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F i c c i o n e s

EL CAJERO AUTOMATICO
A. Graciela Parini

Argentina

Las puertas se abrieron a su paso y entró al recinto tenuemente iluminado. Una vaga inquietud la invadió, pero la expulsó a un rincón de la conciencia. Estaba protegida, en el ambiente más seguro y confiable de la Tierra.
      La mujer abrió el bolso y sacó su tarjeta de plástico.
      La introdujo en la ranura y pulsó el número de código personal. El tablero se iluminó con un mensaje que le indicaba error. Se desconcertó levemente y trató de sacar la tarjeta para comenzar de nuevo. No pudo. Se había atascado irremediablemente. Ni entraba del todo ni se la devolvía. Trató de no desesperar. Mejor maña que fuerza, se dijo mientras revolvía su bolso en búsqueda de algún instrumento salvador. Encontró una pincita de depilar y con sumo cuidado comenzó a maniobrar para rescatarla.
      Nada.
      Todo apagado. Sólo la luz mínima y una suave música que provenía de algún lado, pero la máquina mantenía obstinadamente los dientes apretados.
      De pronto un zumbido la tranquilizó. La secuencia comenzaba otra vez. El cajero se iluminó y le pidió que introdujera la tarjeta y el número de código. Es lo que acabo de hacer, idiota. Y la tarjeta la tenés vos, por si no te diste cuenta. El cacharro desconocía el idioma, así que continuó requiriéndole el número de código.
      Ya lo marqué, contestó como si pudiera iniciar un diálogo. Se quedó esperando una respuesta y ambas cosas, la descolocaron por lo absurdas. Estoy tratando de razonar con un montón de lata pintarrajeada, se dijo; sin embargo, volvió a tipear los números. El cajero se quedó unos minutos a oscuras. Le pareció una eternidad. De pronto se iluminó y en medio de gruñidos le indicó otra vez error.
      Incorrecto. Incorrecto.
      Sí, ya sé que está todo mal. Con manos temblorosas buscó en la agenda donde tenía anotados los números. Puede ser que me haya equivocado, pensó. Sacó la agenda y con manos temblorosas marcó la clave secreta.

No se había equivocado. Uno se puede equivocar de cama y meterse justo en la que no debe. Pero los códigos bancarios son inexorables. Más secretos que la historia clínica, y tal vez más vitales. Algo malo pasaba. Y necesitaba ese dinero. Ya. Para eso había ido a buscarlo en mitad de la noche. Y si los sistemas son tan seguros y eficaces, ¿por qué no se lo daban?
      Empecemos de nuevo. Con tranquilidad. A ver, querido. Sí, mi código personal. Es éste, mi amor. No, la tarjetita no te la puedo poner allí donde me gustaría, primero porque la tenés vos, tesorito y segundo. porque donde me gustaría ponértela es imposible, miserable artefacto de mierda.
      Incorrecto. Marque su código de identificación personal, le indicó la máquina. Luego silencio y oscuridad. Miró a su alrededor, un ambiente azulado los cercaba y sintió que le rogaba como nunca lo haría con un amante caprichoso. Entonces hizo el último intento. Si esto no funciona ya mismo llamo y pongo la denuncia porque la tarjeta no la puedo dejar, se dijo. Intentó sacarla con la pincita de depilar, suavemente comenzó a maniobrar, entonces la fina ranura se estiró hambrienta y le tragó la mano.
      La extrañeza le hizo olvidar por unos instantes el dolor intenso. Había caído en una emboscada nada sutil. La mano no la veía y el brazo se ponía morado. Hizo lo peor que uno hace en esos casos, por supuesto, comenzó a tironear hasta sacarse sangre. El cajero se iluminó totalmente, el tablero seguía imperioso, demandando el código personal, y la tarjeta, alborozada ante su picardía, parecía sonreír. Otra vez abrió su boca y tomó otro bocado de brazo. Ahora estaba aprisionada hasta el hombro.
      Un frío le recorría el cuerpo mientras se iba cayendo lentamente. Con el rabillo del ojo vio como unos chicos que venían seguramente de la bailanta se sentaban en los escalones de mármol en la puerta del banco. Vio como sacaban una cerveza y alcanzó a escuchar la música que traían en su radio. Una música de mierda, pensó mientras se iba desmayando. Con la mano que tenía aprisionada entre los dientes del engranaje alcanzó a palpar la suavidad del dinero. Varios fajos prolijamente clasificados. Fugazmente pensó en lo que podría haber hecho. En la desesperación del enfermo que no le alcanza para un remedio, en el viejo solitario que muere ante la indiferencia de todos. Y en su dinero, el que iba a sacar para pagar los intereses de la deuda para salvar la casa familiar, y en que con lo poco que había no tenían ni para empezar a calmar al usurero. Pensó en su madre, en su abuela. En que quizá ya estarían preocupadas. Trató de llamar la atención de los chicos que escuchaban la música cuartetera a todo volumen. Pero los vidrios del banco demasiado gruesos silenciaban su débil voz.
      Además, por qué habrían de molestarse en ayudarla, si a ellos nadie los ayudaba. Que se joda, pensarían, por rica, por blanca y por boluda. Nosotros no tenemos plata en el banco y ella sí. Entonces, que se joda. Y pensarían bien, después de todo, se dijo mientras caía lentamente al suelo. Pensarían muy bien.

Había quedado como crucificada. Una crucifixión lateral. Inaudita. Con medio cuerpo tragado por la máquina (escupemonedas) tragamonedas y el otro cuerpo, el yaciente. Inútil, caído en medio de un charco de sangre y orín.
      Una muerte sin destinatario y sin utilidad ninguna. Pensó mientras moría, que una ola gigantesca arrasaba la ciudad y limpiaba la infección que todos los granos bancarios habían diseminado. Las necesidades inexistentes y artificiales y las reales nunca satisfechas. Pensó que no quería irse todavía. Palpó los dientes filosos, los absurdos mecanismos que la tenían prisionera desde hacía demasiado tiempo y que ya estaba bien, que de un lado mejor así. Pensó en Jesús clamando al Padre. Y cerró los ojos, porque ya no tenía más fuerza, y porque ya no tenía nada más para ver. Ni cuenta se dio cuando el cajero, como un Gran Estómago glotón, embuchó el resto de su cuerpo.

A las ocho de la mañana el recinto relucía. El piso recién lustrado despedía un agradable olor a flores sintéticas. Los cestos vacíos y pulcros. Los cajeros automáticos rechonchos y satisfechos como honestos ciudadanos, esperaban la llegada de los primeros clientes. Menos uno, pobrecito que estaba fuera de servicio, seguramente por los malos tratos de manos inexpertas.

A las ocho y cuatro, la brigada de seguridad bancaria despejó el recinto, abrió la barriga del tragón y retiró el cuerpo extraño que obstruía los engranajes. A las ocho y media arrojaron el cuerpo en una bolsa de plástico negra.

A las nueve horas entraba confiado, el primer cliente de la mañana.

Los chicos que dormitaban la mona, en la puerta del banco fueron invitados a retirarse.



Amelia Graciela Parini

Graciela estudia filosofía y ciencias de la educación, ejerce la docencia y dirige un taller de lectura para niños y adolescentes. Ha publicado relatos en Nueva Dimensión, Cuasar, Fase Uno, Latinoamérica Fantástica y Sinergia. Aunque su obra no es abundante y declara haber alcanzado su cota más alta en 1979, cuando "publicó" a su hijo Ezequiel, sigue escribiendo y actualmente está trabajando en una novela y varios relatos, uno de los cuales se vincula estrechamente con el mundo de la danza, su otro interés central.


Axxón 131 - octubre de 2003

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