La Casa de Curación

Localización

Se ubi­ca en la mi­tad es­te de la man­za­na BB34 del Ba­rrio de las Pie­dre­ci­llas Azu­le­s, so­bre la ca­lle Mi­guel Án­gel Se­púl­ve­da.

Historia y descripción general

El hos­pi­cio ocu­pa la mi­tad es­te de la man­za­na. Es un edi­fi­cio de tres plan­ta­s, ma­ci­zo, he­cho de pie­dra. Im­pre­sio­na por su so­li­dez más que por su be­lle­za o sus de­ta­lles ar­qui­tec­tó­ni­co­s, que son mí­ni­mo­s. Las ven­ta­nas es­tán dis­pues­tas a es­pa­cios re­gu­la­res y son más al­tas que an­cha­s, con un cier­to ai­re gó­ti­co, aun­que ca­re­cen de su es­ti­lo y de­li­ca­de­za. La ma­yo­ría de ellas son opa­cas y al­gu­nas po­seen vi­tra­le­s. En ca­da una de las cua­tro es­qui­nas hay unas to­rres acha­ta­das con ven­ta­na­s, que pa­re­cen ser uti­li­za­das co­mo ob­ser­va­to­rios pues en al­gu­nas no­ches cla­ras pa­re­ce ha­ber gen­te allí que con­tem­pla los cie­los con te­les­co­pio­s.

La úni­ca puer­ta de ac­ce­so es un grue­so por­tón de ro­ble de dos ho­ja­s, con re­fuer­zos de hie­rro. A ca­da la­do ar­den lám­pa­ras de acei­te du­ran­te no­che y día. Las puer­tas no tie­nen lla­ma­do­res, ni tim­bres o cam­pa­nas de nin­gu­na cla­se. Inú­til es gol­pear las só­li­das puer­ta­s, pues na­die las abre. En el cen­tro de la ho­ja de la puer­ta iz­quier­da hay una ra­nu­ra que se con­fun­de con un bu­zó­n. El pa­cien­te o sus acom­pa­ñan­tes de­ben co­lo­car allí una mo­ne­da. Una sim­ple mo­ne­da. Dra­cma­s, de­na­rio­s, do­blo­nes, rea­le­s, li­bras o dó­la­res. Un mí­se­ro cen­ta­vo o un grue­so sol de oro. Las mo­ne­das de­ben es­tar acu­ña­da­s, es el úni­co re­qui­si­to. No im­por­ta la fe­cha, el año, la de­no­mi­na­ción o el cam­bio. Co­ro­nas da­nesas o rea­les del si­glo XVI­I, es lo mis­mo. Ca­da ne­ce­si­ta­do de ayu­da de­be de­jar una mo­ne­da y es en­ton­ces cuan­do la puer­ta de­re­cha se abre ha­cia fue­ra, sin nin­gún so­ni­do.

Den­tro aguar­dan dos de los "mon­je­s" del hos­pi­cio: al­to­s, con há­bi­tos si­mi­la­res a los de los frai­les en los con­ven­to­s, la ca­pu­cha siem­pre co­lo­ca­da. Se pue­de ver po­co des­de el ex­te­rio­r, pe­ro se al­can­za a dis­tin­guir un in­te­rior de pie­dra, can­de­l­abros de hie­rro col­ga­dos del te­cho y un pa­si­llo lar­go. Ade­má­s, se­gún los re­la­tos de los que han si­do tra­ta­dos allí, los frai­les que abren las puer­tas a ve­ces son mu­je­res.

El pa­cien­te de­be in­gre­sar so­lo, ayu­da­do por los en­ca­pu­cha­do­s, y las puer­tas se cie­rran. A par­tir de allí lo úni­co que pu­de des­cu­brir es a tra­vés de los re­la­tos de los pa­cien­tes y del mío pro­pio, pues yo he si­do tra­ta­do tam­bién allí.

Fue ha­ce quin­ce año­s. Es­ta­ba en las eta­pas fi­na­les de una leu­ce­mia. Mi mé­di­co me lo ha­bía di­cho cla­ra­men­te: no ha­bía na­da más que ha­ce­r. To­dos los tra­ta­mien­tos de la cien­cia se ha­bían aca­ba­do, las qui­mio­te­ra­pias ha­bían fra­ca­sa­do y lo úni­co que que­da­ba era es­pe­ra­r.

Mi es­ta­do era peor día a día. La fie­bre, la eter­na fie­bre, las he­mo­rra­gia­s, los do­lo­res, el es­ta­do es­tu­po­ro­so que ca­si nun­ca me aban­do­na­ba. Fue mi es­po­sa quien me lle­vó. Nos ha­bía­mos ca­sa­do ha­cía cua­tro años y es­ta­ba des­es­pe­ra­da. Una no­che vino Ma­rio, mi cu­ña­do y dos per­so­nas más que no al­can­zo a re­cor­da­r. Me en­vol­vie­ron con fra­za­das y me lle­va­ron has­ta el au­to. No re­cuer­do na­da del via­je que du­ró una eter­ni­da­d, pe­ro fi­nal­men­te apa­ga­ron el mo­to­r. Me ba­ja­ron del au­to y me qui­ta­ron las man­ta­s. Me ayu­da­ron a po­ner­me de pie, me pu­sie­ron una mo­ne­da en la ma­no y me hi­cie­ron co­lo­car­la en la ra­nu­ra. Yo tem­bla­ba por la fie­bre, pe­ro des­pués de al­gu­nos in­ten­tos pu­de ha­cer­lo.

La puer­ta se abrió.

Den­tro ha­bía dos en­ca­pu­cha­dos que se apu­ra­ron a sos­te­ner­me. Mi mu­jer se dio me­dia vuel­ta y se fue, sin de­cir na­da.

Las puer­tas se ce­rra­ron y mi con­cien­cia tam­bién.

Mis re­cuer­dos se frag­men­tan a par­tir de allí.

Re­cuer­do que un hom­bre, muy ba­ji­to, se acer­có a mi la­do y me di­jo en un es­pa­ñol muy rús­ti­co: "Tie­nes la san­gre en­ve­ne­na­da". Vol­ví a dor­mir­me.

Re­cuer­do un olor muy des­agra­da­ble, una mez­cla de pi­mien­ta y amo­nía­co.

Re­cuer­do el fue­go en mi fren­te.

Re­cuer­do una ni­ña que me po­nía al­go en la fren­te (¿el fue­go­?) y me su­su­rra­ba al oí­do "S­ys­vor­n, athe­la­s, sys­vorn mi­lan­di­r"

Re­cuer­do el so­ni­do de los cas­cos de un ca­ba­llo a mi la­do.

Re­cuer­do un gri­to muy fuer­te y ha­ber des­per­ta­do en un in­ver­na­de­ro. Mi­les de plan­tas se ele­va­ban ha­cia el te­cho de cris­ta­l, inun­da­do de so­l. Al­gu­nas plan­tas te­nían flo­res y és­tas se mo­vían. Una de ellas se me acer­có a la ca­ra y me mi­ró con sus pé­ta­los ce­les­tes. Un hom­bre orien­tal (¿­ja­po­né­s?) se dio vuel­ta y me la qui­tó de la ca­ra, su­su­rran­do al­gu­na co­sa. En su ma­no sos­te­nía un ni­ño por los pe­lo­s.

Y un día des­per­té.

Era una ca­ma de sá­ba­nas blan­ca­s. A mi la­do ha­bía una ca­ma va­cía pe­ro al gi­rar la ca­be­za vi a una ¿mon­ja? ¿en­fer­me­ra? que asis­tía a al­guien. Es­ta­ba en una sa­la gran­de, con dos hi­le­ras de ca­mas co­lo­ca­das contra la pa­red de la­dri­llos y can­de­l­abros en el te­cho. La ma­yo­ría es­ta­ba va­cía, pe­ro en al­gu­nas pu­de dis­tin­guir ocu­pan­tes, sin lle­gar a re­co­no­cer­lo­s.

Por pri­me­ra vez en mu­chos me­s­es, una sen­sación ol­vi­da­da se ha­bía apo­de­ra­do de mí: ham­bre. Te­nía un ham­bre fe­ro­z. Ham­bre de car­nes, de fiam­bres, de gui­sos hu­mean­tes, de cer­dos asa­do­s. To­do mi cuer­po re­cla­ma­ba car­ne, san­gre, vís­ce­ras re­lle­nas con más vís­ce­ra­s. Ya me ha­bía ol­vi­da­do de la úl­ti­ma vez que ha­bía sen­ti­do tan­ta ham­bre.

La en­fer­me­ra (¿­mon­ja?) se dio vuel­ta y me vio des­pier­to.

—¡­Gruss Go­tt! ¡Des­per­tar al fi­n! —me di­jo, aun­que so­nó co­mo co­mo "fes­pe­rr­ta­rr" más que "des­per­ta­r". Me son­rió y fue ha­cia uno de los ex­tre­mos de la sa­la. Qui­se le­van­tar­me y de­cir­le que te­nía ham­bre, pe­ro aún es­ta­ba muy dé­bil y mo­ver­me era un es­fuer­zo ago­ta­do­r.

Al ra­to apa­re­ció un ex­tra­ño per­so­na­je. Me­día po­co más de un me­tro y me­dio y lle­va­ba una es­pe­cie de to­ga púr­pu­ra. Era to­tal­men­te cal­vo y orien­ta­l. Lo su­pu­se chi­no, no se por qué.

—Bien­ve­ni­do —me di­jo, sin nin­gún acen­to apre­cia­ble—. ¿Tie­ne ham­bre?

Asen­tí con la ca­be­za lo más vi­go­ro­sa­men­te que pu­de, aun­que no era mu­cho.

—Ven­drán a traer­le al­go pron­to. To­da­vía no es­tá cu­ra­do, pe­ro fal­ta po­co. Su san­gre aún tie­ne res­tos del ve­ne­no, pe­ro lo sa­ca­re­mo­s. Po­co a po­co. Ten­ga fe.

Y al ins­tan­te si­guien­te, no es­ta­ba. De­bí que­dar­me dor­mi­do, pe­ro al ca­bo de unos mi­nu­tos una de las mon­jas (¿en­fer­me­ra­s?) me ayu­dó a sen­tar­me en una si­lla de rue­das y me lle­vó a uno de los ex­tre­mos de la sa­la. Abrió la puer­ta y co­men­za­mos a re­co­rrer al­gu­nos pa­si­llos al­tos y os­cu­ro­s. To­das las ven­ta­nas te­nían los cris­ta­les te­ñi­dos de vio­le­ta, pe­ro pu­de no­tar que afue­ra era de día. Fi­nal­men­te lle­ga­mos a un re­co­do y al gi­rar ya es­tá­ba­mos en un gran in­ver­na­de­ro. La mon­ja me acer­có a una me­sa que ha­bía en el cen­tro y me de­jó allí. Pu­so de­lan­te de mí un cuen­co de ma­de­ra y sir­vió un po­co de agua de una ja­rra de pie­dra. Lue­go lle­vó el cuen­co ha­cia una de las plan­tas y co­men­zó a ha­blar­le. Era un ar­bus­to gran­de, tu­pi­do, de ho­jas lar­gas en­tre las que ha­bía flo­res de co­lor tur­que­sa. Una de las flo­res se aso­mó a tra­vés del fo­lla­je y de­rra­mó unas go­tas so­bre el cuen­co. Ella vol­vió a traer­me el cuen­co, al que agre­gó una cu­cha­ra de ma­de­ra.

—Be­be.

—No. Quie­ro car­ne. Ten­go mu­cha ham­bre.

—Be­be —in­sis­tió ella, lle­nan­do la cu­cha­ra y lle­ván­do­me­la a la bo­ca co­mo si yo fue­ra un ni­ño.

Nun­ca vol­ví a pro­bar na­da igua­l. El pri­mer tra­go era es­pan­to­so. Pe­ro ca­da cu­cha­ra­da el sa­bor se sua­vi­za­ba. Pa­re­cía un con­cen­tra­do de al­go, pues a las po­cas cu­cha­ra­das ya pu­de sos­te­ner la cu­cha­ra. Ya no sen­tía ham­bre y me sen­tía más fuer­te. Fal­tan­do dos cu­cha­ra­das no pu­de más y se lo di­je.

—Be­be —in­sis­tió ella. Hi­ce lo que me de­cía y me lle­vó de vuel­ta a mi ca­ma.

Me apli­ca­ban agu­jas en los bra­zo­s, me ha­cían be­ber tés de hier­bas has­ta que un día co­men­cé a no­tar un bul­to en la ma­no de­re­cha. El bul­to se con­vir­tió en un es­pan­to­so gra­no, que su­pu­ró du­ran­te cua­tro día­s. Vol­vió la fie­bre y el chino de la to­ga ro­ja son­reía ca­da vez que me vi­si­ta­ba y me de­cía que pron­to es­ta­ría en ca­sa nue­va­men­te.

Y así fue. La fie­bre des­apa­re­ció y un día un hom­bre al­to, de unos cua­ren­ta año­s, del­ga­do, de ras­gos afi­la­dos y ves­ti­do con un tra­je ne­gro, me di­jo sim­ple­men­te:

—Es­tás cu­ra­do. Pue­des po­ner­te tu ro­pa e ir­te aho­ra, pe­ro no po­drás vol­ver nun­ca.

—Sí, pe­ro… —Te­nía mi­les de pre­gun­ta­s. ¿Qué era eso? ¿U­na clí­ni­ca, un hos­pi­ta­l? ¿Quié­nes eran real­men­te esas per­so­na­s? Pa­re­cían per­te­ne­cer a mil lu­ga­res a la ve­z, a mil na­cio­nes dis­tin­tas y a mil épo­ca­s.

—No. Tú has ter­mi­na­do aquí. Has pa­ga­do tu mo­ne­da. Es­tás cu­ra­do. De­bes ir­te y con­ti­nuar tu vi­da. Ol­vi­da es­to.

Nos mi­ra­mos a los ojo­s. Eran unos ojos per­fec­ta­men­te nor­ma­le­s, pe­ro vie­jos. Ojos que ha­bían vis­to más co­sas que las que uno ve en una vi­da. O en cien.

—Gra­cia­s…

—Ven­drán a bus­car­te en­se­gui­da. —Me son­rió y se fue ca­mi­nan­do ha­cia el fon­do del pa­si­llo, en­tre las ca­ma­s.

Me ves­tí y cuan­do es­tu­ve lis­to apa­re­cie­ron los frai­les en­ca­pu­cha­do­s. Sin de­cir­me una pa­la­bra me acom­pa­ña­ron has­ta la puer­ta. Salí a la ca­lle, la puer­ta se ce­rró tras de mí y el mun­do apa­re­ció an­te mis ojo­s. To­mé con­cien­cia del rui­do que hay en la ca­lle: los au­to­s, las bo­ci­na­s, los rui­dos de una ciu­da­d…

Ca­mi­né unas cua­dras has­ta que en­contré un ta­xi y le di la di­rec­ción de mi ca­sa.

Ha­blé con al­gu­nas per­so­na­s. Don Mar­ce­lo, que tie­ne una ver­du­le­ría, re­cuer­da que lle­vó allí a su pa­dre y que él le di­jo que ha­bía si­do ope­ra­do por un cen­tau­ro. Ope­ra­do de un de­rra­me ce­re­bra­l. Vi­vió vein­ti­cin­co años más y vol­vió a tra­ba­ja­r.

El so­brino de Dia­na, que aho­ra tra­ba­ja en Sui­za, le con­tó que le arre­gla­ron la vi­sió­n. Te­nía una en­fer­me­dad que lo de­ja­ría cie­go irre­me­dia­ble­men­te en dos año­s. Ellos lo cu­ra­ro­n. Es pi­lo­to en una aero­lí­nea. Se­gún su des­crip­ció­n, lo ha­bían cu­ra­do per­so­nas que ha­ba­ban en la­tín y pa­re­cían ro­ma­nos an­ti­guo­s.

Car­los lle­vó a su hi­jo con po­lio. Er­nes­to lle­vó a una tía que te­nía cán­cer de pul­mó­n.

Mar­ce­lo me con­tó la his­to­ria de un Por­tal an­ti­guo en el lin­de­ro nor­te de Urb­ys. Mar­ce­lo es es­cri­to­r, así que no sé si se­rá cier­to o me ha­bla­ba de un cuen­to que que­ría es­cri­bi­r.