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La piedra del escándalo
Por Andrés D.

Es común que en estos días de calor las personas salgan de sus casas y se congreguen en plazas y parques para disfrutar del buen tiempo. Eso hacía precisamente la familia de Obdulio H. (quien me preguntó si no podía poner el apellido entero y la inicial del nombre, pero en esas cosas soy insobornable), cuando cayó piedra sin llover. No, no es una alusión metafórica a la llegada de una persona indeseable. Ni siquiera es una referencia climática un poco menos metafórica que la anterior. “Había un sol que rajaba la tierra cuando, de pronto, cayó una piedra del cielo y rajó la tierra”, relató el señor H. a este cronista (éste que está acá. ¡Hola!). Su esposa, Eleogarda de H., agregó preocupada: “Yo le estaba diciendo a la Yénifer que se bajara de ahí, y viene nomás esta cosa y le cae al lado. ¡Mire si le llega a dar a alguna criatura! ¿La municipalidad qué hace?”.
      La municipalidad, por lo pronto, ya había acordonado el cráter y puesto un cartel que decía “Prohibido llenarlo de agua con una manguera y bañarse”. Y ahí habría quedado todo, si al transcurrir las horas no me hubiese enterado de que no era un incidente aislado: en otras partes estaba ocurriendo exactamente lo mismo. Necesitaba una voz autorizada que me explicara lo que sucedía, de modo que me puse en contacto con el profesor Heriberto Neutrone, verdadera eminencia académica a quien, si las negociaciones actuales siguen viento en popa, tendremos la suerte de contar como corresponsal científico en futuras ediciones de AnaCrónicas.
      Nuestro contacto original con el profesor Neutrone se dio en su trabajo (cuya naturaleza no estamos autorizados a difundir) en el Planetario Municipal de Rosario, en circunstancias de las que no viene al caso hablar ahora. Esta vez, sin embargo, no me citó en su oficina sino en un local cercano, el mesón “El Hadrón”.
      —Disculpame que te haya hecho venir acá —fue lo primero que me dijo—, pero hoy tocaba invasión de fanáticos religiosos que se oponen a lo que vos y yo sabemos que se está haciendo vos sabés donde...
      —No hay problema. Dígame, profesor Neutrone, ¿qué...?
      —Por favor, no me digas más así. En público soy el doctor Herbert Newtron.
      —Está bien. Doctor Newtron, ¿qué significan todos esos meteoritos que están cayendo?
      —Mirá, yo sé de la seriedad de AnaCrónicas, así que te lo puedo decir. A ver... ¿Vos viste esa película donde mandan a un pelado con sus amigos a un asteroide que va a impactar con la Tierra?
      —Sí.
      —Bueno, esto sería más o menos lo mismo pero sin pelado.
      —¡Epa! Y, esteee... ¿Es muy grande?
      —No, debe tener más o menos mi edad...
      —Estoy hablando del asteroide.
      —¡Ah, el asteroide! Sí, la verdad que es bastante grande.
      —¿Y los meteoritos qué relación tendrían con todo esto?
      —Bueno, mirá... Algunos creen que el asteroide chocó contra otro cuerpo, enviando una lluvia de fragmentos. Otros dicen que es la avanzada que viene a tantear el terreno. Sea como sea, el impacto mayor es inminente.
      —Y dígame, ¿qué se puede hacer para evitarlo?
      En ese momento no se me ocurrió tomarle el tiempo, pero más tarde pude cronometrarlo en la grabación. El profesor estuvo los seis minutos y catorce segundos que siguieron a mi pregunta descostillándose de risa en el suelo. Al final se compuso, volvió a sentarse, se acomodó los anteojos y dijo:
      —Se barajaron varias posibilidades. Seguramente vos sabés, por ejemplo, que los astronautas del Apolo dejaron espejos en la Luna.
      —Sí. Es más, Otis siempre sospechó que la cara que ve en la Luna es la suya propia.
      —Bueno, una de las ideas era usar esos espejos para reflejar un láser de alto poder que partiera la Tierra en dos por el Ecuador, y después usar el hemisferio sur como escudo. Pero claro, nunca faltan los inconformistas que se oponen a todo. Los de Greenpeace protestaron porque existía el peligro de que el láser cortara al medio alguna tortuga gigante de las Galápagos.
      —Pero si tienen un láser tan poderoso, ¿por qué no lo usan para volatilizar el asteroide?
      —Vos estás leyendo mucha ciencia ficción. Como sea, otra alternativa es una vela.
      —¿Una vela? ¿Se puede hacer una vela solar y llevarla al asteroide con bastante tiempo para desviarlo lo suficiente?
      —No, no, de lo que se habla es de prenderle una vela a San Cristóbal. Existe una posibilidad en cuatrocientos cincuenta y cuatro mil trescientos ocho coma tres periódico de que el asteroide nos yerre. A lo mejor se da.
      —No entiendo. ¿Acaso la Tierra no es un blanco diminuto en la inmensidad del espacio? ¿No es más fácil errarle que acertarle, y no al revés?
      —A ver, a ver... ¿Vos jugás al pool?
      —Sí, alguna vez he jugado.
      —Y decime, ¿qué es más fácil: acertarle a la banda o al agujero?
      —A la banda.
      —Bueno, imaginate que la Tierra es una banda redonda chiquitita con un agujero enorme alrededor, y lo vas a entender.
      En esos momentos comenzó a llegar de la calle un estrépito de silbatos, bombos y petardos. Una asistente del profesor, Agnieszka Supernova, entró corriendo muy agitada. (Entre nosotros, se llamará Supernova pero es una enana blanca.)
      —¡Doctor Newtron, doctor Newtron! ¡Nos han encontrado!
      —¿Qué? ¿Quién nos encontró?
      —¡Nosotros los hemos encontrado! ¡“Hombres necios que acosáis a aquél que nació de nuevo”! ¿Acaso creyeron que no lo sabríamos?
      Sí, así es. Lamento decirlo, pero se trataba de Clarita de la Crème, repitiendo los tonos lacrimosos y las poses melodramáticas que en la época de nuestras madres y abuelas le conquistaron tanto afecto entre el público afecto a tales cosas. Acompañada ahora, a diferencia de aquellos tiempos, por toda su cohorte de la Primera Iglesia Universal de la Supina Ignorancia.
      —El conocimiento conduce a la soberbia, la soberbia conduce a la deserción, la deserción nos lleva al quebranto —recitaba su credo con grandes ademanes—. Estábamos embarcados en la misión de librar ese sitio de infamia de los males del saber, cuando descubrimos lo del Huevo Cósmico que está por llegar. ¡Es una señal! El Maestro Ignoramus anunció que volvería. Lo hizo justo antes de que saliera a comprar cigarrillos y no volviéramos a tener noticia de él. ¡Y hoy, que se cumplen dos meses de su partida, aparece ese asteroide! Pues ya lo reza una de sus célebres redondillas:

Dejará profunda huella
en vuestras dos posaderas
al nacer la nueva era
y ver todas las estrellas.

»Dicen los ignorantes que el Maestro escribió esto luego de ser violenta y dolorosamente expulsado de la Sociedad de Fomento de la Cataplasma por desacato tópico y conducta ventosa. ¡Pero nosotros, los únicos ignorantes auténticos, sabemos que es una profecía que está a punto de cumplirse! Todas las condiciones están dadas. Observen, allí están las dos posaderas (señalando a las hermanas que atendían la posada). Y allá, en el cielo, está el Huevo Cósmico del que nacerá la nueva era, que viene de las estrellas y, al caer, nos hará ver las mismas. Dejará una huella profunda en nuestras almas y nuestros pavimentos. ¡Y tú, Heriberto Francisco, lo sabías muy bien!
      —¿Cómo? Disculpe, profesor, pero ¿usted conoce a la señora?
      —Sí. (Suspiro.) Clarita y yo tuvimos... una historia.
      —¡Una historia fraudulenta, Heriberto Francisco! He sido una tonta. Debí haber sabido que sólo fingías interés en mí para que te revelara las profecías del Maestro. ¿De qué otra manera podías saber sobre el Huevo Cósmico? Ahora que lograste lo que te proponías, me botas como a un bote de basura.
      —¡Ya basta, Clara Concepción! Es verdad, lo reconozco: me aproveché de la sequía sentimental y la autoestima en baja de una antigua gloria de las telenovelas para tener acceso a los dogmas secretos del culto al que ahora pertenece, y a partir de ellos elaboré teorías e hice descubrimientos de una manera vergonzosa para un científico de renombre que siempre ha sostenido que tales cosas son patrañas para sacarle el dinero a los incautos. Pero, ¿quién no ha hecho algo así en este país? Pero puedo asegurarte, Clara Concepción, que eso fue así sólo al principio. Luego comencé a sentir cosas por ti...
      —¡Oh, Heriberto Francisco! ¿Lo dices en serio?
      —¡Por supuesto! Clara Concepción, yo...
      —¡Ya basta! —gritaron unos parroquianos desde el fondo, poniéndose de pie—. ¡No solamente están dando un espectáculo lamentable y aburrido, sino que además están todos equivocados! Los asteroides son un invento de las aseguradoras para vender pólizas contra fin de la civilización.
      —¡Mentira! —intervino otro grupo—. ¡La existencia de los asteroides se desprende de su inmanencia como entidades consustanciales de la perpetuidad inefable!
      Por supuesto, eso bastó para que se desatara otro episodio sangriento en la interminable guerra entre ciencia y religión. Transcribo lo que luego fui capaz de discernir en la grabación, entre el ruido de fondo de sillas destrozándose contra espaldas y viceversa, música de pianola y gritos histéricos de bailarinas de can-can:
      —¡El creador puso esa piedra ahí al comienzo de los tiempos para que hoy llegara a terminar con nosotros!
      —¡Ignorantes! ¡Todavía creen en la concepción determinista de Víctor Laplace!
      —¡Dios no juega a las bochas con el universo!
      —¡Abajo la TOE!
      —¡El universo no puede ser producto de la casualidad! ¡A mí ni por casualidad me sale siquiera un huevo frito!
      —¡Olééé olé olé oléééé! ¡Big Baaaaang! ¡Big Baaaaang!
      —¡Qué me vienen con la organización de la materia! ¿Vos alguna vez viste que unos átomos se juntaran para formar una vaca?
      —¡Marche una sopa primordial para la dos!
      —¡Non ascolti la scienza menzognera!
      —¿“Gigantes sobre la Tierra”? ¡Qué hambre que tenés!
      —¡El que no salta es darwinista! ¡El que no salta es darwinista!
      —¡Por favor, señores! ¿Hace falta que tengamos otra representación más del juicio del mono?
      —¡Cornelius, callate y volvé a tu jaula!
      Cornelius no volvió a su jaula. Me tomó de la mano y me alejó del tumulto, en dirección a una mesa cercana al televisor. Una vez acomodados me presentó sus credenciales (impresionantes para alguien de su especie), pidió una Quilmes para acompañar los maníes que irrespetuosamente le tiraban y me dijo:
      —¡Puf! Por suerte pudimos alejarnos de todo ese escándalo. Bien, señor anacronista, supongo que nunca había hablado con alguien como yo.
      —No, la verdad es que nunca había hablado con un astrofísico.
      —Vamos, puede decirlo. No me acompleja en absoluto.
      —Está bien... Nunca había hablado con un jesuita.
      —Bah, no soy exactamente jesuita. Quería serlo, pero ellos tienen ciertos prejuicios... Por otra parte, no puedo decir que me haya perjudicado totalmente. Ahora soy primado de mi congregación.
      —Ah, ¿así que es un primado?
      —Sí, soy un primado. Oiga, qué bueno que no estamos hablando en inglés, o acabaríamos de hacer un chiste espantoso.
      —Lo hicimos de todas maneras; los que no lo agarren de entrada nos van a tirar con el diccionario.
      —Mejor un diccionario que ese adoquinazo que se nos viene.
      —¡Es cierto, ya me había olvidado! Vamos a morir, ¿verdad?
      —Bueno, no sé usted, pero yo todavía no estoy listo para encontrarme con mi creador. Yo mismo lo denuncié por los experimentos que hacía y juró vengarse. Pero volviendo al tema, ¿quiere que le muestre cómo mi congregación se está encargando del asunto?
      —Por supuesto.
      Tomó con una mano la cerveza que acababan de traerle, con otra se llevó un puñado de maníes a la boca, y con otra más cambió el televisor de canal. En un noticiero pasaban imágenes de unos tipos feos y desaliñados vestidos con uniformes anaranjados, que no dejaban de sonreír y saludar a la cámara mientras flotaban en la microgravedad. A uno le faltaban varios dientes; probablemente la muela que orbitaba al más gordo había sido de él. Más que astronautas parecían reos condenados a picar piedras. Quién sabe, a lo mejor funcionaba.
      —Qué raro... El profesor Neutrone me dijo que no se podía hacer nada.
      —No se puede hacer nada. El gobierno organizó esta misión para deshacerse de esos inadaptados que no querían pagar más impuestos. El Señor se apiade de sus almas, si es que los Homo sapiens tienen. Pero ya que iban, podían conseguir unas buenas imágenes.
      —O sea, un fracaso total.
      —Shhh, escuche...
      —... estas imágenes, que acabamos de recibir, serían las últimas que el U.S.S. Havemercy pudo transmitir antes de ser alcanzado por la onda de choque. Repetimos: el asteroide que amenazaba la Tierra se ha desintegrado en una explosión gigantesca. Los datos preliminares parecen indicar que el cuerpo se habría encontrado en su trayectoria con un objeto de un cuarto de la masa de la Luna. Los astrónomos del observatorio de Mont Voyeur informan que entre los restos de la catástrofe habría enormes naves circulares arruinadas de veinticuatro kilómetros de diámetro, así como mapas fotocopiados de la Tierra con las grandes capitales marcadas en rojo...
      —Hummm... Esto va a interesarle al cardenal Sarrasani.
      —¿Por qué? ¿Porque es un acontecimiento tan improbable que puede considerarse un milagro?
      —¿Milagro? No, no, esto de cierta manera es obra nuestra.
      —¿Qué? ¿Cómo que obra suya?
      —Sí... Ahora que todo terminó puedo decírselo, así que va a tener la primicia. Hace unos años se estrelló un plato volador cerca de la sede de nuestra congregación en Paysandú. Rescatamos al único sobreviviente, lo acogimos en nuestro seno, y lo bautizamos con el nombre de Waldemar. Le enseñamos a vivir separado de la mente colectiva de la que formaba parte; aprendió el valor de su individualidad, empezó a gozar y a sufrir como uno de nosotros. Y al fin, cuando estuvimos seguros de que era plenamente consciente de sí mismo y de sus sensaciones, quemamos esa abominación en la hoguera.
      »En ese tiempo aprendimos cómo funcionaba su tecnología, y usamos ese conocimiento para repeler la invasión. Durante años estuvimos llenando los cultivos de formas geométricas irresolubles, para que sus computadoras se volvieran locas al intentar analizarlas. Parece que por fin tuvimos éxito.
      —Está bien, pero ¿cómo encaja el asteroide en todo esto? Ahí sí que hay algo de milagro, ¿no?
      —¡Y dale con el milagro! ¿Qué pasa, usted cree en esas cosas?
      —¿Eh?
      —Bueno, ahora disculpe que lo deje, pero con la situación resuelta tenemos que volver al trabajo de todos los días. A ver si de una vez por todas podemos averiguar qué corno fue la Estrella de Belén. ¡Hasta luego, señor anacronista!
      —Hasta luego, padre Saavedra.
      —La cuenta, señor.
      —¿Cuenta? ¿Qué cuenta...?
      La cuenta me di yo de un par de cosas. Primera: Cornelius se había ido sin pagar la cerveza. Segunda: yo había entendido mal; la cantina no se llamaba “El Hadrón” sino “El Ladrón”. ¿Y quién tuvo que pagar los platos rotos, y además lavarlos? Exacto. Llegué a mi casa después de medianoche, y encima tuve que ponerme enseguida a escribir esto para entregarlo por la mañana. Y ahora que lo termino, me doy cuenta de una tercer cosa: los que Otis guarda en el cajón de su escritorio no son M&M’s, así que más vale que deje de sacarle.

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