PRINCIPE DE LOS ESPIRITUS

Juan Pablo Noroña

Cuba

Rojo ardido, seco y solar, hasta el infinito. Ininterrumpido, o quizás terminado en el dudoso borrón azul y verde que podía ser, allá en el posible horizonte, la línea de las montañas Utchbalaid. Rojo muerto, omnipresente, contrastado pero no negado por las plantas amarillentas, duras, espinosas y de hojas amarronadas. Rojo pedregoso y resquebrajado, de un tono que nada más en el mundo tenía, ni siquiera algo teñido por la mano del hombre.

Un color maldito, digno del Gran Desierto.

Tsuwa lo consideraba ominoso. Tenía la sensación de que anunciaba su próxima muerte.

En verdad no lo asustaban la dureza del Desierto, la sed, el calor, la desorientación en la planicie monótona y perversa: tales dificultades eran como la suerte en la caza o los cambios del clima, buenas para probar al hombre y hacerlo mejor, más digno. Tampoco se encontraba a merced de la gran desolación ni mucho menos. En su carreta había todo lo necesario: agua, comida, equipo, medicinas inclusive. Además no estaba solo. Otros seis guerreros dormían junto a él, tendidos pesadamente entre los fardos, y su carreta era sólo una en la larga caravana de treinta puestas en una hilera perpendicular al curso vespertino del sol. Lo que Tsuwa sentía y temía era una amenaza sobrehumana manifiesta en el rojo del desierto, ante la cual la gente, los suministros y su propia fortaleza no representaban ventaja alguna.

Para ahuyentar de su mente al desierto y su malhadado color, Tsuwa volvió la vista al interior de la carreta. Los fardos, los diversos objetos y los oficiales que compartían el vehículo con él ofrecían una visión mucho más agradable y tranquilizadora, especialmente sus camaradas de armas. Tsuwa consideró cuán necesaria era para un hombre la existencia de sus semejantes. Incluso si tuviera alguna especie de transporte mágico, un odre al que no se le acabara el agua y una escudilla que en cuanto se vaciara se volviera a llenar de comida, prefería un hombro amigo a todas esas comodidades.

Y más que uno, tenía seis compañeros al alcance de la mano. Qúduga, casi un hermano; Dcheban, a quien confiaba sus flechas; el joven Sudta, que lo miraba como a un padre; Tawaji y Deza, chasatis pero de confianza; y finalmente el viejo Kshaqui, de quien años atrás había recibido su primer arco de guerra. Tsuwa los recorrió con la vista, recordando cómo y cuando había conocido a cada uno y las aventuras que habían vivido juntos. Cuando su mirada llegó a Kshaqui, el viejo comenzó a removerse y a carraspear. Incluso mientras dormía era imposible sorprenderlo, pensó Tsuwa. Al cabo de unos segundos, el veterano guerrero entreabrió los ojos, tan enrojecidos por el sueño y la edad que parecían cuchilladas en la correosa piel.

—¿Qué pasa, muchachito? —masculló Kshaqui a la vez que se estiraba como un perro viejo—. ¿Por dónde viene el enemigo?

—Por ninguna parte —respondió Tsuwa. —No viene.

—¿Entonces por qué no estás durmiendo? Te dedicas a mirarlo a uno.

—Siento haberte molestado.

—Bien sabes que cuando alguien me mira, me pica la herida. Recuerda, la herida que me hicieron cuando joven por la espalda, la primera...

—Y última vez que te has dejado sorprender —completó Tsuwa.

Kshaqui lo miró con enfado. —Veo que recuerdas eso. Lástima que no recuerdes que a los mayores no se les interrumpe —gruñó mientras ponía las manos tras la cabeza y doblaba las rodillas para acomodar las piernas.

Tsuwa hurtó el rostro para que no se viera su sonrisa. —Perdona mis modales —dijo—. Es que no consigo dormir bien, y pierdo mis cabales.

—Yo tampoco me siento bien en tierras de estas gentes, estos utchabaladis —rezongó Kshaqui—. No pelean como uno. Ah, a mí denme una batalla como la del puente de Juvla. ¿Te la he contado alguna vez?

—Cientos —murmuró Tsuwa.

—Pues fue una gran batalla. Yo era un joven petchnegui, no me había ganado el arco de guerra aún. Yo y cien como yo tuvimos que romper con nuestras lanzas la línea de los infantes ansarios en la cabecera del puente, para hacerles espacio a los tuktunas de a caballo. Moríamos como hormigas, muchos cayeron al agua. Mientras, las flechas disparadas por sus arqueros y por nuestros danmazes pasaban sobre nosotros... el zumbido de las cuerdas se oía por sobre los golpes de metal contra metal. Y los ansarios parecían clavados al puente, sabes cómo son de difíciles cuando no tienen que moverse. Pero al final cedieron. En esa batalla, los petchnegues que hicimos el cuento no sólo ganamos arcos sino también caballos. El mío fue uno enorme, parecía un xam sin cuernos. Lento, pero cargó todas mis cosas por años, sin cansarse. Ahora, claro, está muerto...

Tras la última frase Kshaqui pareció perderse en algún recuerdo sin conclusión, lo cual Tsuwa aprovechó para arrastrarse hasta el borde de la baranda y salirse de la carreta. No quería estar cerca cuando el viejo guerrero recuperase el hilo de su enredada memoria; además, disfrutaba hacerle travesuras como dejarlo con la palabra en la boca o marcharse subrepticiamente en un lapso de su atención. También deseaba sacudirse la modorra insomne provocada por el ambiente espeso y sudado de la carreta. Para bajarse debió pasar sobre el lomo del xam macho que estaba arrimado a la carreta, bajo la sombra de un ala de la cubierta alzada con pértigas. La bestia mostró toda la paciencia del mundo y le permitió usarla de escalera. Tsuwa percibió la tibia y vibrante frescura del pelaje del animal y su agrio olor; eso terminó de despejar su mente. Parado junto al xam, se dedicó entonces a observar el suave arco que formaba la caravana, mientras rascaba distraídamente el amplio testuz del cuadrúpedo. Todas las carretas estaban dispuestas como la suya, proporcionando protección a los xam y también a algunos de los guerreros que ya no tenían sueño y andaban fuera de los vehículos en ocupaciones lerdas que no los apartaran de la sombra.

Tsuwa decidió buscar a Hasamnik, quien debía estar en una de las últimas carretas. Necesitaba hablar con el chamán no sólo acerca de oscuras premoniciones sobre su propia muerte, sino también de asuntos perentorios concernientes a la expedición. Echó a andar con premura para que Kshaqui no notara su ausencia, teniendo no obstante cuidado de pegarse a los animales y seguir bajo la sombra. Siempre habría un espacio de sol inevitable, la separación entre una carreta y otra, pero deseaba ahorrarse lo más posible los rayos directos, pues en los instantes que le demoraba saltar los tramos desprotegidos sentía un intenso fogaje atravesando su ropa hasta la misma piel. Obnubilado por el calor y la luz, iba con la cabeza baja y los ojos abiertos sólo lo necesario para poner un pie detrás de otro en el suelo y no sobre alguien sentado. Por su cuenta había pasado ocho carretas cuando de repente un olor suficientemente acre y desagradable como para atravesar su aturdimiento lo hizo detenerse y levantar la vista.

Primero notó la ausencia de personas a la sombra de esta carreta y las adyacentes, después la inquietud de los xams, de ordinario bestias muy apacibles. Al ver la cubierta del vehículo el reconocimiento se impuso sobre el letargo: ahí iba la jaula del prisionero. Tsuwa no necesitaba ver el interior de la carreta para identificar el origen del hedor. El mal olor era de los restos de la sangre de lobo mezclada con alucinógenos con que alimentaban al prisionero, sumado al de las heces y el del sudor, éste último irreconocible como humano. Apuró el paso; la cercanía del prisionero le era en extremo molesta, y no sólo físicamente.

Dos tramos de sol más adelante estaba la carreta del chamán, a cuya sombra había un grupo de soldados jugando a águilas y lobos sobre una piel extendida junto a la pareja de xams. Uno de estos acababa de patear el cuero tendido en el suelo, causando la ira de los jugadores, expresada en maldiciones y palabrotas que fueron interrumpidas ante la llegada de Tsuwa.

—¿Son de la guardia de Hasamnik? —preguntó Tsuwa.

Los soldados asintieron.

—¿Dónde está?

Uno de los guerreros indicó con una mano una gran laja de piedra alzada, a pocos pasos de la caravana. Tsuwa hizo un gesto de agradecimiento y se encaminó en la dirección señalada. A sus espaldas los jugadores continuaron discutiendo:

—¡Había puesto un águila en la astucia!

—¿Cómo, si te las había ganado todas?

Tsuwa sonrió nostálgico; las peleas de juego no estaban muy lejanas en su pasado, pero como jefe le eran imposibles.

La laja de piedra alzada que Hasamnik había seleccionado lo cubría por completo, protegiéndolo muy bien del sol y la intromisión de los hombres. El chamán estaba sentado con las piernas extendidas al frente, los brazos a los lados y la espalda apoyada en una piedra mediana que calzaba a la grande. Tenía los ojos cerrados y la expresión ausente del sueño más profundo. Tsuwa se acercó a Hasamnik y se sentó ante él. Los chamanes siempre le habían fascinado. Sus prácticas y poderes los distinguían como extraños y misteriosos, aunque en todo lo demás fueran como cualquier hombre normal con esposas peleonas, malas digestiones o humor inconstante. Y aunque tenía bastante trato con ellos, ver uno en trance ante él, a entera disposición de su curiosidad, era una oportunidad rara e indeclinable; tan sólo debía actuar con mucho cuidado para no despertarlo, si es que tal cosa fuera posible.

Lo primero en llamar su atención fueron las ristras de cuentas y huesecillos que colgaban quietas del pectoral de Hasamnik. Tsuwa las observó, fascinado por su inmovilidad, durante un tiempo que pudo medir con su propia respiración: dos veces veinte inhalaciones y exhalaciones. Mientras, el pecho del chamán no había mostrado la menor señal de actividad. Al cabo Tsuwa desenvainó su daga, y acercándose al chamán le colocó la bruñida hoja justo bajo las fosas nasales. Ningún aliento empañó el acero. Decidido a llevar su experimento al extremo, movió la punta del arma sobre un párpado del anciano, e incluso se atrevió a pinchar ligeramente la piel que circundaba la órbita del ojo derecho. No hubo reacción alguna. Realmente, los chamanes eran especiales.

Tsuwa se descubrió pensando que Hasamnik estaba por completo a su merced. En ese estado, aun cuando estuviera ejerciendo su incomprensible y tremebundo poder, se encontraba inerme ante cualquier guerrero. Tsuwa consideró una circunstancia muy apropiada para el equilibrio del mundo que los chamanes tuviesen momentos de absoluta vulnerabilidad.

Justo mientras Tsuwa guardaba de vuelta la daga, el chamán abrió los ojos. Los abrió no como quien despierta de un sueño, sino como quien los ha cerrado por un instante para escuchar mejor o recordar algo. Ni siquiera pestañeó ante la luz irradiante del desierto.

—¿Cómo fue tu viaje, Hasamnik? —dijo Tsuwa—. ¿Viste amigos o enemigos, cerca o lejos? ¿Nuestro destino o nuestro comienzo?

—¿Cuánto tiempo estuve fuera de mí? —preguntó a su vez el chamán.

—No lo sé; llegué un momento antes que despertaras. ¿Es importante?

—El tiempo como espíritu es diferente. El pasado y el presente se unen, y el futuro se ve demasiado cerca. Mientras más haya estado como espíritu sin cuerpo, más pierdo la noción del tiempo y más probabilidad hay de que, en vez de ver estos lugares en el presente, los haya visto en el pasado o en el futuro próximo.

—No importa. El desierto es inmutable.

—Oh, por supuesto. Pero en mi viaje vi personas cerca de aquí; y no sé si pasaron hace tiempo, o están ahora donde las vi, o estarán.

—Si de verdad te inquieta eso, enviaré exploradores. Pero ahora debo hablar contigo sobre algo grave.

—¿Qué ocurre? —se alteró Hasamnik—. ¿Es grave, dices?

—Necesitamos protección de los espíritus ancestrales. Hay presencias malignas atacándonos: parte del agua se está empezando a corromper antes de tiempo, y alguna comida también.

—¿Y los hombres? ¿Las bestias?

—También. La piel se les agrieta, se les abre en llagas y úlceras, incluso en lugares donde no sufren roces ni maltrato. Sucede tanto a viejos como a jóvenes, sin distinción. Algunos no logran dormir ni siquiera con drogas.

—Estamos a merced del Desierto, entonces. Los espíritus ancestrales no desean acompañarnos aquí; la resistencia de los espíritus del lugar es muy molesta.

—¿Tan pronto nos abandonan?

—Ten en cuenta que no estamos bordeando el Desierto, ni tampoco lo estamos atravesando por una parte estrecha. Nos estamos metiendo en su mismo centro, más adentro cada día. Aquí rigen espíritus muy antiguos, débiles pero persistentes. Necesitaríamos ancestros de mucha fuerza, que puedan llegar aquí desde los fuegos sagrados y derrotar a los espíritus malignos en su propia tierra; necesitamos un Príncipe de los Espíritus.

—Supongo que no puedes invocar uno aquí, ahora.

Hasamnik meneó la cabeza. —No, no puedo; de hecho, los pocos Príncipes de los Espíritus que conozco responden a otros chamanes. No heredé ninguno de familia, y tampoco conocí personalmente a nadie tan grande en vida que al morir se convirtiera en Príncipe de los Espíritus y me recordara. En verdad esto es un problema grave —concluyó—. Y se une con otro similar.

—¿Otro problema?

—Por supuesto. ¿Cuándo han venido solos?

—Nunca, es cierto. ¿Y qué es?

—No estamos cerca del Pozo Blanco.

Tsuwa se quedó estupefacto. —¿Cómo?

—Viajé al sur, al oeste, al este y al norte, lejos y alto —contestó el chamán—; pero no vi el Pozo.

El guerrero bajó la cabeza, preocupado. —Se nos está acabando el tiempo —dijo—. Sabes, por lo que te cuento del agua, la comida...

—No es sólo eso —dijo Hasamnik—. Han pasado doce días desde que consagramos al prisionero. No podemos esperar mucho más para sacrificarlo.

—¿Qué podemos hacer entonces? Nuestra gente confía en nosotros.

—Hay una salida. Espinosa, pero la hay.

—No importa cuál sea.

El chamán respiró hondo. —La Mano de Piedra está a una cabalgada corta de camino al oeste. Si partiéramos con el crepúsculo, podemos llegar mucho antes del amanecer.

Tsuwa alzó el rostro y abrió ampliamente los ojos. —¿La Mano? ¿Estás seguro de lo que dices?

—Completamente. No hay otra salida, ni mejor ni peor; simplemente no la hay.

—¿Y quién lo hará? Ya no se trataría de empujarlo a un agujero.

—Yo mismo —afirmó Hasamnik—. Es mi responsabilidad. Debí haber viajado fuera de mí más a menudo.

—No es culpa tuya —dijo Tsuwa—. Es este maldito lugar. Es... maligno.

—Lo que sea —insistió el chamán—. Yo empuñaré el cuchillo.

Tsuwa volvió a bajar la cabeza. —No, no debemos hacer eso —murmuró—. Me parece demasiado peligroso. Debiéramos abandonar esto y regresar a los campamentos. He tenido... es decir, me parece...

El chamán se quedó a la espera de las palabras del joven, observándolo preocupado. —¿Hay algo que quieras decirme? —preguntó al cabo del minuto de silencio.

Tsuwa negó con un ademán desvaído.

—Pero hay algo más —repitió Hasamnik—. Sí, hay algo más que te preocupa, y debes decírmelo.

El joven volvió la vista al poniente, y sólo al cabo de unos minutos miró al anciano a los ojos. —Temo por mi muerte, Hasamnik —confesó—. Y no meramente mi muerte, sino una muerte terrible, acompañada de desgracias mayores.

El chamán acercó el rostro a su interlocutor. —¿Cómo es eso?

—Tengo una visión de muerte —dijo Tsuwa—. En ella, mi sangre cae sobre el suelo de este lugar, y como su color se confunde, no puedo saber cuánta estoy derramando.

Hasamnik frunció el ceño a la vez que se frotaba las rodillas ensimismado, y le habló a Tsuwa con tono enfático y casi paternal. —¿No se te anunció que sólo puede matarte una flecha que ya haya matado ese día? —dijo—. Eso de por sí es difícil. Quien te mate deberá tomar una flecha clavada en otro hombre, y eso sólo puede significar que se le habrán acabado las suyas. ¿En cuántas batallas has estado en que a los arqueros se les acaben las flechas, las que llevan y las de reserva? Pocas, por supuesto. Ciertamente, sólo en una gran batalla debes temer.

Tsuwa chasqueó la lengua. —Cierto, pero aún así...

—Además, está la bendición que te dio Kshuraz al morir —dijo Hasamnik.

—¿Cómo sabes que...?

Hasamnik sonrió. —Poco hay que se pueda ocultar a un chamán. Sin embargo, no conozco sus palabras exactas, y realmente me da curiosidad por las últimas palabras de un chamán tan poderoso como fue Kshuraz.

—No es tan secreto como para no revelártelo —dijo Tsuwa—. Fue algo así como que al menos una vez podría escoger con toda libertad entre la vida y la muerte.

—Sabia bendición —dijo Hasamnik—. No te da un destino, sino la oportunidad de moldear tu destino al menos por una vez.

Tsuwa sonrió. —¡Eso lo tenemos todos, todo el tiempo!

—Eso crees porque eres joven y guerrero —dijo el viejo chamán—. Cuando cabalgas por las llanuras, puedes conducir a tu caballo en cualquier dirección, y aun disparar tus flechas en otra, y crees que diriges tu vida como tu caballo y tus flechas. Pero yo he visto otras cosas, Tsuwa, y te digo que un hombre es libre de decidir cuál bota se atará primero al despertar, y poco más.

—Pues en verdad yo me siento hoy menos libre —explicó Tsuwa—. Como si mi destino hubiera sido pesado y medido, pero pesado como la pequeña cantidad que el mercader añade para completar la medida de un precio.

—No vas a morir joven. Aún tienes dos hijos que criar y una hermana que casar; los ancestros no permitirán que los abandones.

—¡Si por eso fuera viviría para siempre! —rió Tsuwa—. No lo digo por mis hijos, claro, sino por Sanu. Esa hermanita mía cansa a los pretendientes más rápido que yo a mis perros.

—Ya la casarás. Algún día, con un hombre a quien ella primero odie a muerte y después ame con todo el corazón. Siempre es así con las jóvenes de carácter fuerte; algún día se casan con el menos pensado, y los varones de la familia se abrazan entre sí, felices y aliviados, diciéndose unos a otros que ya pueden venir los lobos. ¡Eso no significa que vas a morir al día siguiente de su boda, por supuesto! —El anciano comenzó a atragantarse con su propia risa—. ¡Casi la veo a Sanu, ocultando tu muerte por unos días para no dejar de dormir con su nuevo esposo!

Tsuwa acompañó al chamán en las carcajadas, con menos energía pero con igual distensión. —Ah, siempre me ayudas, Hasamnik —dijo al terminar de reírse—. Vine a hablarte sobre mi muerte y tú terminas hablándome sobre la boda de mi hermana. Ahora no puedo pensar en mi muerte sin ver en mi cabeza a Sanu perfumando la casa para que no se sienta el olor, y su esposo diciéndole que por favor, que no resiste la vergüenza, que todos le preguntan por mí cuando sale, y ella respondiendo que para qué sale de la casa, si ella tiene allí mismo cuanto él pueda necesitar.

Hasamnik resopló. —¡No sigas! No debo reír tanto ahora, después de salir de mí.

—Tú comenzaste —Tsuwa amenazó jocoso con el dedo—. Pero me callaré, en prenda de mi agradecimiento. Muchas gracias, Hasamnik. Gracias.

—No hay de qué. Es trabajo de los viejos sacar las tonterías de la cabeza de los jóvenes.

Tsuwa se levantó animadamente. —Me voy entonces; la Mano de Piedra no viene hacia nosotros mientras hablamos de mis visiones. Si doy ahora orden de marcha llegaremos al anochecer, y armaremos campamento.

—¿Y hacer a los hombres y animales caminar bajo el sol? —se asombró el chamán.

—No queda tanto sol por delante, y es mejor que viajemos lo más posible con alguna luz. Además, los hombres podrán dormir de noche por esta vez.

—Está bien. Sólo dime cuánto demoraremos en salir; quisiera descansar un poco, aquí mismo.

El guerrero pensó por unos segundos. —No te preocupes —dijo displicente—, descansa a tu aire; enviaré a alguien para avisarte.

Hasamnik asintió distraídamente mientras entrecerraba los ojos.

Tsuwa se fue por el lado de la roca contrario a aquel por el cual había llegado; por varias razones era mejor terminar un recorrido a la caravana a la vez que daba la orden de marcha. Al salir de la sombra de la laja volvió a sentir la mordida del sol, pero la percibía menos dañina, o por lo menos él era ahora menos susceptible. Sin embargo, al tercer paso flaqueó, de repente mareado y tambaleante; dio un tropezón y todo se volvió oscuro, frío, ventoso. Tsuwa vio sus manos apoyadas en el suelo frente a él, a la vez que sentía un gran dolor vacío en el pecho y piedras afiladas contra sus rodillas. De él caían con profusión gotas que se perdían al instante de tocar los guijarros y el polvo, intensamente rojos. Intentó gritar, pero a pesar de que el esfuerzo lo hizo temblar como una hoja, nada salió.

Un golpe de su mejilla contra la laja de piedra devolvió a Tsuwa el control de su cuerpo y percepciones; al instante estiró la mano derecha y se aferró a la roca, ignorando las laceraciones en los dedos y el rostro. Logró mantenerse en pie, aunque con gran esfuerzo, y además consiguió acopiar energías para erguirse al cabo de unos segundos, lo más firme y rígido que pudo. Trató también de recomponer su semblante y normalizar su respiración como si nada hubiera pasado; sólo le faltaba que los soldados pensaran que su jefe se desmayaba al sol. Preocupado, examinó los alrededores para ver si alguien había descubierto su mal trance. La roca, más alta que él, lo cubría por un lado, incluso de Hasamnik; del otro, a la vista sólo tenía un grupo de guerreros apiñados a lo largo de la sombra de una carreta. Afortunadamente, ninguno de los soldados parecía haberse enterado de nada.

En el grupo había tanto tadjquíes como chasatis, reconocibles los últimos por las gruesas trenzas, y tres llevaban el ancho cinto distintivo de tuktuna. El centro del grupo era uno de los chasatis, que tenía un arco montado y apuntaba hacia el desierto con una rodilla en tierra. Tsuwa siguió instintivamente la dirección de la flecha, y vio a cierta distancia, junto a un arbusto raquítico, a una pequeña alimaña de las que los utchais llamaban nermiks.

El nermik saltaba en el lugar estirando al máximo las patas traseras, la cola recogida contra la espalda de manera tal que sobresalía sobre su cabeza y le sumaba altura hasta un codo y medio. La bestezuela abría y cerraba la boca mostrando alternativamente los agudos colmillos y el hocico fruncido. También extendía de forma amenazadora las largas garras de sus patas delanteras. Su postura feroz y los despliegues de agresividad debían ser muy intimidantes para cualquier criatura que no pasara de la rodilla de un hombre. Los jóvenes guerreros parecían encontrarla muy divertida, pues se reían con ganas.

Tsuwa se separó de la roca y caminó en dirección a los soldados, ganando aplomo cada instante. —¡Tú, el del arco! —gritó en cuanto sus pasos fueron seguros.

El chasati se encogió como un perro cogido en falta y al instante perdió el control del arco; la cuerda golpeó su mejilla y la flecha cayó unos pasos más allá con las plumas por delante.

—¿Cuántas flechas has disparado?

Nervioso e inseguro, el chasati se puso en pie y se dio vuelta en dirección a Tsuwa, rascándose el pómulo. Su expresión era de perplejidad absoluta.

—Dije que cuántas flechas has disparado —repitió Tsuwa, quien al ver de frente al chasati se asombró de cuán jóvenes eran sus facciones; a pesar de su robustez y musculatura, no podría tener más de quince años.

—Cuatro, señor —dijo el chasati—. Cinco con esta.

—Cinco, entonces —dijo Tsuwa—. Bueno, tráeme las cinco.

El chasati caminó a pasos largos e inseguros hasta un poco más allá de donde había estado el nermik, recogió las flechas y retornó con ellas; sólo al regreso tomó la última. Al llegar a donde estaba el oficial tadjquí las presentó con las puntas por delante.

Tsuwa notó satisfecho que el joven era media cabeza más bajo y un palmo más estrecho de hombros que él. —¿Qué significa esto? —exclamó—. ¡Dámelas como corresponde!

El chasati dio vuelta a las flechas con un giro hábil pero trémulo de la mano. Tsuwa las tomó bruscamente, sin dejar de vigilar mientras tanto la expresión reconcentrada y tensa del joven. Sólo cuando tuvo bien sujetas las flechas apartó su mirada de los ojos del chasati y se puso a observar con detenimiento las puntas. —¿Ves? —señaló airadamente. —Por golpear contra las piedras, el metal ha perdido filo y ajuste al astil. Una flecha de punta mellada y suelta no es una flecha, es un palillo. Deberías saber eso. ¿Cuál es tu nombre?

—Uma Azane —contestó el joven chasati remarcando cada sílaba.

—Azane, entonces. ¿Sabes, Azane, que sucedería si llevases estas flechas, así como están, a una batalla?

Azane sacudió la cabeza con hostil lentitud.

—Pues que cuando la dispares sobre un enemigo con buena armadura —dijo Tsuwa—, esta flecha no lo matará ni lo debilitará. Y después, cuando algún pobre petchnegui, o quizás un tuktuna, esté frente a ese enemigo, lo hallará fuerte y sano, listo para matarlo. Y perderemos la batalla, y la caballería enemiga te perseguirá y te matará como a un pichón.

—Quizás no —dijo el chasati—. Quizás mi flecha no falle. Quizás nuestros guerreros vencerán de todas formas.

—Y quizás eres un tonto, Uma Azane —dijo Tsuwa—. Nuestros arcos son la única arma que nos da ventaja. Cuerpo a cuerpo, tú y yo no tenemos muchas oportunidades contra un ansario forrado en buen hierro, o un natheyi y sus malditas hachas largas, o, los dioses lo impidan, un setur de esos que te lleva dos cabezas de altura. Ah, pero si antes los hemos llenado de miedo y flechas, si están sangrantes y doloridos, se vuelven mucho más débiles, y es sólo entonces que nosotros vencemos. Yo te digo, Azane, que quien no cuida su arco o sus flechas nos pone en peligro a todos. A ver, dame tu carcaj.

El joven chasati se descolgó el carcaj de la espalda y lo entregó a Tsuwa. Era de cuero repujado y fieltro, viejo, pero bien conservado y muy hermoso. Tsuwa lo tomó con respeto. —Me quedaré con él —anunció.

—¿Cómo? —gritó Azane—. Es mi... es mío, de mi padre.

—¿De tu padre? ¿Y por qué lo tienes tú?

—Mi padre murió en Naisha —murmuró Azane alargando el brazo derecho en dirección a su carcaj. Tsuwa puso distancia y llevó el carcaj a su espalda.

—¿Dónde dices que murió?

—En Naisha —respondió el chasati con voz entrecortada mientras sus ojos perseguían frenéticos la aljaba.

Tsuwa frunció el ceño dubitativamente. En Naisha los errores de un jefe tadjquí habían llevado a la muerte a un gran número de veteranos chasatis, lo cual había causado mucho resentimiento. El joven Azane ya debía odiar bastante a los tadjquíes; quitarle un recuerdo de su padre muerto, aunque fuese temporalmente, podría ser demasiado. Pero había una disciplina que considerar y no se podía dar a los chasatis consideraciones especiales con su orgullo o su testarudez.

Tsuwa decidió ser firme y a la vez mostrar tacto. —Pues de seguro tu padre sabía cuidar su equipo —le dijo al joven guerrero—. En consideración a su memoria, permitiré que te ganes el carcaj de vuelta, si cuando regresemos de este viaje no has cometido otra falta.

Azane tragó en seco y miró al oficial a la cara, sin retirar la mano extendida hacia el carcaj. —¿Qué tengo que hacer? —preguntó. Intentaba infructuosamente mantener un tono frío y seguro en la voz.

—Nada —respondió Tsuwa—. Nada en especial. Simplemente, no más faltas. ¿Entendido? Y desencuerda tu arco ahora mismo, que no haces sino agotarlo.

Azane asintió con un sólo movimiento de cabeza.

Tsuwa volvió la vista hacia los otros guerreros, que seguían sentados bajo la sombra de la carreta y los xams.— Prepárense para la partida —ordenó—, que marcharemos antes del fin del día.

Los soldados comenzaron a ponerse en pie, vacilantes y desmañados, con la torpeza inquieta de quien sale demasiado aprisa de una inactividad enervante. Tsuwa se dio la vuelta y echó a andar dejando detrás de sí un silencio terminante y satisfactorio. Se detuvo por un segundo, considerando si recordar a los demás soldados que nadie debía cederle parte de sus flechas a Azane bajo pena de compartir el castigo; pero eso era disciplina elemental. Incluso, el superior de Azane no le daría flechas si le faltaba el carcaj. Y mucho más importante era mover la caravana.


Las carretas estaban ya en marcha cuando el sol aún daba sombras cortantes. Tsuwa iba a caballo junto al carro de Hasamnik, muy erguido en la montura, y no dejaba de escudriñar regularmente el horizonte en todas direcciones, con ojos nerviosos y ceño fruncido. El chamán estaba sentado al lado de su conductor y echaba de vez en cuando miradas de preocupación a Tsuwa.

—¿Tan receloso estás que llevas dos carcajs? —preguntó de repente Hasamnik.

Tsuwa miró perplejo a Hasamnik, pero enseguida llevó la mano al carcaj de Azane, pendiente de su cinto. —Ah, dices esto —reconoció—; no es mío. Pertenece a un chasati.

—Se nota por la labor del cuero: el motivo es un xam sometido, y muy bonito, dicho sea de paso. ¿Y por qué lo tienes tú?

—Es un castigo temporal. El dueño es un jovenzuelo que no sólo encordó el arco sin autorización sino que además echó a perder flechas nuevas disparando contra un nermik.

—¿Contra un nermik?

Tsuwa relató el incidente con la mayor imparcialidad posible.

—Qué conducta tan extraña, la de ese nermik —se intrigó Hasamnik.

—Seguramente estábamos sobre sus túneles.

Hasamnik meneó la cabeza con escepticismo. —Se hubiera escondido; jamás saldría al exterior —dijo. —¿Recuerdas bien cómo era ese nermik, cómo actuaba?

—Ah, qué más da —protestó Tsuwa—. Si te preocupa, ni una vez le acertó.

—Cuentan los utchaides —Hasamnik comenzó a hablar en un tono grave y preocupado—, que el padre ancestral de todos los utchai se perdió atravesando el desierto y no encontraba agua ni comida, hasta que se le apareció un nermik que le propuso un trato. Le salvaría la vida y le mostraría un lugar donde vivir, a cambio de que le permitiera copular con todas sus hijas. El padre de los utchaides aceptó, y el nermik cumplió su promesa: lo guió hasta las montañas de Utchbalaid. Pero varias hijas quedaron preñadas, y de los hombres que de ellas nacieron provienen todos los hechiceros utchai, quienes son capaces de asumir la forma de su ancestro cuando lo necesitan.

—¿Temes entonces que el nermik fuese un hechicero utchai bajo esa forma? —dijo Tsuwa.

—Bueno, peores cosas he visto —contestó el chamán—. Cualquiera sabe, con los utchaides.

De repente se escucharon gritos en mitad de la caravana; Tsuwa volteó la cabeza en busca de las voces.

—¡Gente por el lado contrario al sol! —dijo un guerrero desde una carreta situada tres lugares detrás de la del chamán- . ¡Gente por el lado contrario al sol!

Tsuwa miró en dirección al horizonte enrojecido por la cercanía del crepúsculo. —¿Dónde? —preguntó en voz alta.

El guerrero indicó un punto del horizonte en el que se marcaba un grupo de siluetas indistinguibles en detalle. Eran jinetes, pero en la esmirriada longitud de los cuerpos y patas de sus bestias se reconocía que no montaban caballos sino bises. Marchaban despacio, con rumbo paralelo al de la caravana pero en dirección contraria.

—Es un grupo de utchaes —dijo Tsuwa, y tomó de su carcaj una flecha que agitó en alto con la punta hacia arriba. Al instante todos los oficiales en la caravana repitieron el gesto, y en menos de un minuto todos los vehículos se pararon mientras los soldados se unían en parejas para ayudarse unos a otros a encordar sus recios arcos

Hasamnik dirigió el rostro hacia las siluetas en el horizonte a la vez que se tapaba los ojos con ambas manos. —Sí, son utchaides; pocos, entre veinte y veinticinco —dijo—. Todos cabalgan bises, ninguno va a caballo, llevan arcos, jabalinas y sables, menos tres, los más viejos, que no parecen llevar armas. Quizás sean los que vi hace poco como espíritu.

—¿Parecen agresivos?

Hasamnik meneó la cabeza —Ninguno ha desenvainado.

—¿Cómo llevan los arcos? —dijo Tsuwa.

—Encordados, pero no importa. Sus arcos son diferentes a los nuestros.

—Quizás debiéramos atacarlos. No podrían escapar montando bises.

—Tenemos sólo cinco caballos —adujo Hasamnik—. ¿Planeas combatirlos a lomo de xam? Además, no vale la pena.

Tsuwa cambió de postura. —No me gusta que nos estén vigilando.

—Ha sido mala suerte para todos. De seguro les disgusta tanto como a nosotros que nos hayamos cruzado cerca de la Mano de Piedra.

—¿Crees que vienen de ahí?

—Es obvio —el chamán se encogió de hombros—. De los tres más viejos de entre ellos, al menos uno es un hechicero.

—¿Puedes ver algo más, algo que te diga qué estaban haciendo?

—Nada —respondió el anciano retirando las manos de sobre sus ojos—. Maldición —gruñó mientras parpadeaba rápidamente—, no estoy acostumbrado a hacer esto con tanto sol.

—¿Cuán alto es un hombre sobre un bise? —preguntó Tsuwa—. ¿Más alto que la cubierta de una carreta?

Hasamnik miró a Tsuwa con aire de fastidio. —Dicen que los niños tienen derecho a hacer cuantas preguntas quieran, a cambio del respeto que dan a los mayores —rezongó. —Eso dicen...

—En serio —pidió el joven—, respóndeme, tú que has visto bises de cerca.

El chamán se dio la vuelta para apreciar la altura de la carreta mientras suspiraba de tedio. Al cabo de un minuto meneó la cabeza. —No me parece —dijo—. Un bise es un animal de patas largas, cierto, pero no tanto, y de la forma en que se sienta el jinete... no, no llega a la altura de la carreta.

—Entonces debieron habernos visto antes de que nosotros los viéramos a ellos —ponderó Tsuwa cruzando los brazos sobre el pecho—. Pudieron haberse desviado un poco para salir por completo de nuestra vista, o al menos para vernos con el sol a su espalda. Si los vemos, es porque ellos así lo desean.

El chamán levantó la vista en dirección a los utchaides, que en verdad no hacían mucho bulto y podrían haberse escondido fácilmente. —Puede que tengas razón —concedió—. ¿Qué piensas?

—Pues que no podemos decir que sabemos todo lo que tienen o cuántos son —contestó Tsuwa—, ni tampoco a dónde van realmente.

Hasamnik asintió efusivamente. —En efecto —dijo—, pudieran ser más y pudieran tener caballos, en cuyo caso serían un peligro potencial. Discúlpame por tratarte de niño, Tsuwa; es que no puedo pensar como un guerrero.

Tsuwa se encogió de hombros. —No es nada.

—¿Y qué vas a hacer respecto a esos utchaides?

—Ordenaré que esta noche los caballos estén ensillados, los arcos encordados y las corazas sobre los guerreros —. Tsuwa bajó la vista y rascó la crin de su caballo con movimientos obsesos—. Más no podemos hacer, ni menos.

El chamán estiró el cuerpo hacia el guerrero y lo tocó suavemente en el codo. —Los ancestros anunciaron que este viaje iba a ser difícil —dijo—, pero también anunciaron que iba a tener un efecto muy benéfico para nuestro pueblo. Estoy seguro de que tendrá feliz término.

—Eso no... —Tsuwa dudó—; eso no quita que puedan haber algunas muertes antes de ese feliz término. Ah, pero siempre la bosta queda en el suelo —dijo sacudiendo la cabeza—, mientras el caballo y el jinete siguen por el camino—. Tsuwa levantó de nuevo la flecha, esta vez con las plumas arriba. Cuando iba a agitarla, la mano de Hasamnik retuvo su antebrazo.

—¿Cuánto más avanzaremos? —preguntó el chamán.

—Hasta que veamos la Mano de Piedra, supongo —respondió Tsuwa.

—No debemos llegar demasiado cerca. Es malo dormir a su sombra.

—¿Entonces?

Hasamnik soltó el antebrazo del guerrero. —Avancemos un poco más, yo te diré cuánto. Mañana al amanecer andaremos lo que nos falte para alcanzarla, y haremos el sacrificio ante el sol y en el viento de la luz.

Tsuwa miró al anciano por encima del hombro. —¿Y tú quieres hacerme sentir tranquilo? —dijo socarrón.

Hasamnik hizo un mohín cansado. —Cada uno tiene las preocupaciones que le corresponden. Vamos, no nos demoremos.

Tsuwa se giró hacia el oficial más próximo y agitó el extremo de la flecha hacia adelante.

La caravana marchó de nuevo bajo el sol menguado.


Puesto el campamento y avanzada la noche, Tsuwa decidió dar un último recorrido por la caravana, para gastar las energías que le había dado la frescura del anochecer. Caminó de aquí para allá, viendo por animales y hombres por igual, presto a notar cualquier trabajo o disposición aun por hacer o tomar. Al cabo de poco terminó aún más despierto y desasosegado que al inicio, y considerando apropiado no importunar más a los soldados con su estado de ánimo, dio unas últimas órdenes y se encaminó a su carreta. También él debía dormir esa noche, aunque fuera con la última dosis de medicina.

Al acercarse a la carreta descubrió a Kshaqui sentado sobre una piel al amor de una pequeña hoguera de bosta y espinos, la espalda contra una rueda del vehículo: la viva imagen de la paz y el descanso, pensó. Se acercó despacio a la fogata del viejo guerrero y se quedó de pie a un lado de éste, mirando fijamente el fuego. El veterano no dijo palabra; reconcentrado, canturreaba en voz baja. Tsuwa notó que repetía la misma frase una y otra vez, como si estuviera trabado, y reconoció los versos del Cantar del Clan Dawase.

Kshaqui levantó la vista hacia Tsuwa. —Siempre me pierdo después de "Llovió hierro sobre los Dawase, sus escudos se volvieron como espaldas de ave". ¿Qué sigue?

—Dice: "pero cuando llegó la hora del hijo de la vaina, cada Dawase hizo diez viudas y veinte huérfanos".

—Ya - Kshaqui movió la cabeza contrariado—; mi memoria está como mis piernas, falla un paso de cada tres. Así no vale la pena cantar.

Tsuwa puso los brazos a los lados del cuerpo.—¿Puedo sentarme contigo? - dijo respetuoso.

—Puedes. Estarás cómodo; la piel es casi nueva, regalo de una nuera que vale más que el inútil de hijo que di por la muchacha.

Acomodándose el carcaj y la funda del arco, Tsuwa se sentó junto al veterano, quien se corrió un poco para hacerle espacio. Inmóviles, se quedaron disfrutando de la hoguera y el mutuo silencio hasta que el sosiego entró en los ojos de Tsuwa.

—¿Quién es ese chasati? —preguntó Kshaqui de pronto, indicando con la mano a la derecha de Tsuwa.

El joven se dio vuelta rápidamente y reconoció a Uma Azane antes de que éste se marchara con paso apresurado hacia la oscuridad. —¡Ah, ese! —respondió—. Pues un chasati al que tuve que disciplinar porque dañaba las flechas y había encordado el arco por gusto.

—Te miraba de una forma, que si hubiera sido de frente hubieras tenido que ponerle una flecha en cada oreja. ¿Qué pasa con él?

—Estoy reteniendo su carcaj en prenda de que no vuelva a cometer más trastadas hasta el fin del viaje. Es un carcaj valioso, que fue del padre.

—Mal asunto —opinó Kshaqui meneando la cabeza—. Debiste haberlo golpeado con el pomo de la daga en la nariz o algo así; eso lo hubiera hecho temerte y respetarte. Ahora él piensa que eres un cobarde jefe tadjquí que se aprovecha del rango para confiscarle el carcaj de su padre con una excusa tonta.

—¿Eso crees? —se asombró Tsuwa. —Bueno, supongo que ahora no puedo devolvérselo antes del fin del viaje.

—Sería peor. Sólo queda esperar que la juventud no lo lleve a hacer alguna tontería... antes del fin del viaje.

Tsuwa fijó la mirada en el punto donde la noche se había tragado a Uma Azane. —Quizás tú debieras estar al mando, Kshaqui —dijo en voz baja, apenas para sí.

El viejo, no obstante, oyó el casi susurro de Tsuwa. —¿Y pelearme el día entero con Hasamnik? —rezongó—. Ni lo pienses. Los problemas con la tropa se pueden arreglar; los problemas entre jefes, no. Porque Hasamnik es también el jefe, recuerda.

Ambos quedaron callados de nuevo, absortos en la contemplación de la fogata; pero el mutismo de Kshaqui era mucho más elocuente que el de Tsuwa.

—¿Qué es? —preguntó de repente el joven.

—¿Cómo?

—¿Qué me quieres decir? Sé que quieres decirme algo porque escucho a tus tripas pensar.

Kshaqui frunció el ceño. —Bueno, me conoces demasiado —dijo—. Sí, hay algo que me intriga, y creo que tú puedes ayudarme.

—Pues adelante.

El viejo hizo un ademán apocado. —Sabes, tú hablas con los chamanes. Se dicen que ellos te profetizaron cómo vas a morir, te ponen buenos hechizos... y yo pensaba que, entiendes, te habrían dicho el porqué de esta expedición.

Tsuwa asintió. —Sí, me lo han dicho. ¿Realmente te interesa mucho?

—Me interesa. Cuando me pidieron que viniera como tu segundo, estaba a punto de irme con el mayor de mis yernos, el que hace arcos para jefes, y descansar lo que me quedara de vida. Acepté porque podría cabalgar contigo una vez más, pero mis huesos se arrepienten cada noche, y realmente me gustaría darles una razón para este maltrato.

Tsuwa fijó la vista en la puntera de su bota izquierda y comenzó a jugar con un cordón de su cinto. Si en alguien podía confiar, pensó, era en Kshaqui, y el peso del secreto se le hacía demasiado grande al añadirlo a otras inquietudes. —El prisionero está consagrado como Hermano del Lobo —dijo sin más.

Kshaqui dio un respingo—. ¿Cómo dices? ¿He oído bien?

—No lo repetiré —dijo Tsuwa.

—¿Pero están locos? Eso es... —Kshaqui se interrumpió para realizar una rápida sucesión de señas contra los malos espíritus—... una insensatez peligrosísima.

—Es por la guerra. El consejo cree que, como los ansarios y los adyssios han comenzado a permitir en sus ciudades templos a los Malignos, sólo hace falta que hagamos un Sacrificio del Lobo para que los Buenos Dioses se pongan por completo de nuestro lado.

—Pero hasta yo sé lo que puede pasar...

—Cualquier cosa, lo sé; pero se dice que los ansarios han jurado impedir al menos por una generación que los mercaderes de hierro pasen a nuestro territorio, y no lo podemos obtener de los marqueños o los setures, y menos aún de los utchaides. Y sin suficiente hierro, seremos débiles.

Kshaqui comprendió. —Hay que ganar esta guerra y obligar a los ansarios a que dejen pasar el hierro.

—Y ganarla con ventaja —añadió Tsuwa.

El veterano asintió, con el silencio de quien está convencido y sin dudas.

Tsuwa, al ver que Kshaqui no tenía más preguntas, quiso pensar en cosas comunes, y se halló inventariando su equipo, desde el número de cuerdas de arco y anillos de pulgar hasta la cantidad de grasa que tenía para preservar el sable contra la herrumbre dentro de la vaina. Justo contaba en su cabeza cuando sintió a su lado un olor rancio, casi fecal. Se giró hacia Kshaqui, y vio a éste frotándose la cara con una sustancia grasienta que sacaba con una mano de un recipiente en su regazo. —¿Qué haces? —preguntó con asco.

—Me unto sebo con medicinas, o no es que no lo hueles —le respondió Kshaqui—. Es por la sequedad y el polvo, sabes. Mi vieja piel se raja como una bota que fuera de mi abuelo.

—Maldición, preferiría hacerme pedazos a oler así.

—A mi edad uno se preocupa más por los achaques propios que por lo que los demás huelan. Las mujeres ya no me hacen caso de todas formas, y a los hombres los hago tragarse las quejas. ¿Tú qué, te quieres quejar?

Tsuwa meneó la cabeza. —Veré la forma de morir joven, en batalla —dijo mientras escupía con ira—, para no convertirme en un viejo hediondo. ¿Pero desde cuándo usas eso?

—Lo compré antes de salir, pero lo he usado muy poco; es caro.

—¿Tienes al menos seguridad de que funcione? Porque si además de apestoso vas a salir estafado, te juro por lo...

De pronto Kshaqui levantó la mano abierta pidiendo silencio, en tanto su rostro se fruncía de tensión y escucha; un segundo después se incorporó a medias, rodilla en tierra. Tsuwa no le preguntó nada y de inmediato se puso de pie, la vista hacia la noche. Tras hallar sólo sombras inescrutables se volvió de nuevo hacia el viejo, esperando alguna señal. Kshaqui, mientras tanto, había cortado con su cuchillo un retazo de su bufanda y lo ensebaba en el cazo. Después, bajo la mirada atenta de Tsuwa tomó prestamente una flecha, enrolló la tela en su punta y la montó en el arco; por último prendió la saeta en la hoguera e hizo un disparo bajo pero poderoso hacia la oscuridad.

La flecha siseó durante un segundo antes de terminar como una pequeña catarata de chispas dentro de un matorral espinoso. La luz alcanzó a señalar algo que se movía dos codos a la derecha de los arbustos, algo de color sospechoso y tamaño absurdo en la noche del desierto. Kshaqui infló el pecho, y sin soltar el arco rugió: —¡Alarma! ¡Por el oeste!

Y desde el oeste comenzaron a silbar flechas en busca de Kshaqui, las carretas o cualquier cosa, mientras todo el campamento se sacudía entre gritos de alerta. Tsuwa se arrodilló en tanto sacaba el arco con una mano y una flecha con la otra, y buscó volúmenes furtivos que pudieran ser blancos; pero una repentina patada de Kshaqui en su costado lo hizo caer de narices en el suelo. Al instante se recuperó de la sorpresa y trémulo de ira levantó la vista hacia el veterano para maldecirlo. Se quedó con la boca abierta al ver que Kshaqui, sin soltar el arco y extendiendo su capa con los brazos bien abiertos, se había dejado caer de espaldas en la hoguera y pataleaba y manoteaba sobre esta como un loco.

Tsuwa volvió los ojos al desierto, y descubrió las razones de Kshaqui. Sin la luz del fuego para orientarlas las flechas volando en su dirección comenzaron a escasear, y sus propios ojos comenzaron a ver más contrastes en la noche. "Con algo de suerte los descubriremos antes de que nos rodeen", susurró para sí mismo antes de arrastrarse a la penumbra bajo la carreta.

Al pasar por debajo del vehículo Tsuwa notó el nervioso movimiento de las patas de uno de los xam que estaban al otro lado. Pensó que a los animales no les debía gustar nada el sonido de las flechas y las cuerdas de los arcos, en especial de noche; a algunos incluso les recordaría viejas heridas. E inmediatamente después percibió, entre los muchos ruidos del zafarrancho, los mugidos intranquilos de las bestias de tiro, provenientes de muchos puntos de la caravana. Tsuwa razonó que no pasaría mucho tiempo antes de que algún xam asaeteado, intencionalmente o por azar, comenzara una desbandada, y buena parte de los animales terminaran perdidos en el desierto, a merced de los enemigos. Debía desorganizar lo más pronto posible el ataque con un contragolpe directo. Para lo cual necesitaba caballos.

Tsuwa salió de abajo de la carreta, enfundó el arco y echó a correr hacia donde recordaba estaban los caballos, en el tercio final de la caravana. Por el camino se tropezó con un tadjquí con armamento de tuktuna y lo agarró por el hombro. —¡Debemos montar los caballos y encontrar a sus arqueros! —dijo—. ¡Busca otros tres más!

El hombre asintió prestamente. —¿Pero dónde están los caballos, señor?

—¿No ves esa sombra, junto a aquella carreta? —indicó Tsuwa—. Tiene cuatro patas y es muy delgado para ser un xam. ¡Vamos!

—¡Es uno, señor!

—Los demás deben estar detrás de ese. ¡Vamos, dije!

Cuando llegaron al animal, Tsuwa vio con sorpresa que éste estaba solo. —¿Donde están los otros? —se preguntó sorprendido.

El tuktuna se acercó a la argolla en el arnés del xam a la cual estaba atado el caballo, y tras echar una mirada de cerca, le hizo una seña a Tsuwa. Éste se aproximó y observó un pedazo de rienda colgando abandonado junto a la del caballo que quedaba: el cuero estaba cortado a mordiscos. Las marcas eran de dientes menudos y filosos, como de algún animal pequeño.

—¡Malditos utchaides! —gritó Tsuwa, arrancando de un tirón el resto de cuerda—. ¡Los voy a colgar como carne seca!

—¿Qué hacemos, señor?

Tsuwa pensó por unos segundos. —Atiende bien —dijo al cabo—; esto es lo que van a hacer. Van a apagar todas las luces y van a impedir como puedan que los xam se desbanden; átenles las patas entre sí o los testículos a las carretas. Devuelvan los flechazos pero no salgan de las carretas mientras ellos disparen. Y el que vea un caballo, que lo monte—. Como para dar ejemplo, zafó la rienda del animal y se subió de un salto a la grupa.

El tuktuna escuchó las órdenes atentamente. —¿Pero usted que hará, señor? —dijo al ver que Tsuwa hacía dar la vuelta al caballo.

—¡Lo que pueda, soldado, lo que pueda! —gritó Tsuwa, ya al galope.

Tsuwa dio la vuelta a la cola de la caravana y lanzó su caballo por un sendero de polvo entre dos hileras de pedruscos. El animal, pequeño, pero fuerte y vivaz, galopaba afanoso con el cuello recto hacia delante y la cabeza ladeada. Era una montura sabia y bien entrenada; obedecía los talones del jinete tan fielmente como una pluma sigue al viento, y dejaba las manos libres para el arco. Mientras cabalgaba, Tsuwa aguzó la vista lo más que pudo hacia la dirección de donde venían las flechas. Como volvió a descubrir sombras más negras de lo debido en la noche rojiza, guió hacia ellas al caballo con una leve presión de los muslos, a la vez que sacaba una flecha y la colocaba en el arco. Cuando le pareció hallar blanco en un contorno cuyo movimiento se destacaba contra el suelo, se paró sobre los estribos, tensó el arco levantándolo sobre su cabeza y disparó. Vio con satisfacción que la sombra sospechosa quedaba inmóvil. Comenzó a sentirse exultante como en una partida de caza, deliciosamente concentrado en la sensación del arco en sus manos y la placentera rigidez de sus músculos al tensarlo, a la vez que el rítmico golpeteo de los cascos le borraba cualquier pensamiento sobre la caravana y sus compañeros.

Sin detener al caballo ni dejar de escrutar el desierto, Tsuwa sacó otra flecha y la montó en el arco; enseguida volvió a hallar donde ponerla, y otras dos además, pero tras la última sintió el silbido de otros proyectiles volando en su dirección. De inmediato se pegó al lomo del animal y dejó caer la flecha que tenía en una mano mientras con un movimiento fluido y completo de la otra devolvía el arco a la funda. Escuchó lejanamente el sonido sordo de un impacto en el plaquín del pecho del caballo; eso lo decidió a largar a la montura al galope, aunque aún hubo dos flechazos más antes de que los atacantes comenzaran a dispersarse. En segundos Tsuwa estuvo tan cerca que las sombras informes se volvieron inconfundibles siluetas y el sable encontró su mano, feroz y deseosa de matar.

El caballo estaba tan bien entrenado que sin indicación alguna persiguió a la figura más próxima, a la cual Tsuwa lanzó un tajo rápido reforzado por el galope. El enemigo cayó sin hacer ruido, y Tsuwa se dirigió al siguiente, que zigzagueaba locamente mientras blandía algún tipo de arma de asta; fue derribado y pisoteado por el animal. Un tercero murió con tiempo de dar un grito de agonía mientras el acero le abría el torso, el cuarto logró salvarse tras un arbusto espeso y el polvo de la noche; sólo el quinto tuvo oportunidad y presencia de ánimo para enfrentarlo.

Tsuwa vio al enemigo esperándolo inmóvil a menos de diez zancadas de su montura, y por instinto se volvió a hundir tras el cuello del caballo. Su sospecha se vio dolorosamente confirmada por un fulminante ardor en el costado derecho, donde la última costilla llegaba más abajo. Al momento se encontró sin respiración y paralizado, lo cual bastó para que pasara junto a su contrincante sin propinar golpe.

Recuperó tanto el control como el aliento a alguna distancia del enemigo, y haciendo caso omiso del dolor forzó al caballo a detenerse y girar. Al galopar de vuelta contra el adversario un flechazo rebotó en su ancho cinto de placas metálicas, e instantes antes de bajar el sable percibió un sonoro impacto de metal contra su casco; pero el contrario rodó por el suelo como un despojo.

Enseguida Tsuwa detuvo al caballo y se llevó la mano izquierda a la herida. El astil sobresalía casi por entero y estaba suelto. Moverlo le causó dolor, pero resultaba tolerable; tampoco brotaba sangre en exceso. Por tanto, la flecha no estaba hundida en el músculo ni mucho menos en las vísceras. Al parecer la armadura de escamas de cuero endurecido no solo había debilitado el golpe, sino que lo había desviado hacia afuera. Una coraza bien hecha, un disparo pobremente apuntado; con un poco de suerte, la herida no sería sino más que un desgarrón.

Tsuwa envainó el sable y después sostuvo el astil con la mano derecha mientras lo partía con la izquierda. Tras soltar el trozo de flecha que permanecía clavado, ahuecó el arnés y la camisa que llevaba debajo en tanto se contorsionaba para separar su piel de la coraza. Como preveía, la parte delantera de la flecha cayó al suelo por el bajo de la ropa. Fue entonces, cuando el fugaz brillo de la punta se hundió en el polvo y la oscuridad, que Tsuwa tuvo la sensación de que la escaramuza había sido algo fútil, una distracción de algo más importante que ocurría en otra parte. Miró alrededor. Cerca de él no había ruidos ni movimientos, sólo la noche; pero allá donde la caravana ocultaba las estrellas próximas al horizonte, se escuchaban gritos de guerra y muerte. Tsuwa se lanzó al galope, maldiciendo la irreflexión que lo había apartado de donde realmente debía estar. Usualmente él era mucho más sensato en batalla; algo raro estaba ocurriendo, alguna extraña influencia.

Por el camino se le cruzó un caballo desbocado y sin jinete cuya montura y arnés reconoció como tadjquíes. Eso hacía casi imposible que hubiera otros tadjquíes montados; sin embargo, la noche estaba llena de relinchos, cascos y piafares. El enemigo venía a caballo, con ventaja. Tsuwa apretó el paso. A juzgar por el ruido, el combate parecía concentrado en un punto al medio de la caravana, y él venía llegando por la cola. Las siluetas de los combatientes apenas se distinguían sobre la negrura de las carretas, y por tanto decidió mantener el curso hasta casi tocar la caravana y después virar al norte para tener los posibles blancos marcados contra el cielo estrellado. Entrevió una veintena de figuras a pie dispersas en combates singulares. Fijándose más, notó que las que venían del sur se movían con menos presteza y seguridad en el paso; debían ser los tadjquíes contraatacando. Tsuwa pensó en qué lo identificaría como tadjquí en la oscuridad, y recordó su casco adornado con crestas de metal y crines de caballo. Sin dudarlo un segundo, casi al alcanzar a los primeros combatientes tiró al suelo el casquete y maniobró para llegar desde el norte.

Todos los que tenían la espalda hacia el norte se apartaron a la vez de sus contrincantes, como si pensaran que el jinete fuera uno de los suyos y cada uno de ellos esperase que se encargara de su contendiente; ninguno se dio la vuelta. Tsuwa tomó la oportunidad: derribó al más cercano echándole el caballo encima, tajeó a uno en el hombro y aún pudo herir a otro en la cabeza. Los demás se dieron a la fuga mientras un chasati remataba de una cuchillada entre los omóplatos al utchai caído de bruces.

Tsuwa echó una rápida ojeada a los hombres. Cuatro estaban armados como tuktunes y cinco como danmazes. Los últimos llevaban sus arcos a la espalda; pero en la situación presente, la reciedumbre de éstos no se traducía en potencia sino en perjuicio. —¡A ver, los tuktunes —ordenó—, den sus clavas a los danmazes! ¡A mi voz, en línea, tres pasos por aliento, cargarán!

Los guerreros, jadeantes y trémulos, obedecieron con presteza. Sin embargo, en los hombros caídos y en las rodillas rígidas se adivinaba el desánimo del vencido de antemano. Tal desaliento ante un simple ataque nocturno no era posible en guerreros curtidos, pensó Tsuwa; algo más profundo los estaba afectando. Pero aún estaban en la frontera entre el desconcierto y la completa desbandada y se los podía arrear a la batalla, como tantas veces, con la esperanza de que el enemigo se quebrara antes que ellos. Sin otra idea en mente, Tsuwa levantó el sable y gritó —: ¡Marcha!

Y en marcha fueron, con Tsuwa animándolos o fustigándolos según mantuvieran o perdieran paso. En todo momento sentía como si tuviera que empujarlos contra el miedo. La distancia el corazón de la lucha la cubrieron en un tiempo desesperantemente lento para Tsuwa, quien, además de ahuyentar eventuales arqueros utchaes, se dedicaba a engrosar el grupo con guerreros desperdigados, algunos de los cuales tuvo que sacar con amenazas de debajo de los carros. Cuando finalmente llegaron a vista de la pelea gruesa, eran ya veinte o más hombres, la mitad danmazes.

Los jinetes utchaides cabalgaban a lo largo de las carretas del centro, disparando sus arcos y jabalinas a voluntad. Mientras, los de a pie avanzaban desde el desierto hacia los carros irremediablemente y sin estorbo. Los tadjquíes debían estar bien ocultos dentro de las carretas o alrededor de éstas, pero excepto alguna esporádica flecha no se veía resistencia alguna. Tsuwa cruzó el sable sobre la montura y puso una flecha en el arco. —Dos andanadas y después a la carga —dijo en tanto apuntaba cuidadosamente hacia un jinete que venía en dirección de su grupo. Un segundo antes del flechazo el utchai se detuvo y alzó un brazo como si fuera a avisar a su gente; un segundo después se deslizó sobre el cuello de su caballo y de ahí al suelo.

Tras la de Tsuwa diez flechas salieron en vuelo bajo, y varios utchaides de a pie cayeron como si hubieran tropezado con sus tumbas. Tsuwa no pudo contarlos; la luz de las lunas no le permitía distinguir detalles a nivel del suelo. Sin embargo, sí veía las negras figuras de los jinetes nítidamente recortadas en el cielo. Una tras otra disparó ocho flechas, ninguna perdida, en tanto sus hombres atacaban sin mucho ardor pero al menos con firmeza. Pronto volvió a sentir la misma exaltación que lo había llevado a alejarse de la caravana en persecución de los arqueros: ahora lo impulsaba a perseguir a los utchaides uno por uno, hasta matarlos a todos, incluso si se escondían bajo las piedras. Pero Tsuwa también sentía que sus hombres estaban atados a su voluntad, y si él se marchaba cortaría los hilos que los mantenían combatiendo contra los utchais, que ni remotamente se daban a la fuga aún. Logró controlarse y poner fría y calculadamente la novena flecha en la cuerda. No le quedaban más, sin embargo.

Después de ese último disparo, Tsuwa enfundó el arco y empuñó el sable.

Descubrió entonces a un jinete utchai que iba en línea recta hacia una carreta específica, sin atacar ni detenerse. El instinto de Tsuwa le dijo que aquel hombre estaba por hacer algo importante, y se echó al galope en dirección hacia el jinete, ignorando él también a los utchaides de a pie que intentaban escapar de los cascos de su caballo.

Llegó a la carreta poco después que el utchai, quien se había lanzado del lomo de su caballo hacia el pescante. Con un escalofrío, Tsuwa reconoció la carreta por el hedor de putrefacción y heces. El utchai iba a hacer algo relativo al prisionero; matarlo, liberarlo, cualquier otra cosa. Tsuwa detuvo violentamente al caballo, saltó al asiento del conductor y puso un pie bajo la cubierta de cuero.

Dentro, el utchai se agitaba en medio de resoplidos de esfuerzo, las espaldas hacia Tsuwa. Su figura era un contorno negro e indefinido. Tsuwa hundió el sable vigorosamente en el centro de la sombra, y un alarido agónico removió la hoja. El tadjquí afirmó la muñeca mientras retorcía el sable con ferocidad, hasta que el otro cayó, arrastrando el arma con su peso.

Y algo pardo, violento, hediondo, salió de la oscuridad, empujó a Tsuwa, lo levantó y lo lanzó al suelo fuera de la carreta, donde el guerrero quedó tendido de espaldas, paralizado por la conmoción.

Un instante después Tsuwa, consciente pero aturdido, se apoyó en un codo y vio, como en sueños, lo que podría ser un hombre agazapado cual un animal, con las manos en el suelo y la cabeza hacia abajo, olisqueando el polvo. El hombre giró la cabeza hacia atrás, y Tsuwa vio el blanco de sus dientes y el rojo de sus pupilas, a la vez que escuchaba un gruñido grave, de pecho más hondo que ancho. Presa del pánico, el tadjquí agitó ante sí el sable mientras recogía las piernas frenéticamente.

El hombre, o lo que fuese, ignoró a Tsuwa y se echó a correr hacia el desierto, a veces a cuatro patas, a veces encorvado y dando saltos prodigiosos.

Tsuwa se puso de rodillas, sofocado, y miró al prisionero alejarse. ¿Cómo un hombre cargado de armas podría alcanzar a uno desnudo que saltaba como un animal? Todo estaba perdido.

Sin pensarlo dos veces Tsuwa se puso en pie y corrió enérgicamente hacia el prisionero, consumiendo todo su aliento restante en una explosión de esfuerzo que lo puso en unos segundos a la espalda del hombre; no necesitaba más, ni podía. Consiguió lanzar una cuchillada hacia los riñones del fugitivo justo antes de caer revuelto al suelo, extenuado y medio inconsciente por la falta de aire. Quedó bocabajo, dolorido y lacerado por las piedras, jadeando polvo.

Lo primero que escuchó después de recuperar el aliento fueron los quejidos del hombre, trabajosos, como si intentara ponerse en pie. Tsuwa se acodó prestamente, puso una rodilla debajo del cuerpo y se levantó como un resorte, justo a tiempo para ver al prisionero dar su segundo paso. Como aún estaba un poco inclinado, se lanzó hacia delante y derribó al fugitivo con el peso de su cuerpo: el otro quedó debajo de él, una sombra sin detalles entre sus piernas.

Tsuwa se irguió por completo y dio la vuelta al sable, para empuñarlo a la inversa y acuchillar apuntando a las extremidades inferiores.

Pero de pronto, justo cuando iba a descargar el sablazo, sintió un golpe quemante y ensordecedor en el centro del pecho. Inmediatamente su vientre, piernas y articulaciones se ablandaron, mientras la zona alrededor de su esternón se ponía tirante y vibraba. Sin embargo, esas sensaciones duraron poco, pues enseguida Tsuwa no percibió otra cosa que un dolor lacerante y maldito desplomándose sobre su corazón. Ni siquiera notó cómo caía de hinojos, mal apoyado en el sable y la mano izquierda; mucho menos fue consciente de cómo el prisionero se alejaba a gran velocidad.

Desesperado, bajó la mirada hacia el vórtice de sufrimiento que retorcía su pecho. El último tercio de una flecha brotaba de él cual una espina de un insecto muerto. Con una absurda atención por el detalle, recorrió con la vista el astil y descubrió mucha sangre en el extremo y en lo que quedaba de las plumas. Éstas parecían maltratadas, como si las hubieran aplastado o estirado antes del disparo, y estaban empapadas en sangre. Entonces todo se vació de pensamiento y percepciones, excepto la cruz de dolor, y Tsuwa se hundió en un abandono total. Sabía una sola cosa: estaba muriendo.

Mas un calor suave y calmo comenzó a crecer a partir de un punto justo bajo su cuello. Era como una especie de alegría, una fuerza, y a la vez una promesa. Le urgía, como si tuviera voluntad propia, a librarse de la flecha, única cosa que lo apartaba de la vida.

Tsuwa soltó el sable, llevó su mano derecha al astil de la flecha y comenzó a tirar. No tenía idea de dónde sacaba las energías para hacerlo, pero podía y debía. Pero no así, no lo estaba haciendo bien; sintió cómo la extraña fuerza lo disuadía de tirar de la flecha y lo convencía de empujarla hacia dentro. Después, distante como en un sueño, percibió el deslizamiento de la madera contra la carne y el hueso hasta que el cabo de la saeta desapareció de su vista. Cuidadosamente, se llevó una mano a la espalda y comenzó a tirar del astil, ahora con pleno convencimiento. Todo el tiempo se sintió como la propia muerte arrastrándose dentro de él, pero cuando la flecha salió por completo fue como si los dioses le hubiesen perdonado todas sus faltas de una vez.

Tsuwa puso el cuerpo recto y la vista al frente, exultando de triunfo. Se dio cuenta que ya no tenía la coraza; no recordaba habérsela quitado, pero eso carecía de importancia ahora que la herida se percibía apenas como un sordo latido. Aún estaba de rodillas, pero se sentía capaz de erguirse otra vez en poco tiempo. En ese instante descubrió un cambio extraordinario en el mundo a su alrededor.

Las personas y los animales resplandecían como dibujados a fuego sobre el resto de las cosas, en tanto las plantas se destacaban por un brillo pálido y difuso contra el suelo y las piedras. Le resultó particularmente pasmoso a Tsuwa ver a los xams centelleando a través de las carretas, y que éstas a su vez no fueran sino sombras informes y vacías excepto por las luminosas siluetas humanas flotando en su interior. A cada instante, su visión del contraste entre oscuridad muerta y luces vivas se hacía más definida. Pronto comenzó a discernir sobre el campo jirones retorcidos de luz débil y raída, flameando de un lado a otro como rayos de una tormenta lejana. Eran rápidos y huidizos, pero Tsuwa halló que al concentrarse en seguir con la vista alguno de los fulgores, éste se le hacía lento y definido mientras en los bordes de su visión todo lo demás se volvía estático, como si sus ojos aprendieran a moverse a la relampagueante velocidad de las manchas de luz. Y al fijarse en una en particular pudo descubrir sus contornos vagamente humanos, las manos largas y garrudas, la boca negra estirada como un tajo a lo largo del cuerpo.

Tsuwa gritó con todas sus fuerzas. Al hacerlo, la causa, efecto y esencia de su alarido era un horror que sumaba en un instante todos los miedos de su vida: la primera oscuridad, la primera gran riada, la visión del primer lobo, las fiebres casi mortales de la niñez, el primer invierno interminable, la primera batalla, la primera y la peor de sus heridas, la única derrota; por suerte, sólo durante un instante sintió todo eso.

Inmediatamente después sintió paz.

Y escuchó un gemido doliente a sus espaldas.

Se dio la vuelta.

Ante él estaba arrodillado un joven tadjquí con cinturón e insignias de oficial tuktuna. Como no llevaba casco, podía ver bien su rostro ancho y de nobles rasgos, crispado de agonía y cubierto de gruesas gotas de sudor que bajaban en cascada por sobre sus pobladas cejas. Tsuwa se sintió conmocionado por el evidente dolor del guerrero. Extendió las manos para sostenerlo, y al hacerlo vio una flecha clavada en su pecho. El otro también pareció descubrir la flecha en ese momento; sus ojos se prendieron del astil por unos segundos y después los cerró como quien se abandona al sueño. Desesperado, Tsuwa le puso una mano bajo el brazo y otra sobre el pecho para darle ánimos.

El joven oficial pareció reaccionar: abrió los ojos y puso su mano derecha sobre el astil. Tsuwa vio con alegría cómo intentaba tirar de la flecha para sacársela. Pero extraerla por delante podría resultar en mayor desgarro, o peor aun, en que la punta se quedara dentro. La flecha era utchaide, y seguramente tendría una punta ancha y serrada, pensada para causar mayor daño a los animales heridos que intentasen removerla. Además, a juzgar por la porción que sobresalía, el hierro debía estar más cerca de la espalda que del pecho. Tsuwa detuvo los esfuerzos del herido con una mano y con la otra comenzó a zafarle los broches de la coraza.

Cuando hubo soltado todos los prendedores, Tsuwa empezó a empujar la flecha hacia adentro con cuidado y firmeza para no atormentar al guerrero arrodillado, quien no sólo soportó el creciente dolor sin una queja sino que hacía fuerza él mismo por enterrarse la flecha. Comprendió que el herido se agotaba intentando hundirse la flecha porque no se percataba de la presencia de otro ni de la ayuda recibida. Eran increíbles las reacciones de algunas personas ante una herida mortal, pensó Tsuwa, y el coraje que podían mostrar, pero ni siquiera esa presencia de ánimo hubiera salvado a ese oficial si hubiera estado solo.

Al percibir que la punta y un tramo de astil habían salido ya por la espalda, Tsuwa abrió hacia un lado la parte posterior de la coraza y buscó el extremo sobresaliente de la saeta. Lo tomó cautelosamente y comenzó a tirar despacio. El guerrero seguía mostrando una entereza increíble, como si apenas sufriera, y Tsuwa, en cambio, creía sentir el deslizamiento de la madera y el metal dentro de sí. Finalmente, la flecha salió íntegra del herido, que de inmediato se reanimó y tomó una postura más viva. Tsuwa dio la vuelta para ponerse frente a él; tenía una expresión de inmenso alivio.

A Tsuwa le daba la impresión de que si se mantenía junto a él, el joven guerrero no sólo no moriría por la terrible herida, sino que se recuperaría muy bien y pronto. Pero algo más pasaba, lo sentía con una percepción vaga aunque inequívoca; algo en el campo de batalla a sus espaldas, y él debía enfrentarlo.

Tras darse vuelta, Tsuwa descubrió que las figuras de luz hacían círculos carroñeros sobre la caravana, y en cada retorno se lanzaban en picado sobre algún guerrero tadjquí o chasati, con las garras por delante y las oscuras bocas ondulando como serpientes. Cuando las imágenes de pesadilla atravesaban a un guerrero, le quitaban resplandor y salían ellas más brillantes por el otro lado; siempre dejaban al hombre tembloroso, tambaleante, a las claras acobardado y débil. Y lo hacían sin parar, a una velocidad de locura, en un frenesí de fieras hambrientas. Tsuwa comprendió la falta de ánimo de sus soldados, por qué le había costado tanto conminarlos a pelear y por qué a cada momento parecían a punto de rendirse. Las luces eran los espíritus del desierto.

Tsuwa se llenó de una ira incontrolable, de un deseo irracional de matar enemigos con sus propias manos, y sin pensar más se lanzó cual una flecha contra los aborrecibles espectros, directamente hasta la altura en que éstos volaban. Al instante alcanzó a uno y alargó su mano derecha sobre él para aferrarlo e impedirle escaparse. El espíritu se retorció sobre sí mismo como una lombriz y miró a Tsuwa a la cara; al hacerlo, los agujeros de sus ojos se agrandaron y la boca disminuyó de tamaño hasta volverse redonda. Tsuwa golpeó con la mano abierta el rostro espectral, que se deshizo en jirones como un trapo podrido, haciéndolo sentirse aun más furioso por la facilidad con que se desmenuzaba.

Entonces todos los espíritus detuvieron su vuelo y miraron en dirección a Tsuwa. Éste podía sentir fijos en él todos los ojos dilatados por el terror; terror, porque sabían que iba a destruirlos a todos, tal como ahora deshacía en partículas al maldito que acaba de atrapar. Tsuwa fue a por ellos aullando de rabia. Persiguió, capturó y destruyó a los espíritus, deseoso de atraparlos a todos, temeroso de que se acabaran, a la vez satisfecho y sediento con cada uno que aniquilaba.


Ilustración: Duende

Los espectros del desierto comenzaron a volar baja y rastreramente, con los ojos como de perros cuando piden perdón. Manteniéndose a una distancia prudencial, le hablaron a Tsuwa; le decían que él era terrible y que le temían, que él era el más fuerte y nadie podría jamás vencerle. Por eso debía ser su líder, decían, e ir al frente de ellos cuando volaban aullantes de un extremo a otro del desierto o más allá. Debía guiarlos a los espacios donde los vivos moraban en grandes números y conducirlos contra los otros espíritus, a quienes de seguro derrotaría, para así estar por siempre fortalecidos y satisfechos con el miedo de los seres humanos. Le ofrecían juntar a la libertad eterna de la prisión que era la carne mortal el placer indescriptible de torturar a los cautivos de ésta.

Tsuwa se rió de los espíritus del desierto, que se alejaron atemorizados, en pánico. Los llamó sabandijas inmundas y débiles, hijos de la violación de un ave carroñera por una serpiente necrófaga; hizo burla de su apariencia deshecha y ruinosa, de la facilidad con que podían ser desintegrados; ridiculizó sus delirios de conquista y sus ansias miserables; dijo que en vida debían haber sido esclavos encargados de las letrinas o cocineras de un ejército mercenario. Y volvió a volar contra ellos, contento porque era tan veloz que ninguno se le escapaba cuando iba de los restos de uno a la caza del otro, como un lobo suelto entre crías de ratones.

Cuando se detuvo fue porque ya no quedaba ninguno.

Tsuwa reinó sobre el horizonte nocturno, de un lado a otro, buscando quien retara su preeminencia; nada ni nadie. Era señor de cuanto alcanzaba, como debía ser. Disfrutó entonces por un rato del vértigo de sí mismo, de volar sin freno ni cansancio, adelantando y cruzando a las mismas ráfagas de viento una y otra vez. Pero todo aquello era un silencio frío y muerto. Tsuwa necesitó de repente calor, compañía, propósito.

Sintió entonces una urgencia ineludible de volar al norte; allá esperaba todo cuanto le hacía falta. Mas ese apremio no era el único. Quería antes terminar algo, cumplir. Qué, realmente no sabía.

Tsuwa miró a su alrededor.

A lo lejos, una sarta de perlas se estiraba contra el horizonte del oeste, y de pronto la prisa por estar allí de inmediato agobió a Tsuwa. Voló allá tan rápidamente que no sintió el tránsito.

Llegar a la sarta de luces fue un ardor de reconocimiento inefable: Tsuwa fue de un extremo a otro, identificando y encontrando. Percibía mucho de él en las luces, y mucho de las luces en él, sobre todo una tarea, una necesidad, un propósito. Él debía cuidar de esos fulgores extraviados en la noche del desierto, pues los sentía débiles, vulnerables, sin guía; supo también que esas luces lo llevarían al lugar del calor y eterna compañía. Las necesitaba, lo necesitaban, lo completaban, las completaba. Las llevaría a donde debían llevarlo, y pobre de quien se atravesara en su camino.

Tsuwa anidó en la caravana, resplandeciente y tranquilo.


Kshaqui estaba sentado con la cabeza y el torso de Tsuwa tendidos sobre su regazo. Pero no miraba el cadáver, ni lo tocaban sus manos; observaba el horizonte con ojos vacíos, echado hacia atrás, los brazos apoyados en el suelo a sus espaldas. No parecía importarle que el sol de la mañana cayera sobre él con toda su fuerza.

Hasamnik se aproximó hasta dos pasos de distancia de ambos. —Debes dejarme atender su cuerpo —pidió.

Kshaqui volvió el marchito rostro hacia el chamán. —Somos un par de viejos, tú y yo —dijo—. Un par de viejos malolientes, como él decía. Y estamos vivos.

—Nadie muere para siempre. Especialmente si muere en batalla.

—Pues Tsuwa ya no tendrá más batallas. Y estoy seguro que él hubiera querido estar en muchas más después de ésta.

Hasamnik dio los dos pasos que faltaban hasta el cuerpo de Tsuwa y se arrodilló trabajosamente. —Aún tiene la flecha en la mano —descubrió.

—Tuvo la presencia de ánimo necesaria para sacársela —dijo Kshaqui—. Valiente hasta la muerte.

—Es una flecha utchaide. Mira —señaló Hasamnik—; es de astil fino y cabeza ancha, y las plumas no son de avezul.

Kshaqui miró al chamán con un repunte de ira en los párpados semicerrados. —¿Qué quieres decir, que es una flecha utchai? ¡Por supuesto que es una flecha utchai!

Hasamnik meneó la cabeza. —No entiendes. Tsuwa sólo podía morir por una flecha usada, una flecha que ya hubiese matado. Así fue predicho.

—¿Entonces? Alguien sacó la flecha de un muerto, la puso en su arco y mató a Tsuwa. ¿Qué hay con eso?

—¿Cuántas flechas se dispararon en esta batalla? —preguntó Hasamnik—. ¡Qué digo batalla, escaramuza!

Kshaqui se encogió de hombros. —No sé; pocas. A mí me quedaron dos en el carcaj.

—Es muy improbable que alguien hubiese disparado tantas flechas como para necesitar una clavada en un cuerpo muerto —razonó Hasamnik—. Además, las flechas utchaes deberían estar clavadas en cuerpos tadjquíes. ¿En algún momento los arqueros utchaes de a pie llegaron tan cerca como para tocar a nuestros muertos?

—No lo creo —opinó Kshaqui—. Sólo en la carreta del prisionero, y allí no habían muertos por flecha.

El chamán hundió la barbilla en el pecho, absorto. Kshaqui lo miró sin atreverse a interrumpir sus pensamientos.

Al cabo de unos minutos Hasamnik levantó la vista. —Ve con los demás, Kshaqui —dijo—. Corta buenos espinos, de tronco grueso, que mantengan bien el fuego. Aunque tengamos que dejar este maldito lugar pelado en una jornada de camino a la redonda, reuniremos suficiente para la pira que merecen Tsuwa y los que murieron anoche.

Kshaqui colocó suavemente el torso del joven guerrero en el suelo, se echó a un lado y se puso en pie. Antes de marcharse dio una última mirada al cadáver, en silencio. Su expresión no decía nada; si algo sentía, estaba enterrado bajo años de dolor y arrugas.

Cuando el veterano se perdió de vista el chamán extendió una mano sobre el rostro de Tsuwa y murmuró un cántico lento y repetitivo durante unos minutos. Al terminar, se inclinó sobre el cuerpo para tomar la flecha por un extremo y tiró de ella. El astil y la punta salieron dificultosamente de la semicerrada mano de Tsuwa. Hasamnik tomó la punta, se la llevó a la boca y lamió con tanta fuerza que su lengua hizo sangre; el chamán saboreó durante unos segundos la mezcla de sangre fresca con seca.

Después de incorporarse con la flecha en la mano Hasamnik caminó hacia la hilera de carros, cruzó entre dos de ellos y fue hacia un grupo de hombres ajetreados en una cadena que pasaba fardos de un vehículo al otro. Se acercó al que estaba en un extremo de la fila, de espaldas a él. —Tú —dijo—; sígueme.

El hombre, un joven chasati, se dio la vuelta. El chamán ya le daba la espalda, alejándose perpendicularmente a la hilera de carretas. El chasati dudó por unos instantes, pero al cabo siguió al anciano, con talante sereno y arrogante.

Hasamnik se detuvo cuando ya las voces de la caravana eran un murmullo indistinguible. Al darse la vuelta, el chasati estaba detrás de él, firme.

—Tú eres Uma Azane —afirmó Hasamnik.

El joven chasati asintió.

—Tú no tenías flechas —continuó el chamán—. Tsuwa te quitó el carcaj.

Azane mostró un ligero temblor de manos, mas siguió en silencio.

—En la escaramuza de anoche, tú eras el único sin flechas. Por eso tomaste una flecha del cuerpo de un herido. Esta flecha—. Hasamnik levantó la saeta utchai que había matado a Tsuwa.

—Con todo el respeto —dijo el chasati—, no sé de qué me hablas, chamán.

—Tsuwa sólo podía morir por una flecha que ya hubiera matado el mismo día. Y por la forma en que se desarrolló todo anoche, no creo que ningún utchaide haya tenido necesidad u oportunidad de sacar una flecha de un tadjquí muerto.

—Todavía no entiendo, chamán, de qué me hablas —. Azane se encogió de hombros con desgana.

Hasamnik levantó ante sí las manos con los dedos entrelazados de una forma indescriptible. Al instante Azane tuvo un vahído, se puso una mano sobre la boca del estómago y comenzó a tambalearse.

—Ato tu espíritu a tu carne —dijo el chamán con voz profunda y resonante—. Tu espíritu quedará prisionero de tu cuerpo cuando mueras, y junto a él se corromperá y desaparecerá.

Azane cayó de rodillas ante Hasamnik y comenzó a vomitar entre espasmos y temblores. El chamán siguió impertérrito su letanía—: Tu espíritu no volará sobre las llanuras, no retornará a las hogueras, no entrará al sitio reservado, no recibirá leche en los días sagrados, no asistirá a los jóvenes pastores, no ayudará a los cazadores, no cuidará de los guerreros, no aconsejará a los ancianos. Tu espíritu se secará en el polvo, se hundirá en la tierra, se pondrá negro, será comido por las bestias, será padre de los gusanos que parirá tu cuerpo.

El chasati se derrumbó en el suelo sobre el costado derecho, desmadejado y convulso como un animal agonizante. De sus labios resecos una pregunta pugnaba por salir entre una arqueada y otra.

—Tsuwa murió sobre las huellas del prisionero y con el sable empuñado —dijo el chamán, inclinándose junto al chasati—; no me cabe duda que lo hubiera atrapado si tú no lo hubieras asesinado a él antes.

Azane dejó de sacudirse y quedó laxo, con los ojos vidriosos y perdidos, boqueando regularmente por un hálito desesperado de aire polvoriento.

—Sólo podía hacer esto dos veces en mi vida —continuó Hasamnik—, y esta fue la tercera. Pero no me lamentaré por el precio que tenga que pagar. Tsuwa lo valía. Ah, cuánto valía ese muchacho. Vamos —dijo levantando de la cintura arriba a Azane, quien había comenzado a toser intensamente, y apoyándolo contra su pierna—; no debes morir ahora, ahogado o algo así: tienes toda una vida de miedo a la muerte por delante.

El joven logró detener el acceso de tos. —Un carcaj por cinco flechas —dijo con mucho trabajo—, y un espíritu muerto por un cuerpo muerto... esa es la justicia de tadjquíes a chasatis.

Hasamnik tomó la cabeza de Azane, que caía floja sobre su muslo, y lo forzó a mirarlo a los ojos. —Si a eso se reduce todo para ti, piensa por qué los tadjquíes, como tú dices, imponen su ley a los chasatis —dijo—. Piensa que mientras Tsuwa murió cumpliendo con su deber, tú lo mataste por una rencilla personal. Te dejo a tu estupidez.

Hasamnik se apartó de Azane sin cuidarse de acomodarlo, y el joven cayó sobre la espalda, con un quejido profundo y seco. Mientras el chamán se ponía de pie y se marchaba, la cabeza de Azane se fue de lado, y el chasati quedó inmóvil, mirando el desierto, rojo hasta donde llegaba la vista y más allá.



Alguien capaz de desmenuzar los espíritus como si fuesen polvo; alguien capaz de reinar sobre los espectros; alguien capaz de morir para que se cumpla una profecía...

Juan Pablo Noroña, tal vez la más firme promesa de la literatura fantástica cubana, se ha mostrado capaz, en este caso, de incursionar en zonas poco exploradas por él en los anteriores trabajos que se le publicaron en Axxón. Es una buena ocasión, por lo tanto, para comparar. Sus cuentos en Axxón: "Hielo" (136), "Invitación" (140), "Obra maestra" (142), "Todos los boutros versus todos los hedren" (144), "Brecha en el mercado" (147), "Proyecto chancha bonita" (148), "Quimera" (149), "Náufragos" (152), "Hogueras" (153), "Pareja (155), "Shift" (157), "Los soñadores de Kaliria" (159), "Cepas" (159) y "El sexo de los ángeles" (160).


Axxón 162 - mayo de 2006
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Fantasía: Cuba: Cubano).