LOS CONTAMINADOS

Sergio Gaut vel Hartman

Argentina

Palpé la pared. Sentí una textura aceitosa, densa, y retiré la mano. Es inútil, me dije; jamás llegaré por mis propios medios. Caminé inseguro unos pocos metros; resbalé, rodé, golpeé contra algo sólido, tal vez una columna de alumbrado, y me ensucié hasta la médula en un charco. Me incorporé trabajosamente.

—¡Taxi!

Hubo un minuto de ominoso silencio, un minuto con olor a glicerina y densidad de mermelada.

—Taxi, ¡sí señor! ¿Adonde quiere que lo lleve?

Me acerqué al chofer tratando de verle la cara. Fue imposible. Deduje por el sonido de la voz que debía ser un adolescente. Malo, pensé, éste no conoce el camino. Pero tenía el uniforme del Sindicato —anaranjado, el único color que resaltaba en el smog—, aunque eso, lejos de tranquilizarme, aumentaba la confusión.

—¿Cuánto hace que sos chofer?

—¡Qué le importa! —exclamó el taxi de mal modo—. ¡Dígame adonde va y punto!

Le dije la dirección de mi casa. Debí morderme la lengua antes de preguntarle sobre el trabajo que realizaba. A los choferes les molesta hablar de su condición, y todo el resentimiento acumulado en siglos de marginalidad aflora a la primera referencia directa.

Me abracé a la cintura del mocoso de mierda, ciego hijo de puta, y me dejé llevar.


Se despojó de la ropa sucia y la tiró sobre una silla. Una vez más, el racionamiento de la electricidad favorecía la impresión de vivir sumergido en alquitrán. Abrazó a la mujer sin decir una palabra y sintió lo mismo que si hubiera abrazado a un maniquí cubierto de miel. No pudo contener un pensamiento pesimista. Vivían en una era de rasguños invisibles, de golpes inconfesados. Ahora todo era secreto, menos el olor. Ella olía a menudos de pollo; él olía a menudos de ballena, mucho menos menudos que los de pollo.

Comieron sin hablar. Agar puro, queso al cianuro, pan de corcho molido al treinta por ciento. Después tomaron un té digestivo. Té de orégano.

A las ocho en punto sopló el simún de butano.

—¡Qué puntual! —dijo él, súbitamente de buen humor—. Para mí que los meteorólogos estudian brujería. ¡Cómo cambian los tiempos! Antes no acertaban ni una...

—¡Grff! —se ahogó ella.

—¡Maldición! Las máscaras.

A las nueve pudieron, por fin, sacarse las máscaras. Trataron de besarse y sólo consiguieron chocar en la oscuridad. Cada frase era la imitación contaminada de olvidadas palabras de amor. Se dijeron muchas cosas dulces, y no creyeron ninguna. Mientras lograba penetrarla, después de varios intentos fallidos, él pensaba en otra cosa. Hubiera querido tomar vino Mistela en la terraza de un café, a orillas del mar, con el viento soplándole en el pecho desnudo, y la barba crecida de seis o siete días.


El afiche en el muro decía:

LOS TOXICONES HAN SIDO DECLARADOS ENEMIGOS DEL HOMBRE HUMANO.
Colabore. Denúncielos. Pretenden conquistar el planeta. Buscan la extinción del hombre humano para ocupar su lugar.

¿Cómo reconocerlos?

a) No usan mascarillas ni filtros.

b) Pueden respirar anhídrido carbónico, cianógeno, butano y acetonas.

c) Pueden comer tragacanto, propileno, piróxilos, podzol y lantano.

d) Usan el distintivo de la secta cosido en el pecho: humo verde saliendo de una chimenea roja flanqueada por peces muertos sobre campo negro.

e) Siempre van en grupos de tres, simbolizando el Sagrado Triángulo: contaminación de las aguas, envenenamiento del aire, esterilización de la tierra.

El encubrimiento de los toxicones está penado con ingestión obligatoria de agua corriente.

Colabore. Denúncielos.

LUCHE POR PRESERVAR LA ESPECIE HUMANA.
LA RAZA HUMANA ES LA MEJOR ESPECIE.

A las diez volvió la luz. Aunque había una sola lámpara de baja potencia, pudieron verse. Los cuerpos desnudos y pálidos contrastaban con las flores del empapelado.

—¡Oh, Dios! —exclamó la mujer—. ¡No lo conozco! ¿Quién es usted? ¿Con quién estuve haciendo el amor?

Mortell dio un salto. Las palabras de la mujer le despertaron una idea cínica. ¿Cómo se puede llamar amor a esta porquería? Conservaba recuerdos, tesoros, la memoria del amor, pero no se parecía a lo que habían hecho un rato antes.

De todos modos la luz se había vuelto a cortar. Mortell supuso que la mujer intentaba cubrirse, como si él fuese capaz de ver en la oscuridad.

—¿Qué le diré a mi marido? —La pregunta sonaba imbécil. Y habría quedado flotando indefinidamente en el denso aire de la habitación si Mortell no se hubiera compadecido de la mujer.

—No le dirá nada —dijo—. Es casi imposible que logre regresar. Probablemente le pase lo mismo que a mí. Un taxi que no conoce la ciudad lo llevará a cualquier parte; a mi casa o a la de otro. Se acostará con mi mujer. La pobre chillará aterrada cuando lo descubra y él quizás la asesine en la oscuridad, inadvertidamente, y hasta es posible que le pisotee las entrañas. Hace tiempo que dejé de preocuparme por esas cosas.

—Es muy celoso —dijo la mujer—. No me perdonará, nunca.

—Señora, señora —dijo Mortell impaciente—. No va a volver.

—¡Soy una mujer decente!

—Ya lo sé. Puse estricnina en el té. —La voz de Mortell sonaba cansada, agotada.

—¿Qué dice?


Ilustración: Enrique Castillo

—Puse estricnina, veneno. Vamos a morir en unos minutos.

—No le creo. —A la mujer la aterraba la perspectiva de morir abrazada a un desconocido, que el marido la encontrara junto a un extraño al volver a casa.

—Es un veneno rápido. Hubiera usado curare, pero no conseguí. En un rato todo habrá terminado para nosotros.

Se quedaron callados, quietos.

—¿Siente algún malestar? —dijo Mortell.

—No.

—Esperemos un poco más. —Mortell estaba desconcertado y la mujer empezaba a fastidiarse. Trató de poner la mente en blanco, pero se le puso blanco amarillento, un color entre bilioso y cerúleo. Trató de combatir esa sensación.

—¿Cómo se llama? —dijo.

—Hortensia. ¿Y usted?

—Mortell.

—¿Qué cosa Mortell?

—Mortell, a secas. —No se atrevía a confesar un nombre como Narciso. De todos modos estaba seguro de que la mujer mentía. Probablemente se llamara Vanessa, Solange u otro de los nombres de moda tres décadas atrás. Aunque en definitiva eso fuera irrelevante.

—¿Y? —La mujer había perdido la paciencia; no parecía dispuesta a esperar la muerte un sólo segundo más.

—No hay caso —dijo Mortell—. Nuestro organismo cambia permanentemente. Ahora aprendió a asimilar la estricnina, y quién sabe cuántos venenos resultan inocuos. Morir es muy difícil. También mantenerse vivo. Me siento como delante de un semáforo en amarillo, impedido tanto de seguir como de parar. ¿Conoció los semáforos?

—No.

—Era un aparato de relojería que regulaba el tránsito de autos.

—Autos... Los autos... ¿Cuántos años tiene? Debe ser muy viejo. Habla como los ultras. No será ultra, ¿no? —Hortensia estaba asustada. Hubiera salido corriendo, pero afuera el peligro era mayor.

—Tal vez haya sido ultra en algún momento. ¿Ahora de qué sirve ser ultra o cualquier otra cosa? ¿Acaso hay gente de menos de veinte años? La única especie fértil que habita el planeta es la de los toxicones. Los hombres creen saber todo y no saben nada. Dejamos de aprender hace tiempo. —Advirtió que estaba hablando atropelladamente, demasiado excitado. Cerró la boca.

—No fue tan feo, después de todo —dijo Hortensia—. ¿Está seguro de que mi marido no regresará?

Mortell dijo sí con la cabeza, dos veces. Ella no lo vio.

—Yo tengo esperanzas —dijo la mujer.

—¿De qué? —dijo Mortell—. Me voy —agregó—. No puedo estar tan lejos de casa.

—¡No se vaya! Mi marido salió a buscar dinamita para volar todo.

—¡No me diga! ¿Le parece que vamos a tener tanta suerte? Después de lo que pasó con la estricnina...

—Si la dinamita no explota podemos probar masticándola —dijo la mujer.


—Aquí no es —dije en voz baja. Sin embargo el taxi me oyó.

—Ésta es la dirección que usted me dio.

No era mi casa. Conté las lanzas de la verja con las manos y comprobé que tenía sólo nueve.

—Escúchame: estás tan perdido como yo y no lo querés reconocer.

—Conozco la ciudad como la palma de mi mano.

—No te hagas el idiota. Yo no vivo en la palma de tu mano.

El taxi chasqueó la lengua y emitió un sonido que trataba de ser una carcajada. Se puso en marcha a tal velocidad que a duras penas logré sujetarme a su cintura.


Mortell gateó entre sombras blandas; tan blandas y negras que parecían capaces de tragar a una multitud sin que se notara.

Llegar o no llegar, pensó Mortell; ésa no es la cuestión. La cuestión es para qué. Cada vez le costaba más poner un pie delante del otro. Una creciente sensación de peligro le erizaba los pelos de la nuca. Extendió los brazos y se sintió ridículo, remedando la postura de los sonámbulos. Sin embargo logró dar dos o tres pasos. Se detuvo para ajustarse los filtros nasales. Lo asaltó la idea de que si respiraba esa mierda moriría instantáneamente. ¡Y por qué no! Ya todo estaba muerto. Quedaban él, algún otro vagabundo y los filtros. Los toxicones habían heredado la Tierra. Tocó la mascarilla plástica que sostenía los filtros y recorrió con las yemas de los dedos las correas que se unían en la nuca. El último grito... no... el último estertor de la tecnología. Contuvo la respiración y sonrió. Movió los dedos con torpeza por encima del cierre y con un brusco impulso arrojó la mascarilla hacia adelante.

Inhaló. Los pulmones chirriaron y crujieron, pero terminaron recibiendo ese aire fraudulento sin mayores problemas. Era como respirar gofio. Ni siquiera se sorprendió. Si se veía obligado a mirar el lado bueno del asunto reconocería que liberarse de los filtros era un paso adelante. Ahora sólo faltaba que los ojos se adaptaran a la permanente oscuridad y la transformación se habría completado.


«La línea demarcatoria entre el universo de los toxicones y el de los hombres humanos era tan tenue que el paso de un grupo a otro se cumplía con la mayor naturalidad. Uno podía sentirse tentado a creer que los hombres humanos se convertían en toxicones en las cabinas telefónicas abandonadas, tal como hiciera el legendario Clark Kent para transformarse en Superman. Lamentablemente, el caso inverso no ha podido ser comprobado, y aún hoy es un enigma cuándo y cómo empezaron los toxicones a reproducirse sexualmente.»

P. Smutz,

Enciclopedia Toxiconológica Ilustrada


—¡Pará, pará! —El taxi me había llevado hasta un descampado; un lugar tan distante de los lugares que yo conocía que hasta el smog parecía un poco menos denso.

—¡Cómo no! —El chofer se detuvo y me encaró. No era ciego. Tenía ojos verdes y una mirada penetrante. Esa mirada y la falta de dientes le conferían a la cara del muchacho un aspecto monstruoso. Lanzó una carcajada y en ese momento tuve la certeza absoluta de que no era un hombre humano, sino un toxicón. En el pecho, cosido con dos o tres puntadas, ostentaba el distintivo de la secta.

—¡Me engañaste! —exclamé.

—Todo el tiempo —dijo con la mayor tranquilidad.

—El uniforme del Sindicato de Taxistas...


Ilustración: Enrique Castillo

—¡Qué tontos son los hombres! El uniforme —se burló. Sacó un pote de podzol y empezó a comer metiendo los dedos como si fuera dulce de leche—. ¡Sáquese la mascarilla!

—¿Qué? ¿Estás loco? Si me saco la mascarilla me muero.

—¡Dígame señor! Los toxicones no necesitamos mascarillas.

—¿Señor? ¿Y por qué te tengo que decir señor?

—Los toxicones tenemos un orden jerárquico muy estricto —dijo el toxicón chupándose los dedos una vez más—. Y como yo acabo de reclutarlo, usted es mi subordinado.

—¡Yo te voy a dar subordinado, mocoso de mierda! —exclamé abalanzándome sobre él. El toxicón dio un paso al costado, y con la misma mano que tenía metida en el podzol me arrancó la mascarilla de un tirón. Caí de cara al suelo y, antes de perder el conocimiento, sentí que una corriente de caucho derretido me llenaba la boca.


Mortell siguió caminando, impotente, desmoronado; todo parecía estar demasiado lejos, demasiado perdido. El mundo tal como lo conociera en su juventud, su mujer, Hortensia, los intentos de suicidio que siempre terminaban en tibios fracasos, los toxicones. No, los toxicones no. Ellos estaban cerca. A un paso. Sintió frío. Cuando se completara su transformación, cuando dejara de pensar como un hombre humano y empezara a pensar como un toxicón, ya no se sentiría solo.

Una imagen fugaz, milagrosa, le cruzó por la cabeza. Era tan absurda que le dio risa. La fantasía se refería a la llegada providencial de una raza extraterrestre dispuesta a salvar a la humanidad un minuto antes del final. En la visión, los extraterrestres poseían toda la tecnología necesaria para sanear y restaurar el planeta. Eran unos seres amantes de la belleza, movidos por una ética impecable y capaces de llegar al sacrificio para preservar la vida.

Mortell sacudió la cabeza para alejar las imágenes. Eran como una tortura. Si tales extraterrestres existieran en algún lugar del universo, no perderían el tiempo ayudando a una raza moribunda incapaz de valerse por sí misma. Pero podían ayudar a los toxicones. Una raza joven e inexperta merece...

Una explosión distante, apagada por esa jalea que cubría la ciudad, sonó a espaldas de Mortell. El marido de Hortensia había logrado volver a casa con la dinamita y la dinamita había logrado explotar. ¡Mala suerte! Una vez más el fracaso lo envolvía con su manto negro. Volvió a pensar en los extraterrestres. Aunque exigieran un precio demasiado alto por la descontaminación de la Tierra, él estaría dispuesto a sacrificarse. Pero, ¿qué podía quedar en el planeta además de los gases tóxicos, la contaminación y la esterilidad?


El afiche en el muro decía:


SEA SOLIDARIO CON LA HUMANIDAD. APIÁDESE DE LOS POBRES HOMBRES Y MUJERES QUE IGNORAN LAS DELICIAS DE SER TOXICÓN.


No los maltrate. No los fuerce. No los subestime. No los humille.

Recuerde que, de algún modo, los hombres humanos son nuestros padres.

LOS TOXICONES REPRESENTAN EL FUTURO Y EL PLANETA LES PERTENECE.


El toxicón me llevó a una aldea toxicona. Allí se me instruyó en las técnicas de adaptación y supervivencia y una hembra huraña contestó a casi todas mis preguntas. Se rieron desaforadamente cuando dije que me parecía que en ese lugar el smog era menos denso. Finalmente dejaron de reír y me explicaron que en realidad era más denso, pero que yo había completado mi transformación y ya era un toxicón hecho y derecho. Para celebrar mi iniciación improvisaron una fiesta. Cantamos, bailamos y comimos podzol y un guiso de lantano y samario.


Mortell decidió dejarse llevar por la corriente. Pensar lo agotaba, y nunca le servía más que para acentuar sus estados depresivos.

Tropezó. Cayó sobre un bulto blando y se golpeó la cara contra algo metálico. Se sintió más desdichado que nunca. Cuando pudo palpar el obstáculo descubrió una cara hinchada, los dientes de un hombre humano. Un muerto.

—¡Un muerto! —exclamó Mortell, exultante—. ¡Todavía es posible morir!

Lleno de entusiasmo se olvidó de los malditos extraterrestres, de los toxicones y de la mismísima puta Tierra. Se levantó y sacudió las inmundicias que se le habían adherido a la ropa.

—¡Mientras hay muerte hay esperanza! —gritó.



Sergio Gaut vel Hartman

De Sergio Gaut vel Hartman se pueden encontrar referencias al pie de varios de sus cuentos (Axxon # 123, 129, 134, 135, 139 y 142) y en La Enciclopedia de la CF Argentina creada por Axxon. Lo más nuevo que podemos decir es que al parecer está compilando una antología de cuentos que abarca las dos últimas décadas del género en la Argentina.
El cuento que aparece aquí fue publicado en su libro Cuerpos descartables, Editorial Minotauro. Buenos Aires, 1985



Axxón 146 - Enero de 2005
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Fantasía/Ciencia Ficción: Argentina: Argentino).