Centro de las Artes
Localización
Se ubica en la manzana BB36 del Barrio de las Piedrecillas Azules, frente a la Plaza de Todos los Nombres, a lo largo de todo el siglo XX y hasta la actualidad. Delimitado por Calle Carlos García Moreno al oeste, Calle Carlos García Moreno al este, Calle Joaquín de la Paz al norte y Peatonal Florentina Arredondo al sur.
Las continuas expansiones de las que fue y es objeto lo transforman en uno de los centros culturales más grandes del país y del continente. Asimismo, y debido a características espaciotemporales del solar (cuyo detalle seguramente excede a esta reseña), fue declarado patrimonio histórico nacional, y de prosperar la iniciativa ante las Naciones Unidas, será nombrado Sitio de Interés para la Humanidad.
Historia y descripción general
El edificio principal, cuyo origen se remonta al siglo XVII, es una de las construcciones más antiguas y de las pocas de esa época que se conservan en la ciudad. En 1716 el Solar fue donado a los curas sampedrinos para la construcción de una parroquia. Los religiosos Martín Zorrilla y Juan Wenceslao Amoroso realizaron los planos de la primera construcción y se le atribuye al arquitecto y escultor italiano Flavio Pirita el frente que aún puede verse en la ochava noreste y la imagen de San Pedro que hoy se encuentra en la capilla, al otro lado de la Plaza. La obra fue concluida en 1732.
Posteriormente, a principios del siglo XIX y durante la espantosa epidemia del Mosquito, se construyó en el sector oeste un pabellón sanitario. Luego de la peste los curas sampedrinos se mudaron a las instalaciones construidas al otro lado de la plaza, donde hoy se alza la Capilla de San Pedro el Reincidente. Desde entonces el edificio tuvo varios destinos, entre ellos el de taller e imprenta de los curas sampedrinos, dedicados a la duplicación fidedigna de viejos ejemplares llegados desde todo el mundo; una escuela de dibujo creada por el Gral. Manuel Poncela y el Asilo de Mendigos y Pobres Artesanos. Posteriormente y durante el primer mandato del Ejecutivo Justo Manuel de Anchogasta fue privilegiado por el plan de embellecimiento y saneamiento urbano de 1895 y comenzó a transformarse en lo que hoy vemos. Mucho influyó en el impulso inicial la artista plástica Florentina Arredondo, una de las primeras escultoras nacionales en alcanzar pleno reconocimiento, principalmente de parte de Anchogasta.
La ampliación y remodelación del museo siempre fue la meta de todos los arquitectos locales, ya que no hubo uno que, luego de trabajar en el museo, no obtuviera algún encargo especial que le brindara fama y dinero. Tal es el caso del Ingeniero Marcos Vidal Perroa, quien luego de trabajar en el complejo obtuvo la concesión del túnel-autopista de la Cordillera del Norte, aún en construcción.
Como consecuencia del trabajo de todos estos hombres, el museo muestra un estilo claramente indefinido, yendo del barroco a lo modernista, desde lo oriental a lo nórdico, mezclando piedra, metal y madera con los más nuevos materiales.
Los arquitectos Pedro Domenech y Li Chu fueron responsables de la gran remodelación que se realizara a lo largo de la tercera década del siglo XX, reciclaje que puede considerarse pionero y uno de los mejores de la ciudad. El mismo incluyó la construcción de varios pabellones, el anfiteatro y la terraza norte, de estilo continentalista, y la cúpula del teatro y casa de té, dedicada levemente a Buda.
A mediados del siglo XX, cuando la dirección del complejo estaba a cargo del Instituto Artístico de la Segunda Vanguardia, se produce el descubrimiento que cambia la historia del lugar y produce un eje de inflexión en los anales de la mismísima ciudad. En 1956 el barrio es dedicado a las Artes. A comienzos del siguiente año, a pedido del Instituto Artístico y con la venia del Poder Ejecutivo, se decreta la construcción de una sala dedicada a cada personalidad del quehacer artístico que merezca la Beca Anual y/o Extraordinaria. Es entonces que se le encomienda a los arquitectos Juan Pablo Bedel, Marcos Campana y Delia Berlotto la segunda reconstrucción del complejo. El proyecto es grande y de aspiraciones impresionantes: expandir el museo y biblioteca hacia el único lugar posible, hacia abajo. Las características geológicas del solar permiten el intento y las excavaciones se inician el veinticuatro de julio de 1957. Apenas una semana más tarde, y ante la sorpresa de los científicos que realizaron el estudio de rigor, se encuentra la Cámara del Millón de Ecos, una gigantesca gruta que alcanza los trescientos metros de profundidad, con galerías secundarias, muchas de las cuales, cerradas al público, se hallan inexploradas. Otras, debido a su inestabilidad espaciotemporal (no siempre están donde deben) han sido tapiadas. En realidad la porción que se encuentra bajo el edificio es menor, pues es bajo la plaza donde se encuentra el ochenta por ciento de la caverna. Este descubrimiento echó por tierra el plan inicial y el accidente del cincuenta y ocho, en el que se perdieron setenta y ocho personas a raíz de un corrimiento temporal impuso una suspensión que duraría diecisiete años. Recién durante la década funesta, ante la necesidad de un lugar ajeno a las miradas indiscretas de la civilidad, se decidió continuar con el proyecto. Así se construyeron veinte niveles, de los cuales ya se hallan ocupados los ocho primeros. La solución, bastante grosera en su concepto, fue dedicar "recursos descartables" a la investigación y reconocimiento de cada uno de los pasillos secundarios. Pasillo que se considera poco fiable es clausurado. Por suerte, hasta el día de hoy no hay que nombrar demasiadas víctimas.
En la década del noventa se declaró confiable la cámara principal y fue reinaugurada parcialmente al público, ahora con fines mucho más amables.
Allí se encuentran, nombrándolos de arriba hacia abajo, los talleres de carpintería, escenografía y vestuario (tres cuartas partes del primer subsuelo), la sala del Museo Itinerante (medio segundo subsuelo), las cuatro salas cinematográficas (la otra mitad del segundo y todo el tercer subsuelo), la Biblioteca de Incunables e Inclasificables (cuarto subsuelo), la sala de computadoras y el banco de memoria del Museo Digital (rama A del quinto subsuelo). El espacio habitable restante (dos pisos) está destinado a depósitos, aunque a medida de que aparezcan nuevas necesidades nada descarta que sean reasignados. El noveno subsuelo, por ejemplo, acaba de ser otorgado al Centro de Recuerdos de la Ciudad. Los restantes aún están siendo investigados y no serán habilitados hasta que hayan sido detectados y catalogados todos los corredores inestables.