EN ESTA CARA DE LA LUNA

Gustavo Fernández Riva

Argentina

Disculpame que no me acostumbre. (Acentúa la sílaba marcada para hacer que se note aún más de lo que lograría el acento obligado por sí sólo, y lo hace con una sonrisa de dientes amarillos, que logran que su cara parezca un poco como la de un ave carroñera.)

Es que antes todos nos tratábamos de usted, salvo con las putas. (Continúa ahora un poco más melancólico, pero siempre con algo que asusta un poco). Pero las cosas cambian ¿no?. Siempre cambian, y por eso me gusta que hayas venido a preguntarme esto, porque me obliga a recordar cómo era mi mundo cuando era chico.

En esa época, tenga en cuenta que le estoy hablando de más de ochenta años atrás (le perdono la conjugación), no había tanta gente, o mejor dicho, tanta concentración de gente, excepto, tal vez, en la zona del puerto. Los edificios eran más bajos, las casas más grandes y los vecinos se conocían. Me acuerdo que después del Colegio íbamos al parque para el Ritual. Se suponía que entre los cuatro y los seis años era el momento para fortalecer las imaginaciones. Antes de esa edad resultan muy fáciles, pero no se tiene conciencia suficiente para controlarlas o entenderlas.

Lo veo como si estuviera pasando ahí, enfrente nuestro. Nos reuníamos en este mismo parque, en un lugar descampado cerca del templo. Después de almorzar venía el sacerdote, el siervo Galdóz se llamaba. Era un viejito devoto de Axalón, con ojos grises y barba blanca. Y él nos contaba los mitos. Yo me acuerdo poco, pero creo que si te interesa se pueden conseguir en algún libro.

Después, el siervo ponía música. En esa época aquella era la Música, la única que existía. Hoy por hoy creo que la llaman "música Sacra", o algo así. Era bastante variada, a pesar de lo que puedas creer. Tenía un solo requisito, y era la capacidad de hipnotismo. Yo cerraba los ojos y me tiraba sobre el pasto hasta desaparecer, hasta que el universo se convirtiera en esa música repetitiva y variante a la vez, que llenaba todos los huecos y a la vez era porosa y abierta. Cuando ya sólo existía la música trataba también de olvidarme de ella, de que quedara mi conciencia pura y solitaria en medio de la nada. Y entonces podía comulgar.

Pero puede que te esté confundiendo, hoy comulgar es muy distinto. Voy a hablar con más detalles. Una vez que era conciencia pura me imaginaba una flor, una rosa roja, como las del jardín del templo, pero sin nada a su alrededor más que una infinita pradera verde, y un cielo surcado por nubes blanquísimas. Entonces yo me hacía diminuto y empezaba a sumergirme por los pétalos aterciopelados de la rosa, hasta que todo se hacía negro. Me sentía como dentro de una caja oscura y estrecha hasta que llegaba la diosa. Notaba que la caja se expandía hasta el infinito. Entonces aparecía la luna en el cielo, brillante, la única fuente de luz existente, a veces ensombrecida por nubes que parecían prolongaciones del cielo negro.

Todo se veía pálido, en distintos tonos de un gris perfecto. La pradera a mis pies, los campos de rosas, los árboles pelados, los lagos especulares y brillantes. Tantas cosas que otro día te puedo contar en detalle, tanta preciosidad al alcance de mi vista, que podía también sentir y disfrutar. No hace falta que te diga que nunca vi algo más hermoso.

Y la diosa era la mejor de todas aquellas maravillas. Tenía la piel blanca y pelo y ropas negras brillantes que se movían como si fuesen llamas de fuego negro. Entre toda la lividez del paraje y de su persona unos labios carmesí oscuro y unos ojos celestes claros sobresalían como la única nota de color.

Cuando se es chico la diosa es una protectora. Me llevaba de la mano por su mundo mientras me explicaba la razón de cada cosa, y luego nos sentábamos en dos piedras enfrentadas y yo le contaba mis problemas y mis alegrías, y ella me escuchaba y aconsejaba.

Pero no todos los chicos tenían mi suerte o mi habilidad. En promedio, sólo uno de cada cien es capaz de comulgar con un dios. La mayoría no puede dejar de escuchar la música. Muchos otros no pueden entrar en el otro universo. Hoy todo eso ha cambiado.

¿Usted con qué dios se contacta? Perdón. ¿Vos con qué dios te contactás? Ah... No es tan diferente de mi diosa Luna, si lo pensás bien. Los dos son nocturnos. Algo debe decir eso sobre nosotros. Aunque tal vez no sea lo mismo; hoy la noche debe significar algo diferente que en mis tiempos.

¿En qué estábamos? Ah, sí. Como sabrás, mis habilidades para la comunión me dieron la posibilidad de tomar el examen para el Colegio Religioso a los catorce. Aprobé con buenas notas. Empecé el Colegio, y lo hice bien, la diosa siempre me ayudaba. No se si sabrás que para graduarse era necesario una relación sexual con tu dios. Muchos no la conseguían en toda su vida, y por eso nunca obtenían su diploma y se dedicaban a trabajos de menos categoría. Yo la conseguí cuando aún me faltaban varios años para terminar con todas las materias.

Al recibirme decidí especializarme en dirección política. Creo que fue por esa época que escuché hablar de los alucinógenos, pero yo me interesaba más por otra cosa: una chica que pasaba en bicicleta por la puerta de casa todos los días. Por la ventana del primer piso veía el pelo enrulado. Un día salí a la hora en que ella pasaba y le vi la cara por primera vez. Era linda.

Cuando se era Religioso era fácil tener suerte con las mujeres. Uno tiene una gran autoestima y la admiración de los demás. No me resultó difícil invitarla a salir. Estuvimos juntos muchos años, hasta que, según las costumbres de entonces, no me quedó más alternativa que el casamiento o romper la relación. Yo la amaba, realmente, pero el casamiento me obligaba a dejar a mis amantes y tener hijos, y no sabía si iba a poder hacerlo.

La diosa me resolvió el problema. Estábamos sentados en el lago. Yo miraba su reflejo cristalino, surcado por algunos peces verdes, violetas o azules de vez en cuando. Sí, no te había dicho que había peces fosforescentes de colores, pero el universo de la diosa es muy vasto para contártelo entero.

Como sea, le expliqué mi problema.

—Tengo que mostrarte algo —me dijo la diosa—. Pero es un secreto, muy pocos fieles devotos tienen el privilegio. ¿Querés conocerlo?

Le dije que sí, y ella sonrió y me tomó de la mano. Empezamos a elevarnos hacia el cielo, pero ni se notaba; me di cuenta de que ascendíamos porque vi nuestros reflejos en el lago acercarse al reflejo de la luna.

—Ahora cerrá los ojos —dijo—. Ahora abrí.

Y cuando lo hice pude ver que la superficie de la luna estaba llena de signos extraños.

—¿Qué es? —le pregunté.

—La historia de la humanidad. O mejor dicho, la historia de todos los seres humanos uno por uno y sus relaciones con los demás.

—¿Qué dice?

—Dice que te vas a casar con esa chica y que van a ser muy felices.

Los dioses no saben ni pueden mentir, pero le hubiese creído aunque no fuese así. Así que me casé.

Pero creo que hace un rato te decía que mientras yo andaba meditando sobre estos temas algo mucho más trascendente ocurría. Aparecieron los alucinógenos.

Eran tema de preocupación para todos, pero en especial para quienes nos dedicábamos a la política, por las consecuencias directas que podía traer al poder.

Si te fijas en un libro de historia dice que las primeras experiencias comenzaron en algún laboratorio, cuando yo todavía iba al Colegio. Pero la primera vez que vi una pastilla fue con unos compañeros del trabajo. Alguien había conseguido muestras experimentales. Decía que lo único que cambiaba era que lograba la comunión más fácilmente. Otro dijo que veía el universo del dios con más claridad. Se convirtió en un tesoro para los Religiosos más torpes que ahora comulgaban sin ningún inconveniente. Yo preferí no probar, tal vez por miedo.

Todavía era joven y las decisiones del ministerio no me correspondían, pero ejecutaba las órdenes de mis jefes y me enteraba de todo. Algunos estaban aterrados. Pensá que el monopolio del Ritual era la base de nuestra posición. Si ahora con sólo tomar una pastilla cualquiera podía comulgar, perdíamos lo que nos hacía mejores que el resto. Había que evitar que eso pasara.

Lo primero que hicimos fue tratar de evitar que se divulgara la existencia de los alucinógenos. Pero se filtraron tanto la información como las pastillas. A pesar del tiempo que ha pasado, los alucinógenos eran casi iguales a los de hoy. Ya por entonces eran seguros y efectivos, y se comenzaban a fabricar en laboratorios ilegales. Hicimos lo que pudimos: Reprimimos las marchas por la libertad de consumo, localizamos y clausuramos laboratorios, encarcelamos a los productores, comercializadores y consumidores. Ganamos algo de fuerza cuando aparecieron los primeros casos de sobredosis y adicción.

Pero en cada generación se consumían y aceptaban más. Lo peor debió ser el abuso entre los religiosos. Eso fue lo decisivo, según lo veo yo. Empezamos a perder el respeto que solíamos generar. No causábamos admiración y temor ante el común de la gente. Si comulgábamos igual que todos los demás, qué nos daba derecho a ser más que los demás

Aunque fue recién con la aparición de la CONES cuando empezó la verdadera guerra. Tenían muchos miembros y poder efectivo. Matamos a sus líderes, pero en seguida aparecía otro y se vengaba. Cada día ganaban más adeptos y, sobre todo, mejor financiación, proporcionada por muchos empresarios laicos. En ese momento se dictó nuestra sentencia.

Pero eso debés aprenderlo en historia ¿Sabés qué fue lo que más me impactó? Que los dioses no nos apoyaran. Parecían totalmente indiferentes, incluso algunos sentían que la democracia sería buena. Hasta aparecieron dioses nuevos, patrimonio exclusivo de las imaginaciones con alucinógenos.

La guerra siguió su curso. Salvé la cabeza en la revolución del ´30 y me mantuve con buenos contactos. Otra vez me salvé en el ´37, pero esta vez no pude mantener mi posición. La nueva administración había decretado que para trabajar en el ministerio era necesario abandonar el Ritual y comulgar con alucinógenos. Por más que me resistí a la idea tenía una familia y no podía darme el lujo de defender mis ideales. Tomé una pastilla naranja.

Desde un principio me resultó horrible. Un fuerte dolor de cabeza, y un asqueroso disolvimiento de la realidad. Un mareo, un tambor pegado a mi cerebro. Y llegué al mundo de la diosa, o éste llegó a mí. Se fue construyendo de a poco en la oscuridad total. Se veía frágil y correoso, de contornos poco delimitados. Tardé en comprender que eso era una muestra de mi gran poder natural. Los alucinógenos no me hacían ver las cosas realmente mal. Veía todo como lo veían los demás cuando usaban alucinógenos. Pero esto que para ellos superaba su comunión por el Ritual, para mí era mucho peor. Experimentaba la comunión muy bien, para los criterios de los demás, pésimamente para el mío.

Pero aunque en general el alucinógeno entorpeció mi habilidad, la reforzó en algunos aspectos. Vi la verdadera cara de la luna. Y haberla visto hace que la frase anterior no tenga sentido. La diosa se me acercó y ya no vi su piel lisa y fuerte, sino llena de imperfecciones, y su cabello no era una llama homogénea y vibrante sino que se trataba de infinitos pelos moviéndose juntos.

Traté de disimular mi disgusto, pero la diosa sabía de mí más de lo que jamás sospeché. Se le notaba el desencanto en la sonrisa y en los ojos. La diosa de la luna es la diosa de las máscaras, como sabrás, pero ahora no podíamos escondernos uno del otro. Nos miramos sabiendo que las cosas no serían iguales nunca más.

Le pedí que me mostrara la luna y ella me tomó del brazo y me llevó.

—Podés verla —me dijo, y no era ni una pregunta ni una autorización, sino la constatación del hecho consumado, bajo el resplandor que hacía invisible todo menos sus ojos y sus labios.

—Sí, igual que siempre —le dije. No esperaba engañarla, pero era lo único que me atrevía a decir.

¿De verdad querés saber? La diosa está obligada a decir la verdad, así que cuando me dijo que en la cara de la luna estaba la historia de la humanidad, y se leía lo que ella dijo, era verdad. Pero no toda la verdad. La luna no es una sola cara plana con signos que la diosa lee. Sino que son infinitas caras, una detrás de la otra, que contienen todas las combinaciones posibles de signos. La diosa elige la que desea; hay infinitos destinos para elegir.

Pensé que después de aquella vez no volvería a comulgar. Racionalmente se debe a que no creía que hubiese alguna utilidad en hacerlo, ya que la diosa no sabía más que yo. Sólo me repetía lo que deseaba oír y lo escribía en la cara de la luna. Sentimentalmente me sentía engañado.

Me despidieron, y me dieron una pensión miserable. Mis hijos tuvieron suerte y lograron progresar a pesar de los problemas económicos. Se casaron y tuvieron sus hijos. Cuatro nietos en total, por ahora. Los veo poco, temo que me he convertido en un viejo miserable e insoportable. Dicen que no comulgar es malo para el carácter y yo soy una prueba viviente. Igual, tengo la esperanza de que mis hijos no me odien.

Después de que murió mi mujer ya no me molestaba en salir. Me pusieron una chica para limpiar la casa y retrasar mi muerte.

Lo peor era que ahora estaba fuera del mundo. Todo se movía alrededor mío, sin llevarme. Quedé estancado fuera del planeta y apenas podía sospechar sus sucesos.

Me acuerdo que un día, antes de encerrarme completamente, salí a pasear por el parque. La gente me miraba mal y algunos me insultaban sin razón aparente. En algún momento descubrí que llevaba el brazalete de los religiosos, tal como había hecho toda mi vida.

Si un joven como vos venía a hablarme no era como lo hacés ahora, con respeto y curiosidad. Sino que era nada más para atacarme e insultarme. Los menos agresivos trataban de convencerme de que todo había cambiado para bien, había progresado.

Yo no creo en el progreso. Las cosas cambian para bien o para mal, pero no progresan, porque no hay una meta, ni un camino. En esa época yo aún pensaba que solíamos vivir mejor y decía:

—Antes era más puro. Era la mente la que hacía el trabajo y llegaba a los dioses. No era una trampa hecha con hormonas.

Los tipos se agarraban la cabeza sin poder creer lo que decía.

—Viejo —me respondían—, ¿no se da cuenta de que antes también intervenía el cuerpo? Con la música, por ejemplo, eran sus tímpanos mandando mensajes eléctricos a su cerebro, igual que ahora las hormonas. La única diferencia es que ahora es más efectivo. Permiten la democracia de la religión.

No sabía qué contestarles.

Hace poco vino mi hijo mayor a visitarme. Me dijo que mi nieto, Sebastián, tomaba la primera comunión y querían que acudiese. Les dije que sí, para no pelear. Ya no me importaba. Me pasaron a buscar en auto. El tránsito era terrible y dije que cuando yo era joven casi no había autos y los que había eran mejores. Mi hijo me hizo notar que cuando yo era joven sólo los ricos podían comprar autos, mientras que ahora era un bien masivo. Tan masivo como lo que ganaba Ford, dijo mi nuera guiñándome un ojo.

Llegamos al templo. El siervo que dirigía la ceremonia... Ah, ahora los llaman sacerdotes. Bueno, vestía la túnica con los cuatro emblemas de los dioses fundamentales. El lugar estaba lleno e iluminado por una luz ocre que realzaba la oscuridad de la madera de los pisos, paredes y asientos

Sobre el final el sacerdote se acercó y le dio a cada uno de los chicos media pastilla. Una avalancha de "flashes" iluminó la sala cuando la tomaron, y luego los padres y todos los adultos tomaron cada cual su pastilla y bajaron la cabeza contra el pecho mientras comulgaban.

Pasé la vista con detenimiento a través de todo el salón buscando alguna otra mirada solitaria, pero sólo vi un mar de cabeza agachadas. Cientos participando en algo que me estaba vedado.

Cuando terminó la ceremonia bajamos al patio del templo, donde se tomaban las demás fotos. Me senté a la sombra, agotado sin demasiadas razones. Tardé en reconocer al hombre que se sentó a mi lado. Las arrugas y las canas lo disfrazaban pero no lo suficiente. No nos saludamos con demasiado énfasis.

—Disculpe —me dijo—. Es usted...

—Sí, soy. ¿Nos conocemos, verdad?

—Claro que sí. Mi nombre es Amis, Francisco.

—Sí, sí...Me acuerdo de usted. ¿Qué tal lo trata la vida?

—Bien, dentro de lo esperable. Ahora me dicen Pancho. Se ha perdido el respeto. Pero no puedo quejarme. Mantengo una fortuna considerable que planeo heredar a mi hijos, que logré acomodar en una empresa importante. Disfruto de mis últimos años, pero las cosas no son como antes.

—No. Tal vez sean mejores.

—No creo. El mundo es igual de malo, pero cambiado. Al final, todo en el ministerio siguió igual. Vinieron un par de nuevos, los que estábamos nos adaptamos a la pastillita, pero el resto siguió igual. Lo único es que se ha perdido el respeto, se lo repito. Eso es lo que extraño.

—Yo sufro por el Ritual. Tenía una belleza que no se logra con la pastilla.


Ilustración: Héctor Chinchayán Paredes

—Sí, ya casi ha desaparecido. Hay clubes y lugares donde aún se lo practica. Pero para los jóvenes es una curiosidad, no se les ocurre compararlo con el poder de los alucinógenos. Aunque, si pierden el tiempo en practicarlo algo deben encontrarle, ¿No cree usted? —Asentí en silencio. —Pero, dígame —continuó—. ¿Qué fue de su vida? Desde su despido no volví a escuchar noticias suyas. Me gustaría saber a que se debió... que lo echaran, quiero decir.

—Me rehusé a tomar alucinógenos.

—¿Por qué?

—Creía saberlo, pero ya no lo recuerdo. En realidad, no tiene sentido, podría haberlos tomado y mi vida hubiese sido mejor.

Una mujer joven se acercó, me saludó y luego se llevó al otro viejo del brazo. Yo me quedé con los ojos cerrados y la cabeza en alto, sintiendo el sol que se colaba entre las ramas de los árboles. Sentí una mano que me tocaba la rodilla y miré hacia allí. Era mi nieto. Traía el puño cerrado con una cadena que sobresalía.

—Dice que si la extrañás vuelvas, que no te guarda rencor. —Después de hablar abrió el puño. Llevaba el colgante que entregan luego de la primera comunión de acuerdo al dios de cada cual. Era una luna plateada. Le sonreí, él hizo lo mismo y salió corriendo para seguir haciendo alguna cosa.

Unos días más tarde volví a este parque y me senté con dolor sobre el pasto. No había perdido la habilidad. Me bastó con imaginar la música sonando en mi cabeza.

La diosa me esperaba sonriendo, pero no triunfal, sino alegre. Aunque esos términos no son aplicables acá. Simplemente estaba donde debía estar, sin importar las infinitas lunas que así lo decían y las infinitas lunas que decían lo contrario.



Gustavo Fernández Rivas nació en enero de 1985 en Buenos Aires. Escribe casi en secreto desde que era chico, y sigue haciéndolo a pesar de estudiar Letras, una carrera que, dicen, produce cualquier cosa menos escritores. Cuando sus tiránicos profesores de lingüística le dejan los sábados libres suele ir al club de Lectura Ucronía de la biblioteca Gálvez y está haciendo sus primeras armas en el Taller 7 de CCF.


Axxón 155 - octubre de 2005
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Sociedad: Argentina: Argentino).