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F i c c i o n e s

MÚSICA EN LAS VENAS
Carlos Gardini

Música.
      Le zumbaba en la cabeza. Le gritaba en el alma.
      Amaba la música de esa ciudad.
      No sólo tango y rocanrol.
      Bombos y bocinas. Trenes y estribillos. Marchas y mendigos. El silencio de los vivos y el berrinche de los muertos.
      Recordaba los días sin música.
      Había llegado a Buenos Aires con un oficio, un fajo de billetes y un nombre. El oficio era una habilidad que había adquirido en la primaria y había afinado en la secundaria. Su madre siempre había dicho que era muy cuidadoso con los útiles, que siempre le duraban años y estaban impecables. Él nunca le había aclarado que esos útiles impecables y duraderos eran de compañeritos que nunca se habían explicado su pérdida. Cuando se cansó de que su padrastro lo golpeara, le robó el fajo de billetes y se fue del pueblo. Triunfaría en la ciudad. A fin de cuentas se llamaba Esteban, no Eustaquio como el idiota de su hermano.
      Se pagó una pensión barata mientras exploraba el ambiente. Al principio se había sentido perdido. Estaba al borde de la desesperación, contando las últimas monedas, cuando empezó a oír la música.
      La ciudad le hablaba.
      Era pura magia, y sólo era cuestión de escuchar.
      Cuando aprendió a escuchar, la ciudad empezó a tratarlo bien. Tuvo un par de buenos golpes, billeteras con fajos de dólares. Y la ciudad le siguió sonriendo. La música continuaba, y él adivinaba quiénes llevaban plata en el bolsillo y quiénes no. Dejó la pensión para alquilar un departamento modesto.
      Cuando llegaba al departamento, era un chico tímido y bien educado que saludaba al portero y no creaba problemas con los vecinos. A veces él mismo se creía esa imagen, tanto que hasta pensó en buscarse un empleo decente. Pero su mundo era la calle, y esas ideas raras no le duraban mucho. ¿En qué empleo decente le habrían pagado por hacer lo que sabía? ¿En qué empleo decente lo habría guiado la música?
      La música le había ayudado a afinar su arte. Sabía arrebatar, birlar, hurgar, extraer, cortar y correr. Algunos preferían el tren, el subte, el colectivo o los bancos. Él era experto en todos los rubros. Algunos preferían el centro, Retiro o Constitución. Él era baqueano en todas las zonas. En cinco años de profesión, había juntado ahorros y nunca lo habían prontuariado ni había irritado a la competencia. Era metódico y respetuoso.
      Seguía recetas simples: trabajar solo, ser simpático con los pibes que trabajaban para otros, no tocar drogas y no pasarse de ambicioso.
      Lo importante era seguir la música. Cuando descansaba en el departamento de Lugano, mirando el barrio por la ventana, sentía esa música en los nervios.
      Era una música de bronca y muerte. Una música compuesta por mil sonidos que todos oían pero nadie escuchaba.
      El gorgoteo de las alcantarillas tapadas en días de lluvia, el pedorreo de los colectivos, el tintineo de las monedas en las latas de los mendigos, el canto ronco de los vendedores que ofrecían baratijas en los trenes, el griterío de los juegos de video, los murmullos de los tórtolos en las plazas, el chirrido del óxido en las cañerías.
      Odiaba la ciudad, pero amaba su música. Una cosa no iba sin la otra. Si hubiera querido la ciudad, habría sido como esos viejos aficionados al tango que evocaban una Reina del Plata de bulines y una Corrientes paradisíaca. Al odiarla, había comprendido sus exigencias, y había sabido escucharla.
      Y la música lo había protegido.
      La música era sangre en las venas, y nunca se coagulaba.


Un mal día.
      Empezaba a preguntarse si no pecaba por exceso de prudencia. Había probado en el subte de Corrientes, pero cada vez había más vigilancia. Había tomado un colectivo a Retiro, había subido a un tren, había ido a Chacarita. De nuevo, subte colectivo Retiro. Nada, salvo gastar plata en viajes. Ni una mísera billetera. Cuando vio al hombre del maletín, pensó que era un regalo del cielo.
      El tipo cruzaba la plaza Retiro mirando la Torre de los Ingleses con cara de turista. Lento, distraído. Llevaba el maletín colgado de un dedo, lo más campante. Pedía a gritos que se lo robaran.
      Poca gente alrededor, con un sol mortífero y cuarenta grados.
      Se le acercó con sigilo por detrás. Miró el maletín, calculó el tiempo que tardaría en arrebatar, llegar a la calle, cruzar. Esperó el cambio de semáforo y empezó la cuenta, calculando el momento en que arrancarían los autos. El tipo no llegaría a cruzar, y no lo alcanzaría nunca. Pique para ampliar
      Contó para abajo con los dedos.
      Cinco, cuatro, tres, dos.

      Amaba esa cuenta regresiva. Le dictaba instrucciones al cuerpo para que después actuara en automático.
      Uno.

      Cuando llegara el momento, ya no podría pensar.
      Cero
.
      Pegó un salto, le arrancó el maletín de entre los dedos. Una sola mano, firme, la otra libre para apartar al que se interpusiera, para agarrarse de una columna y dar el giro, para mantener el equilibrio. Inició la cuenta ascendente. La cuenta ascendente era su cronómetro, la medida de su perfeccionamiento. Cuando iba lento en su cuenta ascendente, sabía que era momento de tomarse un descanso.
      Uno
. Un salto en el pasto, de vuelta en la vereda.
      Dos
. A toda carrera, hacia la esquina.
      Tres
. El semáforo cambiando las luces. Corrió por delante de los autos que arrancaban.
      Cuatro
. En la vereda de enfrente, la calle Madero.
      Cinco
. Sin dejar de correr, echó una ojeada hacia atrás. El tipo no se había movido, no había gritado ni nada. Seguía plantado frente a la Torre de los Ingleses con cara de turista. Lo había dejado totalmente pasmado.
      Seis, siete, ocho, nueve…
La quemazón en el pecho y los pulmones, el bombeo en las piernas.
      A los veinte llegó a Córdoba y Madero.
      A los treinta caminaba por Córdoba hacia Florida. A los sesenta, era un peatón más paseando por Florida, lo más campante con su maletín.
      Otro récord. Siempre por encima del margen de seguridad. No estaba mal por ser un día de cuarenta grados.
      En el maletín había algo pesado, algo que chocaba contra los costados. Tal vez hubiera algo más que estúpidos papeles. Tal vez hubiera salvado un mal día.


Al abrir el maletín en el departamento, encontró una carpeta, lapiceras, una calculadora, una revista, un estuche, una especie de caja.
      Abrió la carpeta. Había hojas pentagramadas, como las que usaban los músicos, algunas de ellas garrapateadas. Las lapiceras eran biromes comunes, baratas. Ya tenía más lapiceras de las que nunca usaría en su vida, pero no venían mal para regalárselas a los pibes.
      Ídem la calculadora; los pobres pibes no sabían sumar ni restar, pero les gustaba apretar las teclas y mirar los numeritos. Él seguía la política de las empresas importantes. Las empresas importantes te regalaban pavadas y la gente se quedaba contenta. Más papeles, hojas en blanco. La revista estaba en inglés; no entendía nada, pero con lo poco que había aprendido en la escuela reconocía algunas palabras; la guardaría para mirar las fotos, o para darse corte.
      En el estuche, una cuchilla de acero. No le vendría mal.
      Había dejado la caja para el final, porque parecía lo más valioso. La estudió con mayor atención. Parecía un animal de cinco patas, con las patas unidas como un novillo enlazado.
      Buscó el modo de abrirla. No parecía tener tapa, pero cuando tocó el extremo de las patas, éstas se separaron y la caja zumbó.
      Música.
      Sabía algo sobre cajas de música. Una vez había robado una para regalársela a un amigo, pero nunca había visto semejante terminación. No podía identificar el material, pero parecía una madera muy fina, un trabajo muy artesanal. Ahora estaba convencido: había salvado el día.
      Se quedó escuchando la música y mirando la caja. Palpitaba como si estuviera viva.
      Volvió a tocar las patas. Se cerraron y la música dejó de sonar. No entendía bien el mecanismo, pero la caja era una exquisitez.
      Se fue a preparar un sándwich de mortadela. Lamentó no tener jamón en la heladera. Esta noche merecía un festejo. Mientras se preparaba el sándwich se puso a tararear, y notó que estaba tarareando la melodía de la caja.
      Volvió a examinarla y empezó a preocuparse. La caja de música parecía tan especial, tan exclusiva, que podía resultar peligrosa.
      Ahuyentó esa preocupación. La llevaría a una casa de confianza y la vendería por lo que le dieran. Siempre sería más de lo que ganaba en un día normal.
      La abrió de nuevo. La caja seguía palpitando, y él seguía tarareando la melodía. Miró la hora. Las dos de la mañana. Se había pasado cuatro horas con la caja, y no había comido el sándwich de mortadela. Ni se acordaba de cómo se le había ido el hambre.
      Se fue a acostar, cerró los ojos.
      Al rato los abrió, se levantó, fue a buscar la caja. No podía quitarse la melodía de la cabeza.
      Sentía un hormigueo en todo el cuerpo.
      Música en las venas.


Un golpe en la puerta.
      Se despertó sobresaltado. Miró la hora. Las diez de la mañana. Había dormido más de la cuenta, con esa maldita música en la cabeza.
      Otro golpe.
      Fue a la puerta y abrió sin preguntar. Debía ser el encargado, que siempre lo fastidiaba con algún pretexto, aunque Esteban sabía muy bien el motivo. Le había oído hablar con un vecino, diciendo que no quería cabecitas en el edificio. Como si ese encargado fuera el dueño, o como si fuera tan blanquito.
      No era el encargado. Era un hombre alto, con anteojos oscuros y sobretodo.
      El tipo del maletín.
      Iba a cerrar de un portazo, pero la noche mal dormida y la sorpresa le habían embotado los reflejos. El hombre trabó la puerta con el pie, alzó la mano para calmarlo, le ordenó silencio apoyándose un dedo en los labios, esperó una respuesta.
      Esteban vaciló, pero no quería escándalos y prefería negociar. Retrocedió, lo dejó entrar. No sentía miedo sino vergüenza, humillación, bronca. Le molestaba que lo hubieran cazado de ese modo. El campeón, el invicto, se había dejado sorprender con la guardia baja y ahora lo arrinconaban contra las cuerdas.
      Era esa música.
      ¿Y cómo había hecho el tipo para encontrarlo? Esteban pensó en esas películas que había visto con los pibes en un bar. Te metían un rastreador en el coche y te seguían con un aparato. Sacudió la cabeza. ¿Coche? ¿En qué estaba pensando?
      —Tranquilo —dijo el hombre, cerrando la puerta—, vos y yo tenemos que hablar.
      Entró como si estuviera en su casa, buscó un lugar donde sentarse, se entreabrió el sobretodo, se quitó los anteojos, ocupó la única silla, frente a la única mesa de la única habitación. Olió y puso cara de asco.
      —Las cosas andan duras, ¿eh? —dijo, echando una ojeada al departamento.
      —Al contrario —dijo Esteban—. Las cosas andan bastante bien.
      ¿Qué se creía ese tipo? No era un palacio pero era un techo. No era la villa ni era la calle.
      El tipo miró el rincón donde estaba tirado el maletín, con las hojas pentagramadas, la calculadora, las lapiceras, el estuche. Miró el colchón donde estaba la caja de música.
      Esteban empezó a hablar, pero el hombre alzó el índice y lo movió como si fuera un péndulo.
      —No me digas que ibas a devolverlo.
      Si mentía, lo pasaría mal. Mejor ir de frente.
      —No, pero se lo puede llevar. Esto es todo lo que había. Le juro que no vendí nada. Además nadie sabe que lo tengo yo. Trabajo por mi cuenta.
      —Tranquilo —dijo el hombre—. Quiero que te acerques.
      Esteban se acercó. Se sentía desprotegido. Todavía estaba en calzoncillos. Ni siquiera se había lavado la cara, ni siquiera había orinado. Sentía el eco de la música en la cabeza,
      —¿Por qué no te vestís? —le dijo el hombre con voz paternal—. Vos y yo tenemos un problema, y tenemos que arreglarlo.
      —Sí, señor —dijo Esteban.
      Mientras se vestía, vio de reojo que el hombre se quitaba el sobretodo, lo plegaba cuidadosamente y lo apoyaba en el respaldo de la silla. Pulóver, jeans, zapatillas. Un tipo normal, si se podía llamar normal a un fulano que aparecía en Lugano a las diez de la mañana cuando sólo lo había visto una vez en Retiro a las siete de la tarde.
      —No te vendría mal un poco de limpieza —dijo el hombre mientras Esteban se lavaba la cara en el baño.
      —Sí, señor.
      Cuando salió, el hombre acababa de lavar un par de vasos en la cocina.
      —Por lo menos tenés detergente —dijo—. ¿Por qué no preparás un café?
      —Sí, señor. Tengo instantáneo. Del bueno. Nescafé.
      —Sos un bacán —dijo el hombre, sentándose en la silla.
      Esteban preparó el café, se lo llevó a la mesa.
      —¿Azúcar?
      —Lo tomo así —dijo el hombre.
      Bebió el café lentamente.
      —Tal vez nunca te hayas puesto a pensar —dijo el hombre, con voz de profesor—, pero vivimos en un mundo muy raro. Las cosas se anudan y desanudan.
      —Sí, señor —dijo Esteban.
      Sólo quería que el tipo agarrara el maletín y se lo llevara de una vez, pero era mejor seguirle la corriente.
      El hombre le pidió que se acercara.
      —Las cosas se pliegan y repliegan —dijo—. ¿Has pensado en eso?
      —Sí, a veces. ¿Quién no?
      El hombre se levantó y lo tumbó con una bofetada que le partió el labio.
      La puta que te parió
, pensó Esteban, pero no llegó a decirlo. El hombre lo encañonó con el índice, bajó el pulgar como un percutor y se sopló la punta del índice.
      —Ni se te ocurra gritar.
      Esteban se masajeó el labio. No le importaban los golpes, pero ese guacho era capaz de denunciarlo y crearle un problema, arruinarle una carrera tan limpia.
      —¿Por qué no se lleva todo y me deja tranquilo?
      —Sólo me aseguro de que entiendas.
      Le agarró el pelo, lo levantó, le encajó un trapo de cocina en la boca, lo tumbó de bruces. Sin soltarle el pelo, le pidió que se quitara el cinturón. A Esteban le temblaban tanto las manos que apenas podía manejar la hebilla, pero logró desabrocharla, deslizar el cinturón.
      —Las cosas se ovillan y desovillan —dijo el hombre, recobrando su voz de profesor.
      Le sujetó las manos por detrás con el cinturón, lo levantó, lo obligó a sentarse de espaldas contra la pared.
      —Ayer te pasó algo que no esperabas. Ese maletín se metió en tu vida.
      Le sacó el trapo de la boca.
      —No grites.
      Era una orden directa a las cuerdas vocales. Si Esteban hubiera querido gritar, no le hubieran respondido.
      —No grito —dijo Esteban.
      —En cambio, quiero que cantes.
      Esteban lo miró boquiabierto.
      —Entendiste bien —dijo el hombre—. Quiero que cantes.
      Esteban tenía un nudo en la garganta y en vez de cantar lloró, como si respondieran los ojos en vez de la garganta. Al fin, después de las lágrimas, logró cantar algo, un sonido lastimero que poco a poco desembocó en una melodía. Era la melodía que había escuchado en la caja de música.
      El hombre cabeceó aprobatoriamente.
      —Eso es —dijo—. Así me gusta. Quiero que sigas así.
      Mientras Esteban canturreaba en el suelo, el hombre recogió los papeles, la lapicera, la calculadora y el estuche de la cuchilla y los guardó ordenadamente en el maletín. Apoyó la caja de música en la mesa.
      Esteban se estaba asustando de veras. Ya no le importaba que lo denunciaran o lo que fuera. No podía gritar, y con gritar no ganaría mucho. La del B gritaba cuando le pegaba el novio, y el chico del C cuando le pegaban los padres, y lo único que conseguían eran chistidos de los vecinos. Siguió canturreando, miró la puerta. Ahora que el otro estaba distraído, podía tratar de escaparse.
      Cinco
, pensó.
      Cuatro, tres, dos.
Se levantó.
      Uno
. Llegó a la puerta, se dio vuelta para abrirla con las manos amarradas a la espalda.
      El hombre giró, le asestó un golpe con el maletín, lo tumbó de nuevo en el rincón. Se acercó, se arrodilló junto a él, lo acomodó contra la pared, le limpió la sangre del golpe con el trapo de cocina.
      —¿Cómo te llamás? —le preguntó.
      —Esteban.
      —Esteban, no me entendiste. Tenés que cantar, no correr —dijo. Volvió a sentarse en la silla, tomó la taza de café, bebió un sorbo—. No está mal, por ser Nescafé.
      La mención del Nescafé fue como un gatillo. Esteban se puso a cantar.
      Y siguió cantando, cantando, cantando.
      Poco a poco notó que no cantaba la melodía que había escuchado en la caja de música, sino otras melodías que parecían derivar de la original, temas y subtemas que se entrelazaban naturalmente y acudían a su cabeza sin que él necesitara pensarlo.
      Empezó a sentirse sucio, y pronto comprendió de dónde venía la suciedad.
      La música de la caja encerraba en sus intersticios la música de la ciudad, la música de bronca y muerte. Todo se anudaba y se desanudaba. Todo se plegaba y replegaba. Todo se ovillaba y desovillaba.
      En cierto modo ese tipo y él eran hermanos.
      —Somos hermanos —le dijo.
      —En efecto —dijo el tipo con una sonrisa. Sin dejar de sonreír, terminó el café, se le acercó y le pegó con todas sus fuerzas.
      El mundo se esfumó.


Despierta con el cuerpo entumecido. Un cable le sujeta las manos a un caño. Mira alrededor y ve que está en un viejo vagón de subte, pero no en un túnel sino en lo que parece una playa ferroviaria. Por la ventanilla ve otros vagones de subte, oxidados, los vidrios rotos. Está en el corazón de la chatarra, lo más inmundo de esta ciudad inmunda. Sopla viento en la playa ferroviaria. Un gemido de madera, vidrio y fórmica: el canto fúnebre de estos vagones abandonados se suma a la música que palpita en sus venas.
      El hombre alto está frente a él, sobretodo y anteojos negros.
      ¿Qué hacen ahí?

      —Un lugar íntimo, apropiado —dice el hombre alto, como leyéndole el pensamiento.
      —¿Por qué no se lleva la caja y se deja de joder? —dice Esteban, sin gritar ni lloriquear. Tiene miedo, pero no quiere pasar por maricón.
      El tipo sonríe aprobatoriamente, como si le gustara la frase.
      —Por qué no me llevo la caja. Eso es gracioso. Nunca debiste robarla. ¿Pero cómo podías evitarlo? La música te atrajo. La música te atrapó.
      Esteban asiente. Hay algo de verdad en lo que dice ese tipo.
      —Mi nombre es Lamas —se presenta el tipo. Le extiende la mano, como olvidando que Esteban las tiene atadas. Ríe entre dientes, se disculpa por la distracción—. Vos eras Esteban.
      —Sí, señor.
      —Vos abriste esa caja, Esteban.
      —Sí, señor.
      —Felicitaciones. No cualquiera puede abrirla. Hasta ahora, sólo yo podía.
      Esteban entiende perfectamente de qué le habla. No tiene sentido fingir lo contrario. Aunque odie y tema a ese hombre, lo que sintió antes del golpe era cierto. Son hermanos, están hermanados por la música.
      La música de muerte y bronca: la misma sangre en las venas.
      —La música nos absorbe, nos llama, nos exige —dice Lamas.
      Esteban cabecea. Nos exige, repite mentalmente. No entiende esa parte, pero no dice nada.
      Lamas abre la caja de música.
      —Escuchá los pliegues y repliegues que se ovillan y desovillan dentro de la melodía. Escuchá atentamente, y vas a ver que no podés escapar. Por eso me robaste el maletín.
      —No quise ofender —dice Esteban.
      —Al contrario, hijo. Hace años que te espero.
      Esteban se pone a llorar. Está amarrado a un caño en un tren abandonado en una playa ferroviaria mugrienta. No entiende por qué ni quiere entenderlo. No quiere que ese chiflado lo llame hijo, pero sabe que hay cierta verdad en lo que dice. Lo sabe porque siente el hormigueo, la música en las venas.
      —¿Qué tengo que hacer?
      —No tenés que hacer nada, Esteban. Sólo cuidarme la caja.
      —¿La caja de música?
      —La caja de música.
      —¿A cambio de qué?
      —A cambio de muchas más cosas de las que creías que ibas a tener en tu vida.
      —Creo que no entiendo.
      Lamas mira la caja pensativamente.
      —Ah —dice—, aquí viene la parte donde te cuento la historia de mi vida.


—En la trama del mundo hay pliegues de maldad y sufrimiento, y esos pliegues tienen vida propia. El mundo es un libro lleno de erratas, pero las erratas tienen sentido y corregirlas es un error.
      Esteban sacudió la cabeza. No entendía ni jota. Le dolían las muñecas atadas al caño. Miró el vagón viejo y sucio.
      —No entendés —dijo Lamas.
      Le dio otro golpe, pero esta vez despacio, como para despabilarlo. Casi una caricia.
      —Está bien. La historia de mi vida. Pero la voy a hacer corta. ¿Te parece bien?
      Esteban cabeceó. Como si te importara lo que pienso.
      —Fui un chico pobre, como vos. ¿Tenés familia?
      Esteban se encogió de hombros.
      —Exacto —dijo Lamas—. Mi caso fue igual.
      No habló de su familia. Habló de sus estudios de música, de sus trabajos como mensajero, mozo y lavaplatos, del puesto que consiguió en una orquesta, de la música que componía.
      Una sombra le cruzó la cara, el recuerdo de una humillación. Pero su expresión cambió de repente.
      —Los sonidos son algo más que sonidos. La música es magia. Literalmente. Puede cambiar la forma de las cosas. ¿Sabías eso? Claro que lo sabías. De lo contrario no habrías podido abrir la caja.
      Esteban asintió. Le costaba seguir la conversación, pero aquí entendía muy bien a qué se refería.
      —Aprendí a almacenarla —continuó Lamas—. Esta música. La que compartimos. En la caja de música. Esta caja es mi creación. La caja de música es una caja de resonancia. Recibe, amplía, multiplica. Magia.
      —Magia —repitió Esteban. Era la única palabra que entendía de veras.
      —Las cosas se ovillan y desovillan —dijo Lamas—. Yo no tuve fama como músico, pero sin embargo descubrí el corazón de la música, y gracias a la música obtuve un poder que no esperaba. La música me enseñó a crear la caja, y la caja multiplicó la música, y la música me dio un aura, una protección.
      —Una protección. Sí, señor.
      —La caja me dio un poder sobre las cosas. Si apostaba a la lotería, ganaba. Si invertía ese dinero, se multiplicaba. Si pedía favores, me los hacían. Si quería mujeres, las tenía. Hubo un momento en que habría podido ser un músico famoso con sólo desearlo. Sin embargo, el instinto me decía que era mejor pasar inadvertido. Si quería el poder que me daba la música, debía abandonar mi música.
      Lamas se agachó frente a Esteban. Lo miró a los ojos.
      —¿Sabés cómo se llama eso? —preguntó.
      ¿Cómo carajo voy a saberlo, demente?

      —¿Cómo se llama? —dijo Esteban.
      —El precio de la magia. Ese fue el precio que pagué por crear la caja.
      »Con el tiempo, dejé de componer.
      »Con el tiempo, me cansé de la música.
      »Pero la música aún me perseguía.
      »Necesitaba irme de aquí.
      —Pero no se fue —dijo Esteban, con repentino desinterés.
      —No podía. No podía deshacerme de la caja de música, tenía que confiársela a alguien. Y sólo podía confiar en alguien muy especial. Alguien que escuchara la música de la caja.
      —¿Por qué no rompió la caja?
      —No puedo romper la caja —dijo Lamas—. Lo pensé muchas veces, pero no sé qué pasaría. Quiero deshacerme de la magia, quiero irme a Tahití, Bahamas. Cualquier lugar que tenga una h.
      —¿Por qué una h?
      —Una broma, hijo.
      —Ja —dijo Esteban.
      —Quiero deshacerme de la magia, pero tengo miedo de que se vuelva contra mí si rompo la caja. Además, sería demasiado sacrificio. Necesito a alguien como vos, que pueda reemplazarme..
      —Yo no quiero reemplazarlo.
      —¿Qué sabés lo que querés? ¿Has visto estos anteojos? —Se quitó los anteojos negros—. Estos anteojos valen más que todos los muebles que tenés en ese departamento de mierda. Tu vida es como este vagón, hijo. Tu vida es chatarra. ¿Y no querés reemplazarme? Lo que vos querés es terminar en cana.
      —Nunca me agarraron.
      —Podés empezar hoy mismo, si te denuncio. Pero no tengas miedo, no es mi intención. Es sólo un ejemplo de que vivís con una espada de Damocles sobre la cabeza.
      —¿Una espada de qué?
      —No importa. Te estoy haciendo una buena oferta, pero vos preferís ser un ratero. La magia tiene esas cosas —suspiró Lamas.
      —¿Por qué no rompe la caja?
      —No puedo. Esa caja es lo mejor de mí.
      Le acercó la mano izquierda a la cara. Esteban retrocedió, temiendo que le pegara. Lamas le acarició la mejilla.
      —Es dura —dijo Esteban, mirando la mano con repulsión.
      —Es dura, es artificial, no existe. Mi verdadera mano está aquí.
      Lamas señaló la caja. Puso al lado la mano derecha. Esteban notó que las cinco patas de la caja eran el reflejo simétrico de los cinco dedos de la mano de Lamas.
      —La magia tiene su lógica y tiene un precio —dijo—. Para crear mi mejor instrumento, tuve que sacrificar lo mejor de mí. La música me lo ordenó. La caja es de carne humana. Mi carne. Descubrí que podía modelar la carne con la música. Esa caja es mi mano.
      Esteban miró la caja con asco y miedo.
      —Está loco.
      —Claro que sí. Y vos también.
      —¿Qué va a hacer conmigo?
      —Nada. Voy a soltarte. Voy a dejar que decidas.
      —¿Y si digo que no?
      —Te dejo en paz y volvés a eso que llamás vida.
      Le aflojó las correas. En cuanto tuvo las manos libres, Esteban se acarició la cara magullada.
      —Los machucones te van a ayudar a pensar —dijo Lamas—. Te van a recordar que estás perdiendo tu gran oportunidad.
      —¿Cómo sé que no me miente?
      —Sabés que no te miento. Si pudiera mentirte, no te habría elegido.
      Esteban lo miró un rato en silencio.
      —No puede ser tan fácil —dijo al fin.
      —¿A qué te referís?
      —La plata, el poder, todo eso. Yo no soy nadie. No puede ser tan fácil.
      —No, no es tan fácil. A veces te sentís solo. Y la música no se comparte con nadie.
      —¿Y los amigos?
      —Francamente, con tanta plata no vas a tener muchos amigos leales. ¿Pero cuántos amigos leales tenés ahora?
      Esteban trató de contarlos, desistió.
      —Te sobran los dedos de una mano, ¿te das cuenta? —dijo Lamas. Se miró su única mano y se echó a reír.
      Esteban lo miró con mala cara y por un segundo fue dueño de la situación: Lamas se puso serio y cambió el tono de voz.
      —Sos chorro, no tenés amigos y no tenés un mango —dijo—. ¿Y yo qué te ofrezco? Ser rico pero honrado. Decime qué podés perder.
      Esteban lo miró con gravedad.
      —Es todo cierto —dijo sin creer lo que decía—. Lo que usted me dice es todo cierto.
      —Absolutamente, hijo.
      Esteban sintió ese hormigueo en las venas. Era un chillido. Una orden de la música, y tenía que obedecerla.
      —Está bien —dijo.
      Lamas asintió.
      —Entonces sólo falta un detalle —dijo.
      —¿Qué falta? —dijo Esteban, restregándose las muñecas doloridas.
      —Tu mano, por supuesto —dijo Lamas, abriendo el estuche de la cuchilla.


Un rugido de catarata, un crujido de hojarasca.
      Era un tronco corriente abajo.
      El agua de la música lo arrastraba, lo revolcaba, lo arrojaba contra las orillas, lo descortezaba con manos blandas pero enérgicas. El cielo era un remolino.
      Vértigo y dolor.
      Así, cada noche, durante diez años.
      Y en medio de ese sueño, otro sueño que era un recuerdo. Su mano cortada y ensangrentada acercándose a la otra mano, a la caja de música, sus dedos como patas. Su mano y la caja fusionándose mientras la música chisporroteaba como fuego, cauterizándole el muñón, devorando sangre en un vagón abandonado.
      Y después magia y poder. Todas las promesas de Lamas se habían cumplido.
      Y cada fin de mes, durante diez años, una postal de Tahití: Al fin libre, al fin silencio. Siempre el mismo mensaje en una letra cada vez más desquiciada.
      Una vez Lamas había mandado una foto. Estaba demacrado, como si el sol lo estuviera consumiendo. No parecía liberado, sino idiotizado.
      Esteban leía las postales frente a la repisa donde estaba la caja. Leía durante una hora, como si esa postal de tres o cuatro líneas fuera un libro. Leía la postal y miraba la caja.
      Ahora la caja de música era doble, y evocaba un animal de cinco patas apoyado en su reflejo. Vetas rojizas atravesaban su textura carnosa.
      La repisa estaba sobre la chimenea de un vestíbulo enorme cuyas puertas ventana daban a un fondo con pileta y árboles. El vestíbulo era uno de los cinco ambientes de la casa, decorados por un profesional. Junto a la caja de música se apilaban invitaciones, felicitaciones y participaciones de gente que Esteban ni siquiera conocía. Hasta había salido en revistas donde mostraban la casa. Las revistas no decían "cabecita negra" sino "tez morena".
      Estaba robando, y lo sabía. Había vivido mucho tiempo del robo y no le había importado. Era su oficio, su especialidad, su arte.
      Ahora robaba almas.
      La caja de Lamas recogía la música del dolor y la amplificaba, alimentándose del nuevo dolor que creaba. Recogía cada nota maligna y expandía su poder.
      Y él era un tronco en la corriente de esas notas. Esteban aún sentía la música en las venas, pero era un veneno.
      El día en que recibió la postal número ciento veintitrés de Tahití, Esteban decidió deshacerse de la caja.
      No podía romperla, pero se aferraba a la esperanza de que alguien se quedara con ella, alguien la cuidara sin necesidad de pagar el precio.
      Era una esperanza vana, y lo sabía.
      Aun así se puso a recorrer los viejos lugares, los lugares donde había arrebatado, birlado, hurgado, extraído, cortado y corrido. En una apelación mecánica a la magia, repitió el recorrido que había hecho el día en que había robado la caja. Retiro, Chacarita, subte, colectivo, Retiro. Trató de sentir nostalgia, pero el viaje lo aburrió.
      Se sentó en una confitería de la estación y pidió un café. Inició la cuenta regresiva.
      Cinco, cuatro, tres…
Cuando llegó a cero, pagó el café, dejó una buena propina y se fue, dejando el maletín en la silla.
      Inició la cuenta ascendente.
      Al contar cuatro, llegó a la esquina. Al contar veinte, llamó un taxi y se fue a casa. No había batido ningún récord, ni le importaba.


Estoy libre, piensa, aunque sabe que no puede ser tan fácil.
      Está preparando la encomienda con plata para mandarle a Eustaquio, como todos los meses. Su hermano idiota es tan idiota que ni sabe cobrar un giro o un cheque. Esta vez no le enviará nada a su madre. El imbécil que vive con ella ni siquiera sabe cuidar del pobre Eustaquio.
      Llaman a la puerta. Esteban decide atender personalmente.
      Una chica, un maletín.
      La chica sonríe, como si no supiera qué decirle.
      —¿Sí?
      —¿Lo reconoce? —pregunta la chica, alzando el maletín.
      Esteban abre la boca pero no habla.
      —La confitería de la estación. Se lo olvidó allí hace unos días.
      Esteban murmura las gracias.
      —Perdón por no venir antes —dice la chica—. Ni siquiera pasó en mi turno. La confitería no quería mandar a nadie y tuve que venir por mi cuenta. Me pareció que era importante.
      —¿Cómo supiste la dirección?
      —Creo que había una tarjeta, aquí afuera. No, ya no está. Alguien la habrá visto y me la habrá dado.
      Esteban sabe perfectamente que no había ninguna tarjeta en el maletín. La caja no quiere dejarlo en paz.
      La chica ríe dulcemente. Parece esperar algo.
      —Esperá, ya vengo.
      —No, oiga. No tiene que darme nada.
      —Por lo menos pasá. Dejame agradecerte con un café.
      La chica ríe de nuevo. Es una risa boba, pero no porque la chica sea boba sino porque es tímida.
      Entray y se pone a tararear. Esteban reconoce la melodía.
      Examina el maletín. Intacto. No está forzado. Esteban siente una llamarada en el estómago. No ha logrado deshacerse de la caja, pero la caja ha encontrado a alguien que reconoce la música. Como él, hace diez años. La chica ni siquiera sabe que la música la ha guiado. Esteban recuerda el día en que conoció a Lamas y piensa que ahora es su turno de liberarse.
      La chica sigue tarareando.
      Esteban abre el maletín, saca la caja de música y la lleva a su lugar de costumbre, la repisa.
      Va a la cocina a preparar un par de instantáneos. Nescafé. El peso de la costumbre. Cuando vuelve, la chica está admirando la caja.
      Extiende las manos sobre el fuego.
      Sonríe de nuevo al verlo llegar. Tiene una sonrisa espontánea.
      Esteban le mira las manos extendidas. Son hermosas. No son manos de mesera.
      Mi turno de liberarme
, piensa Esteban, y vuelve a sentir una llamarada en el estómago. La música ha palpitado tantos años en sus venas que es una úlcera.
      —Le estaba envidiando el hogar —dice la chica—. Es lindo tener hogar de leña.
      —También envidiabas la caja de música —dice Esteban, pero no es un reproche.
      —Le habrá costado una fortuna.
      —Lo más valioso que tenía —dice Esteban.
      Se acerca a la chica.
      —Quiero que cantes lo que tarareabas antes.
      —¿Lo que tarareaba antes?
      —Cuando entraste.
      Una sombra de desconfianza cruza la cara de la chica, pero pronto prevalece la inocencia.
      —¿Esto? —pregunta, y se pone a cantar.
      Esteban le toma la mano, y ella acepta el gesto con naturalidad. Esteban le aprieta la mano con fuerza. La chica no se resiste.
      Esteban siente la tentación de cortar esa mano perfecta, la imagina acompañando a la suya por una eternidad, en la caja de música. Una caja triple. Pero la caja triple siempre estaría infestada por la presencia de Lamas.
      Con la otra mano, la mano ortopédica, Esteban toma torpemente la caja de música, la abre. Las dos manos que forman la caja se separan delicadamente. La música empieza a sonar.
      La chica se sorprende de que sea la misma música que ella canta.
      —Es asombroso —dice Esteban—. Ni siquiera la habías abierto.
      La chica deja de cantar, como si se sintiera acusada. De pronto parece notar que él le aferra la mano. Esteban la tranquiliza con un gesto, le pide que siga cantando, se pone a cantar con ella. Le aprieta la mano con todas sus fuerzas, para vencer la tentación de cortarla.
      Ni siquiera la había abierto. Mira esa sonrisa y ve la llamada de la absolución. Hay un precio. El precio que Lamas no quiso pagar.
      De golpe, como si se arrancara un órgano vital, Esteban arroja la caja al fuego. La chica lo mira desconcertada, intenta detenerlo, estira la otra mano hacia la caja, pero él la detiene.
      Las llamas lamen la caja. Esteban siente un dolor desgarrador en el muñón.
      —Quiero que sigas cantando —le dice a la chica—. Quiero que cantes conmigo.
      Ella lo mira a los ojos y canta. La lúgubre música de la caja adquiere un tono más dulce.
      Las llamas del hogar chisporrotean sobre la madera carnosa. Esteban se retuerce espasmódicamente, pero no deja de cantar. La caja en llamas escupe grasa ardiente, las llamas sisean, un olor pestilente surge del hogar.
      Esteban lagrimea, se arquea, cae al suelo. La chica no lo suelta. Ahora es ella quien le aferra la mano.
      El fuego consume la caja, las cenizas vuelan por la chimenea.
      Esteban suelta un jadeo de agotamiento y alivio. Ha sobrevivido. Tal vez Lamas no. De un modo u otro, sospecha que ya no recibirá postales de Tahití.
      Está de rodillas en el piso. Ya no oye el rugido de la catarata ni el crujido de la hojarasca. El mundo está en silencio. Debe zambullirse en el silencio para recobrar la música.
      La chica aún lo mira a los ojos.
      —En la trama del mundo hay pliegues de maldad y sufrimiento, y esos pliegues tienen vida propia —dice Esteban.
      La chica lo mira sin entender. Esteban le toma suavemente ambas manos.
      —El mundo es un libro lleno de erratas, pero las erratas tienen sentido.
      La chica asiente, intrigada.
      —Sin embargo, es necesario corregirlas —enfatiza Esteban.
      Toma las manos de la chica, las extiende y las une por las yemas de los dedos, como dos animales de cinco patas, uno reflejo del otro, una caja de música viviente.
      La chica sonríe, mira las llamas del hogar.
      —No entiendo. La caja no está más, pero la música sigue sonando —murmura, y canta mientras le acaricia la mano ortopédica.
      Esteban se deja acunar por el canto, lo siente entrar en sus venas. Una transfusión, un cambio de sangre.
      La música sigue sonando.


Carlos Gardini

Carlos es el escritor argentino de CF más premiado, reconocido y publicado hoy en día. Hoy tenemos el gusto de ofrecer otro trabajo suyo, inédito hasta el momento, en nuestra revista. Datos de Carlos Gardini: aquí



Ilustrado por Valeria Uccelli
Axxón 115 - Junio de 2002

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