NO TE QUEDES EN ULGA CUANDO LLUEVA

Adrián Ferrero

Argentina

Para Angélica Gorodischer, por la duración de un universo.


Ustedes saben que cada onda que trazamos con manos o pies o dedos o piernas o codos o abdomen dibuja un mensaje para alguien en este espacio o en un tiempo que ignoramos pero que vendrá. Por ejemplo: cuando yo remojo mis dedos como barbas en el arroyo de la tierra de Ulga esa será un envío que repercutirá, años, meses y siglos después en el modo de beber la leche de Dudú el miedoso. Pero eso ocurrió u ocurrirá (según se mire) mucho después de los sucesos que me dispongo a narrar.

La tierra de Ulga es una comarca enorme, enorme como muchas montañas pegadas. ¿Que si es un país montañoso? Pues no, nada de eso. Es alto, como los montes, pero no tiene picos. Es largo como los ríos que suben y bajan, que van y vienen, pero sin relieve. Es imponente como un mar al revés, pero sin desiertos. El relieve de la tierra de Ulga proviene de otra fisonomía: la de sus aguas. Aguas que descienden mansamente, que abundan y se regalan para los habitantes y los turistas.

La tierra de Ulga tiene quinientos veintisiete mil trescientos seis cursos de agua entre los que podemos contar arroyos, lagos, lagunas, arroyuelos, mares, océanos, aguas subterráneas, géiseres, bañados, charcos, charcas, riachos, diques, termas, esteros, cascadas, cataratas y fuentes, muchas fuentes que vuelan por aquí y por allí.

Así como Ulga es rica en aguas, también lo es en las actividades que despliegan sus habitantes. Todo habitante de Ulga sabe nadar. Todo habitante de Ulga sabe beber en copas de cristal. Todo habitante de Ulga se baña cuatro o cinco veces al día. Ulga es casi toda de agua. Pero Ulga tiene también una tierra firme como la roca y dura como el lecho de un río.

Las costumbres de los hombres y mujeres de Ulga no variaron demasiado de generación en generación. A pesar de que se trataba de gente muy estudiosa y muy terca, hacían siempre más o menos lo mismo. Y eso pasaba de padres a hijos, de hijos a nietos, de nietos a biznietos, de bisnietos a tataranietos y de tataranietos a choznos y así hasta completar una cadena.

La sangre de los habitantes de Ulga se mezclaba con la de los viejos habitantes de largas naves y amplios peplos. Venían del mar, de los hielos inmemoriales, de las cavernas cerca de los hielos inmemoriales. Se trepaban a los témpanos y se revolcaban sobre esa piedra helada, jugando a lamer la superficie rígida y a beberla de a grandes buches.

Como habrán notado, los mensajes de los primeros habitantes de Ulga estaban empezando a llegar a los últimos. Mientras Dudú el miedoso bebía su leche, la miel que echaba en el vaso hacía grandes remolinos que dijeron lo inaudito. Lo supo Dudú. No lo dijo. Presagiaba tempestades y la muerte de ochenta recién nacidos en luna llena.

La noche en que llegó a Ulga el extranjero, las cabras balaron todas a la vez y las polillas se aplastaron contra las lámparas. Los cerdos derribaron los corrales de los chiqueros y dos ovejas parieron corderos de cinco patas.

El extranjero no reveló su identidad. Se detuvo en la hostería del Lago Blanco. No pidió nada salvo una comida breve y seca. Bebió, eso sí, largos sorbos de agua fresca guardada en botellas transparentes. Se lavó la cara con leche. Durmió toda la noche. No se sabe lo que soñó. Algunos dicen que soñó los sueños de toda la humanidad desde que el mundo es mundo. Yo no lo podría asegurar. Es mucho tiempo y mucha memoria. Era un hombre poderoso. Pudo ser.

El día siguiente, el extranjero abrió las cortinas de su cuarto, buscó mujer y yació con ella hasta el anochecer. Cenó vegetales verdes, no de muchos colores. Bebió agua pura, de vertiente, durmió hasta la mañana del día siguiente.

Hoy es martes y el extranjero ha desayunado sin palabras. Ha tomado sus ropas y ha caminado la distancia que lo separaba del centro de Ulga. El extranjero ha mirado el pueblo, no ha hablado con la gente. Eso sí: preguntó por el Río de Bambú. Llegó. Se sentó a la vera del río. Lo miró largo rato. Antes de que la claridad se hubiera esfumado, escribió algo en su cuaderno de tapas amarillas. Antes de irse le dijo a un pastor que pasaba por allí, sin esperar palabras:

—El río no dice pero lo que dice es que del Cielo vendrá el torrente de los mares.

El pastor guardó lo que había escuchado. Se fue con sus cabras. El extranjero no leyó lo que había escrito a nadie. Pero yo se los diré. El cuaderno decía esto:

"De las olas del mar vinieron los primeros hombres con sombreros de tres plumas en naves con mascarones de proa. Los trajo un sarcófago con velas y un montón de arcilla. El final está lleno de silencio. No se puede hablar con agua en la boca".

Del extranjero empezaron a decirse muchas cosas. Que venía a robar secretos. Que era un contrabandista. Que vendía mujeres blancas y morenas. Que no quería morir. Que venía a morir. Que amaba a una mujer del país de las Begonias. Que jamás, jamás diría lo que había venido a hacer. El silencio alimenta la circulación de las palabras, su inflación y su decurso.

Un día lo dijo:

—Me llamo Dik.

Pero no dijo nada más. Los habitantes de Ulga, gracias al pastor, supieron que Dik había venido para escribir lo que decían los mares y los océanos, los ríos y las lagunas, las riberas y las orillas de todo lo que corriera por un cauce.

Todo lo que corre por un cauce puede ser de sangre o de agua o de savia o de sumo. Todo lo que corre va hacia algún sitio y viene de algún otro es un murmullo que algo quiere decir.

Evidentemente lo que Dik buscaba era recuperar un fluir, un deslizamiento, el rozar de un curso, la magia de una pendiente, la voz de un sonido verde o azul o blanco. Todos los colores de los que puede ser el agua.

Otro día Dik se sentó junto a una cascada muy celeste. Celeste porque la roca chapoteaba y el sol le daba ese tono fresco y muy dulce. Celeste como los ojos de Dula en el invierno, mirando los renos. Celeste como las manchas de los caramelos que Jalim mordía junto al fuego. Dik miró y miró y escuchó y escuchó. El agua es algo que se mira, pero también, y ante todo, es algo que debe escucharse. Por fin, es algo que se toca.

Dik escuchó lo que la cascada musitaba. El sonido se le metía muy adentro de las orejas, se metía y remolineaba, daba vueltas y más vueltas, y entraba y salía y volvía a entrar. Como si algo lo revolviera y lo hiciera girar y tragara todo lo que uno pensaba para sí mismo incluso. Por fin, Dik miró y vio las ondas que iban de un lado hacia otro y seguían de largo hacia un destino, quién sabe, al fin del mundo, al comienzo de algo o a todo lo que no sabemos. El agua se llevaba muchas cosas: la ropa sucia, un secreto de Milan, los ojos atónitos de las simelas, el llanto y el suspiro final de una pareja, el fuego de un fósforo apagado, una hoja de roble, muchos insectos y todo lo que puede entrar en un curso de agua. Por último, Dik no se contentó con oír y mirar y quiso tocar lo que había visto y oído. Se acercó a la orilla, alargó la mano, extendió el dedo mayor, lo hundió en el líquido, palpó la superficie, lo siguió hundiendo, entró la mano, siguió el brazo y cuando quiso acordar ya el agua le llegaba al cuello. Empapado, dando vueltas y más vueltas y remolinos de jadeos y titubeos, se acercó a la orilla y se sentó al sol. En la tierra de Ulga el sol brilla más cuando alguna persona sale del agua. En ese momento, la radiación es inaudita, tersa, chispeante. Cuando estuvo seco, Dik escribió en su cuaderno:

"Todo lo que escriba no alcanza para pronunciar el nombre de lo que me dijo hoy, cuando el sol llameaba en miríadas de soles rojos. No lo soñé. El nombre era sol, tierra, aire, ejes, centro, y una palabra que ya no recuerdo. Lástima que era la más importante. Tengo miedo. Siempre los finales me dan miedo. Sobre todo si van a venir desde lo alto".

La mirada de Dik era profunda como el fondo de los mares. Dudú, que una vez se lo encontró en el recodo de un camino, justo en una encrucijada, comentó días más tarde que había visto una tormenta detrás, como una cortina de agua que caía al mirarlo a los ojos. La verdad es que se tejían muchas versiones sobre la vida de Dik. Dudú lo defendió delante de la tribu. El argumento era que una mirada diáfana como la corriente era prueba de honestidad. No de desconfianza. Los demás se le rieron, ja, ja, ja, y Dudú no dijo una palabra más.

En la taberna de Ulga todas las noches la gran atracción era juntarse a comer trufas y a comentar quién había visto al extranjero (nadie le decía Dik, a pesar de que sabían su nombre), en qué punto del territorio, cerca de qué curso de agua, haciendo qué cosas.

Lar, el hombre de los rizos blancos, que comía pepinillos en vinagre, reconoció que se había sentado a espiarlo detrás de unos helechos. Blanco sobre blanco, pelo sobre espinas, Lar había visto a Dik estarse largo rato junto al agua. Sentado y en paz, el extranjero había aguzado el oído y por fin se había arrojado vestido al agua, de un chapuzón. Rodando y rodando, dejándose llevar por la corriente pertinaz, Dik había retornado a la tierra dos kilómetros más allá, cerca del límite con Jaspur, donde moraban los hombres de Lapas. Inquieto por conocer el destino de Dik, Lar se había ocupado de observar su ascenso hacia la tierra. Se había estirado al sol como una oruga, había bostezado ocho veces y por fin había remontado la corriente hasta el punto original en el que estaba. Seco, repuesto, rojo de sol, Dik, el extranjero, había tomado una pluma y había escrito unas palabras extrañas en su cuaderno de mano. Después había dado un suspiro y se había hundido en un sopor de mil años.

Simurg comentó que no. Que él se lo había encontrado en unas termas azules. Allí Dik se había desvestido entre los vapores, sin transiciones, y había tomado baños sin ton ni son hasta que el sol se había puesto. Se había vestido, lánguido, había bebido agua de una botella diáfana y se había recostado a dormir con la panza llena de leche. Había prendido una hoguera y a la luz de los leños había escrito también muchas palabras o dibujos (eso él no lo sabía). Se había ido por donde había venido, esos caminos sin comienzo y sin final.


Ilustración: Valeria Uccelli

Por fin habló Lampebo. Lampebo dijo que después de haber visto a Dik nadar en el Lago de los Tres Nombres, el extranjero había mirado los astros, como esperando un mensaje cifrado que se hacía esperar. Miró el agua, se hundió en las profundidades y emergió media hora después —cuando él ya lo creía ahogado— trayendo algo encima. Él no supo qué era, ni cómo ni dónde lo llevaba. Pero supo que Dik estaba cargado con la Verdad. Esa era la última vez que había visto a Dik en Ulga.

El Consejo repasó los hechos, pensó y repensó los datos y no sacó conclusiones, porque la gente de Ulga no piensa demasiado. Un poco porque todo en Ulga es sencillo, como el agua. Otro poco porque la gente vive sola y no discute. Otro poco porque todo está muy resuelto de antemano. El Consejo tomó la resolución de esperar atentos a ver si volvía a aparecer el extranjero. Los datos eran inciertos e improbables. Como las lluvias que amenazaban caer sobre Ulga.

Dudú bebió su leche con miel, vio algo en ese remolino y al día siguiente dejó Ulga. Se fue en una caravana con su hermana y el resto de la familia. No se supo nada más de ellos. Sólo que en el éxodo únicamente dejaron las paredes del caserón, cuatro redes, un machete y el contenido de dos botellas de vino derramado en una fuente. La carta había llegado.


Lo que sigue es el cuaderno de Dik, que encontré flotando en esta enormidad de agua, en una caja herméticamente cerrada con parafina y muchos sellos de lacre. El sello número séptimo fue roto cuando la luna se iba y esto leí:


Cuaderno de Dik.

En el día quinto del calendario de Ur.

"Lo señalan mis dioses. El agua no miente y yo reproduzco lo que me piden. Dirá el agua lo que nos espera. Muerte, la mayor catástrofe de la historia de Ulga. Lo escribo para unos pocos. El mar estará arriba, muy arriba, casi donde ahora están los cielos.. Y yo, que estoy abajo, nadaré para los que envían la cascada al revés. Si el mar se nos cayera encima, de nada serviría nadar. De nada serviría navegar. Parto de Ulga. Este es mi último cuaderno. El que me ordenaron que dejara. La palabra es la que leo en el agua, la que me dictan las aguas, las que puedo escuchar, en todo caso, a borbotones.

El agua me dijo:

—Morirán las cabras y la leche de mil hembras amamantará el futuro. Es ahora que hay que escribir. El agua dice la verdad.

El agua me dijo:

—No temas. El agua muerde pero avisa. Dilo con tus palabras después de escuchar el cauce de todos los mares que llegan a este arroyo y dan la vuelta para volver.

El agua concluyó:

—Si queda el cuaderno los que vienen del futuro sabrán por qué Ulga es un mar enorme con cosas que flotan a la deriva. Si quieren llamarlo diluvio, que lo digan. Pero lo que quedará es la sal.

Se derritió el último témpano y el agua dijo 'Vete' y en ese momento cerré el cuaderno de tapas amarillas".

Puedo pensar que esto fue Ulga alguna vez, que el agua que me lleva ahora hacia el futuro y hacia el Norte al mismo tiempo es agua grosera y avasallante. Dik selló la caja con todo lo que le dijo el mar y la corriente. El agua no es muda, el agua no corre, el agua dice muchas cosas. No todos pueden escucharla y transcribir, traducir sus intenciones. Pienso muchas cosas a bordo. No voy a mentir. Hoy que es de noche y nada veo, trataré de escuchar al agua. Tal vez anuncie otro mar, otro cielo, otra sequía. Que el agua hable.



Adrián Ferrero

Adrián Ferrero nació en La Plata en 1970. Es Profesor en Letras en la Universidad Nacional de esa ciudad, donde además se desempeña como becario investigador en temas de literatura argentina y teoría de género. Cuentos y poemas suyos figuran en antologías colectivas. En 2000 publicó el libro de cuentos Verse (Ediciones Al Margen), que mereció una Mención de Honor de la S.A.D.E. (Filial La Plata). Ha publicado además numerosos artículos académicos de su especialidad y asistido a congresos nacionales e internacionales. Esta es su primera aparición en Axxón.


Axxón 146 - Enero de 2005
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Fantasía: Agentina: Argentino)