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F i c c i o n e s

EL JARDINERO DEL CIELO
Sergio Mars

Antonio desplazó impaciente su peso del pie derecho al izquierdo. Desde el angosto corredor frente a él le llegaba el insistente estruendo de una cerrada ovación. Volvió a echar un vistazo al barato reloj digital que lucía en su muñeca derecha, un signo de excentricidad y práctico al mismo tiempo, ya que le permitía consultarlo mientras tomaba notas de pie.
      Más de tres minutos ya... y no paraba. Podría haberse ahorrado la carrera desde el fondo de la sala hasta la entrada al estrado.
      Justo cuando la algarabía parecía declinar se escuchó, inconfundible aunque ininteligible, la profunda voz del ponente, y estalló un coro de carcajadas, redoblándose los aplausos y las aclamaciones. Antonio resopló, aunque no pudo dejar de reconocer que en su estado de ánimo influía no poco una sana envidia ante la patente capacidad de comunicación del hombre a quien había acudido a entrevistar.
      Ese mismo don para establecer una estrecha comunión con el público trabajó finalmente a favor del periodista. Sabiendo que no debía apurar hasta el final las muestras de reconocimiento, y que siempre debía dejar un leve poso de insatisfacción para ser recibido de nuevo con igual fervor, el doctor Tauler se despidió de la concurrencia y se escabulló por el pasillo, en dirección a Antonio.
      —Doctor Tauler —le dijo éste, tendiéndole la mano—, enhorabuena por su éxito. Soy Antonio Sáez, de "La Ventana", encantado de conocerle.
      —Le suponía más mayor, señor Sáez. Muchas gracias por su favorable apreciación de mi pequeña conferencia —le contestó su interlocutor, devolviéndole el apretón.
      —Por favor, no necesita ser modesto. Los resultados cantan.
      Y, en efecto, así sucedía. Aunque más que cantos, eran aplausos y algún que otro poco ortodoxo aunque inequívocamente elogioso silbido, lo que les llegaba desde el salón de conferencias.
      El científico sonrió levemente, visiblemente halagado, no tanto por el comentario de Antonio como por el reconocimiento a su labor. Era más bien bajo, con una apariencia general que podría describirse como de mundana satisfacción, y ligeramente entrecano. Vestía un traje gris claro, ajustado perfectamente a sus proporciones merced a un largo uso, sin que las tijeras de un sastre hubieran tenido nada que ver en ello. En la mano derecha portaba un pequeño maletín.
      —Acompáñeme al despacho que me han cedido, por favor —le sugirió al periodista.
      Antonio asintió y se dispuso a seguir al doctor Tauler. A un paso vivo abandonaron la biblioteca y cruzaron parterres de césped, con algún que otro arbolillo disperso, y se adentraron en el laberinto formado por los edificios de las facultades. Se desplazaba con una seguridad apabullante, y eso que, posiblemente, era su primera visita a esa universidad.
      —¿La facultad de informática? —preguntó Antonio asombrado una vez hubieron llegado a su destino.
      —Sí —le contestó su guía—. No sabían muy bien donde colocarme —fue su comentario, no exento de ironía—. Tomemos el ascensor.
      El periodista no sabía a ciencia cierta cuanta verdad encerraba el comentario del científico, pero las circunstancias parecían confirmar su alegato. Tras subir hasta el sexto y último piso, aún tuvieron que recorrer toda una serie de tortuosos pasillos para alcanzar un pequeño despacho interior.
      —Siéntese donde quiera, enseguida estoy con usted —le indicó el doctor Tauler a su acompañante, apenas sí hubieron traspuesto el umbral.
      La elección no fue difícil. La austera habitación sólo contaba con una mesa, un archivador y un par de silloncitos de plástico, de esos repletos de roscas y muelles en los que resulta imposible alcanzar una posición cómoda y mantenerla durante más de un segundo. Juiciosamente, Antonio se decantó por el que se encontraba frente a la mesa, dejándole el puesto de honor a su anfitrión.
      El doctor Tauler depositó el maletín sobre la mesa, con un cuidado exquisito, y procedió a vaciar sus bolsillos en un cajón. En su interior desaparecieron sucesivamente las notas de la conferencia, el puntero láser y una bolsita con caramelos para suavizar la garganta. Posteriormente, se desembarazó de la chaqueta y la colgó escrupulosamente en una percha que enganchó al archivador.
      —Me espera un largo viaje y preferiría que no se arrugara —se disculpó.
      Antonio aceptó la explicación con un gesto, restándole toda importancia.
      El doctor Tauler tomó asiento tras la mesa, se recostó ligeramente y cruzó las manos frente al vientre, manteniendo extendidos los índices. Tras un corto silencio preguntó:
      —¿Por dónde empezamos?
      Antonio sonrió levemente y respondió:
      —Creo que en estas lides está usted más experimentado que yo pero... ¿Qué le parece si hablamos un poco de su trayectoria profesional previa a la publicación de "El Jardinero del Cielo"?
      —Me parece muy bien. No tengo muchas ocasiones de hablar de ello.
      —¿Le importaría si grabo nuestra conversación? Es para poder consultar con posterioridad aspectos como la entonación, los silencios y todo eso que no puedo apuntar.
      —Por supuesto, señor Sáez. Es más, me sorprende que no confíe plenamente en la grabadora.
      Antonio volvió a sonreír y explicó:
      —Perdí una de mis primeras entrevistas por culpa de un detector de metales mal regulado. Esto se ha convertido en una especie de... manía.
      —¿Hace mucho que está en la sección de Ciencia de su publicación?
      —Pues... exactamente, unas dos horas. No tenemos a nadie especializado en ese campo. Yo me encargo actualmente de los temas de salud y como además estaba disponible...
      —Comprendo—. Y tras una pausa:— Bien... ¿empezamos?
      Antonio tomó el cuaderno de notas y seleccionó una de las preguntas que se había preparado previamente para iniciar la entrevista. Era algo que hacía a menudo. Estudiaba el tema que debía cubrir y elaboraba una serie de posibles guiones, más o menos flexibles, para no tener que improvisar demasiado. A la hora de la verdad recurría a la impresión causada por el personaje en cuestión para ceñirse o no al esquema. En todo caso, su estrategia sólo era válida para romper el hielo, el desarrollo de la entrevista venía marcado por tantos factores que tratar de predecirlo era como determinar con antelación el clima en Nueva York en plena época de migración de las mariposas.
      —Tengo entendido que la evolución no fue su primer interés. ¿Podría hablarme un poco sobre sus inicios en el mundo de la ciencia?
      —Por supuesto pero... Perdóneme si me inmiscuyo en su trabajo...
      —No, por favor, adelante.
      —A la hora de dar a conocer a un público no especializado un tema ligeramente técnico es preferible dotar al escrito de una apariencia lo más coloquial posible. Ahí tiene, por ejemplo, a Platón, que nos transmitió sus ideas en forma de diálogos. En nuestro caso, el enfocar la conversación empleando el tratamiento de usted, podría dar la errónea impresión a sus lectores de que cuanto hablamos es demasiado elevado como para merecer la molestia de intentar entenderlo.
      —¿Es ese uno de sus trucos para conectar con el gran público?
      —El principal. Para comunicar debemos abandonar nuestra pretendida dignidad y exponer nuestras ideas de forma clara y sencilla, aun a costa de abandonar el púlpito magistral en que los científicos han ido refugiándose a lo largo del último siglo.
      —Me perdonará el chiste fácil pero... ¿No será ése, por casualidad, uno de los motivos por los que no es santo de devoción de sus colegas?
      —Ése y que gano más dinero en un mes que ellos, con sus importantes investigaciones, en todo un año.
      —¿Considera justa esa diferencia en cuanto a la remuneración?
      —Desde luego. Aunque tal vez sea preferible dejar la explicación para algo más adelante, cuando hayamos entrado ya en faena.
      —Vamos pues. Que le interpele de tú, ¿no?
      El doctor Tauler se limitó a asentir con la cabeza, sin abandonar su postura inicial.
      —Tengo entendido que la evolución no fue tu primer interés —corrigió mientras hablaba, Antonio, no del todo convencido con la argumentación de su interlocutor aunque obligado a seguir sus indicaciones—. ¿Podrías hablarme un poco sobre tus inicios en el mundo de la ciencia?
      —¿Supongo que no te refieres a mi interés infantil por la paleontología?
      —No, no sabía eso —le contestó Antonio.
      —Entonces debe tratarse de mi especialización como microbiólogo.
      —En efecto. De hecho, el doctorado que posees es en microbiología, no evolución.
      —Verás, cuando se me planteó la disyuntiva de elegir la especialización, una serie de circunstancias decantaron mi decisión a favor de la microbiología, sin que existieran fuertes intereses intelectuales implicados. Por ejemplo, un profesor me había sugerido entrar como alumno colaborador en su línea de investigación, en hongos productores de antibióticos; tenía más recientes las asignaturas de esa rama, que se daban en tercero, que las de evolución, apenas rozadas en segundo, y por último, las perspectivas económicas se veían ligeramente menos negras en esa dirección.
      —Pero... de hecho us... has conseguido cierta fama e ingresos respetables dedicándote a teorizar sobre la evolución.
      —A decir verdad el dinero y la fama han venido como consecuencia de mi labor divulgativa, no como consecuencia directa de mis investigaciones en el campo. En todo caso, sí que es cierto que una carrera profesional da tantos y tan inesperados vuelcos que desanimo encarecidamente a tus lectores a que basen sus elecciones en algo tan insustancial como las posibilidades de éxito futuras.
      —Una sentencia un tanto difícil de asumir.
      El doctor Tauler asintió y se puso a reír suavemente.
      —Imposible, más bien. Pero nada se pierde intentándolo. La elección debe realizarse demasiado pronto y sin suficientes elementos de juicio, de modo que no es de extrañar que se recurra a cualquier escala aceptada de forma general por el conjunto de la humanidad.
      —¿La humanidad o la sociedad?
      —¿Son acaso distinguibles ambos términos? ¿No son acaso las estructuras sociales una faceta más del animal conocido como Homo sapiens? ¿Podemos separar el estudio de las hormigas de su conducta sociable?
      —Pero no todos los hombres establecen unas relaciones competitivas. Estudios antropológicos en poblaciones naturales aisladas...
      —¡Alto ahí!— exclamó el doctor levantando una mano—. ¿Qué consideras poblaciones naturales? ¿Acaso no es natural la población humana de, por ejemplo, Valencia? ¿Y la de una ciudad con varios millones de habitantes como Nueva York? ¿Es el entorno el que determina la naturalidad? Te aseguro que ninguna sociedad que funde el hombre puede ser antinatural. Tenemos tan poca capacidad para ser antinaturales como de convertirnos en reptiles, o en plantas. ¿Cuál consideras que es el estado más representativo? ¿El de unos pocos cientos de miles de hombres dispersos por el mundo? ¿O acaso el de unos cuantos cientos de millones?
      —Empiezo a ver el porqué de las discrepancias con el resto de la comunidad científica —le confesó Antonio, relamiéndose por adelantado ante el artículo que saldría de aquella conversación.
      Su interlocutor volvió a reír y le confió:
      —Pues apenas hemos empezado, esto no es más que una opinión ligeramente polémica pero, aún así, dentro de la ortodoxia científica que, históricamente, ha avanzado gracias a controversias. Muchos estudiosos comparten esta visión.
      —Una visión parcial.
      —Claro. ¿Cómo si no? ¿Todas las visiones son parciales? El único estudio completo debería contemplar a los seis mil y pico millones de personas de la Tierra, uno a uno, individualmente. La cuestión es hasta dónde estamos dispuestos a llegar antes de admitir que no podemos abarcarlo todo. Admito que mi opción es bastante más restrictiva de lo habitual, pero viene avalada por observaciones socio-demográficas realizadas desde hace más de doscientos años. En una palabra: globalización.
      —¿Es algo bueno?
      —No me importa. Globalizar es, en realidad, cristalizar opciones, elegir entre el amplio abanico de las existentes la apoyada de forma mayoritaria. Democracia en estado puro.
      —¿Democracia u oligarquía?
      —Democracia, por supuesto, aunque en toda elección hay siempre abstenciones y esto permite dirigir la nave en minoría, siempre que sea una minoría activa.
      Antonio tomaba notas todo lo deprisa que podía. Aquellas declaraciones eran pura dinamita. Jamás hubiera supuesto que obtendría un reportaje tan jugoso de un simple científico. Consideró durante unos momentos seguir indagando en el tema. Podría interesarse por los choques culturales, pero ya se había formado una idea de cómo los consideraría el doctor Tauler y, finalmente, decidió dar por zanjado ese apartado y dejarlo en el aire, a la espera de futuras y más que probables entrevistas.
      —Volviendo al tema de tus inicios... —prosiguió—. ¿Cómo te decantaste por el estudio de la evolución?
      —Por pura casualidad. Estaba realizando mi postdoctorado, que nunca llegué a concluir, y las circunstancias volvieron a confabularse para dirigir mi destino.
      —¿En qué sentido?
      —Llevaba a cabo un insoportablemente aburrido experimento sobre poblaciones bacterianas, que implicaba trabajar con varias docenas de placas simultáneamente, en siembras sucesivas. Una tarea monótona como pocas. Cuando dejaba el laboratorio no me apetecía lo más mínimo seguir ahondando en la materia y, por ello, me dediqué a ponerme al día con otras ramas que no había vuelto a tratar desde que terminé la carrera.
      —Incluida la evolución —intervino Antonio.
      —Sí, incluida la evolución. En uno de los artículos a los que me llevó mi curiosidad, se hacía referencia a una peculiar circunstancia acaecida en el límite cretácico-terciario.
      —El que acabarías bautizando como efecto "poda".
      —Ése mismo. El caso es que pude desviar algunas de las placas de cultivo hacia una investigación particular del fenómeno, y unas cosas llevaron a otras, y acabé publicando "El Jardinero del Cielo".
      Antonio suspiró. Hora de entrar en faena.
      —Aprovechando que ha salido en la conversación... ¿Podrías comentar un poco más en detalle el efecto que descubriste?
      —No lo descubrí. Sólo lo bauticé y lo di a conocer.
      —De acuerdo entonces pero, aún así...
      —El efecto "poda". ¿Por dónde empiezo? Supongo que el mejor modo es seguir mis propios pasos. Te hablaré del artículo que cambió mi carrera.
      —Sí, por favor, adelante.
      —Es de sobra conocido lo que aconteció hace sesenta y cinco millones de años, en especial después de la moda esa que ha surgido últimamente con las películas de dinosaurios. Llegó un meteorito, impactó en lo que actualmente es la costa de la península de Yucatán, y se extinguieron los animales que habían dominado el planeta durante los últimos doscientos millones de años, más o menos. A partir de entonces, los mamíferos comenzaron a diversificarse, a rellenar nichos ecológicos, a evolucionar en suma, y tal proceso desembocó, hará unos cuarenta mil años, en nosotros. Lo que no es tan conocido es que, durante al menos los últimos cien millones de años de dominio sáurico, ya existían mamíferos. ¿Me sigues?
      —Sin ningún problema por ahora.
      —Eso está bien, pues hemos llegado al punto crucial. Actualmente, nadie pone en duda que los mamíferos primitivos presentaban unas potencialidades adaptativas mucho más ventajosas que sus coetáneos reptilianos, por mucha sangre caliente que poseyeran. Siendo así: ¿Cómo es que no dieron un golpe de estado evolutivo y tomaron el poder mucho antes? Si apenas les ha costado sesenta y cinco millones de años alcanzar la situación actual, ¿qué diantre estuvieron haciendo durante los primeros cien millones? ¿Tocarse la barriga? ¿Qué opinas tú del asunto?
      —Si he entendido bien tu libro, los dinosaurios contrarrestaban esta ventaja por la simple razón de que ellos habían llegado primero.
      —¡Exactamente! Imagina una fortaleza. Llega una pequeña compañía de unos cien soldados, se la encuentra vacía y la ocupa. Poco después llega un ejercito mucho mayor, unos quinientos guerreros. No existe la menor duda de que, en campo abierto, la primera tropa no tendría ninguna oportunidad pero, al haber llegado antes, han ocupado los mejores sitios y, pese a su inferioridad, no hay quien los desaloje. En una situación parecida estaban los dinosaurios. Habían llegado antes y habían ocupado todas las posiciones estratégicas, dejando a los mamíferos confinados en algún hueco insignificante, sin posibilidad de progresar.
      —Hasta que... —azuzó Antonio.
      —Hasta que ¡Pum!, granizada radical y desahucio forzoso. Huecos libres y oportunidad aprovechada por los mamíferos para reclamar su dominio. Los dinosaurios se vieron obligados a sucumbir o a explorar nuevos ambientes como aves, opción elegida por unos pocos de los orniquistios. Et voilà, efecto poda. En el libro al que nos referimos utilicé otra metáfora, la de un árbol que crece hasta cierto límite. Si deseamos que siga creciendo en óptimas condiciones debemos podarlo para que las ramas viejas no resten vigor a las nuevas, de ahí el nombre elegido, tanto para el suceso como para el libro.
      —Sin menospreciar el efecto comercial del título.
      —Jamás menosprecio un efecto comercial. Es una de mis máximas.
      —Dices que relacionaste tus experimentos con ese artículo. ¿Cómo? —siguió indagando Antonio.
      —Inoculé algunas placas con un hongo mucho más capacitado que las bacterias presentes para medrar en el medio elegido. Ineludiblemente, era necesario provocar un declive en la población bacteriana para que el hongo alcanzara la preponderancia.
      —¿No es una prueba, y te ruego que me perdones si no lo consideras así, un tanto burda?
      —Completamente burda e inadecuada. Pero excitó mi imaginación y me llevó a profundizar en el tema, con experimentos más complejos e investigaciones más exhaustivas.
      —¿Podrías darme un ejemplo?
      —Claro, ¿cómo no? Una situación similar a la del límite cretácico-terciario se da en el límite proterozoico-cámbrico, hace quinientos cuarenta y tres millones de años. Una gran extinción marca el paso de un periodo al otro. La fauna predominante durante el proterozoico se denomina fauna de Ediacara y era diploblástica, a partir del Cámbrico, se expandieron los bilaterios, triblásticos, de quienes descienden tanto los dinosaurios como los mamíferos...
      —Esto...
      —¿Sí?
      —Lo siento mucho, pero creo que me he perdido. ¿Triblásticos? ¿Bilaterios?
      —¡Oh! Vaya, no te preocupes. Lo estaba narrando como en mi libro sin caer en la cuenta de que ahora no he llegado a definir esos términos. Los bilaterios son los animales con simetría lateral, como nosotros; lado izquierdo y lado derecho —explicó el científico, trazando la línea de simetría sobre su cara con un dedo—. En cuanto a diblástico y triblástico hace referencia al número de capas celulares embrionarias diferentes, dos o tres. No me extenderé en detalles zoológicos, baste con saber que, pese a contar con unas ventajas mucho más importantes que las anteriormente implicadas, no hubo manera de que los bilaterios se hicieran con el poder durante los aproximadamente setenta millones de años que transcurrieron entre su aparición y el desastre ecológico, probablemente de tipo geodinámico, que eliminó a sus competidores. En definitiva, efecto poda de nuevo.
      —Gracias. —Antonio consultó sus notas.—En "El Jardinero del Cielo" defiendes que estas extinciones masivas son imprescindibles para que la evolución conduzca a especies más perfectas.
      —Prefiero el término "mejor adaptadas" pero, en esencia, así es.
      —No veo entonces el motivo de tanta polémica.
      —Toda la culpa la tiene el capítulo quince, "Las tijeras de Ocam", donde expongo los datos que avalan la existencia de la última poda.
      —La provocada por el hombre —completó Antonio, fascinado por la oratoria de su interlocutor.
      —La labor destructora del hombre, masacrando especies, simplificando salvajemente ecosistemas enteros, desocupando nichos ecológicos o creando microambientes nuevos y extraños.
      —Pero eso es lo que vienen proclamando las organizaciones ecologistas durante la última mitad de siglo.
      —Coincidimos plenamente en el análisis de la situación. Sólo divergimos al llegar a la valoración final del proceso. Para mí toda esta destrucción es algo bueno y deseable.
      El bolígrafo tembló ligeramente en la mano de Antonio. Todo el mundo sabía cuál era la posición defendida por el doctor Tauler, pero nunca antes la había expuesto públicamente de forma tan explícita. Había acudido con la esperanza de obtener las insinuaciones suficientes como para levantar cierta polémica y se encontraba con la confirmación inequívoca, por boca del propio personaje central, de que su teoría se oponía frontalmente a uno de los movimientos más influyentes y santificados del comienzo del nuevo milenio.
      —Podrías ampliar un poco más esa idea —propuso el periodista conteniendo el aliento.
      —No faltaría más —fue la divertida contestación del científico, que no podía dejar de percibir la tensión que presentaba su entrevistador—. La humanidad es el nuevo meteorito, la nueva plaga, el nuevo catalizador de la evolución. Toda esta dinámica no hace sino favorecer el que las ciegas fuerzas de la selección natural puedan encumbrar a una nueva fauna mejor adaptada... más perfecta, según tus propias palabras, que ya está entre nosotros pero a la que no dejamos desarrollarse, relegada, por nuestra renuencia a abandonar los ambientes en que tan cómodamente nos hemos aposentado, a un segundo e incómodo plano.
      —¿No será una acción excesivamente brusca? —preguntó Antonio, arrepintiéndose al instante mismo de terminar de pronunciar la frase dado la obviedad de la réplica.
      —¿Más brusco que un meteorito de varios millones de toneladas de peso impactando a velocidades astronómicas contra la faz de la Tierra? Estamos muy lejos de batir el record. Durante la extinción pérmica, hace doscientos cuarenta y cinco millones de años, desaparecieron el noventa y seis por ciento de las especies y, sin embargo, la vida perseveró, se diversificó y evolucionó.
      —En todo caso parece justificada la animosidad de los grupos ecologistas frente a esas ideas.
      —¡Justificadísima! Lo que ya no es tan fácilmente explicable es la animadversión que se me profesa en círculos completamente alejados del núcleo de la polémica. Especialmente en el entorno académico y científico.
      —¿Y has encontrado algún posible motivo para tal actitud?
      —Al principio sospechaba que se trataba del habitual recelo del investigador hacia quien toma sus trabajos y los da a conocer al público en general, ganando con ello fama como divulgador. En un libro muy interesante, de entre los que leí durante la época que ya te he comentado, lo denominaban "complejo del iniciado" y, más que una cuestión de propiedad intelectual, se basa en cierta conciencia de elitismo y en la idea de que al conocimiento sólo se debería llegar a través de un escabroso sendero, abierto por uno mismo.
      —Pero ya no lo crees así.
      —No. Quizás haya algo de eso, pero no es la razón principal.
      —¿Y cuál es?
      —Toda nuestra tradición occidental nos ha venido preparando durante siglos para asumir que somos la cúspide de la creación. Desde la scala naturae de Aristóteles hasta los más modernos experimentos de genética de poblaciones. De pronto, arremeto contra este pilar fundamental de la filosofía científica, afirmando que no somos sino un peldaño más, el canto de cisne de los mamíferos, la obra maestra que precede a la decadencia. Nadie mínimamente instruido puede negar la evidencia, pero nadie tampoco está dispuesto a que le echen la verdad desnuda a la cara y, aunque sea a nivel subconsciente, las implicaciones de mi teoría provocan un rechazo instintivo.
      Antonio decidió entonces asumir un pequeño riesgo, después de todo ya tenía suficiente material como para lograr un artículo incendiario, aunque el doctor Tauler se ofendiera. Era un pensamiento hipócrita y lo sabía, ya que en su fuero interno estaba convencido de que no sólo no se ofendería sino que estaba aguardando precisamente ese comentario. Se humedeció la garganta con saliva y dijo:
      —Si he de serte sincero, yo tampoco simpatizo demasiado con esa idea.
      El científico no le decepcionó.
      —¡Ni yo! Nadie recibe con los brazos abiertos el anuncio de su muerte. Pero la cuestión es que se trata de la verdad y debemos asumirla. En realidad, estoy dando nuevos argumentos a mi principal grupo opositor. Por si no había suficientes razones para cuidar el medio ambiente, ahora además pende el peligro de que no apreciemos demasiado a los ejércitos que sustituirán a los caídos.
      Después de aquellas palabras ya no había mucho más que decir. Antonio se despidió cordialmente del científico, con la mente puesta ya en la maquetación y en la solicitud de titular en primera página. El doctor Tauler se mostró tan complaciente como durante toda la entrevista y le deseó la mejor fortuna a la hora de publicar la historia. Finalmente, se encontró a solas, sentado frente al escritorio y repasando el desarrollo de la conversación.
      Al cabo de unos minutos aprobó con la cabeza, sintiéndose complacido del rumbo que había tomado el encuentro. Nunca se había sentido muy satisfecho con la idea romántica de testamentos que salen a la luz tras la muerte o cajas de seguridad que sólo pueden abrirse en ciertas condiciones. Cualquier método basado en esa idea podía fallar por la causa más banal. No es que el sistema elegido fuera infalible, pero no cabía duda de que era mucho más elegante.
      Se puso en movimiento. Con ademanes lentos pero deliberados abrió el maletín y extrajo de su interior una botellita de vidrio, que había permanecido incrustada en un hueco forrado de gomaespuma, y una jeringa. Introdujo la aguja a través del precinto de goma de la ampolla y accionó el émbolo, cargando un par de mililitros del espeso líquido ambarino. Dejó la botellita de nuevo en su lugar y presionó ligeramente para eliminar el aire de la punta de la jeringa.
      Se quedó unos instantes contemplando la gotita de medio de incubación que apareció en el extremo de la aguja, pensando en su contenido y en su función. No había mentido ni una sola vez a lo largo de la entrevista. Estaba convencido de todo cuanto había expuesto. El ser humano había provocado la extinción de tal cantidad de especies y había debilitado a las restantes, hasta el punto de constituir el primer efecto poda de origen biológico de la historia de la Tierra. Sólo restaba un último paso para que el efecto fuera completo.
      Sin que un solo temblor delatara la menor duda interna, se inyectó el contenido de la jeringa en el brazo derecho. Brotó una gotita de sangre, la última advertencia para que desistiera de sus propósitos. La limpió con un pedacito de algodón que mantuvo apretado para evitar la aparición de una moradura delatora.
      Seis horas a partir de ese momento. Ese era el periodo de incubación. Después vendrían treinta y seis horas durante las que el agente patógeno, un fruto no confesado de su estancia de post-doctorado, podría infectar por aerosol a quienes compartieran un recinto cerrado con él. Después la muerte, ineludible e implacable.
      Arregló con la pulcritud que le caracterizaba el pequeño despacho y descolgó la chaqueta de la percha improvisada donde la había colgado. Se la puso, con algún pequeño problema debido a los primeros achaques de la madurez, y salió del pequeño cuarto, apagando las luces a sus espaldas.
      Tal vez había sobreestimado la capacidad letal del microorganismo que había diseñado y no lograra cumplir todo su objetivo. La Tierra era grande y, pese a los adelantos, aún había zonas excesivamente aisladas. Todo lo que pretendía era darle una buena oportunidad a la evolución. En todo caso, si el tiempo no era el adecuado y aún no existía el repuesto, siempre le quedaba el consuelo de contribuir de manera definitiva a inclinar la balanza de poder a favor de las sociedades menos expansivas.
      Echó un vistazo al reloj de pulsera y aceleró el paso. Tenía unos cuantos aviones que coger, y no era cuestión de perder el primero.


Sergio Mars

Sergio Mars Aicart nació en enero de 1976 en Valencia, España. Es Licenciado en Biología y está iniciando un doctorado en genética. Es un aficionado a toda la temática fantástica (y tambien a la histórica, cuanto más antigua mejor) con influencias principales de Asimov y Clarke en ciencia ficción, Tolkien y R.E.Howard en fantasía y Bécquer, Poe y King en terror... (aunque la lista completa sería mucho más amplia). El cuento "Ecología aplicada" es, justamente, un homenaje al Maestro Asimov. Sergio nos dijo "Este es mi relato más asimoviano. La influencia es tan directa que los tres primeros párrafos son, de hecho, de un cuento del propio Asimov, 'Qué es el hombre', literalmente. Las deudas no acaban ahí, pero baste lo dicho para justificar su elección".
Publicó el cuento "Ouija" en el 109 de Axxón, el cuento "La criatura" en el 111 de Axxón, el cuento "Ecología aplicada" en el 113 de Axxón y un par de relatos de fantasía heroica, "El reto" y "El monasterio de la Hermanda Roja", en el e-zine "Los Manuscritos Perdidos".



Axxón 118 - septiembre de 2002
Ilustrado por Valeria Uccelli


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