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F i c c i o n e s

Más Allá del Sueño: Pieter Kraft
Víctor Manuel Ánchel Estebas

"Nunca hombre alguno podría escapar a tales ataduras"
Dr. Klaus Euber



Paciente: Pieter Kraft
Doctor: K. Euber.
Visita: Miércoles 13
Octubre, 1948

Herr Pieter Kraft ingresó en el Sanatorio el Viernes pasado, tras cumplirse las diligencias de rigor y realizarse los acostumbrados preparativos sin descuidarse trámite burocrático alguno, pese a las dificultades existentes en el presente caso, inherentes al estado del paciente. Los antecedentes son confusos: la policía lo encontró vagando por la carretera que separa Gütersloh de Bielefeld, y en el momento en que fue localizado el sujeto debía sufrir algún tipo de trastorno producido por una fuerte droga, de la que aún no sabemos mucho, pues apenas si lograba mantenerse en pie. Su mirada no era serena, las pupilas estaban anormalmente dilatadas, no parecía entender nada de cuanto sucedía a su alrededor y, además, tendía a caer en un sopor al que sin duda se habría abandonado de habérsele permitido. Los hombres que se encargaron de conducirlo hasta la comisaría sólo pudieron averiguar de él que su nombre era Pieter Kraft, y no porque el paciente respondiese a sus preguntas, sino porque era aquello lo que repetía una y otra vez. Ya en comisaría se pretendió confirmar su identidad, pero no llevaba encima documento alguno que lo identificase y, al no darse cuenta de la situación en la que se encontraba, tampoco pudo colaborar en tal menester. No respondió a ninguna de las cuestiones que se le formularon en comisaría, y se decidió que lo mejor para todos era hacerle pasar entre rejas la noche, con la esperanza de conseguir alguna información de interés con el nuevo amanecer. También esto resultó infructuoso, ya que a la siguiente mañana el paciente parecía muerto en vida, sentado sobre el camastro y con la mirada fija en algún invisible punto de la pared. La falta de atención médica y la inexperiencia de los policías son, casi con toda seguridad, las causas de que herr Kraft se encuentre en el estado actual. No respondió a ningún estímulo y, teniendo en cuenta el aspecto con que llegó al centro, hemos de creer que ni siquiera a los de naturaleza más física. Finalmente, tras una reunión entre el oficial de mayor rango y el Juez Burckhardt, se resolvió, al fin con acierto, disponer un inmediato traslado del enfermo mental al centro.
      Desde su ingreso en el hospital sigue sin reaccionar a ninguno de los primeros tratamientos que se le han decidido aplicar; sin responder de la forma más absoluta imaginable. Hemos creído conveniente realizar unas preguntas para averiguar si el enfermo participó en alguna batalla especialmente cruenta durante la guerra. En realidad, nos interesaría comprobar si el paciente tiene historial militar a sus espaldas, como parece lógico en un hombre de su juventud. Considero que los horrores de la guerra han hendido profundamente el alma de este pobre hombre, como hemos podido observar en tantos casos probados. Esperamos recibir noticias en un plazo no muy largo, pues por fortuna todo parece volver a la normalidad tras tantos meses de confusión.
      En mi primera visita he podido corroborar por mí mismo cuanto se me había dicho que iba a encontrar: el paciente parece estar en ningún sitio; mira hacia delante obstinadamente, negándose a reaccionar a cualquier provocación visual, incluidas las luces más fuertes; sus músculos están agarrotados, tensos y sin sensibilidad aparente; su mente parece muerta. Ante semejante panorama poco podemos nosotros aportar, y sólo contemplo alguna posibilidad de mejoría en la medida en que, tal y como se fue, esa conciencia podría volver en un futuro. Pero esto pertenece al campo de las hipótesis y no podemos, por tanto, establecer un control en tal sentido.
      De momento sólo puedo observar y anotar. Lamentablemente, éste suele ser el trabajo de todo médico: observar y anotar. Y quizá rezar a la espera de un cambio, si se es creyente.


Paciente: Pieter Kraft
Doctor: K. Euber.
Visita: Viernes 15
Octubre, 1948

Ninguna variación visible se ha operado en el paciente. Sigue sin reaccionar a cualquiera de los tratamientos con los que parecemos empecinados en obsequiarle, ni siquiera al procedimiento de choque con el que el doctor Romberg ha decidido "castigar" al desventurado señor Kraft. Casi me alegro de que permanezca ajeno a todo, pues es mucho mejor que no sepa lo que estamos haciendo con su cuerpo. En cuanto a las dudas existentes en torno a la identidad de nuestro imperturbable paciente, nada hemos logrado sacar en claro hasta el momento. Supongo que llevará un tiempo, pues localizar el pasado de una persona a partir de su nombre es tarea harto complicada en estos difíciles tiempos. En todo caso, me atrevería a asegurar que es una víctima más de la guerra casi sin temor a equivocarme. Lo extraño es que no se hayan dado más casos de locura similares a éste después de un holocausto como el que la humanidad acaba de superar. O, más bien, como el que acaba de superar a la humanidad.
      Hoy he pasado cerca de una hora junto al ido señor Kraft y la he pasado observándolo. Inútilmente, por supuesto; no parece haber movido un músculo desde el día en que llegó. Pero no podía dejar de mirarlo, de mirar aquella faz abstraída de todo, aquellos ojos fijos en ningún lugar... Es una suerte que tras esta guerra no estemos todos tan idos como él.


Paciente: Pieter Kraft
Doctor: K. Euber.
Visita: Lunes 18
Octubre, 1948

Un sorprendente cambio se ha producido en el estado de nuestro señor Kraft. Sorprendente por lo repentino y enérgico que ha sido. Según parece, en la madrugada de ayer domingo, superado un anodino sábado que nada trajo de nuevo, el celador se sorprendió escuchando unos alaridos provenientes del Ala C. Tras dar el pertinente aviso acudió a la mencionada Ala C en la compañía del doctor Romberg, con la intención de averiguar el origen de los gritos. Era Kraft.
      Estaba sentado en la cama en la que debía reposar, completamente bañado en sudor y rojo por el esfuerzo, gritando con tal fuerza e insistencia que había logrado levantar en pie de guerra a gran parte de los pacíficos inquilinos del Ala C. Intentaron apagar sus alaridos, con medios más o menos éticos, pero su nuevo estado respondía a los agentes externos tanto como el anterior. En cierto momento el señor Kraft cesó en sus gritos y comenzó a reír. A carcajadas. Cuando su cuerpo perdió la energía que le quedaba dentro y no pudo responder a las exigencias de una mente que parecía querer reír y reír hasta el día del juicio, Kraft se desvaneció, siempre con los ojos abiertos, y permaneció así durante toda la mañana. Cuando recuperó la conciencia seguía sin existir para nosotros, pero al menos podía observarse un perceptible cambio en su aspecto exterior.
      El señor Kraft, sonreía.
      Hoy es lunes, y sigue sonriendo en una sonrisa que más que alegría expresa satisfacción. Por lo demás, todo sigue igual. No reacciona a nada, pese a los incansables intentos del doctor Romberg, quien parece decidido a lograr un indicio de vida o, en su defecto, a acabar con la que resta en el cuerpo de nuestro paciente. Lo primero que ocurra. Diríase que el señor Kraft se ha convertido en el nuevo asunto personal del eficiente doctor Romberg.
      Compadezco al infortunado.


Paciente: Pieter Kraft
Doctor: K. Euber.
Visita: Martes 19
Octubre, 1948

Es sorprendente, siempre sorprendente, el comportamiento del entendimiento humano. Ayer mi paciente era un fósil inanimado, y hoy se ha restablecido por completo. Si alcanzásemos a comprender el modo de funcionamiento del cerebro daríamos el más grande paso en lo referido a la mejora de nuestra especie, quizá en un mayor grado de importancia de lo que significaría la completa solución a todos los problemas del cuerpo. ¿Seremos capaces de desentrañar tales misterios algún día?
      Ha sucedido esta noche, durante mi turno de guardia. Todo se desencadenó de la misma forma en que había sucedido en la noche del sábado. El señor Kraft comenzó a gritar. Nikolaus, el celador que le había atendido en su anterior explosión de energía, acudió a buscarme. Por motivos que no vienen al caso no me encontraba en el lugar de guardia habitual, por lo que decidió intentar aplacar los alaridos de Kraft por su cuenta, antes de que todo el pabellón cayese en la desesperación. Ignoro lo que debió ocurrir, pero poco después de que los gritos, como sucediera en la noche anterior, mutaran a esperpénticas carcajadas, un sonoro bramido de dolor, proferido sin lugar a dudas por Nikolaus, sobresaltó a todo el hospital. No tardé en unirme a un grupo de enfermeros y doctores en una marcha veloz hacia el Ala C. Allí encontramos al celador tendido en el suelo, con los ojos en blanco y la faz desencajada por el terror. No presentaba ningún signo de violencia exterior, pero su corazón se había detenido para siempre. En la litera, el señor Kraft dormía apaciblemente, presentando así un nuevo cambio en su enfermedad. Superado el inicial momento de confusión causado por la sorpresiva muerte del celador decidí despertar, si es que era posible, al ahora angelical Pieter Kraft. Reconozco que me sorprendí al comprobar que Kraft dormía de forma perfectamente normal: al agitarle el hombro despertó, mostrando la acostumbrada perplejidad que se produce cuando a uno le sacan a la fuerza del sueño. Cuando recuperó la compostura comenzó a observar cauto el entorno que le rodeaba. Mostró su sorpresa al ver el cuerpo del celador tirado en el piso, rodeado de doctores y enfermeros. Después, posó su mirada en mí.
      "—¿Dónde estoy?
      —En un hospital.
      —Eso ya lo he podido deducir yo solo —asentía con la cabeza—, pero ¿dónde? ¿Acaso estoy malherido?
      —Esto es un hospital de enfermedades mentales.
      —Un manicomio.
      —Un sanatorio —corregí.
      —Sí, claro, un sanatorio —contempló las gruesas correas de cuero que sujetaban su cuerpo—. Así que un sanatorio —indicó con el mentón una de las correas que cruzaban su pecho—. Supongo que debía haberlo supuesto.
      —Es por su seguridad.
      —¡Claro! —dijo irónicamente. Después sonrió—. Y por la suya propia, imagino...
      —En ocasiones. Dígame, ¿recuerda cual es su identidad?
      —¿Mi nombre?... pues sí, hasta ayer, y que yo sepa, era Pieter Kraft. Así me llamaban. Oiga, ¿quién es el señor que está ahí, en el suelo?
      —¿No lo sabe?
      —Creo que si lo supiera no se lo preguntaría.
      —Es Nikolaus, el celador que acudió junto a usted cuando comenzó a gritar hace unos minutos.
      —¿Quién, yo?
      —Sí. Al parecer no lo recuerda...
      —Pues no. Lo último que recuerdo es una carretera.
      —Es normal, usted fue localizado en la carretera que va de Gütersloh a Bielefeld.
      —Gütersloh, recuerdo Gütersloh...
      —¿Y no recuerda qué es lo que le produjo su, eh..., transitorio estado de alteración mental?
      —¿Me está llamando loco? Oiga, creo que me debe haber ocurrido algo, un golpe en la cabeza tal vez. Y me lo he perdido.
      —Ya.
      —No, "ya" no. Lo que estoy es cansado. Muy cansado, la verdad, aunque no comprendo del todo los motivos. ¿No le importaría continuar con su interrogatorio por la mañana?
      —Sólo son preguntas amistosas, y tratan de ser constructivas. Apenas sí sabemos nada de usted y...
      —Pues con sus preguntas.
      —De acuerdo. Descanse, si puede.
      —¿Van a llevarse ese cuerpo de ahí, verdad? —preguntó con repentino asco.
      —Sí, claro. No se preocupe por eso."
      Tras esta breve conversación, que he creído oportuno incluir dado el carácter informativo que la misma tiene en relación al nuevo estado de salud del señor Kraft, acompañé al resto de mis compañeros en la tarea de transportar el cuerpo del desafortunado Nikolaus a un lugar más adecuado donde hacerle pasar la noche. Lógicamente, escogimos la enfermería. Lógicamente para todos, excepto para Romberg, quien ha expresado sus molestias esta mañana, al encontrar el cadáver sobre la mesa de su ordenado dispensario. Pero todos sabemos como es el doctor Romberg.
      A la mañana siguiente (es decir, esta misma mañana) al terrible y triste fallecimiento de Nikolaus, volví a visitar a Kraft. Lo encontré despierto, yo diría que aburrido, y mirando de forma insistente la única ventana que en su reducido campo de visión podía observarse. Estaba lloviendo, como durante casi toda la semana, lo que hacía que el señor Kraft tuviera algo que mirar a través de los cristales. Cuando se percató de mi presencia sonrió y comenzó a hablar, animado. Estas fueron sus palabras.
      "—¡Vaya!, ¡buenos días! Comenzaba a creer que no aparecería usted nunca.
      —Buenos días. Le veo descansado.
      —Estoy descansado. Pero siéntese, hombre, como si estuviera en su propio sanatorio... ¿Qué es eso?
      —Mi libreta. Debo tomar notas.
      —Claro, sí.
      —Bien, su nombre es Pieter Kraft...
      —Hasta aquí estamos de acuerdo.
      —¿Nacido en...?
      —Rostock. Hace ahora veintitrés años y medio. Bueno, y tres meses.
      —En qué día, por favor.
      —El dos de Julio de 1911. A las tres de la madrugada, según sostiene mi madre. Aunque no tengo muchos recuerdos del momento, ya sabe...
      —Dígame, ¿tiene idea de cual pudo ser el causante de su, digamos, bloqueo mental?
      —¿No es usted el doctor? No, perdone. La verdad es que no lo sé en absoluto. Estaba sentado en mi casa de Salzgiter cuando de pronto me veo caminando por una carretera. Y no recuerdo más desde entonces.
      —¿Le había ocurrido antes algo así?
      —Pues no.
      —Ya... ¿y a algún familiar?
      —No. Que yo sepa, claro.
      —Ayer dijo que recordaba Gütersloh...
      —Sí, es cierto. Pero es extraño, porque no he estado en esa ciudad en toda mi vida, créame.
      —Ya... ¿Participó usted en la guerra?
      —¿Qué guerra?
      —¿Cómo dice?
      —No pretenderá que participase en la gran guerra. Tenía unos siete años, y así es difícil que..."
      En ese momento sentí que algo no estaba bien. Algo no cuadraba y, casi de forma instintiva repasé mis anotaciones.
      "—¿En qué año me dijo usted que nació?
      —En 1911.
      —Sí, lo había escrito bien. Pero estará usted bromeando, supongo.
      —Pues no, no bromeo. ¿Por qué?
      —¿Sabe en qué año estamos? —el señor Kraft me observó suspicaz. Unos segundos después respondió.
      —En 1934, claro."
      Permanecí en silencio unos instantes. Parecía hablar en serio. Si era así, tan sólo en un imposible supuesto, aquel hombre joven debería contar con 37 años. Y, desde luego, no los tenía. En determinados casos algunas personas pueden perder su más inmediata memoria, durante periodos más o menos largos. Podría ser que un hombre de 37 años se viera de pronto relegado a la juventud en su mente, olvidando todo cuanto sucedió a partir de sus 23 años. Pero el físico de aquel individuo tenía como mucho unos 25. Era imposible que hubiese nacido en 1911: jamás podía pasar por un señor de casi cuarenta. Que una cosa es una regresión mental (algo, por otra parte, aún no demostrado lo suficiente) y otra muy distinta la regresión física. Lo cual me llevó a creer que, al fin y al cabo, Pieter Kraft sí estaba perturbado. Seguí de inmediato con la conversación.
      "—Hoy es martes 19 de octubre —dije lentamente.
      —Puede ser, no recuerdo bien el día en que perdí la conciencia. Creo que era el tres o el cuatro de octubre.
      —Pero hoy es diecinueve de octubre de 1948, no de 1934 —busqué en mi carpeta y le mostré el diario que siempre llevo conmigo. Solté las correas que lo sujetaban, siempre bajo mi responsabilidad, para que sostuviera el periódico—. Observe bien la fecha, por favor."
      La cara del señor Kraft reflejó la sorpresa que aquella noticia le había causado. Contempló la primera página del rotativo, anonadado.
      "—1948... ¿es esto una broma ? ¿O forma parte del tratamiento?
      —Ninguna broma. Ese periódico es real.
      —Estoy soñando todavía, eso es, debo estar soñando, sin duda...
      —No, caballero. Quizá haya estado soñando hasta ahora. Pero le aseguro que yo no soy un sueño, y creo que usted tampoco. "
      Pieter Kraft no supo cómo reaccionar. Permaneció en silencio durante un largo medio minuto mientras observaba, casi temblando del estupor, el diario revelador que acababa de golpear terriblemente su trastornado entendimiento. Después sólo acertó a decir:
      "—Una guerra, vaya, ¿quién ganó?
      —Perdimos todos.
      —Bueno, siempre es así, ¿pero, quién perdió más?
      —Nosotros. Alemania.
      —¿Otra vez? Vaya. Desde luego no aprendemos de los errores que en... —continuaba mirando el periódico—. Hitler. ¿Fue Hitler?
      —Sí.
      —Increíble... Yo apoyé a Hitler el año pasado, cuando..., bueno, en 1933. Creía que Alemania necesitaba a un hombre como él... —Kraft trataba de desviar la atención de su sorprendente realidad. Pretendía evitarse a sí mismo, algo muy normal entre las personas que reciben malas noticias. Decidí que fuese él quien detuviese el proceso, así que le di cuerda.
      —Todos lo creímos. Vivíamos tiempos difíciles. Todo aquello del Tercer Reich y el Führer, la nueva Alemania... sonaba tan bien.
      —Escuche —Kraft negó incrédulo con la cabeza. No había tardado mucho en reaccionar—, le aseguro que no estoy loco. Hace unos días yo vivía en Salzgiter, y era octubre de 1934. No sé que ha ocurrido, pero le aseguro que no le miento. No le..., Dios, esto es una pesadilla increíble.
      —No se preocupe, estará usted bien entre nosotros mientras permanezca inmerso en esa confusión que le ha asaltado. Le ayudaré en todo lo que pueda. Es mi paciente, pese al doctor Romberg. ¿Cree que podríamos enviar un telegrama a su ciudad para confirmar su identidad?
      —Sí, claro. Soy periodista del "Boletín de Salzgiter", y miembro de las Juventudes del partido, aunque estaba a punto de incorporarme como un militante más, dados mis 23 años...
      —¿Del partido nacionalsocialista?
      —Sí...
      —Dudo que podamos aclarar ese aspecto de su vida en la situación actual. ¿Tiene usted familia?
      —Sí, en Rostock. Mis padres."
      Tomé nota de todo cuanto dijo, despidiéndome después hasta una próxima visita. Insistió en quedarse el periódico, a lo que no pude negarme. En la tarde, informé de las acciones que debían tomarse en relación a Pieter Kraft y se enviaron varios telegramas, tanto a Rostock y Salzgiter como al propio Gütersloh. Confío en que la policía del lugar pueda averiguar algo de interés. No estoy ciego a la posibilidad de que Pieter Kraft no sea Pieter Kraft. Comienzo a pensar en la eventualidad de que esté haciéndose el loco, intentando escapar a un posible y cercano pasado militarista en los ejércitos del Reich. Si ha hecho tal cosa no cabe duda de que su verdadera personalidad será muy interesante. Son sólo suposiciones, pero no sería el primer ex combatiente que pretende borrar su pasado. No seré yo quien le denuncie.


Paciente: Pieter Kraft
Doctor: K. Euber.
Visita: Miércoles 20
Octubre, 1948

El paciente ha pasado una dura noche entre pesadillas. Despertaba una y otra vez bañado en sudor y clamando: "¡Soy Pieter Kraft, soy Pieter Kraft!".
      Por la mañana he decidido visitarle de nuevo, encontrándolo cansado, ojeroso, amargado. Ha insistido en leer varios periódicos: cuando tiene uno entre las manos adopta una expresión de profunda incredulidad y pasa lentamente las páginas, una y otra vez, releyendo lo leído, deteniéndose en todos y cada uno de los anuncios. Si está actuando lo hace muy bien. Mientras le reconocía me preguntó:
      "—Dígame algo. ¿Hemos cometido todas las barbaridades que aparecen en los periódicos?
      —Bueno, mucho de cierto tienen. Pero no es una valoración objetiva la que hacen: como es lógico, la historia la cuenta siempre el vencedor.
      —Pero todo aquello de los campos de concentración... ¿lo sabía el pueblo?
      —No. Aunque muchos lo sospechábamos nadie podía imaginar que estaba pasando algo así. Si realmente pasó.
      —¿Lo duda?
      —No quiero decir eso. Estoy seguro de que se cometieron verdaderas crueldades allí dentro, pero el alcance real de las mismas no se conocerá hasta que el tiempo otorgue un punto de vista más imparcial. Está todo tan cercano... Lo que dudo es que sólo nosotros nos comportásemos como animales. Los aliados parecen ángeles luchando por exterminar al maligno.
      —De lo que no parece haber duda es de cuanto se refiere a los Judíos. Aquí se insinúa que comenzaron perdiendo una nacionalidad que les pertenecía tanto como a nosotros y acabaron siendo carne de cañón.
      —Eso es cierto. Comenzó en el 34. No, en el 35, con las Leyes de Nuremberg, y acabó desembocando en la locura más absoluta. Había una gran depresión sobre Alemania...
      —Es precisamente lo que trajo a Hitler al poder. El descontento con lo que había.
      —Sí. Y Hitler pensó que una buena forma de unir al pueblo era la de cargar todas las culpas sobre alguien en particular. Lo intentó primero con los comunistas, pero estaban lejos y podían ser de ayuda en el futuro, por lo que se decidió después por los Judíos. Se ensañó con ellos.
      —Mis padrinos son Judíos, y algunos de mis mejores amigos. Conozco a uno que ganó la cruz al valor en la gran guerra, luchando por nuestro país.
      —Todos teníamos parientes y amigos Judíos. Pero aquella exaltada corriente pútrida confundió nuestras mentes y principios más elementales y nos arrastró con ella. Perdí grandes amigos por culpa de aquella locura colectiva. Y no volveré a dormir bien nunca más.
      —El hombre no tuvo bastante con una gran guerra. Quizá tampoco sean suficientes dos.
      —Sí, es posible. Pero se dan circunstancias muy especiales. Porque fueron las inhumanas condiciones que nos fueron impuestas tras finalizar la primera gran guerra las que nos llevaron a la segunda. Nos hicieron pasar hambre, y esto nos hizo amarrarnos a la única piedra que asomaba a nuestro alcance. Fue Hitler, quien se mostró después como un verdadero psicópata, pero bien pudo ser otro menos enfermo pero igual de determinado. Si son inteligentes, pensarán muy detenidamente lo que van a hacer ahora con el gigante vencido. La experiencia les dice que cebarse en el caído puede lograr que se levante muy enfadado en el futuro. Pero es difícil que pueda llegar a desencadenarse una guerra igual algún día. Está esa bomba de átomos de los americanos. Demasiado riesgo.
      —Finalmente, sólo el arma detiene al arma.
      —Por desgracia siempre ha sido así, ¿no es cierto? —sonreí, tratando de parecer amistoso—. Ahora hábleme de sus pesadillas.
      —Doctor, créame si le digo que estoy viviendo en la peor de ellas.
      —Lo imagino, pero me gustaría escuchar algo referido a los sueños que tanto parecen perturbarle.
      —No sé —miró al frente, pensativo—. Son tan extraños...
      —Todos los sueños lo son.
      —Sí, pero estos... es difícil de explicar. Siento como si no fuese yo, como si fuese otro quien tomase mi cuerpo a modo de préstamo...
      —Siga.
      —Pero ese otro hombre no parece querer devolvérmelo después. Me encuentro en un lugar desconocido para mí, una especie de desierto, y me veo atrapado por un grupo de personas que quieren acabar conmigo. Después, siento como mi mente recupera el cuerpo perdido. Pero entonces, los sujetos que me han rodeado comienzan a torturarme.
      —¿Le torturan?
      —Me refiero a mi espíritu. Torturan mi mente, mi alma. Me despojan de mi vida y recuerdos. Y me interrogan: "quién eres, quién eres, quién eres...". Poco después logro despertar, bañado en sudor.
      —No veo ninguna particularidad en su pesadilla. Le aseguro que las he tenido peores.
      —No, si lo verdaderamente extraño es que durante todo ese tiempo tengo la certeza de que me encuentro en algún lugar material, real. De hecho, estoy seguro de que es así. Cuando despierto...
      —Al despertar, todos los sueños nos parecen reales.
      —... cuando despierto y mucho después.
      —¿También ahora? —Kraft, me miró fijamente. Su mente dudaba entre responder lo cierto, o lo conveniente.
      —Creo que sí.
      —¿Cree?
      —Verá, no crea que yo mismo no me doy cuenta de lo estúpido que parece. Si alguien dijese una tontería semejante rompería a reír... a no ser que el individuo en cuestión estuviera en un manicomio, bajo la sospecha de estar como una verdadera cabra. Sin duda pensaría que el tipo era un caso perdido. ¿Entiende lo que pretendo insinuarle?
      —Lo entiendo. Usted está seguro de que sus sueños son una forma increíble de realidad...
      —Algo parecido.
      —Algo parecido, sí. Pero no cree estar enfermo porque, pese a ello, comprende y acepta que tal cosa sea imposible. Es decir, cree en sus sueños, pero sabe que no pueden ser reales.
      —No. Yo sé que no estoy loco. Me doy cuenta de que algo raro ha tenido que ocurrirme. Quizá he estado enfermo en el pasado, como usted dice. Pero ahora no lo estoy.
      Sonreí.
      —¿Sabe? —dije—, no conozco ningún, eh..., "loco", que acepte su locura. Ninguno cree estarlo. Más bien al contrario.
      —Usted no me cree.
      —No es mi trabajo. No me dedico a creerle o no creerle, debe entenderlo: sólo debo determinar su estado mental. Pero para serle sincero, y no se moleste, no le creo en absoluto.
      El señor Kraft suspiró.
      —Sí, supongo que me quedaré un tiempo en este lugar...
      —Tampoco creo que esté loco. Al menos, no en la forma que usted imagina. No le hablaría así si lo pensase.
      —Estupendo —Kraft se mordió el labio inferior, dubitativo—. Hay otra cosa...
      —¿Cómo dice?
      —En mi sueño, hay otro detalle extraño. Al final, cuando en peor situación me encuentro, siento como si la presencia que se había adueñado de mi cuerpo me impulsase a volver. Es ella la que me devuelve a esta realidad. Pero no sé... no entiendo...
      —No lo puede entender. Un sueño es un sueño."


Octubre, 1948
Jueves 21.

A partir de ahora esto deja de ser un informe para convertirse en el relato de la más extraña vivencia a la cual haya asistido jamás. He redactado en limpio la copia del informe médico que acostumbro a hacer, destilando las palabras y opiniones demasiado personales de lo meramente informativo. En lo que se refiere a lo que ha de venir, me he decidido a redactar dos diferentes versiones: la que irá a parar a los archivos para el comité evaluador y la mía propia. Que se queden con la oficial; no quiero que piensen que, finalmente, el loco soy yo. ¿Que por qué tomo esta determinación?, pues porque creo que este caso puede llegar a ser de interés público. Puede ser vendido, si no como un extraordinario caso de interés médico, sí como una historia de ficción. Así que supongo que lo mejor que puedo hacer es comenzar a acostumbrarme a escribir para un posible lector. Será tomado como una historia ficticia por la simple razón de que es demasiado extraña para ser creída; como no lograría con ella ningún reconocimiento profesional intentaré, al menos, el conseguir uno algo más material. Tengo que releer alguno de los relatos de mi particular y modesta biblioteca para familiarizarme con el estilo a emplear. Parto, eso sí, con la ventaja de que esto es tan real como la guerra. Al menos no necesito de imaginación alguna.
      En la mañana de hoy, Pieter Kraft presentaba un paupérrimo aspecto exterior. Sus ojeras parecían mucho más acusadas que las de ayer miércoles y el tono de su piel era de un blanco enfermizo. Sus ojos miraban intensos, reaccionando con brusquedad y ansiosa fugacidad en atención a cualquier movimiento ajeno. Respiraba con ansiedad, y un incontrolable movimiento convulsivo de temblor en su pierna derecha delataba el nerviosismo que se había apoderado de él. Cuando vio que me acercaba, una luz de consuelo cayó sobre su cara y una sonrisa sincera emergió para recibirme. Según tenía entendido, aquella noche las pesadillas de Kraft habían sido especialmente fuertes, rozando el delirio. Hubo de ser maniatado y sujetado a su litera; en ocasiones, abría los ojos sin ver más que sus propios sueños. Me lamenté por no haber podido observarlo aquella noche y decidí pernoctar en el hospital hasta que se normalizara su situación.

"—Le veo cansado. Me han dicho que no ha dormido muy bien.
      —Cierto, doctor. He pasado una mala noche...
      —Sus pesadillas. ¿Han sido como las que me contó ayer?
      —Sí, siempre similares. Pero anoche se multiplicaron.
      —¿En qué sentido?
      —Mucho más numerosas y mucho más fuertes...
      —¿Más reales también?
      —No... ya eran lo suficientemente reales —sonrió—, ¿recuerda?
      —Hábleme de ellas.
      —Los hombres de ayer..., bueno, parece que decidieron ensañarse conmigo. Me mostraron imágenes horribles, mi pasado distorsionado, mis recuerdos manipulados. Pique para ampliar Lo hicieron de tal forma que el dolor aumentaba más y más. Con cada pregunta, con cada "quién eres" multiplicaban sus esfuerzos en forma de maldades. Por fin, la tortura dejó de ser mental para pasar a un plano físico. Sentí como me hacían pedazos sin tocarme siquiera. Mi cuerpo se descomponía centímetro a centímetro, la piel se me desprendía y millones de gusanos me devoraban desde dentro. No sé como lo hacen, no quiero saberlo... quizá sólo consiguen que crea que está ocurriendo, porque cuando había sido destrozado completamente todo empezaba de nuevo. Ahora saltaban lentamente las uñas, agujas se clavaban en mi piel, me ardían los ojos... De pronto, muchas horas después, acabó.
      —¿Acabó?
      —Me dejaron en paz. Se cansaron de mí, no sé. Pero al fin desperté. ¿Sabe una cosa?
      —Dígame.
      —Después de todo, va a encontrarse con lo que busca.
      —¿Perdón?
      —Me estoy volviendo loco —Kraft bajó la mirada—. Estoy seguro de que voy a enloquecer. Hoy, mañana... pero voy a enloquecer.
      —Yo no busco su locura.
      —Ya lo sé, excúseme. De todos modos es así, creo que no podré soportarlo otra noche más.
      —Le daré algo para ayudarle a dormir.
      —Disculpe, doctor, pero lo que yo quiero es no dormir —volvió a mirarme a los ojos, desesperado—. ¿Me comprende?, no quiero volver a dormir.
      —Lo que pretendo recetarle le hará dormir mejor. Puede que aleje las pesadillas.
      —Empiezo a creer que no son pesadillas.
      —¿Y qué son?
      Kraft desenfocó la mirada. Había miedo en ella.
      —No lo sé. Le juro que no lo sé —dijo después de un tiempo—. ¿Recuerda que le dije que mi vida aquí, en un tiempo que me es extraño, era la peor de mis pesadillas?
      —Claro que lo recuerdo.
      —Pues ya no estoy tan seguro. En todo caso, puede que ésa sea mi única pesadilla. Puede que todo esto no sea más que el sueño y aquel infierno la realidad a la que estoy condenado. Puede que al despertar sea cuando vuelvan ellos.
      —Vamos, exagera usted.
      —No exagero —sus ojos comenzaron a humedecerse—. Ni un ápice."

Le realicé un examen físico sin encontrar nada de importancia, más allá del manifiesto cansancio físico que le había dejado la noche. Pieter Kraft había encontrado en el casi siempre gratificante sueño a un verdadero enemigo que se empeñaba en fatigarle, en castigarle. Todos aquellos sueños horribles que decía tener me hacían pensar en que la hipótesis de un trauma ocasionado por la guerra no era nada descabellada. Hablamos después de los trágicos movimientos de la historia en los últimos tiempos, esos "últimos tiempos" que Pieter Kraft se había perdido para su ventura. Pero no se mostraba lo interesado que sólo un día antes aparentaba estar: escuchaba y daba sus opiniones, pero su atención estaba lejos. Era evidente que pensaba en la noche que había de venir. Esta vez, sin embargo, no hubo de esperar a la noche.
      Fue en el momento en que estaba ya dispuesto a marchar. Observé un casi imperceptible cambio en la expresión de mi paciente: estaba despidiéndome cuando pude ver una gota de sudor que, solitaria, comenzaba a descender por su frente. Quedé absorto, mirando como aquella gota se abría camino atraída por la gravedad. Al levantar de nuevo la cabeza para abandonar por fin la sala vi el rostro del paciente: Pieter Kraft permanecía sonriente, en la misma posición en que se había despedido medio minuto antes. No había movido ni un músculo, fijos sus ojos en mí pero sin mirarme. Llamé su atención, me acerqué a él más tarde, pero no reaccionaba. Creo que pensé que el señor Kraft había partido de nuevo, quién sabe para cuanto tiempo. Y entonces comenzó a abrir, hasta un absurdo límite, ojos y boca; en su cara fue apareciendo un rictus de inconfundible terror y, de pronto, un horrible e inhumano alarido emergió de él, creciendo en intensidad. Se aplastó en la litera mientras la potencia de su bramido aumentaba más y más. Estaba sufriendo otra de sus pesadillas, y lo extraño es que había sido arrebatado de la realidad por ella, mientras estaba despierto. Pronto acudieron a la sala doctores y enfermeros. Los demás enfermos se unieron al delirio de Kraft y el escándalo que se formó en el Ala C fue de ingentes dimensiones. Por nuestra parte permanecimos rodeando la cama de Kraft, casi inmóviles a causa de una profunda impresión. Las venas de su frente se habían hinchado anormalmente y los músculos de su cuello, marcado y tenso como el de un levantador de pesas, se delimitaban con claridad, formando un horrible relieve de desesperación y dolor. De entre los puños cerrados de Kraft comenzó a fluir un hilillo de sangre que se veía impulsado por la intensidad del abrazo de sus uñas sobre la carne. El grito cesó tan bruscamente como había aparecido; más bien mutó, pues comenzaron entonces los acostumbrados "¡mi nombre es Pieter Kraft!", "¡yo soy Pieter Kraft!", "¡Pieter Kraft!". A esto siguió un nuevo aullido de agonía, que tras alcanzar un aterrador nivel de potencia comenzó a agotarse, progresivo, a la velocidad con la que iba desapareciendo el aire de aquellos agotados pulmones. Hasta que se extinguió por completo. Permaneció todo en silencio, pues los mismos enfermos habían cesado en su clamor, y Kraft se relajó. Después de un minuto de quietud comenzó a parpadear con nuevo frenesí para, simplemente, acabar por despertar. Al hacerlo se incorporó con gran rapidez, lo que nos sobresaltó de forma manifiesta. Nos observó de hito en hito, sonrió, y habló.
      "—Hola. Eh... ¿ocurre algo que deba saber? Lo digo porque parecen muy interesados en mí, y no resulta demasiado agradable, ni cómodo, sentirse como un animal de zoo.
      —¿Está usted bien? —Era yo quien hablaba.
      —Un poco fatigado tal vez; pero bien, gracias. ¿Dónde estoy?
      —¿No lo sabe?
      —Me da en la nariz que debería, pero no. No lo sé. En algún tipo de hospital, supongo.
      Le observé con atención. Quizá sólo bromeaba, pero el hombre que tenía ante mí parecía sorprendido. Aquello era muy curioso.
      —¿Recuerda su nombre?
      —Sí. ¿No debería? —me observaba con cierta suspicacia.
      —Claro que debería, no sé por qué se lo pregunto. Pero ¿cuál es?
      —¿Mi nombre? —al verme asentir con la cabeza respondió—. Pieter Kraft. Me llamo Pieter Kraft.
      —Dígame, ¿cuál es el último recuerdo que le viene a la memoria?
      —¿Se refiere a antes de aparecer aquí?
      —Exacto.
      —Eh... —frunció el ceño—, estaba cenando en un pequeño restaurante de Gütersloh, y pensaba en leer algo antes de acostarme. No podía decidir entre "Niétochaka" o algo más ligero... algo de Molière, quizá. Siempre llevo conmigo libros de estilos muy diferentes, nunca se sabe.
      —¿Gütersloh?
      —Sí, estaba allí por motivos de trabajo.
      —¿Es usted Pieter Kraft, periodista, nacido en Rostock en año 1911?
      —Pues sí, señor. O doctor. Se ha informado bien... ¿Ocurre algo? —frunció el ceño—, ¿me ha pasado algo grave?
      —¿Sabe en qué año estamos? —había tenido una súbita inspiración.
      —1948. Bueno, ayer lo era."
      Por supuesto. Aquella nueva identidad que asumía ahora mi paciente era el pedazo que faltaba en el queso de la vida de Pieter Kraft. Del Pieter Kraft que había desaparecido de su casa de Salzgiter en 1934. Pero ¿qué había ocurrido? Cada cual marchó a realizar sus quehaceres habituales, algo impresionados aún tras el espectáculo sobrecogedor. Todos los doctores se mostraban curiosos hacia el hombre que descansaba, ahora perfectamente tranquilo, en aquella cama. Su reacción actual, y las de días pasados, eran motivos de múltiples discusiones y debates. Nunca habíamos tenido un paciente que presentase un cuadro clínico tan extraño. Si añadíamos la muerte de Nikolaus a esto, un hombre aún joven de carácter poco impresionable que no padecía de ningún tipo de enfermedad coronaria, nos topábamos con el tipo de interés que abandona lo médico para lindar con lo morboso. El único que se mostraba tercamente serio, molesto casi de forma personal con el señor Kraft, era el doctor Romberg. Seguía la evolución de mi paciente con creciente interés. Había escuchado mis opiniones y sugerido el empleo de ciertos tratamientos que quizá podrían resultar. Incluso he oído que ha pretendido de la dirección que se le asigne a Kraft como paciente directo, reemplazándome en tal cometido. Espero que no me meta en medio, porque acabará por encontrarme.
      Tras quedar de nuevo a solas con Kraft comencé a interrogarle, a hacerle de nuevo las preguntas que ya había formulado con antelación. Para empezar, no reconocía mi cara en absoluto. Mal comienzo.
      "—Veamos, ¿recuerda el año 1934?
      —No sé... ¿qué debería recordar?
      —Algún suceso que le afectase de forma especial. La muerte de algún ser querido, quizá.
      —1934 —Kraft cerró los ojos—. Sí, un buen año... En aquel entonces dejé mi empleo en el "Boletín de Salzgiter", un modesto diario de pequeña tirada, para buscar algo más importante que hacer. Encontré una ocupación como fotógrafo de la "Sociedad Nacional de Geografía" de Londres, pudiendo conocer así algo del mundo en que respiramos. Estuve viajando desde entonces.
      —Vaya, debe ser difícil lograr un empleo así.
      —Si se anhela con la suficiente constancia, todo es posible...
      —¿Dejó entonces el partido?
      —¿Qué partido?
      —Ya sabe... Juventudes Nacionalsocialistas.
      Kraft hizo una mueca de indisimulado asco.
      —Naturalmente que lo dejé... Que me libren los dioses de participar en la locura de esos maníacos.
      —¿Recuerda el momento exacto en que lo abandonó?
      —Espere un momento... —volvió a entornar los ojos—. Creo que era octubre... sí, sí. Principios de octubre.
      —Y desde entonces ha estado trabajando en el extranjero.
      —Sí. Y con la guerra, aún más.
      —No participó.
      —¿Con quién? ¿Con Alemania? —Kraft vistió su expresión con una mueca del más profundo asco—. Repleta de Nazis despreciables, enajenados por unos ideales inhumanos... ¿con Inglaterra, quizá? Más de lo mismo. Un país preocupado por la perdida de peso específico entre los europeos, repleta de abyectos intereses políticos. No doctor, nadie merecía ganar la Guerra.
      —Era su país...
      —¿Eso cree? —observó mi reacción—. Bueno, tiene razón en algo: nací en Alemania. Pero acláreme algo... ¿qué es lo que le debo al país, aparte de permitirme pisar su suelo? No, yo no entiendo de nacionalismos surgidos de la ambición del hombre.
      —¿Y en qué cree usted? —dije con rapidez. Pieter Kraft me miró, miró al frente, miró al suelo, miró al techo, miró a los pacientes, miró a través de la ventana y regresó a mí.
      —Yo no creo en nada. En nada."
      Se escucharon pasos que venían del inicio del Ala C. Kraft dirigió sus ojos hacia el causante del sonido y pude ver como en su cara se dibujaba con trazos bruscos y terribles una horrenda máscara del más profundo odio. Entonces comenzó a gritar hacia la persona que se acercaba por momentos. Era Romberg.
      —"¡Maldito hijo de puta! ¡No se me acerque! —Romberg se frenó en seco. Estaba tan sorprendido como yo.
      —Perdón, ¿se refiere a mí? —dijo el doctor.
      —Ah cerdo... psicópata asesino, venático, rastrero, miserable...
      —Oiga, no persista en esos insultos que...
      —... vil criminal, innoble e insano espécimen del peor de los hombres...
      —¿Está escuchando lo que dice? —Romberg me miraba incrédulo mientras señalaba a Kraft con la mano extendida.
      —... depravada bestia, lunático entre lunáticos...
      —No pienso aguantar esto ni un solo segundo más. —El doctor giró sobre sus talones y comenzó a alejarse mientras Kraft perpetuaba sus insultos, jaleado por el resto de enfermos. Era un espectáculo increíble—. ¡Haga callar a su paciente! —dijo Romberg nervioso mientras abandonaba la sala.
      —... demente, bandido de bata blanca, pérfido y maléfico diablo de execrables instintos de animal...
      —Señor Kraft... —intenté calmarlo.
      —... trasgresor, maldito mil veces... ¡Recuerda esto! ¡Ojo por ojo, ignominioso hijo de puta! ¡Quien a hierro mata, a hierro muere! ¡Si pinta con rojo, de rojo se manchará!, ¡pregúntele a su maldito consorte! ¡Oh!, ¿no le responde?
      —¡Señor Kraft! —Mi casi asustado grito le hizo callar. Mientras me miraba comenzó a sonreír.
      —Por todos los dioses... que bien me siento...
      —¿Sabe usted lo que ha hecho?
      —¿Se refiere a los tristes e insuficientes calificativos dedicados a esa inmunda rata de alcantarilla?
      —Señor Kraft, por favor...
      —Tranquilo, no se preocupe. Estoy calmado.
      —¿Por qué ha hecho eso? —Kraft volvió a mirar hacia la puerta por la que había desaparecido el doctor Romberg.
      —Ese cerdo es peor que cualquiera de los nuevos criminales de guerra, que tanto parecen preocupar a la Europa actual. ¿Sabe lo que me hizo la noche en que llegué a este hospital?
      —Creía que no recordaba nada de eso...
      —Y yo —frunció el ceño—. Hasta que lo he visto. Es como un Torturador. Peor, pues no tiene más motivos que los que dictan su pervertida mente. Él es el enfermo.
      —¿De qué está hablando? ¿Torturador? —había algo en el tono en que Kraft pronunció esa palabra que producía escalofríos.
      —De que estoy seguro que ninguno de sus pacientes sanará tras recibir una de sus visitas. Diablos, ¿dónde trabajaba durante la guerra? ¿En un campo de exterminio?
      —Señor Kraft...
      —No, no se preocupe, ya me callo.
      —Es usted sorprendente. No sé si estará loco, aunque cada vez lo dudo menos; lo que sí sé es que si depende de Romberg le espera un largo periodo de convalecencia entre nosotros. —Ante mi pequeño discurso volvió a sonreír.
      —¿Lo cree así? No, si depende de Romberg... —Algo cambió en su expresión—. No es mala idea, fíjese. Pender, depender, pender, depender...
      —¿Cómo dice?
      —Olvídelo. ¿De qué hablábamos?
      —De usted. Hablamos de usted. Y comienzo a impacientarme.
      —Pregunte. Estoy a su entera disposición.
      —Tiene usted ¿cuántos años?
      —Treinta y siete.
      —No me diga. ¿Y pretende que alguien se crea semejante estupidez?
      —¿Por qué lo dice?
      —Vamos, hombre —comenzaba a irritarme— , usted no tiene más de veinticinco años.
      —Me conservo muy bien.
      —Nadie se conserva tan bien sin estar disecado. ¿Por qué no me dice quién es en realidad?
      —¿Quiere usted conocer mi verdadera identidad? —Kraft sonreía irónico.
      —Sí, por favor. No le pienso descubrir, si es eso lo que teme.
      —Está bien —suspiró—. Le diré quien soy."
      Claro que debía haberlo esperado. Me planteaba incluso la posibilidad de regalárselo a Romberg, envuelto y con un lacito; seguro que el doctor se hubiera mostrado encantado. Este hombre había logrado casi sacarme de mis casillas. Pensé en mandarle al infierno cuando respondió, pleno de calma:
      "—Yo soy Pieter Kraft."
      Respiré profundamente. No tenía más ganas de hablar con él. Además, era la hora de comer y ya llevaba junto a aquella cama casi cinco horas, hablando con los dos Pieter Kraft. No sabía el porqué, pero prefería al primero. Me levanté de la silla, tomé mi maletín y mi pequeña libreta y comencé a marchar hacia la salida. Tan sólo le dediqué un lacónico "hasta luego" que encontró como única respuesta la maldita e irónica sonrisa del segundo Kraft. Cuando me alejaba pensé en algo.
      "—¿Si pinta rojo, de rojo se manchará? ¿De dónde ha sacado eso, de la Biblia? —Kraft abrió los ojos, pues había comenzado a dormir de nuevo.
      —¿Cómo? ¡Ah, eso...! Supongo que sí, no sé... ¿no lo había oído nunca?
      —Pues no. Por supuesto que conozco la otra expresión; ya sabe, lo del "ojo por ojo", la ley del Talión, creo.
      —Usted lo ha dicho —replicó.
      —¿Por qué dijo tal cosa? —mi paciente pareció pensar en la pregunta, como si no conociese a ciencia cierta la respuesta.
      —No lo sé —concedió—, estaba enfadado.
      —¿Qué le hizo Romberg la noche en que usted llegó? —dije al recordarlo.
      —Estoy seguro de que no tiene interés para usted —respondió lacónico.
      —Pues se equivoca. ¿Qué es lo que ocurrió?
      —No ha entendido mi respuesta —dijo—. Quería decir que no es de su incumbencia, ya me entiende —sonrió de nuevo.
      —Por supuesto."
      En aquel instante no pensaba en nada más importante que en darme una buena ducha, tomar un bocado y visitar un catre vacío. Aquellas eran mis mayores pretensiones, sí señor. Si hubiera tenido que decidir en ese momento acerca del estado mental de Kraft, me habría decantado por un "está perfectamente. Sanísimo". Cualquier cosa con tal de no volverlo a ver... Cuánto echaba de menos a mis enfermos normales, que no son más que infelices tullidos mentales. Aquel hombre parecía disfrutar con su estado. Sin duda se estaba divirtiendo. ¿Cómo había podido cambiar tanto en tan poco tiempo? Por cierto, había olvidado preguntarle al segundo Kraft en relación a las psicóticas pesadillas que sufriera horas antes... quién sabía lo que recordaba y lo que no. O, mejor dicho, lo que reconocía recordar.
      Si es que en realidad había olvidado algo.
      El caso es que nada de todo cuanto pasaba entonces por mi cabeza acabó por llegar a buen puerto, excepto parte de la ducha. Porque en aquel momento, cuando mejor y más relajado me encontraba bajo el chorro tibio del agua que caía sobre mi cabeza, nació la verdadera tormenta. Los desesperados gritos de un hombre llegaron hasta mis oídos. No era algo anormal en aquel Centro (todo lo contrario, de hecho), pero sí en el edificio en donde me encontraba, habitado en exclusividad por personal del mismo. Salí precipitadamente del baño, me cubrí con una toalla y busqué el origen de los sonoros quejidos (el choque entre el frío otoño y mi desnudez cubierta por agua tibia me ha dejado como secuela un molesto resfriado). Varias personas corrían en dirección a una habitación cercana a la mía, donde ya se había formado un pequeño corrillo. Algunos de los hombres que miraban al interior momentos antes se habían alejado hacia la pared opuesta, donde permanecían apoyados y visiblemente impresionados. Era la habitación de Romberg. En su interior, el inflexible doctor Romberg pendía de una cuerda por el cuello, balanceándose en la ducha. Después, su peso hizo que la tubería que lo sostenía se quebrase al fin, dando con sus huesos en el suelo. Un chorro de agua caliente comenzó a caer sobre su inmóvil pecho. Lo había hecho muy bien: el cuello completamente roto en el primer y brusco tirón de la soga; eso, que no la asfixia, había acabado con su vida.
      Sentí la misma extraña confusión que embargó al resto de testigos. Era una especie de desorientación. Nada allí parecía normal, nada cuadraba de forma lógica: "dos muertos; Romberg ahorcado, suicidado. Imposible, su disciplina se lo hubiera impedido. Cañerías rotas, cuellos rotos; dolorosa forma de morir. Aquí hace frío."
      Estas frases, acompañadas de imágenes no menos extrañas, se agolpaban sin sentido en el interior de mi cabeza. Un sin fin de absurdas ideas pugnaban por hacerse voz, pero en la lucha perdían el orden y cohesión que tal vez podría hacerlas importantes. Entre todo aquel mar de confusión, la imagen de un hombre dormido se impuso al resto y golpeó con fiereza mi mente. Pieter Kraft. No entendía la razón, pero Pieter Kraft. Volví a mis dependencias y me vestí con premura. Tenía que ver al hombre. Acudí, pues, camino del Ala C.

La sala estaba repleta de enfermos pero curiosamente vacía de sonidos. La cama de Kraft seguía ocupada por su maldito inquilino, quien permanecía sujeto a ella por las once correas de cuero. Nunca hombre alguno podría escapar a tales ataduras. Kraft dormía profundamente, con el sueño plácido y tranquilo del cuál no disfrutaba desde tiempo atrás. Eso sí, con pesadillas o sin ellas aquel maldito siempre dormía... Y el muy condenado sonreía: estaba riendo en sueños. Me acerqué, veloz, resuelto a despertarle sin una sola palabra, agitando su cuerpo.
      "—¿Qué...? —Kraft enmudeció durante unos segundos al verme, pero acentuó la sonrisa—. Doctor, no le esperaba hasta entrada la tarde.
      —Romberg ha muerto. "Pendía" de una cuerda.
      —Vaya. Que quiere que le diga, opino que el mundo rodará mejor sin su maloliente peso encima...
      —Se alegra.
      —Por supuesto que me alegro. Por todos los diablos de los Siete Infiernos, Romberg merecía morir mil veces. —Sonrió de nuevo, con su acostumbrada ironía—. Lo que sí lamento es no haberlo podido presenciar...
      —Dígame cómo lo hizo —disparé.
      —Vamos doctor, olvidaré su insinuación. Usted sabe que yo estaba aquí, atado, inmóvil. Somos personas inteligentes: pensar en que pude matarlo sería... ¿cómo lo diría usted?, ¿una locura?
      —No sé qué es lo que ocurre aquí —atajé—, pero tengo la sensación de que su mano está manchada con la sangre de Romberg.
      —¿Se da cuenta de lo que suponen esas palabras en boca de un doctor respetable como usted?
      —Nadie más las escuchará, sólo usted y yo.
      —Y todos mis compañeros.
      —Sus compañeros están locos, como usted.
      —¿"Estamos" locos, doctor?
      —¿Lo hizo? —ante mi pregunta permaneció unos instantes en silencio, reflexivo. Cuando respondió parecía divertirse.
      —Claro que sí. Le dolieron tanto mis palabras que se vio empujado a la desesperación y sin...
      —Muy bien, puede usted negarlo. De todos modos nadie lo hubiese creído —le apunté con el índice derecho—. Pero yo sé que lo hizo. —Di la vuelta y volví sobre mis pasos. Apenas había comenzado a marcharme cuando la voz de Kraft volvió a sonar a mis espaldas.
      —Doctor, Romberg merecía morir. Igual que aquel otro, Nikolaus. Romberg maltrataba física y mentalmente a sus pacientes, abusando sexualmente de las mujeres y torturando a los hombres con la ayuda de su psicópata faldero. Ahí podría haber encontrado usted a los verdaderos enfermos, si no estuviese tan ciego como el resto de los cuerdos...
      —Nadie merece morir —dije mientras me volvía hacia él—, creí haberle escuchado decir algo parecido.
      —Y es cierto —aceptó—. Toda vida es sagrada. Pero en este mundo hay un dicho que habla de prioridades, y es que en ocasiones es preferible el sacrificio de unos pocos para lograr la salvación de muchos. Creo que lo dice en algún lugar de esa Biblia suya.
      —Y Romberg era sacrificable.
      —Era un asesino con el alma perdida. Su corazón estaba más ennegrecido que sus instintos.
      —¿Y ahora estará mejor? ¿Romberg se sentirá feliz con su nuevo estado?
      —No creo. Romberg está muerto, Eso es todo lo que importa. Si estos seres que descansan a mi alrededor pudieran comprender estarían llorando de pura felicidad."
      Inspiré. ¿Creía de verdad que Kraft había matado a aquellos hombres? La cordura decía no, pero algo me inducía a desechar en esta ocasión toda lógica. En esto pensaba mientras deshacía el camino hacia mi pequeña habitación. Por otra parte, aquel individuo acababa de nombrar a Nikolaus, muerto antes de la aparición del segundo Kraft. ¿Cómo sabía de su existencia?, ¿cómo de su muerte? Supuse que había escuchado algo de boca de cualquiera de los enfermeros que se ocupaban de ellos, ya que no encontré otra explicación. O eso, o no habían dos Pieter Kraft.
      "—Además, doctor, aunque así se quiera, un poco de agua caliente no puede lavar pecados."
      Eran las palabras que se apagaban a mis espaldas. La imagen del cuerpo de Romberg, ridículamente doblado bajo el chorro de agua de las tuberías no me había abandonado todavía. Sí, lo creía.

En los días siguientes me negué a visitar a Kraft. Solicité un pequeño descanso que me fue concedido a regañadientes. No podían negarse, pues llevaba trabajando de forma ininterrumpida desde la finalización de la guerra sin un solo periodo de vacaciones. Pero ahora necesitaba alejarme de allí. En pocos días, un nuevo doctor recibiría el expediente del señor Kraft y se vería obligado a proseguir con su tratamiento. Cuando volviese al trabajo, Kraft ya no sería objeto de mi responsabilidad. Las últimas palabras de mi informe decían: "El sujeto presenta marcados brotes esquizofrénicos demasiado cercanos a lo que solemos considerar locura como para ser obviados. Considero que el señor Pieter Kraft es lo suficientemente peligroso como para permanecer bajo la más estricta vigilancia y sometido al correspondiente tratamiento."
      Aquello era una velada contraseña que mi sucesor en el cuidado de Kraft comprendería al instante. No era ético, y puede que tampoco fuese justo, pero la próxima vez que me topase con los ojos de Kraft vería los de un verdadero enfermo. Si era un asesino no iba a escapar de su castigo. Y si no lo era... entonces yo sería el castigado. De hecho, ya estaba siéndolo. Claro que no esperaba que ningún dios bajase de los cielos y me dijera "¿Qué has hecho, hijo mío?"; aunque tal cosa no era necesaria. Mi mente se encargaba de recordármelo en todos los momentos. Al menos mi espíritu ya no sufría: la guerra lo había convertido en una olla repleta de maldades que, por fin, habían explotado un día haciéndome inmune a ese tipo de dolor.

Dos semanas después de mi marcha, casi en el ecuador del periodo vacacional, recibí una carta del hospital. El paciente Pieter Kraft necesitaba verme. Día tras día lo pedía a sus cuidadores. Su estado había empeorado súbitamente en el comienzo de la última semana y las pesadillas habían regresado, más fuertes que nunca. El doctor encargado de su tratamiento creía que mi visita podría hacer hablar a Kraft, quien se negaba a hacerlo con un lacónico: "Usted no entiende nada". En la carta se decía también que la identidad de Kraft había sido al fin confirmada: nuestro paciente era Pieter Kraft, nacido en Rostock el 2 de Julio de 1911. Realmente tenía 37 años muy bien conservados. Había pertenecido en su juventud a distintos grupos de diverso corte hasta que se vio engañado, como tantos otros, por las falsas promesas de los nacionalsocialistas. Había publicado en diversos rotativos de menor importancia hasta que en el año 1934 la "Sociedad Nacional Geográfica" le había contratado como fotógrafo. Sorpresivamente, al parecer. Ese año había dejado el partido nazi, no sin algunos encuentros desagradables y agrias discusiones con sus ex compañeros. Se pierde su pista hasta el año 1945, cuando vuelve a Alemania con los aliados para tomar fotos de los campos de exterminio, permaneciendo aquí desde entonces, trabajando en un reportaje de nombre "Los Horrores y la Guerra". Fotografiaba ruinas y pobreza. Se desconoce el motivo de su visita a Gütersloh.
      Nada nuevo: era justo lo que Kraft decía ser. Un ser cansado del hombre y que, la verdad, se conservaba pero que muy bien. Quizá era yo el afectado por la guerra.

Dos días después volvía al Sanatorio. Pero no había de ser la carta la que me empujara a ello, sino algo muy diferente.
      La noche después de recibirla tuve una extraña pesadilla. O quizá no era una pesadilla; al menos, no lo fue para mí. En el sueño me encontré en un lugar de melifluos colores, de formas elásticas que se contorsionaban sin cesar: era aquello el interior de un cuadro surrealista. Caminaba por un desierto de colores cálidos pero discordantes. Por momentos respiraba un aire que segundos después no creía necesitar. Como en todo sueño, mis pasos se dirigían hacia un lugar que no me era desconocido pero que de ningún modo podía conocer. Ahí estaba. Vi un grupo de hombres vestidos con pesadas túnicas de color rojo. De un rojo intenso y cambiante. Formaban un círculo en cuyo interior parecía haber otro tipo. Éste no vestía de rojo, sino con una túnica idéntica en la forma a la del resto pero de cremosos tonos. Estaba arrodillado, con las manos sobre los ojos en un claro signo de desesperación. Cuando me acerqué vi cómo se convulsionaba de dolor; pero de un dolor que no parecía físico, pues ninguna herida se observaba en su cuerpo. Los otros hombres permanecían tensos, aparentemente ocupados en examinar al caído; y digo aparentemente porque la capucha de sus ropajes les cubría por completo la cabeza, impidiendo su contemplación. Luego vi el rostro del hombre. Estaba siendo torturado. Era Kraft, por supuesto, y aquel era su sueño. Su pesadilla. O quizá tan sólo era su pesadilla, pero soñada por mí. Entonces, y olvidando por un instante su tormento, Kraft me miró. Estoy seguro de que era él cuando dijo:
      "—Doctor, necesito su ayuda."
      Sólo dijo esto. Después se reanudó el despreciable acto de tortura, aunque ahora era diferente, pues la sangre de Kraft comenzó a bañar su cuerpo hasta cubrirle por completo. Aparté la mirada, asqueado, para ver como uno de los criminales vestidos de rojo había dejado de observar a su víctima para fijar su oculta atención en mí. Se volvió y comenzó a andar en mi dirección. Cuando estuvo cerca se detuvo y giró la cabeza en todas las direcciones. Buscaba, parecía saber que estaba allí... pero por fortuna no logró encontrarme. No podía verme. Entonces marché por donde había venido. Luego desperté.
      Era un sueño. Era uno de mis sueños, tengo la certeza de ello. El lugar era mío, él me debía su existencia; en cambio Pieter Kraft era real, al igual que sus Torturadores. Habían aparecido en mi sueño, pero su ser era físico, al contrario que el mío propio. Quizá por ello aquel tipo de rojo no me había visto. O quizá no.
      Lo único cierto es que el sueño hizo que quisiera saber. Además, ¿por qué no confesarlo?, si Kraft reventaba en mil pedazos quería estar presente.

Cuando llegué al hospital me dirigí de inmediato a la muy visitada Ala C para encontrarme con mi antiguo paciente. Su aspecto había cambiado brutalmente, siendo éste peor que el de sus más oscuros momentos anteriores. Las grandes ojeras y el tono amarillento de la piel eran lo primero que podía observarse. Pero también estaba su delgadez, y los temblores que le agitaban las manos y piernas. En su frente se veía la marca que la correa le había debido dejar en algún momento de violenta energía, supongo que durante el transcurso de alguna pesadilla. Por lo que me han dicho, éstas habían sido constantes en la última semana, y los alaridos, junto a los conocidos "¡soy Pieter Kraft!" le habían dejado casi sin habla. Cuando me vio sonrió, e hizo señas para que me acercara. Su agotamiento hacía que necesitara proximidad para ser escuchado. La voz surgió como un suave gemido.
      "—Ha venido al fin.
      —Su doctor lo creyó adecuado. Él me lo pidió.
      —¿Ha venido por eso, o por mi sueño? —aquello me dejó sin habla por un momento.
      —¿Cómo dice? —mascullé entre dientes en un susurro tan imperceptible como su voz.
      —Vamos, usted sabe que aquel sueño no era suyo —volvía a sonreír.
      —¿Pero cómo lo hizo? —ante mi pregunta, se encogió de hombros.
      —Supongo que imagina que no era la primera vez...
      —¿Mató a Romberg? —dije a sabiendas de la respuesta.
      —Pues claro.
      —Y a Nikolaus...
      —¿Todavía lo duda?
      —¿De qué forma?
      —De la misma en que aparecí en su sueño. O parecida: les produje una locura que ninguno pudo soportar.
      —Pero ellos no dormían... —Kraft desechó mi observación con un lento parpadeo.
      —¿Y qué importa? Yo sí.
      —¿Por qué?
      —Lo merecían —repuso inocente. No vi posibilidad alguna de avanzar por aquel camino. Tampoco me interesaba en exceso el final de Romberg. ¿Y a quién sí?
      —¿A qué se debe su llamada? ¿Cómo cree que puedo ayudarlo?
      —Ah, eso... No necesito su ayuda exactamente. Al menos, no de un modo físico. Me temo que mi muerte está cercana y me sentía solo en este lugar. Lo que necesitaba eran sus preguntas, su conversación. Tengo ganas de hablar, muchas cosas que contar y parece que muy poco tiempo a la vista...
      —Dios Santo, es usted un asesino...
      —Usted no cree en ese dios al cual apela, así que puede ahorrarse esas fingidas reacciones de sorpresa. Es inteligente e imaginativo: lo sospechaba todo.
      —Soy racional. Y soy psiquiatra. No doy crédito a supuestos y sospechas.
      —Pero me cree.
      —Lo he visto con mis propios ojos. He visto lo que puede hacer.
      —Cierto.
      —Pero no lo comprendo.
      —¿Qué es lo que no comprende?
      —Todo esto. Su extraña capacidad, su fingida amnesia, su dolor mental, su degeneración física, su código moral...
      —Muchas de esas cosas, y algunas otras, permanecen tan oscuras para usted como para mí. Pero no era fingida la amnesia, al menos eso sí sé. Y también sé algo que usted ni tan siquiera ha imaginado.
      —¿Y bien?
      —Que no soy Pieter Kraft —ante aquella afirmación sonreí.
      —Se equivoca. Lo pensé en varias ocasiones.
      —No. Usted creyó que Pieter Kraft era otro hombre, que tal vez inventaba el nombre para escudar mi verdadera identidad, pero no es así. Por nuestras conversaciones, presumo que conoció al verdadero Pieter Kraft, del que sólo queda este cuerpo. Este es el cuerpo de Kraft, pero no su conciencia. ¿Sorprendido? Sí, lo supongo. Mi verdadero nombre es Dra. —Yo no entendía nada, pero seguí la corriente que formaban, de forma figurada, sus palabras.
      —¿Dra, qué?
      —Dra, nada. Sólo Dra. De donde vengo es normal, no necesitamos más. La vida es más sencilla.
      —¿Y de dónde viene?
      —De mi mundo, por supuesto. De uno mejor que el suyo.
      —Claro.
      —No me cree, pero es así.
      —¿Si su mundo es mejor, qué hace aquí? —una sombra le cubrió la cara.
      —No lo sé. Un día, mientras dormía, aparecí aquí. Nunca más pude volver a mi casa, con los míos.
      —¿Y Kraft?
      —Era la persona que ocupaba el cuerpo al que fui a parar. No fui responsable de ello. Cuando llegué en el 34, su mente desapareció sin más. En un tiempo pensé que él estaría ocupando mi propio cuerpo, pero ahora creo que no.
      —Kraft no recordaba nada...
      —O no quería hablar. ¿Le hubiese creído?
      —Me parece que no —reconocí—. ¿Qué le ocurrió a Kraft entonces?, ¿y por qué reapareció y volvió a desaparecer tan súbitamente?
      —Me encontraron. Descubrieron mi mente y tuve que escapar. Simplemente quise escapar. Y lo hice. Según parece, al escapar del cuerpo de Kraft éste volvió a él. Lo atraparon, imagino que para su desgracia.
      —¿Quién?
      —Ellos. Me buscan por alguna razón desde que llegué aquí. Me buscan en sueños para torturarme. De tanto en tanto me encontraban, pero siempre lograba despistarles. Supongo que nunca debí de haber viajado a este mundo; tal vez rompí con ello alguna regla y quieren que pague... Pero no estoy dispuesto. Yo no tengo la culpa. Al final dieron conmigo, pero en mi huida se toparon con Kraft. Supongo que acabaron con él.
      —¿Y dónde estuvo usted durante todo ese tiempo?
      —Tampoco lo sé. Un momento antes estaba en Gütersloh y al siguiente me encontraba tendido en una cama mientras un energúmeno me golpeaba.
      —Nikolaus...
      —Quién si no. Pensé entonces que quizá me dejarían tranquilo, creyéndome muerto, pero no hubo suerte. Ahora han venido a por mí. El problema que se han encontrado es que yo me resisto más que Kraft. Ellos me torturan, pero yo resisto. Incluso he llegado a destruir a alguno de Ellos.
      —¿Cómo?
      —No tengo ni idea, pero lo hago —una fugaz sonrisa—. Al parecer tengo ciertos poderes que me igualan a Ellos. Hasta ahora creí que bastaría, pero...
      —Pero...
      —... pero se les ha unido alguien nuevo. Y éste es más fuerte que yo. Anoche estuve a punto de morir. Ha llegado usted a tiempo de escucharme, un día más y habría sido inútil su viaje.
      —Sigo pensando que es usted un asesino.
      —No pretendo que me entienda, pero en mi mundo no existen los seres como Romberg. —Kraft suspiró cansado. Aquella reiteración en mi discurso parecía aburrirle—. Vivimos en la paz más absoluta. La guerra no tiene razón de ser, ni siquiera existe la palabra en nuestro diccionario. En mi mundo los hombres no han logrado la paz porque nunca la habían perdido. Seres como él son exterminados desde que nuestra civilización tiene memoria. Lo merecen.
      —Habla usted como Hitler...
      —No es cierto. A mí no me mueve la ambición. Yo sólo busco vivir tranquilo, y que el resto de la humanidad viva en idéntica armonía conmigo.
      —Y quien no lo hace, merece morir. Curiosa utopía...
      —No es tan sencillo. Comprendo la naturaleza de los hombres de su mundo; aunque no la comparto, tampoco lucho contra ella. Quizá sólo intento ayudar a cambiarla.
      —Matando.
      —Hablando, únicamente hablando. Podría decirse que predico en el desierto, como sus profetas, aunque no lamento hacerlo. Romberg era un psicópata despreciable, un degenerado sin sentimientos y un verdadero cabrón. Un ser sin solución que aseguraba un negro futuro a este maremagno de pobres desgraciados que pueblan su hospital: ignorados e indefensos, pero no impasibles al dolor.
      —Claro que tenía sentimientos, no se equivoque. ¿Cómo sabe usted que no quería a su mujer y a sus hijos? Dos de ellos murieron en Munich en la Guerra. Por ser Judíos.
      —Romberg estaba podrido, créame.
      —Tan solo por la amargura. Nadie es completamente malo o bueno. La humanidad no está formada por el blanco y el negro, sino por infinitas tonalidades. Usted es un asesino con las ideas equivocadas.
      —Es su opinión, y lo siento. Tengo razón, eso es todo. Siempre he pensado que es suficiente con que yo lo sepa.
      —Por supuesto que lo sabe —asentí—. Aunque hay algo que todavía no sabe.
      —¿Y qué es? —me observaba curioso mientras acerqué mi rostro al suyo.
      —Que está usted loco —dije—. Como una maldita cabra. —Recibió mi afirmación con una nueva sonrisa.
      —Sí, es posible. Muchas veces lo he pensado, créame. ¿Vendrá esta noche? Creo que será la última...
      —No me lo perdería ni por todo el oro del mundo.
      —Me juzga usted mal...
      —Yo no juzgo. Soy doctor, ¿recuerda? Yo sólo observo y anoto."
      Me despedí de él con una sonrisa que me devolvió cortés. Todo estaba ya dicho. No era una cuestión de creer o no: pese a que pueda parecer una incongruencia, yo creía en sus palabras. Él mató a Romberg y a Nikolaus, y Kraft sufrió por su culpa. Lo creía porque tenía la certeza de que aquel hombre podía viajar por los sueños de los demás, o algo parecido. Pero aun así lo consideraba un loco. Un loco reaccionario. Y puede que yo también lo fuera.
      Afortunadamente para mi salud, todo acabará esta noche para él. Estoy seguro de ello.

Por fin me dormí. Tenía miedo de hacerlo, pues intuía lo que iba a encontrar. O mejor, intuía a quién me iba a encontrar. De nuevo era el desierto anterior. Soledad, silencio, tensa paz. En la lejanía se veían los pequeños puntos rojos que delataban la presencia de los malditos Torturadores. Me encaminé hacia ellos, con resolución, con la certeza de que iba a asistir al final desde un puesto de privilegio. También ellos se me acercaban. No estaban solos, claro. Junto a ellos caminaba impasible un hombre de ropas marrones. ¡Mamá, mamá!, ¡ellos son más y han traído a un amiguito muy grande!... Todo iba a acabar. Se detuvieron ante mí, en silencio. Esa calma que precede a la batalla, supongo. Miré en derredor y comprobé que nadie más había junto a nosotros. Vaya. ¿Esperaba a alguien más? Bueno, puede que sí. Primero habló el de marrón.
      —¿Quién eres? —A semejante pregunta no pude por menos que sonreír. ¿Por qué no? Seguro que esto le gustaba...
      —Soy Pieter Kraft —dije solícito.
      —Pieter Kraft está muerto.
      —Te equivocas.
      —No existe. Yo lo maté. —Oh, vaya...
      —Bueno, pues te equivocaste de persona. Tendrás que empezar de nuevo.
      —Yo jamás me equivoco. Deberías saberlo bien.
      —Hay un dicho famoso, ¿sabes? Vaya, creo que me encantan los dichos famosos... "siempre hay una primera vez para todo".
      —No para equivocarme. Sabes quien soy: yo nunca me equivoco.
      —Pues mira por dónde, te has vuelto a equivocar. Y van dos. No tengo la menor idea de quién eres. A esos de rojo sí que los conozco bien, pero no a ti.
      —Basta de plática. Me fatigas enormemente...
      —Pues cuánto lo siento.
      —... y me aburre tu ironía e insolencia. Por lo que recuerdo, el hombre era mucho más educado.
      —Verás, hoy me encuentro un tanto juguetón. Estoy feliz, vamos. Como si fuera otra persona...
      —No comprendo esa alegría cuando vas a sufrir tan terrible final; a menos que respondas a mi pregunta. Por segunda vez, ¿quién eres?
      —Soy Pieter Kraft. ¿Crees que pienso que me dejarías tranquilo si respondiese como esperas? Si nunca te equivocas, adivínalo tú mismo.
      —No pienso nada. Cuando respondas la verdad, que lo harás, te mataré. Hasta entonces morirás mil veces y aún más, cada vez de forma más terrible y dolorosa. Me darás tu nombre, y el de tu padre, y el de tus hijos, y todo lo que yo te pida. Suplicarás que te dé muerte. Concederé tu deseo...
      —He leído eso tantas veces... Encuentro que tienes muy poca imaginación, hombre. Deberías actualizar tu discurso.
      —Tengo mucha imaginación. Mucha.
      —Pareces enfadado.
      —¿Quién eres?
      —Soy Pieter Kraft, pero podría responder que soy San Pedro; es la situación tan similar... Aunque creo que ese individuo negó por tres veces, mientras que yo afirmo por tres veces.
      —Muy bien. Tú lo quieres así. Sea entonces.
      El hombre alargó el brazo derecho hacia mí y sentí como de pronto me estallaban los ojos en mil pedazos. Un dolor abrumador invadió por todo mi cuerpo, quemando, rompiendo, despellejando... Comencé a dar alaridos: "¡Soy Pieter Kraft!", "¡Soy Pieter Kraft!". No había piedad en aquel ser de gruesa túnica marrón. Sabía lo que hacía y por qué lo hacía; quizá sólo cumplía con su trabajo, el maldito hijo de mil furcias del Kuthein. Mi piel comenzó a desprenderse a tirones, lentamente y con desesperante precisión, mientras los dedos de manos y pies se separaban unos de otros hasta romperse. "¡Soy Pieter Kraft!".
      No quedaba tiempo, la locura que tan inhumano dolor produce en el alma me hubiese dejado indefenso. Me moría, y ¿quién quiere morir? Toda la energía que pude esconder a los Torturadores se había concentrado en mi mente, esperando ese desesperado momento final. Pensé, me concentré, grité una última vez "¡Mi nombre es Pieter Kraft!" y, entonces, salté.
      Lo cierto es que es muy diferente ver todo aquello desde la silla. En la sala habían cuatro doctores y tres enfermeros, sin contarme a mí mismo. Los enfermos gritaban a coro con el convulso cuerpo de Kraft. Éste había variado sus gritos... ahora decía: "¡soy Klaus Euber!", "¡no!, ¡yo soy Klaus Euber!". El resto de los doctores me miraron asombrados, y no fue menor mi fingido asombro. Un triste "Está completamente loco" los calmó al momento. Sí, aquel pobre hombre debía estar loco. Continuó repitiendo mi nuevo nombre sin cesar; incluso creo que en una ocasión me miró, comprendiendo. Fue poco antes de que comenzase a brotarle una espesa sangre por los oídos, nariz y boca. Se escuchó después un horrible crujido, que tal vez llegaba desde su pecho, y murió, dejando escapar un último gemido.

Todos quedamos muy impresionados, mucho. Uno de los doctores dijo: "al final, incluso creyó que era usted. Hasta ahí llegó su locura". "Sí. Y lo lamento. Pasé tanto tiempo con él que casi me resultaba simpático", respondí afligido.
      El cuerpo de Pieter Kraft había explotado por dentro. La autopsia dio mucho de qué hablar, así como su repentino cambio final de personalidad. Todo el mundo me daba palmaditas de aliento en la espalda, pues nadie gusta de escuchar su nombre en boca de un pobre loco moribundo que, además, es tu paciente. Claro que a mí no me impresionó demasiado; al fin y al cabo, el hombre sólo trataba de salvar su alma proclamando a gritos su verdadera identidad. Supongo que se asustaría mucho al sorprenderse de pronto en el interior del cuerpo al cual miraba un segundo antes, pero no tuve alternativa. Lo siento un poco por el doctor, que no dejaba de ser un buen hombre pese a su escepticismo. Trataré bien su cuerpo. Intentaré demostrarle, esté donde esté, que yo tenía razón.

Comprenderán que dé un nombre falso al referirme al doctor como "Klaus Euber", pero no deseo dar a conocer la identidad que ahora ocupo, espero que por muchos años. En realidad, "Klaus Euber" es sólo un nombre que me parece bastante sonoro, casi bonito, y confío en que les guste; que tal ha sido mi intención (ya que estaba obligado a hacerlo para salvaguardar mi seguridad personal) al sustituir el nombre real del doctor en todo este documento. Espero que no haya nadie llamado así, pero en tal caso pido que no se dé por aludido. También me he preocupado de cambiar mi verdadero nombre en todas las ocasiones en que aparece en el manuscrito, aunque lo cierto es que "Dra" es tan breve como el real. El motivo de tal variación es, de nuevo, mi seguridad personal: tengo la sensación de que Ellos pondrían un mayor interés en mi captura de conocer el nombre verdadero de su objetivo. Por cierto que sé muchas más cosas de las que dije al desafortunado doctor en nuestras entretenidas conversaciones, pero en aquel tiempo consideré necesario ocultárselas: no podía estar seguro de que lo matarían en cuanto le pusiesen las manos encima, así que mejor no proporcionarle una información que podría complicarme después; de nada le hubiera servido a él, en todo caso.

En fin, hora es de acabar ya. Tengo tantas cosas que hacer.

Espero que tarden un tiempo en volver a encontrarme. Claro que lo volverán a hacer, eso es seguro, pero me gustaría que el momento llegase dentro de muchos, muchos años. Me gusta ser "Klaus", me gusta ser doctor. Y a ustedes también les debería gustar que me sienta feliz en este cuerpo. Deberían desear que el día que Ellos me encuentren de nuevo esté muy lejano. O, al menos, que cuando ese día llegue, sean ustedes los que estén lejos de mí.

Ya me entienden.


Víctor Manuel Ánchel Estebas

Víctor Manuel Ánchel Estebas es español. Nació el 29 de diciembre de 1973. Es músico, oboista, y toca en la primera orquesta de su país: la Orquesta Nacional de España (con ella vino a Buenos Aires y tocó en el Teatro Colón). Además es profesor de oboe en la Escuela Superior de Música "Reina Sofía", de Madrid, que pasa por ser la más prestigiosa escuela de música de España. Dice ser un lector enfermizo, con especial predilección por la literatura fantástica y la ciencia ficción, y está orgulloso de su biblioteca (con muchos libros descatalogados, como la obra completa de Fritz Leiber o Moorcock). Los libros viejos son otra de sus pasiones. Se confiesa rendido admirador de "o Rei" Quevedo.
Teniendo en cuenta ese amor por los libros y sus maravillosas realidades alternativas, no es difícil entender que acabase por escribir. Lo hizo a los 15 años, con un relato corto del cual guarda un buen recuerdo. A partir de entonces no ha dejado de aporrear las teclas de sus diferentes ordenadores. Además, es un buen "vampirólogo": colecciona todos los libros de vampiros que puede encontrar, y tiene un incunable del siglo XVIII del "Traité sur les apparitions des esprits et sur les vampires où les revenans de Hongrie, de Moravie, etc.", del padre Dom Augustin Calmet, que le costó dos sueldos...
"Más Allá del Sueño" es una serie de relatos relacionados (cinco hasta hoy), todos ellos nacidos de sus propios sueños y pesadillas. Está trabajando en una novela de vampiros (son su debilidad) y en varios relatos más de la serie "Más Allá del Sueño".
Fue premiado recientemente en el Concurso Axxón, Mundos Diferentes, por su novela de Fantasía Más Allá del Sueño: El Medallón.



Ilustrado por Valeria Uccelli
Axxón 112 - Marzo de 2002