LOS JINETES DEL AIRE

José Antonio Fuentes Sanz

España

Ya lo presintió al abrir los ojos. Iba a ser un mal día. Mejor no levantarse, quieto en la cama. Seguro que se ahorraba un disgusto.

Desgraciadamente su madre no estuvo de acuerdo cuando entró a preguntarle por qué no se levantaba, y lo sacó de la casa a escobazos.

—¡Sinvergüenza! ¡Que llegarás tarde al Cuartel! ¿Que dirán tus oficiales?

Y a él qué lo que dijeran sus oficiales. Era lo peor del Ejército: demasiados jefes. Y más en el Ejército del Aire, dónde muchos técnicos y especialistas tenían rango de teniente para arriba. Los pobres soldados obedecían ordenes a troche y moche, a menudo contradictorias y disparatadas.

Siguió un pequeño viaje en el asmático y desvencijado automóvil de mamá, cuyo motor desajustado daba petardazos a medida que quemaba metanol. En cinco minutos llegó al aeródromo, dónde casi dieciséis mil hombres aunaban esfuerzos para mantener a cuatro Alas en condiciones de combate.

Él podía dormir fuera cuando no estaba de retén porque la casa de su madre quedaba a un kilómetro, a condición de llevar encima el "busca" por si debía acudir pitando. Las emergencias estaban a la orden del día y la guerra era muy exigente. Maldito el día en que empezaron, aunque en realidad nadie sabía cuándo había terminado la anterior, llevaban más de sesenta años encadenando una guerra con otra, así que tampoco echaban de menos la paz.

En la puerta del aeródromo, el Policía Militar esperaba, rostro endurecido, corpulento, subametralladora cruzada sobre el pecho, gesto torcido. En cuanto se detuvo para mostrarle el pase, el rostro del PM se iluminó con una sonrisa.

—¡Coronel Stephan! ¡No le había reconocido! ¡Pase, pase!

Veinte minutos más tarde estaba en su despacho, reunido con sus oficiales, quienes le informaron puntualmente de las novedades sucedidas desde las diez de la noche anterior. No había mucho que contar salvo un par de falsas alarmas, una intercepción sin novedades y un caza propio derribado por un pararrayos.

—De momento todo en calma —anunció por fin el mayor Rehmev.

—Bueno es saberlo.

—Y el general Soulev nos espera a las ocho en la Sala de Operaciones; creo que quiere darnos un discursito o algo parecido.

Stephan frunció el ceño. El general Soulev no era un hombre muy apreciado. En opinión de todos se tomaba demasiado al pie de la letra aquel juramento hecho en un momento de bobería sobre defender al país hasta la última gota de sangre.

La guerra contra las Comunidades kaciaks se alargaba desde hacía casi nueve años, ante la sorpresa general de un público y un gobierno que no se explicaba cómo podían mantener aquella presión de hombres y medios. Stephan podía darles una fácil respuesta. La guerra no avanzaba porque, al margen de lo que ocurriera en el suelo, a la vista de las cámaras y periodistas, dónde la superioridad numérica vitjeb era muy patente, en el aire las cosas fueron mal desde el comienzo.

Sólo que en el aire no había cámaras de televisión ni periodistas, salvo los ojos electrónicos de los satélites, pero esos estaban censurados. Así que nadie se enteraba, o no quería enterarse, de que en realidad no estaban ganando la guerra. Un día se lo tuvo que explicar a un amigo:

—Pues mira: tienen una fuerza aérea casi tan grande como la nuestra, sus pilotos son mejores que los nuestros, tienen tres veces más misiles tierra-aire y ocho veces más artillería antiaérea...

Y aún se le olvidó de decirle que como sus tierras sólo representaban un siete por ciento de la superficie de la República, la concentración de armas era muy respetable. Cuando volaban por encima y los colegas se ponían a disparar con todo lo que tenían parecía que la Mancomunidad de las Tierras Altas estaba celebrando una fiesta nacional a lo grande, con tracas de cohetes y petardos que subían con largas estelas. Y los que estaban arriba, volando en su espacio aéreo, empezaban a llamar a la base pidiendo un sacerdote para confesarse, un notario para el testamento, un retrete porque la tripa no aguantaba...

Si los kaciaks que volaban eran temibles, profesionales de primera, de reflejos como el rayo y una sincronización impecable, los que estaban abajo, detrás de los sistemas de radar y de los disparadores, eran de muerte. En nueve años se habían cargado a las dos terceras partes de las aeronaves y pilotos perdidos.

Eso sí: como a éstos no los habían tumbado en combate entre aviones, no aparecían reflejados en las estadísticas de pérdidas en batalla aérea que la Fuerza Aérea repartía a la prensa. Así que todo el mundo creía que sólo perdían por un margen relativo y que sólo hacía falta un poco más de espíritu de combate, como les dijo el cretino del Ministro de Defensa:

—Un poco más de valor y espíritu de lucha, caballeros. Es lo que hace falta. Miren este último trimestre: ellos han perdido ciento cinco aviones y nosotros sólo ciento treinta y cinco, y como nosotros tenemos un veinte por ciento más de aviones, en realidad vamos ganando. Un poco más de decisión por su parte y la victoria será nuestra.

Se quedaron mirándose unos a otros, preguntándose si el Ministro se había fumado algún petardo antes de entrar. Uno incluso le preguntó:

—Oiga: ¿Y los que han tumbado la antiaérea?

Se refería a los doscientos veintiséis colegas a quienes la antiaérea había agujereado el fuselaje y, en algunos casos, hasta el pellejo. Derribados sobre territorio enemigo, ahora la mayoría eran prisioneros o estaban en paradero desconocido.

—¡Tonterías! ¡Nosotros también tenemos antiaérea!

Sí, efectivamente: en el mismo periodo habían derribado nueve aviones enemigos. Todo un récord. Pero el Ministro erre que erre, sin dar el brazo a torcer, y sin querer aceptar que la guerra no la estaban ganando. Ni por casualidad.

Y luego las imbecilidades del Ejército de Tierra. Que si les dejaban solos frente al peligro. Que si no aparecían nunca. ¿Y los aviones derribados que les llovían encima, qué?

De todas formas había que acudir a ver qué tripa se le había roto al general Soulev y de mala gana todos los pilotos se reunieron en la Sala de Operaciones, saludándose mutuamente:

—Hola, ¿qué tal?

—Bien. ¿Y tú?

—¿Y la mujer?

—¿Y los hijos?

—¿Y el periquito?

Había un montón de caras nuevas.

—¿Quién eres tú?

—Teniente Peltrev.

—¿Y cuándo te has incorporado?

—¡Hace un año! ¡Si hemos volado juntos en ciento diecinueve misiones, coronel!

—¡Ah, sí!

Pues él no lo recordaba, pero daba igual: entre la que él mandaba y las otras tres del Grupo Aéreo, sobre el papel doscientos setenta aviones de lo mejor de la Fuerza Aérea, la unidad era un mar de caras cambiantes que se repartían los ciento cincuenta o ciento setenta aviones que normalmente podían levantar el vuelo. Cada mes causaban baja y eran sustituidos entre cuarenta y cincuenta hombres. Antes, cuando disolvían algún Ala por falta de personal, recibían un puñado de pilotos veteranos, ahora ya ni eso. Las tres cuartas partes de quienes estaban en aquella Sala, ciento cincuenta y nueve pilotos contándole a él, tenían menos de treinta horas reales de combate.

Quedaban ya tan pocos de los que empezaron en el 52, cuando a los gerifaltes se les ocurrió declarar la guerra a la Mancomunidad...

Y con aquella gente recién salida del cascarón debía enfrentarse a las veteranas chicas del 3ª Grupo de Defensa Aérea, la mayoría de las cuales tenían en su curriculum más de setecientas horas de vuelo en combate. Vamos, que aquello tenía menos color que una comparación entre un cromo de Papá Pitufo y La Gioconda. Y mira que cuando empezó aquella estúpida guerra parecía que iba a ser pan comido, como le explicaba entonces a él, piloto recién llegado, su jefe de Ala:

—Cuatro combates, tiramos media docena de bombas, total: ocho o diez semanas como mucho y todos a casa a ver cuántas chicas se nos cuelgan del brazo.

No parecía para menos: la guerra civil entre extremistas y radicales había terminado con un acuerdo y todos tan amigos. Los europeos decían que se iban a casa, que estaban cansados de ayudar. Los persas ya se habían ido, hasta la coronilla de tanta facción y tanto descontrol. Los siberianos que se volvían, de mala gana, a abrazarse con sus renos y sus osos polares, derrotados pero dignos. Y los kaciaks, a la espera, mientras su raiss, entonces la Ludmilla Akushnev, se estaba muriendo y le traspasaba el poder a su nuera, la Mizhna.

Eran tan buenas noticias (sobre todo la última) que los había que decían:

—¡Es un truco de la prensa! ¡Imposible que todo vaya tan bien!

Y es que Ludmilla era una persona muy querida, de quien contaban hasta el último minuto que le faltaba para estirar la pata y abandonar el mundo de los vivos de una puñetera vez.

La primera señal de que la situación era realmente demasiado buena para que durara llegó a las cuatro semanas de que enterraran a Ludmilla y empezaran las negociaciones con Mizhna para que volviera al redil del Gobierno Central, que desarmara a su Ejército particular, sobre todo, y también que dejara el tráfico de estupefacientes, como exigían los europeos y los asiáticos. Y un buen día, cuando le preguntaron al Ministro de Interior sobre el cambio de la cúpula kaciak y cómo valoraba a la difunta, éste explicó:

—Veinticinco años esperando a que se muriera esa bruja, y ya la estoy echando de menos.

Vamos: que con Mizhna no había ninguna mejora y, en todo caso, aún iban para peor. Dos meses después estaban en guerra abierta de nuevo, cuando aún no habían tenido tiempo ni de pasar balance de lo que había costado la última ni de cómo se iban a pagar los empréstitos pendientes. Un año más tarde estaba claro que el cálculo de "ocho o diez semanas" había sido un poco optimista.

A pesar de todo parecía que iban a ganar la guerra, aunque fuera por agotamiento y a base de empeñar hasta los calzoncillos de los futuros bisnietos para financiar la guerra. El 58 (sexto año de guerra) fue bastante bueno, los kaciaks retrocedieron en todos los frentes y llegó la noticia de que Mizhna estaba enferma y no duraría mucho.

—Aún será verdad que ganaremos —decían hasta los más escépticos.

Y en el 59 todo se fue al carajo. A finales de enero, Mizhna llamó a sus generales, enfadada por las últimas retiradas, y empezó a pegar puñetazos sobre la mesa.

—¿Pero qué esta pasando aquí? ¡O empezáis a ganarme batallas u os pongo a todos a medio sueldo!

Y sus generales salieron dispuestos a ganarle alguna batalla a Mizhna, que no estaba el horno para bollos y todos querían cobrar el sueldo entero. Al llegar diciembre, le habían ganado una docena de importantes batallas por tierra y aire, y Mizhna, más calmada, les envió a cada uno una cesta de Navidad y un sobre con el aguinaldo para tenerlos contentos, porque la verdad es que lo habían hecho de puta madre.

Las mejores divisiones y las mejores alas aéreas vitjebs mordieron el polvo, no se volvieron a levantar y sus sustitutos no estaban a la altura.

En diez meses pasaban de perder la guerra a asegurarse la victoria definitiva. Si el Ministro de Defensa no hubiera perdido el culo nombrando al general Kraczeck para el puesto de comandante en jefe, la guerra no hubiera durado ni seis meses más y los kaciaks estarían celebrando la Gran Victoria.

Stephan no tenía buen recuerdo de aquel año: su Grupo Aéreo se embarcó en una batalla contra el 3° Grupo kaciak. Empezó julio con doscientos veinte cazas y al llegar agosto sólo tenía ciento cuarenta, aunque llegaron ciento noventa cazas como reemplazos. Pérdidas totales en treinta días: doscientos setenta cazas y casi el mismo número de pilotos, incluidos gran parte de los veteranos. Luego los de la Oficina de Reclutamiento decían:

—¡Apúntate en la Fuerza Aérea! ¡Grado de oficial, bien considerado, sin mancharse un dedo, con una máquina de última tecnología, seguro en la cabina y club privado en la base! ¡Nada que ver con la infantería, el barro y la sangre! ¡Todo muy aséptico e inicuo!

Las narices. Los idiotas que decían eso deberían darse una vuelta por las pistas cuando regresaban los cazabombarderos, perdiendo combustible y líquido hidráulico, con el fuselaje lleno de agujeros y los tripulantes más muertos que vivos. A ellos los llevaban al hospital para remendarlos y que pudieran volver al tajo, y sus cacharros se reparaban o se desguazaban para aprovechar las piezas que aún quedaran enteras.

Lo único que todavía les hacía aguantar a pie firme en la brecha era la pretensión de los políticos de que si la guerra se estiraba y Mizhna palmaba, su sucesora más segura era su hija Kassandra, de dieciocho años por cumplir y que, probablemente sería más manejable.

Pero Stephan conocía a un par de tipos en Inteligencia que le habían dicho:

—Cuando muera Mizhna, si su sucesora es Kassandra, la echarán de menos aún más rápido que a la Ludmilla.

Y es que Kassandra, desde los dieciséis años, haciendo valer su linaje, la influencia de mamá y la falta de oficiales para cubrir todas las plazas, ya dirigía tropas y obtenía victorias, ganándose una reputación de salvaje que ponía los pelos de punta.

Además, la debacle del 59 no terminó en colapso, pero sí en una larga agonía, dónde las tripulaciones veteranas fueron desapareciendo lentamente.

Tenían menos problemas sustituyendo aviones que pilotos. Los pilotos eran una elite que exigía ciertas cualidades, por encima del recluta medio, y que precisaba de tres años de instrucción para recibir su título (ahora recortada a dieciocho meses de entrenamiento intensivo). Habiendo empezado la guerra con una gran ventaja, ahora estaban en la cuerda floja.

El general Soulev hizo entrada, cortando hilo de pensamientos y conversaciones en voz baja. Era un hombre regordete, de cincuenta años, que se había quedado calvo, decían, discurriendo como presentaba los partes de pérdidas sin decir expresamente qué eran por acción del enemigo. En este sentido el muchacho era imaginativo.

Venía contento, buena señal. Ya debía habérsele pasado el ataque de furor demente del mes anterior, cuando volvió otra vez al rollo de que habían jurado morir por la patria y hubo que recordarle que en los contratos que firmaron al alistarse ninguna cláusula mencionaba que tuvieran que correr riesgos físicos. Que las palabras siempre se las llevaba el viento, y en momentos tontos se juraba lo que fuera.

La que organizó el elemento pretendía fusilar al azar a uno de cada diez alegando que hacía falta un escarmiento; ellos replicaron que lo que hacía falta era otro general y al final todo quedó en nada porque el Ministro dijo:

—¿Fusilar a uno de cada diez? ¿Y quién va a pilotar los cazas? ¡Ande, déjese de tonterías!

Stephan y el general se cruzaron las miradas. Se llevaban mal. Hacía tres meses algún desaprensivo, nunca se supo quién pero el general sospechaba de cierto coronel a quien todos invitaban en cantina, plastificó tres docenas de fotografías del general y las pegó con sellante en el interior de las tazas de retretes y urinarios, donde tropa y oficiales aliviaban la tripa.

El general se enteró por casualidad: una inspección por sorpresa, imaginando que tanta concurrencia en los retretes tenía algún significado sexual indecoroso. Y cuando vio sus fotografías (ahora un poco manchadas), pegó tales alaridos que vinieron del Cuerpo de Guardia, metralleta en mano, creyendo que algún perturbado estaba acorralando al general en el retrete.

—¡Caballeros! —empezó el general.

Debía estar de muy buen humor, ninguno recordaba la última vez que se había mostrado tan simpático.

—¡Nuestro Ejército ha iniciado una gran ofensiva...!

Hubo caras de sorpresa mientras preguntaban en voz baja de qué hablaba el general. ¡Ah, sí! Hacía unos meses habían "retirado" a Kraczeck y puesto en su lugar a un mengano que sólo había batallado en los Juegos de Guerra del Estado Mayor, y era tan malo que, decían, perdía hasta jugando solo.

Corrieron algunos murmullos de conmiseración para los del Ejército de Tierra y les desearon suerte. Mucha suerte. Que les iba a hacer falta. Muchísima falta. Y la ayuda del arcángel Gabriel tampoco iría mal, puestos a ello.

En estas el general concluyó la frase, irritado por la interrupción de tanto inoportuno cascándole al vecino:

—¡...en la cual se espera que todo hombre contribuya con su esfuerzo, valentía y profesionalidad, apoyando a nuestras fuerzas de tierra en su avance! ¡Nuestros bravos soldados del Ejército de Tierra dirigen su mirada hacia nosotros, esperando nuestro coraje y determinación para inclinar la balanza!

Se hizo un silencio ominoso. Sonaba como si... parecía que... ¡Caramba! ¡Si por un momento entendieron que el general les había guardado boletos para la rifa de tortazos que se preparaba! Aún pretendería que se repartieran las bofetadas a medias con los de Tierra.

—El general tiene razón —empezó un capitán desconocido—. Deberíamos mostrar algún tipo de apoyo a los chicos de tierra.

—Eso.

—Yo voto porque enviemos un ramo de flores comprado por suscripción en señal de camaradería —sugirió uno.

Iban hablando de la suscripción y de las flores, que más que en ramo se podrían enviar tejidas en forma de corona, a ver si el general se cansaba viendo que no se daban por enterados y se iba. Mientras el general Soulev se iba poniendo rojo, rojo, rojo. Y finalmente explotó:

—¡Pandilla de ratas inmundas: subid a vuestros cacharros e id a echar una mano!

Y como si tuviera que reforzar aquel estallido con algún gesto melodramático, desenfundó su pistola y empezó a los tiros dentro del recinto.

Salieron todos como flechas sin que hubiera que lamentar ni una sola herida.

Entre la rabieta y que no quería usar gafas para no parecer más viejo, era un pésimo tirador. Pero nadie tenía la menor duda de que había tirado a dar: no había acertado ni una.

—¡Joder, cómo se ha puesto esta vez!

Tenía mala baba el hombre, si ya se habían enterado de que tenían que acudir a poner el pecho para que les partieran la cara.

—Bueno, vamos allá. La batalla nos espera.

—Pues podría dejarnos plantados por una vez.

Un par de ayudantes repartieron copias impresas de la misión para todos los pilotos. Ordenes directas del Ministerio de Defensa y del Estado Mayor del Ejército del Aire, en colaboración con Inteligencia Militar, un departamento tan poco fiable en sus conclusiones que un adivino con bola de cristal, de a cinco pavos la adivinanza, tenía más credibilidad.

A ellos les tocaba el sector principal, justo sobre los dos ejércitos de maniobra enfrentados, donde se cruzaban todos los sistemas móviles antiaéreos y toda escuadra de interceptores que no tuviera alguna misión fija asignada.

Misión: proteger a los cazabombarderos que debían pulverizar a las fuerzas acorazadas kaciaks. Casi nada. En cuanto asomaran, aquello parecería un avispero al que le hubieran pegado una patada y todas las avispas intentarían clavársela.

El coronel procedió a darles las explicaciones pertinentes mientras los veteranos escuchaban, cansados, y los novatos le miraban con ojos abiertos, sin tener muy claro qué iba a ocurrir.

—Muy bien, el plan es simple: entraremos por la puerta grande a escoltar a los cazabombarderos. Delante de nosotros irá el Ala del mayor Goulev, con equipos de guerra electrónica, misiles antiradar y bombas de racimo para abrirnos camino por las defensas antiaéreas...

—Gloria al mayor Goulev y sus pilotos —murmuró alguien.

Si salía medianamente bien el Ala entera recibiría una condecoración al valor. A título póstumo, por supuesto.

—Varios escuadrones sueltos atacarán los sectores a ambos lados del objetivo principal para atraer la atención de los interceptores, y una incursión secundaria desde otra dirección empezará antes que la nuestra; con un poco de suerte correrán todos hacia allí antes de darse cuenta que es una treta.

Hubo algunas caras de escepticismo, pero nadie dijo nada. Más valía que funcionara.

—Luego entrarán los cazabombarderos, con más aviones de guerra electrónica para desmantelar sus defensas y con nosotros rodeándoles para que los interceptores kaciaks no les hagan pupa. Tirarán sus bombas, cohetes y hasta palabrotas hasta que hagan puré a los vehículos acorazados, tropas y todo lo que encuentren...

Si no los tumbaban los antiaéreos y los interceptores, pensaron todos.

—...entonces los superv... entonces regresaremos protegidos por dos escuadrones de cazas, que nos cubrirán la espalda. Una unidad de reconocimiento fotografiará el campo de batalla para comprobar los daños que hemos causado.

Más bien fotografiarían a los que quedaran en el campo de batalla, con el morro clavado en el suelo.

—Todo el mundo enterado. ¡Pues vamos! ¡A los cacharros!

En los vestuarios se embutieron dentro de los trajes de vuelo y luego, en silencio, caminaron hasta los hangares, donde los mecánicos retiraron los modelos de plástico que tenían expuestos para la prensa y el público y sacaron los de verdad, que tenían escondidos de modo que nadie los viera.

—¿Quiere ver el informe de estado? —le preguntó el mecánico.

—No, para qué —respondió firmando el comprobante.

Cuando un avión llevaba diez o doce misiones, nadie miraba el informe técnico del aparato a menos que fuera un masoquista retorcido. Bueno, el mayor Peglin sí lo hacía. Pero también se rumoreaba que los fines de semana acudía a un local donde dos musculosos boys con cadenas de bicicleta y traje de vinilo ofrecían sus servicios profesionales.

—Ciento treinta y dos cazas listos para despegar —anunció el mecánico jefe.

Bueno, veintisiete pilotos podrían quedarse en tierra, con el pellejo a salvo. Descontó a los más novatos, a los más viejos y a los que habían realizado alguna misión aquella misma noche. El resto, incluido él, tendrían que pringar.

—¿Por qué no se queda? —le preguntó el mecánico jefe en voz bajita.

No tenía ninguna obligación de tomar parte en las misiones.

—Claro. Escoge tu mismo al que me va a sustituir —respondió señalando a los novatos.

El mecánico jefe frunció el ceño. Menuda facha los nuevos, desde que habían vuelto a recortar el periodo de instrucción llegaban con una pinta de escolares recién salidos de instituto... sólo les faltaban los libros en brazos.

—No he dicho nada.

Trepó por la escalerilla de su viejo cacharro, el que había pilotado en cientos de misiones. Una máquina de veintidós metros de longitud, fabricada con la última tecnología y que costaba sesenta millones por unidad, una morterada que él jamás había visto junta ni en la tele cuando repartían premios de la lotería.

Tenía armazón articulado que permitía cambiar la configuración en vuelo; dos góndolas motoras de materiales cerámicos con toberas vectoriales; control inestable que permitía maniobras imposibles; fuselaje combinado de espumados, fibras organoeléctricas y filimonocristales; el complejo ordenador de a bordo; el avanzado sistema de armamentos; los puntos de estiba que permitían sujetar hasta dieciocho bombas, contenedores o misiles.

Un cacharro de excelencia con el que, decían, lo mejor que podía hacer el piloto era quedarse en tierra. Lástima que sólo fuera propaganda.

Recién salidos de fábrica, relucientes y con el acabado mimetizado parecían verdaderos tiburones del aire, dispuestos a devorar todo lo que encontraran a su paso. Después de unas cuantas misiones y de recibir las atenciones del enemigo, parecían bacalaos puestos a secar al sol.

Cubiertos de parches, arañazos, manchas de líquidos hidráulicos y combustible, con diversas manos de pintura y partes del fuselaje que se habían cambiado enteras, su aspecto recordaba a un coche de ocasión en el desguace. Uno de los tenientes estalló en sollozos, y su comandante de escuadrón empezó a darle palmaditas en la espalda.

—¡Vamos, no es para tanto!

Volvió a bajar para reunirse con los pilotos y ultimar detalles. Al otro lado podía ver a los chicos del 9° Grupo Táctico, que debía contar también con casi trescientos cazabombarderos, pero de los que sólo quedaban ciento diez. Su comandante les había repartido unas cuantas botellas sacadas del bar de oficiales para que tomaran ánimos, y allí estaban, bebiendo valor de 37 grados, al lado de sus aeronaves cargadas de cohetes, bombas, misiles y munición para el cañón, preguntándose cómo iría la misión.

A ninguno se le escapaba que si los colegas del Grupo de Caza tenían que batir alas en retirada, automáticamente ellos se convertían en ciento diez dianas voladoras para que los interceptores kaciaks practicaran el tiro al pichón. Incluso si soltaban la carga de bombas para aligerar peso y ganar agilidad, llevaban las de perder.

Para hacerlo aún más emocionante, sólo una parte de las armas eran misiles autoguiados de largo alcance. El resto eran una mezcla de bombas planeadoras y de caída libre para arrojar sobrevolando directamente los objetivos mientras los antiaéreos repartían supositorios desde el suelo. Seguro que a más de uno le hacían diana.

Stephan hizo traer varias botellas y los mecánicos las repartieron, en vasos desechables, a los novatos.

—¡Muchachos, un brindis por vuestra primera gran batalla!

—¡Salud!

Y bebieron de un solo trago. Acto seguido se les desorbitaron los ojos mientras las tripas roncaban y salieron disparados hacia los servicios.

Regresaron en unos quince minutos, con retortijones y agarrándose los pantalones del traje, que se les caía.

—¡Vamos, no pongáis esa cara! ¡No sabéis lo mal que huele y lo que molesta hacerlo en vuelo!

Y entonces sí, subieron a sus cacharros, estirándose en los asientos reclinados, tipo tumbonas de playa, encendieron los motores y comprobaron sistemas y armas. Cada caza llevaba diez misiles y un cañón con trescientos proyectiles, y con este arsenal, que podía gastarse en menos de cinco minutos, había que pelear una hora u hora y media.

Mientras carreteaban por la pista, Stephan le daba vueltas al motivo por el cual debían ir a aquella batalla, que seguro no traería nada bueno.

Probablemente porque, como decían los propios kaciaks, en todas las batallas que merecen la pena debe haber perdedores. Buenos y duros perdedores, que una cosa es ser derrotado y otra regalar la victoria. A veces tenía la sensación de que aquella banda de pirados eran los únicos que estaban bien centrados en aquella guerra.

—Iniciamos despegue.

La pantalla holográfica indicaba el tiempo con un contador proyectado sobre la cabina; era vital cronometrarse con el resto de Alas para evitar que los escuadrones chocaran en el aire o el ataque. El traje de vuelo, una gruesa capa de seis dedos de gel especial para absorber la mayor parte de las fuerzas g, le envolvía por completo y le oprimía mientras los sensores exploraban sus condiciones físicas y su estado de ánimo. Cuando los números del cronómetro variaron a rojo llegó el momento de despegar. Una corta carrera de doscientos cincuenta metros y cada caza, veintiocho toneladas, se despegó del suelo mientras el fuselaje parecía cobrar vida y las alas y el morro se reconfiguraban automáticamente. Alguna rótula articulada crujió, señal de que los buenos tiempos quedaban atrás.

Subieron mientras las alas se replegaban hacia atrás con tanta naturalidad como si fueran las de un águila y los soportes debajo de cada una giraban a su vez para reorientarse hacia adelante y ofrecer la mínima resistencia.

—Allá vamos —comunicó al resto del Grupo—. Contramedidas en marcha.

Esperaba que con las contramedidas electrónicas, para anular los radares y sistemas de guía enemigos, y con los señuelos, volando en perfil de vuelo configurado y emitiendo las mismas radiaciones electromagnéticas, engañarían, al menos por unos minutos vitales, a los kaciaks.

Todo en teoría, por supuesto. Los sistemas de contramedidas equivalían a anunciar su llegada con el mismo estruendo que si llevaran dos altavoces en el fuselaje emitiendo a todo volumen La cabalgata de las walkirias de Wagner. Y con trescientos y pico aeronaves de todo tipo y pelaje participando en la operación y emitiendo ruido electrónico, se iban a enterar hasta en el Popocatepelt de que llegaban.

La entrada en el campo de batalla se iba a hacer entre un avispero de interceptores kaciaks, que acudirían por orden superior o por propia cuenta, atraídos por el ruido electrónico. No podían saber cuántos eran ni de qué clase, pero era imposible que no supieran por dónde iban y venían. Y aunque desmantelaran por completo la red de control aéreo, que ya sería muy raro porque aquella gente no se chupaba el dedo y eran tan buenos como el que más en guerra electrónica, una formación de centenares de aviones alargándose sesenta kilómetros y con diez de anchura, era para no verla.

El ordenador, por si acaso, daba la lata, recordando las medidas de seguridad:

—Contacto visual con el enemigo, confirme identidad, asegure su blanco, compruebe los parámetros de lanzamiento...

—¡Que sí, pesado!

Radares capaces de detectar y seguir blancos a quinientos kilómetros de distancia y misiles buscadores autoguiados que valían una fortuna, capaces de acertar a una pulga a trescientos kilómetros... y que no se podían usar porque con tantas aeronaves y señuelos en el aire (amigos y enemigos) y tanto ruido electrónico y contramedidas, las posibilidades de error eran enormes. El último blanco alcanzado fue un cuatrimotor comercial volando al otro lado de la frontera, cincuenta kilómetros espacio aéreo neutral adentro.

—¡Lo siento! ¡Lo siento mucho! —decía el Ministro de Exteriores, haciendo reverencias ante la cámara de televisión con tanta energía que le pegó un cabezazo a la mesa.

El general Soulev estuvo removiendo cientos de carpetas en el archivo digital, para ver quién había disparado el puñetero misil. Afortunadamente, con lo precipitadas que eran las operaciones, este dato no figuraba.

—Formación de combate, punto a las cuatro.

Su compañero, el veterano mayor Karpinkiev, volaba a medio kilómetro de él, y otra pareja, en formación similar, a dos kilómetros a su derecha. La pantalla de radar parpadeaba mostrando señales de interferencias y contramedidas, así como las primeras señales de combate mientras los señuelos entraban por delante y se activaban los sistemas enemigos. A los quince minutos de haber levantado el vuelo, los escuadrones de cabeza atacaban las defensas antiaéreas para abrirles camino.

Debía haber una buena tunda allí delante porque los misiles antiaéreos en vuelo errático empezaron a cruzarse con ellos. Primero unos cuantos y luego a montón, como si valieran cuatro centavos, que aquellos salvajes sanguinarios los disparaban en salvas como si tal cosa. Desprecio que le tenían al valor de las cosas, en vez de ahorrar como buenas personas.

—Detectados radares antiaéreos —anunció el ordenador.

—¡Ahí va!

Los cañones y sistemas de misiles, tras haber dejado pasar a los escuadrones de supresión, conectaban ahora sus radares y empezaron a disparar a troche y moche, porque aquel desfile de aviones volando en formación no tenía desperdicio.

—Sistemas de lanzamiento operativos. Misiles en curso —anunció el ordenador.

El muy puñetero tenía un tono tan amigable que daba la sensación de que todo iba bien. Uno de los pilotos dio por la radio su admirada opinión del espectáculo pirotécnico:

—¡Jodeeeeeeer!

Tres misiles pasaron a veinte metros de su ala, cerebros electrónicos despistados por las confusas señales que captaban, intentando encontrar la correcta para alegrarle el día a alguien. Delante suyo, a unos cinco kilómetros, uno de los misiles dio en un señuelo. Un pequeño monoreactor radioguiado que emitía el mismo tipo de señal electrónica que un caza. Los pedacitos repiquetearon sobre su fuselaje, rezando para que ninguno entrara en las tomas de aire y se cargara algún motor.

Abajo el suelo de la campiña se iluminaba con las franjas de trazadoras que subían desde posiciones ocultas. Algunos cañones autopropulsados se desplazaban, y los misiles salían en salvas y subían como rayos, dispuestos a chamuscarle las pestañas a algún pobre diablo.

—Sistemas de radar enemigos anulados —anunció el ordenador.

Eso significaba que los de abajo se habían quedado ciegos momentáneamente, mientras sus operadores y los propios computadores filtraban las señales, reanalizaban y cambiaban frecuencias.

—¡Vale! —aceptó Stephan, aguantando la respiración.

Éste era uno de los momentos más peligrosos, tras neutralizar los radares.

Abajo los artilleros giraron en manual las torres y cañones hacia las áreas de cielo preasignadas y abrieron fuego al unísono, levantando una pared de explosivo y metralla desde los cincuenta hasta los seis mil metros en un área de tres kilómetros de ancho por siete de largo. No podían hacer puntería fina, pero al que pillaran dentro de la "caja" seguro que lo dejaban frito.

Stephan volvió a respirar al ver que él no estaba en una de las "cajas" de la antiaérea, aunque unas cuantas esquirlas hicieron desgarrones en el fuselaje, justo delante de la cabina.

Ahora sí que los pilotos se estaban olvidando de la misión y empezaban a hablar por la radio sin preocuparse mucho o poco de que el enemigo les escuchara, mientras iban pegando saltos arriba y abajo, a derecha e izquierda, intentando esquivar la que subía. Si es que parecía que llovía desde abajo.

En aquella caja de grillos en que se convirtió la radio se podía distinguir a los veteranos de los novatos. Los veteranos decían:

—¡Mi mujer, mi mujer...! —aquí algunos gritaban el nombre de su mujer, si es que se acordaban de cómo se llamaba— ¡Yo quiero volver con mi mujer!

Y los novatos decían:

—¡Mamá, mamá! ¿Dónde esta mamá? ¡Quiero volver con mamá!

Porque todos se las daban de duros, fríos y profesionales, pero es que, en el fondo, eran más blandos y sensibles que un aguacate.

Y peor aún la pasaban a ras del suelo los grupos de ataque, haciendo entradas en línea recta, subida de golpe hasta los trescientos metros y dejando caer las bombas, fiando en el primer golpe de vista y con dos o tres segundos para que el ordenador afinara puntería, para salir como galgos perseguidos por un chorro de proyectiles y unos cuantos agujeros en las alas y el fuselaje, y eso si no los tumbaban al iniciar el ascenso o no calculaban bien la altura y el momento idóneo y la propia bomba que habían tirado estallaba antes de que pudieran alejarse, derribándoles.

Estaban liados en aquel baile cuando alguien anunció por la radio:

—¡Ahí están! ¡Cazas a las diez en punto!

—¡Cazas a las cuatro en punto!

—¡Cazas a la una en punto!

A los demás no supo, porque no les preguntó, pero a él se le anudaron las tripas. Parecía que toda la Fuerza Aérea kaciak se les echaba encima y hasta los niños en aviones de papel subían para tirarles piedras.

El fuego antiaéreo disminuyó para no derribar a sus propios aviones y los escuadrones kaciaks picaron desde arriba, disparando misiles con no menos entusiasmo y esta vez sí que la formación se deshizo del todo mientras los cazas lanzaban dipolos y señuelos electrónicos, esquivando el primer ataque.

Dos o tres que no lo consiguieron quedaron repartidos a pedacitos sobre el campo de batalla y algunos cazabombarderos arrojaron toda su carga para ganar agilidad y poder batir alas en retirada cagando leches.

—¡Jesúuuus! ¡Que de esta no salimoooooos! —anunció algún optimista.

El primer grupo de kaciaks no se anduvo con rodeos, hicieron un giro a la izquierda y se acercaron con la agilidad y coordinación de un grupo de perros salvajes africanos en presencia del desayuno matutino. Con las fauces bien abiertas y listas a dar un buen bocado, a ver que les arrancaban. Nada de parejas y dobles parejas, ni tampoco rey y as. Eso era coordinación de equipo, donde cada uno sabía lo que pensaba su vecino antes que él mismo y se cubrían el culo unos a otros con una naturalidad que era la envidia del resto de Fuerzas Aéreas.

Eran las chicas del 3° Grupo de Defensa Aérea, con sus pequeños interceptores monomotores, unos aviones de ala delta con planos delanteros, compactos, sencillos, veloces y muy maniobreros. De hecho eran derivados de un entrenador acrobático. Valían mucho menos que sus propios cazas, se fabricaban como churros y formar al piloto costaba menos de seis meses.

No estaban equipados para tumbar a un avión enemigo a doscientos kilómetros, pero a menos de veinte, con diez misiles y un cañón automático, no tenían nada que envidiarle a sus caros, pesados y sofisticados cazas.

—¡Vamos allá, muchachos! ¡Empieza la pelea de perros!

Porque a menos que estuvieran muy desesperadas, aquellas fulanas no iban a tumbarlos con un misil desde veinte kilómetros. No señor. Llevaban una videocámara en el morro, junto al cañón, que grababa toda la secuencia del combate. Al regresar a la base, presentaban la grabación, les pagaban un plus por cada caza enemigo derribado (para eso había que filmar bien y de cerca, que no quedaran dudas). Luego se llevaban la grabación a casa, para verla, cómodamente sentadas ante la pantalla holográfica, con una bolsa de aperitivos y un refresco, extasiándose hasta el orgasmo mientras veían el avión enemigo desintegrándose en el aire, o abriendo una entrada para el Metro en el suelo.

Y luego, cuando llegaba la prensa extranjera, se las daban de chicas finas y tiernas, atrapadas contra su voluntad en una guerra cruel. Finas las narices, eran tan finas como una lima del doble cero.

No se anduvieron con rodeos, cortaron directamente la formación volante entrando a saco con la misma gracia que un elefante paseándose por una cristalería y los receptores de alerta indicaron los radares enemigos enganchándoles para encajarles un misil al tiempo que las pantallas mostraban manchas de arena. Las contramedidas estaban en marcha para intentar dejarles ciegos.

Las alas de su aeronave se abrieron para conseguir mayor superficie alar y maniobrabilidad; necesitaba virar muy cerrado y pasó al ataque contra el primer oponente que se le puso a tiro, sin necesidad siquiera de escoger. Había interceptores para dar y tomar, así que tanto daba uno que otro.

—¡Recordad la secuencia de combate! ¡Acabad con vuestro oponente y pasad a ayudar a vuestro punto! ¡No dejéis que se os peguen a las seis!

Era fácil de decir, pero como ellas tenían superioridad numérica, debían ser unos doscientos cincuenta contra ciento cincuenta y acudían aún más aviones de un lado y otro para unirse a la refriega, era bastante más probable que esa maniobra la hicieran ellas.

El enemigo que le tocó en suertes, mientras su punto le seguía intentando cubrirle la espalda y a él le seguían otros dos interceptores para llenarle de agujeros y a ellos no les seguía nadie porque no quedaban cazas para ocuparse y la otra pareja estaba haciendo maravillas para que no les agriaran el día, era un piloto competente, diestro y decidido, de esos que se lanzaban al cuello y no paraban hasta que uno de ambos estaba en el suelo asándose en la barbacoa.

Stephan pegó un brusco tirón a la palanca de control y empezó a subir intentando un tonel, pero ella le siguió, cruzándose mientras subía junto a él, buscando la posición favorable para meterle tres o cuatro pepinos de cañón, o un misil, por detrás, en plan fino y de la acera de enfrente.

Los dos se liaron en una melee, haciendo el tonel mientras cada uno giraba cortando hacia el enemigo, para luego volver a girar cuando el otro parecía a punto de darle por detrás. Teóricamente el control inestable les hubiera permitido hacer una maniobra para adoptar una posición favorable de tiro sin perder la trayectoria, pero Stephan no estaba nada seguro de que no se le desprendiera un ala con el esfuerzo y su oponente debía pensar que en cuanto intentara la maniobra apretaría el control de gas y saldría disparado dejándola con un palmo de narices (en realidad era lo que estaba esperando, pero la maldita no se decidía a intentarlo).

Al final terminaron el tonel completo, volviendo a la formación dónde sus compañeros se estaban dando de bofetadas a base de bien y los cazas del Ala de Stephan se estaban llevando la peor parte y rompieron contacto, como de mutuo acuerdo, alejándose para luego dar media vuelta y volver al ataque.

Fue entonces cuando Stephan se dio cuenta de que se estaba mordiendo la lengua y empezó a berrear.

—¡Jooooodeeeeeer! ¡Que dañoooooo!

—¿Te han alcanzado? ¡No veo ningún daño en el fuselaje!

Karpinkiev había logrado dejar atrás a los dos interceptores, que se habían marchado a perseguir a un novato al que tumbaron sin contemplaciones. Un novato menos hoy era un veterano menos para pasado mañana. Sin manías, vamos.

—¡No, efftoy bien!

—¿Se te ha metido algo en la boca?

Se olvido de contestar porque la bruja, seguro que era ella, volvía. Le hizo una pasada de cuchillo desde delante a velocidad media, mientras disparaba un par de misiles que pasaron a pocos metros sin tiempo a engancharse, cruzándose su interceptor con el caza a menos de veinte, casi ala con ala. Y Stephan se quedó helado.

—¿Qué? ¿Qué?

Por un momento creyó haberlo visto mal, pero Karpinkiev, que también lo había visto, le sacó del error.

—¡Oye, esa tía te ha hecho un corte de manga!

Fue el punto final, aquella gota que desbordaba el vaso. Le habían disparado con misiles, cañones, fusiles y hasta escopetas de postas. Pero jamás le habían faltado al respeto de esa forma.

—¡A por ella! —rugió.

Y se desentendió de la batalla, que ahora pasaba totalmente a un segundo plano. De todas formas, del centenar y medio de cazas ya habían tumbado a una docena y el asunto iba de mal en peor. Algunos cazas soltaban humo negro, mala señal, y otros estaban ahuecando el ala, rompiendo contacto mientras les perseguían interceptores y misiles para rematar la faena. Aquella batalla estaba más decidida que el juicio de Cristo.

Abajo los primeros interceptores ya habían llegado hasta los cazabombarderos y les daban hule a base de bien. Así que los chicos de los cazabombarderos se apresuraban a arrojar su carga de armas, tirando bombas y misiles a troche y moche sin preocuparse mucho o poco de si acertaban en el blanco (luego resultó que se habían cargado a una compañía propia que miraban contentos como venían a ayudarles sus camaradas del aire) para poder salir a escape de allí y volver a la base para visitar el retrete y aliviar tensiones acumuladas.

Buscó como un desesperado a la bruja entre aquel torbellino de aviones subiendo, bajando y dando vueltas uno alrededor de otro como si se pegaran el lote, mientras soltaban cañonazos y misiles a diestro y siniestro, y la encontró cuando un misil en vuelo errático le sobrepasó, hasta caer al suelo y estallar en una bola naranja.

—¡La madre que la...!

De qué poquito le había ido. La bruja estaba a un kilómetro y medio detrás de él, seguramente muy mosca porque el misil había fallado. Pegó un acelerón, dispuesta a usar el cañón en cuanto le tuviera un poco más cerca y una ráfaga de pepinos paso silbando muy cerca del caza mientras hacía un nuevo tonel, elevándose hasta los tres mil metros mientras otro misil le perseguía, esta vez bien enganchado. Activó los dipolos y dos pequeños proyectiles autobuscadores se desprendieron, desplegándose en el aire y se guiaron contra el misil, que esquivó el primero pero fue alcanzado en un alerón por el segundo, perdiendo el rumbo.

—¡Chúpate esa! —le gritó.

Karpinkiev subía persiguiéndola, intentando meterle un misil bien gordo por detrás, y Stephan pensaba que ya casi estaba cuando de pronto apareció uno de los cazas que le apoyaban, dando quiebros alrededor de otro interceptor, mientras dos intentaban cañonearlo subiendo por detrás, y estuvo a punto de colisionar con él. Pasó tan cerca que si hubiera abierto la cabina le hubiera podido agarrar el ala.

—¡Dominguero! ¡Es que no miras por donde vas!

Es que ya no te podías ni fiar de los compañeros. Vamos. Y aún estaba intentando recuperarse del susto cuando un misil pasó volando a pocos metros y estalló, rociándole con una granizada de metralla. El ordenador empezó a pitar, volcándole en la pantalla holográfica un resumen de los daños.

Detrás subía otro interceptor, raudo como una flecha, y Karpiniev volvía a estar liado con otros tres, que intentaban freírlo. De hecho uno le hizo tres agujeros en el ala y se llevó uno de los flaps de un cañonazo.

Las alas del caza se estiraban y se acortaban, cambiando de curvatura y tamaño según las maniobras, con las toberas orientándose continuamente, intentando mantener la ruta mientras el caza se inclinaba. Hasta al Barón Rojo se le hubiera quitado el hipo viéndole hacer posturitas en pleno vuelo y el ordenador trabajaba como un loco para compensar la mayor resistencia del aire a la superficie.

Teóricamente, uno podía inclinar el avión hacia el suelo sin cambiar de ruta para disparar a un blanco terrestre móvil con garantías de éxito y sin empotrarse en un campo de patatas gracias a su control inestable asistido por ordenador, en lo que era una espléndida imitación aeronáutica de un equilibrista de circo, pero generalmente no se referían a un avión dañado y con problemas estructurales.

El otro avión también se inclinó en el plano longitudinal, intentando orientarse para meterle dos cañonazos a boca jarro. Suerte que los largos cañones eran fijos y no podían orientarse por sí solos.

—¡Ahora verás!

Karpiniev también tenía su opinión.

—¡Date prisa! ¡Que nos van a matar a todooooos!

Ahora a ver quién de los dos aguantaba más. El primer cañonazo lo disparó ella, y le pasó a un palmo de la cabina, mientras él retenía y conseguía situarse debajo. Su interceptor conseguía más inclinación gracias a su mejor estado. Stephan pegó un tirón de la palanca de gases para reducir velocidad y desplegó más las alas para aumentar la resistencia, haciendo que el armazón crujiera y que algunas partes de la estructura empezaran a combarse alarmantemente.

De cuando en cuando echaba un vistazo a la pantalla del ordenador dónde había un montón de puntitos luminosos dando vueltas. Sospechaba que la mayor parte del Ala debía estar echa picadillo o camino de la base con la cola entre las patas. Había que acabar y salir lo más rápido posible. Después de tumbar a la chiflada aquella.

Los dos apretaron el gatillo al mismo tiempo, reduciendo velocidad para intentar que el otro adelantara poniéndose a tiro, soltándose un chorro de proyectiles de alta velocidad que pasaron zumbando junto a sus respectivas cabinas mientras daban bandazos para intentar eludir los del otro y el ordenador ajustaba para mantener centrado el punto de impacto, aunque quedaba alto.

De todas formas fue un espectáculo digno de verse, eso sí, y que luego, cuando pasaron la fotocámara incorporada tras el incidente con el avión de pasajeros, dejo a todos boquiabiertos con tanto destello y cañonazo.

—¡Te tengo, te tengo! —anunció triunfalmente.

Y estuvieron a punto de tumbarlo a él, porque apareció el otro interceptor al lado del primero, soltando misiles, uno de los cuales estalló tan cerca que hizo vibrar el fuselaje y lo dejó lleno de esquirlas. La recién llegada había estado disparando sin cesar, pero como se meneaba tanto para evitar que le diera la otra, no le había acertado de milagro. Luego descubriría unos cuantos arañazos de los proyectiles al rozar el cuerpo del fuselaje y un agujero en el alerón derecho.

Entre los dos le soltaron un vapuleo de cañonazos que ahora sí que tuvo dificultades para esquivarlos y le pasaban tan cerca que si hubiera asomado la cabeza por la cabina le hubieran peinado con la raya en medio. Y suerte que estaban demasiado cerca para dispararle un misil, aunque el ordenador empezó a pitar indicando que le habían enganchado.

Y allí le tenían las dos arpías, contra las cuerdas, intentando alguna maniobra que le permitiera salir del atolladero, pero sin dejar de disparar, hasta que sólo quedaron cincuenta cartuchos, para intentar mantenerlas a raya. Aquello ya parecía las disputas del vecino del Tercero B, cuando él y su mujer se tiraban los trastos a la cabeza.


Ilustración: Luis Di Donna

—¡Mala bruja!

Finalmente logró desengancharse, aunque no estuvo muy seguro de cómo, pegando un cuarto de tonel en una pausa durante el cañoneo. El segundo interceptor dio a su vez un cuarto de tonel, desenredándose del menage a trois para alejarse y ver si le podía incrustar un misil desde lejos.

Fue entonces cuando Stephan se dio cuenta de que la batalla ya estaba en declive. Los interceptores kaciaks los habían inflado a tortas lo suficiente y los sobrevivientes de su Ala y los de los cazabombarderos emprendían regreso a casa entre estelas de humo negro, jirones de fuselaje y piececitas que se desprendían.

Al girar la cabeza se encontró con el primer interceptor volando junto a su cacharro, separados por menos de treinta metros. La piloto le miraba con cara de mala baba, indignada de que no se hubiera dejado matar como buen caballero ante una dama. Y se lo dejó claro mostrándole su dedo corazón extendido del puño en gesto de "súbete encima y pedalea". Y él para no ser menos le contestó con igual signo, que había que ser galante y estar a la altura. Estaba en ello cuando decidió que más énfasis no le vendría mal, así que hizo lo propio con la otra mano, dejando las palancas sin control.

Le faltó el canto de un pelo para acabar estampado en el suelo hecho migas, y el cretino del ordenador preguntando:

—¿Se encuentra bien, coronel? ¿Qué ha ocurrido?

—¡Nada importante! ¡Que me dejes en paz!

Y pensar que lo llamaban máquina inteligente.

El interceptor de la arpía describió un looping, alejándose hacia la derecha y él siguió al resto del Ala, perseguido por una nube de misiles, mientras iba soltando dipolos y señuelos reflectantes, dando quiebros para confundir a las cabezas buscadoras. A su lado Karpiniev hacía lo propio, aunque él aún tuvo tiempo de dedicarles un pensamiento a aquel par que casi le dejaban como un colador.

—¡Putas!

Esperaba algún día tener la oportunidad de conocerlas y rememorar aquel pequeño encuentro. Y la tuvo, dos años más tarde, cuando ya se había firmado la paz y se daban de tortas contra la Confederación de Asia Oriental.

—Mamá, esta es mi esposa, Alexa, y esta mi cuñada, Selina.

—¡Ayyyy, hijo! ¡Por fin has sentado cabeza! ¡Que alegría!

Y es que en el fondo todos tenían una vena masoquista sin la cual hubiera sido imposible continuar en la brecha, recibiendo palos a diario. El mayor Peglin no tenía reparos en mostrarse públicamente como tal, pero el resto eran lactantes intentando hacerse los tipos duros.

El viaje de regreso fue igualmente accidentado, cubiertos por dos escuadrones que cortaron el paso a los interceptores y a la primera de cambio salieron pitando del espacio aéreo enemigo, entre cañonazos de la antiaérea y supositorios de todos los tamaños que subían a incrustrarles una carga explosiva por debajo para curarles las hemorroides y el estreñimiento, todo en un solo viaje.

Regresar de una misión era deprimente, pero tenía la ventaja de que no podías perderte. En vez de seguir un rastro de miguitas de pan, sólo tenías que seguir el rastro de aviones que ardían en el suelo, unidos por filas de piezas y pedazos de fuselaje que iban soltando los que aguantaban, de camino a casa.

A la llegada al aeródromo el equipo de tierra ya les estaba esperando, con mangueras y extintores a punto, y rociaron a los aviones a medida que aterrizaban y se detenían, haciéndose cargo de las emergencias.

—¡Que me quemo! ¡Que me quemo! —gritaba uno, saltando de su carlinga, con la pernera del pantalón en llamas.

Uno de los mecánicos lo apagó con ayuda de una botella de agua mineral, mientras el equipo de salvamento rescataba al caza, alcanzado por un misil y que estaba hecho una pena. Igual que muchos otros, que ahora chorreaban líquidos hidráulicos, combustible y plástico fundido por las fisuras del fuselaje, manchados de pegotes de humo, quemaduras y desgarrones.

Los pilotos descendían de sus carlingas, mientras los camareros circulaban trayéndoles una doble de coñac y vodka para que les volvieran el color y un par de ayudantes se paseaban con sendos espejos para que pudieran comprobar que estaban enteros y de una pieza, aunque algunos no se lo terminaban de creer y se palpaban todo el cuerpo. También se repartían muletas para evitar que con el tembleque de las piernas, se cayeran y se desarmaran, como le pasó el mayor Rehmev, que se rompió una pata al bajar de la carlinga.

Stephan se tomó dos dobles, que para eso era coronel, mientras observaba el desbarajuste a su alrededor. No estaba mal. Una quinta parte del Ala había caído en acción, incluidos uno o dos veteranos. Otra sexta parte habían vuelto, pero tan destripados que irían directos al desguace después de sacarles hasta la última pieza y el último centímetro de cable aprovechables. Entre pitos y flautas, un tercio del Ala quedaba fuera de combate. Con un poco de suerte, en un par de semanas traerían veinte o veinticinco sustitutos recién salidos de fábrica.

Su propio cacharro había recibido esquirlas de dos misiles, que estaban incrustadas por todo el fuselaje, tres agujeros en el alerón derecho, le habían volado un flap de un cañonazo y una docena de impactos acribillando las alas. En otra época le habría dado un patatús viendo en qué estado había regresado, pero ahora ya estaba más habituado. Casi nada, vamos.

A los pilotos que estaban tan hechos migas como sus aeronaves, que los había, se los llevaban al hospital, más muertos que vivos, tras sacarlos con una espátula gigante de las cabinas para que no se desmenuzaran en la operación.

—¡Tranquilo! —les decía el matasanos de la base—. ¡No es grave! ¡No es grave! ¡Sólo son unos cuantos arañazos!

—¡Gilipollas! —le respondió uno, mientras le llevaban en camilla a la ambulancia, chamuscado y vendado como si fuera el extra de una película de momias.

Al final, el matasanos tuvo que ausentarse para evitar que alguien le pegara un tiro. A fin de cuentas no era culpa suya. Como oficialmente todas las heridas se podían curar, con tiempo y esfuerzo, oficialmente ninguna era grave.

El resto de Alas que habían participado en la misión no habían salido mejor libradas. Los chicos de Goulev, que iban en cabeza, se habían dejado un tercio de los efectivos. Los del Grupo Táctico se llevaban peor parte: casi la mitad estaban K.O. En una sola misión a gran escala habían perdido casi tantas aeronaves como en un mes normal.

Pero así era la guerra: un cocido que hervía durante mucho tiempo a fuego lento para subir de pronto la temperatura y se consumiera el agua a toda velocidad. Podía haber sido mucho peor.

Y estaban felicitándose por continuar vivos y con el aparato colgante intacto cuando llegó el general Soulev, todo contento mientras decía:

—¡Bien hecho! ¡Les hemos dado una de buena! ¡La misión ha sido todo un éxito!

Los novatos se miraban unos a otros y también las banderitas cosidas en la hombrera del uniforme; a lo mejor el general se estaba equivocando de bando.

—¡Hala, pero ¿desde cuando el general fuma porros?! —preguntó uno.

Un joven capitán le susurró al oído a Karpiniev:

—¿A qué llama este tipo una derrota?

—No quieras saberlo. De todas formas tampoco debe preocuparte: si algún día admite una derrota ninguno de nosotros estaremos vivos para escucharlo.

De todas formas el general Soulev insistió en que había que volver para rematar la misión.

—¿Para que nos rematen?

—¡A ellos, a ellos!

—¡Ellos! ¿Pero es que no se entera? ¡Si nos han inflado los morros!

Pero erre que erre, y medio suplicando y medio amenazando logró que hicieran otra misión antes de acabar el día, en una nueva ensalada de misiles y cañonazos. Seguía sin inmutarse, viendo cómo llegaban las aeronaves desmanteladas, que a duras penas conseguían aterrizar para llevarse a los pilotos al moridero y el aparato al desguace, insistiendo en que "con un esfuerzo más ganamos", cuando ya empezaban a sospechar que un agente secreto de la Mizhna, infiltrado para asegurarse de que los liquidaran a todos.

Pero no fue hasta la misión del día siguiente, cuando los interceptores, que parecían salir de las fábricas como churros para sustituir a los que derribaban, les esperaban en proporción de cinco a uno, que decidieron que aquella operación no estaba demasiado bien planeada.

Stephan aterrizó bastante cabreado, después de un combate en solitario contra ocho interceptores que le habían dejado las alas y los timones hechos una pena, y su humor no mejoró cuando se detuvo y el ala izquierda hizo "rissss" y se desprendió del fuselaje de raíz, cayendo al suelo.

Bajó de la carlinga y se fue derecho al general Soulev, que les esperaba para endilgarles otro nuevo discurso jurándoles que con otro esfuerzo más ganaban la guerra, y le soltó:

—¿Sabe que le digo? ¡Que a la próxima misión va a ir su padre!

El resto de pilotos, más o menos el cuarenta por ciento de los que estaban la mañana anterior antes de intentar aquella majadería, se plantaron con él y le enviaron a hacer puñetas.

—¡El plan es del Ejército de Tierra! ¡Que se apañen con él!

Y se fueron a la cantina de mal humor para tomarse unos tragos y que se les pasara el tembleque. Ya les había parecido de buen principio que iba a ser un fiasco.

—¡Salud y suerte a los chicos de Tierra! —decidió Karpiniev.

El ataque aéreo quedaba arrinconado por votación popular, luego intentarían meterles un Consejo de Guerra, y ahora todo el plan del Ministro se había ido al garete.

—¿Qué crees que harán ahora los de Tierra? —pregunto Plejin.

—Por mí pueden intentarlo si quieren, pero a nosotros que nos olviden —respondió Stephan.

Lo que no podían imaginarse era que el plan seguía en marcha y empezaba la siguiente fase de la batalla. O sea: a darse tortazos en el suelo para decidir quién era el más bestia.



A José Antonio Fuentes Sanz (Tarragona, España, 1969), haber pasado tres años en el Ejército como semiprofesional le ha servido para encarar relatos de corte bélico. Hemos tenido una prueba de ello con "Fabricando la leyenda de Alonso de Moncada", en Axxón N° 136 y luego con "La máquina verde", en Axxón N° 145. "Los jinetes del aire" es la continuación de este relato y a su vez el preludio del que cerrará la serie de las guerras entre los kaciaks y los vitjeb, unas etnias tal vez no tan hipotéticas como puede parecer a simple vista.


Axxón 154 - Septiembre de 2005
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: España: Español).