CRITICA DE LA RAZON PURA

Daniel E. Arias

Argentina

Lúcidamente agotados, Mario y yo no tenemos otra cosa en la cabeza que fórmulas de biología molecular y un examen aniquilador de aquí a quince días, catorce, trece, doce. Pero no por ello descuidamos a las Presencias: el cacique brasileño Capa Preta —que espero me ayude—, y el Chico Egipcio, que se manifiesta de mañana y tiene seis años. Sólo que murió hace cuatro mil.

No sé cuál de los dos impide que goteen las velas del altar. Pero cuando aquí una vela se termina de quemar no queda nada de ella, ni una gota de cera en la palmatoria: toda la estearina, evaporada en el aire. Las velas, en general, no se queman así: gotean desprolijamente durante horas y se agotan en una gran chorreadura final. Aquí, en cambio, fuera de un muñoncito de pábilo negro, es como si la vela no hubiera existido jamás. El aire la devora entera, un modesto milagro de barrio que no he visto en ningún otro lugar del mundo, pero que aquí sucede todos los días, salvo cuando está por pasar algo jodido.

Cosas de la casa.

Lo de las velas sublimadas lo constato cada mañana cuando, tras toda una noche sin dormir, largamos los libros y nos vamos, llenos de ojeras y dándonos de tropezones, para la cocina. Allí, a la llama azul y dormida del gas de la hornalla, nos hacemos un café de sonámbulos y vemos amanecer lentamente sobre los malvones rojos y rejas negras del patio.

No tenemos una gota de sueño y queremos seguir así, hiperlúcidos, aunque los cuerpos se derrumben de fatiga. Tenemos dieciocho años, pero, como estudiantes del Nacional Buenos Aires, somos dos cultores expertos de La Voluntad, y sabemos mandonear en plan fakir a ese animal resistente, el cuerpo.

Mariana y su madre, que trabajan mucho de noche, a esta hora están dormidas y rendidas. En ese silencio de casa poderosa, oscura, vieja, de barrio, absorta en sus anchas paredes y altas techumbres, le planteo a Mario la tarea del día: síntesis de aminoácidos, pibe. Incluso en la cocina hablamos cuchicheando. Es lo mismo si no lo hacemos: la casa se traga los ruidos.

Mario vuelve con cuidado al living cavernoso. Oscuridad: velas apagadas. Ya fueron aspiradas por la atmósfera, todas. En el candelabro vacío, ante las figulinas estrambóticas y los idolitos de cristal tallado, Mario enciende otro par de velas frescas, como cada mañana. Mariana y su madre lo han autorizado. Siempre debe haber velas alimentando a las Presencias. Es cosa de verlas brillar, rojas, en ese living negro, multiplicadas por tantos espejos viejos.

Mario vuelve a la cocina y aprovechamos los diez minutos de desayuno para respirar un poco, prender un par de Particulares Negros para bajar el café, olvidarnos de la Biología Molecular, del examen con el profesor Guillermo Ovando. Es un tipo joven y buenazo, pero con el que no se jode ni valen simpatías personales o políticas a la hora de la hora.

Cuando el rector Sáenz —un corrosivo fascista— me quiso expulsar del Colegio, a principios de año, por mi militancia, Ovando arriesgó su propio puesto y encabezó la casi total oposición del cuerpo de profesores a la medida. Y lo hizo con la misma buena leche despiadada con la que me va a aplazar y aplastar si no recuerdo la vía metabólica de síntesis del triptofano.

Once días para el examen, diez, nueve días. ¿Cuánto sabemos? Ahora en el "coffee-break" del desayuno hablamos más bien de la grandota Mariana —novia de Mario— y su madre, una señora polaca algo loca a la que jamás vi o veo, pero sé que anda por la casa, removiendo oscuridades. Hablamos de Eloísa, mi novia. De su madre, una entrañable andaluza tampoco muy en sus cabales, y que luchó en la Guerra Civil Española.

Hablamos de la vida. De Eloísa, que es mi vida, aunque ella es tan ajena a todo esto, tan normal, y cuyo cuello y axilas huelen a pan recién hecho. Pero ahora no está. No está ni siquiera en mi mente. ¿Cuántos días sin vernos? No importa. No existe. Si yo tuviera cuerpo, mi cuerpo la extrañaría. Extrañaría su cuerpo, su olor a pan.

Hablamos de La Vida, como si existiera, y tratamos de olvidarnos de la Biología, que en realidad es todo lo que existe, y que es un poco como los planos generales de La Vida —empezamos a sospechar—, o tal vez la vida traducida a matemática.

Seis de la mañana de nuevo. ¿Cuántos días han pasado? En la maceta de los malvones se posó un zorzal, gris perla y con pecho vagamente anaranjado. Y estuvo ahí afinando a gusto la potente, lírica garganta, hasta que se voló. Raro, nunca bajan pájaros a este oscuro patio interior.

Ocho días para el examen, siete. La ciudad trepida de vagos autobuses afuera. Y en la cocina de un caserón de Parque Patricios habitado por dos mujeres judías dedicadas al espiritismo, madre e hija, un sionista irremediable y un trotskista ya con prontuario policial, ambos estudiantes del viejo Colegio de la Patria, se dedican a ser adolescentes comunes y corrientes diez minutos por día, mientras desayunan, y a hablar de sus vidas. Y quizás hay, escuchando, un chico egipcio de seis años que murió cuando las pirámides eran una novedad.

Después, hasta las once de la mañana, parejo a los libros, duro a los apuntes. Garrapateamos decenas de hojas de block que intentan describir el barroquismo químico del citoplasma celular, según el estado más reciente del conocimiento en este año del señor 1972. Decenas y decenas de hojas cubiertas de fórmulas, vías y ciclos de reacciones se desordenan sobre la mesa del comedor, que es de aquellas que se hacían para veinte invitados.

Casas de antes, con todo a lo grande: las paredes de cuarenta y cinco centímetros de espesor, las puertas de cedro paraguayo de dos metros cuarenta de alto, los techos artesonados de cuatro metros, los dormitorios como salones, los salones como hangares, los vitrales coloreados art-nouveau y los corredores tapizados de retratos de muertos. Pero muertos comunes, parientes, nomás.

Estudiamos en el vasto comedor, en una mesa de patas esculpidas con garras de león algo más chica que un portaaviones. La tenemos regada de libros y papeles. Pobre mesa usurpada: en lugar de cargar platos llenos y familias ruidosas, ha dormido décadas bajo sábanas para guarecerse del polvo. Casi no trabaja. Es que aunque en la casa abundan los Invitados, son pocos los que todavía comen.

A fuerza de café, ayunos y noches en blanco, Mario y yo vamos camino de parecernos a esos. Solos en el caserón, salvo por Mariana y su madre, que duermen. Y los Visitantes, que no.

A las once de la mañana se filtra luz fuerte por las persianas. Abrimos una, pestañeamos como murciélagos. La calle ardiente. La luz, una imprecación. Casi mediodía. Diciembre. Buenos Aires. ¿Paramos diez minutos? Pero que sean diez y no veinte, Mario. Contamos los días hasta el examen: siete, seis, carajo, cinco. Que se nos va el tiempo, Daniel. Café en la cocina, recalentado ene veces. Ni le notamos el gusto.

Se habla del ciclo de los ácidos tricarboxílicos: el isocítrico se transforma en oxalosuccínico con desprendimiento de dos hidrogeniones y dos electrones. El oxalusuccínico a su vez se descarboxilaba y daba un alfa-cetoglutámico, ¿no? Algo así, Daniel, algo así. Me impaciento. Se lo explico de nuevo, con precisión, pero Mario tiene el cerebro fundido.

Dormimos una hora. No nos queda otro remedio... Ayer hubo que hacer lo mismo. Se pierde tiempo, durmiendo. Ya van cuatro horas perdidas, esta semana.

Seis días para el examen, cinco. Lo del ácido cítrico en cis-aconítico no lo tengo demasiado claro, pero Mario es paciente y lógico. Con la última tostada, sonrío por entre las ojeras para que Mario entienda que por fin entendí. Estoy demasiado cansado como para hablar.

Sobre los libros de nuevo, como tigres. La calle suena muy lejos, como si estuviéramos en un corazón de manzana. No se oye el barrio. El barrio se oye en todo el barrio, salvo en la casa de la madre de Mariana.

Sobre la mesa de roble, decenas de hojas de block encierran la suma de la coherencia, la cúspide organizativa de la materia: la célula viviente. El Mapa Matemático del Ser se despliega lentamente, para nosotros, en los gráficos de modulación, de feeback negativo. Es maravilloso: La Vida.

No lo somos, pero nos sentimos descubridores. Miembros de una secta secreta. Casi se escucha el ruido de nuestros cerebros trabajando, parecido al crujir del papel bajo las lapiceras que no paran de descubrir y describir El Mundo. Tres de la tarde, aunque nadie se acordó de la comida, aunque Mariana entró, dejó unos sandwiches que no fueron muy notados ni agradecidos, aunque en algún momento desaparecieron; presumiblemente comidos por nosotros.

A nosotros nos comen otras cosas. Tres de la tarde, e inevitablemente estamos preguntándonos las Preguntas Formidables: ya sabemos —porque Ovando nos obligó a enterarnos— qué cosa es La Vida. Al principio del estudio parecía sólo una innoble y enrevesada sopa química regida por la termodinámica, pero luego se empieza a vislumbrar su lado abstracto: es Código. Es Información. Es algo impalpable, pero que hemos pasado a papel, y se resume en esas largas vías de transformaciones moleculares que dentro de cinco, cuatro, tres, dos días, deberemos explicarle al cordial y mortífero Ovando.

Eso es LA VIDA, profe... pero: ¿Qué carajo es entonces la Conciencia? ¿Y qué es la Muerte?

"No perdamos el tiempo en boludeces, Mario", sugiero para cortar lo perplejo y circular de estas discusiones que han empezado a perseguirnos desde anteayer.

"Todo eso que nos preguntamos es una pura nube de pedos", afirmo, en tono trotskista. Mario me mira, demasiado fatigado para el escepticismo.

Busco otros argumentos.

"Ahí, en esos papeles, ahí está lo Concreto, lo Duro, la Química, Lo Que Existe, Mario. Una mezcla de la dialéctica de Hegel con la Tabla de Mendeleiev. Examen pasado mañana, Mario. Con Ovando. Eso sí existe, pelotudo. Bajá a tierra, Mario, la puta madre. Porque Ovando nos revienta, Mario".

Organizamos un rápido repaso. Es impresionante lo que hemos aprendido. Da vértigo.

Me pego una ducha muy fría en el baño antiguo, de techo alto y mayólicas decoradas, mientras recito —bajo los agujazos glaciales del agua— los distintos tripletes que pueden organizar las cuatro bases nitrogenadas y la codificación degenerada de los aminoácidos correspondientes a los distintos codones. Me seco, absorto, la mente llena de una luz incolora, racional, nítida.

Ojalá este estado me durara toda la vida. Hoy entiendo la felicidad de santos, yoguis y talmudistas.

A las seis de la tarde constatamos sin emoción que el examen es mañana y que tampoco dormiremos esa noche. Dos semanas casi sin dormir. Se vive de un modo irreal, como en una película. Nada es enteramente. El tiempo parece lentísimo, y de pronto, cuando se lo creía detenido, han pasado diez horas. O diez días. Las acciones se disocian. Las consecuencias pierden sus causas y las cosas simplemente suceden. Las respuestas llegan antes, o años después de las preguntas.

Llaman por teléfono. Mario dice que es mi novia. Eloísa. No tengo novia. Tengo la mente tomada por las ecuaciones y la claridad. Atiendo. Hablo mecánicamente. No sé lo qué digo. Un beso, mi amor, chau.

Llaman nuevamente por teléfono, algún compañero de militancia, para pedir instrucciones por una posible reunión de emergencia con el Partido Comunista, porque el Rector y la policía nos están haciendo mierda, están destruyendo a la izquierda en el Colegio. Y de paso, para desearme suerte, pero mientras mi cuerpo responde yo estoy en otro lado. Si los compañeros supieran... Qué abandonados los tengo. Mis viejos no llaman. Tienen una vaga idea de adónde estoy, creo, pero hace tiempo que ya no preguntan adónde duermo, qué hago.

A las ocho de la noche mi cuerpo está cansado, pero no tengo cuerpo y Mario tampoco. Somos una Mente Dual y Enorme que vampiriza libros, libros, libros, y les sorbe la vida en tinta.

Medianoche. Entramos pisando en puntas de pie y nos sentamos ante el altar, en lo oscuro. Mariana y su madre ya han hecho sus trabajos y duermen desde hace rato. Las velas que prendieron relumbran como rubíes calientes en la penumbra, y los espejos las proliferan.

Mario se concentra en el Chico Egipcio. Lo envidio un poco: qué bien que maneja la llama de la vela. Le acerca el cigarrillo, y la llama se divide en dos o se retrae, pero evita quemar el tabaco: "El Chico no fuma", sonríe Mario.

Capa Preta sí fuma y es el mío. Es un cacique brasileño cuya edad desconozco. No sé nada de él, salvo que me tiene alguna simpatía inexplicable, pese a que trato de no creer demasiado en él, especialmente en público. Ahora me concentro y lo llamo, pero no está. No sé por qué siento que no está, y su ausencia hoy es tan evidente como su presencia otras veces.

Boludeces, puras boludeces, me digo.

Pero le muelo un cigarrillo y se lo doy a la vela, que lo absorbe chisporroteando.

Aún así, Capa Preta no llega.


Ilustración: Guillermo Vidal

Reflexiono: esta maldita casa de pelotudos, me digo, se me está metiendo en la cabeza y pudriéndome el cerebro. Creo en Marx y en la Materia todopoderosos y me recontracago en bultos que se menean, espíritus y otras mierdas, pero igual me estoy volviendo tranquilamente loco. Salvame de la locura, Capa Preta. Y de Ovando.

Cinco de la mañana. Nos ponemos el uniforme del Colegio: pantalón gris, camisa celeste, corbata y blazer azul marino. La ciudad se despierta lejana, y roncan, atiplados, unos primeros colectivos que llevan, muertos de sueño, a los obreros rumbo a las fábricas del sur.

Dentro de un rato estaremos entre nuestros compañeros de Sexto Año, orientación Ciencias Biológicas, promoción '72: cigarrillos nerviosos en el claustro, repasos urgentes de ultimísimo momento, caras barbudas, ojos hinchados.

Preparo el último y horroroso café. La llama de gas azulea en la cocina a oscuras, se refleja danzante en los azulejos blancos de las paredes. Mario vuelve del living, donde —me dice— las velas han sido nuevamente gastadas por el aire hasta la base misma, sin dejar residuo alguno de cera derretida, lo cual es bueno. Me ve la cara y se ríe un poco:

"No te preocupes, Daniel. Capa Preta no viene porque hoy el Chico Egipcio se está haciendo cargo".

No le pregunto cómo lo sabe.

Pero es cierto.

Lo constato más tarde, un poco antes de salir a la calle a tomar el colectivo hasta el centro. Mientras Mario abre la puerta y entra, brutal y amarillo, el sol de la mañana, yo me retraso y me asomo con disimulo a la cavernosa penumbra del living: las velas nuevas que acaba de prender Mario, están ardiendo imperturbables, sin gotear. La luz cruje, dorada, perfecta.

Todo en su lugar. Todo cierra.

Todo es lógico.



Daniel E. Arias es argentino y se dedica al periodismo científico, actividad por la que es ampliamente conocido gracias a sus artículos publicados en La Nación y Clarín, entre otros medios. Menos conocido es su entusiasmo por la ciencia ficción y el fantástico, aunque él aduce que todo lo que escribe es de corte realista y que lo fantástico, cuando se digna a aparecer en sus relatos, sólo lo hace de sorpresa y al final. Nosotros, que en privado hemos paladeado otra obra, mucho más extensa, que esperamos poder ofrecerles algún día, nos atrevemos a discutir esa afirmación.


Axxón 169 - diciembre de 2006
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ficción Especulativa: Ritos: Argentina: Argentino).