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F i c c i o n e s

UN ASUNTO DE MIERDA
José Antonio del Valle

España

—¿Cómo está hoy, señor Müller? —preguntó el hombre parapetado tras su gran mesa de roble. Su aspecto era cómico, pues su pequeño tamaño le ocultaba casi totalmente detrás del gran escritorio y no permitía adjudicarle un cuerpo a aquella cabeza parlante. El despacho era amplio, con grandes ventanales, aunque éstos estaban parcialmente cubiertos por gruesas rejas que creaban en aquel momento hipnóticos juegos de luces y sombras. Las paredes estaban saturadas de estantes con libros ricamente encuadernados, la mayoría eran tratados de especialidades médicas.
      —Un poco confuso —logró decir el aludido—. No sé muy bien qué me ha ocurrido.
      —Bueno, nosotros lo llamamos crisis aguda de ansiedad, aunque en su caso ha sido acompañado de un posterior estado de mutismo que ha durado cierto tiempo.
      —¿Cuánto exactamente? —se interesó Müller, haciendo ademán de consultar su reloj de pulsera y poniendo cara de contrariedad cuando no lo halló en su sitio.
      —Si no le importa me gustaría que me hablase de lo último que recuerda antes de contestar a eso. Tome asiento, por favor.
      Müller permaneció unos instantes mirando por la ventana del despacho sin que ninguna expresión modificara su rostro de forma apreciable. El sol estaba aún bajo, eso era todo lo que sabía. Podía ver que se encontraban a cierta altura, desde aquel lugar se observaban algunas palomas que debían tener sus nidos en los tejados de las alas más bajas de aquel edificio, cuyo aspecto era el de todas las construcciones de la Agencia por lo que no resultaba de ninguna ayuda. Se sentó y permaneció en silencio.
      —Soy el doctor Torres, pertenezco a la Agencia —informó el hombrecillo mientras despedía al enfermero que había acompañado a Müller por el laberinto de pasillos y salas hasta aquel despacho y encendía una pequeña grabadora negra que había sobre la mesa—, por lo que no debe de tener miedo a contarme cómo sucedió todo. Estoy sometido a los mismos juramentos que usted además de al hipocrático y...
      —¿Fue todo bien con la Gulliver Foyle? —interrumpió, Müller.
      —Sí, estupendamente, pero me temo que antes de contarle nada más deberíamos volver a lo último que recuerda. Pensamos que su problema tiene que ver con un exceso de trabajo sumado a una fuerte impresión producida por las fotos que envió la Gulliver Foyle desde el objeto llamado Caronte antes de...
      —Caronte —volvió a interrumpir Müller— veo que ya le han puesto nombre a..., a eso.
      —¿Apropiado, no cree? —dijo el psiquiatra, y quedó un tanto confundido con la sonrisa sardónica que le dedicó Müller a cambio del comentario—. Bueno, como decía: usted quedó muy afectado por algo quizás relacionado con la constatación de la existencia de vida extraterrestre que...
      —En absoluto, doctor. Esas fotos solo vinieron a confirmar algo que ya sabíamos. Usted sabrá que, entre otras cosas, he estado agregado al SETI durante algunos años. Ya habíamos visto antes elementos similares a los que constituyen la estructura de Caronte hace años y aquí, en la tierra.
      El médico se encogió de hombros, dando a entender que aquello echaba por tierra su principal teoría sobre lo ocurrido.
      —Me deja de piedra —admitió. Eso quiere decir que lo que le sucedió tiene más que ver con el estrés del momento.
      —Probablemente, llevaba varias noches sin dormir, pero creo que usted no comprende la situación. Hace años que detectamos Caronte. Vino a solucionar un problema al que se ha dedicado mucho tiempo y dinero. ¿Conoce usted la historia del descubrimiento de los planetas del sistema solar?
      —De forma superficial.
      El hombrecillo cambió de postura en su sillón, lo que se tradujo sólo en una pequeña oscilación de la cabeza parlante, la cual mostraba todo su interés profesional.
      —Bueno, le contaré que, en la mayoría de los casos, se postuló su existencia antes de ser observados directamente por las alteraciones que producían en las órbitas que se calcularon inicialmente para los planetas ya conocidos según las leyes de Newton. Se sabía de la existencia de Caronte hace ya tiempo por las alteraciones gravitatorias en Plutón, sólo que el cielo es muy amplio y no se detectó hasta hace unos años. Era un objeto muy curioso visto desde aquí, no emite ningún tipo de radiación electromagnética, y su composición lo hacía muy oscuro para ser visto con cierto detalle por los telescopios de que disponemos. Por ello nos decidimos a incluirlo en la ruta de presalto de la Gulliver Foyle.
      
—Entiendo —dijo el psiquiatra—, ¿un cigarro?
      —Sí, gracias. Me siento como si no lo hubiese probado en siglos.
      El médico pulsó un botón oculto a la vista de Müller y un compartimento surgió de la superficie de roble, ofreciéndole varios tipos de cigarrillos, puros y un encendedor con el logotipo de la Agencia.
      —Decía usted que ya había visto antes algo parecido a Caronte aquí, en la Tierra —continuó el médico, mientras creaba un bonito anillo de humo blanco.
      —Efectivamente. Hace unos años me llamaron para participar en una expedición conjunta con Naciones Unidas. Se trataba de una extraña epidemia que había despoblado una gran área de selva en Ecuador. Al parecer, estaba producida por una bacteria desconocida hasta entonces que eliminaba toda la vida vegetal a una velocidad realmente preocupante. Como sabe, no soy biólogo, así que al principio me extrañó que pidiesen mi participación. El caso es que todo el equipo de primer contacto del SETI fue desplazado hasta allí porque el brote epidémico se había precedido de una gran explosión que causó un incendio forestal de dimensiones considerables e hizo pensar en la caída de un objeto celeste de gran tamaño. Ya sabe la psicosis que hay desde hace unos años con respecto a eso de los asteroides que golpean la Tierra. Cuando llegamos la epidemia se había autolimitado y todo había acabado bien para la selva. Estudios posteriores descubrieron que la bacteria en concreto pasó a formar parte del ecosistema y actuaba en algunos casos de comensalismo sin mayores repercusiones para el medio. Creo que recordará el caso, porque de hecho se descubrió un nuevo antibiótico a partir de una enzima que produce esa bacteria.
      —La Astrocilina.
      —Efectivamente, doctor; así la llamaron —confirmó Müller, y no pudo evitar una expresión de asco—. El caso es que cuando llegamos nos enviaron al mismo epicentro de la plaga. Allí encontramos al equipo militar de crisis biológica de Bethesda, que se había hecho cargo del asunto desde el principio. Aquello nos olió mal, ya sabe como son estas cosas, la opinión pública siempre desconfía de una epidemia en la que están mezclados los militares americanos, y más cuando se comportan en un país extranjero como Pedro por su casa. Luego nos enseñaron aquello.
      —El objeto similar a Caronte —interrumpió el psiquiatra.
      —No, no se confunda. No hay nada en el sistema solar similar a Caronte. Un artefacto capaz de afectar las órbitas planetarias no es algo pequeño. Lo que vimos en la selva era más bien una parte de su estructura. En realidad, por las fotos de la Gulliver Foyle se deduce que lo que encontramos fue un módulo similar a todos los demás que componen Caronte. Era una esfera nacarada con un diámetro algo mayor de cinco metros. Presentaba unos extraños signos en relieve en su superficie, y ahí es donde entraba yo. Estaba medio enterrada en mitad de un claro lleno de restos calcinados. Desde el helicóptero era muy similar a las imágenes de la explosión de 1908 en el río Tunguska en Siberia. Nos aseguraron que no había radiaciones de ningún tipo. Parece que algo de su contenido se había filtrado y había producido la epidemia posterior pese a que la zona estaba totalmente calcinada. Los técnicos nos dijeron que, probablemente, el germen había sobrevivido gracias a un riachuelo que corría en las proximidades al que había llegado la filtración, sólo que estaban un poco extrañados de no haber encontrado aún ninguna abertura en el objeto.
      —¿Llegaron a descubrir lo que contenía? —Preguntó el psiquiatra, claramente intrigado.
      —Sí, pero nos costó meses. La cubierta era de un extraño polímero más duro que muchos de nuestros materiales pesados. Su interior se dividía en varios espacios donde encontramos toneladas de metales y plásticos, incluyendo algunas aleaciones nuevas para nosotros, pero la mayor parte la ocupaba materia orgánica.
      —¿Quiere decir que había vida en el objeto?
      —Bueno, creo que se encontraron varios tipos de bacterias anaerobias en forma de espora y algún virus, pero la mayor parte era una especie de sopa formada por substancias nitrogenadas tóxicas en su mayoría, aunque había también todo tipo de compuestos orgánicos, desde glúcidos hasta grandes coloides proteicos. Aquello no tenía demasiado sentido, creo que aún hay algún departamento que le da vueltas al asunto.
      —Sin duda todo esto es muy interesante, aunque no acabo de ver la relación entre ello y su problema en la sala de control de misión.
      —Es lo que estoy tratando de explicarle. Mi participación en el proyecto de Ecuador consistía en tratar de descifrar aquellos signos de la esfera, y me temo que esa fue la parte del proyecto que menos avanzó. Es casi imposible descifrar un alfabeto desconocido si tampoco conocemos la lengua que codifica, pero en este caso ni siquiera podíamos hacernos una idea de la mentalidad que construyó aquello. Nuestras especulaciones se basaban en las inscripciones de identificación, precaución o mantenimiento que aparecen siempre en la superficie de nuestras naves; sólo que, por lo que sabíamos de la psicología de sus constructores, lo que teníamos ante nosotros igual podían ser oraciones a sus dioses que recetas de cocina. Las teorías sobre la utilidad de la esfera fueron muchas, y me temo que a cuál más disparatada. Supongo que en algún lugar de Suiza hay un subterráneo lleno de computadoras que se esfuerzan aún por descifrar aquello. A mí me destinaron al proyecto Foyle algo después de lo que consideraron un tiempo prudencial para obtener resultados. Gracias a eso estaba en el mejor lugar cuando la nave fotografió aquella cosa.
      —¿Quiere eso decir que yo estaba en lo cierto? Su crisis la provocó aquel descubrimiento. He revisado una y otra vez la grabación del suceso. Se le ve a usted admirando su obra igual que un padre orgulloso en aquella sala llena de luces. Nada hace pensar que no sea el hombre con nervios de acero del que hablan sus tests psicológicos de ingreso en la Agencia. Luego hay un momento en el que empiezan a llegar las imágenes de Caronte y usted permanece sin habla, con la mirada fija en la pantalla de control de misión durante diez minutos escasos. Le he visto cientos de veces cambiar de expresión de improviso y atacar al técnico de control, al que golpea en la cabeza con una taza de porcelana que contenía té hirviendo, según me contaron. Le he visto gritar que alguien tiene que parar aquello, como un demente, y no me explico qué diablos pudo pasarle por la cabeza en aquel momento. ¿Sería tan amable de explicármelo?
      Müller logró a duras penas sostener la mirada del médico. Para él todos aquellos hechos habían sucedido ayer. Volvió a pasar por todo ello y se sintió como un niño cogido en mitad de algún acto vergonzoso. Con una sonrisa culpable, continuó:
      —Sí, supongo que debo una explicación a mucha gente. ¿Cómo está el técnico al que ataqué?
      —Ah, no se preocupe, a pesar de todo resultó más herido en su amor propio que en otra parte. Además, con el éxito de la misión, no creo que recuerde aquello con demasiada inquina. Pero, dígame, ¿qué fue lo que vio en aquellas fotos?
      Müller se relajó. Parecía feliz de poder explicarse o, al menos, de poder intentarlo.
      —Bueno, usted no puede imaginar los meses que pasamos tratando de descifrar el misterio de aquella esfera. Las más incongruentes teorías fueron propuestas. No quedó ningún punto de partida posible, por muy estrafalario que pudiese parecer, por revisar. Recuerde que la ciencia ha adoptado de nuevo el catastrofismo de Cuvier como una de sus explicaciones favoritas para lo que no se conoce desde que los Álvarez explicaron la anomalía de iridio en Gubio. Cualquier cosa que se pueda explicar con el impacto de una masa extraterrestre no necesita causas más cercanas. Es un poco como la famosa navaja de Ockham, pero al revés. Pero bueno, usted es consciente de que la ciencia no se libra de las modas, ni siquiera la Medicina: en el siglo XIX, cuando se descubrieron los microorganismos y su poder patógeno, se les atribuía todo lo que no tenía un origen conocido, igual que luego se hizo con los genes, la autoinmunidad, qué sé yo.
      —Cierto —reconoció el médico— y ustedes estaban ante un verdadero cuerpo celeste que había chocado con la Tierra.
      —Usted lo ha dicho. Y no sólo eso, era una esfera prácticamente rellena de materia orgánica. Una verdadera sopa primordial llena de aminoácidos, lípidos, urea, incluso con microorganismos en latencia. ¿Sabe lo que eso significa? Durante años se han intentado reconstruir las condiciones en las que la vida surgió. Se han llegado a producir proteínas y ácidos nucleicos a partir de materia inerte. Se han creado esbozos de membranas plasmáticas y cadenas de ARN autorreplicantes mediante descargas eléctricas o rayos ultravioleta, pero no hemos ido más allá, no hemos obtenido ningún ser realmente vivo.
      —Tampoco hemos contado con los miles de millones de años de los que dispuso la evolución —dijo el psiquiatra sonriendo. Su expresión delataba que no era la primera vez que tenía aquella discusión.
      —Ésa es la principal excusa, sí. Yo no soy un especialista, sin embargo, conozco al menos un punto en la evolución que nos resulta inexplicable. Podemos comprender que una molécula de ARN que se duplica tenga más oportunidades de perpetuarse y, si se rodea de una bicapa lipídica, puede hacerlo con cierta independencia del ambiente, además de aumentar la probabilidad de interacción entre moléculas. El siguiente paso no es tan fácil. Se trata de crear la maquinaria que conecta la replicación de los ácidos nucleicos con la síntesis de proteínas. No hay muchas teorías sobre eso, es un punto bastante oscuro en el proceso evolutivo dado que se necesitan muchos pasos intermedios que, por sí solos, no llevan a ninguna parte.
      —Podríamos decir lo mismo de muchos otros pasos evolutivos difíciles —adujo el doctor—. Hoy sabemos que las aves desarrollaron plumas antes de echar a volar.
      —Sí, pero en ese caso podemos imaginar una función para esa estructura en concreto. Vivos colores para atraer al sexo opuesto. En el caso de los ribosomas la cosa no es tan sencilla, son estructuras tan completas que se ha llegado a decir que pudieron ser bacterias que, en algún momento, iniciaron una relación de simbiosis con la futura célula eucariótica. Lo mismo que ocurre con las mitocondrias. Es difícil imaginar una evolución independiente de estos orgánulos sin caer en el error de imaginar el proceso como un camino que lleva a un objetivo prefijado; pero imaginemos que, en algún momento del pasado remoto de la Tierra, uno de estos artefactos cargados de materia orgánica y con algunos seres vivos chocó con el planeta.
      —Sí —interrumpió, el psiquiatra—, y tenemos el mismo problema porque, venga de donde venga, siempre tuvo que haber un lugar donde la vida se desarrollara primero. Esa fue la causa del abandono de las teorías sobre la siembra espacial a finales del siglo XX. No solucionan nada.
      —Efectivamente, pero ahora tenemos la prueba de que algo así pudo ocurrir. Tenemos una enorme masa formada por esferas que, por lo que sabemos, son idénticas a la de Ecuador. Las fotos de la Gulliver Foyle mostraban una masa central compacta y una periferia formada por lo que parecía una nube de módulos desgajados que flotaban alrededor. Nada evita que la atracción gravitatoria haga que el sistema solar esté relativamente poblado de ellos aunque nunca antes los hubiéramos visto.
      —Espere, espere. ¿Acaso han pensado que, si la vida la hubiese originado una de esas esferas, Caronte debería de tener...?
      —Unos 4000 millones de años.
      El médico esbozó una sonrisa victoriosa.
      —Nada puede ser tan viejo —dijo.
      —¿Por qué? Usted no conoce la estructura del polímero que forma la esfera. Le aseguro que es algo fuera de lo común. Además, no estamos hablando solo de esos 4000 millones de años. La configuración actual de Caronte sugiere que ha degenerado a partir de una estructura compacta inicial pero, teniendo en cuenta el aguante individual de los módulos, podemos pensar que tardaron mucho tiempo en empezar a liberarse de la masa central. Hace 4000 millones de años ya tenía que haber una nube de ellos flotando por el espacio, al menos los suficientes para hacer probable que uno de ellos llegase a chocar con la Tierra.
      —Todo eso son elucubraciones sin ninguna base.
      —Sí, quizás, pero resultan la explicación más sencilla para muchos acontecimientos. Usted sabe que se han postulado extinciones masivas periódicas. Sólo se desconoce la causa de la periodicidad. Quizás hay algo que cada cierto tiempo aumenta la probabilidad de ser bombardeados por esferas.
      —¿Me está hablando de los dinosaurios?
      —Entre otros episodios, sí. Hace 65 millones de años algo chocó con la Tierra. Bien pudo ser uno de nuestros objetos cargado esta vez de una bacteria demasiado patógena que...
      —Alto, alto ¿Y que pasa con el iridio? La teoría inicial del choque de grandes masas con el planeta se basa en la gran cantidad de iridio de procedencia meteórica hallado en estratos procedentes de ciertas épocas. Según me ha contado, la de Ecuador ni siquiera se abolló al caer.
      —No, la de Ecuador no, pero su cubierta contenía iridio en grandes cantidades.
      El médico miró a Müller con incredulidad.
      —Sin embargo, para llegar a esas teorías, usted debía conocer la existencia de Caronte, puesto que una sola esfera no explica nada.
      —No, en realidad la mayoría de esas teorías fueron postuladas por el equipo de Ecuador. Nada nos hacía suponer que la nuestra fuera la única esfera existente, y ya le he dicho que nuestra imaginación voló en todas direcciones tratando de hallar una explicación para semejante misterio. Comprenderá mi estado de ánimo cuando empezaron a llegarnos imágenes de Caronte y muchas de nuestras teorías se reforzaron.
      —Sigo sin comprender el por qué de su reacción agresiva.
      —Usted mismo ha dado con una de las claves hace un momento —dijo Müller, y una extraña luz se apoderó de sus ojos—. Es vital que conozca todos los datos de la misión de la Gulliver Foyle.
      El psiquiatra negó con la cabeza sin abandonar su expresión concentrada.
      —Ya le he dicho que necesito llegar a un diagnóstico causal antes de permitirle siquiera abandonar el módulo de psiquiatría. No podemos estar seguros de que aquello no se repetirá si lo sometemos al estado actual de la misión.
      —Dígame al menos cuanto tiempo llevo aquí.
      —No está en mi mano —cortó el médico con un encogimiento de hombros—. Me decía usted que yo mismo había dado con la clave de su comportamiento.
      —Sí, con la clave de mi ataque de pánico.
      —¿Cuál fue?
      —Usted ha dicho que Caronte debía de tener unos 4000 millones de años, yo le he hecho ver que, en realidad, puede ser mucho más viejo.
      —Así es.
      —Imagine por un momento una civilización capaz de construir aquello hace..., Dios sabe cuanto tiempo.
      —Ciertamente, algo así da vértigo, pero sigo si ver la relación...
      —¿Cómo se presentaría usted ante Dios?
      —Si es que aún existe después de tanto tiempo.
      —Existe, créame.
      Müller dijo esto último con una seguridad que impresionó al psiquiatra. La había visto otras veces en pacientes con esquizofrenia paranoide y otros tipos de psicosis.
      —Sin embargo, nada nos hace temer que sean especialmente hostiles. Evidentemente un primer contacto entre especies inteligentes requiere mucho tacto, y quizás nos hemos precipitado al mandar la Gulliver Foyle a las estrellas, aunque usted sabe mejor que nadie que la nave lleva un cuidadoso protocolo por si se da el caso. De todas formas, las evidencias de su supercivilización que hemos encontrado no pueden ser más halagüeñas. Eso que llamamos Caronte es, según su misma teoría, una especie de sembrador de vida.
      —¿Usted cree? —dijo Müller, dando la última calada a su cigarro.
      —En ese sentido sí que estamos mirando a Dios, usted ha dicho que ese artefacto está ahí para producir vida.
      —Yo no he dicho eso —se defendió el paciente—. Me temo que tiene usted una visión muy romántica de lo que puede ser Caronte. El hecho de que haya originado la vida no significa que ésa fuera su misión. De hecho es un poco estúpido dejar algo que necesita miles de millones de años para descomponerse y dar lugar a lo que, en teoría, es su fin.
      —Los caminos del Señor... —recitó el médico con media sonrisa.
      —Me temo que la cosa no tiene tanta gracia —dijo Müller, ofendido.
      —Disculpe, señor Müller, pero es que no veo a dónde quiere ir a parar con todo esto. No entiendo qué puede ser Caronte, una gran masa de Materia orgánica, sino una gran fuente de sopa primordial esperando a ser derramada. Todo lo que usted me ha contado no tiene otra explicación. Usted me ha dirigido hacia ella.
      —Se equivoca. Creo que esa cosa dio origen a la vida, sin embargo mis teorías sobre su función inicial le parecerán fruto de una mente enferma. Verá, durante nuestro intento de descifrar el misterio de Ecuador, uno de mis compañeros dijo que, por el olor de lo que contenía la esfera, a lo que más le había recordado era a un cubo de basura y, ciertamente, los que olimos aquello tuvimos que darle la razón. Por otro lado, Caronte no es más que una masa de esas esferas. Le apuesto algo a que no han encontrado ningún centro de control ni nada que se le parezca desde que estoy ingresado. Le aseguro que no había maquinaria en la esfera de Ecuador, sólo restos de metal y plástico y la materia orgánica. Era un simple contenedor.
      —¿Me está intentando hacer creer que Caronte no es más que...?
      —Un gigantesco vertedero.
      El médico quedó ahora convencido de que tenía un caso difícil ante sí. Trató de enfocarlo de una manera racional, trató de evitar una mueca de menosprecio, no habría sido profesional.
      —Es una curiosa forma de ver las cosas aunque, tiene razón, visto de una manera menos romántica no tendría por qué no poder ser cierto. Pero, imagine usted ahora una civilización que produce tal cantidad de basura que necesita utilizar sistemas solares enteros como vertedero. Y nosotros creíamos que el ser humano no se preocupaba por el medio ambiente.
      —Sí, puede tratarse de un caso a escala cósmica de la misma insensatez que sufrían nuestros antepasados. ¿Quién se preocuparía de la contaminación teniendo toda una galaxia para llenar de desperdicios?
      —¿Quiere decir que su ataque de pánico se debió al miedo a semejante cultura?
      —No —se impacientó Müller—, aún no he terminado. Caronte creó la vida en el Sistema Solar, sí, pero no lo hizo a propósito, eso ha quedado claro. Si lo viésemos desde el punto de vista humano, podríamos decir que una filtración en el vertedero contaminó el medio ambiente cercano a él.
      —Hombre, considerar la vida como una contaminación del medio, me parece un poco excesivo. ¿No cree?
      —No, de hecho en los antiguos vertederos de la Tierra proliferaba tal cantidad de microbios y animales que se constituían verdaderos ecosistemas. Había perros, gaviotas y ratas, sobre todo ratas. Las ratas hicieron de los vertederos uno de sus hábitats favoritos. Eran las reinas del vertedero, como el hombre.
      —Señor Müller —interrumpió el médico, cansado de desvaríos—, las ratas nunca llegaron a crear una civilización como el hombre, nunca llegaron a controlar su medio como el hombre, nunca salieron de su medio y colonizaron las estrellas.
      —Ahí también se equivoca. Muchas veces intentaron salir de su medio e invadir el nuestro. Y hubo veces que casi llegaron a conseguirlo, pero el hombre acabó llevándolas a la extinción. Eran sucias, transmitían enfermedades, no aportaban nada bueno, aunque nosotros mismos ayudamos a crear los vertederos de los que salieron.
      El psiquiatra quedó en silencio por un momento. Su cabeza seguía siendo la única parte visible de su anatomía, pero ahora parecía mucho más pequeña y arrugada. Apagó con parsimonia su habano en un pesado cenicero de mármol.
      —Hay algo que debo contarle —dijo.
      Müller se relajó.
      —Su ataque de pánico se produjo hace tres meses. Desde entonces ha permanecido en un estado de total mutismo hasta hoy. Temimos haberle perdido para siempre. Me temo que desde entonces han pasado muchas cosas. La Gulliver Foyle regresó de Alpha del Centauro a los tres días del salto inicial con toneladas de datos sobre aquel sistema. Hace escasamente diez días se detectó una nueva masa cerca de Caronte, según las sondas ésta sí que se mueve. Se dirige hacia nosotros emitiendo en todas las frecuencias, sólo que aún no hemos podido descifrar sus mensajes.
      Müller no dijo nada. Parecía haber esperado aquello todo el tiempo. Se levantó para volver a mirar las palomas. El sol calentaba ahora de veras.
      —Sólo espero que no sean de la empresa exterminadora —dijo.

Majadahonda, junio de 2001



José Antonio del Valle

José Antonio del Valle tiene 31 años, estudió medicina, aunque no la ejerce, y está estudiando Historia mientras trabaja en otras actividades. Comenzó a publicar cosas hace 4 años y fue codirector del fanzine La Plaga con Javier Álvarez Mesa. Desde entonces ganó el Premio Domingo Santos en 2001 y el Pablo Rido en 2002 y fue finalista de éste también en 2003. Ha publicado en fanzines como La Plaga, Nexus y Pulsar, en las antologías Visiones 2001 de la AEFCF y el "Segundo concurso de relatos El Melocotón Mecánico", además de en las revistas Artifex y Asimov´s. Tiene un par de relatos pendientes de publicar en Artifex y uno en Gigamesh, que probablemente aparecrá en diciembre. Este cuento fue ganador del Premio Domingo Santos 2001 y fue publicado en el número 3 de la revista Asimov´s.



Axxón 130 - septiembre de 2003

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