FICCION BREVE (veintiocho)

Varios

La vigésimoctava entrega de Ficción Breve debería hacer honor a su nombre (en el lenguaje de los pasadores de juego clandestino el veintiocho es "las estrellas" o "las tetas" ), pero no lo hace. Es decir, presentamos nueve relatos de la más variada catadura y pelaje, pero casi no hay estrellas, y las tetas no se ven, porque han sido pudorosamente cubiertas con blusas y camisas... ¿Qué hay? Hay realidad virtual, un poco de materia oscura, ratones mutantes, viajes en el tiempo, alteraciones del continuo, frikis por partida doble, planetas presa de la angustia, objetos animados, entre otras cosas y cosos. Esperemos, por lo tanto, que la lectura de estos cuentos les resulte grata y que alguna que otra decepción no los induzca a plantarnos una demanda por incumplimiento de los deberes del seleccionador.

HOMBRE CON OSCURIDAD

Juan Pablo Noroña - Cuba


"Cuenta hasta tres", le dijo alguno de ellos, y por alguna razón la frase le hizo reír. La súbita risa hizo que se olvidara de dónde estaba y de lo fría y dura que se sentía la plancha en su espalda.

Tras la carcajada, vio con el rabillo del ojo cómo uno de los hombres, el de la chaqueta de técnico, levantaba un medidor Lauss, y eso lo puso sobre aviso. Ya venía. La certidumbre le trajo de vuelta toda la tensión disipada por la risa.

Sintió primero el empuje, sutil pero cierto, de inicio en la espalda y después en el interior de su propio cuerpo, avanzando por sus tejidos cual una ola de frente plano. Era la misma sensación de hundirse en agua, si él se estuviera quieto y el agua subiera de nivel lentamente y también dentro de él. Como por una esponja abandonada en el fondo de una bañera.

Cuando la ola abandonó su cuerpo, llegó la náusea. Temblor en las entrañas, cabeza nublada, músculos engarrotados haciendo crujir los huesos, sentidos que perciben lo indecible, sequedad, calambres, escupir sangre. Finalmente, encogerse en el suelo entre espasmos y estremecimientos.

Después, con la conciencia, escuchó cómo los hombres hablaban de pie, cerca de él.

—¿Siempre es exactamente así?

—Depende de la potencia de las velas.

—Debe estar relacionado con la ecuación de onda de la materia de la tela, entonces.

El tipo más alto de los tres se acuclilló junto a Torge. —¿Cuáles son los síntomas clínicos? —inquirió.

Respondió el que llevaba el Lauss. —Deshidratación, alteraciones en los tejidos epitelial y nervioso, pérdida masiva de oligoelementos, acidulación de sangre y linfa, daño sinovial...

El tercero, un anciano asiático, levantó la mano. —Ya tenemos la idea —dijo—. Literalmente lo baten y secan por dentro.

—¿Y no es histeria? —preguntó el más próximo—. Quizá cuando sabe que la vela va a pasar por dónde él está, tiene una reacción psicosomática.

—Para nada —negó el segundo—. Las manifestaciones coinciden al instante con el paso de la vela por esta parte de la nave, y él no tenía forma de saber el momento en que sueltan las pinzas. Me informan además que lo han puesto en todos los lugares de la nave, y en ninguno se salva.

—Pobre diablo —comentó el tipo alto—. ¿Por qué no se consiguió otro trabajo?

Torge sintió la necesidad de recuperar su dignidad diciendo algo. —Tengo... muchas deudas.

Dos de los hombres asintieron comprensivos.

Con el esfuerzo de hablar la lengua de Torge recobró la sensibilidad, y el sabor metálico de la sangre mezclada con bilis le dio deseos de vomitar. Para evitar un posible ahogo se puso boca abajo y apoyado en los codos levantó a medias el tronco.

El tipo le puso la mano en el hombro. —¿Necesitas algo?

—Agua con sal y azúcar —contestó Torge—. Tengo una botella en mi bolsa, allí.

Larguirucho se levantó y fue a buscar la mochila. Mientras, el de la chaqueta ocupó su lugar.

—¿Entonces, usted alega ser sensible a la materia oscura? —preguntó.

—Yo no alego nada —masculló Torge—. Sólo digo lo que usted vio. Cuando recogen el velamen y atraviesa la nave por donde yo estoy, me enferma como un perro.

—Es lo mismo —dijo el técnico—. ¿Desde cuándo le pasa?

—Desde que empecé a trabajar en naves con velas de materia oscura. Antes estaba en lanzaderas a reacción.

—¿Y siempre fue tan fuerte? ¿Desde la primera vez?

—Así. —Torge intentó sentarse; mientras Chaqueta de Técnico lo ayudaba, volvió el alto con la botella en una mano y la mochila en la otra.

Torge bebió ansiosamente. Sólo después de terminar el agua notó que el anciano asiático se había acercado.

—¿Comprende usted las consecuencias del hecho de que su cuerpo sea capaz de interactuar con la materia oscura? —preguntó el viejo.

—Soy un bicho raro de toda la vida —respondió Torge—. Ahora lo soy más.

Chino Viejo sonrió. —No es lo único. ¿Tiene una idea de cuánto cuesta una pinza Lauss, o un detector, o cualquier tecnología relacionada con la materia oscura?

Torge hizo una mueca. —Más que yo, seguro.

—Entonces tiene una idea de cuánto se gana en ese negocio —dijo el técnico.

—Y de la importancia estratégica de controlarlo —calzó el alto—. Las implicaciones...

—Es suficiente —cortó el anciano—. Lo importante es que entienda su posición en esto, señor Torge.

Torge bajó la mirada. Ahora él era, de alguna manera, caro y estratégico.

—Cualquier firma especializada podría, si se hiciese de su persona, o aún de una ínfima parte, aislar el gen que lo hace capaz de interactuar con la elusiva materia oscura —explicó el asiático—. Podría, con ese gen, crear bioherramientas. Toda una nueva tecnología, con el reajuste económico, político y social anexo. Y no estamos interesados en un reajuste.

—Eso sin mencionar el hecho de que su mera existencia implica que la humanidad ha evolucionado hacia la mejor manera de controlar la materia oscura —continuó Chaqueta—. Apenas unas décadas después de haber comenzado a utilizarla, además. Sería el mejor argumento a favor del principio antrópico que haya existido jamás. Casi puedo imaginar el renacimiento religioso, los mesías, los disturbios...

El hombre en el suelo se hundió sobre sí mismo.

Los tres hombres de pie se apartaron hasta la otra pared del compartimiento. El alto sacó un arma.

—¡Desapareceré! —mugió Torge—. ¡Me iré a un planeta perdido y nadie sabrá nada!

—Demasiado tarde —negó Chino Viejo—. Si la información tuvo tiempo de llegar a nosotros a través de los canales burocráticos de la compañía, tuvo tiempo de llegar a otros intereses. Es un milagro que hayamos podido controlar esto a tiempo.

Torge se llevó las manos a la cabeza. —¡Es una alucinación! —gritó—. A veces me da. ¡Esas malditas velas me van volver loco!

Larguirucho tuvo una sonrisa comprensiva. —Cuenten hasta tres —dijo, y apuntó—. A la una...


Mientras preparamos la saliva y los jugos gástricos para algo que Noroña nos está preparando especialmente (¿falta mucho, hermano?), va un tentempié o piscolabis. Los cuentos de Noroña en Axxón: "Hielo" (136), "Invitación" (140), "Obra maestra" (142), "Todos los boutros versus todos los hedren" (144), "Brecha en el mercado" (147), "Proyecto chancha bonita" (148), "Quimera" (149), "Náufragos" (152), "Hogueras" (153), "Pareja (155), "Shift" (157), "Los soñadores de Kaliria" (159), "Cepas" (159), "El sexo de los ángeles" (160), "De pie para el himno" (161) y "Príncipe de los espíritus" (162).


FUTURO IMPERFECTO

Iván Olmedo - España


Kerin llevaba más de un cuarto de hora esperando ante el escaparate de la tienda. Había salido con antelación del bloque de colmenas donde vivía, con un trozo de manzana todavía a medio masticar en la boca, mientras acoplaba entre sus cejas el paquete comprimido de lecciones del día. No se puede perder el tiempo. Aunque, cuando llegó, la tienda estaba cerrada. Era lunes y al chico que trabajaba allí quizás se le hubieran pegado las sábanas. Por fin lo vio aparecer, doblando la esquina, sólo seis o siete minutos tarde. El chico, flaco y lleno de granos, vestido con una camiseta chillona, no llevaba colocado ningún paquete de estudios. Mientras guardaba su monopatín en el cajón que había a la entrada, el ansia de Kerin pareció crecer, en vez de diluirse. Entró como un vendaval y comenzó a recorrer las estanterías, agitado. Sólo dedicó unos segundos a recorrer con la vista las secciones de deuvedés, tresdés y hologramas, y llegó al papel. Cogió el "Diez Parsecs", el "TeleInvasión", un "Invasores del Hipotálamo", dos "Captain Steamchunk" atrasados y un ejemplar de una vieja publicación llamada "Aparatex". Un buen puñado de tebeos y revistas con los que se dirigió al mostrador. El dependiente, en vez de cobrar inmediatamente el material, miró a Kerin unos segundos.

—Oye, chaval... ¿has visto lo que tengo aquí? —dirigió sus ojos hacia la puerta, comprobando que aún estaban solos en la tienda—. Seguro que no conoces esto...

Sacó de debajo del mostrador una bolsa opaca metalizada y de ella extrajo una revista delgada de rebordes rojos, con muchos colores en la portada. "Hola,la!", rezaba la cabecera. En la fotografía podía verse a una mujer enjoyada a la antigua que sostenía en brazos a un recién nacido. Tras ella, un tipo con nariz de boxeador, vestido con una camisa floreada, sonreía forzadamente a la cámara. En grandes letras se leía "¡EXCLUSIVA!". Kerin dio un respingo y se quedó unos instantes fascinado y repelido a un tiempo ante la chocante imagen. Era una de esas revistas que llamaban "rosas", prohibidas para su distribución comercial desde hacía años. Tímidamente negó con la cabeza y dejó sus compras sobre el mostrador. Se había puesto rojo.

Cuando al fin salió a la calle con su bolsa repleta, sopesó unos minutos si denunciar a aquel... aquel... provocador. Sabía dónde guardaban sus padres archivado el número de emergencia del Ministerio. Pero su corazón dictó rápida sentencia; no podía permitir que cerrasen su tienda favorita. Ansió llegar a casa para disfrutar de sus tesoros, así que apretó el paso. Y sólo se relajó cuando, con un cacao instantáneo ardiente entre las manos, se concentró en la lectura y se olvidó por completo del chico de la librería y su camiseta, que rezaba: "Día del Orgullo Friki. 25 de mayo de 2.126". Algo que le había parecido, entonces, harto sospechoso.


Iván Olmedo, autor y responsable de un espacio llamado "Blogdemlo" en el que se dedica a comentar todo aquello sobre lo que nadie le ha pedido opinión, dar rienda suelta a sus ideas menos afortunadas y tener la oportunidad de hacer pública alguna foto comprometedora si llegara el caso, ha paseado sus talentos por Axxón en seis oportunidades: "Invasión" (152), "Viajera" (153), "De a duro" (154), "Historia del superhombre (decacríptico)" (156), "Cercado por la muerte" (162) y ésta, claro.


MAÑANA

Daniel Argañaraz - Argentina


El profesor Angus McDonald frunció el ceño. Estaba rodeado por su corte de asistentes y alumnos y se disponía a poner en marcha la primera máquina de tiempo construida por un ser humano de la que se tenga noticia.

Pero el viejo Angus era un bicho bastante asqueroso, pedante como un escritor premiado y más egoísta que Scrooge al principio del cuento de Dickens... No sólo quería toda la gloria para él, si había gloria, sino que había dispuesto las cosas para que el experimento se hiciera público si se veía coronado por el éxito. Si fracasaba nadie sabría nada. Y si alguno de esos idiotas abría la boca...

Sin embargo, un viaje a través del tiempo no es algo que se pueda hacer prescindiendo de testigos. Los necesitaba, ¡malditos!

Recuperó la compostura y se dirigió a los jóvenes imbéciles que lo rodeaban. Eran cinco. Marian y Robin, sus asistentes, y los alumnos más aventajados del curso de mecánica cuántica aplicada de la Universidad de Oxford, Carolina del Norte.

—Voy a avanzar seis años —dijo—. Exactamente al 4 de agosto de 2018.

—¿Sólo avanzará en el tiempo, profesor McDonald, o en el espacio también? —La pregunta había sido formulada por Elsie Gordon, la exposición de acné en rostro más impresionante de la costa este. Angus la miró con odio y no le contestó. Robin, siempre solícito y educado, se ocupó de llenar el bache.

—En el tiempo, Elsie. El profesor aparecerá en este mismo lugar, pero dentro de seis años.

—Voy a registrar lo que vea y oiga en el futuro —dijo el profesor—; pero estaré allí apenas veinte segundos. El gasto de energía será enorme.

—Pero será suficiente, ¿verdad? —preguntó Udo Hoffman, el gigante alemán becado gracias a su formidable puntería desde fuera del perímetro.

—Sí, será suficiente —mugió Angus.

Robin y Marian ultimaron los preparativos y el profesor agradeció a Zaratustra poder poner cierta distancia con ese hato de tarados. Y si no era distancia en sentido espacial que lo fuera por lo menos en sentido temporal. Seis años.

Ingresó al cubículo, que como en todo cuento de ciencia ficción que se precie parecía una cabina telefónica, y sin más dilación se marchó hacia el futuro.

En menos tiempo que el que demoraron los cinco testigos en intercambiar dos frases, las luces de la máquina se apagaron por completo y se volvieron a encender.

—Eso significa que el profesor McDonald está de vuelta —dijo Marian sin necesidad.

El profesor Angus McDonald estaba de vuelta de su incursión al futuro, en efecto. Pero no parecía la misma persona que había partido unos pocos segundos antes.

—¡Profesor! —exclamaron los cinco a coro—. ¿Qué le ocurrió?

Angus había envejecido doce años, seis de ida y seis de vuelta, pero eso no era lo peor. Su rostro estaba devastado por un siniestro más grande que el que había destruido Nueva York en 2010, sus manos temblaban como las ramas de un árbol en medio de un tornado y sus ojos llorosos parpadeaban de un modo impresionante.

—¡Díganos qué sucede, profesor! —exclamó Robin, mordiéndose los labios.

—Allá. Cinco años —balbuceó Angus—. ¡Terrible! Es terrible. —Extendió el brazo y señaló el capturador holográfico de imágenes y sonidos que estaba adosado a la máquina—. Vean... lo que yo... vi. Nuestro... país...

Los estudiantes y asistentes se atropellaron. Udo logró imponer su envergadura corporal, llegó primero y puso en marcha el capturador.

Durante algunos segundos el holograma osciló, brumoso y desordenado, pero al poco tiempo se estabilizó y los testigos pudieron ver el campus de la universidad, tal como podrían verlo en ese mismo momento si no se interpusiera la pared. Es decir: en la imagen de seis años en el futuro no había pared.

—No hay pared —dijo Elsie—. Se ve la pirámide de grafito. —La universidad de Oxford, Carolina del Norte poseía una réplica de la pirámide de Kefrén en grafito; era su orgullo.

—¿Qué pasó con la pared? —dijo Jacques Moloy, el maloliente geniecillo de Lyon.

—To... todo está en ruinas —balbuceó el profesor—. La uni... universidad ha sido bomba... bombardeada. Ellos... ellos nos ataca... atacaron.

—¿Bombardeada? —bramaron los cinco, a coro de nuevo, aunque un poco menos afinados—. ¿Quiénes son ellos?

—¡Dije bombardeada! —exclamó Angus, recuperando la compostura gracias a la irritación que le producían aquellos subnormales—. ¡Y dije ellos! ¡Ellos son ellos! ¡El enemigo!

No fue necesaria ninguna otra aclaración. Las imágenes holográficas se hicieron absolutamente nítidas y todos pudieron ver a dos soldados sentados sobre sendos tanques de combustible. Usaban uniformes de camouflage y durante unos segundos permanecieron en silencio. Hacían algo incomprensible con un huevo oscuro al que habían perforado con un tubo. Por fin, cuando sólo faltaban unos segundos para que se terminara el registro, uno de ellos dijo:

—El agua está fría, Fito.

—Calentala vos, vago'e mierda.


Daniel Argañaraz nació en Reconquista, Santa Fe, Argentina, el 11 de septiembre de 1980, o sea que está a punto de cumplir 26 años. Es su primer cuento publicado y también el primero que escribe. Hace un par de meses, cuando envió una carta a Axxón, expresó sus dudas de que pudiera ver publicada otra cosa que no fuera una carta; como pueden ver, estaba equivocado.


LA BIBLIOTECA

José María Tamparillas - España


La inmensidad de la biblioteca los aplastó. Lucio Revuelta contemplaba boquiabierto las paredes cubiertas de anaqueles, las estanterías abarrotadas de ejemplares polvorientos. Había miles de libros. Paco Galindo deslizaba sus dedos por los lomos de los incunables que se alineaban a su lado con aire descuidado.

—Es increíble —dijo Revuelta.

Introducción a los Proverbios de Séneca, de Pero Díaz, de 1552; un Lazarillo de Tormes de Pedro Destar; un ejemplar raído de Unaussprechlichen Culten, edición expurgada de Goblin press, 1905...

El olor era el característico de lo antiguo y valioso, mezcla de cuero viejo, madera y tiempo, tiempo detenido.

—Es un chollo —respondió Galindo desordenándose el pelo.

—¿Quién te dio el chivatazo?

Galindo se asombraba de la capacidad de su compinche para sacar información de fuentes insospechadas.

—Ese secreto me lo llevaré a la tumba. —Revuelta sonrió.

—Serás cabrón...

—Pero me adoras, ¿verdad?

Galindo asintió.

La casona se erguía a las afueras del pueblo. La familia estaba envuelta en pleitos de herencias, y se habían olvidado de ella.

—¿Por dónde empezamos? —Galindo se relamía los labios con impaciencia.

—No debemos apresurarnos. Lo ideal sería coger algunos ejemplares curiosos, fáciles de vender. Tres o cuatro entre este maremagno no son nada.

Revuelta pensaba en actuar sin exponerse. Observó la expresión de ansiedad y ambición en el rostro alargado de Galindo.

¿Iba a poder dominar ese instinto rapaz?

Había algo en la biblioteca que le mantenía a alerta. No había alarmas, los herederos estaban en otras ciudades. Lo tenían medido todo... pero había algo sutil, inapreciable, un vacío que le ponía los pelos de punta.

—Despierta...

Galindo le observaba intranquilo. Llevaba un tomo encuadernado en cuero marrón, con el título desgastado: una Biblia del siglo diecisiete. Lo dejó sobre un atril de madera labrada que presidía la entrada.

—Lo llevaré afuera. He dejado la bolsa en la entrada —dijo Revuelta.

Quería irse de allí cuanto antes; cada segundo que pasaba le hacía sentirse más inseguro, más expuesto.

Cogió la Biblia del atril. Salió con paso firme y dejó a Galindo husmeando en busca de alguna víctima atractiva. Su compañero era impulsivo, codicioso; pero era un buen complemento. Revuelta sabía robar, era meticuloso e inteligente, pero el valenciano, Galindo, sabía qué robar, qué era lo valioso y qué la morralla.

Encontró la bolsa al pie de la gran escalinata que subía desde el hall de la casona al segundo piso. La cogió y volvió sobre sus pasos. La biblioteca estaba en el lado este de la casa, al fondo de un largo pasillo, como escondida. Se le antojaba como un leviatán agazapado en lo más recóndito de la casa, un ser vivo e inteligente que probablemente les estaba observando.

—¿Qué tonterías piensas? —dijo en voz alta.

Cuando llegó la puerta estaba entornada. No recordaba haberla cerrado. Debía haber sido Paco.

La abrió y entró con paso cuidadoso.

No había nadie. Revuelta se sorprendió. El único camino para salir era el que él había recorrido. Dio un par de vueltas. Sus pasos reverberaban en estanterías, anaqueles, sobre los cuadros que cubrían retazos de pared mostrando rostros serios y abotargados.

—¿Paco? —susurró—. Paco, coño. ¿Dónde te has metido?

No hubo contestación.

Revuelta expulsó aire. Cerró los ojos y volvió a la entrada.

Ni rastro. Echó un vistazo fuera, donde habían dejado el coche tras un gran árbol, lejos del camino. Si Galindo hubiera querido dejarle con el culo al aire se hubiera llevado el coche. No, tenía que estar en la casa.

La recorrió de arriba abajo, habitación por habitación, sólo vio los fantasmas que se anquilosan y pudren en una casona abandonada, fantasmas inofensivos.

Regresó. El miedo era una nube de vapor que comenzaba a asfixiarle.

La sensación de peligro chispeaba en su nuca. La adrenalina fluía como licor mareante por su sangre. Sucedía algo raro, algo que no podía captar con toda exactitud, elusivo, amenazador.

—¿Paco?

La biblioteca le devolvió la pregunta. Por un momento le pareció que incluso amplificaba sus palabras y las distorsionaba. Era un gran útero siniestro donde la luz de su linterna se reflejaba en los lomos de los libros con brillo mortecino.

—Vamos, no jodas.

Se apoyó en el atril. La madera mostraba complicados grabados, escenas surrealistas, rostros deformados, caricaturas monstruosas.

Había un libro sobre él. Uno de tapas claras, sin título, encuadernado en cartón duro de color anaranjado.

Seguramente Galindo lo había puesto ahí. ¿Por qué había mostrado interés en él?

En una de las estanterías había una fila de ejemplares parecidos, unos más finos, otros más gruesos, unos quince o veinte.

Revuelta lo tomó y lo hojeó.

No tenía ni índice, ni nada que marcase su editor. Empezaba sin más, en letra apretada de color rojo.

"Me llamo Francisco Galindo. Me llaman Paco. Nací en Valencia en noviembre de mil novecientos..."

Temblaba.

Lucio Revuelta temblaba. Dejó el libro con ademán de repulsa sobre el suelo, sin cuidado. Como si quemase.

¿Qué infiernos estaba pasando?

Se acercó a la estantería sobre la que descansaban los otros, similares al que había tirado.

Tomó uno y lo abrió.

"Soy Tomás Muñiz. Nacido en Álava hace cuarenta y dos años; de profesión comercial..."

Otro:

"Soy Luisa Lluc i Plo. Nací en Madrid en mil novecientos sesenta. Trabajo de conservadora en la Biblioteca..."

—Dios mío. No puede ser.

Conocía a esa mujer, había hecho algún trabajo para ella. Había desaparecido dos años antes.

La puerta se cerró de golpe. Revuelta dio un respingo. Corrió a ella. Intentó abrirla, no pudo. Insistió, la pateó, le pegó puñetazos.

Estaba encerrado.

Sobre el atril había un libro abierto, idéntico al del suelo, con las hojas vacías, vírgenes. Resplandecía. Toda la biblioteca resplandecía con una tenue luz anaranjada.

Lucio Revuelta se orinó encima. Lloraba, se veía atraído sin remedio hacia el libro. Sabía qué iba a suceder.

Sí, lo sabía.

Animadas por una presencia sobrenatural unas letras cobraron vida en la primera hoja del libro.

"Me llamo Revuelta, Lucio. Sé que cuando muera estaré solo y tendré miedo..."


José María Tamparillas, es español, de Zaragoza, cosecha 1971. Regresado hace poco de un involuntario exilio navarro, José María manifiesta una envidiable voluntad de trabajo, la que se pone de manifiesto en el Taller 7 de CCF y en los relatos con los que literalmente nos acribilla. Este es su quinto cuento en Axxón. Los otros son: "Viajero" (159), "Simbiosis" (160), "Perfeccionismo rigeliano" (161) y "Pianista" (163).


UNA REALIDAD PERFECTA

Fernando A. Cao - Argentina


El hombre lucía entusiasmado. Los ojos brillantes, unas pequeñas gotas de transpiración en la frente, el labio inferior casi tembloroso.

—¡Esto es maravilloso! —le decía a la muchacha que parecía escuchar con atención—. La oferta que le estoy haciendo es insuperable, inigualable. Es la mejor y más nueva tecnología. Japoneses, coreanos y chinos trabajando juntos hasta lograr la perfección. Nada que ver con la realidad virtual que usted conoce. Esto es otra cosa. Es tan bueno que olvidará que está en una máquina. Sus emociones y sus sentimientos serán intensos y genuinos porque su percepción será total y absolutamente auténtica...

—¿Podemos hacer una prueba? —interrumpió la muchacha—. ¿Puedo probar antes de tomar una decisión?

—¡Claro, no faltaba más! Acompáñeme a la sala de demostración. Pase por aquí, por favor.

La guió por un corto pasillo hacia una habitación en penumbras.

—¡Qué extraño! —dijo la muchacha, retrocediendo cautelosamente—. ¡Qué puerta más pesada!

La tocó al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.

—¡Dios mío! —dijo el hombre—. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Nos ha encerrado a los dos!

—A los dos, no. A uno solo —dijo la muchacha.

Pasó a través de la puerta y desapareció.


Fernando Cao (1955), nació en Rosario de Santa Fe, Argentina, lugar en el que reside habitualmente; está casado, tiene dos hijos, es arquitecto, aficionado a la lectura y reciente aprendiz de escritor. En las últimas semanas se ha incorporado al Taller 7 de CCF, por lo que esperamos que se entusiasme y nos envíe más trabajos.


CUESTION DE TIMING

Cesar Heredia - Colombia


El anciano se sentía nervioso. Tenía miedo de no poder reconocerlos después de tantos años. Era un miedo ridículo. A pesar del tiempo, los rostros no se habían borrado de su mente, ni siquiera se habían hecho borrosos, como ocurre con otros recuerdos, aquellos que no han usado el dolor como tinta indeleble para dejarlos impresos en la memoria.

Ella tenía ojos verdes, circundados por pequeñas arrugas en las que él creía descubrir bocetos de sus sueños; una sonrisa pícara que le regalaba cada vez que le hacía propuestas indecentes al oído; una nariz llena de carácter, que hacía sincronizadas ejecuciones con el resto de su cara de acuerdo a su estado de ánimo. Él solía tener una barba poblada, arreglada o no dependiendo del ánimo con que empezara el día, que intentaba esconder la cara de mal genio heredada del ejército y de la soledad.

Miró su reloj y confirmó que había llegado a tiempo. Levantó la mirada y allí estaban, al otro lado de la calle, entre la gente. Los siguió un par de cuadras hasta que entraron a un restaurante. Los observó a través de la ventana y, cuando se sentaron en la mesa, metió la mano en el bolsillo de su abrigo y apretó un botón. Luego corrió y se metió en un callejón solitario, esperando la partida amparado por la oscuridad de la noche. Nadie se dio cuenta de que durante una hora entera ningún teléfono celular, incluyendo el de ella, había sonado en cinco cuadras a la redonda.

Cuando atravesó el portal aún no estaba seguro de lo que encontraría. Era el único viaje que podía hacer y no podía durar más de diez minutos. Había escogido ese momento en especial, el de esa llamada que le había hecho dudar de sus intenciones. Ni siquiera estaba seguro de qué había contestado ella a la propuesta. El viaje no permitía crear nuevos recuerdos.

Llegó a su casa y abrió la puerta. Todo se veía igual. Entonces comprendió que ese nunca habría sido su destino. No fue sólo la llamada de su antiguo novio lo que le había impedido pasar el resto de su vida con ella; a pesar de estar seguro de que la llamada nunca había llegado, ella había dicho que no de todos modos. Trató de engañarse, se dijo a sí mismo que al final no esperaba mucho de ese viaje, pero las lágrimas empezaron a escurrir por sus mejillas y se sentó en la sala, en medio de la oscuridad. El llanto no le dejó escuchar que la puerta se abría de nuevo. Una mujer entró, descargó unas bolsas de mercado, encendió la luz y dio un pequeño brinco al verlo allí sentado.

—¡Juan! ¿Qué haces aquí tan temprano? Casi me matas de un susto.

Él levantó la mirada y se encontró con sus ojos; eran los mismos ojos verdes con los que había soñado cada noche desde el día en que ella había contestado el teléfono en el restaurante. Ni siquiera había mirado las fotos del periódico que anunciaban su boda. Era la misma cara, el mismo cuerpo. Treinta años no habían hecho nada en ella.

—Pero... ¿qué te pasa? ¿Por qué estas llorando?

—Nada, bebé, nada —dijo, sabiendo que el amor que había guardado dentro de su corazón estaba intacto a pesar del tiempo—. Sólo me puse un poco sentimental, recordando el día en que te invité a comer y te pedí que pasaras conmigo el resto de mi vida. Y verte entrar por esa puerta me confirma que fue la mejor decisión que jamás pude tomar.

Ella lo miró en silencio por un segundo y también empezó a llorar —Ay, viejito sentimental, no me hagas llorar a mí también, que me veo fea. Y pensar que esa misma noche me llamó David a invitarme de viaje a Cartagena. Me dijo que había intentado llamarme antes y nunca entró la llamada. Tal vez si no me lo hubieras propuesto esa noche, me habría ido con él y quién sabe qué hubiera pasado después.

—No digas tonterías. Tu habrías terminado conmigo así hubiera tenido que esperar treinta años por ti —dijo el viejo, con una sonrisa de triunfo en los labios.


Cesar Mauricio Heredia Quecan, nacido el 24 de marzo de 1978 en Bogotá, Colombia, ya ha pasado por Axxón ("Una cita afortunada", N° 155). Reiteraremos que es abogado y que llegó a la escritura desde su condición de lector voraz de todo tipo de cosas. No obstante, y por razones que no atina a explicar, siempre fue amante de la ciencia ficción. Empezó a escribir cuando cursaba la carrera de Derecho y por entonces hizo algunos talleres cuyos productos fueron publicados en la revista Código de la Facultad de Derecho de la Universidad Javeriana.


MUTACIÓN

Ricardo Manzanaro - España


Los dos ratones se aproximaron entre sí y comenzaron a husmearse y examinarse el uno al otro, con el fin de catalogar al desconocido. Tras unos minutos de escarceos, pareció que uno de los ratones daba por finalizada la investigación, y con resultados satisfactorios, ya que abandonó la labor, se giró y comenzó a deambular por la jaula. El otro roedor, sin embargo, permaneció inmóvil, mirando fijamente al primero. Súbitamente, dando un inverosímil salto, se lanzó contra el otro ratón, y le asestó un mordisco como un trallazo. El agredido emitió un agudo chillido, signo del inmenso dolor que le había causado el ataque, y simultáneamente realizó un movimiento espasmódico, para acercar su testa a dónde estaba el agresor. Sin embargo, éste taladraba repetidamente con sus mordiscos el cuerpo del otro, a tal velocidad que parecía que le hubieran apretado un botón semejante al del fwd de los reproductores de DVD.

Los movimientos del ratón atacado fueron cada vez más leves, y sus chillidos tornaron progresivamente menos audibles y menos frecuentes. La sangre manaba en grumos, encharcando todo el recinto. Aún con el otro sin morir, el ratón asesino se lanzó a chupar la sangre, con una indescriptible gula.

Otro que parecía muy excitado era el humano que observaba cómo se desarrollaba la carnicería. Juan miraba fascinado el resultado, echando breves y frecuentes vistazos a la cámara que grababa la escena, para comprobar que seguía cumpliendo su labor.

La causa de su interés era diferente de la del ratón asesino, que seguía dándose el atracón de sangre. La resolución positiva del experimento confirmaba lo que había descubierto por casualidad en un análisis de ADN. Una mutación en el brazo corto del cromosoma 11 provocaba un síndrome caracterizado por cambios metabólicos y de comportamiento, y modificaciones bioquímicas en los centros de la saciedad en el cerebro. El animal con dicha mutación mostraba una agresividad extrema, lindando con el sadismo, y un apetito voraz. Y el único "alimento" que saciaba su gula era la sangre. El bicho se convertía en un auténtico vampiro.

El éxito de la prueba era, sin embargo, sólo el primer escalón. Ahora tocaba realizar decenas de nuevos experimentos hasta poder difundir su hallazgo. Juan estaba dispuesto a comenzar ya con las nuevas pruebas. No estaba cansado. Al contrario, se encontraba excitado, tras el positivo resultado del primer test, mientras el ratón dormía plácidamente, ahíto por el atracón de hemoglobina.

Abrió una de las neveras del laboratorio. En varias gradillas, se encontraban las muestras de sangre de decenas de animales, suministradas por un amigo suyo que trabajaba en un laboratorio. Ahora se trataba de localizar ADN con la mutación, y repetir varias veces la prueba, para ver si en todas las ocasiones detectaba la mutación. Tomó el primero de los tubos con plasma.

Unas horas después, Juan miraba alucinado los tubos y los resultados de los tests genéticos. No se estaba pellizcando, pero era como si lo estuviera haciendo. Todas las muestras de sangre presentaban la mutación, y además en un grado extremo. "¿Qué coño?", pensó Juan. "Este tipo, ¿qué me ha pasado? ¿Una muestra de murciélagos?".

El timbre de la puerta le sacó de su cavilación. Nada más abrir, su amigo del laboratorio saltó sobre él y, casi chillando, le preguntó:

—¡Juan! ¿Qué has hecho con las sangres que te pasé? ¿Las has tirado?

—No, tranquilo... Sólo he tomado un poco de cada una de ellas para un primer análisis.

El otro soltó un bufido de alivio y susurró "menos mal".

—Me había colado, joder. Lo que te he pasado no eran muestras de sangre de animales.

—¿Queeé...?

—Ayer se celebró la Jornada Europea de la Prevención, y fuimos al Parlamento. Hicimos extracciones de sangre entre diputados y ministros, para luego hacerles analíticas y decirles si tenían colesterol o ácido úrico. Fíjate, diputados y ministros, y voy y me cuelo y te lo doy a... Pero, Juan, ¿qué te pasa? ¿por qué te ríes? Oye, que esto es muy serio, que ahí está incluso la sangre del Presidente... Juan, tío, de qué vas, que no paras de descojonarte ¿Dónde está la gracia? Será posible, si está hasta llorando de risa...


Cuando publicamos "Invocación" en Axxón N° 160 dijimos que Ricardo Manzanaro, nacido en San Sebastián, España, y médico de profesión, es el actual administrador de los Premios Ignotus y asistente habitual a la Tertulia de cf de Bilbao. Lo que no dijimos entonces y decimos ahora es que en los últimos meses ha estado a cargo de la selección de cuentos de la edición 2006 de Fabricantes de Sueños, la antología de lo mejor del año que publica la AEFCFT, o por lo menos ha sido uno de los que "metió la cuchara".


UN PUNTO NEGRO, CELESTE

Martín Panizza - Argentina


El fenómeno conocido como tránsito —en palabras de un astrónomo—, representa la simple irrupción de un astro entre las masas del Sol y la Tierra. Un teósofo lo llamaría pecado: una mancha de oscuridad en la belleza (hasta entonces) inmaculada de la luz.

Cada ciento veintidós años, Venus transita la superficie del Sol robando un poco de brillantez destinada a nuestro mundo, como si se tratase de un lunar sobre el rostro pálido de Helios. No es una porción fría de la calidez solar que se rehúsa a resplandecer, sino el único rastro de rencor que le recuerda al Sol una antigua traición.

Venus se mueve entre llamaradas durante unos treinta minutos; luego, por otros ciento veintidós años permanecerá oculta, privada de toda caricia en la inmensidad espacial, deslizándose a través de la nada con solitario aburrimiento. En escasa media hora adquiere el significado que le arrebatan tantos años de ignoto andar. Transita la ardorosa piel sin quemarse, a salvo en la helada distancia; ilusionando o paralizando de terror a millones de criaturas.

En el minuto once de su tránsito, ante la tibieza de la luz, Venus despierta lentamente de su letargo y vuelve a soñar con la lujuria de la vida; visiones de seres que se desarrollan en su matriz; evoluciones abortadas que alumbrarían criaturas imposibles. El marchito planeta sueña con ser azul como su prima, la Tierra. Recuerda los amores con el belicoso Marte en los albores de la eternidad; de ellos no sacó provecho alguno. Por el contrario, fue el planeta rojo quien se benefició de la progenie.

Por un capricho de la geografía celeste, Venus ha sido confinada a una órbita calcinada por la cercanía de Helios, su guardián. A ella, la diosa del amor, que abrigó en su vientre el falo gigante de la fertilidad, se le niega el placer de la maternidad. Los sueños mueren antes de empezar en la quebradiza superficie castigada por el aliento solar. No podrá ser la vida: ni hoy, ni ciento veintidós años después. Por un instante el sueño fue posible, entre la tibieza del amanecer y la frescura de la noche espacial. Por un momento, Venus se atrevió a soñar fecundada por la virilidad de Helios.

En el minuto veintiocho retorna la somnolencia. Aún es un lunar en el rostro brillante, pero se encuentra a punto de caer al abismo. La conciencia de planeta muerto se va ahogando y la ansiedad por la vida se amilana. El sueño de la primavera imposible se pierde en las inmensidades del espacio, en pos de otros ciento veintidós años de añoranza.

Astronómicamente, Venus transita el Sol unos treinta minutos, durante los cuales los hombres observan su andar protegiéndose los ojos. Singularidad que moviliza a millones de personas; quieren ver el tránsito: consiste en un diminuto punto sobre la superficie solar, invisible al desprevenido.

Para Venus, la cosa es bien distinta; sumida en la yerma eternidad, sueña con ser habitada, con sentir en su seno la vibración de la vida. Una ráfaga de conciencia que muere al cabo de un suspiro astronómico. Sin embargo, mientras dure el sueño, Venus volverá a sentirse madre, el centro de una hermosa utopía que jamás será realidad.

Cuando el reloj marca treinta, todo vestigio de conciencia se esfuma. El planeta silencioso y oscuro continúa la órbita, entregado al aburrimiento de la nada, esperando que en otros ciento veintidós años la vida amague con despertar. Para Venus, ese intento imposible es motivo suficiente para soñar.


Martín Darío Panizza, tiene veintiocho años y escribe desde los trece pero recién hace dos le puso ganas a la literatura, más o menos en la época en la que abandonó su carrera de sistemas para pasarse al profesorado de historia. Se crió en Buenos Aires, barrio de la Boca, más precisamente en Catalinas Sur, por lo que declara estar enamorado de la pelota y del azul y amarillo, qué se le va a hacer, nadie es perfecto. Le gusta mucho la ciencia ficción, especialmente Dick, Sturgeon y el recientemente fallecido Lem, además de autores que no tienen mucho que ver con el género como Soriano y Fontanarrosa.


EL SUPERHÉROE

José Vicente Ortuño - España


Aunque tenga razones para dudar de mi cordura, creo que no estoy loco, no tengo alucinaciones y todavía soy capaz de distinguir la realidad de la ficción. Meditando sobre lo que me ha sucedido, he llegado al convencimiento de que si alguien desea algo con la suficiente intensidad, tarde o temprano terminará por hacerse realidad. No parece haber otra explicación, al menos una que tenga algo de lógica, pues por increíble y fantástico que pueda parecer, me ha sucedido lo que siempre había soñado.

Todo comenzó cuando de niño me aficioné a leer cómics de superhéroes. Eran divertidos y me hacían evadirme de la triste realidad que me había tocado vivir. Disfrutaba tanto que, a pesar de saber que todo era producto de la imaginación de los guionistas, siempre quise ser uno de aquellos héroes. Me fascinaban sus superpoderes y habilidades extraordinarias, tanto que deseé con toda mi alma poseer súper fuerza, invisibilidad o capacidad para trepar por las paredes. Además, me encantaban sus ajustados y coloridos uniformes, que realzaban su fenomenal musculatura —aunque su súper poder no lo requiriese siempre tenían un cuerpo perfecto—. Por supuesto que también hubiese querido ser tan esbelto como ellos, en lugar de ser una amorfa bola de sebo.

No me importaba que la vida privada de la mayoría de mis héroes fuese lamentable y que estuviesen condenados a no tener una existencia normal. Al fin y al cabo yo, desde que nací, me he sentido socialmente marginado por el resto de la humanidad. Tal vez fuese por eso que me veía retratado en esos personajes y en las tristes y solitarias vidas que soportaban —cuando no estaban salvando el mundo, claro—. Yo ya tenía una vida triste y solitaria, sólo me faltaban los poderes especiales. Bueno, tal vez podrían considerarse como tales mi habilidad para eructar la tocata y fuga de Bach, la de tirarme pedos en Re Menor y la de mover las orejas. Pero como superpoderes resultaban patéticos y bastante inútiles; como no fuese para ahuyentar al resto de la humanidad, en especial a las mujeres.

Sabía que convertirme en superhéroe me hacía falta algo más que tener aerofagia musical o controlar a voluntad un apéndice inofensivo. Necesitaba adquirir los superpoderes de alguna forma digna y elegante, como por ejemplo ser nativo de un planeta lejano, poseer súper fuerza y vista de rayos equis. Por desgracia en mi partida de nacimiento dice que nací en Villarrastrojo del Pedregal, provincia de Cuenca, que puede resultar un sitio bastante interesante si te gustan los bichos y las piedras, pero no deja de ser el puñetero planeta Tierra.

Otra opción que tenía era la de heredar una mutación natural. Para ello mis progenitores debían de haberse visto afectados por contaminación radiactiva o biológica. Tampoco en eso tuve suerte, el producto más peligroso con el que se han contaminado mis viejos es el vino que fabrica mi abuelo —tan fuerte que sirve para desatascar desagües—, pero que por desgracia no contiene ningún poderoso mutágeno.

Descartando todo lo anterior, sólo me quedaba la opción de ser mordido por un animal contaminado con radiactividad, con los genes alterados por algún científico loco o afectado por un virus mutante. Desde que deduje que éste era mi último recurso, he andado buscando por los rincones una araña o una mantis religiosa fugada de un siniestro laboratorio. También me hubiese podido servir un cocodrilo hambriento, un gorila cabreado o un mandril en celo. Pero lo que no esperaba es lo que me ha sucedido: me ha mordido Spoky, mi mascota.

El caso es que el bueno de Spoky nunca ha tenido mal carácter, todo lo contrario, siempre ha sido adorable. Además, no tenía motivos para morderme. He sido muy cuidadoso con él, nunca le ha faltado la comida ni el agua, lo he tratado con cariño y no he descuidado la higiene de su habitáculo. Pero nuestras mascotas, por muy inteligentes y cariñosas que nos parezcan, son animales irracionales. Por mucho que convivan con humanos en su interior no dejan de ser bestias salvajes, que esperan el momento oportuno para morder la mano que les da de comer. A pesar de todo no le guardo rencor a mi Spoky. Hasta cierto punto puedo comprender su actitud.

Yo sólo salgo de casa de vez en cuando para comprar latas de cerveza y bolsas de ganchitos de queso. El resto del tiempo me lo paso en mi cuarto viendo la televisión, leyendo cómics y jugando a la videoconsola. Sin embargo, vivir en cautividad si no tienes la posibilidad de salir cuando quieres debe ser angustioso. No, no le guardo rencor.

Spoky es mi amigo, el único que no me ha despreciado nunca, bueno, hasta anteayer. Cuando fui a ponerle la comida se lanzó sobre mi mano y me mordió. No fue un gran mordisco, pero sí lo suficiente como para inocularme alguna sustancia o virus desconocido. Lo que fuese me produjo fiebre alta y delirios durante toda la noche. Por la mañana, cuando desperté, mi cuerpo había cambiado. Sin saber cómo he adquirido las habilidades de Spoky. Sí, al fin he conseguido superpoderes, justo como siempre había soñado. Pero no esperaba que mis poderes consistieran en dormir durante todo el día escondido en un rincón y por la noche acaparar montones de comida en los carrillos, tener unas ganas locas de roer cosas y correr dentro de una rueda. Eso sí, cuando me miro al espejo y me veo esos ojillos tiernos y esa naricilla rosada con graciosos bigotes, me encuentro adorable.

¡Quién me mandaría tener un hámster como mascota!


Creo que volver a decir que José Vicente Ortuño Segura nació en Manises (Valencia) en 1958, que trabaja veintitrés horas por día delante de un ordenador, que pasa sus vacaciones persiguiendo mascotas en fuga y que además de familia tiene suegra es, por lo menos, superfluo. Por eso nos limitaremos a consignar que se ha convertido en un escritor prolífico, fecundo e inagotable y que sus estelares incursiones en Axxón, con este cuento que les presentamos ahora, ya suman diez: "Frankenstein 2004" (145), "Responsabilidad" (152), "Putrefacción" (154), "Tierra calcinada" (155), "Por amor" (158), "La tortilla" (160), "Mis vecinas" (160), "Querida suegra" (162) y "Primer contacto" (163).



Axxón 165 - agosto de 2006
Cuentos de autores de habla hispana (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Fantasía: Varios temas: Varios países).