Secreto de confesión

Federico Schaffler

ERA UN SACERDOTE chapado a la antigua. A pesar de la bula de la Papisa Madonna II estipulando que los prelados católicos podían prescindir del voto del celibato, prefería conseguir su satisfacción de manera virtual, a través de la red, y no con parejas reales de cualquier sexo, como ya estaba permitido oficialmente.

Se despojó de su hábito y se ajustó el traje de polímero y finos hilos de cobre que le permitiría sentir incluso más placer que si estuviera físicamente con alguien. Antes de entrar a la cabina de gel, checó el receptáculo del fluido seminal, la apropiada conductividad térmica y eléctrica de los conductores de sensaciones y verificó que el aparato rectal no estuviera conectado. Menuda sorpresa se había llevado en su última sesión al no interpretar bien una propuesta de su intangible pareja desde el otro lado del mundo. Ante la excitación del momento accedió sin saber bien a qué y el impacto fue brutal. Recordó un mal momento del seminario y prefirió no correr el riesgo otra vez. El tipo de traje unisex que ahora utilizaba le aseguraría un movimiento físico en tres dimensiones dentro de la cabina especial, pero había algunas opciones que podían omitirse, o incorporarse, dependiendo del gusto del usuario.

Ya enfundado en el traje azul, se colocó el casco, asegurando el contacto del cuello para evitar filtraciones del espeso líquido en el cual navegaría. Un par de chispazos ante sus ojos y una suave música envolvieron sus sentidos. Empezó a ver los menús de origen y las indicaciones preventivas de copyright y prohibición de copiado ilegal de información y programas. Los saltó con un par de miradas al menú de control que flotaba sobre el lado izquierdo de su vista. Volteó la vista a la derecha y verificó que la alarma del programa que le permitiría sumergirse en el excitante mundo del sexo virtual estuviera programada una hora antes de la misa de seis. El deber es primero que el placer , se dijo mentalmente con una sonrisa cómplice, de satisfacción múltiple anticipada. A diferencia de las ocasiones anteriores, ahora contaba con un software pirata que le permitiría llegar a esa elusiva y críptica pareja que le tentaba con mensajes eróticos provenientes de extrañas interpretaciones de los textos sagrados de diferentes religiones. Llamó con la vista el icono del programa y lo colocó flotante a un lado de su vista. Cortó el contacto e hizo que la pantalla se hiciera transparente para atender los últimos preparativos.

El sacerdote accionó el teclado exterior de relevo y con dos o tres giros de sus manos y dedos constató que los conectores manuales del traje estuvieran en línea. Navegar por el ciberespacio ahora era algo más que aquellos inicios de fugaces dedos volando sobre teclados. Los nuevos programas interpretaban los movimientos físicos de brazos, piernas, manos, pies, dedos, cabeza, hombros, pelvis e incluso ojos para sumergirse en los bancos virtuales de información o divertimento. Estaban bien. En orden. En línea. Era hora del placer.

Con cuidado entró al enorme recipiente, muy similar a un jacuzzi, sólo que con tapa presurizada. El gel llegaba a un nivel que le permitiría no desbordarse al entrar, pero al sellarse se llenaría por completo con el proveniente del depósito subterráneo. Ya flotando, conectó el umbilical que le pondría en contacto con la red y volvió a oscurecer el casco. Estaba listo. Estaba adentro.


Volteó la cabeza hasta encontrar el menú de diversión, giró el puño derecho hacia abajo, cerró el puño y estiró el brazo hacia sí para aumentar su velocidad y entrar al portal. Sin decrecer la velocidad zigzagueó entre las tentadoras imágenes del Vegas Virtual de apuestas reales y electrónicas sin límite. Traspasó los llamativos colores del Total Entertainment System y así una y otra vez, rehuyendo desinteresado de tantos placeres y tentaciones prohibidas, hasta que a lo lejos vio la conocida silueta del conejo. El más antiguo y respetable centro del placer, ahora a su alcance. Aceleró más y entró al ambiente por el círculo perfecto del ojo. Rasgó la membrana virginal que cubría el inexistente párpado y entró de lleno al ambiente de sensualidad total. Una mano abierta, extendida violentamente, cortó su inercia y se plantó en lo que quería pensar era el centro justo del punto g de la libido universal. Flotó unos instantes, dejando que los estímulos electrónicos y eléctricos empezaran a recorrer su cuerpo virtual. Con una explosión de pixeles, se despojó de su indumentaria, quedando vestido sólo con un taparrabos blanco bajo el cual se adivinaba una virilidad que estaba muy lejos de ser la suya, como tampoco era suyo el rostro que ahora portaba. No tenía que verse en un espejo para recordar su imagen ciberespacial, diseñó su rostro y su cuerpo para parecerse al angelical Cristóbal Colón de Dalí y adoptó el nombre virtual de Valentino, más por Rodolfo que por el santo del amor. Entrecerró los ojos y aguzó el oído. Dejó que los cantos neogregorianos lo condujeran a su destino, aún con los ojos cerrados sabía como llegar a su destino, giró suavemente el cuerpo y extendió los brazos, como intentando abrazar ese cuerpo que ya ansiaba y estaba seguro poseería después de tantos intentos fallidos. Siguió así a medida que se incrementaba el volumen, hasta que percibió que estaba ante las puertas del templo. Abrió los ojos y vio una magna construcción que imitaba la puerta de Jerusalén. Era el refugio virtual del sexocatolicismo. Ante la solicitud del nubio guardián de enorme falo que parecía vibrar con vida e inteligencia propia, pagó la entrada al recinto con gotas de sangre que brotaron de su espalda flagelada. En realidad, su línea de crédito, financiada por los cada vez mas raquíticos diezmos, fue la que decreció perceptiblemente con la transacción. Un nuevo chispazo de placer recorrió su entrepierna y amenazaba ya con provocar la erección que esperaba guardar para su oculta y desconocida pareja.

Entró y recorrió las diferentes habitaciones, algunas no eran más que un punto en la pared, pero al traspasarlo se convertían en tesseracts, esas habitaciones infinitas que poseen una entrada reducida, inconspicua, pero que al trascender el umbral se convertían en portales hacia otras dimensiones. Avanzó con mediana velocidad, producto de los giros, movimientos y pausas que sus manos y brazos realizaban en el ambiente virtual. Allá afuera, en la realidad real, su cuerpo flotaba con suavidad en la cabina del gel y cualquier observador fortuito no dudaría en reconocer el objeto del mismo. Observar un viajero del ciberespacio podía provocar lo mismo una enorme paz que un vértigo horrible, todo dependía del usuario de la red y los programas que accedía.

Valentino encontró finalmente la puerta que deseaba. Los cupidos que volaban alrededor de la misma no eran los dulces bebés con alas que mostraban los grabados antigüos, eran verdaderos demonios, súcubos e incubos, que giraban, subían, bajaban y en vez de atravesar corazones con sus flechas de amor, traspasaban todo tipo de orificios naturales y artificiales que portaban sus compañeros con sus propios instrumentos de amor y sexo. Con un manotazo hizo a un lado a los libidinosos angelitos y entró al recinto reservado con un tálamo de finas cubiertas de seda y decoración victoriana. Avanzó hacia la cama, donde una figura voluptuosa estaba recostada, de lado, dándole la espalda, mostrando su firme cadera y recios glúteos, pero en unos cuantos nanosegundos encontró su cuerpo virtual atrapado por fuertes grilletes y resistentes cadenas que le impedían moverse.

—¿Me deseas? —preguntó la mujer, aún sin voltear esa cara desconocida que adivinaba sería la más bella de todos los universos, virtuales o reales.

—Bien sabes que sí. He estado buscando la manera de llegar hasta ti, de poseerte, pero no he podido traspasar tu programa guardián. Hoy las cosas cambiarán. Finalmente serás mía —le dijo con fuerte tono de voz, exudando feronomas algorítmicos que esperaba excitaran a la mujer.

—¿Estas seguro de eso? —lo tentó nuevamente, mientras movía sus piernas con suavidad, como acariciando su vulva con la satinada sábana.

—Sólo déjame libres las manos para operar mi programa y ya lo verás.

—Está bien. Creo que tu insistencia merece una oportunidad. La última.

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Ilustración: Valeria Uccelli

Las cadenas que apresaban las manos de Valentino desaparecieron y un teclado ergonómico se materializó frente a él. Operó con habilidad los comandos que soltarían el virus que estaba programado para engañar las defensas de la mujer. Bastante le había costado con los piratas de software y esperaba que sirviera. Pulsó el enter y esperó. Era lo único que podía hacer. De tener éxito, sería liberado de inmediato y procedería hasta la cama, donde la mujer tendría que cumplir su parte del trato. Mientras aguardaba el resultado, recorrió con detenimiento todas las curvas apreciables de la mujer, la tersura de su piel, la suavidad de su cabello, la fineza de sus extremidades. Empezaba a excitarse más, pero tenía que controlarse a fin de evitar que su cuerpo físico eyaculara y precipitara el fin del programa, sin disfrutar todo lo que ansiaba hacerlo con la mujer virtual. Se preguntó quien sería ella en realidad y en qué lugar del mundo, se encontraba viviendo sus fantasías sexuales gracias a la red ciberespacial. Pensó que posiblemente era una anciana beata, seguramente soltera y virgen, quien expulsaba así la tensión de la vida diaria real. Sonrió para sí. Una de las ventajas del sexo virtual era que a menos que se deseara, la identidad del participante, e incluso su sexo, sería completamente reservada. No era nada improbable que esa bella mujer, que estaba seguro pronto sería suya, pudiese ser en realidad un hombre que purgaba sus posibles debilidades homosexuales a través de la red, alguna monja o alguna jovencita que accedía el programa sin autorización de sus padres. Podría ser cualquier persona del mundo que estuviera interfasado con la red. Pensaba en ello cuando percibió que una de las cadenas que lo apresaban desaparecía. Después cayó otra. Los grilletes de sus pies se desvanecieron y finalmente su cuerpo quedó libre por completo. Innecesariamente jaló con una mano el taparrabos y dejó al aire su miembro virtual. Con una enorme satisfacción se acercó a la cama. La mujer tendría que recibirlo. Había perdido. Llegó a la orilla de la cama y colocó una rodilla sobre ella, se acarició con suavidad su propio sexo, colaborando en su engrandecimiento. Pronto encontraría acomodo. Pronto aliviaría la tensión. Acercó una mano al hombro de la mujer y finalmente pudo tocarla. Una ráfaga de lo que pensó podía ser electricidad estática lo recorrió. Faltaba poco.

—Pensé que nunca lo lograrías —dijo la mujer, aún sin darle la cara.

—Yo estaba seguro que sí. Ahora, no perdamos más tiempo. Quiero verte —le dijo mientras la jalaba hacia sí, dejando que su espalda se apoyara sobre el lecho. Los cabellos cobrizos aún cubrían parte del rostro. Con suavidad los hizo a un lado, dejando ver las facciones por completo. En un instante los fuegos del infierno ardieron frente a sus ojos. Como repelido por una violenta descarga, se retiró de la cama, cubriéndose el cuerpo inmediatamente con su hábito sacerdotal, que produjo con la subrutina de pudor que tenía ya inserta en su programa. No era propio que lo vieran así. En el instante de confusión, perdió el control sobre su falsa imagen y sus verdaderas facciones coronaron su cuerpo. Se percató de ello y volvió a disfrazar su imagen virtual.

—Su Santidad. Mil perdones —se excusó mientras colocaba una rodilla al suelo y agachaba la cabeza.

—Levántate, hijo. No tengas pena. Exorcizar el demonio de la carne es una necesidad que tenemos todos, incluso los servidores de Dios. No hay por qué pedir perdón. Ven, acércate y gocemos de éstos cuerpos ya que no podemos hacerlo de otra manera. Ven, te lo pide una mujer.

Valentino levantó la vista y empezó a tranquilizarse, haciendo a un lado el acondicionamiento de años. Pensó que la apariencia de la mujer podía ser tan solo una imagen falsa, creada como él lo había hecho y que la representación virtual que lo invitaba a la cama con toda seguridad no correspondería a la verdadera Papisa Madonna II. Era lo más seguro. Se maldijo por ser un soberano estúpido que se dejó impresionar por una imagen irreal. Se despojó nuevamente de su hábito virtual y su cuerpo en la cabina de gel se estremeció previo al coito electrónico que el traje y sus impulsos eléctricos le haría parecer real.

—Perdón, nuevamente. Ahora por ser un tonto. Olvidemos este momento y procedamos a disfrutar en verdad, bella mujer —le dijo mientras se acercaba, la tomaba de los hombros y haciéndola hacia atrás en la cama, se recostaba sobre ella.

—Poséeme. Ansío ser tuya —dijo la imagen virtual.

Valentino empezó el juego previo, despojándose de sus vestigios de moralidad. Ahora, por lo menos, en este lugar, era un hombre que haría gozar a una mujer. El día sería especial. Único, merecedor de pasar a la historia. Esta sesión de sexo virtual no sería como cualquier otra. De eso estaba seguro. Hizo a un lado cualquier otro pensamiento mientras se introducía en la mujer.

En sus habitaciones privadas de Castelgandolfo, una mujer se estremeció.


Los lectores de Axxón han conocido a Federico Schaffler como escritor hace ya bastante tiempo, en el número 41 de la revista (y también, si están leyendo de modo correlativo, en este mismo número), aunque en todos los casos con temas y climas de muy diferente tenor.