El Portal de los Ángeles

Localización

El aeropuerto/espaciopuerto y ahora también puerto estelar de Urbys se encuentra a unos siete kilómetros al este de la estación de ferrocarril. Ocupa un terreno de trescientos metros a lo largo de la vía del tren por dos mil quinientos hacia el norte. La pista, de dos mil doscientos metros de largo corre en dirección Norte-Sur. La Anomalía se encuentra a unos trescientos metros al sudoeste de la cabecera Norte.

Historia

Esta anomalía espacio-temporal, que es la que causa algunos fenómenos paranormales en esta ciudad y sus alrededores, debe haber sido conocida desde hace muchísimo tiempo, pero recién aparece mencionada en alguno que otro escrito del siglo XIX. Hasta la época moderna, en que se realizaron estudios científicos de su comportamiento y para aprovecharla, se la conocía como "El Trampolín" y no pasó de ser un juego para niños. Todavía ahora los niños siguen conociéndola como tal y se estimula que jueguen en ella pues resulta esencial para el entrenamiento de los futuros pilotos estelares.

Creo haber desempeñado un papel importante en el estudio y aprovechamiento de la Anomalía como puerta al espacio y escribo estas memorias porque pronto abandonaré Urbys, tal vez para no volver jamás, y para documentación histórica, dado que soy de los pocos que quedan de la primera generación de pilotos espaciales.

Nací en Urbys por decisión propia pero, por supuesto, en ese momento no fui consciente de ello. La cosa fue así: Mi padre tenía una pequeña chacra al sudeste de la ciudad y mi madre, hija de comerciantes, era oriunda de una ciudad próxima. A ella no le gustaba la vida sacrificada del campo ni la ciudad de Urbys, por lo que, cuando todavía eran novios, le sacó a mi padre la promesa de que sus hijos no nacerían en esta ciudad. A más tardar, cuando estuviera por nacer su primer hijo, se trasladarían y se instalarían en la ciudad de mi madre. Así las cosas, cuando faltaba un razonable tiempo para mi nacimiento, mi padre puso en venta la chacra, empacaron sus cosas, las enviaron en un camión y ellos partieron hasta la estación para hacer el viaje en tren. Tuvieron que desviarse hacia el hospital pues yo anuncié mi llegada anticipada.

Parece que el impacto que produjo mi decisión fue tan grande para mi madre que dijo:

—Si mi hijo ha querido nacer en Urbys, por algo debe ser, y me quedaré aquí para averiguarlo.

A mí me parece que los casi dos años que pasó alejada de su familia habían fortalecido su independencia y el lazo de amor con mi padre; yo fui la excusa que le presentó a sus propios padres para no volver a su ciudad.

La casa de mis padres no era una choza pero sí bastante chica. La mayor parte de las habitaciones tenía función de depósito de las cosas del campo y, cuando llegó mi hermana tres años después, mis padres decidieron otorgarle a ella mi habitación y mi cuna y a mí me trasladaron a un catre en otra sala que hacía las veces de taller y depósito de semillas. Como compensación me colocaron una cortina que me daba cierta privacidad y tenía mi propia estantería para mis cosas. Sin embargo, a mí me entusiasmaban más las herramientas del taller que mis propios juguetes. Más adelante descubrí una ventaja de esa habitación y del catre: En las noches calurosas del verano podía sacarlo fácilmente para dormir bajo las estrellas. Desde entonces sueño con poder viajar entre ellas y pronto se cumplirá mi sueño.

No creo que mi niñez haya sido muy distinta a la de otros niños de los suburbios: Levantarme muy temprano, ayudar con los animales de la granja, ir a la escuela, ayudar a mi madre en las tareas de la casa y, a la siesta ¡La Gran Liberación! Mientras los mayores descansaban, los niños salíamos a potrear por esos benditos lugares desiertos. Parecíamos bandadas de gorriones revoloteando en busca de aventuras, reales o inventadas por nuestra fértil imaginación.

Si bien las amistades entre nosotros sufrían variaciones de semana a semana, yo me había integrado fuertemente con otros dos niños de mi edad y de mi grado: Noemí García y Daniel Pintor. Noemí era tan salvaje como cualquier varón, nadaba como una anguila y corría como un galgo. Trepaba a los árboles, hacía equilibrio en las barandas de los puentes y se metía en los sifones de las acequias en donde algunos de los varones no se animaban. Con el pelo corto, en pantaloncitos y a torso desnudo, se veía igual que cualquiera de nosotros. En lo único en que no participaba era en los concursos de quien orinaba más lejos desde la baranda del puente del tren.

"Los varones son unos chanchos" nos decía. Pero a mí me confesó: "En ese juego me llevan mucha ventaja. Yo sólo conseguiría mojarme los pies".

Daniel era callado, muy inteligente y rara vez tomaba una iniciativa, pero nos acompañaba en todo lo que proponíamos y era magnífico como compañero de saltos en el Trampolín.

Al norte de la chacra de mi padre, del otro lado de las vías del ferrocarril, estaba el aeródromo; primero solamente la pista de aterrizaje del aeroclub, luego aeropuerto y finalmente espaciopuerto, pero eso fue más adelante. Un poco al oeste de la cabecera norte estaba el Trampolín, lo que después se conoció como la Anomalía espacio-temporal de Urbys, pero en ese entonces solamente era un lugar de juegos al que íbamos algunas siestas solos y algunos sábados y domingos con las familias, pues era la mejor diversión gratuita de la zona. Si bien el Trampolín estaba dentro de los terrenos del aeródromo y éste estaba cercado para impedir la entrada de animales a la pista, nunca a nadie se le ocurrió restringir el acceso.

El Trampolín era de acceso libre para todos, pero no todos podían hacerlo funcionar. Las mujeres, desde más o menos los trece años no podían, pero sí algunas después de los cincuenta. Algunos varones mayores sí, y todos los que habían nacido fuera de Urbys no tenían ninguna posibilidad de usarlo. La mayoría de los niños sí podíamos y lo hacíamos con gran gozo: Era cuestión de percibir dónde estaba y qué intensidad tenía, salir corriendo y saltar. Uno podía aparecer a diez, cien o doscientos metros de ella. La Anomalía era, y es, bastante pequeña e inestable al nivel de tierra.

Creo que los muchachos de mi generación fuimos los primeros en utilizar artefactos mecánicos: Nos lanzábamos en bicicleta y a veces llegábamos hasta mil o dos mil metros del Trampolín. Mi hermanita, a los cinco años de edad, era especialista en entrar con su triciclo a todo trapo y saltar más de cien metros. Cierta vez que íbamos a entrar, ella en mis hombros y yo en bicicleta, me anunció "Voy a saltar hasta mi cama. ¡Ayudame!" Yo solo imaginé su cama. No llegué a pensar que estaba muy lejos ni que quedaba en dirección opuesta a la que llevaba. Salté como dos kilómetros, nunca había hecho un salto tan largo. Estaba en medio del campo y solo. Pedaleé hasta casa y allá me esperaba mi hermana: "¡Viste que lo conseguimos!", me saludó.

Cuando teníamos nueve años, y recuerdo que era el mes de Noviembre porque estaban por terminar las clases, llegó al aeródromo una escuadrilla de aviones de combate a reacción (a chorro, le decíamos entonces, antes de que esa palabra se cambiara por jet). Años después me enteré que su modelo era Moranne Saulnier y que los fabricaban en Córdoba. Estaban de maniobras e hicieron campamento cerca de la cabecera norte, casi sobre los terrenos del Trampolín, pero ellos no podían percibirlo ni sabían que estaba allí. Daniel nos propuso a Noemí y a mí ir a ver los aviones.

—Entramos por el sifón y el agua nos lleva por la acequia.

—Es lejos para la vuelta —objeté.

—A la vuelta usamos el Trampolín —ya lo tenía todo planeado.

El sifón era un túnel para agua, a unos dos metros de profundidad, que pasaba por debajo de las vías del tren, una calle y salía del otro lado del alambrado del aeródromo. Había que sumergirse y dejarse arrastrar por el agua, reteniendo la respiración como medio minuto. A veces nos metíamos desnudos (en calzoncillos los más grandes) o vestidos y el sol de la siesta secaba la ropa en media hora.

Cuando llegamos cerca de los aviones había un grupo de soldados (o tal vez oficiales, no sé) tomando mate debajo de una carpa. Cuando se dieron cuenta de nuestra presencia nos interpelaron.

—¿Qué hacen ustedes por acá? ¿Cómo llegaron?

—Vinimos a ver los aviones. —Noemí ignoró la segunda pregunta.

—Váyanse. No pueden estar cerca de los aviones.

—¿Por qué? No somos espías rusos —le respondió Daniel.

—Porque es peligroso. Váyanse.

—Nosotros no le tenemos miedo a nada. —Yo me hice el gallito.

—¿Ah, sí? ¿Y no le tienen miedo a una pateadura? —Uno de ellos se puso de pie, medio amenazante y nosotros tres consideramos prudente iniciar la retirada.

—Sólo queremos mirar los aviones, no vamos a molestar —trató de contemporizar Noemí, pero ya había otros dos parados.

—¡Esta noche se le van a meter espías rusos! —les gritó Daniel, ya iniciando la carrera hacia el Trampolín.

—¡Vamos al refugio! —grité yo; nos tomamos de las manos y saltamos hasta el pie de un frondoso árbol cuyas ramas eran nuestro refugio.

Al día siguiente comentamos nuestra aventura en la escuela y esa tarde los aviadores tuvieron como veinte visitantes, pero nosotros tres fuimos los primeros. Nos quedamos sentados a razonable distancia de la gente que estaba trabajando alrededor de los aviones y ellos hicieron como que no nos veían. Cuando pusieron en marcha los motores el silbido era una cosa espantosa, parecía que lo traspasaba a uno de oreja a oreja, pero aguantamos. Los aviones partieron y la mayoría de los chicos también, pero Noemí, Daniel y yo nos quedamos esperando el regreso. Uno de los tipos nos hizo señas de que nos acercáramos y así lo hicimos, llenos de curiosidad.

—Ustedes son los tres que estuvieron ayer —afirmó—. El jefe quiere verlos. Ahora está volando, esperen aquí. —Nos señaló unos bancos en la entrada de una carpa.

Desde allí vimos cómo llegaban los aviones, los estacionaban y uno de los pilotos, con un montón de cosas colgando y una mochila al hombro (el paracaídas, nos enteramos después) vino hacia nosotros.

—Hola —nos saludó, bastante amablemente—. ¿No les dijeron ayer que no debían venir por aquí?

Silencio por nuestra parte.

—¿Me pueden decir por dónde entran y por dónde salen?

No. Es un secreto —respondí yo.

—Es un secreto, pero se lo podemos revelar si nos lleva a dar una vuelta en avión —se lanzó Noemí.

—Imposible. Ya me lo van a decir mañana, después de pasar la noche en el calabozo. ¡Cabo de guardia! —llamó—. ¡Lléveselos!

Ahora pienso que el cabo debía tener la orden de llevarnos hasta la entrada o de dejarnos escapar, porque no le dijo a dónde tenía que llevarnos, pero en ese momento a los tres se nos fruncieron todas las vías digestivas y se nos aceleró el corazón tanto que parecía que se nos salía por la boca. ¡Pasar una noche en el calabozo!

—¡Vamos para allá! —Un tipo que llevaba un arma colgando nos señaló el edificio del aeródromo.

Eso nos tranquilizó un poco, el camino pasaba cerca del Trampolín. Nos miramos y nos entendimos.

Caminamos tomados de la mano y, cuando estábamos cerca, picamos y saltamos. Ya nadie nos podría agarrar.

¡Já! A la mañana siguiente, a la media hora de estar en la escuela, la señorita Luisita, la maestra de quinto y una de las más respetadas, vino a nuestra aula y le pidió a nuestra maestra que nos mandara a Noemí, a Daniel y a mí a la Dirección. Caímos en una trampa: Allí nos esperaba el oficial. ¡Otra vez el fruncimiento de vías digestivas y la aceleración del corazón!

—Chicos —nos atacó la directora—, parece que se han metido dos veces en lugar prohibido y se han resistido a la autoridad. ¿Les parece bien lo que han hecho?

Daniel Pintor, que era callado pero no lerdo de pensamiento, le señaló a la directora un ejemplar de la Constitución, que estaba sobre el escritorio:

—Allí dice que existe libertad de tránsito por todo el territorio de la República.

El militar torció el bigote en una sonrisa y se nos aflojó algo la tensión.

La maestra de quinto intervino con sentido práctico:

—El señor Capitán Hernández desea saber cómo hicieron para entrar sin que los vieran los guardias y cómo lograron escapar de su custodia.

—Nosotros le dijimos que le revelaríamos el secreto si nos llevaba a dar una vuelta en avión y él dijo que nos metería en el calabozo —respondió Noemí, haciendo pucheros.

—¡Pero ésta es una niña! Yo creí que los tres eran varones —se sorprendió el tal capitán Hernández. Percibimos que ya se estaba ablandado.

—La salida no es un secreto —intervine yo—. Saltamos por el Trampolín. La entrada sí. ¿Nos llevará en avión si se lo decimos?

Hizo una pausa y se acarició la barbilla.

—...Veremos. Pondremos más guardias. ¿Qué es el trampolín? —La pregunta se la hizo a la señorita Luisita.

—Niños, vuelvan a clase —nos ordenó la directora y le obedecimos de inmediato.

Ese día fuimos héroes en la escuela: Para el último recreo ya habíamos puesto un petardo en uno de los aviones y nos habíamos escapado de un pelotón de fusilamiento. Nos habían venido a buscar, pero la señorita Luisita nos salvó jurando que a la tarde habíamos estado en su casa haciendo los deberes. Agrandados, anunciamos que esa tarde volveríamos para robarnos un avión.

Cuando sonó la campana y estábamos formando para la salida, la señorita Luisita nos llamó aparte:

—Me imaginé que ustedes habían entrado por el sifón y se lo dije al capitán Hernández. Dice que no vayan de nuevo cerca de los aviones porque están trabajando con armas y puede ser peligroso. Él me prometió que el sábado por la mañana nos llevará a dar una vuelta en avión y yo le dije que ustedes le harían una demostración en el Trampolín. El sábado vengan a mi casa a las ocho de la mañana.

Volvimos a las filas. La directora dirigió una arenga a todos los alumnos relativo a que no debíamos acercarnos a los aviones porque era peligroso y que el sábado y domingo todo el que quisiera podría ir a verlos, pues estarían abiertos al público.

¿Y nosotros, cómo quedábamos? Habíamos anunciado a los cuatro vientos que esa tarde nos meteríamos pero, si lo hacíamos, seguro que perderíamos la oportunidad del vuelo del sábado. Si no aparecíamos por el sifón, toda la escuela se reiría de nosotros.

—Ya se me va a ocurrir algo para zafar —nos dijo Daniel y nos separamos, cabizbajos.

Mi casa era la más cercana al sifón y por eso llegué primero. El alma me volvió al cuerpo: del otro lado del alambrado del aeródromo había un soldado de guardia, parado justo en la entrada del agua y, de este lado, una cuadrilla de obreros municipales estaba poniendo una reja en la entrada del sifón.

¡Para lo que sirvió la reja! Antes del fin del verano, en un operativo digno de comandos submarinos, con limas y sierras del taller de mi padre, cortamos la parte que quedaba por debajo del agua y pasábamos tranquilamente.

Parece que los aviadores no solamente habían venido a hacer maniobras militares. Los chicos no lo sabíamos, pero por la tarde y noche confraternizaban con los civiles, especialmente con las mujeres jóvenes. El sábado, varios pilotos llevaron a sus amigas y lo disfrazaron de vuelos de bautismo, llevando al intendente y a otras autoridades. El asunto fue que gracias al romance de la señorita Luisita con el capitán Hernández se cumplió nuestro sueño de volar.

Luisita salió de una carpa enfundada en un buzo de vuelo que le quedaba bastante grande. Fue una fiesta ver como el capitán la acomodaba en el asiento delantero, sentada sobre el paracaídas y con unos auriculares. A nosotros tres nos acomodaron atrás, sin paracaídas y con un cinturón de seguridad.

El corazón se nos salía de la boca, pero de gozo. ¡No podíamos creerlo! Arrancaron los motores, el avión enfiló para la cabecera de pista y una mano poderosa nos oprimió contra el asiento y nos dificultó la respiración. Tuvimos conciencia de que estábamos en el aire cuando vimos que las casas se hacían más chicas. Luego de tomar cierta altura el piloto viró y volvió hacia el aeródromo. Miramos hacia adelante y nos miramos entre nosotros: A esa altura el Trampolín era enorme y poderoso. Nos tomamos de las manos.

—Hasta la parte de arriba de aquella nube —les dije a los otros, señalando una nube que parecía un helado de limón.

Asintieron, ya estábamos adentro y saltamos. El avión hizo unas maniobras bruscas, el motor cambió de sonido y el estómago se nos subió a la boca, pero eso no borró la satisfacción de haber dado un salto tan grande. El piloto dominó al avión fácilmente. Vimos que Luisita le decía algo al piloto y nos señalaba. Luego se dio vuelta y leímos en sus labios "No - vuelvan - a - hacerlo". Después nos enteramos de que habíamos saltado como cien kilómetros y hasta más de diez mil metros de altura.

Cuando el avión detuvo sus motores el capitán Hernández se sacó el cinturón de seguridad, se paró sobre el asiento y nos lanzó una pregunta:

—¿Cómo carajo pudieron hacer eso?

No parecía enojado sino sorprendido.

—La señorita Luisita nos dijo que usted quería una demostración de salto... —le respondió Noemí, algo asustada.

—... Y saltamos... —terminé yo la frase.

—Sí. ¿Pero cómo?

—El trampolín era grande y poderoso a esa altura —agregó Daniel, con una sonrisa de beato.

—Yo le dije al señor Hernández que saltarían en tierra. No sabía que también en el aire podían hacerlo —dijo la señorita Luisita, agitada y a modo de disculpas.

—¡Esto es algo grandioso! Es muy importante y tenemos que investigarlo. Muéstrenme como lo hacen en tierra.

Se desembarazó de su equipo, ayudó a Luisita a hacerlo, nos ayudó a bajar y preguntó:

—¿Dónde está ese trampolín? ¿Cómo hacen para verlo? —Corrió hasta la carpa y volvió con una máquina fotográfica—. ¡Vamos para allá!

Hicimos algunos saltos cortos, nos fotografió y nos preguntó de todo. Le respondimos como pudimos.

—Esto tengo que anotarlo. Tengo que hacer un informe. Esto es muy importante —decía a cada rato.

—Hagamos una cosa —intervino Luisita—: Vengan todos esta tarde a tomar el té a casa y allí usted podrá tomar notas tranquilo, señor Hernández.

Yo no lo noté, pero Noemí dijo después que cada vez que pronunciaba el nombre o lo miraba, a Luisita se le iluminaba la cara.

Hernández tomó notas, investigó con nosotros, otros chicos, con personas mayores y prometió volver a seguir investigando. Volvió varias veces por poco tiempo para visitar a Luisita, hasta que lo hizo en forma oficial como Jefe de Aeródromo. Durante los cuatro años que estuvo en ese puesto hubo varios cambios: De aeródromo se convirtió en aeropuerto. La señorita Luisita se convirtió en la señora de Hernández (aunque para nosotros fue siempre la Señorita) y se investigó a fondo la Anomalía espacio-temporal de Urbys.

También nos abandonó Noemí. El padre era empleado bancario y le dieron un ascenso y un traslado. No volvimos a vernos y nunca más supe de ella. ¿Adónde te habrán llevado los saltos de la vida, Noemí? ¡Cómo me gustaría que, tomados de la mano, diéramos éste, nuestro último salto, que nos llevará directo a las estrellas!

Las características principales de la Anomalía quedaron determinadas con bastante precisión, aunque siempre se descubre alguno que otro detalle. Pueden resumirse en lo siguiente:

La Anomalía, hasta donde se la puede percibir, tiene una forma como de trompo o peonza, con la punta apoyada en la tierra, que se mueve más bien al azar. Su parte más intensa está alrededor de los diez mil metros y se estrecha en la ionosfera para abrirse luego como un cono. Se presume que sus efectos, aunque débiles, se extienden hasta las estrellas próximas.

Ninguno que no haya nacido en Urbys o sus cercanías puede percibir la Anomalía ni utilizar sus efectos. Cuanto más generaciones de antepasados se tengan nacidos en la ciudad, mayor es su la percepción de la Anomalía y sus efectos. (De hecho, la tercera generación de pilotos ya puede saltar hasta las estrellas).

Prácticamente todos los niños nacidos en Urbys pueden percibir la Anomalía, pero a medida que se hacen mayores pierden la percepción. Sin embargo, esto es así porque a medida que crecen pierden el interés por el salto. Aquellos que tienen vocación de pilotos espaciales pueden percibirla durante toda su vida, aguzan esa percepción y, si unen sus voluntades, potencian los efectos de la Anomalía.

Cuando niñas, las mujeres saltan tan bien como los varones, pero durante el período en que pueden procrear pierden la percepción; algunas la recuperan, aunque débil, después de la menopausia.

Aquí cabe acotar lo que me contó mi hermana: Estando embarazada me dijo que había vuelto a percibir el Trampolín, pero que no se animaba a saltar.

—¿Te imaginás si cada uno salta para un lugar distinto? —me dijo, tocándose la panza.

Cuando estaba embarazada de su segundo hijo, cierta vez que la Anomalía estaba débil, se animó. Tomó al primero en brazos y entró caminando. Aunque no llevaba impulso apareció como a quince o veinte metros. Tenía una sonrisa de oreja a oreja y lágrimas en los ojos:

—¡Me sentí como cuando era niña y me metía con el triciclo! Siento que me llama, pero la prudencia me dice que no debo hacerlo a menudo.

En cuanto puso al niño de dos años en el piso salió corriendo a saltar por su cuenta. Desde entonces pedimos a las embarazadas que, si perciben el Trampolín, vengan a saltar una o dos veces por mes. Parece que no les hace mal y sí les causa una gran felicidad. También estimulamos a los bebés. Si los padres no perciben la Anomalía, siempre hay un piloto dispuesto a llevarlos.

Algo que no está comprobado científicamente es que el desinterés por usar el Trampolín en beneficio propio, el gozo por el propio salto y la pureza de intenciones favorecen la percepción de la Anomalía.

El capitán Hernández estuvo cuatro años con nosotros, luego tuvo un ascenso y cambió de destino. Prometió que las investigaciones no se interrumpirían y que volvería a menudo para que su hijo no perdiera la percepción del salto. Así lo hizo y Julio Hernández es hoy uno de los nuestros, aunque le costó volver a percibirlo después de tres años en el extranjero.

Antes de que se fuera Hernández se constituyó una comisión honoraria para dirigir, ordenar y administrar todo lo relativo a la Anomalía. Cuando se fue, don José Ferrat, un comerciante catalán, autodidacta, ex republicano y como tal, que no tragaba a curas ni militares, hizo valer su plata e influencia para presidirla. Aunque astuto y duro para los negocios se entregó de alma al trabajo en la comisión, sin pensar en obtener ganancias personales y poniendo dinero de su bolsillo. Siempre conseguía hacer aprobar sus ideas, (por la razón o la fuerza, ¡coño!), pero siempre, según el modo de ver de los jóvenes, coincidían con el interés general.

—Esta cosa que tenéis allí y que yo no puedo ver es algo muy importante para la humanidad. Debéis cuidarla más que al oro. No debéis permitir que vengan explotadores de adentro o de afuera y os la quiten. ¡Qué estoy seguro de que pronto vendrán, coño! —siempre terminaba así sus expresivas frases y ¡cuánta razón tenía!

La mayoría de nosotros no teníamos edad para ser pilotos de avión pero él forzó a la comisión del aeroclub a que pusiera a nuestra disposición un avión y un instructor de vuelo para las experiencias en altura. (También puso plata para comprar o reparar aviones). Cuando un avión militar se accidentó en una ciudad próxima él compró los restos; con los mecánicos de Urbys reparamos la cabina presurizada e hicimos un engendro que nos sirvió para los primeros saltos a la estratosfera. Así determinamos que en la parte alta de la Anomalía podíamos guiar a la cápsula con nuestra voluntad, dentro de ciertos parámetros. ¡Y que allá arriba, para los pilotos, el tiempo no transcurre! En esa época determiné que mi vocación era la de constructor y piloto de naves espaciales.

En cambio, Daniel se hizo piloto militar, por insistencia de Hernández. Querían poner el Trampolín al servicio de la Fuerza Aérea, pero no pudo ser. Cuando volvía por uno o dos días no podía percibir la Anomalía.

—Es por ese coño de la subordinación y la disciplina militar —le decía don José—. Yo no sé nada de cómo es esa cosa, pero veo que solamente los espíritus libres pueden sentirla. Deja todas esas majaderías y vente de nuevo con tus amigos. Ponte con ellos al servicio de la ciencia.

Solamente después de dos semanas de vacaciones y con nuestra ayuda podía saltar, bastante pobremente. Cuando se iniciaron las persecuciones a un grupo de pilotos, él tomó su partido por nosotros y pidió la baja. La Fuerza Aérea no lo quiso perder y lo envió a Urbys como oficial científico, con funciones bastante libres. En eso tuvo mucho que ver la opinión del ahora Comodoro Hernández.

La premonición de don José de que tratarían de apropiarse de "esa cosa que no puedo ver" se hizo realidad: Unos políticos locales, respaldados por importantes intereses de afuera, mediante engaños y falsas promesas a algunos de los pilotos, consiguieron desplazar al catalán de la comisión. El apoyo a don José de seis de nosotros no fue suficiente. Los contratos y convenios para el uso de la Anomalía, que siempre habían sido públicos, se hicieron reservados o con cláusulas secretas.

Algunos pilotos, desencantados con el giro que habían tomado las actividades, se nos unieron. Teníamos un arma secreta y la usamos: Si uníamos nuestras voluntades podíamos "cerrar" la Anomalía. Pero no fue suficiente. Para estos atorrantes era "o nosotros o ninguno". Fuimos perseguidos y encarcelados, pero desde la cárcel podíamos seguir ejerciendo el cierre. Huimos y nos escondimos. Nos persiguieron como a fieras peligrosas. No nos mataron porque la justicia todavía no era corrupta (o no tuvieron plata suficiente para corromperla). Fue una mala época, cuando esos piratas casi se apoderan de la ciudad. La solución vino simultáneamente por varios conductos, a saber:

Los inversores extranjeros querían réditos y no los podían obtener; ellos aconsejaron negociar.

El comodoro Hernández hizo que la Fuerza Aérea tomara cartas en el asunto, con el envío de Daniel (a él no podían sacarlo del medio) equilibró un poco las cosas con los políticos y cesaron de perseguirnos.

El descubrimiento de otras anomalías en distintos lugares del planeta, que hizo notar que la nuestra era insignificante (no para nosotros) y no tenía un gran futuro comercial.

Cuando se descubrió la anomalía del Africa África Central varias potencias se disputaron el control de la misma, primero por medios diplomáticos y luego por la fuerza. La terrible guerra que hubo por el control de la zona hizo que la mayor parte de los nativos muriera o se dispersara. Cuando por fin llegaron a un acuerdo se encontraron con que no tenían pilotos, es decir, gente que pudiera percibirla. Tendrían que esperar a que hubiera una generación de nativos para usarla. Se supo que los pilotos de unas anomalías no podían percibir a las otras.

La tercera anomalía, apta para naves de gran porte, está en la China. Un país demasiado poderoso para presionarlo. Los chinos jamás aceptaron discutir nada acerca de su Trampolín. Si alguien lo quiere usar, solamente debe pagar el precio que ellos estipulan. A lo sumo hacen algún descuento por intercambio de tecnología o información espacial.

Mientras se buscaba una cuarta anomalía, que todavía no puede encontrarse, hubo un acuerdo internacional acerca de lo necesario que era preservar la nuestra como fuente de investigaciones y una económica puerta al espacio. Los científicos prefirieron tratar con una honesta comisión independiente, que cumplía con sus compromisos, a hacerlo con políticos corruptos que se vendían al mejor postor. Gracias a ello pudimos instalar de nuevo a la comisión y a don José como su presidente.

Por ese entonces entró a formar parte de la comisión la señora Gregoria Palazzini, una viuda rica y muy metida con la iglesia. En temas de religión y de política tenía unas discusiones formidables con don José, pero en cuestiones de la Anomalía estaban siempre de acuerdo... hasta que doña Gregoria propuso bautizarla y bendecirla. Ganó doña Gregoria, porque los pilotos pudimos convencer a don José.

—Entiendo que queráis ponerle un nombre al Trampolín, pero ¿qué coño de necesidad tenéis de bendecirlo? Sabéis que varias veces los curas han cambiado de opinión: A veces era cosa de Dios y otras cosa del Demonio, según quien les diera cuerda.

—Pero don José —le decíamos—, bendecirla no le hará daño a nadie y doña Gregoria tiene amigos muy influyentes, aquí, en la capital y por todo el mundo.

—En ambas cosas tenéis razón. La cosa esa no se va a achicar por una rociada de agua, por más que se la eche un cura y no venga directo del cielo, como una buena lluvia. También es cierto que nos vendría bien una ayuda de los poderosos de afuera, aunque yo prefiero no pedir ayuda si el precio no está perfectamente definido desde antes, pues luego te aparecen con las letras chiquitas del contrato. Ya discutiré eso con doña Gregoria.

Parece ser que lo discutieron y llegaron a un acuerdo. ¡Si hasta concurrió con su familia y presidió el acto! Claro que cuando el cura atacó con el agua bendita él se puso bien lejos, para que no lo salpicara ni una gota.

El nombre de la Anomalía o Trampolín no se sabe quién lo propuso, pero fue aceptado por unanimidad: Portal de los Ángeles.

—Con eso de los ángeles se eliminará la posibilidad de que los curas cambien otra vez de idea —señaló don José.

No nos pareció conveniente aclararle que uno de los ángeles del Señor se llamaba Lucifer.

Desde ese entonces las cosas transcurrieron bastante normales. Los pilotos de la primera generación alcanzamos a saltar, cuando lo hacíamos en conjunto, varios miles de kilómetros en el espacio. No podíamos acercarnos a la Luna porque si caíamos en el campo gravitatorio de ella (o de cualquier otro astro) no podríamos escapar de regreso.

Se continuaron las investigaciones, llegó la segunda generación de pilotos, nuestros hijos y sobrinos, que sí pudieron saltar hasta los límites del sistema solar.

Con los chinos no se puede contar para las investigaciones. Ellos están, por lo que se ha podido averiguar, dedicados de lleno a sus colonias espaciales de Marte y Ganímedes. No sabemos si los chinos han detectado por allí alguna anomalía pero, de todos modos, siempre habrá que esperar una o dos generaciones de pilotos nativos para realizar vuelos espaciales desde una nueva.

Dado que nuestra anomalía es pequeña, solamente podemos trasladar y poner en órbita de otros planetas cargas de poca masa, por lo general instrumentos de observación y alguno que otro explorador científico. Si bajan a un planeta, la vuelta tienen que hacerla por sus propios medios. Nuestras cápsulas sólo tienen combustible para salir de órbita y poder caer en la atracción de la Anomalía, tanto más débil cuanto mayor la distancia.

Y ya tenemos a la tercera generación, nuestros nietos, que han llegado a las estrellas. Por necesidad, estas dos últimas generaciones de pilotos han tenido que ser científicos en general y expertos astrónomos en particular: Es una difícil situación encontrarse a varios minutos-luz de algún sitio habitado, en medio de la nada y sin saber cual de esos puntos luminosos es la propia Tierra.

Gracias a las investigaciones junto con otros astrónomos y a los convenios con la NASA, la Agencia Espacial Europea y la Agencia Espacial Rusa se han descubierto, en órbita alrededor de otras estrellas, algunos planetas con condiciones que podrían sostener la vida, y se espera que puedan tener también anomalías. En ese sentido, la estrella Tau Ceti, a doce años luz de aquí, parece prometedora.

El proyecto en el que estoy metido, a muy largo plazo, es el de establecer una base de exploración en ese planeta, para tratar de encontrar indicios de una anomalía: fenómenos paranormales como los que ocurren en Urbys. Si se encuentran, se establecería una colonia estable con personas jóvenes en edad de procrear. Luego de algunas generaciones ya se podría establecer un vínculo permanente de ida y vuelta con la Tierra.

Yo no podré verlo completado. Tal vez no se encuentre ninguna anomalía. Si no puedo hacerlo yo, otros lo intentarán en ése u otros planetas. Ya comienzan a aparecer los pilotos africanos, con su trampolín de mediano porte, que podrán ayudarnos. La experiencia que se tuvo con nuestra anomalía y la de África ha demostrado que es mejor la colaboración por la razón que el uso de la fuerza.

He tenido una larga vida. Todos mis amigos pilotos han desaparecido, algunos en misiones arriesgadas en el espacio, otros en su propia cama. He visto a mis bisnietos, apenas bebés, ir gateando hasta el Trampolín y saltar. He saltado con mis hijos en brazos y ahora lo haré en brazos de mis nietos y los nietos de mis amigos. No podré volver, ni me interesa. Trataré de prestar un último servicio a la humanidad y cumpliré mi deseo de niño, de cuando me dormía contemplando las estrellas: ¡Iré hacia ellas!