PARADA OBLIGATORIA

Gianluca Turconi

Italia

Hora 11:00

—¡Sólo Dios sabe cómo ha podido errar ese tiro! —le dice su compañero de asiento—. Estaba en el límite del área, eludió con clase al defensor central adversario y dejó sentado al arquero, gracias a una finta que hubiera engañado a cualquiera. Bastaba con darle un golpecito bajo para meter el balón en la red y, en vez de eso, ¿qué hace? ¡Le da de lleno y lo manda fuera del estadio! No estoy bromeando. Lo he visto pasar por encima de la cubierta de la explanada. Resultado: perdimos uno a cero. Supongo que coincidirá conmigo que ese tronco debería ser excluido del equipo.

Julio gruñó una aprobación de circunstancias. Desde el comienzo del viaje aquel tipo lo había atormentado con la crónica del partido jugado el domingo anterior. Si la Fiorentina no hubiese pasado a la Serie A, los fanáticos del Prato habrían obtenido el triunfo en santa paz. ¡En cambio, nada! Habían perdido el clásico en la última fecha del campeonato y estaban más decaídos de lo que podrían estar si el avión con todos los jugadores se hubiera precipitado sobre las montañas. Y él, que no estaba interesado en el fútbol, tenía que soportar los comentarios y tonterías de aquel fastidioso compañero de viaje.

El autobús de línea marchaba a cien kilómetros por hora. Estaban recorriendo las colinas de los Apeninos, bajando por las laderas de la región emiliana. Venían del conglomerado urbano de Prato-Florencia y hacía veinte minutos que habían entrado en la Zona Prohibida.

El paisaje a ambos lados de la carretera era desolador. La hierba, quemada por las radiaciones, se aferraba tenazmente a las rocas mientras los árboles, pocos y sin corteza, mostraban relieves concéntricos como tumores en sus troncos enfermos. Le producían escalofríos.

Su mujer le había advertido. —Viaja en la lanzadera de las nueve. Llegarás a la parada de Linate, en el Centro, en una hora.

Pero él, terco como una mula, le había contestado: —Estamos cortos de dinero. No podemos permitirnos pagar la lanzadera. ¿Qué puede pasar con el autobús en la Zona Prohibida? Llegando al Po, tomo el tren elevado hacia el Centro y corro a la cita que tengo en la Plaza Cordusio. Si me contratan, con el anticipo que me den, pago la lanzadera para regresar a casa.

Todo calculado. Todo fácil.

Sí, existía también una mínima posibilidad de que no obtuviese el puesto, pero él ni siquiera la tomaba en consideración. Desde la llegada de la nueva generación de maquinaria robotizada, era difícil emplearse en el ramo de la curtiembre, sin embargo, Julio era un magnífico desollador, el mejor, y el trabajo en Milán sería suyo.

Un remezón anticipó la parada del autobús.

—¿Qué pasa? —preguntó el fanático del Prato.

—Parada obligatoria —le informó, conciso. Como era un asiduo viajero, conocía los paraderos de memoria.

—¿En medio de la Zona Prohibida?

—Es para controlar los boletos.

En efecto, el inspector subió al autobús y recorrió el corredor velozmente. Se acercaba a los asientos dobles y verificaba que todos hubiesen pagado el impuesto al transporte, y luego proseguía.

Llegó delante de ellos y demandó: —¡Boleto, por favor!

Julio estiró el brazo, volteó el pulso hacia arriba y esperó a que el escaner del inspector analizase el chip subcutáneo de crédito confirmando el pago anticipado. Un bip desentonado hizo que los pasajeros voltearan a mirarlo.

—El impuesto no ha sido pagado —anunció el inspector.

—¡Debe haber un error! —protestó Julio. ¡Esta mañana he pedido expresamente a mi mujer que lo pague! ¿Puede efectuar nuevamente el control? —El segundo bip le produjo ansiedad.

—No hay errores. No ha sido pagado. —Impaciente, el inspector tocó con la uña el escaner. Los pasajeros murmuraron.

—Está bien. Pagaré un segundo boleto entero. —Tomó el código PIN escrito en un papel que llevaba en la cartera y lo tipeó en la maquinita. El tercer bip lo mandó metafóricamente a la lona.

—Su chip no tiene crédito —sentenció el diligente empleado de los transportes regionales. El fanático del Prato palideció. Se le podía leer en el rostro la acusación: ¡Qué vergüenza! ¡No tiene crédito!

El inspector fue categórico: —¡Debe bajarse!

Julio tomó el portafolio y sacó dos billetes de quinientos euros.

—Puedo pagarle con dinero... —indicó. Nunca lo había hecho.

El inspector se molestó: —¡Guarde esos papeluchos! —Se dio vuelta hacia el chofer—: ¡Antonio, fíjate que aquí hay uno que quiere hacerse el gracioso!

Julio contestó al ataque: —¡No, usted se equivoca!

O quizás no. Quizás su mujer había hecho las compras de la semana y había terminado el crédito de su cuenta corriente, olvidándose de comprarle el boleto. La amaba muchísimo pero a veces le picaban las manos por el deseo de estrangularla.

El vigoroso chofer, con ostentosos músculos tipo Mister Universo, no se enterneció. Dejó su asiento, lo tomó por la chaqueta y lo arrojó del autobús ante la mirada compasiva de los demás viajeros.

—¡Esto es un error! —se lamentó Julio, limpiándose los pantalones del polvo—. ¿Así se trata a un contribuyente? ¿No sabe que yo pago su sueldo con mis impuestos?

El inspector se asomó por la puerta abierta y le pegó un adhesivo amarillo en el pecho, informándole: —Si se vuelve rojo, el nivel de radiación del ambiente ha superado el límite soportable para el organismo humano. Trate de mantenerse lo más arriba posible de la carretera y se salvará.

Julio palideció. Lo estaban abandonando en la Zona Prohibida.

—¡No pueden dejarme aquí! —Se agarró a la barra del autobús tratando de forzar su entrada. El conductor le propinó una serie de patadas que lo tiraron al suelo.

—¡No me obligue a llamar a la policía! —exclamó el inspector—. Le quitarían su chip de crédito y no me gustaría que le cancelen el Servicio Sanitario Nacional.

Luego entró para permitir que se cerraran las puertas del autobús.

—¿No baja también usted aquí? —se lamentó Julio.

—No. He terminado mi turno. Nos vemos en el otro autobús que pasa por aquí a las once de la noche.

—Y yo, ¿qué hago mientras tanto?

El inspector sintió un poco de compasión porque le dio un precioso consejo.

—Si tiene un celular, no lo use. Las antenas flotantes no tienen rutas cerca de la Zona y la señal no se capta. Treinta kilómetros más atrás hay una estación de servicio con un teléfono fijo. Vaya a pie, llame a quien le parezca y cargue nuevamente su chip. Si no tiene dinero, empeñe las joyas de la familia, pero sea como sea, venga con el boleto pagado esta noche a las once y haremos la vista gorda sobre la infracción precedente. —La puerta se cerró con un silbido y el autobús prosiguió viaje.

Julio subió por la pendiente, como le sugirió el inspector, y encaró la carretera en sentido contrario al del autobús.

Estaba solo y tenía que caminar treinta kilómetros a pie. El cansancio lo habría soportado pero la fama que tenía la Zona Prohibida lo inquietaba. Alrededor del 2020, las administraciones regionales habían abierto unos Lugares de Depósito y Depuración de Deshechos Bioinertes en los valles de las colinas de los Apeninos; había que resolver el problema anual de los desperdicios urbanos que seguían amontonándose.

Teóricamente, la idea era genial: excavar túneles en las montañas y largas galerías de docenas de kilómetros y llenarlas con la basura del homo italicus. En la práctica, en la implementación cotidiana, esto era muy diferente. En los túneles había ahora de todo, comprendidos los deshechos radioactivos importados en forma ilegal de toda Europa y enterrados en medio de la basura proveniente de la ciudad.

El aumento constante del nivel radioactivo, unido a la imposibilidad de sanear los lugares de depósito debido al colapso de los desagües urbanos, había obligado al gobierno a crear, sobre el dorso de las colinas de los Apeninos, a lo largo de ochenta kilómetros, un área prohibida para la vivienda y el pasaje pedestre. Solamente los autobuses de las líneas regionales estaban autorizados a atravesar esa zona dos veces al día. Fue así que nació la Zona Prohibida.

La fantasía de la gente la había poblado de criaturas quiméricas que ayudaban a aumentar la tirada de los periódicos: mutantes que vagaban por los valles de los Apeninos, criaturas gelatinosas que destripaban a los turistas desafortunados si se perdían durante las excursiones, plantas carnívoras dotadas de lianas como tentáculos veloces y resistentes. Obviamente, todo eso eran tonterías. Julio sabía, sin embargo, gracias al trabajo que hacía, que había algo que vivía en la Zona Prohibida. Por lo que debía apurarse y llegar rápidamente a la estación de servicio.

El sol le caía sobre el rostro y empezó a sudar copiosamente. Al otro lado de la carretera había una sombra invitante sobre un extenso prado verduzco y marchito. Era una tentación demasiado fuerte como para resistirla. Cuando pisó el primer centímetro de hierba y la escuchó rechinar bajo los zapatos, se dio cuenta de que no era realmente vegetación.

—¡Diablos! —exclamó sorprendido.

Las mántides mimetizadas levantaron vuelo simultáneamente. Millones de insectos ensombrecieron el cielo por un segundo, evolucionando en una formación compacta con la misma coordinación que las aves migratorias. Giraron sobre su cabeza dos veces y se dispersaron.

Se detuvo allí, a mirarlas con la boca abierta. No sabía mucho sobre entomología y, sin embargo, dudaba que aquello fuera un comportamiento normal. ¿Estaba observando un salto increíble en la evolución de los insectos, debido a las radiaciones?

¡A quién le importa! Pensó. Pero aceleró el paso, prudentemente.


Hora 14:00

La estación de servicio era un cuchitril de cinco metros por cinco, coronado por un cartel con un aviso de combustible AGIP. Las cargas de litio estaban acumuladas sin orden contra una pared externa.

A Julio le había tomado tres horas llegar al lugar, y estaba impaciente por irse. Le dolían los pies y de ningún modo seguiría el consejo del inspector de esperar el autobús de las veintirés. Al contrario, llamaría por teléfono para que lo recogiera su cuñado o su mejor amigo, Marco, que vivía a cien metros de su casa.

El empleado de la estación, dentro de una garita con forma de panal de abejas, revestida con una película polímera antibalas, estaba tomando una bebida sin alcohol de una lata fluorescente y jugaba con su cuchillo sobre la mesa. Julio tocó la ventanilla.

El empleado lo catalogó con ojo experto y le comunicó: —El teléfono está ahí atrás.

—¿Cómo supo...?

El hombre fue tan rudo como franco: —¿Cree usted que llegan muchos clientes a esta frontera de la Zona Prohibida? Llega usted a pie, tiene una cara de perro maltratado y su educación es como la de un tipo de ciudad. No se necesita saber mucho para entender que lo han bajado del autobús por no pagar el boleto. Es el quinto que descargan este mes, pero es el primero que llega aquí, hasta la estación. ¡Felicitaciones!

—¿El primero? ¿Qué les pasó a los otros cuatro?

El empleado se rió: —¡Un ciudadano que no lee la crónica negra local! ¡Es como para no creerlo!

Julio había leído solamente los avisos de ofertas de trabajo. Estaba desocupado desde hacía cuatro meses y no deseaba ni de lejos agregar las desgracias de los demás a las suyas propias, de ninguna manera.

—¡No entremos en detalles! —replicó con sequedad—. ¿Puede salir y acompañarme al teléfono?

—¿Se cree que soy idiota? No salgo de aquí ni por todo el oro del mundo. ¡Búsquelo usted mismo! —Bebió un largo trago de la lata.

Imprecando contra esa raza de provincianos toscos e ignorantes, Julio entró en la estación y encontró el teléfono colgado de la pared de un armario, detrás del mostrador de la caja.

Apoyó su chip sobre el lector del teléfono y se puso en comunicación con una operadora.

—Habitación privada de Julio De Vecchi, en Prato, Florencia, llamada a cargo del destinatario. —Indicó con desenvoltura los datos necesarios a la rubia de la central y permaneció esperando en línea.

Tuvo tiempo para silbar durante un minuto antes de que un rostro amistoso sustituyese el display del teléfono y el logo animado de la sociedad nacional de videocomunicaciones. Era Marco con el pecho descubierto.

—Julio ... —El amigo no se lo esperaba.

—¡Marco! ¿Qué haces en mi casa? ¡Desnudo!

Se entrometió la voz de su mujer, hablando fuera del campo: —Querido, no respondas. Regresa a la cama.

Julio sintió que la sangre se le helaba en las venas.

—¡Operadora! —gritó en el teléfono—. ¡Deme una visión estereoscópica de mi habitación!

Pasaron unos instantes para confirmar que los datos del propietario del chip correspondían al dueño del departamento, y se agrandó el encuadre. Vio a Anna, su mujer, salir del baño con solamente una toalla amarrada sobre los senos. La escena dejaba poco espacio a la imaginación.

Perdió la razón: —¿Qué mierda están haciendo ustedes dos? —El software que controlaba las llamadas en video juzgó que las imágenes y el lenguaje eran excesivamente escabrosas y cortó la comunicación.

Volvió a llamar a la operadora varias veces, sin resultado. La furia lo encegueció y golpeó con los puños el maldito aparato hasta que lo despegó de la pared y lo hizo pedazos contra el suelo.

Desenfoque de un pensamiento racional.

Activación del lóbulo paranoico del cerebro.

Julio reconstruyó el acontecimiento. La falta de pago del boleto no estuvo causada por un olvido casual de Anna. Ella se estaba divirtiendo con Marco a sus espaldas y juntos habían pensado en desembarazarse de él, como cualquier otro marido que incomoda. No pensaron en un delito pasional y truculento sino en un método más refinado que se adaptaba al alma ingenua de su mujer. Anna probablemente sí leía la crónica negra y el hecho de dejarlo morir solo, como un perro, debido a las radiaciones, entraba muy bien en su estilo: "por favor, no me ensucien la alfombra con sangre."

—Le haré ver de qué es capaz este maridito...

Regresó a grandes pasos hacia el empleado. Apretó la frente, la nariz y el mentón contra la garita y le ordenó: —¡Quiero tu cuchillo!

El otro lo miró distraídamente: —No doy crédito.

—¡Te puedo dar mi chip! —Julio se mordió el pulso hasta herirse la piel, sacó el rectángulo de silicio, y luego lo sostuvo, ensangrentado, entre el pulgar y el índice.

—Normalmente no trato con dementes... —titubeó el empleado. El chip tenía un discreto valor en el mercado negro de documentos falsos de identificación. Eso lo convenció—: Por esta vez voy a hacer una excepción.

Sacó la mano con el cuchillo por el buzón de la garita y abrió la otra para recibir el chip. Efectuaron el cambio.

—¡Que no se le ocurra pedírmelo de vuelta! —precisó el empleado.

—El chip no me servirá en el futuro. —No después de lo que pensaba hacer cuando llegara a su casa—. ¿Cuál es la parada de autobús más cercana?

—La misma de donde ha venido.

Empezó el viaje de regreso.


Hora 19:00

Julio tenía el corazón colmado de tristeza. Se había quedado en medio de la carretera por una hora llorando como un niño.

Lo habían traicionado. Una doble traición: ¡su mujer y su mejor amigo! No existía perdón para una cobardía semejante. El llanto le había afilado el ingenio. Planificó la venganza hasta los más mínimos detalles. A cualquier lugar que escaparan, él los seguiría y asesinaría sin ir a la cárcel. Le haría decir a su abogado que las radiaciones le habían producido graves daños neurológicos, afectando su capacidad de entender y de decidir. Ningún juez lo condenaría sabiendo lo que esos dos tramaron hipócritamente para eliminarlo y que había sobrevivido por puro milagro.

Se detuvo bajo el cobertizo. Llegó el ocaso y las luces de los faroles se encendieron para iluminar la carretera. La furia vengadora bajó de intensidad. No era un asesino y habría terminado por perdonarlos. Quizás la solución preferible era el divorcio. Quizás...

Un deslizamiento del terreno en la pendiente detrás del paradero lo distrajo. Se asomó del refugio con curiosidad y la rata le devolvió la mirada con una sonrisa de dientes afilados. Julio nunca había visto vivo a uno de esos ejemplares. Los había tenido por años, sin cabeza, ni cola, ni pelo, sobre su mesa de trabajo en la peletería, y no lo habían impresionado. Su récord para desollar un animal era de ocho minutos, desde el primer corte bajo la garganta hasta el último en la unión del cuerpo con la cola. Había ganado un premio de producción por esa velocidad y tenía el diploma colgado en su sala, sobre la chimenea eléctrica.

Con aquel espécimen en particular de rata de los Apeninos que había observado, se podría fabricar un hermoso diván de tres asientos en piel verdadera. Medía un metro veinte de altura hasta el lomo, por cuatro metros abundantes de largo, comprendida la cola. Los cazadores profesionales que arriesgaban su vida recorriendo las montañas y buscando esas bestias, se harían pagar muchísimo dinero por una presa similar. Por desgracia, Julio no era uno de esos cazadores.

—OK, belleza... —la lisonjeó—. Tengo otros asuntos en qué pensar. Ahora, yo me voy por mi camino y quedamos tan amigos como antes.

Dio un paso adelante.

La rata rugió: ¡SQUIIIT!

Julio se puso a correr.

El animal tenía hambre y no se dejó sorprender. Desfondó el revestimiento de resina de vidrio del cobertizo como si fuera de cartón y lo siguió.

Las garras no se afirmaron bien sobre el asfalto, permitiendo que el fugitivo ganara diez metros de ventaja. La rata tenía los pulmones entrenados y en una carrera de medio fondo se lo habría tragado, por lo que Julio decidió descartar el camino a su izquierda, y entró por un estrecho sendero en bajada. La bestia, detrás de él, resbaló en el declive, rodó y perdió otros quince segundos.

—¡Lo puedo hacer! ¡Lo puedo hacer! ¡Lo puedo hacer! —se incitó Julio a sí mismo, corriendo sin aliento. Giró por un recodo del sendero sin salida y se topó con una nidada de ratitas recién nacidas, pero grandes como dobermans. ¡Recto a la madriguera!

La rata madre le llegó por la espalda. Se alzó sobre sus patas posteriores, husmeando el aire con insistencia. Chilló con dulzura y los cachorros la imitaron levantándose. Primera lección a su prole: enseñanza elemental para la degustación de un ser humano.

Julio sacó el cuchillo, se golpeó el muslo con una mano y la desafió: —¡Adelante, veamos cuál es la especie dominante!


Hora 23:00

—Antonio, cuando lleguemos cerca de la parada obligatoria, ve despacio y basta. Daremos una mirada alrededor para ver si ha llegado el tipo de esta mañana, tanto como para comportarnos correctamente, pero luego seguimos viaje —dijo el inspector. El autobús viajaba vacío y nadie se habría lamentado por la violación al reglamento sobre los transportes.

—¡Tampoco me hubiera detenido! —aseguró el conductor. Puso la primera y manejó despacio. Los conos de luz intensa de los faros anteriores iluminaron la carretera. Una larga huella de sangre se observaba salir del paradero y diseñaba macabros dibujos zigzagueantes, recorriendo el camino en forma oblicua. La vorágine en que se encontraba el cobertizo llevó al inspector a una obvia conclusión.

—¡Santo cielo! ¡Se lo han comido las ratas!

—¡Pobre desgraciado! ¿Por qué me dijiste de bajarlo? No se merecía terminar así.

—Me faltan seis meses para la pensión y todos los días mi hijo debe traerme en auto hasta este paradero para esperar el autobús que llega. Son veinte minutos de espera en la Zona Prohibida y la indemnización de riesgo que me pagan no cubriría ni siquiera mi funeral. Si se enteran en la Central que no cumplo con mi deber me doblarían los turnos. ¡Debía hacerlo!

—Pero...

—¡Basta con los remordimientos! ¡Acelera!

El autobús se alejó velozmente. Un kilómetro más allá, el conductor apretó el freno mientras las llantas rechinaban sobre el asfalto. El inspector golpeó la cabeza contra el vidrio.

—¡Ay! —Se tocó la frente. Tenía un chichón enorme. —¿Por qué has frenado?

—¡Observa tú mismo!

Por el medio de la carretera caminaba hacia ellos un hombre con las manos en la espalda, arrastrando los pies por el cansancio.

El inspector preguntó, tratando de recibir una confirmación: —¿Es él?

Ambos sabían de quién estaban hablando.

—Sí.

Al llegar delante de ellos, abrieron la puerta. El autobús estaba cubierto con una doble coraza de plomo para protegerse de las radiaciones, pero no deseaban correr el riesgo de ver saltar imprevistamente una rata adentro.

Julio subió al estribo con la cabeza gacha. Goteaba sangre sobre la grada de la escalinata, su ropa estaba hecha jirones y sus cabellos habían sido arrancados de raíz en ciertos puntos de la cabeza.

El inspector se avergonzó de preguntarle: —¿Ha cargado el chip?

—No —masculló con la cabeza inclinada.

—¿Entiende usted que no puedo dejarlo subir al autobús? Podría perder mi puesto —se excusó el otro.


Ilustración: Pedro Belushi (España)

—Fíjense... He tenido un día pesado. Me han descargado en la Zona Prohibida, he descubierto que mi mujer se acuesta con mi mejor amigo y que se habían puesto de acuerdo para asesinarme; he perdido el adhesivo anti radiación que usted me dio y no sé qué cantidad he absorbido. Les pido de rodillas, ¡no me hagan perder la paciencia!

Levantó la cabeza. Tenía una mirada homicida y las mejillas arañadas con huellas de garras y descarnadas hasta el hueso. El conjunto no fue del agrado de Antonio. El conductor dio un salto y tomó la pistola que guardaba para casos de emergencia en el bolsillo de la puerta, del lado del conductor,

Le apuntó a la cabeza: —¡Si te mueves, te mato!

—¿Una pistola? —Julio se rió desaforadamente—. ¿Les había contado que trabajo en la manufactura de pieles? —Llevó las manos hacia adelante. En la derecha empuñaba el cuchillo inmundo de sangre seca, y en la izquierda, la cabeza cortada de la rata madre.

—¡Jesús, José y María! —El conductor se asustó mortalmente. Soltó la pistola que rodó por las escalinatas del autobús hasta el asfalto.

—Ya que hemos aclarado el error... —indicó Julio—, voy a sentarme, tranquilo y en paz.

Escogió el lugar en la primera fila, junto a la ventanilla. Colocó el trofeo de caza sobre el asiento a su lado y limpió el cuchillo en la manga de su camisa.

No se decidían a proseguir viaje.

—¿Qué esperamos? Tengo que arreglar unas cuentas en mi casa y no quiero llegar atrasado! —los apremió.

Antonio pegó un salto hacia el volante y partió como una flecha.

Julio estiró las piernas y se acunó con el monótono vaivén del vehículo. Adoraba la tranquilidad de los viajes en autobús.



Título original: "Fermata obbligatoria"
Traducción del italiano: Adriana Alarco de Zadra.


Gianluca Turconi nació en 1972 en Monza, Italia. Ha escrito obras de ciencia ficción, fantasía, género negro, horror, narrativa histórica e historia alternativa, además de dedicarse al ensayo histórico. Ha efectuado estudios lingüísticos y jurídicos. Actualmente vive y trabaja en Milán. Aunque sólo se ha dedicado a la narrativa fantástica a partir del 2004, ya obtuvo un tercer puesto en el Premio Alien de aquel año y el quinto en la XII edición 2005. Ha compilado antologías como L'Alveare e dintorni y Sturm und Drang y publicado en revistas y libros colectivos, poniendo de manifiesto, en lo que selecciona y en lo que escribe, su interés por una curiosa fusión de humor y drama como método de aproximación a una sección del futuro posible.


Axxón 168 - noviembre de 2006
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Distopía: Italia: Italiano).