La llanura de las Ficciones : Libro 1 : El sueño de los Césares

CAPITULO III - EL TERROR SE EXTIENDE COMO UNA SOMBRA

La sentencia se cumplió. La abominable noche de los crímenes quedó imborrablemente grabada en la mente de la población de la ciudad. Los vecinos habitaban un mundo de latrocinios y de inseguridades en el que, a diario, una guerra o una revuelta estallaba aquí o allá. Detrás de estandartes de uno u otro signo, desde los días de la Independencia, se habían enfilado hombres solos, ciudades y marcas, y hasta una y otra mitad de la nacionalidad. Tampoco eran novedosos los crímenes políticos.

El plan elaborado por anónimas mentes se ejecutó para no dejar a conspicuo del clan en pie.

Manuel Borda, de veintiséis años, hijo de Amalia y de Gervasio, salía de su casa cuando un disparo de fusil proveniente de la negrura lo derribó. El primer caído. Bartolomé Borda, que orillaba los treinta abriles, emergía de una morada, tras un mitin, cuando se desmoronó con un agujero en el pecho tras una deflagración. Y estaba Pedro Borda en su biblioteca rodeado de incontables perlas literarias cuando una banda entró con violencia en el estudio y lo acuchilló vez tras vez. Del clan restaba su cabeza y la esposa de éste. Los sicarios los habían reservado para lo último.

Poco antes de las ocho, sonaron ruidos en la enarenada calle, los que inquietaron a Gervasio, encerrado en el despachito. Su mujer se deslizó hasta la estancia cuando el estropicio, pero sus reparos mentales no evitaron el descerrajamiento a balazos de la puerta, ni el tiroteo de las persianas. Astillado el madero que separaba lo doméstico de lo callejero, un tropel de esbirros a sueldo penetró en el santuario. Los criminales voltearon los macizos muebles de algarrobo y sablearon los cojines; rasgaron los cortinados y echaron al suelo la platería, la cristalería y las porcelanas. Luego, aprehendieron al hombre y hundieron sus puñales en él. Contempló Facundo esta escena. Cuando hubo terminado, el cuerpo de Gervasio Borda estaba tieso, boca abajo, en el piso. Manos horrendas le habían arrancado la vida. Luego los reos giraron hacia su esposa, detenida en un rincón. Era la siguiente víctima. Facundo no vio cuanto los reos la cogían, mientras ella prorrumpía alaridos de quebranto, espanto e impotencia.


Ilustración: Valeria Uccelli

Todo acaeció rápidamente. Mientras el grupo disponía de la vida de Amalia, un sujeto de grandes ojos negros, tez morena y tupida y desprolija barba, violentamente arrojó al chicuelo contra el secreter de su padre. En curso el asalto, abruptamente, principió el epílogo. Altas llamas, como pendones, se alzaron sobre las alfombras; rápidamente la línea de fuego lamió las paredes, y devoró el mobiliario, y trepó por las telas y los terciopelos. Un calcinante resplandor bermejo alumbró las habitaciones. Los centelleos crepitaron, trillados y temblorosos. Las voces de su mamita y de los criados, quienes aullaban y chillaban, se apagaron a la sazón, y Facundo se incorporó entre los espirales de humo que nutrían la atmósfera contenida por los muros. Las lágrimas, amargas, acudieron a sus ojos, y desbordaron para recorrer las mejillas rojas de calor y de miedo. ¿Qué había pasado con mamita Amalia? Gritó su nombre, una vez, dos, hasta cinco, más ninguna voz le respondió. Nadie emergió del alumbramiento rojizo. Impelido, sofocado, lloroso, decidió abandonar la casa. Quizá aquella lo esperaba en el exterior.

Salió; al rato la casa estaba sumergida en un mar de fuego. Las lenguas crecían sobre la techumbre, y envolvían las paredes, y rugían en los huecos y en las hendiduras. Y escupían un humo ocre, y rojizo, y negro, que se escalonaba y ganaba los cielos. Y arrojaban lluvias de chispas y tizones candentes, que volaban en la atmósfera, según los caprichos del viento. Ningún rostro conocido vio en la calle, ningún pecho amado lo recibió, ningún brazo fraterno lo abrigó en la hora más penosa. ¿Qué había sido de todos los suyos? ¿Habrían quedado atrapados en el anillo de fuego, en ese océano candente?

De súbito, avistó a los esbirros que resaltaban crueles sobre la luz rojiza; montados en sus caballos, fijaron sus ojos asesinos en el cuerpecito del mocoso. “¡Huid! ¡Corred! No vaya a ser cosa que os prendan también”, le impuso una voz interna. Y cuando las musculosas bestias le oponían sus sólidas osamentas y sus corpachones miembros, Facundo cayó al suelo. Y reptó, retrocediendo ante los asesinos. Se levantó, se impulsó y echó a correr. Por esa razón no vio el desmoronamiento de la casa, ni las turbulencias que levantó cuando el derrumbe; tampoco sintió el calor sofocante y abrasador de los hálitos cálidos durante el colapso.


Nadie en la ciudad sabía por qué un hombre como Gervasio Borda, que siempre había sido tan indiferente a las cuestiones políticas, se había involucrado en esos entreveros. Tal interés sumergió a sus contemporáneos en un mar de asombro. Y mientras los vecinos quedaban horrorizados por la noticia del asesinato del patriarca del clan y de su esposa, su hijo deambulaba por las calles, huyendo de criminales inmisericordes.

Desde su casa hasta la de su hermano Bartolomé, sólo había cinco manzanas de edificios, un trecho corto, pero el camino le pareció muy largo. Corría, corría, con el cuerpo tembloroso aún por el miedo que no disminuía. De seguro, lo seguían, olfateaban sus pasos como perros rastreadores. Al final, la casa apareció sobre la calle.

Cuando llegó, la puerta estaba ligeramente entreabierta. Entró. De inmediato tuvo la impresión de que ingresaba en otra pesadilla. Había andado por un pasador entre sueños espantosos, y a poco de emerger de uno ingresaba en otro. El vestíbulo se hallaba sumergido en las penumbras, y negras y distorsionadas sombras de personas se proyectaban en las paredes de tono ocre. Desfiló ante una hilera de señoras vestidas de luto. Unas criaturas se apiñaban en el centro y el corro despedía llantos y quejidos. ¿Por qué esa reunión de gente? ¿Por qué los sollozos? Entonces, un hombre se apartó del grupo y caminó hacia el. Luego apoyó una mano sobre su hombro.

—¡Hijo! —dijo el sujeto, con esfuerzo—. ¡Hijo! ¡Estás con vida! Todos te buscan —y aquí empezó a llorar—. Ya sabemos lo que les ocurrió a tu padre y a tu madre. ¡Pero no sabíamos qué había sido de ti!

Hubo de inmediato un revuelo. Las mujeres y los caballeros se turbaron, y empezaron a transmitirse que el hijo de Gervasio estaba ahí. Helo ahí, sucio, con las ropa maltrechas, pero de pie. Su búsqueda debía cesar. “Pobrecillo”, escuchó luego de esas mismas mujeres: “¿Quién se hará cargo de él?”.

Facundo miró en derredor. Estaba aterrado, y turbado: no podía fijar la mirada en ningún punto firme.

—¿Dónde está mi hermano? —preguntó: era lo único que le importaba.

Se hizo un silencio de sepulcro. Ante su insistencia, la voz volvió a sonar.

—Lo mataron. Lo siento.

Facundo no comprendió aquellas palabras. Su cansado cerebro se halló, inmediatamente, confuso, desorientado, perdido. La luctuosa noticia le pareció un suceso ocurrido en otro mundo. Al mismo tiempo no podía entenderlo. Sí, era una pesadilla: aquella sala oscura, aquellos personajes siniestros, la voz ronca que le informaba un hecho increíble, y los lloriqueos de los deudos sonando en el ambiente. Repitió en su cabeza las palabras, sus términos exactos, una y otra vez. No, no podía ser real: aquello era un sueño espantoso sin lógica ni realidad del que despertaría de un momento a otro. Cuando abriera los ojos, encontraría a mamita Amalia, y a Matosa, y quizá a su padre, todos a su lado. Entonces, la voz melódica de su madre le susurraría: “Tranquilo, hijito, tranquilo”. Pero el hombre que tenía a su frente, un desconocido, estaba lejos de tranquilizarlo.

—Muertos también están tus otros hermanos, también asesinados— agregó.

La mirada de Facundo giró hacia el final de la estancia: descubrió un bulto, rígido y oscuro. Avanzó con paso lento. Ningún sonido, ningún movimiento provino del helado cuerpo. Se acercó con la mirada detenida en él y, a medida que se aproximaba, fue descubriendo su rostro. Fue allí, frente a su hermano, que diose cuenta de la verdad. De súbito, estalló en llanto, y cayó al suelo.

En la madrugada abandonó la casa: solo y triste, salió a la calle para recorrer la ciudad. Acudió a conocidos y allegados de su padre reclamando un cobijo. Pero los copartidarios a los que se apersonó en demanda de ayuda se escondieron para no recibirlo. Insistió con ahínco ante cada portal, y suplicó ante cada manecilla de bronce, y se quebró hasta el paroxismo de la humillación, doblez que habría avergonzado a su padre. Ningún auxilio recibió de personas bastantes respetables, pero aterradas todas, que veían peligrar no sólo sus existencias sino sus fortunas, de acoger la infrascrito. El postrer rescoldo de un clan señorial deambulaba como menesteroso en la tierra sanjuanina.


Después de errar vanamente por el orbe, llegó a una plaza donde se juntaban pesadas carretas. Ahí se tumbó, entre las gruesas ruedas de los rudimentarios carromatos y las patas de los bueyes; éstos emitieron mugidos quedos y dirigieron ojos cargados de curiosidad al extraño. Bajo un transporte se quedó agazapado, doblado, pendiente del menor ruido; apoyó la cabeza en el suelo fangoso y echó a llorar.

¡Sí, necesitaba llorar! Necesita descargar emociones, pánicos, inquietudes, despojos. A la vista, no había gran diferencia entre el Facundo de la mañana y éste Facundo de la noche, a pesar de lo sucedido. Una tragedia podrá ser vasta, pero la finitud del hombre le impedirá entenderla, en lo inmediato, en su integridad. Será necesario el paso del tiempo para el acomodamiento de la razón y del sentir. Su mente no podía entender cabalmente que seres cotidianos hubiesen salido abruptamente de su vida para no ser hallados en ningún sitio, en ninguna dimensión palpable. Para él seguían vivos en alguna parte. Sin embargo, podría rebullir aquí y allá, buscando cuerpos animados que hasta esa terrible noche habían estado al alcance de la mano, lo habían arropado, lo habían colmado de caricias y le habían pronunciado, siempre, palabras afectuosas, pero no las hallaría. Tales voces no sonarían otra vez, tales caricias no se repetirían, pues la separación fatal de la materia y del alma había ocurrido en todos ellos. La mente y el corazón obrarían, en lo inmediato, como si aquellos seres estuvieran de pie, en tal o cual sitio; pero el inevitable contacto y reconocimiento de los datos de la realidad lo harían darse cuenta del insalvable error.

Mas, una íntima fe vino en su socorro: la creencia imperecedera de que esos seres moraban en un sitio celestial y que aquella separación no sería eterna. Ningún sendero iniciaba para cortarse en un abismo; ningún barco navegaba sin un puerto al que dirigirse; tampoco la lluvia caía sin un propósito.

Su interior estaba saturado de una mezcolanza de sentires urgentes y confusos: miedo de que los criminales estuvieran buscándolo, soledad porque nadie había con él ahí y nadie había en otra parte, desamparo porque la casa ya no estaba, aunque parecía irreal que tanto la casa como sus moradores hubiesen desaparecido de un minuto para el otro.

El sitio en el que se había echado a dormir estaba oscuro aún: faltaban dos horas para el amanecer. Las tinieblas exhalaban bullas y carcajadas de aparceros y troperos, de hombres del vulgo. Luceros chiquititos las agujereaban. Rara paradoja del mundo: en un mismo tiempo, la risa y el llanto se daban la mano. Las reses, en tanto, inquietas por la presencia del intruso, golpeaban el suelo con sus patas.

Despertó al rato, arrebatado del sueño por un estrépito. Los brutos se movían, la carreta se meneaba y una docena de pies repicaba en el polvo. Voces, mugidos y ruidos de trastos restallaban en derredor, ascendiendo y descendiendo. Tendido en el polvo, bajo la carreta, vio primero un par de pies; después, otro.

—Mala noche, amigo —sonó una voz, pastosa—. ¡El ejército nacional pisa la provincia! Está a sólo unas leguas de la ciudad. Por otro lado, un compadre mío que llegó de Mendoza me contó que algunos indios huarpes, enterados de lo que ocurre, aprovecharon el desorden y atacaron los fortines que hay en el sur...

—¿Huarpes? —exclamó el paisano, con asombro—. Hace años que no se tenían noticias de ellos. Casi no quedan...

—Algunos hay viviendo con los pehuenches, en el sur, donde se refugiaron... Usted no partirá en medio de lo que pasa, ¿no es cierto?

—Salgo en unos minutos —dijo el otro.

—¿A dónde va, Funes? —dijo la voz.

—A Buenos Aires —contestó el interlocutor—, con mi hijo. Y para no volver. Probaré suerte allá.

—¿Está grande el varón?

—Y... tiene once años. Y la patrona está ansiosa de verlo.

—¿Dónde está ella?

—En Buenos Aires, compadre. Se mandó por anticipado. Fue una forma de presionar, porque me dijo: “gaucho vago y pendenciero: para que no sigas macaneando, me iré primero yo. Y cuando te haga falta, harás lo mismo”. Y ansí pasó. Me cansé de andar solo, sin compañera. Me voy con esos porteños sobados

—Pero, con sólo dos gueyes para un viaje en que se utilizan seis, y con un crío de quien ocuparse, va a tardar tres veces más. Por lo general se hacen dos leguas por día y se descansa. Pero usted, amigo, cuando le venga el sueño no va a tener quien lo reemplace. En la noche no se anda; y el sol quema en el mediodía y en las primeras horas de la tarde. ¡Va a terminar chamuscado! Además, no conoce usted el terreno...

—¿Qué quiere? ¿Qué me consiga ayudante o vaquiano? Además, sólo conseguí estos dos gueyes.

—Sí. Y, ¡en qué estado! Viejos, con mataduras en todo el cuerpo y enjambres de moscas girando sobre ellos. Y, ¿la carreta? ¿De quién la consiguió?

Calló Funes. Pareció meditar la pregunta. Finalmente, respondió, algo molesto:

—Pero, ¿qué tanta pregunta? ¿Es policía, usted? Además, ¿de dónde voy a sacar un ayudante?

“¡Buenos Aires! —pensó Facundo—. En Buenos Aires están mi tío, Lisandro, mi tía, y los primos. ¿Por qué no irme para allá? Ellos podrían ayudarme. Sí: debo huir de San Juan. ¡Debo irme! Me encontrarán y me matarán si me quedo. Me habrían matado también de no haber escapado. No hay sitio seguro para mí en la ciudad. Pero mis tíos me recibirán”. De todos los sentires que pueden acechar tras un hecho como el que había sucedido, el miedo estaba en primerísimo lugar. Esto era natural tratándose de un niño; también, tratándose de un adulto. A unos pocos pasos estaba la ciudad, el vecindario, el caserío. Por él, cuchillo en mano, andaban criaturas tenebrosas que mataban y herían. Tal vez lo buscaban, tal vez olfateaban su rastro, cuales lebreles; tal vez, de un momento a otro, sus figuras surgirían en la esquina, en la entrada de la plaza, o detrás de tal o cual carreta. Debía irse, lejos. Recogió, sagazmente, la necesidad del gaucho y de un salto se proyectó desde el hueco a la plaza, diciendo a viva voz: “¡Yo puedo ir con usted! ¡Yo puedo ser su compañero!”.

El hombre, un chino grueso, de traza vulgar y tupida barba entreverada, lo miró con sorpresa. Llevaba un sombrero embudo en la cabeza y chiripa de lienzo; la camisa estaba tan gastada que era casi transparente, y las botas de potro parecían a punto de desarmarse. Sus ojos eran pequeños, la nariz, deforme, y tenía largos los cabellos, además de sucios.

—¡Yo puedo ir con usted y serle de ayuda, señor! —proclamó el muchacho.

—¿Un crío? —exclamó el hombre, incrédulo, y giró.

Pero el chiquillo, decidido, lo siguió.

—Puedo recoger el agua, lavar su ropa, amansar a los bueyes… —detalló Facundo aunque jamás había realizado ninguna de las faenas que prometía.

—No molestes —dijo el hombre, sin perder el tino, mientras aprontaba los cabestros—. Esto es un asunto de hombres. Tu mamita te estará reclamando. Vete a casa.

—No tengo casa, ni parientes, señor... —titubeó.

—¡Un huacho[2]! —espetó Funes—. ¡Un cachorrito que se prende a otra teta pero no a la de su madre!

—Tatita quería armar un jaleo antes de que el ejército llegase... Por eso tengo que ir a Buenos Aires, señor —dijo, implorante—. Allí vive mi tío, ¡un hombre muy, muy rico!

—¡El hijo de un revoltoso! —lamentó, espantado—. ¿Qué pasó con tu tata?

El niño demoró la respuesta.

—Murió… Unos desconocidos asaltaron la casa y la quemaron —dijo.

El gaucho quedó pasmado. ¡El mocoso era un escapado!

—¿Estás loco? —dijo—. Andar contigo es peligroso.

—Pero…

—Vete en la carreta de López, o de Anasagasti o de Carracedo —le dijo y apuntó con el dedo cada uno de los transportes, mientras aseguraba los atalajes del propio—. Quizá ellos te lleven. Aunque te recomiendo que ante ellos calles lo que dijiste: espantarás a todos.

—¡Pero no conozco a ninguno! Y usted…

El hombre interrumpió su tarea y lo miró fijamente. ¿Quién decía que ambos se conocían? ¡Locuras del mocoso! Se asía a los primeros pantalones que veía y pretendía que su portador lo acogiera y lo apañare como le era debido a un niño. Pero mala elección había hecho, porque Funes no encuadraba en ese molde. Como prestador ya era inoficioso con su vástago; entonces, ¿qué podía esperar un extraño? Avistó Facundo al pobrecillo: el hijo de Funes contaba con once años, pero era tan enjuto, y diminuto, y de carácter tan endeble que parecía de ocho. Vestía trapos, calzaba unos tamangos prestos a pulverizarse y tenía la carita negra de mugre.

—¡Por favor! —insistió Facundo, casi desesperado—. ¡Lléveme con usted!

Funes, entonces, cogió al niño por la camisa roñosa que cubría su torso, le acercó la cara y dijo, en tono quedo, con crudeza:

—Escúchame, hijo: ¿ves la carreta? Es robada. Hasta los gueyes lo son; me miran con nostalgia como diciendo: “¿Por qué nos robaste? Devuélvenos a nuestro establo”. Y tengo otros robos en mi haber. ¿Qué pasaría si me descubren con una carreta ajena, dos gueyes también robados y un chiquillo que no es mío y que no sé de dónde salió? Les diré: “¡Oh, sí: lo encontré en la plaza, me pidió dar un paseo hasta Buenos Aires y acepté!”. ¡Sería un bolazo! No podría dar una explicación conveniente. ¡Daría directamente a la cárcel! Y tú, al orfanato. O lo que es peor, ¡me fusilarían por andar con agitadores!

La explicación no convenció al niño. En verdad, nada entendía de procedimientos policiales, de requisas y de detenciones. ¿Por qué le estaba vedado trasponer el límite de San Juan? El hombre le volvió la espalda, dando por terminada la plática. Entonces, el cerebro de Facundo atrapó una excusa y, a continuación, como un pescador, puso un señuelo en el gancho, proyectó la caña y tentó al pez.

—Puede decir que es mi tío —dijo—. Además, si usted me lleva, mi tío porteño lo recompensará con unas cuantas monedas…

Facundo no sabía si sus palabras tendrían un efecto en el hombre, el suficiente para hacerlo volver sobre su decisión. Pero la presa picó: Funes se detuvo y, lentamente, se volvió, con ojos desorbitados.

—Tu tío… —balbuceó—, ¿me pagará por ti?

—Sí, señor —dijo, con vehemencia—. Él tiene mucho, mucho dinero. He visto su casa, y guarda abultados fajos de billetes en una pared.

¡Dinero! ¿No se dirigía a Buenos Aires? Si cargaba con el niño, la orgullosa ciudad lo recibiría con un premio por haberlo conducido hasta ella, de manera que, de resultas, el viaje le reportaría unos cobres. Bien los necesitaba; con ellos podría sellar la lengua deletérea de su mujer que lo estimaba un haragán. Además, la excusa del mocoso era viable.

Pero, ¿y el ejército? Las voces que corrían aseguraban que los caminos estaban infectados de tropas, de guarniciones y de hombres con guerreras. Y, ¿si los cogían? ¿De qué modo él, un gaucho pobretón, iba a justificar la tenencia de tamaño transporte con dos animales? Además, el mocoso era miembro de un clan, presumiblemente, rebelde, y no era conveniente estar enlazado a nadie que oliera a ingobernable.

—¡No! ¡No! ¡No! —repicó Funes, dubitativo—. El camino está lleno de soldados. No pasaremos… Excepto —repensó, con avidez—, que nos dirijamos al sur, pero sin tocar Mendoza… ¡Tampoco! —recapacitó—. Hay un ejército mendocino también en San Juan. Pero creo que está en retirada —meditó—. Sí, se aleja; el ejército de nacionales lo corrió…

Relegó los pensamientos agoreros; se representó a las tropas pero estaba seguro de eludirlas o de no toparse con ellas, y resolvió llevar al niño a Buenos Aires. Ya escuchaba el tintineo de las monedas que el tío ricacho depositaría en sus manos.

—Está bien. Pero no partiremos ahora, porque ya amanece y nos será difícil escabullirnos a la luz. Lo haremos en la noche.

Los métodos que tenía Hilario Funes para procurarse un dinero no eran de los convencionales; juegos, ardides y mandados esporádicos le reportaban unos cobres. Por su estofa, habría tenido que revistar en la gleba de algún señor feudal, pero rechazaba con vehemencia esa servidumbre, aunque ello lo destinara a una constriñes eterna. Cualquier docto de la época lo hubiese entendido como el exponente del criollo; un natural al que deleitaban las disquisiciones teóricas y filosóficas, más que el pensamiento práctico; un criollo, por naturaleza, más inclinado al ocio y la contemplación, que soportaba con estoicismo su pobreza sin miseria, y que escapaba de aquellas tareas que suponía lo disminuían como individuo.

Por ello, cuando la llegada del “gringo”, se debatirían en ese suelo dos formas de vida: la una, tradicional, hispana y patriarcal, satisfecha con conservar su humilde dignidad en medio de la pobreza del desierto; la otra, materialista, que buscaría afanosamente el dinero y la riqueza. Sí; habría una diferencia entre el temple de hombres llegados de Europa sin un céntimo en el bolsillo y el de un natural del país, porque no habría nada que el primero no estuviera dispuesto a hacer para alcanzar la prosperidad material y había muchas cosas que el segundo estaba dispuesto a no hacer aunque le costara la vida. Funes oscilaba entre la pereza y el denuedo; pretendía una labor segura, pero se desanimaba tan pronto como imaginaba que las tareas (en el campo, como plantador o cuidador de hacienda) serían fatigosas, y la paga, misérrima. Entonces, esbozaba bonitos proyectos, y se entusiasmaba con ellos, pero nunca pasaba a la acción. En el último año había acumulado, al menos, quince diferentes empresas; todas las había proclamado a su mujer, Susana, pero nunca clareado el día en que el hombre se había puesto en pie antes del asomo del sol para poner manos en la obra en una sola. El “mañana empezaré” se prolongaba indefinidamente; hoy, tal excusa le impedía comenzar, otra al día siguiente. Vislumbraba aquellos planes como cosa de titanes, que requerían esfuerzos hercúleos y temperamentos firmes en todo tiempo, y se reconocía (aunque no lo dejaba traslucir al exterior) como carente de esas dotes.

Hastiada, Susana se había marchado tras resolver que ella misma iba a probar suerte en Buenos Aires. No esperaba que su generación fuera una continuación de la primera en cuanto a la constriñes de recursos. Por el contrario, ella procuraría que los propios, materializados en bienes, fueran holgados y numerosos, tanto como para alejarse, en un viaje sin retorno, lo más posible del estado original. ¡Era tan lastimoso experimentar los reparos, las distancias insalvables, con único fundamento en el metálico, que otros, satisfechos y aún bajo modales corteses, disponían entre su familia y aquellos!

El esposo, quebrado al fin por la pena, había resuelto emprender igual viaje a Buenos Aires.

sigue...


[2] Este era el nombre usual que se le daba a los huérfanos y a los hijos ilegítimos. [↑volver]