EL EFECTO MARIPOSA

José Carlos Canalda

España

—¡Minuto ochenta y nueve de la segunda parte! ¡Señores, la emoción se palpa en el estadio, el milagro está a punto de consumarse! ¡España va a proclamarse campeona del mundo de fútbol!

La engolada voz del locutor deportivo insuflaba entusiasmo hasta al más escéptico o indiferente ante el deporte rey. Todo el país estaba en ascuas pendiente de la televisión, de la radio, de Internet... De cualquier artefacto capaz de retransmitir el acontecimiento más multitudinario de la reciente historia de España: Los once jugadores de la selección de fútbol acariciaban con sus manos —o con sus botas—, contra todo pronóstico, el codiciado trofeo que durante tantos años se había mostrado esquivo. Frente a ellos se alzaba la temible selección brasileña, humillada tras encajar un gol apenas iniciado el partido y ahora, en las postrimerías del mismo, rendida dócilmente tras haberse estrellado una y otra vez ante la inexpugnable defensa ibérica.

El corazón de Juan P., ferviente aficionado al fútbol, latía con tal fuerza en su pecho que parecía querer romperlo, mientras su propietario se sentía cercano al éxtasis, al nirvana y al orgasmo todo en uno.

Pero...

La fatalidad había clavado sus crueles garras en las esperanzas de la afición española. Era ya inminente el final del partido y el árbitro consultaba ya su cronómetro, cuando un error inocente de la defensa española propició la catástrofe. Un despeje fallido en corto, una genialidad del delantero carioca que, tras encontrarse con el inesperado regalo en sus pies regateó habilidosamente a sus desconcertados rivales, un portero que no se esperaba ese remate que le entró colocado por la escuadra... Y llegó el empate, para alegría de la torcida y desesperación de los españoles.

Después vendrían la agónica prórroga, saldada sin goles, y unos penaltis que dieron la victoria, y con ella el campeonato, a los hasta poco antes desahuciados brasileños. España no era campeona del mundo, ni probablemente lo sería en mucho tiempo.

Inundado en sudor, Juan P. se despertó bruscamente en mitad de la noche. Otra vez la pesadilla. Otra vez esa maldita obsesión que se recreaba haciéndole sufrir una y otra vez con la tortura de la derrota... ¿Hasta cuándo? Habían pasado ya quince días desde la fatídica final y Juan P., al igual que miles y miles de españoles, no había logrado dejar atrás tan traumático acontecimiento.

¡Si el maldito balón hubiera ido algo, sólo algo, más alto! ¡Si se hubiera estrellado contra la escuadra! —repitió una vez más a modo de mantra balsámico— ¡Hubiera sido capaz de vender mi alma al Diablo por ello!

Era evidente que la exclamación de nuestro protagonista había sido meramente retórica; de hecho, dado que las sutilezas intelectuales y culturales no eran precisamente su fuerte, se había debido tan sólo a la feliz coincidencia de que poco antes la hubiera oído declamar en una película y que a él le gustara. Era muy probable que, tan sólo unas semanas después, no la recordara siquiera... Pero el destino quiso que así fuera.

Era evidente asimismo que, salvo en algunas conocidas obras literarias como, por ejemplo, las que recogen el mito del Doctor Fausto, el Diablo no acostumbra a aceptar este tipo de ofrecimientos, lo que ha movido a muchos a dudar incluso de su propia existencia pese a las reiteradas afirmaciones en sentido contrario de la jerarquía católica... Pero quiso la casualidad que fuera el propio Lucifer, y no uno de sus subordinados, el que decidiera atender personalmente la petición, debido a que en esos momentos se encontraba ocioso y aburrido y deseaba tener algo en lo que entretenerse.

—¡Acepto! —exclamó materializándose bruscamente a los pies del lecho del postulante. Huelga decir que, aunque le incomodaba recurrir a una parafernalia que se le antojaba ridícula, optó por revestirse con su aspecto más clásico, es decir, con rabo, cuernos, pezuñas y olor a azufre incluido; en realidad, como es sabido, el Diablo puede adoptar cualquier apariencia que se le antoje puesto que no tiene ninguna, pero de haber recurrido a otra menos convencional habría corrido el riesgo de desorientar a su poco cultivado cliente. Al fin y al cabo, un poco de marketing nunca venía mal para el negocio, máxime teniendo en cuenta que últimamente la competencia le estaba apretando bastante las clavijas.

Claro está que, si a alguien se le apareciera repentinamente el Diablo en persona, lo más probable sería que quedara tan espantado que fuera incapaz de articular palabra alguna; pero el Maligno, conocedor de este inconveniente y hábil en todo tipo de ardides, siempre procuraba evitarlo insuflando una tranquilidad absoluta en el espíritu de sus futuros poseídos, que no era cuestión de espantar a los posibles clientes.

—¿Eres tú? —balbuceó el sorprendido invocante incorporándose de la cama para contemplar mejor al Señor del Averno— ¿No estoy soñando?

—Por supuesto que soy yo. —respondió Lucifer con esa elegancia innata que hasta sus más acérrimos enemigos no tenían más remedio que reconocerle, al tiempo que agitaba con displicencia su largo rabo—. Hijo mío, tú me has invocado y yo he respondido a tu llamada; estoy dispuesto a aceptar tu ofrecimiento, pero te ruego que seas breve ya que mis ocupaciones son grandes y tengo que atender a multitud de almas descarriadas...

—¿Tú...? ¿Tú podrías hacer que España ganara el Mundial?

—¡Por supuesto que sí! —se ufanó atusándose el negro bigote—. Hijo mío, ¿por quién me tomas? Mis poderes son ilimitados, y sólo la envidia de ése —mordió literalmente las sílabas— al que tan vanamente adoráis me impidió ofreceros un reino más justo, y sobre todo infinitamente más divertido, que el suyo. Me resultaría trivial hacer retroceder el tiempo unos días y conseguir que el balón rebotara en la escuadra en lugar de penetrar en la red... Claro está que esto tendría su precio, por supuesto.

—¿Mi alma? —exclamó jubiloso el renegado que, dada su indiferencia absoluta en lo referente a asuntos religiosos, estimaba que poco era lo que podría perder con el cambio.

—¡Oh, no! No lo tomes como un desprecio, te aseguro que tenemos tantas almas amontonadas ya, que no sabemos qué hacer con ellas... Te diré que llegamos incluso a ofrecerles un trueque a los de arriba, nada menos que mil por una, pero se negaron a aceptarlo los muy estúpidos.

—Entonces... —Juan P. se sentía desorientado.

—Se trata de algo mucho más sencillo e insignificante, algo que no te requerirá el menor esfuerzo ni te creará la menor molestia. Verás. Si yo hago retroceder el tiempo quince días y desvío ligeramente el balón para que la jugada no acabe en gol, necesito consumir cierta cantidad de energía... No de la energía que conocéis vosotros, por supuesto, pero es una energía al fin y al cabo que, como cualquier otra, está sometida a las leyes universales de la conservación. Dicho con otras palabras para que me entiendas: Esa energía la tengo que obtener de alguna manera, y las reglas del pacto estipulan que seas tú el que me la proporcione.

»No, no te asustes; tú ni te enterarás. El retroceso en el tiempo es gratis, puesto que éste se comporta como un resorte que al ser soltado libera la energía que previamente ha absorbido. En cuanto al asunto del desvío del balón para que éste no penetre en la portería, se trata de un esfuerzo tan pequeño, que me bastaría con una alteración insignificante en tu vida para sentirme pagado.

—¿Sólo eso? —Juan P. no podía creer en su buena suerte.

—Sólo eso, con un par de condiciones. Primero, que me reservo el derecho a elegir la intervención en tu vida que estime más oportuna, por supuesto sin que tú tengas el menor conocimiento de ello; eso sí, te aseguro que no resultará en modo alguno desproporcionada. Segundo, que nadie en todo el planeta, ni siquiera tú mismo, será consciente de la alteración, aunque pasado algún tiempo te haré una visita para hacer balance de tu vida comparándola con lo que te hubiera ocurrido de no haber mediado esta pequeña interferencia.

—Acepto.

—Pues entonces, está hecho. Ah, disculpa que pase por alto esas zarandajas de firmar con tu propia sangre, hace mucho que decidimos suprimir toda esta burocracia tan desagradable como inútil. Hasta siempre, hijo mío.

Y desapareció. Una vez fuera de la vista de Juan P. el Diablo dio rienda suelta a su irritación al tiempo que recobraba su no-forma, profundamente decepcionado por la escasa ambición mostrada por su nuevo adepto.

—¡Habráse visto el imbécil! —bufaba indignado—. Podía haberme pedido riquezas, poder, sabiduría, mujeres... ¡Y se conforma con que le amañe un partido de ese estúpido juego que los embrutece! Éste se va a enterar, ya me encargaré yo de que pague convenientemente por su estupidez.

Porque, aunque si bien ni tan siquiera al Maligno le estaba permitido moldear a su antojo la vida de una persona, sí podía influirla sutilmente de forma que se aproximara lo más posible a sus intereses, respetando por supuesto de forma escrupulosa las estrictas reglas de juego impuestas por su odioso enemigo.


España era una fiesta. Quince días después de culminada la hazaña, todavía se respiraba la euforia por todos los rincones del país. De gesta épica, cuanto menos, tildaban los periodistas la victoria sobre Brasil, y eso los más recatados ya que el resto, en especial los pertenecientes a las plantillas de los diarios deportivos, iban mucho más allá, para bochorno ajeno, en la desmadrada competición de epítetos laudatorios en la que todos ellos habíanse embarcado. Los cuarenta millones de españoles, e incluso mucho de los inmigrantes que con ellos convivían, parecían haberse vuelto locos de forma colectiva, y tan sólo un puñado de almas sensatas se lamentaban amargamente, sin que por supuesto nadie les hiciera el menor caso, ante tan inútil gasto de energías, sin duda mucho más aprovechables en aconteceres de mayor importancia.

El retorno de los héroes de la selección fue apoteósico, por supuesto con recepción real incluida. Todos los jugadores fueron galardonados con una de las más importantes condecoraciones nacionales, e incluso el propio seleccionador y el presidente de la federación se encontraron con el premio de sendos títulos nobiliarios... Eso sin contar, claro está, la jugosa gratificación en metálico con la que todos ellos contaron, gustosamente otorgada por unas empresas patrocinadoras que hicieron literalmente su agosto explotando publicitariamente el acontecimiento.

Juan P., huelga decirlo, se encontraba entre esa inmensa masa de españoles que veían el éxito deportivo como el summum del triunfo internacional de un país que no andaba precisamente sobrado de ellos, superior sin duda dentro de su escala de valores a la consecución de un premio Nobel e incluso, ¿por qué no?, al mítico descubrimiento de América. El bueno de Juan era feliz, increíblemente feliz, y por ello no pasó de considerar como una pequeña molestia la rotura de brazo que se produjo cuando, al saltar de alegría tras pitar el árbitro el final del partido, resbaló tontamente golpeándose el codo con el pico de la mesa. ¿Qué importancia tenía estar escayolado algunas semanas frente a la proeza de los jugadores españoles, que habían escrito con letras de oro el nombre de nuestro país en la historia deportiva de la humanidad? Además, este percance no le impediría disfrutar de la euforia colectiva que se respiraba por todos los lados.

Para su desgracia, las cosas comenzaron a torcerse cuando, una vez dado de alta, se encontró con que su jefe no le renovaba el contrato alegando los malos momentos por los que atravesaba la empresa. Juan P. trabajaba en un pequeño taller de cerrajería y, no le cabía duda de ello, los argumentos utilizados para justificar su despido eran una burda excusa. Por supuesto Juan P. recurrió a las autoridades laborales pertinentes, las cuales dictaminaron despido improcedente saldado con una pequeña indemnización —la antigüedad de Juan P. en la empresa era poca— buena parte de la cual fue engullida por el abogado que le llevó el caso.

A partir de entonces comenzó su calvario. Tras consumir la totalidad del seguro de desempleo al que tenía derecho, se vio sin ningún ingreso y con escasos ahorros que rápidamente se volatilizarían por mucho que intentara economizarlos. La situación laboral en el país campeón del mundo de fútbol era mala, al menos para un obrero sin especializar como él, y todos sus esfuerzos por encontrar trabajo resultaron baldíos. Como las desgracias nunca vienen solas meses después acabó rompiendo con su novia, acusado por ésta de habérsele agriado el carácter hasta extremos insoportables. Esto era en parte cierto, pero el hecho de que inmediatamente después —lo que quiere decir que probablemente ya venía de antes— ella comenzara a salir con un funcionario, le hizo sospechar que la verdadera razón de la ruptura no fuera otra que su precariedad laboral.

Poco a poco y sin darse cuenta, Juan P. fue cayendo en el pozo de la bebida. Jamás se había excedido en el culto a Baco salvo en juergas y celebraciones especiales, pero ahora empezó a beber como un cosaco, lo que obviamente dificultó todavía más sus expectativas de buscar trabajo. Y como carecía de ingresos, pronto comenzó a comerse —o por decirlo más precisión, a beberse— su patrimonio, consistente en un modesto piso ubicado en un barrio obrero que había heredado de sus padres.

Cuatro años más tarde, coincidiendo con una nueva edición del campeonato del mundo de fútbol en la que la flamante selección campeona fue ignominiosamente eliminada a las primeras de cambio, Juan P. era una ruina humana que se hundía cada vez más profundamente en el pozo cenagoso de la miseria. A diferencia de lo ocurrido la vez anterior, la derrota española, que supuso la destitución fulminante del otrora aclamado y ennoblecido seleccionador, le resultó en esta ocasión bastante ajena; ya tenía él suficiente con sus propios problemas para preocuparse por los de los demás.

Pasó el tiempo y las cosas le fueron todavía a peor. Comido por las deudas había perdido su único bien, el piso, y tras ser expulsado de varias pensiones cada vez más míseras, había acabado viviendo en la calle a expensas de la magra ayuda de la beneficiencia y de lo poco que podía obtener de la caridad pública. Su cerebro, embrutecido por el alcohol y las penalidades, apenas si recordaba a duras penas que antaño había disfrutado de una vida mejor, aunque en sus escasos momentos de lucidez todavía gustaba de recordar la satisfacción que le había producido años atrás el triunfo de España, un triunfo que en modo alguno vinculaba a su actual penuria.

Aunque él no lo sabía, su fin estaba próximo. Su cuerpo, todavía joven, estaba minado irreversiblemente, y probablemente no sobreviviría al inminente invierno. Esto ya no le importaba demasiado... Pero sí al responsable del giro que había adoptado su vida a partir de la mágica fecha en la que España había figurado, de forma efímera, en el olimpo deportivo del planeta.

Juan P. se encontraba durmiendo la borrachera de vino barato en un paso subterráneo situado bajo una de las principales arterias de la gran ciudad, arrebujado en unos cartones —el otoño se mostraba frío como adelanto del inminente invierno— y rodeado por sus escasas pertenencias, apenas un rebujo de harapos y cosas sin valor. A su lado dormitaban sus compañeros, mendigos como él, y más allá otro de ellos orinaba silenciosamente en un rincón. De repente sintió que alguien le estaba mirando y, abriendo los ojos, se encontró frente al mismísimo Diablo que, enfundado de nuevo en su apariencia tradicional, le contemplaba fijamente con una sonrisa irónica esbozada en su infernal rostro.

—¿Tú... tú otra vez? —balbuceó. Por supuesto, Lucifer había infundido en su deteriorada mente la suficiente dosis de lucidez como para que pudiera ser consciente de la trascendente conversación, ya que de otra manera le habría confundido con uno de sus frecuentes delirios y esto era algo que al Señor del Averno no le interesaba en absoluto.

—Ya lo ves, hijo mío, tal como te prometí he venido a verte de nuevo. ¿Qué tal te ha ido durante estos años? —preguntó tan hipócrita como innecesariamente.

—No se puede decir que bien... —gruñó el interpelado, sintiendo vergüenza por vez primera en mucho tiempo—. Ya estás viendo cómo he acabado. Pero ten cuidado, los otros...

—¡Oh, no te preocupes por ellos! —respondió con displicencia—. Nadie más que tú puede verme y oírme. Ni lo sospecharán siquiera, te lo aseguro.

—Si tú lo dices... Bien, ¿qué deseas? Porque supongo que no te habrás tomado la molestia sólo para ver cómo me he convertido en un mendigo.

—Cierto, no he venido únicamente para eso. ¿Recuerdas que te dije que, pasado un tiempo, te mostraría cual hubiera sido tu vida de no mediar nuestro... hum, pacto? Pues ya ha llegado el momento de ello.

—No creo que pudiera ser peor que ésta...

—Bueno, según como lo mires. —el tono de voz del Diablo era descaradamente irónico— ¿Recuerdas esa caída tonta durante la retransmisión de la final que te costó un brazo escayolado y el despido de tu trabajo?

—¿Cómo no me voy a acordar? Ése fue el comienzo de mis desgracias.

—Lo que quizá ignores es que esa pequeña caída no fue accidental, sino el cobro por mi esfuerzo en desviar el balón... Nada importante, como te prometí. —el regodeo del Maligno era tan evidente que Juan P. no tuvo por menos que saltar como un resorte.

—¿Nada importante dices? Maldito, arruinaste mi vida... Tú sabías lo que iba a pasarme a partir de entonces.

—Tse, tse, te equivocas, mi querido Juan. Por desgracia yo no soy omnisciente, ni tengo posibilidad alguna de adivinar el futuro... Aunque sí de preverlo.

—Lo mismo me da. ¡Maldita sea la hora en la que te llamé.

—Eso es algo que ya no tiene remedio. Pero, ¿no sientes curiosidad por saber qué hubiera sido de tu vida de no haber mediado nuestro inocente pacto? Aparte, claro está, de que España no se hubiera proclamado campeona...

—Me trae sin cuidado. Verdaderamente, eres la encarnación de la maldad.

—No te dejes engañar por la propaganda oficial de mi enemigo. Pero yo no soy malo, simplemente... tengo unos criterios ligeramente distintos sobre el bien y el mal. Yo no te quiero causar ningún mal, y como prueba de ello te ofrezco, sí así lo quieres, romper nuestro pacto dejando las cosas tal como hubieran ocurrido de no mediar mi intervención. ¿Me crees ahora? —preguntó, abriendo los brazos al tiempo que exhibía una hipócrita sonrisa. Te doy a elegir libremente...

—Bueno, ¿qué tengo que perder con eso? —respondió filosóficamente el mendigo—. Acepto.

—Perfecto. Te advierto, eso sí, que de nuevo tendré que tomar la energía de alguna parte... Pero no te preocupes, no será de ti. Tu vida será exactamente igual a como se hubiera desarrollado si yo no hubiera intervenido. Eso sí habrá algún pequeño cambio en el mundo, pero a ti no te afectará en lo más mínimo.

Y desapareció o, mejor dicho, desaparecieron, puesto que esa línea de probabilidad había dejado de existir para Juan P. y su nueva existencia sería distinta.



Ilustración: Ferrán Clavero

El vagón de metro iba tan atestado como siempre y, como era verano, los efluvios que emanaban de sus vecinos le tenían medio mareado. Al llegar a su estación, un importante nudo donde se cruzaban varias líneas, la marea humana salió por su propia presión por las puertas recién abiertas, como si de una botella de champán descorchada se tratara, arrastrándole a él en mitad de la multitud. Trasbordó a la otra línea, no menos repleta de viajeros, aunque poco a poco se fue vaciando hasta llegar a la terminal, que era donde Juan P. tenía su trabajo... a cerca de un kilómetro de distancia de la boca de metro, una caminata no demasiado larga siempre y cuando no tuviera que hacerla a pleno sol o bajo cero. Sumándole el trayecto en metro, con dos trasbordos, el viaje en tren de cercanías, normalmente de pie, desde el municipio periférico donde residía, y la otra caminata desde su casa hasta la estación, se le ponía en alrededor de hora y media el viaje de casa al trabajo, y otro tanto a la vuelta. Teniendo en cuenta que su actividad laboral no le realizaba lo más mínimo y que, por si fuera poco, aborrecía madrugar, resulta fácil suponer el ánimo con el que Juan P. salía de su casa todas las mañanas "cuando todavía estaban poniendo las calles" , como decía con un tono de amarga ironía.

Claro está que, si malo era salir de casa, no mucho mejor resultaba quedarse en ella... Aguantar, en poco más de sesenta metros cuadrados de un piso de protección oficial, a la foca de su mujer, los salvajes de sus tres hijos y la bruja de su suegra, era algo capaz de destrozar los nervios al más templado.

Su mujer... pensó con resignación mientras espiaba de soslayo el generoso escote que una jovencita exhibía con descaro ante sus narices. Un noviazgo arrastrado con desgana, una boda celebrada sin demasiada ilusión, la desagradable sorpresa de descubrir que su mujer no era tan cariñosa y tan complaciente como él creía. Luego, demasiado pronto, llegaron los críos y él pasó a convertirse en un mero proveedor de dinero... demasiado poco dinero tal como le estaba recriminando constantemente la arpía, sobre todo en época de rebajas. Pero él no tenía la culpa, jamás le había gustado estudiar y carecía no sólo de conocimientos —lo cual no le importaba demasiado— sino también de la titulación necesaria para poder optar a trabajos mejor remunerados.

Y bastante tenía con mantener su puesto de trabajo tal como andaban las cosas; varias veces había corrido el riesgo de ser despedido, e incluso en una de ellas le faltó el canto de un duro para verse en la calle. Habían pasado muchos años, pero todavía lo recordaba debido al susto que se llevó. Según le dijo su amigo Agustín, el de la oficina, llegó a estar redactada su carta de despido, pero por suerte para él fue justo entonces cuando los sindicatos se empeñaron en convocar una huelga general para protestar por algo que ni siquiera ya recordaba y el despedido finalmente fue el burro de Manuel, el sindicalista al que pillaron en un piquete inutilizando cerraduras de comercios.

Sí, claro, ¿cómo no se iba a acordar? La dichosa huelga coincidió con ese campeonato mundial de fútbol en el que a España le robaron el partido de cuartos de final en beneficio de los anfitriones... Menudo disgusto se llevó entonces, y todavía más cuando todos los comentaristas especulaban con la posibilidad de que la selección española pudiera llegar más lejos de lo que había llegado nunca, quizá incluso hasta la final...

Pero no hay bien que por mal no valga, se dijo. La selección había perdido la mejor oportunidad de la historia, pero él había conservado el trabajo. ¿Qué habría pasado de ocurrir las cosas al contrario? Por un momento imaginó que España ganaba la final del campeonato del mundo y él se quedaba sin trabajo y sin novia —para su desgracia conocía suficientemente bien a su consorte como para dar por sentado que le habría mandado con viento fresco, lo cual ya de por sí habría sido un beneficio—, pero inmediatamente lo descartó por absurdo. ¿Qué tendría que ver una cosa con la otra? Vaya unas estupideces que se le ocurrían a esas horas de la mañana.

Pese a todo, resultaba incapaz de olvidarse de tan disparatada idea que, desde hacía mucho, le venía rondando en el cerebro de forma recurrente. ¡Vaya una obsesión! Como si se pudiera vivir más de una vida.

El metro había llegado a su destino. Se levantó renqueante de su asiento, conquistado tan sólo tres estaciones atrás, y haciendo de tripas corazón acopió fuerzas para encaminarse hasta su desagradable trabajo.



No se puede discutir la fecundidad de José Carlos Canalda (Alcalá de Henares, 1958; un Doctor en Ciencias Químicas que actualmente trabaja en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid). "Érase una vez" (138), "Reality Show" (142), "La lámpara" (148), "El fin del mundo" (150), "Manuscrito encontrado en un manicomio" (150), "Con tuercas y a lo loco" (152), "Cara y cruz" (153) son las pruebas de lo que decimos, y hay muchas más pruebas si buscan en Solaris, Valis, Pulp Magazine, Alfa Erídani, Qliphoth, Púlsar, La Plaga, Tau Zero y Revista Ochocientos, entre otras publicaciones... No se puede discutir la fecundidad de José Carlos Canalda, no se puede.


Axxón 157 - diciembre de 2005
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantasía: Fantástico: España: Español).