Timbuctú
Carlos Gardini


Cuento (fragmento)
      

 
Encontró al Angel en el Nuke Bar, un tugurio donde se pagaba por beber y jugar juegos de video. Estaba jugando con una vieja versión de King Kong Lives!™. En la pantalla, una versión digital del simio subía a la cima del edificio con una versión digital de Fay Wray. Versiones digitales de los biplanos sobrevolaban una versión digital de Nueva York.
     —Tanto tiempo, Sami —dijo el Angel, sin dejar de mover la palanca y apretar botones—. Te extrañamos en el barrio.
     Lo llamaban el Angel por la pureza del polvo que consumía. Y para conseguir polvo de los ángeles en el estado de blancura que él pretendía, el Angel necesitaba sólidas fuentes de ingresos. Sam era una de esas fuentes.
     El Angel tenía el pelo teñido de blanco, largo hasta los hombros. La última vez que Sam lo había visto tenía la cabeza rapada. Se acercaba al último tramo de su tercera década sin aparentar que hubiera dejado la segunda. Era morocho y esmirriado. Había pertenecido a Derechos Gay, al Movimiento Evita Dignifica y a una iglesia pentecostal. Ahora llevaba una remera de los Testigos de Hollywood.
     —La última vez estabas con Supremacía Aria —comentó Sam.
     —Eso ha quedado atrás, man. En esta vida hay que crecer.
     En la pantalla Kong llegó a la cima del Empire State y dejó a Fay Wray a un costado.
     —Andás buscando algo, Sami. Lo huelo. Vos siempre andás buscando algo.
     Sam le mostró las fotos de las víctimas.
     —Sí —dijo el Angel—. Está circulando una partida nueva. Creí que ya nadie consumía esa basura, mejorando lo presente
     —¿Qué has visto?
     —Esta semana, con los Testigos, he visto King Kong como tres veces. En tres versiones distintas. Tuve un satori tras otro, hasta agotarme.
     —Satori.
     —Sí, man. Es como orgasmo en japonés, pero de la mente, ¿entendés?
     —No del todo.
     —Vos siempre estás fuera, Sam. Estás fuera de todo.
     —Hablame de las fotos, Angel.
     —¿Fotos? ¿Qué fotos, Sam? Ya no tengo nada que ver con nada. Soy ciego, sordo y mudo. ¿Ves en qué ando ahora? —Soltó un botón, se tocó la remera: En el principio era the end. En la pantalla Kong dio un salto. El Angel volvió a mirar la pantalla. Apretó unos botones y Kong destruyó un biplano de un manotazo. El score marcó 20 puntos—. Genial, ¿no? ¿Qué pensás de Kong?
     —Gran corazón, poca cabeza —dijo Sam.
     —Bien dicho, Sami, bien dicho.
     —Las fotos, Angel.
     Kong derribó dos biplanos más. El score subió 40 puntos. El Angel sacudió la cabeza.
     —La calle está muy dura.
     Sam puso un billete junto al joystick. El Angel lo miró de reojo y soltó un silbido. Un biplano se acercaba disparando contra Fay Wray. El Angel movió a Kong para protegerla y el biplano ametralló al simio. Kong cayó con un rugido.
     —El amor te perdió —dijo Sam.
     La franja de color que indicaba vidas bajó de 4 a 3.
     El Angel tomó una de las fotos que le había dado Olsanski.
     —Qué espectáculo, man. ¿Quién haría algo así? Esa cosa te achura el cerebro, la Dama Negra.
     —Contame algo —dijo Sam, poniendo otro billete.
     —He visto a un lobo —dijo el Angel, guardándose el billete—. Buscando a Caperucita. Y veo que la encontró.
     La pantalla mostró opciones: kong contra los dinosaurios, kong contra los nativos, kong trepa al empire state. Angel eligió la primera. La pantalla mostró la versión digital de Kong en la versión digital de una selva. Lo atacaba la versión digital de un dinosaurio.
     —¿Seguro?
     —Inconfundible, man. Con ese brillo en los ojos. Qué boca tan grande, abuelita. Vi una cara nueva y lo seguí. Nadie vuela como el Angel.
     El dinosaurio aplastó a Kong.
     —Puta —dijo el Angel—. No sé jugar bien a éste.
     Las vidas bajaron de 3 a 2 y la pantalla pasó a opciones.
     —Volvamos a New York City. ¿Qué decís, Sam? —dijo el Angel, apretando el botón de la tercera opción—. Sí, ese brillo en los ojos. Es como si estuvieran peleando la Tercera Guerra Mundial en su cabeza. Pero eso es imposible, Sam, porque la Tercera Guerra Mundial se está peleando en mi cabeza. O tal vez sea la Cuarta.
     Kong volvía a trepar el edificio.
     —Justo en el centro de mi cabeza, Sam —dijo el Angel—. Oigo aullidos, silbidos y tronidos. ¿Sabes qué es un tronido, Sam?
     —¿Qué es un tronido, Angel?
     —Un tronido es un trono y un berrido, Sam. Es el gran padre hidrógeno abrazando el mundo. En el principio fue el hidrógeno, Sam, y en el final será el hidrógeno. En el principio será el fin. El planeta va a rodar, y va a hacer carambola en toda la galaxia. Una gran cosmobola, Sam. Todo eso en mi cabeza, Sam. ¿Te das cuenta lo difícil que es?
     —Me doy cuenta.
     —No, no te das cuenta. Pero es difícil, por eso necesito toda esa blancura. Eso me da paz. Como en esa canción.
     El Angel se puso a patear el piso rítmicamente, moviendo la imagen de Kong al compás.
     —Paz a los combatientes que sufren por sus tronidos... —canturreó—. ¿Escuchaste esa canción?
     Sam sacudió la cabeza.
     —¿No la escuchaste, Sam? Siempre estás fuera. ¿Ves que siempre estás fuera? Hacete de los Testigos, Sam. Ves el mundo en otra perspectiva.
     Kong llegó a la cima del edificio, arrancó un pedazo de torre y lo tiró contra un biplano. El biplano se estrelló contra otro, y éste contra otro. La pantalla marcó 60 puntos y un premio de 40.
     —¿Viste eso, Sam?
     —Hablame del lobo. ¿Dónde vive?
     —¿Dónde vive? No te oigo, Sam. Estoy sordo.
     Un biplano ametralló a Kong. La pantalla soltó tres rugidos y bajó de 2 vidas a 1.
     —¿Ves? Me distrajiste, Sam.
     Sam puso otro billete junto a la pantalla. El Angel se lo guardó en el bolsillo y se quedó mirando las opciones.
     —En la calle Tres Pozos hay un edificio nuevo, Sam. Nuevo significa que tiene quinientos años, pero estaba abandonado y lo refaccionaron. ¿Lo conocés? No, no lo conocés, porque siempre estás fuera de todo. Pero ahí vive tu hombre.
     —¿Tres Pozos a qué altura?
     —No jodas, Sam. No soy la guía Peuser. No recuerdo ni mi altura, no voy a recordar la de la calle. ¿Cómo vas a recordar alturas con una guerra en tu cabeza? Después te acerco, te señalo y vos hacés la tuya. —Miró las opciones—. Puta, no sé cuál elegir.
     —¿No jugás a kong contra los nativos?
     —Morite, Sam. Esos nativos son unos boludos. Volvamos a New York City.
     El Angel le dio una palmada en el hombro.
     —No rompas más, Sam. Esperame en la esquina del Mad Mothers, dentro de una hora. Yo te guío.
     Si Sam era un perro de policía, el Angel era el perro del perro.
     —No hace falta, si no querés correr riesgos. Podés indicarme.
     —Hay muchas cosas nuevas en el barrio, Sami. Te perderías, y yo me perdería la diversión.
     —Una hora.
     —Una hora, Sam. Dejame en paz. No me gusta malgastar las fichas.
     —Aprovechala bien —dijo Sam—. Es la última vida que te queda.
     Dejó al Angel y se alejó en medio de los silbidos, estampidos y chirridos de los juegos, el tufo a alcohol, marihuana y tabaco.
     En una pantalla proyectaban el último comercial de Coca-Cola, filmado durante un viaje de la segunda serie Voyager. El satélite había arrojado boyas con el logo de la compañía y había filmado la caída. El comercial combinaba imágenes de Júpiter, Saturno y Plutón. Tocaban un jingle en inglés, y una leyenda en castellano decía: Llevamos la frescura a los confines del universo.
     Una rubia se le acercó para ofrecerle un viaje a Venus.
     —Pasando por todos los planetas —le dijo, acariciándole la cara.
     Tenía uñas esculpidas de cinco centímetros de largo, imitando el lustre del acero.
     Sam la apartó de un golpe y salió a la calle.
     El viento fresco y húmedo lo despejó. Metió la mano bajo el abrigo y tocó la culata del arma. Recitó mecánicamente, mientras caminaba en el aire sucio, una frase del libro de Olsanski.
     —La persona fuerte avanza osadamente al encuentro de las circunstancias peligrosas, y su espíritu encuentra el sosiego.
     Fue como si la frase le activara el cerebro. La rubia. Apenas le había mirado la cara, pero conocía esa voz. Era la misma rubia del Nuevo Timbuctú. La mirada que Sam había visto de reojo era de ojos brillantes, una mirada lobuna. Y las palabras que ella le había dicho en el otro bar le llegaban como bramidos de altoparlante, y ya no podía negarse a entenderlas. La rubia lo había seguido, pero el viaje que le había ofrecido no era lo que él creía. Era una casta amante de la Dama Negra, y para ella el sexo no era un gusto. A lo sumo era una transacción, un atajo para llegar a la Dama.
     Se acercó porque me reconoció, pensó. Olió al lobo, a su igual. Y yo no la reconocí porque me distraje.
     No, no es que me distraje. Es que soy cada vez más perro, cada vez menos lobo.
     Volvió al Nuke Bar. La buscó en el gentío. Estaba en un rincón, abrazada a un tipo. Preliminares de un viaje a Venus.
     Sam se repitió frases favoritas del libro de autoayuda de Olsanski mientras pedía una copa. Miró hacia el fondo del salón. El Angel seguía jugando a King Kong, abrazado a un amigo.
     La rubia y su amigo salieron del Nuke Bar. Sam los siguió a cierta distancia. Se metieron en uno de los muchos callejones solitarios de Timbuctú. El tipo miró un par de veces hacia atrás. Sam se tapó la cara con la solapa del abrigo. El tipo dio media vuelta y sacó una navaja.
     —No me gustan los mirones. ¿Por qué no tomás por otra calle?
     La rubia se acercó al tipo y lo abrazó sensualmente por detrás, acariciándole el cuello con las uñas esculpidas, confirmando sus derechos de propiedad. Él sonrió halagado.
     —Tranquila, baby, yo me hago cargo —dijo el tipo.
     Sam comprendió que esas uñas no eran esculpidas. Eran uñas de acero enganchadas a los dedos. El tipo ya era cadáver, y se enteraría en un par de segundos.
     La rubia le lamía la oreja con la lengua, y el tipo sonreía satisfecho, sin saber que esa calentura era el celo de la cacería, la loba al acecho. El opa sonreía, jugando con la navaja. Sam podía salvarlo, dispararle a la rubia, pero no tenía la menor intención. Lo habían obligado a ser perro de policía, no boy scout. No hacía buenas acciones. No guiaba a los cieguitos, no ayudaba a las ancianas a cruzar la calle, no salvaba opas que jugaban con navajas. La sonrisa del opa se convirtió en mueca cuando la caricia de la rubia se convirtió en cinco tajos rasgándole el gaznate. Las uñas se hundieron. La sangre bañó el pecho del idiota como un telón. La rubia lo soltó, lo dejó caer en los adoquines. Le sonrió a Sam. Se besó la mano ensangrentada mientras el opa boqueaba espasmódicamente, escupiendo saliva roja.
     Los dos clavaron los ojos en el moribundo. No había sexo entre lobos, pero esto era lo más parecido.
     Cuando le vio desenfundar la Murdec, la rubia aún sonreía.
     Sam disparó. Las balas destrozaron pechos, hombros, vientre, pero la rubia seguía en pie. Su propia sangre le salpicaba la cara, esquirlas de su propia carne bailaban ante ella, pero se mantenía en pie sin dejar de sonreír.
     —Llevamos la frescura a los confines del universo —dijo, y se desplomó con un ruido blando
     Sam se acercó a los dos cadáveres.
     Lagrimeó. Lloró por la loba muerta. Recitó palabras que alguna vez le había citado Olsanski:
     —Nada termina nunca. Todo es infinito. Por eso el yo, con su finitud, es una falsedad.
     Sí, pensó, alguna vez le pediría al polaco un ejemplar de ese libro. También pensó, recordó, que esta vez sería distinto. Terminaría la cacería, pero esta vez el final sería distinto.

(c) Carlos Gardini

 

Actualizado el 22 de Junio de 2000