JEZABEL

Raquel Froilán García

España

El soldado no sabía que yo era la Muerte.

Él sólo veía a una puta, más joven que las otras quizá, pero puta al fin y al cabo. Una de tantas que merodeaban cerca de los cuarteles de la Guardia a la caza de soldados, a cambio de sus mugrosos créditos del Empir o de algunas baratijas brillantes. También había putas que aspiraban a más, que buscaban a soldados de uniforme reluciente que las llevasen lejos, a tierra extraña, a lomos de sus brillantes naves extranjeras. Ilusos los hay en todas partes. También allí.


Ilustración: Valeria Uccelli

El chico era guapo. Y joven. Casi tan joven como yo. Justo la clase de hombre que yo no quería escoger, porque me daban pena. Era la peor elección posible, porque, además, se parecía a mi hermano Isameel.

Puestos a elegir, prefiero a los viejos. Tienen más cara de culpables. De asesinos. El soldado sólo parecía un crío. Y los niños, al menos un rato, son los únicos inocentes.

Tampoco es que tuviera mucho donde elegir. El sitio era nuevo, todos lo son, es una buena manera de seguir viva. Y como todos, lejos de casa. Por lo menos el nombre era adecuado. El cartel parpadeaba perplejo, con letras grandes y brillantes, de ese color chillón que tanto le gusta a los xenos, creo que los traen de casa, junto a los otros artículos de primera necesidad. Cómo el agua. No se fían de la de aquí. Los que no piensan que es infecta, se creen que está envenenada. Y a veces tienen razón.

Pues el cartel parpadeaba, con un brillo enfermizo que parecía gritar "Putas, putas", incansablemente. Las letras, no como las chicas de dentro, eran extranjeras. En esos extraños caracteres que usan ponía "Jezzabell".

Mal escrito pero muy adecuado.

El chico podría haber acabado de otra forma, más honrosa sin duda, pensaría él, pero fue el que primero se me acercó. Yo ya le tenía echado el ojo a un oficial de mayor rango, que era perfecto, viejo y con cara de asesino y de cabrón. Justo como yo me imaginaba al tipo que había matado a Isameel. Y le estaba echando miraditas tímidas, del tipo que les gustan, como diciendo "en el fondo soy buena chica, son las circunstancias, que me obligan, ya sabe". A los extranjeros, las putas les gustan recatadas. No te jode.

Como decía, ya casi tenía seguro al tipo asqueroso cuando el soldado raso con cara de niño se acercó a mí. Mala suerte, pero sobre todo para él. Me susurró algo al oído. Yo le contesté igual, sonriendo del mismo modo, coqueta y recatada, pero con más pena que cuando miraba al oficial. Salimos de la mano del bar, mientras el oficial de los cojones observaba la escena con cara de mala leche. Como si en materia de putas el rango le diera algún derecho. Antes de irnos, le vi pedir otro trago, a voces y enfadado. "De la que te has librado, cabrón", pensé.

El soldado para colmo era recién llegado. Dijo que yo le gustaba mucho. Dijo que sólo llevaba una semana en la base y que venía de un planeta hermoso bajo otro sol. Dijo muchas tonterías y lo peor es que yo le escuché. Dijo que aún no había entrado en acción. Dijo que las muchachas de Persephone eran las más bonitas de toda la galaxia.

—El planeta se llama Coré, imbécil —fue lo primero con sentido que le dije. Hasta ese momento le había dejado hacer, susurrando tonterías y asintiendo, mientras le alejaba de la base. Además de tímidas, las putas les gustan calladas. El chaval puso cara de sorpresa. "Vaya, una que habla", debió pensar. "Y que habla como los rebeldes, mira tú por dónde". Pero no dijo nada, se limitó a balbucear, cachondo, estúpido y con cara de crío.

No es que me queje. Si el chico hubiese sido más listo o hubiese tenido más experiencia (o simplemente alguna experiencia) es muy probable que la muerta fuese yo. Pero ni siquiera se lo olió. Ni un poquito.

En ese momento, Jon salió de entre las sombras. Él también era una sombra, oscura y rápida. Se acercó sin un ruido al chico y de un solo movimiento le cortó el cuello.

El chaval probablemente ni se enteró. Estaba muy ocupado metiéndome mano y regateando con el precio entre resuellos agitados y de repente estaba muerto. Igual sí que supo lo que pasaba, pero es difícil decirlo. Si lo hizo, la cara de sorpresa ante la muerte fue la misma que tenía antes, cuando parecía extrañado de que yo supiese hablar. Esa cara que era casi peor que la de crío inocente.

Por lo menos no gritó. Es lo que tiene que te degüellen. Y Jon sabía lo que hacía. Era el mejor, pero a mí no me gustaba. Parecía disfrutar. No, no parecía. El muy cabrón disfrutaba de verdad. Él no tenía que ver ninguna cara de niño.

No dije nada. No hacía falta. Ya habíamos hecho lo mismo muchas veces. Yo me limpié un poco la sangre de la cara, sin éxito. Estaba empapada, mojada, bañada en la sangre del soldado imberbe y estúpido. Claro, yo estaba justo enfrente cuando la sangre, tan sorprendida como su propietario, tuvo que subir a toda prisa para escaparse por la nueva sonrisa que Jon le había abierto. Jon me tendió un pañuelo que me duró lo justo para limpiarme la cara un poco más. Luego él agarró el cadáver por los brazos y yo hice lo propio con las piernas. Los muertos pesan una barbaridad. Lo apartamos más del camino y lo dejamos escondido entre unos arbustos. Cuando alguien se diera cuenta de que faltaba, ya estaríamos lejos.

—Pobre gilipollas —dijo Jon.

—Se llamaba Patrick Nosequé —dije yo, que recordaba demasiado bien su apellido.

—Da igual como se llamen, ni siquiera son humanos —respondió, y me ofreció otro pañuelo.

Ese es el problema, pensé yo. Que ellos piensan lo mismo de nosotros.

—Déjalo, ya me limpio luego.

—Es que estás llorando.

Me toqué la cara. No me había dado cuenta. Pensé que era sangre. La sangre de Patrick. Vaya guerra de mierda.

No tuve mucho tiempo más para seguir lamentando mi suerte. Al soldado le encontraron antes de lo previsto, antes de que estuviésemos lejos y a salvo con el resto del grupo. Tuvimos visita.

Salíamos de entre los matorrales de irethe, Jon y yo, sacudiéndonos sus flores pegajosas, yo con más ganas porque se pegaban a la sangre. El plan era arreglarnos un poco y alejarnos del brazo, porque Jon llevaba el uniforme enemigo, prestado por un incauto como decía él. La sangre que llevaba yo y los restos de lucha en el uniforme de Jon pasarían desapercibidos de lejos y de noche. O eso esperábamos nosotros.

Y allí estaba el oficial con cara de cabrón al que el soldado raso le había levantado la puta. Seguramente se lo había pensado mejor, después de un par de tragos, se diría que si su posición en el escalafón no le daba preferencia, por lo menos podía esperar su turno como un buen soldado. Así que nos había seguido. Y yo ni me di cuenta, estúpida, estúpida.

Como hombre bien educado, había esperado en el camino, aguardando respetuosamente a que el joven hubiera terminado. Al fin y al cabo, ambos pertenecían al mismo glorioso ejército de Empir y no iban a pelearse por una puta persephonita de mierda. Y el muy gilipollas había confundido los últimos estertores agónicos del soldado con gemidos de placer y no había notado nada raro. Cada cual jadea como quiere, pensaría.

Pero por muy imbécil que fuese, reaccionó inmediatamente al ver salir a la puta ensangrentada y llorosa con otro hombre, todo sucio y rasguñado, que no era su subalterno. Si no se puso a dar voces allí mismo fue porque estaba demasiado sorprendido.


Ilustración: Daniel González

Estos tipos no aprenden. Se fue derecho hacia Jon, pensando sin duda que la puta era poco para él, aparte la indignidad de pelear con una mujer. A mí ni me miró. Los dejé pegarse un poco, pensando que Jon se merecía un poco de penitencia por lo mucho que pareció disfrutar matando al chico. No deber, sino puro placer salvaje. Animal. Luego, cuando el oficial estaba encima, redecorando la cara de Jon muy a gusto, me fui hacia él y le clavé el enorme cuchillo de monte justo en un riñón. En el derecho. El cuchillo era de Jon. Yo no llevaba armas porque no encajan en mi disfraz de puta y tampoco hubiera tenido dónde meterlas. El vestido era tan breve que terminaba antes de empezar, mucho menos servía para ocultar aquella cosa, grande y afilada. Y nunca usábamos armas de fuego o lux. Hacen mucho ruido.

Por cierto, esa vez, sin novedad en el frente. Ningún remordimiento. Cero.

Jon se lo quitó de encima y se levantó, jadeando, palpándose las costillas y la cara.

—Podías haber hecho algo antes —dijo.

—Pensé que podías tú solo —mentí.

El oficial seguía removiéndose inquieto en el suelo, pero cada vez con menos ganas. Saqué el cuchillo de donde lo había dejado y sin una palabra, le rematé.



Raquel Froilán García

Raquel Froilán García nació en la ciudad de León, en España, una fría mañana de febrero en 1981. Casi inmediatamente aprendió a leer y no ha parado desde entonces, desde las etiquetas de los champús a densas novelas de ciencia ficción. Es precisamente en este género donde ha desarrollado la mayor parte de su producción, que a su vez se haya en su mayor parte a medio terminar. Como ella misma ha escrito en algún lado: "La verdad es que hace poco tiempo que he aceptado que tengo que escribir, y más aún, que puedo hacerlo, mejor o peor, pero puedo. Y es una idea aún muy nueva y muy grande. Necesito tiempo para acostumbrarme y para aprender." De momento, su mayor problema consiste en terminar sus relatos porque actualmente tiene a medias diez o doce cuentos mínimamente legibles y un par de novelas cortas y tres largas empezadas. De vez en cuando, Raquel se acuerda del dicho ese, "Quien mucho abarca poco aprieta" pero no hace ningún caso.


Axxón 142 - Septiembre de 2004