FUTURO DOMININTENCIONAL

Daniel Alcoba

Argentina

Mi gato Carbón tuvo la mala idea de arrojarse por la ventana de mi casa, una 7° planta, justo tres días después de la partida, casi igual de brusca, de la mujer que amaba.

Pero aunque ésta fuera todavía más cruel e igual de imprevisible al dejarme, salió con absoluta normalidad: por la puerta, hacia el ascensor, y arrastrando dos maletas. En cambio Carbón, tras emitir un gruñido extraño se lanzó al espacio para clavarse al fin en una de las picas de la verja que cerraba el jardín del edificio vecino.

Cuando ella se fue la gota fría reventó furiosa sobre la ciudad, aunque me pareciese que fuera sobre el mundo. Pasé tres días encerrado, traduciendo un libro de historia (de los celtas), mientras un agua acre, monocorde, insidiosa, caía sobre el mundo arrugado. Hasta entonces todo lo habíamos vivido a dúo ella y yo, y no me era posible encajar esa mitad de mí, de pronto muerta.

Fue al escampar, y tras el desayuno, que Carbón se mató. Poco después, Indiano, el mainate, dejó de hablar. Él, un pájaro de la India capaz de imitar el canto de todas las aves y la música de todas las lenguas humanas se redujo a los graznidos como simple corneja.

Tras desclavar a Carbón de la pica y enterrarlo en uno de los arriates de la plaza más cercana, pringado con su sangre y mis lágrimas llevé a Indiano a la clínica de pequeños animales de mi barrio.

El veterinario, un hombre joven que no paraba de moverse entre el consultorio y una sala donde reunía una multitud de perros, gatos y conejos en convalecencia postoperatoria, se negó a tomar el caso. Lo que necesitaba el pájaro —aseguró— era un etólogo, puesto que manifestaba un trastorno de conducta, y los etólogos son psicoterapeutas de animales, dijo. Sin embargo, él único etólogo clínico de Barcelona que él conocía estaba en Hollywood desde el año anterior, vigilando las conductas de las boas constrictoras, monos, cocodrilos..., las mascotas de las estrellas del rock y del cine.

—Preguntaré en la tienda de animales donde he comprado el pájaro —resolví en el momento de la despedida, tras cambiarme la jaula de Indiano de la derecha a la izquierda, para ofrecer la diestra en despedida al zoomédico, quien nos despidió deseándonos la mejor suerte.

—Cruack, cruack —soltó Indiano, obstinado tanto en su afasia flamante de sones córvidos, como en su meritoria cortesía.

La tienda donde lo encontrara era en verdad un puesto de la Rambla de los Pájaros, donde mi pajarero habitual vendía, además de toda clase de aves incluidos pollos de avestruz africano y de emú empollados en Cataluña, gatos cachorros de raza birmana y persa, guacamayos de Honduras, Venezuela, y cacatúas azules de Las Molucas.

—¿Qué hay campeón, cómo va tu vida? —quiso saber el pajarero, que acaso me vio mustio. Resumí el desamor y abandono de mi amada, más el reciente suicidio y enterramiento de mi gato Carbón en dos palabras:

—¡Muy bien! —y fui al punto—: ¿Recuerdas al mainate que te compré la primavera pasada?

—Claro, era aquél... del Tibet... no, de La India, ¿verdad, uno que hablaba por los codos?

—Ese mismo, pues ha dejado de hablar, ahora sólo grazna como una corneja lingüística normalizada. Sólo dice cruack cruack... Pensé que tú acaso conocieras a alguien que pudiera curarlo...

—¿Curarlo? ¿Pero está enfermo, o sólo se trata del cruack cruack? —Y tras formular la pregunta, como si hubiera recordado algo importante, el pajarero de la Rambla abrió mucho los ojos para volverlos hacia una vieja que manipulaba tres gatitos pequeños y birmanos, que iba extrayendo de la gran jaula de metal para instalarlos en una cesta con asas.

—Has tenido mucha suerte chavalote, mira, esta señora tan maja que ves aquí es Sofía Sozinha, la mayor entendida en gatos y aves charlatanas que conozco.

La anciana estaba empeñada en palpar con minucia al último de los gatitos que elegía. Apenas hubo acabado la operación, colocaría al animal en el cesto con asas para ofrecerme una mano firme y suave, que estreché con calor. Aunque las arrugas de su cara acusaban senectud, la anciana se mantenía erguida como un álamo, y llevaba el pelo teñido de un color insólito, entre el verde y el ocre rojo. Al acercarse a mí, uno de los gatos encerrados en el cesto bufó. Sofía Sozinha levantó la jaula de mimbre a la altura de los ojos. "Que diz você, gatinho?" , entonando como quien acaricia con la voz. "Miaauu", respondió el cachorrillo, ahora tranquilo. Tras apoyar el cesto de mimbre en el suelo se dirigió a mí:

—¿Tienes problemas con algún gato, o con muchos de ellos?

—No —dije, sintiéndome un poco culpable en relación con Carbón cuya tragedia preferí callar, avergonzado— se trata de un mainate, que de pronto se redujo al silencio.

La anciana hurgó en el bolso de mano para extraer una tarjeta de visita con una dirección de Poble Sec.

—Mañana por la tarde tengo algún hueco en mi agenda, rapaz y podré ocuparme de ese mainato que dices. —Yo había dicho mainate y no mainato, pero encajé la "o" quitándole al detalle toda importancia. Supuse que hablábamos de la misma ave.

—¿Entonces puedo enviarle el pajarillo, madame?

—¡De eso nada! Ni tampoco me trates de madame que no soy alcahueta. Me llamas por teléfono y pides turno, y luego vienes con el mainato tú mismo, rapaz, ¿entendido?

Después, la vieja se alejó Ramblas abajo como una baronesa, con la jaula de los gatinhos foscos en la siniestra, y en la diestra un bastón cuyo pomo era una bella cabeza de gato tallada en plata de ley, con dos esmeraldas por ojos.

Cuando pregunté al pajarero si Sofía Sozinha era etóloga soltó una carcajada estruendosa. Tan pronto como se repuso del ataque de risa me explicó que la anciana era famosa por haber echado las cartas al general Queipo del Llano, y que gracias a ello pudo eludir varios procesos por hechicería en los años cuarenta. Y que era en efecto, tan mayor, tan trisecular por nacida en el siglo XIX, haberse comido todo el XX e iniciar el XXI como si nada fuese, que tenía un bisnieto coronel de la Guardia Civil y a punto de pasar a retiro para jubilarse.

Al día siguiente, tras concertar por teléfono una consulta con la matriarca, visité el Passeig de l'Exposició, al pie del Montjuich, donde estaba el consultorio de la "experta en gatos y aves habladoras".

Antes de ver a la doña tuve que responder las preguntas de su asistente, una especie de secretario administrativo muy afeminado que además de un montón de carantoñas me hizo una ficha en un ordenador provisto de cámara grabadora. Indiano, cegado por la funda de lona que cubría su jaula, se ahorró la agresión del flash que el secretario de Sofía Sozinha empleó sin el menor recato, y con una especie de complacencia sádica.


Sofía Sozinha estaba cubierta por una túnica de brocado de color azul eléctrico, bordada en hilos de oro, plata y bermejo con motivos de plantas y animales, y un gorrito de raso de color verde, algo más grande que una kippá judía. Tras el saludo formal me quitó la jaula con el pájaro, para colgarla de un gancho pendiente del techo en el centro del consultorio.

—Aquí los gatos eventuales no podrán alcanzarlo —explicó— mientras yo te escaneo, rapaz. —E igual que suelen proceder los médicos al desplazar a sus pacientes de uno a otro aparato para observar distintos órganos o sistemas, Sofía me hizo sentar ante su escáner, que era un aparato parecido a una ruleta estrafalaria. Se trataba de una pequeña bandeja giratoria en el centro de un tablero circular dividido en veintisiete sectores, correspondientes a las letras del alfabeto castellano, con sus equivalentes en griego, hebreo, y otros cuatro sistemas de signos que desconocía. A cada una de las letras correspondía una cifra en números arábigos. A continuación, la mistagoga caminó hasta un armario de pesada madera oscura del cual extrajo una pasta moldeable y oleosa, pinturas de diversos colores, cuatro pinceles finos y una madeja de pabilo. Me lo presentó en una fuente por demás curiosa, de un material que parecía carbón de piedra pulido y barnizado, con incrustaciones de cobre. Ordenó que me modelara a mi mismo con pájaro y con gato. Este último animal me hizo dar un respingo.

—¿Con gato? ¿qué gato?

—El gato que acabas de perder, ¿porque se marchó, verdad? —El fantasma de Carbón creció en mi desánimo como un globo aerostático...

—Se suicidó ayer mismo —admití, mientras me pringaba los dedos en la masa plástica semejante a la arcilla de modelar— se lanzó por la ventana, desde un 7° ¿Cómo lo supo doña...?

Cuando los gatos tienen una buena relación bilateral con sus amos, me ilustró la gatóloga, son espejos del corazón de éstos. Y cuando los gatos se marchan con violencia, dejan un aura que puedo ver, como si fuese un nimbo. Por algo en la Edad Media quemaban tantos gatos en los autos de fe. Los chamanes de los Urales descubrieron que absorben las malas vibraciones, las ondas de maldad destinadas a sus amos, en especial cuando son gatos oscuros. Mientras la anciana hablaba yo me iba modelando y me pintaba.

—¿Pero por qué Carbón, mi propio gato, tuvo que matarse, doña Sozinha?

—No me llames doña Sozinha, soy doña Sofía, mãe Sozinha, o bien Sozinha a secas, los tratamientos cacofónicos son cosas del demonio, nunca juntes dos eñes, que chirrían, rapaz. En cuanto a Carbón, lo suyo podría ser una acción en futuro dominintencional, desde luego, que es un tiempo verbal, o sea de acción, propio de gatos negros de buena calidad, de bom gatinho fosco, que decimos en Galicia. La clave del secreto está soterrada en tu propio corazón, rapaz, y —es lo más probable— en las tinieblas de tu inconsciente. ¿A que te plantó una mujer que amabas, rapaz? —lo admití con un triste movimiento de cabeza, al tiempo que me resistía dando forma a un pájaro sobre el hombro derecho del monigote de pasta de mi persona, y a un animal en el izquierdo que tenía orejas de gato y que pinté de negro como Carbón.

—¡Tiempos verbales de los gatos! —Hasta entonces había creído que los animales en general, y los gatos en particular, no hablaban. Y que las conjugaciones verbales eran asuntos exclusivos de los seres hablantes, humanos.

—Si hubo celos en ti no se trata de futuro dominintencional, sin duda es otro tiempo verbal, ese futuro no concuerda con cuernos. Un gato de pelaje oscuro, si tiene una adecuada relación bitotémica, inmediata armonía con su amo, puede funcionar como un talismán de éste, y casi nunca falla en el tiempo verbal. Son fusibles emocionales, conmutadores afectivos y sentimentales de seguridad, o bien escudos mágicos. Por el momento, tú eres sólo un gran gerundio perruno y cornudo, en cierto modo gobernado por una polla despechada y rota, ¿prometes no enfadarte?

—¡Sí, claro doña! ¿Por qué iba a enfadarme?

—Bueno, no quiero que sientas que te trato de cornudo, rapaz. Intento ser positiva; pero también veraz. De gata blanca y ojos azules no tengo un pelo, ni tampoco los ojos.


Ilustración: Fraga

—¿Y eso Doña?

—Esa clase de gatas es casi siempre sorda, rapaz. —La vieja tenía características félidas femeninas evidentes, levantaba la cabeza para dirigir la mirada hacia un objetivo que al mismo tiempo parecía oliscar mientras se tensaba acechante, tal como hacen los gatos. Acaso fuera Baast la diosa egipcia con cabeza de gato, sistro, égida y la cesta en el brazo que llevaba el día anterior, en Las Ramblas, algo envejecida tras cinco mil años de brega.

—Los perros, en lo esencial, son gerundios: oliscando, comiendo, atacando, acariciando, lamiendo..., pero también acatando al amo. En cambio los gatos son muy diferentes. En ciertas circunstancias, determinadas por las vidas de sus amos, los gatos se adueñan del posible futuro de éstos y por ejemplo, enloquecen de pronto y se lanzan por las ventanas como hizo el tuyo, o desde las azoteas y cornisas; atacan a una visita que exaspera a su amo; se almuerzan el loro, los pichones de la vecina; se largan sin el menor aviso... La gente prefiere ignorar lo esencial de estos gestos extremos de su mascota, y califica los hechos con vaguedad: "cosas del gato", "el instinto", dicen, como si los gatos poseyesen cosa o pasión alguna que pueda conducirlos a la violencia espontánea o al suicidio. No ignoras tú rapaz que "por instinto" los únicos suicidas somos los seres humanos y los sementales decrépitos o consumados, de algunas especies como el cabrón montés, después del reemplazo en el dominio. Eso es lo que llamo futuro dominintencional, rapaz. Las bestias no hablan, claro que no, conjugan los verbos en la acción. Por eso no usan palabras, no las necesitan. ¿Ya has acabado con el muñeco? ¿También le has puesto el pabilo en el centro? Bien, dámelo.

Sofía Sozinha fijó el muñeco, que bien mirado no era más que un cirio con mi forma, en un candelero cuya base encajaba en la del torno.

Considerada junto con la decoración del lugar, los pentáculos dibujados sobre pieles de animales con tintas doradas, plateadas, de colores vivos, que cubrían las paredes, era una maga o sibila de otra edad de la historia o de un mundo a la vera del tiempo. Fijado el muñeco cirio, sacó de una caja de madera forrada de tela verde siete clavos de plata con cabezas piramidales, numeradas de 1 a 7.

—Planta estos clavos en el muñeco que te representa, sin el menor miedo, no temas que esto no te hará ningún mal, al contrario, sabremos donde se oculta el bien que necesitas para romper el mal que empujó a tu gato a la muerte, y al silencio al mainato. ¡Calla! —yo ni siquiera había intentado abrir la boca—. No hables a menos que te lo ordene. Planta los clavos donde supongas que lo haría una enemiga inteligente, y haz que las cabezas queden colgando en el vacío, ¡Han de caer cuando arda la verdad!

El primer clavo lo planté entre los ojos del muñeco de cera, el segundo en la boca, el tercero en el mentón, los cuartos y quinto en cada uno de mis oídos, el sexto en el bajo vientre, y el séptimo en el lugar del corazón. Entretanto, ella había preparado unos fósforos de madera muy largos y gruesos, con uno de los cuales, tras fijar el muñeco en la base giratoria, me hizo encender el pabilo. Luego puso en marcha el torno, movido por un pequeño motor a pilas, muy silencioso; mi yo de cera ardía igual que una vela.

—Con los felinos mayores —repuso Sofía Sozinha mientras el escáner completaba el examen mágico de mi persona—, leones, leopardos, panteras que son dobles totémicos de los reyes divinos africanos, ocurre lo mismo. Los félidos, grandes o pequeños, tanto da, son absorbentes de los sentimientos y afectos que inspiramos en los demás, funcionan como pantallas del odio ajeno (aunque también de la ternura y el amor) y reciben la carga negativa que por alguna razón no alcanza a sus amos, que son los destinatarios. Otras veces copian los estados de espíritu de los humanos patrones; pero a causa del temperamento gatuno van más lejos que éstos, van también más allá del alféizar donde las personas se detienen, apoyan los antebrazos y leen en el cielo o las azoteas algún llanto, una cifra melancólica: ¡los gatos se lanzan! La gente no iniciada en la magia suele salvarse del odio ajeno porque posee inmunidades naturales: por ejemplo, si se nació en viernes con luna creciente, o debajo de un olivo en cualquier tiempo, las malas ondas ajenas rebotan como pelotas; si en lunes de última luna del verano, se las ve venir, se esquiva el golpe... Cualquier persona un poco iniciada comprende enseguida por qué un gato, de ordinario bonachón, tranquilo, dado al magreo ronroneante, de pronto alza las orejas, mira hacia el infinito, camina decidido hacia la ventana y se arroja al vacío desde una altura mortífera. He tratado muchos casos de gatos suicidas, que casi siempre son de colores más claros que el tuyo. Yo tenía un amigo poeta que una noche regresó de una reunión sintiéndose ninguneado. Poco después de llegar a su casa se le suicidó el gato.

—¿Esa es también una acción en futuro dominintencional?

—No, es otro tiempo verbal, es una acción en pasado activo emergente, un tiempo aún más difícil de comprender por los seres humanos, rapaz. Si quisiera explicar la acción de ese gato trágico en palabras, diría: Un hondo y concluyente suspiro desolado, emblema de una vida. O con esta metáfora marrana, una flatulencia gestual provocada por una indigestión de la existencia. ¿Me sigues?

—¡Cuánto horror, cuánto phatos cabe en un solo gato, mãe Sozinha!

—Tú lo has dicho, rapaz. ¡Muy bien pensado! Otro caso que recuerdo es el de una gatinha fosca que se lanzó a la mar borrascosa de la Costa da Morte a causa de los celos y el despecho de su ama... —Fue al concluir esta frase que cayó el primer clavo de mi imagen de cera sobre la letra "a". La anciana tomó esa letra de un bolsa llena de fichas de Scrable, luego repuso— : Si a un rey divino africano se le suicida el animal totémico, o si éste muere de enfermedad, los cortesanos ejecutan enseguida al monarca, le dan muerte sin dilación alguna, y se elige un nuevo rey, que tendrá un nuevo animal totémico. En rigor, si nos comportásemos como auténticos animistas, deberíamos arrojarnos por las ventanas detrás de nuestras mascotas, intentando copiar sus trayectorias suicidas; y que quienes nos sobrevivan nos reemplacen por otras personas más afortunadas y provistas de gatos totémicos en buena salud. Pero somos eclécticos. Sin embargo, y siento de veras tener que decírtelo, rapaz, lo cierto es que la magia gobierna buena parte de nuestra vida soterrada... —En ese punto cayó el segundo clavo sobre la "i" y doña Sofía extrajo la ficha del caso. —Si nos sucede esa desgracia (que se nos suicide el gato), si estamos convencidos de ser algo mejor que un cántaro de males, y si no nos estrangulan dos emisarios cortesanos verdugos, lo mejor es conseguir un gato nuevo de color más oscuro, y fabricarse un amuleto con tres gotas de sangre del gato suicida. Si el animal suicida era negro (los negros puros son las mejores pantallas), entonces las cosas se han puesto feas de verdad —cayó el tercero: "r" — y habrá que recurrir a otros remedios. Y sobre todo aliviar las labores preventivas del gato, intérprete siempre hermético y exasperado, con otros medios como la terna de olivos y los granos de sal en un íntimo e inaccesible rincón de la casa; más los ensalmos para fortalecer gatos, —los cuarto y quinto llegaron casi juntos: "a" y "b" — una especie de subgénero poético gitano que emplean los curanderos de Transilvania, son coplas traducidas del magiar. —Cayó el sexto, una "c". —En general los gatos tienen un pasado y un futuro de los que rara vez logramos comprender algo, aunque sean también los nuestros; pasados y futuros crípticos de los que sólo podemos percibir ramalazos gestuales violentos. —Y fue ahí que el séptimo clavo dio sobre una "n". —Si tú al ir a mear sientes ganas de levantar una pata —al darme aquél consejo la anciana me recordó a mi propia abuela— casi siempre la izquierda, en hombres diestros, no te inquietes. Ni tampoco lo hagas cuando tus pupilas se contraigan a la luz en línea vertical, y la cola larga y delgada se te termine en punta., puesto que tú, rapaz, ya estilizaste el maullido hasta el lenguaje y puedes redimirte. Veamos donde pueda encontrarse el remedio de tus males. La anciana alineó las fichas de Scrable sobre la mesa por orden de aparición:       

A I R A B C N

—¿Y la acción de la gata oscura que se arrojó al mar por celos de su ama es futuro dominintencional o pasado activo emergente, doña Sofía?

—¡Ni uno ni otro tiempo! El gesto de la gata, celosa por inducción simpática, es un presente exasperado muy puro, rapaz. ¡Presente exasperado!, el tiempo de los gatos temperamentales y de los grandes actores trágicos. Y es sin duda el tiempo verbal del suicidio de tu gato, Carbón. ¿Ves alguna promesa en estas letras?

—¿Brancai, Cabrani? —leí—. Podrían ser nombres propios providenciales, de personas o lugares geográficos...

Justo entonces sonó el teléfono interno, era una llamada del secretario que Sofía Sozinha atendió enseguida. —¿Cómo dices rapaz, estás seguro? —De pronto vi que el semblante de la vieja se animaba casi hasta el límite de la risa. —¡Pero eso está muy bien! ¡Y qué pelaje has dicho que tiene ese animal! —Tras prometer a su secretario que enseguida iba a ocuparse del caso, la gatóloga, tan pronto como colgó el teléfono dejó que fluyera una carcajada jovial, mientras tanto reordenaba las letras:

B A R C I N A

—¿Barcina?      

—Eso es rapaz, barcina, una hembra de pelaje más o menos claro, pero con manchas oscuras e irregulares.

—¿Una gata, doña Sofía?

—Hum... podría ser, bien podría ser una gata barcina...

—Cruack, cruack —entonó Indiano suspendido en el centro del consultorio, afirmando su ser bajo la lona que cegaba la jaula. ¡Lo habíamos olvidado! Le quité la funda. Cuando al fin pudo abrir los ojos a la luz insistió con el estribillo—: cruack, cruack...

Fue justo entonces, aunque se tratara de un hecho, de una acción del todo irregular que entró ella, arrastrando las bocamangas de unos tejanos demasiado grandes y rotos en ambas rodillas, batiendo el aire con una camisa a cuadros de las que usaban los leñadores canadienses en los anuncios de tabaco del siglo XX, una camisa que azotaba el aire como la vela rota de una barca en medio de la tormenta, una sonrisa triste que le torcía la boca, que era como pastelillo libanés de hojaldre y nueces. En los brazos de ella un gato del color de café con leche, con manchas marrones y rojizas; y en sus ojos el agua que borra los relojes. El animal había fijado la vista en Indiano, que sin el menor empacho, y siempre cortés, le dio la bienvenida en estilo córvido, renovado:

—Cricki, cricki.

—He aquí al melancólico animal —presentó la gatóloga.

La chica asintió. La vi también barcina, el pelo entre anaranjado y amarillo ocre, con manchas verdes, rojas, azules... Me hizo tal impresión que por automatismo seductor, intenté fingir lo contrario: que era invisible o poco menos, al borde de la inexistencia. Tenía unos ojos enormes y muy separados, que eran como dos campos de albahaca tierna, y una boca de dibujo inquietante, capaz de hacer correr miel o veneno. El gato iba en sus brazos como un héroe a la hora de la parada de homenaje.

Yo sentí que debía hacer algo, pero no supe qué. Todas las sensaciones importantes y los grandes momentos piden una palabra o una frase. Elegí un torpe gesto. Cuando estuvo a mi lado, estiré la diestra para tocar al gato. Sentí un dolor fulgurante en el dorso de la mano derecha, oí los bufidos de la fiera...

—¡Estrella! —supe que era una gata. Después de la agresión la gata barcina se instaló en el hombro de su ama, acechándome. —Lo siento, nunca se había comportado de esa manera con nadie, es una gata dulce... —intentaba disculparse la chica...

Oímos la risa de Sofía Sozinha. Y justo después yo cometí la segunda acción fatal de aquel día: tuve la infeliz idea de estirar las manos hacia Estrella, con la intención de cogerla en brazos. La gata se echó sobre mi pecho con las garras desnudas, y tras ararme cuello, pectorales y vientre con las uñas, y aún hundirme los colmillos en el brazo izquierdo, se alejó de toda eventual represalia con tres saltos precisos, para instalarse sobre el armario de madera con empaque de reina. En la voz de Sofía Sozinha la burla daba saltos de macaco, al decir:

—Creo que la de Estrella fue una acción en futuro dominintencional, estoy casi segura de ello...

Yo tenía los ojos puestos en la cara de la chica, casi convencido de la inexistencia de otro objeto visual con mayor interés. Al oír el diagnóstico de la anciana gatóloga, ella se ruborizó.

—Hay un agua en tus ojos que borra los relojes —le susurré mientras miraba su color auténtico: azul grisáceos; aunque igual siguieran pareciéndome campos de albahaca... Estrella por su parte, seguía echada sobre el armario, mayestática, y con la vista clavada en Indiano, como si quisiera zampárselo.

—¡Sí! —grité, arrebatado sin remedio por la corriente de los sucesos— La gata barcina cogió la delantera...

—La gata barcina cogió la delantera, cricki cruck, cricki cruck —glosó el pájaro Indiano.



Daniel Alcoba es argentino, de La Plata, pero está radicado en Europa, precisamente en París, desde hace muy poco, tras vivir varios años en Barcelona. Ha publicado las novelas La montaña del origen (1999) y La cara hembra de Dios (2004), ambas en ediciones Minotauro, y ambas, para no romper con una tradición muy sólida, bastante ignoradas en nuestro país. Esta es su primera aparición en Axxón.


Axxón 150 - Mayo de 2005
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia ficción: Argentina: Argentino).