VUELTA AL HOGAR

Alfredo Álamo

España

El anciano terminó de avivar el fuego, agarró la tetera de bronce con forma de dragón enroscado y añadió el té. Sus manos apergaminadas no temblaron ni un solo instante. El ambiente dentro de la habitación estaba cargado de olores almizclados y sulfúricos; la luz ambarina del fuego bailaba sobre decenas de libros vetustos que llenaban las paredes. Ho Lai Chuen notó, angustiado, cómo el sudor le recorría la frente; el anciano, sin embargo, parecía disfrutar de las altas temperaturas del laboratorio. Intentó alisarse el uniforme gris del Partido, carraspeó y se concentró en la tetera. El anciano sonrió ausente, mostrando su desgastada dentadura. Vestía un viejo kimono azul que había vivido mejores días; en realidad todo a su alrededor daba esa misma impresión de decadencia y vejez; aún así le habían enviado desde el Kuommingtan para hacerle una oferta por sus servicios, lo cual le parecía del todo increíble.

—El té estará enseguida, joven Chuen. Supongo que le han dado unos documentos para mí, ¿no es cierto?

El comisario Chuen dio un respingo. La voz del anciano era cálida y fuerte, como si procediera de otro lugar y no de aquel viejo cuerpo caduco. Agarró con fuerza las propuestas del presidente de la república popular y recompuso su actitud lo mejor que pudo.

—En efecto, camarada Hen —articuló, no sin cierta dificultad—. El presidente Xiao desea que tengáis en cuenta su propuesta, aquí he traído los detalles —añadió, depositando encima de la pequeña mesa de té una carpeta naranja.

El anciano entrecerró los ojos un instante, concentrándose en la carpeta. Hizo un amplio gesto con la mano y la recogió, mostrando sus largas uñas afiladas. Chuen no podía dejar de mirarle, parecía que todos sus movimientos estaban perfectamente meditados y ejecutados. Sólo un gruñido por parte del anciano le sacó de aquella especie de trance.

—Todo esto son bobadas de niños —exclamó—. Después de ochenta años se dan cuenta de que me necesitan, vaya, qué interesante. Los mismos que quisieron desterrarme ahora se arrastran para pedir favores, ahora que el viento cambia quieren que el viejo Hen Lo les construya una casa.

—El camarada presidente agradecería mucho su ayuda —dijo Chuen—. Hizo hincapié en que podía tomar lo que necesitara para sus experimentos.

Hen Lo meditó las palabras de Chuen unos segundos, observando la hinchada y enrojecida cara de su interlocutor.

—¿Cualquier cosa? —dijo por fin.

—Cualquier cosa —repitió Chuen. Tenía que convencer a aquel viejo de que aceptara, su situación en el Partido no era de las mejores. Corrían rumores de purga y su cabeza podía rodar a los pies de la foto de Mao en cualquier momento.

—Bueno, en ese caso... —respondió el anciano, levantándose con lentitud.

El té ya estaba listo y el anciano apagó el fuego; luego, tetera en mano, sirvió el té a Chuen. El líquido era negro y espeso; cayó de la boca del dragón en un goteo que a Chuen le pareció interminable. El anciano se sirvió también, acrecentando su impaciencia.

—Debe usted comprender que la república no atraviesa su mejor momento —empezó a decir Chuen, agarrando la taza de té con cuidado—, las nuevas reformas económicas pueden desestabilizar el gobierno.

El anciano asintió con la cabeza y dio un pequeño sorbo a su té. Chuen, como dictaba la costumbre, hizo lo mismo. El sabor amargo del líquido empapó su lengua, reptando, como una serpiente, hasta la garganta. Una arcada intentó abrirse paso pero logró controlar el primer impulso del vómito. La sensación de calor y angustia estaba llegando a ser realmente insoportable. Chuen notó cómo el sudor cubría todo su cuerpo mientras el anciano lo observaba entre divertido y ausente.

—Así que el presidente —intentó continuar—, considera de gran importancia su ayuda. De ahí que le conceda carta blanca.

—Veo que el presidente está realmente interesado. Dígame, Chuen, ¿cuál es su nombre completo?

—Chen Lee Jaingpo —contestó Chuen, algo sorprendido por la pregunta.

—Un Jaingpo —repitió complacido el anciano—. Entonces su familia vino del norte, ¿verdad?

—Bueno, hace ya siglos de eso. Creo que el abuelo de mi abuelo vino a Pekín para servir al emperador.

—Entiendo —dijo el anciano, tomando un nuevo sorbo de té. Chuen se estremeció sólo con ver a alguien tomar ese líquido. Dejó su taza en la mesa y trató de redirigir la conversación.

—Entonces, ¿aceptará la propuesta?

—Creo que sí. No es momento de levantar viejas revanchas, el interés de China está por encima de nosotros. Puede decirle usted al camarada presidente que acepto su oferta, será un honor defender el reino medio de nuevo.

Chuen tragó saliva, aunque eufórico no lograba quitarse de encima esa sensación de opresión y malestar. Debía alegrarse por lograr que el anciano aceptara, pero aún así seguía sudando profusamente.

—Si me permite la pregunta —dijo Chuen, sorprendiéndose de sus propias palabras—, ¿qué puede aportar usted a la seguridad nacional? El presidente no me ha contado nada acerca de la naturaleza de su trabajo. Por lo que veo, parece usted químico o algo así.

La risa del anciano resonó entre los alambiques y las retortas; a Chuen le pareció que vibraban con el sonido de aquella voz. Por un momento, la figura del anciano proyectó una imagen diferente, la de alguien alto y fornido, vestido con ropajes de seda brillante. Pero al siguiente parpadeo sólo estaba allí el viejo desarrapado que tan importante parecía ser para el Partido.

—¿Químico? —dijo el anciano— Algo parecido, sí. ¿Quiere conocer la verdadera forma de mi trabajo? Poca gente ha visto mi obra en los últimos años.

Chuen deseaba salir de allí, respirar aire fresco y beber algo de agua. Notaba sus manos y pies hinchados, el cuello de la camisa empezó a cortarle la respiración.

—Por supuesto —contestó, forzando una sonrisa. No podía dejar que el anciano se molestara ahora, sólo con aguantar unos minutos más... El estómago gruñó al intentar procesar el poco té ingerido.

—Por favor, acompáñeme. —El anciano se levantó con más rapidez ésta vez y señaló el fondo de la habitación—. Mi verdadero trabajo se desarrolla en la cámara.

Al incorporarse, Chuen volvió a marearse. Junto al anciano apareció de nuevo la imagen de alguien más grande, mejor vestido. Esa imagen se superponía a la otra, como en un juego de luces. Cerró los ojos y secó parte del sudor de su frente con el dorso de la mano. Estaba ardiendo.

La puerta que daba a lo que el anciano llamaba la cámara no era tanto una puerta como un enorme portón de hierro colado. Al acercarse, el comisario agradeció el frío que parecía emitir. Los goznes eran del tamaño de puños y en los extremos podían contarse más de veinte enormes remaches; debajo de ellos alguien había grabado intrincadas oraciones en un dialecto que Chuen desconocía. El anciano, que volvía a ser sólo un anciano desharrapado para alivio de su mente, empujó ligeramente el portón. Sin apenas esfuerzo, se desplazó suavemente para dejar franco el paso a los visitantes.

Una nube de vapor siseó al escapar de la cámara, pasó por encima de Chuen y se perdió entre el resto de olores y humos de la habitación. El anciano penetró en la cámara, donde la luz era casi inexistente.

—¿Señor Hon? —tosió Chuen con voz ahogada.

Durante unos instantes no hubo respuesta, Chuen trató de fijar la mirada en la penumbra de la cámara sin resultado. Un luz dorada comenzó a brillar al fondo y la voz del anciano llegó con claridad. La temperatura había descendido y, por primera vez desde que tomara el té, se encontraba mejor.

—Pase, Chuen. No tenga miedo, creo que esto conseguirá interesarle.

Dentro de la cámara el aire estaba más viciado aún, si es que era posible, que en la habitación anterior. Parecía como si una neblina de vapor de agua interpusiera un velo alrededor de Chuen, deformando y enturbiando su visión. El anciano acababa de encender un buen fuego sobre el cual colgaba un caldero de tamaño mediano; parecía hecho de hierro, oscurecido y deformado por quién sabe cuantas cocciones.

—Siéntese por favor, ¿quiere algo de beber? —le ofreció el anciano—. Le veo algo sofocado; debe ser el calor. Cuando uno lleva viviendo tanto tiempo con él, casi ni recuerda lo molesto que puede llegar a ser.

Chuen apoyó su mano en una mesa de madera y buscó con la mirada alguna silla cercana. Asintió con la cabeza y, cuando el anciano le acercó un vaso de agua, ya reposaba intentando respirar profundamente. De nuevo le llegó el mareo, estaba totalmente empapado de sudor, las gotas le caían a chorros por la frente y su uniforme era ahora una masa pegajosa y gris. El agua, que no bebió sin algo de recelo, estaba fresca y cristalina, cayó casi a plomo por su garganta, refrescándolo todo a su paso.

—Hace muchos años conocí a otro Jaingpo —comentó el anciano mientras avivaba el fuego hasta lograr que pasara del rojo al dorado casi blanco—, uno que hizo un pacto con un dragón.

—¿En serio? —boqueó Chuen, Otra historia más no, pensó el comisario, ya casi decidido a abandonar la sala.

—Si, era un hombre ambicioso. A cambio de fortuna para él y para su familia vendió a uno de sus hijos al dragón Lungg. Éste era un dragón sabio y benevolente, no quería al hijo de aquel hombre más que para enseñarle los secretos del cielo y convertirlo en un sabio. Pero aquel Jaingpo creía en su ignorancia que el dragón devoraría a su hijo como cena la misma noche en que se lo entregara. Arrepentido de su acción al dar a su hijo, hizo un pacto con Yama, el rey del infierno. Vendió su alma a cambio de la poción del olvido, un poderoso brebaje capaz de afectar incluso al dragón más poderoso. Aquella noche llevó el brebaje a Lungg con la excusa de hacerle un último presente que el dragón aceptó con agrado; luego, en lugar de volver a casa, se escondió tras unas piedras. Cuando el enorme animal bebió la pócima, olvidó por completo quién era. Como es lógico preguntó "¿Quién soy?" Y el hombre, abandonando su escondrijo, le gritó "Eres una piedra. Así que hazte pequeño y duro, duerme profundamente en lo hondo de una montaña". Y así fue, pues los dragones tienen la capacidad de cambiar de forma y aspecto a voluntad. El hombre aferró a su hijo y volvió a su hogar con alegría en el corazón, pese haber perdido su alma en el proceso.

—Qué interesante —dijo Chuen, levantándose—, pero mire, creo que debería entregar mi informe al Partido lo antes posible.

—Lo que aquel hombre no sabía —continuó el anciano—, es que Lungg era el dragón protector de la familia imperial. Su destino estaba ligado al del trono del reino medio; con su desaparición sólo era cuestión de tiempo que el imperio cayera.

La voz del anciano, a medida que hablaba, ganó en intensidad. Las últimas palabras sonaron tristes y lejanas en los oídos de Chuen. Los ojos de aquel hombre viejo parecían empañados en lágrimas.

—No fue hasta muchos años después que encontré, en una cueva perdida de las montañas del norte, esta piedra.

De entre los pliegues de su kimono, el anciano sacó una pequeña caja de metal dorado y la puso encima de la mesa. Levantó lentamente la tapa y acercó la caja a Chuen para que observara su contenido. En el interior descansaba una piedra redonda, lisa completamente. Reflejaba la luz a su alrededor como si fuera cuarzo o amatista. Antes de que el comisario dijera nada, el anciano la sacó del recipiente y la observó con gesto triste antes de acercarse al caldero.

—Ha pasado mucho tiempo desde que nos exiliamos de éste mundo. Las viejas creencias morían bajo el yugo de tu miserable Partido. Cómo íbamos a saber cuando construíamos la gran muralla que los bárbaros vendrían desde dentro para destruirnos. Pero ahora todo empieza a cambiar de nuevo, el viento ha vuelto a soplar en nuestra dirección y en él viajan los viejos dioses. Tus jefes se han dado cuenta de ello, sin duda; recuerdan las viejas costumbres y los pactos. Eso es lo importante.

La piedra hizo un ruido tintineante y metálico al caer dentro del caldero. Chuen volvió a sentarse, las piernas no eran capaces de sostenerle; necesitaba volver a beber algo de agua, el mareo era ahora una verdadera tortura.

—Vuestro camarada presidente ha hecho un buen trabajo, eso está claro. No creo que le resultara fácil encontrarte, yo lo he intentado sin éxito durante casi cien años. Los antiguos pactos se cumplirán.

El caldero burbujeó, en su base empezó a formarse la silueta estilizada de un pequeño dragón. Chuen no sabía si el fuego había vuelto incandescente algún relieve oculto por el hollín. Limpió el sudor de sus ojos. El relieve se había movido. El comisario parpadeó incrédulo mientras el dragón deslizaba su figura alrededor del caldero, como si estuviese nadando en un líquido espeso, creando olas doradas sobre el hierro.

Chuen intentó levantarse de nuevo, pero estaba demasiado débil. Ni siquiera podía lanzar un grito de auxilio, sólo alcanzaba a mirar, quieto como una estatua, al anciano mientras avivaba al fuego.

—Ni siquiera lo sabes, pero tu destino estaba escrito. Desde el día en que aquel campesino del norte pactó con Yama, las estrellas te condenaron. Pobre infeliz, seguro que te preguntabas por qué tenías que hablar con un pobre viejo medio loco.


Ilustración: Ferran Clavero

La imagen del anciano se hacía borrosa, en su lugar parecía querer hacerse visible la que antes Chuen creía haber visto. Un hombre de mirada oscura y rasgos afilados, de uñas largas y cuidadas que vestía ricos ropajes.

—Todavía no puedes verme bien, ¿verdad? No somos lo bastante fuertes como para que los niños como vosotros puedan fijar la mirada. Pronto la gente recordará los viejos mitos, las leyendas. Pronto.

Con un gesto descuidado, el anciano agarró una cazoleta de cobre y un tazón de cerámica que reposaban junto al caldero. Observó el interior del recipiente por el que el dragón seguía moviéndose de forma lenta y elegante, introdujo la cazoleta y llenó el tazón de un líquido dorado y espeso. La sonrisa con la que se giró hacia Chuen era de satisfacción.

—Creo que deberías tomar algo de sopa —dijo mientras disponía el tazón frente al comisario.

En ese momento todo el universo de Chuen se convirtió en el tazón. Cerámica blanca y azul que guardaba el preparado de aquel anciano, un líquido burbujeante de olor a metal fundido.

—Bebe —ordenó en un susurro el anciano.

Toda la voluntad de Chuen se aplicó a desobedecer aquella orden. Cada músculo, cada fibra de su ser luchó contra el impulso que empezaba a recorrer su cuerpo. Al asir el tazón sus manos enrojecieron y el dolor abrió nuevos caminos por sus brazos, pero no pudo separar las manos ni un milímetro. Levantó el tazón con lentitud y tragó su contenido. Parte de su rostro desapareció al contacto con la sustancia, dejando al descubierto la mandíbula el mentón. Notó cómo la lengua desaparecía disuelta en el líquido. Un instante después le abandonó la vida, el tazón cayó al suelo con un ruido musical.

El anciano esperó paciente, los restos de líquido en el rostro de Chuen se enfriaron y solidificaron formando líneas doradas que se extendían hasta el cuello.

—Amigo mío —dijo finalmente el anciano—, es hora de que vuelvas.

El cadáver de Chuen tembló ligeramente, y el rostro, ese rostro deformado y terrible, miró al anciano como si contemplara un mundo nuevo.

—Ha pasado mucho tiempo —rugió una voz desde el cadáver, una voz que no surgía de su abrasada garganta.

—Nuestro momento ha llegado, los pactos se cumplen de nuevo.

En un simple parpadeo el dragón se enroscó alrededor de su nuevo cuerpo, ocupando toda la cámara con su imagen intangible. El anciano preparó más té y lo sirvió con delicadeza. Los dos bebieron sin prisas.

Fuera, junto a la ciudad imperial, amaneció.



Alfredo Álamo

Alfredo Álamo, un frecuentador permanente de estas páginas, nació en Valencia, España, en 1975. Ha colaborado en diversos e-zines, tales como Alfa Eridiani, Tau Zero, Necronomicón o Qliphoth. Su actividad es muy intensa; acaba de aparecer en la antología Visiones 2004, en Artifex 12 y en la Revista Parnaso. En la última Hispacón (Gadir 2004) recibió el premio Ignotus a la mejor obra poética. De Alfredo publicamos los cuentos "De nuevo, el principio" (N° 133), "Dios del ácido" e "In vino Veritas" (N° 135), "Átomo Jack y el mercader de sueños" (N° 138) y "Deseos" (N° 143).


Axxón 145 - Diciembre de 2004
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Fantasía: España: Español).