UNA HISTORIA VERDADERA

Víctor Gallardo Barragán

España

Fue la visión más increíble de mi vida. Después de esto, ya podía morir en paz conmigo mismo y con los demás: nada podría superar aquello. Así lo pensé en ese momento y así lo pienso ahora al rememorarlo en estos mismos instantes. Sólo me faltaban dos cosas para considerar mi vida plena, y sabía cómo y dónde conseguirlas.

Me levanté de la butaca frente a la pantalla y me dirigí, tambaleándome y aún digiriendo lo visto, hacia el pasillo. Me crucé con Antoine, el bardo de la pequeña astronave, que al verme cogió su banjo electrónico y empezó a cantarme.

—Y el capitán Absolom le dijo a Péreeez —empezó. Yo, que como buen geofísico neonato odiaba la tonada de "Pérez y su escova jeodésica" (sic), cogí su instrumento y, con toda la tranquilidad del mundo, lo estrellé contra una pared, desgajándolo en una docena de pedazos.

—A unos les da por fabricar bombas de antimateria y a mí por sabotear al Gremio de Poetas, Cantautores y Tunos.

Él movió la cabeza apreciativamente y yo proseguí la marcha. En el bar estaban los de siempre, esto son dos docenas de infantes de marina medio borrachos, un par de furcias transexuales (la prohibición de embarcar mujeres en el pasaje era una jodienda) y tres camareros de malos modales y mostacho. Me acodé en la barra y uno de ellos (¿se llamaba Paco?) se acercó a mí.

—¿Qué carajo quieres? —eso fue lo que, finalmente y tras unos segundos de duda, me preguntó. Yo sonreí al tiempo que le mostraba mi perfil malo, el derecho.

—Que te mueras. Y una cerveza.

Pareció conformarse con mi petición y en menos de quince minutos una Coors bien fresca apareció como por arte de magia ante mí. A esas alturas yo ya estaba contemporizando con Irene, una de las prostitutas. Aunque su bigote era mayor que el de ¿Paco?, tenía buena fama entre los miembros de la Misión Científica (es decir, John, Andrés y yo mismo).

—Eres muy guapo —repetía por enésima vez Irene en ese momento, no sé si mirándome a mí o al infinito. Su ojo de cristal le bailaba en el rostro como si fuera una baliza del campo de asteroides, pero yo ya tenía mi vista fija en un chico robusto y mal encarado que acababa de entrar en el local.

—¿Ése es el famoso sargento Norman? —pregunté en voz alta, sin dirigirme a nadie en particular. Irene, que estaba a menos de medio metro de mí, se dio por aludido/a.

—Sí que lo es. El señor "Soy Importante".

Yo ya no la escuchaba, pues iba derecho hacia él mostrándole mis perfectos dientes de marfil y mi implante sublingual.

—Hola, sargento Norman.

Él, adusto como ningún otro soldado con quien me hubiera cruzado en la última media hora, me miró de arriba abajo.

—Tú no eres una furcia.

Yo parpadeé instintivamente.

—No. No suelo.

Norman suspiró, decepcionado.

—¿Y?

Fui yo el que suspiró esta vez.

—Me ha dicho un pajarito que me quedan menos de doce horas de vida y, como comprenderás, no puedo morir sin que hagas para mí eso que tú haces. Pagaré bien.

—Yo no soy ninguna furcia —protestó. Yo recordé que Norman no tenía un sólo talento y anduve presto a rectificar.

—No, no, eso no: lo otro.

—Eres feo. Te costará caro —replicó de forma instantánea. Yo saqué del bolsillo de mi casaca una Euroamerican Express y se la pasé ante los ojos.

—Mira qué hermosura. Y repleta de saldo. Vamos a mi habitación.


Antes de subir al nivel cinco, el mío, Norman se pasó por el tres, el suyo, para coger su equipación, cuidadosamente guardada en una bolsa de deporte algo ajada.

Como buen anfitrión le ofrecí algo de beber. Serví para mí un gin cola con poco hielo y a él le preparé lo que me pidió: un martini agitado, no mezclado, con hielo en trozos de una pulgada y un chorro de granadina, todo ello aderezado con una rama de canela y un poco de speed líquido (un cóctel Axxón, así lo llamaban). Dio un sorbo al brebaje y se me encaró.

—Date la vuelta, que tengo que prepararme y me da vergüenza.

Obedecí, aunque era consciente de lo absurdo de la situación: las únicas que no estaban obligadas a utilizar las duchas comunitarias eran las furcias transexuales y los miembros de la secta Moon-M. Jackson. Nada me iba a enseñar él que no hubiera ya visto, atisbado o, aún a mi pesar, palpado yo en una de esas mañanas de amodorramiento en los baños.

—Ya estoy —informó. Me di la vuelta y vi que el grosero, simplón y enormemente incapaz del sargento Norman estaba enfundado en unas mallas rosas de bailarina que, de manera franca, habría que calificar como de exquisitas. Lo que contaban los rumores era verdad: tenía un envidiable buen gusto vistiendo. Dejé escapar un murmullo de asombro y él sonrió, tímido.

—Oh, gracias. Me lo hizo a medida un sastre de la nave capitana.

Reí para mis adentros.

—Es realmente precioso y único. Y te queda muy bien.

—Oh, eres un sol.

Norman me contó que había participado en dos Campeonatos Nacionales del Canadá vistiendo un traje bastante parecido pero de fabricación en serie por una franquicia taiwanesa afincada en Ohio, Estados Unidos. Yo le escuchaba y asentía, esperando el momento en que se pusiera manos a la obra y me obsequiara con su arte. Finalmente puso los brazos en jarra y me hizo la fatídica pregunta.

—¿Qué te apetece que haga?

Yo tragué saliva.

—Ah, ¿puedo elegir?

Él me dijo que sí con un gesto y yo me interesé acerca de las opciones.

—Por favor, desconocido, soy un profesional: dime lo que quieres y lo intentaré.

Sopesé unos segundos mis preferencias y probé suerte.

—Me gustaría algo clásico.

—¿Cómo de clásico? ¿Te parece bien La Traviata?

Yo negué con la cabeza.

—No tan clásico, no tan clásico. Tenía en la cabeza algo un poco distinto.

Le dije lo que tenía en mente y él se puso en posición de inicio.


Ilustración: Fernando González

—Es curioso. Ulyanov ganó la medalla de plata en las Olimpiadas de Singapur con esta misma canción, hace treinta años.

Yo, que desconocía el dato, sonreí complacido y me recosté en la butaca, ávido de no perder detalle de un sólo movimiento. Norman dio un saltito y empezó a danzar por la habitación, dar cabriolas, retozar por la moqueta y demás lindezas de profesional del Baile y Cante Sincronizado.

—Voulez vous couchez avec moi? Ce soir... —cantaba Norman, tal y como lo habría hecho un ángel ebrio en mitad del Apocalipsis. Era justo lo que yo quería.

La actuación duró cuatro minutos y medio exactamente. El sargento sacó un pequeño terminal de su billetera y yo pasé por él mi tarjeta de crédito, cargando a su cuenta trescientos dólares australianos. Él pareció sorprenderse de forma grata por el montante, pero yo le insté a que no dijera nada y saliera de mi habitación cuanto antes.

—Ha sido una de las experiencias más maravillosas de mi vida, muchas gracias —susurré emocionado a modo de despedida. Él me sonrió de forma franca.

—Espero ir a las próximas Olimpiadas —comentó. Yo le di una patada a la puerta, que se cerró a pocos centímetros de su nariz. Ya tenía todo lo que quería de él.

Me tumbé en la cama y consulté mi reloj de pulsera. Habían pasado exactamente cincuenta y cinco minutos desde que vi aquello. Tal vez quedaban minutos. O quizá un par de horas. Bostecé. ¿Cuando acabaría todo? ¿Dolería? ¿Vería pasar mi vida ante mis ojos justo antes de morir? ¿Me reencontraría después de muerto con Choco, mi gato atropellado por un autobús urbano de Valladolid cuando yo era un feliz niño portugués exiliado en Argelia? (No preguntéis: parece una incongruencia pero no lo es de ningún modo).
Y en eso estoy pensando ahora mismo, hora y media después. Se oyen sirenas de alarma por todas partes, pero de sobra sé (para eso soy el mejor amigo del técnico de mantenimiento) que no tenemos ni una sola nave auxiliar operativa. Los recortes de presupuesto fueron importantes, y la Comandancia tuvo que elegir entre tener a punto esas naves o renovar los implantes de silicona de las furcias transexuales. No hubo color.

De todas formas, voy a morir feliz: he visto danzar y cantar (sincrónicamente) ante mí a todo un campeón canadiense, me he tomado una cerveza bien fría y he asistido al espectáculo pirotécnico más increíble de todos los tiempos, nada menos que la destrucción de una nave capitana (nuestra nave capitana) a manos de una sanguinaria raza de alienígenas masticadores de petróleo. No lo he dicho, pero la única de las naves de nuestra flota con armamento operativo (y sin furcias transexuales, lo cual más que una paradoja es explicativo) era ésa. Tampoco lo he comentado, pero nuestra flota es la última que la raza humana estaba en condiciones de enviar a la guerra, y los alienígenas masticadores de petróleo se la tienen jurada a la Tierra, y todo por esa maldita querencia hacia los nutrientes de nuestro más universal combustible (un vicio bien feo). Ahora recuerdo de nuevo a Choco, y a los amaneceres argelinos en compañía de... Lo siento, tengo que dejarles: acaba de llegar el vacío, y es un invitado al que no se puede hacer esperar. Tomemos aire de forma estúpida y...



Víctor Miguel Gallardo Barragán, nacido en Granada en 1979, hace gala de una precocidad envidiable. Es licenciado en historia, diseñador gráfico y escritor y para simplificar dice que entre sus intereses principales está... todo. Ha publicado una antología de relatos, Línea 1 y ha aparecido en la revista Valis, en la II Antología de El Melocotón Mecánico, en el diario Ideal y en el sitio NGC3660. Es co-fundador con Gabriela Campbell de Ediciones Parnaso, dentro de la cual es responsable de la colección Vórtice de Ciencia Ficción, Fantasía y Terror.


Axxón 148 - Marzo de 2005
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Humor: España: Español).