Revista Axxón

Al transcribir aquí textos que han aparecido en otros medios, uno se pregunta si tendrá problemas con los derechos. Es complicado encontrar a quién se debe solicitar la autorización. Esta labor, realizada en los momentos que puedo robar a mi vida cotidiana (cada vez más, lamentablemente, debido a la desocupación, que también llegó a mi puerta), no es profesional. Usar teléfono, movilizarme para encontrar a alguien, mandar cartas, me resulta hoy cada vez menos posible. A pesar de todo, he querido rescatar este artículo aparecido en la Revista Viva del diario Clarín. Fue realizado con la intención original —así parece en un primer momento— de dar noticia de la publicación de una nueva reencarnación de El Eternauta, la número 3. Se ha convertido, finalmente —y quiero decirlo, "afortunadamente"—, en una nota de homenaje, o por lo menos de recordación, para una obra maestra, El Eternauta I, y su creador literario, Héctor Germán Oesterheld. Salpicadas en este texto hay revelaciones tremendas, historias conmovedoras y algunos episodios del más absoluto terror. Muchas personas dirán que no hay nada nuevo aquí. Es cierto para algunos, pero esta página está en la web con la intención de hacer conocer lo que se hace y lo que pasa en mi país, en el ámbito que nos interesa. La historia de Oesterheld es una historia terrible, digna de ser contada. La pongo aquí esperando que todo aquel que quiera se entere, sepa, se estremezca, admire o no, rechace o no, pero que sepa cosas terribles que han ocurrido a la vuelta de nuestra casa, en esta Argentina que aún sigue siendo golpeada día a día, mientras nosotros, simplemente, mirábamos la televisión.

E.J.C.    

Nadie pudo matar al

eternauta

 

Este personaje nació hace 40 años y en un hito de la historieta argentina. Su creador, el guionista Héctor Oesterheld, fue secuestrado y desapareció en 1977. Pero El eternauta sigue vivo: hoy circula una nueva versión.

La primera historia cuenta que eran cuatro amigos jugando al truco una noche en un chalet de Vicente López. En el piso de abajo dormían Elena y Martita, la mujer y la hija de Juan Salvo, que acababa de tener 33 de mano. Parecía que el ancho de espada era lo más duro que habría que enfrentar esa noche; pero no. Desde la calle vino el ruido de un choque y enseguida el silencio. Un silencio que sobresaltó a los cuatro. A través de la ventana caían copos de nieve. Raro para Buenos Aires. Claro, no era nieve exactamente. E1 cielo estaba escupiendo alguna sustancia mortal. Desde la buhardilla, los ocho ojos vieron coches volcados, gente tirada. Muertos con sólo un sutil contacto con la "nieve". En poco tiempo supieron que no era algo de este mundo: estaban ante la primera avanzada de una invasión extraterrestre. Encerrados en esa casa, se supieron unos de los pocos sobrevivientes. Después, peleas y peleas contra los enviados de un enemigo casi invisible: los Ellos. Al final, Juan Salvo es arrojado a otra dimensión del tiempo y el espacio, convertido en el Eternauta. Allí buscará a Elena y a Martita. Eternamente.

La segunda historia habla de un hombre que asomó al mundo en 1919 en Buenos Aires. Que estudió geología. Que escribió cuentos infantiles: se vio su nombre en la revista Gatito y en la colección Bolsillitos. Que también escribía sobre ciencia. Un día, en la editorial Abril, le proponen hacer guiones de historietas. Su firma empieza a aparecer en las revistas Cinemisterio, Rayo Rojo y Misterix, fechadas en 1950. E1 hombre que escribe en un chalet a una cuadra de la estación de Beccar tiene cuatro hijas. Entre 1957 y 1959 el hombre de la segunda historia escribe la primera. En los 70 empieza a militar en Montoneros. Y sigue escribiendo guiones. En 1977 las Fuerzas Armadas los secuestran a él, a sus cuatro hijas —dos estaban embarazadas—, a dos yernos, y a dos de sus nietos, que son devueltos. Los "Ellos" tienen cara: son personajes de la historia argentina. Su esposa, Elsa, es retenida en esta dimensión del tiempo y del espacio. Aquí buscará a Héctor Oesterheld y a las chicas. Eternamente.

"La casita de Héctor en Beccar era muy parecida a la que dibujé para Juan Salvo" cuenta ahora, sentado al lado de sus hojas y sus lápices, Francisco Solano López, el hombre que en 1957 les inventó las caras a los personajes de El Eternauta, la historieta que cuenta la primera historia. Solano López, un tipo al que Oesterheld alguna vez definió como "un dibujante muy cálido". En setiembre se cumplirán 40 años de esa primera vez y Juan Salvo, el Etemauta, sigue pariendo fanáticos. Una comprobación: en uno de los últimos números de la revista especializada Comiqueando, el personaje argentino de historietas más votado fue este maduro navegante de la eternidad.

Solano no es nostálgico. "Para mí el Eternauta no es cosa del pasado, lo sigo dibujando", explica, y se remite a las pruebas: en el cuarto de al lado, con la mirada fija en una computadora, el guionista Pol (Pablo Maiztegui) llena los globos de diálogo y los cuadritos de texto de la versión que está saliendo con la revista Nueva. Ahora están haciendo una historia aislada, que empieza en el cerro Uritorco, cuando un grupo de jóvenes activa un sensor para captar presencias alienígenas y atraen al Eternauta. Él les contará una aventura situada en algún planeta, donde los enemigos son humanoides con cabeza de vaca. Pol y Solano planean seguir, escribir relatos en los que el Eternauta sea, como viajero del tiempo, un testigo de la historia del mundo.

"Esa era la idea original de Héctor —dice Solano López—, lo hablamos la primera vez que me contó la historia. Esa primera vez fue en 1957. Oesterheld había fundado su propia editorial —Frontera—, que sacaba las revistas Hora cero y Frontera. "Un día —cuenta el dibujante— Héctor me llama y me pregunta qué quiero hacer. Le dije que quería salir de las historietas de corridas y tiros. Buscaba la oportunidad de reflejar la psicología de los personajes. Me contó su idea del Eternauta. Era lo que yo quería."

Esta idea fue rápidamente puesta en boca del Eternauta: "Eramos Robinsones que, en lugar de quedar atrapados en una isla, estábamos aislados en nuestra propia casa. No nos rodeaba el océano pero sí la muerte", cuenta el personaje. Oesterheld no lo sabía en 1957, pero veinte años después serían muchos los que quedarían sitiados por la muerte. No lo sabía, pero los que salieran de su casita de Beccar —como en la historieta— no volverían. Pero pasaron cuarenta años y el Eternauta sigue teniendo algo que decir.

"Son varias cosas. Un tema fuerte, la invasión, acá, en Buenos Aires, peleando en la General Paz y en la cancha de River. La increíble calidad humana de los personajes. La expresividad, las relaciones entre ellos. Y un elemento subyacente: nuestro sentimiento de país periférico, acosado, a merced de lo que decidan otros. El Eternauta expresó eso directamente, y como muchos lo sentían, la historieta prendió", piensa Solano López.

Ante el invasor, el Etemauta plantea la resistencia. Enfrentar a un enemigo que lleva las de ganar en lugar de subordinarse a él. Las opciones políticas de Oesterheld muestran que elegía esa actitud también para su vida: "Ustedes, hombres, tienen una sola esperanza de salvación... Si no quieren la aniquilación total pueden entregarse voluntariamente» les dice uno de los invasores. E1 precio es alto: "Haremos de ustedes hombres robot", explica el agresor, con una claridad que no existió en la segunda historia, la de realidad. Oesterheld se negó a aceptar el trato, en los dos casos.

Algo más podría tener El Eternauta: el calor de un grupo Lo explicó, en un prólogo, el propio Oesterheld "E1 héroe verdadero de El Eternauta es el hérce colectivo, un grupo humano. Refleja así mi sentir íntimo: el único héroe válido es el héroe en grupo, nunca el héroe individual, el héroe solo".

La primera versión, la mítica, salió en la revista Hora Cero en setiembre de 1957. "No se puede decir que lo que yo hacía fuera muy realista porque no lo sabía hacer —confiesa Solano López—. Con El Eternauta, yo iba ensayando mientras trabajaba. Y a las disparadas, porque eran muchos cuadritos por día. Héctor me mandaba los guiones por un cadete; yo se los devolvía por un cadete. No hablábamos. Nunca me dijo 'qué bueno eso' ni 'yo lo pensé de otra manera'."

Sentado frente a un guión manuscrito, Solano López imaginó los personajes y los escenarios. Y cuenta: "Decidí hacer a Juan Salvo rubio y de pelo corto porque acababa de dibujar dos historietas con morochos argentinos: Joe Zonda y Rolo, el marciano adoptivo. Pensé: el Eternauta es argentino, de clase media, vive en la zona norte, ¿por qué no puede ser rubio? Quise darle una apariencia normal, no musculoso, no superhéroe. Y una cara natural, con una mirada cálida, de acuerdo con la de un hombre de familia. Pero en esa época el pelo no se usaba tan corto. Esto llevaba implícito un cálculo: alguna cascterística diferente tenía que tener, porque iba a convertirse en un navegante de la eternidad".

La columna que resiste la invasión avanza, en la historieta, desde la zona norte. Solano López la había recorrido cientos de veces: "Viví mucho tiempo en Belgrano y tenía una tía en Olivos. Esa Avenida del Libertador, General Paz, la llegada a Plaza Italia, Santa Fe, el Congreso, eran mis vivencias infantiles y juveniles. Fue casi natural dibujarlas como escenario".

En 1969, Oesterheld decidió volver a lanzar la historia original. Lo acompañaba un dibujante famoso: Alberto Breccia. Y El Eternauta renació en las páginas de la revista Gente. Pero el guionista cambió algunos detalles respecto de la versión original. Juan Sasturain, director de la Serie Oesterheld de editorial Puntosur, lo cuenta así: "Los hechos eran los mismos, pero la explicación es otra. ¿Qué había pasado? En esta versión está claro: la invasión se ha producido en un suburbio del mundo, no en el centro. La ayuda nunca llega; son las bombas atómicas del Norte las que destruyen Buenos Aires".

¿Qué había pasado? Doce años en la vida del país y del hombre que lo miraba: veníamos de la "revolución libertadora" y la "resistencia peronista"; más tarde, el gobierno de Frondizi; la democracia de Illia, establecida con la proscripción del peronismo; "la noche de los bastones largos" de Onganía; el Cordobazo; el Rosariazo. Fuera de las fronteras, los cubanos habían hecho su revolución y Alfredo Palacios había sido elegido diputado en la Capital Federal levantando una consigna: el apoyo a la Cuba socialista.

"En ese clima de movilización política, Oesterheld relee su propia historieta —analiza Juan Sasturain—, mira al autor de El Eternauta y lo juzga un liberal bien pensante e ingenuo. Le parece que en la primera versión había tenido la sensibilidad para captar el mundo, pero no la hondura como para entenderlo."

La realidad empezaba a interpretarse según parámetros bastante más severos. "En el 69 —dice Sasturain— Oesterheld se radicaliza políticamente y el personaje de Favalli, amigo de Juan Salvo y profesor de física, explica que la invasión ha sido resultado de una transacción entre el Norte y los Ellos, que el Norte pactó para salvarse y pagó con el Sur". La publicación, en Gente, terrninó mal. En un reportaje que le hicieron Carlos Trillo y Guillermo Saccomanno, el propio Oesterheld lo evaluó así: "El Etenauta en Gente fue un fracaso. Y fracasó porque no era para esa revista. Yo era otro: no podía hacer lo mismo. La editorial recibía cartas de los lectores insultando por publicar esa historieta. Y entonces el editor sacó una carta de disculpa. Por eso tuvimos que apurar el desenlace."

En 1976, Oesterheld ataca de nuevo. Sale El Eternauta, segunda parte, en la revista Skorpio, de ediciones Récord. Otra vez dibujará Solano López. La Triple A y los grupos armados... El país empezaba a llenarse de muerte.

Cambió la vida: Héctor Germán Oesterheld había entrado de lleno en Montoneros, con el nombre de Germán. Había dejado su casa. A veces dormía en el Tigre, como Rodolfo Walsh; a veces en hoteles ignotos. Había salido a hacer lo que él creía imprescindible: ser coherente con su interpretación del mundo. Una temprana explicación de sus actos puede leerse en El Eternauta de 1957: "Si queremos acabar con el invasor —dice el profesor Favalli, cuando él y Juan están a punto de dejar el chalecito de Vicente López— debemos emplearnos todos y bien a fondo. Si no se ataca al invasor ahora, cuando todavía no ha tenido tiempo de establecerse en forma, más tarde no será posible hacerlo".

"En sus historietas, la aventura es una bisagra, el lugar donde un hombre común se encuentra en una circunstancia límite, deja todo y pasa a vivir de otra manera. Entrega la vida a un sentido superior", dice Sasturain, como si hablara del hombre y no del personaje.

El hombre era otro: el personaje, también. En la segunda parte, escrita en ese 1976 que empieza con el golpe militar, Salvo vuelve a la Tierra en el siglo XXII y encuentra un pueblo que vive en cuevas, en una especie de Edad de Piedra, y es esclavo de los Ellos. ¿Se imaginó que así sería el futuro si los "Ellos" ganaban? Ahora Juan Salvo deja de ser un tipo cualquiera, integrado a su grupo, y se convierte en un líder duro, con superpoderes. Un tipo capaz de entender cómo funciona una máquina con sólo mirarla, de ver lo que está por pasar, de concentrar su energía mental y trasladarla a los músculos, que se hacen invencibles; capaz de sacrificar a muchos de los suyos para darle un golpe duro al enemigo. Decidir salvar el pueblo, donde los chicos juegan y los grandes trabajan, aunque esa decisión cause la muerte de Elena y Martita, su mujer y su niña.

Dibujante y guionista tuvieron sus primeros problemas en esta segunda parte. Se habían acabado las noches de asado y vino en la casita de Beccar, cuando Solano López —descendiente del mariscal Solano López del Paraguay— y Oesterheld planeaban hacer juntos una historia de la Guerra del Paraguay. Los guiones llegaban y Solano López los dibujaba, pero algo le empezó a molestar.

"Héctor tomó El Eternauta como una herramienta de militancia. Yo cuestioné mucho esto, porque no me lo consultó. Vi que estaba haciendo propaganda por la lucha armada. Y yo no estaba de acuerdo. Tampoco estaba de acuerdo con los militares y los Montoneros; en el medio, había unos cuantos miles de personas", cuenta el dibujante. Pasaba algo más. El hijo más chico de Solano había entrado en el camino de la militancia, pese a la oposición firme de su padre. A principios de 1977, llegó a la conclusión de que la vida de su hijo corría peligro. "Me lo llevé a Madrid de las pestañas", dice con alivio.

Inmediatamente llegó el 27 de abril, la emboscada en La Plata en la que se llevaron a Oesterheld, la tortura, la visita del nieto de tres años a la celda... el silencio, el mismo silencio de muerte con el que empezaba El Eternauta. Otra vez su había anticipado. En la primera versión, uno de los personajes se lamentaba: "Todos desaparecidos... como si no hubieran existido nunca".

Muchos creyeron leer en El Eternauta una premonición, un anuncio de lo que atravesaría la Argentina en los 70. Como si hubiera previsto tanto dolor, decía Juan Salvo en 1957: "Cuando venga la reflexión y se den cuenta cabal de lo que ha sucedido, ¿cómo haré para mitigarles la pena?"

 

 

 


OESTERHELD, UN CLASICO
José Pablo Feinmann

No diré que se trata de un progreso, ya que siempre es azaroso hablar de progreso en el arte. Pero podemos valorizar como un desplazamiento de los límites —como un más allá de esquematismos infértiles— al interés que las interpretaciones que han sucedido a la clásica división moderna entre una cultura alta y otra baja o popular despertaron acerca de la historieta. A nadie escapa que el mismo nombre del género es despectivo: la historieta no es historia, es historieta. En los sesenta, Oscar Masotta encontró un concepto que se acercaba a cierta forma de justicia. Llamó a la historieta "Literatura dibujada". Como sea, deberíamos ya sacudirnos la incómoda tarea de legalizar culturalmente a un género que permitió, por ejemplo, que Tim Burton hiciera Batman Vuelve y que Oesterheld, entre nosotros, creara El Eternauta. Para mí, el cómic tiene tanto valor (es decir, me seduce y me enriquece) como una buena novela, un buen cuadro y hasta una buena sinfonía. Con Oesterheld se me mezclan la admiración, la nostalgia y la tragedia. Nunca había visto cowboys con arrugas y barba. Estaban en Sargento Kirk. Nunca había leído una historieta tan bien narrada: era El Eternauta. Hasta aquí la admiración. La nostalgia, como siempre, tiene que ver con el tiempo, con el pasado: yo era un pibe cuando leía las historietas de Oesterheld, cuando Kirk y el doctor Forbes y Maha y el Corto se reunían en el ranch del Cañadón Perdido, cuando Juan Salvo jugaba al truco con sus amigos en su chalecito de Vicente López. Y la tragedia tiene que ver con la perdida: si uno se sentía cálido y seguro en el ranch de Kirk o en el chalecito de Juan Salvo, en 1976 ya no hubo ámbito privado que protegiera a nadie. Siempre pensé que una de las formas del terror fue perder la sensación de seguridad que el lugar de los amigos y los amigos le daban a uno. Uno —como Kirk, como Juan Salvo— tenía un ranch, un chalecito, en fin, un espacio para la amistad. Esto se quebró con la dictadura. Así, en 1976, El Eternauta tiene su poderosa resignificación. Se reedita en fascículos que salen durante noviembre y diciembre del año de la muerte. Muchos se iban del país. Y la nieve de la muerte caía sobre todos. Había que huir o había que morir. A Oesterheld le tocó morir. No lo ubicaría como un narrador populista. La tentación es grande por el determinismo que propone el género al que entregó su talento. Pero este es otro equívoco. Digo: creer que la historieta es un género populista. Será tal vez popular, pero no populista. Oesterheld hacía literatura. Con dibujos o sin dibujos, literatura. Y su imaginación lo entregó a todos los géneros: a la Ciencia Ficción, al relato bélico, a la desmesura tecnológica, a las llanuras, a los cowboys y a los soldados desertores. Porque, recuerden, eso era el sargento Kirk: un soldado desertor. Y exactamente por eso, con una certeza inmediata y transparente, nos hicimos amigos para toda la vida.


LOS DESAPARECIDOS

La primera en desaparecer fue Beatriz Oesterheld. Tenia 19 años. El 19 de junio de 1976 llamó por teléfono a su madre, Elsa, y la citó en la confitería Jockey Club de Martínez. Hacía mucho que no se veían y estuvieron hablando casi dos horas. Al despedirse, la joven fue hacia Villa la Cava, en San Isidro, donde —según la madre— militaba. Nunca llegó. Dos días más tarde, un desconocido se acercó a Elsa cuando estaba por subir al tren y le dijo que Beatriz había sido secuestrada por el ejército. Su madre fue a la policía y a Campo de Mayo, vio a jueces y sacerdotes, y presentó un hábeas corpus El 7 de julio fue citada en la comisaría de Virreyes y le dijeron que su hija había muerto junto con otros cinco chicos. Le dieron el cuerpo y la sepultó. El 4 de julio, Elsa de Oesterheld se enteró por los diarios que los militares habían matado a su otra hija, Diana, de 23 años y embarazada de seis meses, en su casa de Tucumán. Después mataron al marido de Diana. El hijo de ambos, Fernando, de un año, fue llevado a la Casa Cuna como NN. Luego se crió con los abuelos paternos. E1 secuestro de Héctor Germán Oesterheld fue en la Plata, el 27 de abril de 1977. Estuvo detenido en Campo de Mayo, también en El Vesubio —una cárcel clandestina de La Tablada—, y en un sector de la subcomisaría de Villa lnsuperable conocido como "Sheraton". Lo vieron con la cabeza vendada. Se cree que lo asesinaron en Mercedes. El 14 de diciembre de 1977, Estela (24 años} le escribió una carta a su madre para contarle otra tragedia: "Mamita, Marina hace un mes que no está con nosotros". Marina tenía 18 años y estaba embarazada de 8 meses. E1 día que despachó la carta, Estela fue asesinada junto a su marido. Se llevaron a Martín, su hijo de tres años, pero después se lo devolvieron a la abuela Elsa.

FOTOS  (Una hoja del álbum familiar. Las cuatro hijas: Estela, Diana, Beatriz y Marina. Héctor Oesterheld con Estela en brazos)


LA MEMORIA
Judith Filc

 Al hablar de la cura psicoanalítica, se sostiene que la recuperación de las huellas del pasado y su elaboración desde el presente es lo que nos permite construir el futuro. Para una sociedad, practicar la memoria significa preservar su identidad, porque entender lo vivido como experiencia compartida hace que cada individuo se vea a sí mismo como parte de un todo. Ciertas marcas del pasado, sin embargo, no son iguales para todos los integrantes de un pueblo; han sido vividas y son comprendidas de manera diferente. La violencia inexplicable, imposible de representar en la totalidad de sus efectos, como es el caso de la violencia de Estado de los años 70, dejan huellas diversas y genera también distintos vínculos con ese pasado. Los psicoanalistas uruguayos Marcelo y Maren Viñar, terapeutas de víctimas de la violencia de Estado, describen a la memoria social de nuestros países del sur como una memoria "fragmentada", ya que "para unos, la vida siguió y el terror fue un detalle en el curso de la historia; para otros, fue una convulsión que rompió la continuidad de sus destinos y los obligó a cicatrizar heridas a veces irreparables". La persistencia de El Eternauta es en sí misma una práctica de memoria: recordamos una producción creativa y original de una de las tantas figuras de la cultura argentina que la dictadura trató de destruir. Y el ejercicio de la memoria desde la reflexión y la comprensión de la diversidad es la garantía de un futuro de paz para nuestra sociedad.





 "Me quedé sola"
 Elsa Sánchez, viuda de Oesterheld


Hace 20 años perdió a toda su familia. Siempre se opuso a la militancia de sus hijas. Ahora dice que la mantiene viva su nieto, que volvió del horror.

En ella conviven la vida y la muerte. La muerte la endurece, le quema las pasiones, le hace decir: "Yo me opuse a todo". La vida la fuerza a odiar y a levantar la frente. Se le quiebra la voz al clamar: "¡Cómo pudieron hacernos esto!".

"Yo no tengo setenta y dos años sino setecientos. En mí se resume la historia de este país. El daño que me hicieron es una síntesis del mal de la Argentina", dice y suspira largamente Elsa Sánchez, viuda del escritor y periodista Héctor Germán Oesterheld, autor de El Eternauta, secuestrado y desaparecido por los militares en abril de 1977.

A Elsa no se le cae una lágrima durante más de cuatro horas de entrevista Al fínal dirá que tiene "un día negro, hija mía, ya estoy cansada de vivir entre los ausentes, siempre para los demás". Hace 20 años que mastica la misma bilis en la cena y el desayuno. Ya pasaron veinte años desde que los relojes se detuvieron y el Ejército se llevó a nueve miembros de su familia, hizo nacer a dos bebés en cautiverio para robárselos y le devolvió dos nietos y un cadáver, el de Beatriz. Los restantes nunca regresaron, ni vivos ni muertos.

Elsa se muestra como una persona equilibrada. Cuando el pasado amenaza con poner en peligro su compostura, su voluntad a prueba de desazones la levanta del sillón con una descarga eléctrica y la proyecta a la cocina para que no se quemen las tostadas. Regresa dispuesta a tomar el té, porque ya aprendió que la vida continúa a pesar de todo. Y muestra la foto de Tomás, su bisnieto de un año, la luz de sus últimos días, que le trae a la memoria la otra luz de los primeros días: cuando a Oesterheld le bastaba su amor para darle sentido a la vida. La edad dorada en la que Héctor sembraba flores en el jardín del chalecito californiano, frente a las vías de Beccar. Cuando Estelita se sentaba en la falda del padre y le pedía que le dibujara: "Papu, dibucitos". Cuando Diana escribía, Beatriz era la chica más alegre del barrio y Marina se convertía día a día en el fiel retrato de su padre. Todo era ruido y acción en esa casa que Oesterheld bautizó "de la familia Conejín".

Hoy todo es silencio despojado en el departamento que Elsa ocupa en los límites de Belgrano. Pocos muebles, poca gente y nada de flores. De pronto, otro shock eléctrico la transporta al dormitorio de una sola cama triste. Elsa trae una escalera, se trepa, abre las puertas de un placard, y la familia en pleno cae sobre nosotras como una cascada helada: óleos pintados por Estela, reproducciones de esos cuadros en pósters que interrogan por el destino de los niños desaparecidos, originales escritos por las manos de Héctor, fotos del vals de los quince que bailó Marina, los poemas de Diana, el libro que las dos mayores dibujaron y escribieron algún Día de la Madre... Y sobre la mesita de luz, Héctor todos los días vuelve a besarla en una foto.

"No tenés idea de las cosas por las que he pasado... Nadie me vio llorar —continúa—, pero en soledad he tenido mis convulsiones de llanto. Yo trabajaba como secretaria del directorio de un banco y, mientras mi familia se extinguía, delante de mi escritorio pasaban el general Albano Harguindeguy y José Alfredo Martínez de Hoz, me saludaban como si no pasara nada, y tenia que fingir, porque también mi vida corría peligro. ¿Sabés qué fue lo que a mí me salvó? Que yo no sabía nada Cuando mi familia empezó a militar en Montoneros, yo a todo les decía que no y eso generó muchos conflictos. Entonces me fui quedando sola, ya no me contaban nada y todos se refugiaron lejos de casa. El 10 de setiembre de 1976 creí que venían por mí, pero me equivoqué. Un comando del Ejército tiró una bomba en el palier de casa, me gritaron con un megáfono, me empujaron contra la puerta del garaje y preguntaron por Héctor, 'el judío'. Les dije que descendía de un estanciero alemán que se había radicado en San Nicolás, pero si era judío, ¿qué? Y que nos habíamos separado un año antes. Con la misma tranquilidad con la que te lo cuento, le aclaré: 'Mire, no tengo la menor idea de lo que busca, pero acá no lo va a encontrar. Si quiere revisar, hágalo, pero yo soy una señora, respete mi casa'. Se quedó duro y no rompieron nada. Pero eso me quebró, y entonces yo también abandoné esa casa."

"La bronca se me mezclaba con el dolor, porque yo no podía entender que el hombre con el que habíamos sido tan felices, el escritor pacifista y democrático que había plasmado su amor al prójimo en todas sus obras, hubiera tomado partido por algo violento. Porque aunque él no lo fuera, era cómplice de los que lo hacían y ponía en riesgo a sus hijas. Héctor miraba a los jóvenes que querían un mundo mejor y exclamaba: 'Estos chicos son maravillosos'. Y yo le contestaba: 'Hasta ahí vamos bien, pero no podemos dejar que se expongan'. Si me hubiera escuchado..."

Su nuevo mundo quedó atrapado en el sinsentido: los amigos de clase media alta, que los Oesterheld solían frecuentar en las buenas épocas, se apartaron de Elsa; y dice que los militantes la llamaban "oligarca".

"Si no hubiera sido por mi nieto Martín, al que yo crié cuando lo devolvieron, no hubiera seguido viviendo. Ya todo me daba igual. No seguí adelante por coraje sino por indiferencia. Cuando me di cuenta de que era el final, ya no me importó nada. Por eso, aunque no vaya a las marchas, entiendo la lucha de las Abuelas de Plaza de Mayo: sólo la desesperación te lleva a soportar las peores humillaciones." Igual que otras desaparecidas, sus hijas Diana y Marina dieron a luz en cautiverio y teme que se irá de este mundo con la angustia de no conocer jamás a sus dos nietos menores.

Al menos, cuando puede, Elsa se permite una emoción: va a algún recital de León Gieco para sentir que aún late entre los jóvenes el espíritu de sus cuatro hijas.



 UN NIETO SOBREVIVIENTE

Cuando Elsa ya daba por muerto a su marido Héctor Oesterheld, el 14 de diciembre de 1977 dos uniformados tocaron el timbre de su casa y le entregaron a Martín, su nieto de tres años. Lo habían secuestrado después de matar a quemarropa a su madre, Estela Oesterheld, y a su padre, Raúl Mórtola. "Le trajimos al nene, que estuvo con el abuelo", le dijo uno mientras el otro salía a la calle constantemente, porque temían que los descubrieran. Le hablaron de Héctor con cierta admiración y Elsa entendió que eran sus carceleros. Martín hoy tiene 23 años, dibuja y es diseñador gráfico. Así describe ese momento: "Estuve sentado cinco horas junto al abuelo, en un pasillo horrible con paredes de látex azul brillante. Me llevaron con él para que dijera dónde podían dejarme. Yo reconstruí mi vida, pero todavía falta que las cosas cierren. No espero que me pidan disculpas, pero creo que el indulto es el gran chiste nacional. Cuando un taxista me dice: 'Acá estaríamos mejor con mano dura', no lo puedo creer. Porque además de la vida y la memoria, el país perdió la cultura: con los desaparecidos se fue una generación de gente pensante. Y ese hueco se siente. Se necesita educación para que la gente despierte y piense".


Textos: Patricia Kolesnicov y Mónica Martín
Revista Viva, Domingo 17 de agosto de 1997




            

Axxon

Página en construcción, mantenida por el Equipo Axxón