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22/Ene/09



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Libros recibidos: "Las islas del verano", de Ian R. MacLeod, en Ediciones Cuásar

Las Islas del Verano, de Ian R. MacLeod, es el nuevo libro de Ediciones Cuásar. Incluye la novela corta del mismo nombre, ganadora de los premios World Fantasy y Sidewise, una notable historia alternativa en la cual los Aliados perdieron la Primera Guerra Mundial.

Las Islas del Verano, de Ian R. MacLeod, es el nuevo libro de Ediciones Cuásar. Incluye la novela corta del mismo nombre, ganadora de los premios World Fantasy y Sidewise, una notable historia alternativa en la cual los Aliados perdieron la Primera Guerra Mundial y Gran Bretaña, en medio de la crisis y la humillación, termina gobernada por una forma de fascismo. Aquí se pueden leer un detalle del contenido, fragmentos de los relatos y la introducción completa.

Las islas del verano, de Ian R.MacLeod

Contiene:

"Las Islas del Verano"

* Premio Mundial de Fantasía
* Premio Sidewise
* Nominado Premio Hugo
* Nominado Premio Sturgeon
* Nominado Premio Locus

"Nueva luz sobre la ecuación Drake"

* Nominado Premio Locus
* Nominado Premio Sturgeon

"Isabel de la Caída"

* Nominado Premio Locus
* Nominado British Science Fiction
* Nominado Premio Sturgeon

Venta directa: $ 26.-
En librerías: $ 35.-
España y resto de Europa, con envío incluido: 10 €

Pedidos: cuasar@ciudad.com.ar

Es muy sorprendente que tengamos escritores de una calidad excepcional que no son promocionados en la medida que merecen. Uno de ellos es Ian R. MacLeod, un escritor avezado, valiente, con un profundo conocimiento y comprensión, que puede enseñarnos un par de cosas sobre cómo escribir un relato malditamente bueno. MacLeod está destinado a convertirse en un escritor de la magnitud de Dickens o Tolkien; sin embargo, temo que su obra no será auténticamente apreciada hasta dentro de una generación.

G. P. Taylor, The Guardian

En la emotiva y elocuente Las Islas del Verano, una obra monumental que se eleva por encima de las ya altas pautas de calidad habituales en MacLeod, somos trasladados a una Gran Bretaña alternativa pero también muy plausible donde las cosas sucedieron de un modo un poco distinto en los años turbulentos que siguieron a la Primera Guerra Mundial, con una mirada potente, compasiva e inolvidable sobre un hombre que sabe cosas que nadie debería saber.

Gardner Dozois

Ian R. MacLeod (Solihull, Inglaterra, 1956) pertenece a la generación de escritores ingleses de ciencia-ficción y fantasía que ha dado nuevo impulso a estos géneros. Publicó cinco novelas, entre ellas Las edades de la luz (2003) y The House of Storms (2005), ambientadas en una Inglaterra del siglo XIX donde funciona cierto tipo particular de magia, lo que retarda el progreso tecnológico. MacLeod ganó los premios Locus, World Fantasy y Sidewise, entre otros.

Fragmento de "Las Islas del Verano":

Las nubes recorren Oxford, espesas y grises como cemento húmedo. La lluvia se derrama sobre las colinas bajas de los alrededores y se lleva la esperanza de lo que había prometido ser otro verano espectacular. En el patio blanqueado de la cárcel de la ciudad en un amanecer siseante y gris, dos hombres son colgados por su participación en un intento de robo al correo. En Honduras, el adjetivo Británica, perdido en la revolución de 1919, es restaurado por un golpe sangriento. Un auto-bomba en Trasjordania mata a quince soldados alemanes de la Liga de las Naciones. En la India, como siempre, hay levantamientos y masacres, y yo pierdo las esperanzas mientras trabajo en mi libro de siquiera poder ofrecer algún sentido a la historia. Parece, citando a Gibbon, poco más que un registro de crueldades, locuras y desgracias.

En Bretaña, los judíos siempre fueron escasos en número, y generalmente hemos sido ‘tolerantes". Antes de la aparición del Modernismo, mi amigo y su familia probablemente tuvieran poco que temer por la exposición salvo la mierda humana ocasional metida en su caseta de correo. Después de todo, el judaísmo no es como la homosexualidad, la locura, la criminalidad, el comunismo, la militancia irlandesa: no ayuda exactamente el haber nacido con modos desagradablemente avaros ¿no? Casi como los gitanos, no nos molesta que vivan, pero no aquí, no con nosotros… En ésta, como en muchas otras áreas, todo lo que hizo el Modernismo cuando John Arthur llegó al poder fue tomar lo que la gente comentaba junto a la cerca del jardín y volverlo una política de estado.

Puedo recordar muy bien los noticieros de Patria para los Judíos Británicos: probablemente fueron uno de los momentos de definición en los comienzos de la historia de la Bretaña Más Grande. Allí estaban, los judíos británicos. Familias enteras y entusiasmadas eran ayudados por Tommis sonrientes cuando descendían las pasarelas de las naves arrastrando sus maletas hasta los guijarros de unas remotas islas escocesas que estaban desiertas, salvo por unas pocas ovejas, desde las evacuaciones de un siglo atrás. Y era difícil no pensar cuán genuinamente agradable sería volver a empezar en algún lugar así, pintar y hacer habitables las construcciones grises de aquellas casas de concreto, aprender los secretos de la cría de ovejas, la cosecha y la pesca.

Han pasado tantas cosas desde entonces que ha resultado fácil olvidarse de los judíos. Recuerdo una obra corta de Pathé antes de Blancanieves de Disney en lo que debe haber sido 1939. Por entonces parecían rústicos y bronceados, sus manos encallecidas por los fríos inviernos de tejer y construir muros piedra sobre piedra, sus ojos brillantes por el viento del mar. Desde entonces, nada. Un espacio en blanco, vacío, que encuentro difícil de llenar incluso en mi imaginación.

Una mañana mientras los rayos chisporrotean, el agua cae a raudales y la facultad entera parece moverse y chirriar como un barco tensándose en su amarradero, estoy aislado todavía en mis habitaciones, enfermo y perdido en el callejón sin salida de mi libro cuando llega Christlow a las once para hacer la limpieza.

—¿Conoces a los judíos, Christlow? —gorjeo después de carraspear.

—¿A los judíos, señor? Sí, señor. Aunque no personalmente.

Hace una pausa en su limpieza. La situación tiene un aire forzado.

—Me preguntaba… es para mi libro ¿sabes?... ¿qué le sucedió a las familias mixtas? En las que un judío estaba casado con un gentil.

—Estoy seguro de que fueron tratados con comprensión, señor. Aunque por más que lo intente, no puedo imaginar que hubiera muchas así.

—Por supuesto —asiento, y me obligo a mirar mi escritorio. Christlow vuelve a su limpieza, los labios fruncidos en un silencioso silbido entre las sombras de las ondas de la lluvia mientras levanta las fotos de mi madre, de mi padre y de un muchacho de pelo oscuro y buen aspecto en la repisa de la chimenea.

—¿Entonces está todo bien, señor? —pregunta cuando termina, recogiendo su caja de trapos y ceras—. ¿Está bien si parto ahora?

—Te agradezco, Christlow. Como siempre —agrego, excesivo por alguna razón, como si fuera hubiera una lealtad más profunda de uno para el otro—, hiciste un trabajo espléndido.

Fragmento de "Nueva luz sobre la Ecuación Drake":

Tom nunca había sido de los que frecuentaban la conversación. En su juventud tenía esa clase de aspecto natural, no totalmente común, que realmente no necesitaba mejorarse —lo cual era bueno, porque él nunca se hubiera molestado en hacerlo ni habría podido pagarlo—, pero era dueño de una timidez que, cuando hablaba con las chicas, se manifestaba mayormente como un ambiguo desinterés. Cuanto más bonitas eran, más ambiguo y desinteresado se volvía Tom. Pero esta mujer o muchacha con la que se encontraba caminando a lo largo de los canales de la vieja ciudad alguna vez industrial llamada Birmingham, después de una de esas fiestas en las se suponía que debían conocerse los nuevos estudiantes de intercambio, era diferente. Por empezar, era inglesa, lo que a Tom, un norteamericano con pocos viajes en su haber que residía en estas costas extrañas, le parecía a un tiempo familiar y foráneo. Todo lo que ella decía, todos sus gestos, tenían un sesgo ligeramente diferente que a él le parecía raro, intrigante…

Ella lo había llevado por los canales hasta el Reservorio de Gas Street, cuyas aguas aceitosas brillaban de petróleo antiguo, de niebla antigua, y luego, por el camino de sirga, hasta el Centro de Vida Marina, donde criaturas de las profundidades del mar que parecían salidas de un cuento de Lovecraft abrían las bocas junto al triple cristal de los tanques presurizados. Después, cruzaron los puentes de hierro de los Canales de Worcester y Birmingham para ir a un pub. Mientras tomaba un vaso de vino, Terr le había explicado que una vez, durante una conferencia mundial, un presidente norteamericano se había sentado en ese mismo pub, sorprendiendo a los pobladores locales, a beber una pinta de cerveza amarga. La cabellera de Terr era de un rubio espléndido. Sus ojos, de un verde tormentoso. Al entrar se había quitado el abrigo de lana, que tenía un cuello alto que rozaba el exquisito contorno de su garganta y mandíbula, provocando la envidia de Tom. Debajo, llevaba un vestido azul oscuro, sin mangas, ajustado en las caderas y en los pequeños senos, que dejaba al descubierto sus bellas piernas. Desde luego, él también envidiaba al vestido. En el borde del vaso había una borrosa luna creciente roja, producto del lápiz labial de ella. En aquel entonces, Terr estudiaba literatura, una materia bastante arcana; por añadidura, había escogido como especialización la clase de historias sobre el futuro imaginario que habían sido populares durante décadas, hasta que el presente real, y a menudo difícil de creer, finalmente produjo su extinción. Tom, que había estado inmerso en cosas así durante la mayor parte de sus años adolescentes, casi olvidó la reticencia al recomendarle que leyera a John Varley, de quien ella jamás había oído hablar, y que evitara el último período de Heinlein, para luego elaborar una lista de sus preferidos personales, que eran casi todos escritores de la Edad de Oro (sí, sí, ella conocía esa frase), como Simak, Van Vogt, Wyndham y Sheckley. Y también estaban Lafferty y Cordwainer Smith…

Finalmente, sentados en una mesa del salón de arriba de ese bar en el que quizás se había sentado una vez un presidente norteamericano, mirando el paisaje del canal por el que navegaban largos barcos de colores desteñidos por la niebla, con antiguos motores a gasolina, Terr sacó a Tom del tema de la ciencia ficción, instándolo a que hablara de sí mismo. Más tarde, Tom descubrió que todo el género de la ciencia-ficción ya estaba comenzando a aburrirla. Y descubrió que Terr ya había aprobado media docena de cursos y que se había aburrido de todos ellos. Era lo bastante brillante como para absorber rápidamente cualquier materia y, mientras tanto, convencer a algún profesor titular nuevo de que, contrariando todas las evidencias conocidas, ella por fin había descubierto su verdadera vocación, que era la historia medieval, o los clásicos, o la economía. Y era rápida —increíblemente rápida, según los parámetros de Tom— con los idiomas. En cualquier otra época, con eso habría logrado tener una profesión decente; incluso allí, sentada con su vestido azul en un bar de Birmingham, Tom podía imaginársela junto a ese presidente norteamericano sin rostro, susurrándole palabras en el oído. Pero ahora era posible que cualquier ser humano de inteligencia normal incorporara un idioma desconocido en cuestión de días. Terapia profunda. Bio-realimentación. Nano-realces. En el mundo real, esas tecnologías con las que Tom había soñado toda su adolescencia, mientras se maravillaba recorriendo aquellas polvorientas páginas analógicas, habían estado creciendo a ritmo exponencial.

Pero Terr revoloteaba de entusiasmo en entusiasmo, de flor en flor, bebiendo su néctar, para luego extender las alas una vez más y volar hacia otro objeto de interés. Y también hacia otra gente. Terr también aplicaba el mismo criterio, increíble de soportar, con todos los que conocía —o como mínimo con los que le interesaban—, comprendiendo, absorbiendo, incorporando todo.

Ahora mismo lo estaba haciendo, decidió Tom, tantos años después, mientras estaban sentados frente a la cabaña, sobre esa montaña francesa iluminada por las estrellas. Esta Terr, que cambiaba y no cambiaba bajo el suave baño de luz de la vela, del otro lado de la mesa maltrecha, lo estaba leyendo como si fuera un libro. Cada palabra, cada gesto, el hecho de que esta botella de vino, por buena que fuese, no le alcanzaría para sobrellevar el resto de la noche. Ella percibía las mareas del mundo que lo habían traído hasta aquí, con todas sus esperanzas todavía intactas, como las de Noé en el Arca, y que luego se habían retirado para dejarlo plantado, encallado, seco y a la vez ahogándose.

—¿En qué estás pensando?

Tom se encogió de hombros. Pero, por una vez, la verdad parecía fácil.

—En ese pub al que me llevaste la primera vez que nos vimos.

—¿Te refieres al Malt House?

Terr era brillante, rápida. Aún hoy. Claro que lo recordaba.

—Y tú no parabas de hablar de ciencia-ficción —agregó.

—¿De veras? Supongo que fue así…

—En realidad no, Tom, pero yo había asistido a toda una maldita clase sobre el tema esa misma mañana y decidí que había tenido suficiente… de cualquier clase de ficción. Me di cuenta de que quería algo que fuera fabuloso, pero real.

—Es mucho pedir, desde siempre… —Terr era tan adorable en aquellos días. Ese abrigo azul, la forma de sus labios sobre el vaso de vino del que había bebido. Esos ojos verdes tormentosos. Fabulosa, pero real. Pero ocurría lo mismo que con la pareja que él había observado esa mañana. ¿Qué había visto Terr en él?

—Pero cuando me contaste que planeabas demostrar que había otras vidas inteligentes en el universo, Tom, así como al pasar… No sé por qué, pero me sonó maravilloso. Tu sueño, y la manera en que podías hablar de él con tanta despreocupación…

Tom apretó el vaso un poco más fuerte y bebió lo último que quedaba. Su sueño. Sintió lo que se avecinaba, la siguiente pregunta obvia.

—¿Alguna vez ocurrió? —ahora preguntaba Terr—. ¿Alguna vez encontraste a los hombrecitos verdes, Tom? Aunque supongo que me habría enterado. ¿Recuerdas que prometiste contármelo? O por lo menos te habrías motivado para postear la noticia en ese viejo sitio web que tienes. —Rió entrecortadamente con su voz cambiada, arrastrando levemente las palabras. Pero Tom recordaba que Terr podía emborracharse con medio vaso de vino. Podía emborracharse con nada. Con cualquier cosa—. Perdona, Tom. Es tu vida, ¿verdad? ¿Y qué diablos puedo saber yo? Es una de las cosas que siempre me gustaron de ti, tu capacidad para soñar de manera práctica. Me encantaba…

¿Me encantaba? ¿Había dicho eso? ¿O era otro blip, otro dato vagabundo?

—O sea que tienes que contármelo, Tom. ¿Cómo va eso? Después de que me tomé el trabajo de llegar hasta aquí. Tú y tu sueño.

La vela se estaba encogiendo. Las estrellas derramaban su luz sobre él. Y el vino no le alcanzaba, necesitaba ajenjo, pero su sueño… ¿Y por dónde empezar? ¿Por dónde empezar?

—¿Te acuerdas de la Ecuación de Drake? —preguntó.

—Si, me acuerdo —dijo Terr—. Me acuerdo de la Ecuación de Drake. Me dijiste todo lo que había que decir sobre la Ecuación de Drake ese primer día, mientras caminábamos hacia el pub… —Inclinó la cabeza a un costado, estudiando el resplandor de Aries en el oeste, como si tratara de recordar las palabras de alguna canción que alguna vez hubieran compartido—. Ahora bien, ¿cómo resultaron las cosas exactamente?

Hasta ese momento, a Tom nada de todo esto le había parecido totalmente real. Esta noche y Terr allí presente. Mientras la vela vacilaba, le seguía pareciendo que ella se retorcía y cambiaba; con cada veloz pulsación de la llama, la Terr que él recordaba se transformaba en la Terr de ahora. Pero la Ecuación de Drake… con eso, Tom Kelly se sentía en terreno firme. ¿Y cómo habían resultado las cosas, al final?

Ian R. MacLeod: una presentación, por Luis Pestarini

En las últimas dos décadas, en la literatura de ciencia-ficción y fantasía se han dado dos procesos paralelos y complementarios. Por un lado, se aproximó a la llamada literatura general, que es aquella literatura que no puede ser condicionada con el rótulo de un género, sea éste cual fuese, y que por eso mismo adquiere una legitimación que le otorga cierta seriedad, y se apropia de algunos atributos que no le eran naturalmente propios, como la consciencia estética. Algunas voces alarmadas señalaron que, de seguir este proceso, la ciencia-ficción y la fantasía iban a ser absorbidas por la literatura general, pero, como veremos más adelante, lo que realmente sucedió fue que se enriqueció su producción. El otro proceso que se dio fue el entrecruzamiento de géneros: los bordes entre la ciencia-ficción, el terror, el policial, la fantasía o el thriller se desvanecieron, creándose zonas intermedias donde se mueven muchos autores con elegancia y creatividad, renovando la literatura del cambio de siglo. Para ellos no hay límites que condiciones la literatura, pueden recurrir a los íconos y los códigos de los distintos géneros sin prejuicios. Algunos nombres: China Miéville, Walter Mosley, Jeff Vandermeer y el autor que de este volumen, Ian R. MacLeod.

De los mencionados, MacLeod es el más versátil, quien puede escribir tanto un relato de características clásicas en cuanto a las convenciones de los géneros, así como cruzarlos en híbridos deslumbrantes como sucede en sus novelas Las eras de la luz y The House of Storms, donde es imposible decir —si hiciera falta— si estamos ante libros de ciencia-ficción, fantasía o terror.

Los tres relatos que presentamos en este libro muestran al autor abordando motivos clásicos de la ciencia-ficción —los universos paralelos, el contacto con otras inteligencias, el futuro distante— de un modo original, incisivo y renovador. Es tal la versatilidad de MacLeod que las tres historias de este volumen podrían haber sido escritas por tres autores distintos. Una de ellas está ambientada en un mundo alternativo al nuestro, donde los Aliados perdieron la I Guerra Mundial y un gobierno autoritario, parecido al nazismo pero inglés hasta la médula, asume el poder en Gran Bretaña tras una crisis social y moral y la consiguiente humillación nacional. Otra de las historias está ambientada en un futuro cercano, en el cual la nanotecnología permite no sólo la alteración anatómica de los humanos sino también la de su capacidad cognitiva; el protagonista, a costa de su propia vida, lleva adelante un viejo sueño de la humanidad. Y el último de los relatos sucede en un escenario distante en el futuro, en el universo de los Diez Mil y Un Mundos, con una geografía y una sociedad muy distintas de la nuestra.

Pero en esta diversidad hay dos ejes trasversales que unen los tres relatos y, en mayor o menor medida, gran parte de la obra de MacLeod. Por un lado está su prosa, una de las más ricas y maduras que ha dado la ciencia-ficción en los últimos veinte años, capaz de ir construyendo un mundo denso y oscuro pero a la vez extrañamente esperanzador, con claridad extrema y riqueza metafórica. El otro esquema que se repite en estos relatos, con variaciones, es la cuestión del individuo como fuerza que mueve la historia, un individuo que no tiene una consciencia clara de que sus actos cambian o pueden cambiar el devenir de una manera inesperada. Esto es, a la vez, una meditación sobre el mismo sentido de la historia, claramente explicitada en el primero de los relatos aquí presentados, y que aparece también como posibles lecturas en los otros dos.

Y justamente esta, la posibilidad de poder leer las historias de distintas maneras, es una virtud infrecuente en la literatura de ciencia-ficción. Porque en "Las Islas del Verano" podemos seguir la historia como una intriga pero también, como ya señalamos, como una meditación sobre la historia, como una especulación contrafáctica, como un retrato de un personaje complejo e, incluso, se puede hacer una lectura política sobre el auge de los regímenes autoritarios y las complicidades sociales.

MacLeod publicó su primer cuento, "Through", en la revista inglesa Interzone en 1989, y ya con el segundo, "1/72nd Scale", un relato de terror claustrofóbico apropiadamente publicado en Weird Tales, fue finalista del premio Nebula. Pasarían algunos años y unos cuantos relatos —entre los mejores, "The Giving Mouth" (1991), "Snodgrass" (1992) y "Starship Day" (1995)— antes de la publicación de su primera novela, The Great Wheel, en 1997. Ésta se desarrolla en un mundo radicalmente distinto al nuestro, siglo y medio en el futuro, afectado por un brutal cambio climático que ha hecho inhabitables varias regiones del globo, entre ellas toda América. Las religiones han desaparecido salvo una versión del cristianismo. El protagonista es un inglés, el padre John, cuya fe está en crisis y que conduce una parroquia en el norte de África, de donde ha desaparecido el Islam. En este marco, el protagonista descubre que muchos miembros de su comunidad están muriendo por una extraña forma de leucemia probablemente provocada por una hoja mascada como opiáceo. El sacerdote se decide a investigar, iniciando un recorrido que incluirá caer bajo el poder de la droga y una toma de consciencia al descubrir en qué se basa el gran desarrollo biotecnológico de Europa. The Great Wheel obtuvo el premio Locus a la mejor novela de un autor novel.

La segunda novela de MacLeod, The Light Ages (2003), publicada en español como Las edades de la luz, presenta un universo alternativo brillantemente construido. Transcurre en una Inglaterra del siglo XIX profundamente distinta a la de nuestro pasado a partir del descubrimiento del éter en el siglo XVII, una sustancia que se extrae de yacimientos y que es una fuente de energía más poderosa que el petróleo. La sociedad ha experimentado un cambio profundo y es regida por un sistema de gremios, grupos de artesanos especialistas en distintas actividades con complejos sistemas de promociones y ceremoniales. La novela, contada desde el punto de vista de Robert Burrows, un adolescente en pleno proceso de crecimiento y descubrimiento del mundo, está muy atenta al detalle, describiendo una sociedad que rinde tributo constante a Dickens. Denso, rico, a veces árido pero siempre satisfactorio, Las eras de la luz es un libro único, que cruza con éxito la narrativa contemporánea de géneros con la literatura social inglesa decimonónica.

Volvemos a este universo en la siguiente novela de MacLeod, The House of Storms, en 2005. Esta vez la historia está ambientada unos cien años en el futuro de Las edades de la luz, cuando el éter comienza a agotarse y es reemplazado por la electricidad (la novela originalmente se iba llamar justamente Electricity). El mundo está inmerso en tensiones vinculadas al progreso, Inglaterra es una sociedad fuertemente oligárquica dominada por los gremios, entre los cuales el de los telegrafistas es el más poderoso. La novela es protagonizada por una madre autoritaria y cruel, que no vacila en asesinar a quién se interponga en sus objetivos, pero completamente desesperada por encontrar una cura para su hijo, enfermo de tuberculosis. Las tensiones sociales concluyen en una guerra civil. La novela no es, como la anterior, un retrato de un mundo socialmente injusto, sino una mirada profunda sobre las personas y sus motivaciones.

También en 2005 MacLeod publicó la novela The Summer Isles, una versión extensa del relato que presentamos en este libro. En rigor, la novela es anterior la versión más breve, pero MacLeod no pudo encontrar editor, de manera que prefirió acortarla y publicarla como novela corta. Curiosamente, es la única obra en ganar un mismo premio, el Sidewise, en dos categorías: formato largo y formato corto. Recordemos que este premio es concedido anualmente por un jurado internacional a las mejores obras de historia alternativa.

La última novela de MacLeod es Song of Time, publicada en 2008. Ambientada a comienzos del siglo XXII, es el relato autobiográfico de una violinista famosa que agoniza. Recuerda su vida porque le han implantado un dispositivo que registra sus recuerdos y sentimientos para conservarlos en un entorno virtual una vez que su carne muera. El modo de relatar provoca la extraña sensación de estar leyendo una novela histórica ambientada en el futuro. MacLeod se toma muy en serio la tarea de construir un futuro consistente, tanto desde el punto de vista tecnológico como desde el cultural, pero esto no sirve más que como trasfondo para una meditación sobre el devenir y sobre el sentido que le damos a nuestras vidas.

La obra de este inglés nacido en 1956 en las cercanías de Birmingham no es muy extensa: cinco novelas y unos cuantos cuentos en casi dos décadas. Pero lentamente y sin golpes de efecto, ha llegado a ser considerada como una de las más originales y estilísticamente más completas de la literatura inglesa actual. Su prosa, sutil y luminosa, puede encerrar toques de humor y tragedia en un mismo párrafo sin que se manifiesten tensiones. Pero más allá de estos talentos, muchas veces valorados más por la crítica y los escritores, yace una profunda comprensión del ser humano, manifestada a través de sus personajes, trazando una relación intensa y emotiva aunque cuidadosamente contenida que envuelve al lector sin que éste lo advierta. Los tres relatos de este libro son un ejemplo de cómo la literatura fantástica, y en estos casos la ciencia-ficción en particular, pueden hablarnos de muchas cosas más que de futuros distantes y viajes espaciales.

Fuente: Revista Cuasar. Aportado por Gustavo A. Courault

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