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F i c c i o n e s

VIAJE DE VUELTA
Carlos Suchowolski

Argentina

La travesía llegaba a su fin. Según los veteranos, la brisa del oeste, que había estado soplando durante la tarde, traía olor a tierra firme. Desde las últimas horas de la madrugada, el jergón húmedo, el balanceo irregular, los golpes que los remos producían en el agua al otro lado del casco, los crujidos del minúsculo cascarón que lo llevaba de vuelta, mantenían al atlante en estado de vigilia. Una y otra vez, los párpados se le entrecerraban para volver abruptamente a abrirse y, en el fondo de la sentina a oscuras con el que se topaba su mirada, creía ver el mar abierto bajo un cielo negro en el que se encendían y apagaban las estrellas.
      Una sacudida inquietante lo llevó a cubierta. La embarcación avanzaba a través de la bruma, como cercada por fuerzas al acecho. Se dirigió a proa y se apoyó en el caperol con los brazos extendidos. Nada se distinguía a la distancia. De la neblina surgían filas irregulares de antorchas de plata que chocaban con la embarcación y salpicaban chispas de espuma sobre la cubierta. Quizá habían equivocado la ruta; quizá al amanecer, cuando el vapor se despejase, aparecerían en un mar extraño, a punto de encallar en costas desconocidas e inhóspitas o de ir a parar al fondo del abismo. En cualquier caso, en una de esas regiones en las que se entra una única vez, por una fisura accidental del espacio y del tiempo, y de la que escapar resulta poco menos que imposible.
      De repente, el viajero se entregó de lleno a un ejercicio insólito: apoyado en el caperol, comenzó a flexionar los brazos y a volverlos a tensar con ímpetu. Una y otra vez insistía: "¡Sigue, no te desvíes, no te detengas! ¡Sigue!", como si fuera un portentoso niño con la fuerza de un dios que pudiese de ese modo controlar y dar impulso al barco.
      Pasó un lapso sin medida antes de que aflojara el ritmo, pero por fin se quedó inmóvil, en una actitud indolente, al abrigo del tiempo y del significado posible de lo circundante; presa de premoniciones inacabadas y de ramalazos de memoria hechos añicos que escapaban sobre gaviotas fantasmales, las únicas que anunciaban en su mente la cercanía de la meta. Fue como si se hubiera dormido con los ojos abiertos a la oscuridad de la sentina durante esa irrepetible última noche del viaje y estuviese soñando.
      Se llamaba Anisalom y regresaba después de veinte años de ausencia.


El nuevo día lo sorprendió de espaldas, mientras esperaba el despertar del horizonte hacia el que se dirigía. La oscuridad y la niebla iban desapareciendo pero, a través de los intersticios por los que pasaba la luz, no vio más que mar y cielo. Anisalom se pasó una mano por el rostro humedecido y luego por los cabellos largos que el viento alborotaba. Se sentía viejo; viejo incluso para regresar. No obstante, ¿no había sido eso lo habitual en él, a cualquier edad y en las más diversas circunstancias? Ahora le parecía hallarse en el caso del navegante decepcionado que hubiera empleado toda su vida en busca de un puerto dorado; un navegante que continuara siéndolo por inercia, por costumbre y, tal vez, porque ya le fuera imposible asumir cualquier otra finalidad y cualquier otra conducta; un viejo y obstinado marinero incapaz de aceptar que el objetivo ya había sido alcanzado, a pesar incluso de tenerlo delante; convencido, más allá de la evidencia, de que la meta debía seguir estando lejos, siempre más lejos. ¿Y si todo nacía de una simple aunque decisiva confusión de la mente que, pese a su insignificancia, lo había afectado de una demencia devastadora y no estaba de regreso? Dormir y despertar de nuevo lo devolvería a la realidad, caviló.
      —¡Tierra! ¡Tierra! —se escuchó de improviso.
      En efecto, una leve prominencia asomaba y desaparecía a la distancia, oscilando entre el oleaje y las nubes. "¿Qué otra cosa puede ser sino el Continente Medio?", se dijo. La costa que tenía delante no podía ser otra que aquella de la que se había alejado hacía veinte años "para no volver". Allá estaba ahora, acercándosele como el paisaje de un sueño recurrente. Allá —"¡Qué paradoja!"—, como meta de otro de sus viajes.
      Por un momento permaneció perplejo. "¿De modo que así tenía que ser?", se dijo, "¿Veinte años a través del mundo para, un buen día, regresar?" ¡Pero si más de una vez se presentaron auténticas razones para hacerlo y todas fueron desdeñadas o refutadas! Su madre, que ya se hallaba enferma cuando la partida, había empeorado, pero volver para verla lo consideró insensato. ¿Qué habría solucionado?; ella habría podido morir en el curso de su viaje de vuelta; algo que habría podido suceder mientras se alejaba por primera vez. O quizá se hubiese mantenido viva justo durante el tiempo que él hubiese programado para la visita, un tiempo limitado de antemano, por supuesto, por supuesto siendo él como era. En todo momento le pareció obvio que no podría organizar un reencuentro conveniente y útil, y del mismo modo que no se avergonzó entonces por aquellos cálculos tampoco lo hizo ahora al recordarlos, aunque una sensación venida de algún más allá perteneciente a sí mismo lo estremeció. En cuanto a los amigos, tampoco reaccionó a la llamada de los que estuvieron en dificultades, ni a la interrupción inesperada y oscura de noticias de los más queridos. La preocupación no lo llevó más allá de preguntarse muy de cuando en cuando: "¿Qué habrá sido de ellos?", como si se lo preguntara al cielo, a los dioses, a los más elevados poderes capaces de saberlo, pero con los cuales también había perdido contacto. Entonces, ¿por qué volvía precisamente ahora, cuando no tenía ningún motivo concreto para hacerlo? ¿Tal vez por la ausencia de todo motivo, por puro juego? Anisalom dejó escapar una sonora carcajada: a las olas, a la tierra emergente, a los recuerdos fantasmales. Alzó los brazos y golpeó la barandilla con las palmas abiertas. Cada lugar al que había arribado lo había invitado a continuar más allá, cada vez más lejos de la tierra natal, hacia el este. En aquel entonces le quedaba casi todo por conocer. Quizá quedasen cosas todavía. No obstante, el interés de aquellos tiempos no había permanecido incólume. Una mañana descubrió que el aburrimiento había comenzado a tejer su tela de araña (lo desconocido llega a imaginarse demasiado similar a lo visto, y el miedo irrumpe con la fantasía de que ya se ha visto todo, de que no queda nada más por ver en los años que resten) y le pareció que pronto se cumpliría una remota y ya desdibujada revelación. "Sí", se dijo, "Había llegado la hora de detenerse y volver." Como si lo decidiese de nuevo, por segunda vez. Se vio otra vez al final del gran círculo que habían trazado sus viajes y sus búsquedas y se sintió prisionero en él de fuerzas ininteligibles. Repasó en un instante los últimos signos que había advertido: "Signos innumerables provenientes del cielo y del mar, enviados a través de la luz, por medio del sonido, por mediación de una innumerable variedad de seres." Se preguntó si sería posible para alguien guiarse acertadamente entre tantos mensajes sobrenaturales y responder con la mejor conducta. En ese momento un vaivén brusco de la embarcación le hizo perder el equilibrio. Vio la herida del Mar abriéndose para recibirlo. Una mano le aferró el brazo y pudo sostenerlo, pero presa del vértigo continuó cayendo. Mientras lo conducían de vuelta al jergón medio desmayado, dijo al patrón cuyo nombre era otro:
      —Ya voy..., Benisalem, un momento... tan sólo... amigo mío...


Cuando regresó a cubierta pudo apreciar la orilla con mayor nitidez. Tenía el malestar propio de una reciente borrachera y la cabeza le daba vueltas llena de pensamientos fragmentados y confusos, como si acabara de levantarse esa mañana y lo anterior hubiera acontecido en sueños. Unas minúsculas formas blancas y unos escasos colores brillaban al sol en el horizonte. "¿Cómo estarán las cosas en Enfistia? ¿Y en Lumiom...?", se preguntó reanimándose. La idea de que habría de encontrase con grandes cambios le provocó una expectación similar a la que tantas veces había experimentado desde la lejana partida. Después de todo, ¿qué sitio puede ser más insólito, más sorprendente, que aquel que se ha dejado veinte años atrás? ¡Ah, cuánto placer prometía una visita al templo de Enfistia (¿o a sus ruinas?)! ¿Y un paseo por la plaza Solar que no habrá desaparecido en tan sólo un par de décadas? O, mejor aún, recorrer las calles más recorridas y menos disfrutadas en aquellos años que, con tantos cambios, ¿acabarían por parecerle otras calles, de otras ciudades?, muchos de cuyos nombres ya no era capaz de recordar. Ahora, a la vista de los primeros aunque aún lejanos detalles, volvía a sentir que no regresaba a la tierra donde había crecido, pero no porque la Atlántida no fuera el destino real del viaje. Lo era, ahora no estaba soñando, ni se confundía al respecto como había especulado antes, ni tampoco se trataba de la incredulidad de un loco. Estaba despierto y lúcido y ahora lo comprendía; porque es a la inversa: sólo se regresa en sueños y nunca en la realidad. Allá estaba el Continente Medio y a pesar de todo viajaba hacia un mundo desconocido. Sí, hacia un nuevo mundo desconocido; un mundo al que la propia ausencia había transformado en extraño.
      Llegaron al atardecer. Anisalom se propuso dirigirse a la casa de Benisalem: a esas horas ya no lo encontraría en el sitio donde antiguamente solía montar el puesto de pescado. Se pasaría la noche bebiendo con él, y mucho más que hacía veinte años, cuando la despedida. Esta vez no provocaría sonrisas condescendientes, ahora era un hombre cabal. Benisalem no daría crédito a sus ojos. "Nunca se creyó las cosas de inmediato", recordó Anisalom. Cuando lo tuviera ante sí: "¿Tú, Anisalom?", diría, "¡Nunca me han gustado las bromas, y menos si me las quiere gastar un extranjero!", haciéndose no obstante a la idea, con cautela, como en secreto consigo mismo, para, al fin, todavía entre reparos y recriminaciones, lanzarse a abrazarlo con fuerza, repitiendo y repitiendo: "¡Es de no creer, es de no creer!" Luego vendrían las preguntas, esas que no esperan una respuesta y las desean todas. Todo esto si Benisalem vivía y si continuaba en la misma casa.
       —¿Benisalem? —exclamó un hombre sin detener su camino.
      —¿El que hace muchos años mató a sus padres mientras dormían golpeándoles la cabeza con un mazo de piedra? —añadió una voz que ocultaba de inmediato el rostro.
      —¡En la Isla de los Locos: ahí debería estar!
      —¡Sí, búscalo en la Isla de los Locos!
      —¡Entre los locos, sí! —gritaron envalentonados algunos mientras otros se reían.
      Y él retrocedió acobardado.


Se había abandonado contra un pilote del muelle y seguía con la mirada los movimientos del agua oscura que golpeaba contra la piedra y la madera. "Demasiados signos para un sólo hombre", musitó. La noche ocultaba los pormenores de la ciudad. De los sedimentos más recientes sólo se apreciaban los ángulos cerrados que se formaban al pie de las sombras. El tiempo evitaba ser visto a la luz de la luna y Anisalom sólo contaba con el ruido del agua para seguir su ritmo. Batiendo la orilla y enturbiando los detalles, el líquido vaivén y el tiempo se confabulaban para pergeñar un viejo día del pasado que se había desdibujado. Un día que buscaba la superficie a través de aquellas capas que la realidad había superpuesto con un trabajo de años, y que a pesar de ello se proponía despuntar por la mañana, cuando pasara la resaca. Quizá a instancias del instinto incontrolable de supervivencia, siempre dispuesto a resucitar a los muertos; de la desesperación de quien se ahoga en la irreversible fugacidad de la vida y apela a engañosos aunque sólidos socorros, sólidos y engañosos como ese pilote negro del que bastaba... desprenderse. Al cabo de un rato sin medida, hipnotizado por el balanceo de aquella superficie oscura que parecía llamarlo con la dogmática paciencia de la muerte, ya no supo si recordaba otras noches de otros puertos o si imaginaba las que habría vivido si no hubiese regresado.
      —Yo podría ayudarte —susurró una voz sibilina, desde el otro lado de la calle.
      Anisalom tardó unos instantes en descubrir la silueta que se separaba un poco del muro o que salía de un umbral invisible y se perfilaba a la luz de la luna. Se imaginó espiado, asaltado, empujado al agua o estrangulado. Se le ocurrió que su otro yo se había materializado para facilitarle el suicidio. A instancias de un impulso fue al encuentro de la incertidumbre, alejándose por las dudas del borde.
      —No temas, tengo lo que necesitas —dijo el individuo sin inmutarse. Iba embozado. Anisalom vaciló—. Es un caballo extraordinario —siguió diciendo como si concluyese una conversación que se hubiese iniciado mucho antes—. Con él llegarás mil y hasta dos mil veces más rápido— y tiró de las riendas que sujetaba con una mano haciendo aparecer de entre las sombras una negra y briosa cabeza de centelleantes crines.
      Anisalom se puso a la defensiva:
      —Es absurdo continuar el viaje. Además, es tarde. No hacen muchas vueltas de clepsidra que he desembarcado. Pero, ¿cómo puedes saber lo que yo aún no he decidido, lo que habré de preferir, si tomar algún rumbo, si seguir buscando...? No sé qué es preferible. Aún no sé a dónde ir. Y realmente, no quiero ver a... nadie.
      —Con este caballo, podrás atravesar el continente en una noche. ¡Una sola noche no es nada! —insistió el individuo.
      Los ojos brillaron sobre la mancha negra. Anisalom volvió a sentirse conducido por fuerzas imbatibles pero tentadoras, superiores y ajenas a las propias aunque en él encarnadas. De nuevo tuvo la impresión de estar soñando sobre el jergón húmedo, cerca del chocar de los remos con el agua; un golpeteo ahora sordo, distante. Quizá despierto e imaginándose los ojos del animal en el agua oscura del muelle, dos burbujas negras mecidas por las olas. Tal vez fuese un fenómeno que no estaba ocurriendo en la realidad y lo más sensato fuese esperar a que se desvaneciese por sí mismo, en el curso de la ensoñación. Aplacado de este modo, sintiéndose protegido por la irrealidad, aceptó el trato: "No te preocupes por devolvérmelo", le dijo el individuo con la familiaridad que suele conquistarse turbiamente y acaba pesando como una lápida y una culpa, "volverá a mi lado por su cuenta cuando haya dejado de servirte." Anisalom tuvo la certeza de que sacaba unas monedas de su bolsa y las dejaba en la mano abierta del desconocido, pero al instante ya no era capaz de concluir si eso había sucedido o si de ese modo conjuraba su arrepentimiento por no haber cancelado esa deuda.
      No registró el momento en que montó al animal, ni cuándo dejó atrás el muelle, al misterioso noctámbulo y a la ciudad de Enfistia. Como si hubiera mediado un sortilegio, se encontró cabalgando con incomprensible suavidad en mitad de la noche cerrada, francamente agotado, cayéndosele por momentos los párpados. "Es... un... sueño, no puede... ser... otra cosa", se decía, mientras se adormilaba en la silla. Y mientras se dejaba llevar sin preocuparse alcanzó a vislumbrar una brecha en la oscuridad, la sonrisa de blancos dientes perfectos de la luna menguante, la llama de una lámpara en el epicentro de una fiesta perdida, el rasguido de unas cuerdas melancólicas cuyas primeras notas lo condujeron definitivamente al sueño.


El amanecer lo sorprendió sobre el cuello de un caballo negro, de carne y hueso. Al parecer hacía algún tiempo que el animal se había detenido esperando que Anisalom tomara la iniciativa.
      Era difícil de creer y se restregó los ojos. Los sucesos de la noche pasada le vinieron incompletos a la memoria. Recordó que se había dormido creyendo que se trataba de un sueño. No obstante, ahora estaba despierto y ante sus ojos se extendía un amplio valle que reanimaba antiguas vivencias. Sombras grises y gordas de nubes pasajeras entramaban el suelo remendado de verdes y marrones, de viña y monte pelado salpicado de casas, rosadas unas y otras terrosas, que parecían rocas cuadradas desprendidas de la precordillera. "¿Por qué me has traído hasta aquí?", le reprochó al caballo, "¡tan lejos!" Pero ya perecía tener sentido ponerse a reconstruir los acontecimientos de la víspera y se dejó llevar por la visión que tenía delante, propenso a revivir las sensaciones del pasado remoto, a considerar incluso que los hechos de entonces se estaban repitiendo. Veintidós años atrás, camino de Enfistia "por última vez" (porque ya nunca habría retorno ni repetición posible de aquel reiterado trayecto), se había detenido en ese mismo sitio, y se había vuelto para contemplar la aldea natal que dejaba "para siempre". Muchas veces antes se había detenido allí del mismo modo, cuando tras volver de Lumiom para las fiestas anuales partía de nuevo, terminada la breve visita. Acaso aquellas habían sido meros entrenamientos para la última, para la verdadera despedida. Pero ahora esa "última" pretendía convertirse en una más de las otras. De nuevo estaba ante al valle donde había nacido, y sin explicación ni justificación posibles. ¡Esto sólo tenía sentido como reproducción fantasmal del pasado, porque... todo era tan... tan parecido a aquellos años. Allá abajo bien podía estar su madre, viva aún, saliendo a la puerta de su casa a barrer su parcela de calle, o yendo a comprar algo para la comida del día, inclusive postrada, enferma, a punto de morir, pero no muerta. Tan similar aunque distinto. Era evidente que ninguna ensoñación era capaz de devolverlo a aquellos tiempos ya sellados por la muerte. Hasta para los sueños estaba escrito que en esa aldea no hallaría más que un sepulcro, sin duda el más abandonado y triste, testimonio real, visible, palpable que identificaba el lugar en que se desintegraban los restos de su madre; una madre que había perdido a sus hijos antes de morir y para siempre. Podía bajar y comprobarlo: ¿bastaría eso para desvanecer la fantasía porfiada de adolescente reacio a la evidencia de que todo lo que pertenecía a su mundo, no sólo él mismo sino todos los seres y todas las cosas que había conocido, tocado, visto, era etéreo, mutación más —parálisis, demencia, transmigración—, mutación menos? Podía bajar y comprobarlo, pero lo inhibía, y así se lo explicó a sí mismo, la idea de entrar en escena. Se dijo que la aldea, al cabo de tantos años, sería el escenario de una representación improcedente. Que se hallaría poblada de caras desconocidas o enmascaradas por el tiempo, de personajes cuyas miradas no perderían ni un instante en intentar adivinar quién era o en descubrir que bajo la piel quemada por tantos soles extranjeros estaba el antiguo compañero de juegos infantiles y de búsquedas adolescentes. Que ropas de otras tierras, maneras cosmopolitas, palabras alejadas de los viejos modismos —incapaces de reproducir los actuales—, el acento apátrida adquirido por la voz y sus propias miradas irreprimibles de asombro bailando sobre los detalles, los olvidados y los novedosos, que eso, que todo eso, serían disfraces demasiado eficaces, capas de una piel imposible de arrancar. ¿Que, en todo caso, podría desempeñar el papel de hijo que vuelve para visitar la tumba de su madre después de veintitantos años? Eso sería una mezquindad, se dijo, y ordenándole "¡Vamos!" al caballo lo hizo volver grupas y salir a la carrera: Anisalom continuaba siendo incapaz de tributar a la muerte.
      "¡Vamos!", repitió, espoleando al caballo, "¡Vamos a Lumiom!"
      Todo volvió a deshacerse en la noche, la misma y única noche que iba a ser apenas nada, y Anisalom se encontró, como había deseado, a los pies de la Ciudad Central de Lumiom. Sí, ese había sido el mayor deseo de su viaje, porque en esa ciudad, veintidós años antes, había amado con un amor de primavera, verano y otoño; y porque allí y ahora ansiaba volver a amar, aunque sólo fuese un instante, tanto como lo había añorado durante muchos inviernos.


Las anchas caderas de Emalisa se acomodaban en el recuerdo de Anisalom mientras subía las calles sinuosas de Lumiom. Los primeros rayos del sol resbalaban monte abajo, colándose por entre las casas blancas con un pálido amarillo que las marcaba con vetas cálidas y prometedoras. En la medida en que se adentraba en el caserío, Anisalom redescubría los viejos rincones adolescentes, vacilaba entre rumbos probables y retrocedía, para avanzar luego por otros vericuetos de la memoria, que se desplegaba poco a poco sobre el monte, sobre la ciudad, sobre las piedras húmedas de las calles, sobre las paredes rugosas y torturadas. El tiempo tampoco había dejado de trabajar allí, en su ausencia. No obstante, todo para él se pintaba en el acto con los antiguos colores y las formas rememoradas. Mientras los pies subían paso a paso la cuesta, las anchas caderas desnudas giraban y se tendían boca abajo, sobre el lecho, como hacía veintidós años: llenas de luz, de magnetismo, frescas.
      Tenía que ser al final de la calle, justo antes del barranco, precisamente la quinta, sí, la quinta casa: una, dos, tres, cuatro... No, ¿se habría equivocado? Desanduvo la callejuela. Pero, más allá... No. ¿Y un poco antes? Tampoco; esa era la calle, y era la quinta casa. Se dirigió a la cuarta y llamó a la puerta. En efecto, le dijeron, aquí al lado, una familia de mujeres, la madre y sus siete hijas y las hijas de las hijas, hasta que se produjo aquel vendaval que derrumbó sobre la casa ese árbol grande que crecía al borde del barranco y que, ¿lo ve?, sigue ahí volcado sobre las ruinas. Fueron muchos los daños, y las hijas no quisieron reconstruirla. Algunas ya se habían marchado y las que quedaban no quisieron. La madre, creían recordar, quedó abandonada a su suerte y durante un tiempo siguió viviendo ahí, entre los escombros, hasta que un día no volvimos a verla. Sí, la casa, ahí está, justo al lado, completamente en ruinas desde entonces. ¿Emalisa?, ya no recordaban cuál de las hijas se llamaba así. No, repitieron con marcada impaciencia, con ganas de cerrar la puerta y de volver a la mesa servida. En fin, uno ya no se acuerda; uno, con el tiempo, olvida. Y nadie sabe qué fue de ellas, aunque... Habrán seguido dedicándose a lo mismo, ¿qué otra cosa iban a saber hacer después de tanto tiempo de dedicarse a lo mismo?
      El agua de lluvia y los vientos lavan y barren las calles. Los barrancos se enlodan y las casas del monte se limpian. Esa mañana no había lluvia ni viento, pero Anisalom bajó a los tumbos por las calles hasta el pie del monte, donde se abría el campo, como un guijarro sin rumbo, al compás de unas anchas caderas que palpitaban en sus sienes, palpitaban en sus sienes, sin desvanecerse, sin desvanecerse.


Despertó en medio de una resaca que como un barco a través de la tempestad lo arrastraba otra vez hacia el este, más allá del océano. Se hallaba al pie del monte, de espaldas a Lumiom, junto al árbol donde había dejado atado al caballo negro. Ahora no lo veía, ya no estaba ahí: ¿un signo, tal vez, de que ya no tenía más destinos? Desamparado, lo invadió un escalofrío y se vio por un momento arropándose en una cama familiar, buscando el abrigo de las mantas. En algún lugar, debajo, entrechocaban unos vasos vacíos que rodaban de un extremo al otro de su cabeza. Concentrándose, intentó hallar detalles singulares en el espacio desolado que se abría ante él, y la llanura vacía se hizo extrañamente real. "La magia me ha abandonado", se dijo, "pero hallaré a Emalisa, aunque sólo cuente con mis propias fuerzas." Después de todo, quién podía hacer algo que no fuera él mismo: no había seres en el Universo capaces de valorar el significado que para él tenía el reencuentro, saber de su vida, desvelar la historia ignorada. ¡Ánimo!; tal vez siguiese en la ciudad sin que sus vecinos lo supieran, o al menos alguien que la recordase todavía, que hubiese mantenido con ella alguna relación. (¿Esta perspectiva sería la que lo había desarmado? ¿La habría dado por perdida para siempre antes que enfrentarse a una alternativa como esa: Emalisa con otro?) Anisalom se abofeteó imaginariamente; había estado a punto de destrozar sus ansias a la primera desilusión, avivándola inclusive antes de tiempo con la negatividad que lo caracterizaba. "¡No me lo volveré a permitir!", se propuso. Contra viento y marea, volvería a subir e insistiría. Buscaría la respuesta en el rostro de las gentes, en la mirada huraña o agresiva de los perros, en la posición de las piedras y en el pestañear de los postigos.
      Era mediodía. El sol y las paredes blancas hacían sofocante la búsqueda. Las sandalias de Anisalom resbalaban de tanto en tanto sobre las piedrecillas. Por lo general, los perros le huían. Por lo general, pares de ojos seguían, a través de los postigos entornados o desde las puertas ligeramente abiertas a pesar del calor, el deambular en círculos del extranjero. Llevaba así varias horas, la cabeza ardiendo, de cuando en cuando agachándose para recoger una piedrecilla que sopesaba o mordisqueaba un rato para arrojarla lejos o para guardársela entre las ropas. ¿Qué descubría en unas que no encontrara en las otras? La gente, que lo vigilaba como a un loco suelto, procurando no perderlo de vista y atenta a trancar puertas y ventanas en cuanto se manifestara agresivo, pensaba: "¿Habría oro en nuestras calles y no nos habíamos percatado?", pero aún así se contenían y no salían de sus casas, y sólo fantaseaban con la atractiva idea de capturar al loco a quien, de una forma u otra, podrían matar entre varios en el momento oportuno para quitarle todo el oro que estaba recogiendo de sus calles polvorientas. "¿Quién podrá ser? ¿Presagiará algo malo?", se preguntaba al mismo tiempo un rumor permanente que escapaba de las casas con el vapor de las verduras y del pescado hirviendo. Él se mostraba a todos y a todas las cosas, pero nadie le daba noticias y nada descubría. Por fin, se encontró de nuevo frente a la casa en ruinas, y sin detenerse se metió en el terreno. Parte de la pared del frente se mantenía en pie y soportaba medio techo, el lado derecho estaba aplastado y disperso, una pila de escombros bajo el árbol ya reseco que había causado el desastre. Vencido y agotado, apoyó la espalda contra el muro y se dejó deslizar hasta quedar sentado en el suelo, las piernas flexionadas, abrazadas contra el pecho, el mentón entre las rodillas, las rodillas clavadas en las mejillas rojas.
      —¿Conque buscas a Emalisa? —irrumpió una voz chirriante a sus espaldas.
      Anisalom levantó sorprendido la mirada: una vieja maltrecha, encorvada y cubierta de harapos que olían a humo de basura quemada, agitaba un bastón y volvía a apoyarlo con premura en el suelo. De un salto, Anisalom se puso de pie:
      —¿Sabe usted dónde está, dónde puedo encontrarla? —dijo sin poder contenerse.
      —¿Después de tantos años quieres volver a verla...?
      Se quedó estupefacto: ¡esa vieja lo había reconocido, quizá lo había estado siguiendo, de algún modo sabía que acababa de llegar y para qué! ¿Habría estado incluso esperándolo? Se enjugó el sudor de la frente. ¿La madre, que continuaba ahí, entre las ruinas, absurdamente vigilante, protegiendo todavía un mundo a todas luces perdido?
      —¿Usted vive aquí, es usted...?
      Ella no pareció escucharlo, insistía:
      —Ha pasado demasiado tiempo —y él, al unísono con ella, sintió que en su cabeza su propia voz le decía lo mismo.
      —¿Tanto? —musitó con miedo.
      "Hipócrita, como siempre", pensó, recordando la imagen de la madre de Emalisa que se había forjado una noche de resentimiento, y olvidando los atenuantes, aquellos que elaborara después, con el paso del tiempo. "Sólo que ya no queda nada de aquella máscara de amabilidad."
      —Pero, ¿qué ha sido de Emalisa? ¡Por piedad...!
      —Fue la única que no se fue, la única que se quedó con su madre, como debía ser. Hasta que se la llevó el diablo. —Anisalom estuvo a punto de reaccionar como un látigo, pero la vieja continuó:— Pero ella supo siempre que regresarías y antes de dejar de ser me confesó que habías sido el único a quien de verdad había querido. "Su amor más grande", repetía.
      Las conclusiones sobrevinieron vertiginosamente:
      —¡No fue una confesión! —exclamó Anisalom fuera de sí—. ¡Fue un reproche! ¡Me acusaba! ¡Vieja bruja, has venido para eso, para echármelo en cara! —y extendió las manos hacia ella, pero no pudo avanzar ni un solo paso.
      La vieja separó los labios y mostró una sonrisa desdentada y carnavalesca.
      —¡Bah, sigues siendo el de siempre! ¡Sigues tardando más de la cuenta en hacer algo! —dijo, y dio media vuelta ignorando la amenaza.
Ilustración de Valeria Uccelli
      De espaldas y ante la mirada atónita de Anisalom, pareció reducirse a una sombra negra recortada contra la pared derruida. A un palmo había una grieta de casi medio metro que daba al interior de la casa y él vio, espantado y maravillado al mismo tiempo, cómo la sombra se deslizaba y se escurría por ahí.
      Cuando supo reaccionar, se precipitó por la abertura. Del otro lado se extendía un pasillo irregular entre escombros y desperdicios. No se veía bien y podía estar escondida, pero él habría jurado que en ese sitio no había nadie. Dedujo: "No era la madre, era la Muerte." Pero de inmediato se le ocurrió otra explicación. "No, no tiene sentido": Emalisa era sólo unos años mayor que él, y además una mujer muy saludable. Si él tenía ahora cuarenta y ocho... ¡Cuarenta y ocho!, se escandalizó. Se palpó con urgencia la piel del rostro para reconocerse como habría hecho un ciego con la cara de otro, y percibió algunas arrugas. "¿La miseria extrema, la mala vida? ¿Pudo volverse huraña, rencorosa, desarrollar la maldad hasta ese extremo?" Le parecía ridículo: la vieja tenía el aspecto de un cadáver, de una momia con más de cien años. ¿De quién se trataba realmente? ¿De quién que supiera tanto, no sólo de Emalisa, sino también de él, y con esa precisión minuciosa, mayor incluso que la de su memoria? Las palabras de la vieja resonaron en su mente: "...el único a quien de verdad...", ¡"el único"!, ¡"su amor más grande"!, y en la sonrisa que asomó a sus labios Anisalom saboreó la vanidad. ¿Y si todo había sido construido por esa necesidad suya de envanecerse? Envanecerse para escapar de la angustia, para soportar la soledad, para evitar la ausencia definitiva, sin esperanzas, la vieja y persistente carencia. Apretó los dientes borrando la sonrisa del engaño y penetró, sin pensarlo, en la casa.
      Ya no quedaba nada. No estaba ni la mesa grande, donde ella solía comer, a la derecha de la madre, junto a las hermanas y las niñas; ni el pesado arquibanco, sobre el cual se habían depositado incontables compensaciones simuladas, impuestos aparentemente pagados por su parte; ni el catre donde la viera una vez, la última vez, recuperándose del exigido aborto que él no supo evitar. Pero, uno a uno, reconstruyó todos los muebles y los personajes, y la música de los amigos reunidos, y los bailarines de muchas noches de fiesta, y un buen número de situaciones y sucesos, nimios o cruciales, en los que se había visto involucrado y que latían aún en su memoria. Entretanto, una parte alerta de él esperaba, con el corazón oprimido, que en cualquier instante se materializase Emalisa, y la lámpara ardiese de nuevo, inundando de luz todos los rincones y despertando las imágenes aletargadas en las sombras y la vida enterrada bajo el polvo y los indicios. Y la música, y el baile, y el amor, y el amor...
      —Lo sabes, y sin embargo porfías: es inútil, ya no volverá a suceder —dijo una voz como un martillo desde la oscuridad.
      —¡¿Tú, de nuevo?!
      —Acércate, no temas... —dijo la vieja y le tendió una mano angulosa que se recortó como una daga dentada contra la luz que atravesaba la grieta.
      Anisalom ahogó un grito: la mano era tersa, delicada, joven. Dejándose llevar, acarició con devoción esa mano para aprisionarla enseguida con ternura. ¿Qué había sido del tiempo? El corazón en su pecho permanecía en un latido sostenido e intenso. No le importó haber sido embrujado. No se arrepintió de nada y abandonó todo temor, como si se hubiese resignado ante la muerte. Y asistió, en menos de un fugaz segundo, al asalto de varios bailarines fantasmas que brotando de uno de los muros recorrieron la estancia de extremo a extremo para desvanecerse a través de la pared opuesta; la explosión intempestiva de carcajadas piadosas con aliento a vino y el entrechocar de vasos por encima de su cabeza que se apagaron en un eco; la luz del sol en plena mar y el mar azul que ondulaba las sombras de los remos que bajaban, subían, bajaban, subían, devolviéndolo entre amenazadores crujidos a la oscuridad total. Total, sí; la grieta ya no estaba, o se había hecho de noche. La mano sudada buscó la de ¿Emalisa?, ¿la de una extraña vieja?, ¿la de un demonio que lo había perdido? Giró en redondo, intentando orientarse y sufrió un mareo. Se apoyó en las paredes y caminó junto a ellas, cuidando de no tropezar con los escombros. Pero el suelo era liso, aunque inclinado, y pensó que debía cuidarse de no resbalar sobre unos vasos abandonados que golpeaban entre sí a destiempo, tal vez debido al vaivén del barco. De repente sintió aire fresco en el rostro y descubrió que se hallaba en la calle. No era, sin embargo, el callejón de Emalisa; era una calle ancha, iluminada por sucesivas farolas de aceite. Desde un lugar indefinido, llegaba a sus oídos un grito monocorde: el amanecer era inminente y sereno; desde otra calle se escuchaba el ruido de un carro que rodaba sobre adoquines; desde un recodo venía el canto ronco de un marino trasnochado que arrastraba la propia sombra de pared a pared. ¡Sí, un marino: vio la sombra durante un instante en el momento en que doblaba la esquina! ¡Pero, en tal caso, esa ciudad no podía ser otra que Enfistia, una Enfistia con calle de adoquines y farolas, como... como... una que recordaba mucho más al norte y mucho más al este! ¿Y eso? ¿Cómo había sido posible? ¿El caballo negro? Desesperado, confuso, se volvió hacia la casa de la que había escapado y entró en ella en procura de una respuesta escamoteada por el tiempo, quizá mal escuchada hacía ya treinta años. El lecho de Emalisa debía estar muy cerca, contra el lado izquierdo, como aquella noche en que volvió a visitarla. Debía verla de nuevo y perseverar; debía conseguir que las cosas no fueran como serían y se perdieran para siempre.
      El cuarto estaba en penumbras, al fondo un tenue rosa del cielo crepuscular dibujaba el perfil gris de una grieta. Anisalom se dio contra la pared y cayó sobre la cama, rebuscó entre las mantas y, como si hubiera caído por la borda y fuesen olas embravecidas, luchó con ellas y se dijo hasta quedarse dormido: "Tengo que volver, tengo que volver..."


Una voz despierta a Anisalom recordándole que tiene que embarcar y que se está haciendo tarde. "¿Embarcar?", se pregunta Anisalom mientras se restriega los ojos. "¡Ah, sí!", al fin había decidido marcharse; anoche le habían dado la fiesta de despedida. Como un sonámbulo, cruza el cuarto tropezando con unos vasos abandonados en el suelo que alguien recoge a sus espaldas. Mientras se lava, contempla en el espejo la juventud que escapa; el vapor del agua caliente produce un halo en torno de la imagen, avejentándola hasta hacerla parecer un recuerdo. Se deja llevar por la fantasía de verse a sí mismo como desde un tiempo futuro, pasados veinte años o más. Una evocación nace de su propia imagen: Emalisa sube una verde pendiente próxima al río mostrando las piernas mojadas, se vuelve, lo mira, mira esa imagen de él, joven, que se pierde en el fondo del espejo, y le tiende una mano fresca, de una piel de la que lamenta haberse separado. El reflejo se desdibuja detrás de una nube de vapor que se eleva de la pila.
      —Gracias, Benisalem —dice al hombre que acaba de verter más agua.
      ¿Y si en lugar de dirigirse al puerto arrendara un caballo increíble y...? No; ya no es posible; el tiempo lo arrastra en la dirección opuesta, lo saca de la casa de Benisalem, lo destierra de Enfistia, lo deposita sobre la cubierta del barco en el que había decidido partir esa mañana. Queda, no obstante, la alternativa de arrepentirse (¡podría simular que regresa, que el plan no era otro que un corto viaje de ida y vuelta, y correr hacia Benisalem para estrecharlo en un fuerte abrazo como si en realidad hubieran pasado muchísimos años, aunque sin sus consecuencias previsibles!), pero se siente incapaz de esa hazaña, la hazaña de mostrarse cobarde, de volverse contra la corriente de los acontecimientos sólo porque va siendo presa del miedo. ¿Acaso un síntoma de la vejez que asedia? Desde la popa se puede ver la ciudad que ha abandonado. La curiosidad vuelve a animarlo: ¡será todo un espectáculo observar, por primera vez en la vida, cómo la costa, ese límite que parecía infranqueable, se va alejando hasta perderse de vista!, ¡contemplar cómo empequeñece la gente que ha venido a despedir a los navegantes!
      Una mano se alza por encima de las cabezas.
      —¡Benisalem! —grita con todas las fuerzas— ¡Adiós, Benisalem! —y la mano responde al reconocimiento.
      "¿No te volveré a ver?", se pregunta, y recuerda a su madre enferma, y a Emalisa... "¡Emalisa!": pese al tiempo transcurrido desde el desenlace, nunca antes había experimentado esa sensación tan intensa de estar separándose de ella. Quizá el saberla próxima le dejaba la posibilidad inconsciente de un reencuentro, ocasional o voluntario. Ahora está a punto de interponer una distancia enorme entre ambos, un océano, que él ya percibe tan efectivo, tan eficaz, tan irreducible.
      El aviso de la partida produce un eco en la cabeza de Anisalom. Ya largan las velas, el viento comienza su trabajo. La distancia imaginaria va cobrando materia: la mano de Benisalem desaparece, su madre muere, Emalisa envejece. Anisalom se tambalea junto a la barandilla y la mirada resbala hacia el abismo que se abre en medio de la espuma, largos cabellos canos del mar como los que coronarán un día su cabeza. La boca llama, seduce, lo reclama, y las olas rompen en el centro del grito, ahogándolo por un instante. Quién sabe; quién sabe cuál es el mundo verdadero. Y de nuevo el océano inmenso, la distancia, la costa desaparecida. Anisalom deja escapar una honda a la vez que insegura carcajada. "Desiste, dios del mar; no lograrás asustarme", exclama, y le da la espalda "para siempre" en un deseo de borrar la visión que no obstante se agiganta detrás de él, extiende un tentáculo terrible y lo alcanza con un latigazo húmedo, frío, salado de espuma que crepita hambrienta. "¡Por piedad...!", suplica sin volverse. La cubierta se extiende entre dos filas de remos que suben y bajan ayudando al viento. La proa abre en dos el mar y el tiempo al unísono. El movimiento de las olas lejanas encandila a Anisalom que, por un instante, vuelve a cabalgar sobre las aguas de la esperanza. Cruza el barco y contempla el horizonte. ¿Cómo serán los mundos a cuyo encuentro viaja? ¿Qué hallará en ellos que no sea posible soñar, imaginar, inventar? A lo lejos, en el este, emerge una tierra fantástica, mera réplica de la que ha dejado atrás, y el ensueño acaba de inmediato consumido por una pesadilla: Anisalom tiene de repente la sensación de que regresa, de que vuelve después de veinte años de ausencia y, desesperado, hunde el espejismo tras el horizonte. ¿Una doble premonición? Es posible, todo es posible en el futuro que se abre mientras la embarcación se mueve. Más allá del alcance de la vista, más allá de las tierras remotas, puede estar la tierra que ha dejado; porque el mundo podría ser redondo como una naranja, como escuchó alguna vez. A sus espaldas, la Atlántida puede hundirse, hundirse incluso antes de que a él se le pase por la cabeza la idea misma del regreso —¡pese a todo, a alguien como él podría ocurrírsele algún día! ¿Algún día?, pero... pero si es como si ya se le hubiera ocurrido; incluso como si lo hubiera puesto en práctica y como si... ¡como si se estuviera marchando por segunda vez!
       El joven Anisalom se pasa una mano por el rostro humedecido: "¿Dónde está ese sitio en el cual lo inacabado continúa, ese tiempo donde lo que no ha sucedido se repite?" La mano pasa sobre los ojos, la nariz, los labios, enjugando las gotas de agua en un pase de magia y la imagen del rostro avejentado por el vapor reaparece.
      Benisalem insiste: se hace tarde (¿como sucede siempre?) Acompáñame —un momento tan sólo, amigo mío— al interior de la memoria: máscaras, gestos trazados de una vez para siempre, miradas congeladas como las de los pescados presos en las redes del recuerdo, miradas congeladas en un momento del llanto, del amor, de la tristeza, del goce, de la melancolía, pero capaces aún de representar para nosotros nuevos actos, propios de algún futuro probable, deseado o temido; el que quizá les hubiera correspondido si no le hubiésemos dado la espalda. Benisalem insiste: unas horas de reposo antes de que llegue el alba te serán convenientes; los demás ya se han ido. El lento consumo de las últimas gotas de aceite en la lámpara reducen el resplandor de la llama. Emalisa tiembla en la llama que tiembla en el fondo del último trago. Mejor-será-que-no-vuelvas, mejor-será-que-no-vuelvas. Emalisa insiste. "Adiós, pues, si estamos condenados", contesta él porque no encuentra una respuesta más sencilla, quizá porque nunca existió otra en el tiempo. La llama parece apagarse, resiste, se recupera. Una mirada esperanzada insiste; Adiós-madre: lágrima; siensiento-que... que-note... que-nome-volverásaver-vi; No-diga-eso-ma: lagrimadre insiste.
      Palabras órdenes de palabras estructuración de órdenes de palabras que danzan deslavazadas. Algún día habrá otra memoria: insiste Benisalem. "Es por mis padres, si no, yo también me iría", dice de repente, "Pero alguien debe cuidarlos: ¿sabes?, es mi deber mientras vivan." La sombra escucha mientras yace, desde los pies, quebrada en el ángulo que forma el suelo con la pared, temblorosa difusa va siendo absorbida por los poros del muro. Y todo eso será recuerdo. Y todo eso ya es recuerdo futuro que recuerda por anticipado. Ante la mesa a oscuras, múltiples Anisaloms parten con metas diversas (aunque previsibles) más allá de las cuales sólo puede asegurarse que se desdoblarán hacia los infinitos futuros del pasado. Congelado para siempre ante el último trago, un Anisalom insatisfecho bebe a sorbos sin poder acabárselo nunca; con incredulidad, otro mantiene para siempre fija la vista en el vacío del fondo del vaso; mientras, un tercero, cauteloso, humedece de vino los labios con una humedad eterna. Y allá lejos está el desamparado que tirita de frío en un lecho y a la vez aquel otro que sobre un colchón extendido en el suelo consigue arroparse y superar la prueba, y uno que amanece sorprendido en el barco, y otro que cabalga decidido hacia el puerto, y uno que navega hacia el este arriesgándolo todo, y otro que regresa del este en busca de lo que se ha dejado, y el que parte y vuelve a partir de nuevo, una y otra vez, en un viaje de vuelta sin término.


CARLOS SUCHOWOLSKI

Carlos Suchowolski (1948) es argentino y vive en España desde 1976. Publicó un par de relatos en Argentina, por uno de los cuales ("Pupilaje") obtuvo el tercer premio del concurso del diario Mendoza de 1968, en el que fue jurado Marco Denevi. Escribió dos obras de teatro infantil que integraron el espectáculo de guiñol "Ratulinivich", que tuvo unas 350 representaciones en Madrid y otras provincias durante los años 1978-1979. Publicó cuentos en revistas como Uribe, Sinergia y Artifex, así como en las webs www.microrelatos.com y www.fantastiek.com (en flamenco). Resultó finalista del concurso internacional de cuentos de la editorial Ultramar de 1988 con "El pico en su sitio..." ("Comer con el pico y batir las alas hasta que haya máquinas en el cielo" es su título actual) que se publicó en la antología "La fragua y otros inventos" de la mencionada editorial. Tiene en cartera una novela y un libro de cuentos ("Nueve tiempos del futuro"), uno de los cuales, "Viaje de vuelta", publicado en Artifex 9 el año pasado, ha sido seleccionado para la antología "Fabricantes de sueños 2004" que reúne "los mejores cuentos publicados en España durante el año anterior". Se dedica a la venta de equipos digitales de impresión y de cine, es asistente habitual de la Tertulia de Madrid desde hace un año, sigue escribiendo cuentos, microcuentos y una nueva novela.


Axxón 136 - Marzo de 2004
Ilustró: Valeria Uccelli

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