa­seo de la Guar­dia, al nor­te por Ca­lle Hawking y Dia­go­nal 135º.

Descripción

A cien­cia cier­ta, na­die es­tá ca­pa­ci­ta­do pa­ra ase­ve­rar qué ocu­rre den­tro de las vas­tas ins­ta­la­cio­nes de las ge­me­la­s. Son idén­ti­cas en for­ma y ta­ma­ño, la úni­ca opo­si­ción vi­sual al ab­so­lu­tis­mo de esa apre­cia­ción son los co­lo­res que las iden­ti­fi­can.

Se­gún el án­gu­lo en que se las ob­ser­ven, ase­me­ja a una gran mo­le cua­dran­gu­lar que, por di­rec­ti­vas ca­tas­tra­les de Urb­ys, tu­vo que so­por­tar una seg­men­ta­ción en dos par­tes igua­le­s. Pe­ro eso es só­lo una apre­cia­ció­n, la rea­li­dad mar­ca que la dia­go­nal ya es­ta­ba tra­za­da an­tes de exis­tir las dos to­rres.

Am­bos edi­fi­cio­s, co­mo se des­cri­bió con an­te­rio­ri­da­d, se ha­llan com­ple­ta­men­te vi­dria­do­s. El blan­co bri­lla y re­fle­ja la luz del sol co­mo si se tra­ta­ra de un fa­ro, una fuen­te can­den­te de ener­gía; el otro ab­sor­be la luz y la di­si­mu­la en su opa­ci­dad te­ne­bro­sa sin la más le­ve re­fle­xió­n, co­mo si se tra­ta­ra de un agu­je­ro ne­gro que to­do lo tra­ga y lo so­por­ta.

Las dos to­rres es­tán des­pro­vis­tas de ven­ta­nas u otras aber­tu­ras vi­si­ble­s; la úni­cas aber­tu­ras que po­seen son una puer­ta blan­ca y otra ne­gra. Los ac­ce­sos es­tán ubi­ca­dos en si­me­tría y a mi­tad de la cua­dra, en­fren­ta­dos uno a ca­da la­do de la au­to­vía. Am­bas puer­tas dan en for­ma di­rec­ta a la Dia­go­nal de las Tor­men­ta­s, lla­ma­da así en re­fe­ren­cia a ex­tra­ños ha­ces de luz que en cier­tas opor­tu­ni­da­des se ge­ne­ran en­tre am­bas edi­fi­ca­cio­nes. Los efec­tos lu­mí­ni­cos han si­do de­tec­ta­dos en va­rias oca­sio­nes por tran­se­ún­tes y, se­gún des­crip­cio­nes de los tes­ti­go­s, to­dos coin­ci­den en ha­ber vis­to el efec­to a unos vein­te me­tros de al­tu­ra y jus­to a mi­tad de la dia­go­nal y so­bre el cen­tro de ella.

Las men­tes pien­san y sue­ñan, los ojos ven y las bo­ca­s...

Más allá de her­me­tis­mos y prohi­bi­cio­nes, la ne­ce­si­dad por li­be­rar la pre­sión que ori­gi­nan los se­cre­tos acu­mu­la­dos aca­ban por de­ter­mi­nar su di­vul­ga­ció­n. Fue el ca­so que la se­ño­ra Di­vi­na Ins­pi­ra­ción Fuen­tes (re­cep­cio­nis­ta en la plan­ta ba­ja de la to­rre blan­ca), mien­tras re­co­rría el mer­ca­do y aje­na en su con­cien­cia a otra vo­lun­tad dis­tin­ta que no fue­ra com­prar las ver­du­ras y la car­ne pa­ra el día, re­sul­tó co­mo un vol­cán que es­ta­lló en ríos ocul­tos de la­va can­den­te, aun­que en es­ta oca­sió­n, co­mo apun­tó más tar­de Joa­quín Pe­re­y­ra, vul­ca­nó­lo­go re­ti­ra­do, aho­ra ver­du­le­ro y car­ni­ce­ro del mer­ca­do, la erup­ción de Di­vi­na ha­bía si­do un ver­da­de­ro pi­ro­plas­ma ver­bal de in­for­ma­ción cla­si­fi­ca­da.

Re­pro­du­ci­ré a con­ti­nua­ción par­te de la char­la que man­tu­vie­ron la se­ño­ra Fuen­tes y Joa­quí­n, o me­jor ex­pre­sa­do, el mo­nó­lo­go de la se­ño­ra re­cep­cio­nis­ta de la to­rre blan­ca, que Joa­quín me con­fe­só y del cual po­co pu­do par­ti­ci­pa­r.

«¿­Bus­can­do al­go en es­pe­cia­l...? Ya sé. Unos bi­fe­s.»

«No, que­ría ha­cer al­go a la vi­na­gre­ta.»

«Le re­co­mien­do len­gua. Hoy es­tán es­pe­cia­le­s. No hay co­mo una bue­na len­gua.»

La psi­quis al­gu­nas ve­ces to­ma ata­jos ines­pe­ra­dos den­tro de las men­tes, ca­mi­nos que uno des­co­no­ce. Só­lo eso fue ne­ce­sa­rio pa­ra que la se­ño­ra re­cep­cio­nis­ta, tí­mi­da, re­ser­va­da y de po­cas pa­la­bra­s, se sol­ta­ra co­mo un ca­ba­llo des­bo­ca­do. El plas­ma vol­cá­ni­co es­ta­lló.

«¿Us­ted pien­sa que yo no ten­go len­gua? Co­mo to­dos los de­má­s, es­tá equi­vo­ca­do. No me es­tá per­mi­ti­do ha­bla­r, que es muy dis­tin­to. Pe­ro le voy a de­ci­r: es­toy har­ta de ca­llar­me, de ve­r, es­cu­char y no po­der con­ta­r. To­do el mun­do sa­be dón­de tra­ba­jo. To­dos me mi­ran de re­ojo y mur­mu­ran. ¿A­ca­so pien­san que no me doy cuen­ta? Se mue­ren por sa­ber quié­nes ope­ran en las to­rres y qué se ha­ce allí. Bue­no, es ho­ra de que se en­te­ren. No so­por­to más ser cóm­pli­ce de se­cre­tos tan pe­sa­do­s. Yo co­noz­co a tres, no sé si hay má­s. Día tras día se re­pi­te lo mis­mo, en­tran y sa­len in­dis­tin­ta­men­te de uno u otro edi­fi­cio. Los con­tro­lé. Ni ellos sa­ben qué to­rre les to­ca ca­da día has­ta que es­tán bien cer­ca de las puer­ta­s, ahí to­man la de­ci­sió­n, por eso es co­mún ver­los cru­zar la dia­go­nal a úl­ti­mo mo­men­to, es co­mo si lo per­ci­bie­ran en el ai­re, co­mo si re­ci­bie­ran un men­sa­je y en­ton­ces cam­bian el cur­so. Ya no me im­por­ta... le voy a ha­blar de los nom­bres. Eduar­do Ca­rre­ti, es uno de ello­s. Sue­le pa­sar des­aper­ci­bi­do por las ca­lle­s. Pe­ro no se con­fun­da. Es uno de ello­s. ¡A­y!... No sé si es­toy ha­cien­do lo co­rrec­to. Me sien­to muy ner­vio­sa.»

«¿­Quie­re sen­tar­se, se­ño­ra? Cál­me­se por fa­vo­r.»

«¡­No! No hay tiem­po, no que­da tiem­po­.»

«Es que yo no me voy a nin­gún si­tio. Hay tiem­po. Cál­me­se e in­ten­te des­aho­gar­se, que le va a ha­cer bien. ¿Me pue­de de­cir que sig­ni­fi­ca NA­RRA? Pe­ro sin po­ner­se ner­vio­sa.»

«¡­No­!, no hay tiem­po. Sé que ha­brá con­se­cuen­cia­s.»

«En­ton­ces no ha­ble.»

«Es ne­ce­sa­rio. De­ben sa­ber lo que pa­sa en Urb­ys. Otro, Ale­jan­dro Al­fon­so, lo veo ve­nir ca­mi­nan­do por la dia­go­nal ca­da día. Des­de den­tro de las to­rres se pue­de ob­ser­var to­do, los vi­drios son trans­pa­ren­tes, des­de afue­ra no se pue­de ver ha­cia den­tro. Las imá­ge­nes se tras­la­dan en un so­lo sen­ti­do. Ale­jan­dro vis­te con ro­pas co­mu­nes, pe­ro eso es lo de me­no­s, por­que su in­du­men­ta­ria cam­bia de acuer­do a la to­rre don­de en­tre. Ape­nas po­ne un pie den­tro el co­lor del tra­je coin­ci­de con el vi­dria­do del edi­fi­cio. De­bo es­tar lo­ca, pe­ro sé que es así.»

«Se­ño­ra. No es ne­ce­sa­rio que cuen­te si le ha­ce ma­l. Uno de­be ha­blar pa­ra des­aho­gar­se, pa­ra sen­tir­se me­jo­r, no pa­ra...»

«¡­Si­len­cio! ¡Cá­lle­s­e! No hay tiem­po, se acer­can. Me bo­rra­rán.»

«Es­tá muy co­lo­ra­da, se­ño­ra. Cál­me­s­e.»

«El otro, Víc­tor Don­de. Ha­bla con acen­to ex­tra­ño. Yo sé que es de aquí, es igual que los otro­s. To­dos cam­bian. Los tres son par­te de la mis­ma co­sa. Los co­lo­res de sus ro­pas cam­bian, ca­aa mmm biannnnn­n...»

He tra­ta­do de res­pe­tar del mo­do más fi­de­dig­no po­si­ble la tras­crip­ción de los diá­lo­gos que en­ta­bla­ron am­bos du­ran­te la ma­ña­na del jue­ve­s. La­men­ta­ble­men­te, el enig­ma con­ti­núa, aún no se sa­be qué tra­ba­jos rea­li­zan es­tas per­so­nas den­tro de las to­rres. La se­ño­ra Di­vi­na Ins­pi­ra­ción Fuen­te fa­lle­ció esa mis­ma ma­ña­na lue­go de una des­com­pen­sación mien­tras era tras­la­da­da de ur­gen­cia al hos­pi­tal por un ata­que ce­re­bro­vas­cu­la­r. Un día des­pué­s, el pre­gón de Urb­ys se en­car­gó de des­ta­car la no­ta y de es­pe­ci­fi­car que la muer­te de la ciu­da­da­na se ori­gi­nó por un de­rra­me ce­re­bra­l. Sus res­tos des­can­san en el ce­men­te­rio lo­ca­l, y con ella, un mis­te­rio aún por de­ve­lar­se se su­me en la tie­rra.