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EL SUEÑO DE LOS DIOSES

Carlos Atanes

 
 


Todos conocemos la ecuación de Drake, repleta de términos indefinidos que van aclarándose a medida que aumenta nuestro conocimiento del cosmos. Drake propuso una forma de calcular la cantidad de mundos con vida inteligente en la galaxia, basándose en la cantidad de soles parecidos al nuestro, alrededor de cuántos de ellos podrían orbitar planetas como el nuestro, etc. La conclusión provisional es que deben haber unos cuantos miles de civilizaciones avanzadas repartidas por la Vía Láctea.
      Por ahora el primer término de la ecuación es estimado, la cantidad de estrellas en la galaxia, que sería del orden de los doscientos mil millones. En estos momentos, la ciencia está investigando cuántas de ellas tienen planetas, del tipo que sea. Se han descubierto un centenar de gigantes gaseosos, y al fin los astrónomos han encontrado también, a 40 años luz de aquí —en la constelación de Cefeus—, un planeta sólido que podría albergar vida. Sin embargo, no deja de ser una posibilidad remota.
      Con la ecuación de Drake en la mano, la cuestión definitiva es: si están ahí, ¿por qué no lo sabemos?. Las respuestas esgrimidas acostumbran a ser las siguientes: no hay vida fuera de la Tierra; o esa vida no ha alcanzado un estado de evolución suficiente; o si lo ha alcanzado se ha autodestruido; o si no lo ha hecho ha surgido demasiado lejos en el espacio o en el tiempo para que pueda interactuar con nosotros.
      Pero no tiene porqué ser nada de eso. Nos gusta pensar que un organismo evolucionado tenderá a vivir en sociedad, y que luego tecnificará esa sociedad, y que luego esa tecnificación le capacitará para dominar el arte de la comunicación mediante ondas electromagnéticas o la construcción de ingenios espaciales. Que el propio impulso inercial de la vida le dotará de curiosidad y de ansias de exploración y de conquista. Que la tenencia de algo parecido a un cerebro le incitará a hacerse preguntas del tipo: ¿estamos solos, hay alguien más, y dónde están?...
      Una pequeña readaptación de las ecuaciones de Drake nos permitirá añadir un elemento más a su línea de razonamiento: algunas de las civilizaciones que sin duda deben existir en la galaxia, podrían sentir, en efecto, una cierta curiosidad, y cuenten con medios técnicos para intentar satisfacerla. Pero quizá sea éste un estado breve, fugaz, un punto de inflexión en el proceso evolutivo de una especie inteligente, que delimita una estrecha frontera entre una especie no tecnificada —incapaz de comunicarse con el exterior, por lo tanto— y una especie autista —desinteresada ya en esa comunicación—. Veamos por qué.
      Como es bien sabido, las especies vivas se obstinan tozudamente en aumentar su nivel de complejidad. Podemos asumir, razonablemente, que esta tendencia es universal en lo que a la vida, tal como la entendemos, se refiere. De ahí que unas cuantas moléculas inorgánicas se organicen en una estructura más compleja, orgánica, luego en proteínas, luego en organismos unicelulares, después en pluricelulares, hasta llegar a organismos sumamente complejos —y supuestamente inteligentes, como el hombre—, que se organiza en organizaciones sociales progresivamente más complejas también. Un día, esa sociedad puede construir radiotelescopios y cohetes de propulsión líquida, deducir la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica, y pretender crear inteligencia artificial, auto-reprogramarse genéticamente y reducir el planeta entero a una sola aldea intercomunicada. Todos estos avances técnicos acontecen en una minúscula porción del tiempo evolutivo global de la especie, porque a partir de cierto punto la interacción entre las mentes de cada vez más individuos aceleran el proceso exponencialmente.
      Juntando retazos de aquí y de allá, estableciendo vínculos entre sociedades inicialmente aisladas —y satélites de telecomunicaciones mediante— hemos conseguido construir una infoesfera que envuelve el planeta como una atmósfera de bits. Muchos de nosotros nos sumergimos en ella cada día para consultar la previsión meteorológica, conocer las últimas noticias, ver una final de fútbol, abrir el correo electrónico, visitar páginas porno o chatear con desconocidos. Los profetas de Ciberia ya anuncian el nacimiento de una noosfera global, esto es, una esfera mental, una especie de mente colectiva planetaria. Si esto sucede efectivamente, ya sea al estilo místico —un gran campo morfogenético que nos confraternice a todos sobre la corteza de Gaia— o técnico —siendo cada individuo una neurona conectada mediante las dendritas de Internet al resto de neuronas—, se habrá llegado a un grado de complejidad social tal, que pondrá muy entredicho el concepto, para entonces arcaico, de civilización. La superficie de la Tierra será, entonces, un planeta pensante.
      Pues bien, de planetas pensantes ya nos ha hablado Stanislaw Lem, en sus novelas Solaris, o El fracaso. El primer ejemplo, sobradamente conocido por las adaptaciones cinematográficas de Tarkovsky y Soderberg, describe un mundo-océano mental. El segundo, más hermético, nos traslada a un lejano planeta habitado por una especie extraña, silenciosa, emparentada con las termitas. La humanidad la descubre y envía una nave tripulada a establecer contacto. Pero el contacto no se produce, porque la comunicación con una especie tan distinta es imposible. La misión es un fracaso. El pánico ante semejante desplante crece, y finalmente se decide destruir el planeta, arrasarlo con armas nucleares. Sólo por si acaso. Se trata de una guerra preventiva más.
      Probablemente Lem no estuviera describiendo una noosfera artificial, una extrapolación plausible de nuestro propio futuro. Pero el ejemplo viene bien a modo de ilustración. La humanidad del siglo XXII —por poner una fecha— puede muy bien haberse convertido en una red solipsista de mentes interconectadas, para mayor gloria de una sola mente común y gigantesca. Quizá sea ése, y no otro, el fin de trayecto de nuestra andadura evolutiva.
      Pero llegados a este punto, inmersos como estaremos en el cálido sueño de la realidad virtual, seguramente habremos perdido todo interés por lo que ocurra fuera. ¿Por qué preocuparse de la existencia de vecinos siderales cuando la realidad virtual noosférica podrá proveernos de vivencias y seres tan extraordinarios como queramos? Seremos un planeta mudo, y sordo, como los alienígenas de El fracaso. Nuestra realidad no será más la que envuelve nuestra piel, la que vemos con los ojos, sino la irrealidad de la imaginación y del sueño, donde seremos todopoderosos, a pesar de la eventual sordidez de nuestra existencia material. Acaso la galaxia esté poblada de mundos así, de noosferas durmientes, y sea ésta la razón del silencio cósmico: el sueño de los dioses.

Carlos Atanes, Barcelona, mayo 2003

Axxón 126 - Mayo de 2003


 
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