EL CAPITÁN, EL PILOTO Y LA SIRENA

Juan Pablo Noroña

Cuba

Emergimos a masa real con todos nuestros átomos en el peso justo, y al momento me acerqué al monitor de posición.

—¡Oye, Conto! —grité molesto—. Estamos a medio camino. ¿Tienes alguna idea?

Él se inclinó sobre su mesa y siguió sacando cuentas sobre una hoja de papel inteligente. Lo mismo estaba haciendo justo antes de convertirnos en una burbuja de prácticamente nada. Al saltar nunca tomaba más precaución que sentarse quieto.

—Chequea la entrada de energía —dijo, sin levantar la vista.

El indicador de la energía que absorbía el Cultivo bajo el casco crecía a ojos vistas. En algún lugar cercano algo estaba disparando partículas a chorros.

—Debemos estar cerca de un sol, por como entra energía —comenté—. ¿Habremos tenido un gatillazo?

—Se me olvidó decirte —Conto garabateó números en el plástico—. En esta ruta es costumbre parar junto al Ferente y chupar de él.

—¿Estamos cerca del Ferente? —me alteré. Tras un año de sociedad ya no me extrañaba que Conto dijera las cosas después; pero que anduviéramos cerca del Ferente era un hecho extraordinario y debía habérmelo anunciado.

—Es muy larga; si no repostamos energía a medio camino podemos aparecer con deuda de masa.

Lo cual es tan peligroso que ni siquiera está cubierto por el seguro. Miré el indicador de energía, e incluso con el rápido incremento se veía muy bajo para ser la mitad del viaje.

—¿No habías comprado suero nuevo para el Cultivo? —pregunté—. Apenas guardó energía.

— De todas maneras el cultivo está muy viejo, y lo sabes.

—¿Y era bueno el suero?

—Lo probé.

Conto proclamaba que ningún analizador era tan bueno como su estómago. Si el suero estaba adulterado o corrupto en alguna manera, le daban cólicos. Los vendedores tienen trucos para engañar a los aparatos, decía él, pero no a su panza.

—¿Estará bien el pasaje?

Conto suspiró, harto de interrupciones. —¿Han gritado?

Callé. A veces Conto tenía razón sobre mi obsesión por los detalles, resultado de casi cinco años como burócrata.

No pude conservar el silencio por mucho tiempo.

—Sabes, hay software de contabilidad en la computadora de la nave.

Por suerte Conto había terminado y no se tomó mis palabras a pecho. —Desconfío de la “Estrelladora” para eso —dijo, dando la última mirada a su cálculo—. Podría falsear datos para parecer rentable y que no la vendamos.

Bufé. —Caramba, Conto. Es una computadora.

—En una nave muy vieja.

No tenía sentido discutir supersticiones con un tipo que cruzaba la galaxia de lado a lado cuando yo estudiaba en mi pella de fango natal. Además no me interesaba eso, sino otra cosa.

—Conto...

—Acaba de poner el huevo, Staro —mi socio puso ambas manos sobre la mesa—. En cualquier lugar de la cabina.

Me aclaré la voz. —¿La Sirena no vive en el Ferente?

Conto me miró a los ojos. —Por esto no te dije que lo cruzábamos —gruñó—. Al menos hasta ahora me había ahorrado tu pejiguera.


Ilustración: Fraga

Sin contestarle, di vuelta a la silla para confrontar el monitor de recepción. —La podremos captar mejor, amigo. Dicen que jamás repite una canción.

—Bueno, en algún momento se le acabará el repertorio —mi socio se encogió de hombros—. Lleva veinte años-T en eso.

—Dicen que tiene toda la música de la historia.

—Espero que no, porque si no nunca terminará.

Conto era de los hipócritas que decía que no escuchaba a la Sirena. Pero él la oía en secreto, como tantos, donde nadie lo viera llorar o emocionarse. Cuando lo atrapaba silbando alguna de sus canciones, me gritaba que ella no tenía exclusiva sobre ninguna música.

—Vamos, vamos —mascullé mientras observaba cómo el buscador peinaba bandas de transmisión—. Aparece, diosa.

—Tienes hasta que el Cultivo se cargue. Después de eso estamos saltando.

—¿Podemos hacer esta ruta más veces?

—De hecho, debemos —suspiró Conto—. Nos propusieron la Seviria-Capisbis fija por medio año T, porque tenemos la capacidad justa para cubrir sus proyecciones de transporte. Por favor, no hagas ese bailecito.

Me froté las manos. Gracias a la esperanza adquirida no me entristecí cuando llegó la hora de continuar sin que hubiera hallado la señal. Daba gritos mentales de júbilo mientras la maquinaria nos convertía en pura fuerza de color y el universo local, asqueado de nuestra extrañeza, intentaba empujarnos fuera de sí por la vía de menor resistencia. Por supuesto, sólo conseguiría depositarnos en las cercanías del sistema Capisbis, donde, para su alivio, tornaríamos a ser materia metaestable.


La “Estrelladora” llegó a mí como cancelación de una deuda que en realidad era un soborno solapado. Me contrarió mucho recibir una nave en lugar de efectivo, pues el pago en especie no resulta discreto ni expedito. Además estaba muy vieja y gastada; me costaría salir de ella. Cuando me dieron la documentación el envoltorio tenía una cinta de regalo, como si me dijeran: “Encantados de hacer negocios contigo, bobo”. ¿Pero qué podía hacer? De un lado tenía una nota de débito por supuestas refacciones a la compañía dueña de la “Estrelladora”, y del otro esa ruina espacial como compensación. Las refacciones eran fantasma, así como la firma, de hecho tapadera de una real, muy poderosa, a la cual yo había favorecido mediante mi cargo burocrático. Por supuesto, el valor real de la nave no alcanzaba a cubrir la deuda, pero no se puede llevar ante los tribunales a una corporación para exigirle coimas decentes... se vería algo inapropiado.

Como esperaba, nadie quiso comprármela. Mucha gente me envió mensajes de burla cuando la puse a subasta. Bueno, tuve ofertas casi tentadoras de una firma que hace estudios de devaluación, fatiga estructural y riesgo por rotura. Pero no daban mucho; me insinuaron que la “Estrelladora” estaba fuera de rango para pruebas y sólo la querían para un análisis de límite.

Entonces algo maligno penetró en mi cerebro, sacó chispas de una neurona autodestructiva y me dio ideas de entrar al negocio del transporte informal... eso que llaman boteo. Debe haber sido por una obsesión con mi tortuosa juventud, cuando hacía uso frecuente del servicio y en mi mente los boteros eran chupasangres inescrupulosos que se enriquecían tan rápido como para retirarse en meses, pues raramente volvía a ver a alguno, incluso en las mismas rutas. Ahora sé que en realidad quebraban o morían. Con hacerme botero imaginé convertirme en un tiburón humano, un desalmado explotador de la miseria ajena. Debí seguir como burócrata si quería eso.

Así que vendí mi cargo, junté mis ahorros y llamé a Conto. Él y yo nos conocemos de mi época como viajero en botes; de hecho me había salvado la vida en una de esas ocasiones. Iba yo en una litera colocada bajo un conducto de circulación y escucho al capitán de aquel ataúd volante, histérico, amenazando con asfixiarnos a todos los pasajeros porque el sistema de supervivencia estaba defectuoso y no daba abasto. Justo después de orinarme, escucho una voz calmada —la de Conto— ofreciéndose a hacer una reparación peligrosa y difícil. Cuando más tarde lo invité a darse un trago en el bar del espaciopuerto, y ya en la barra le dije que había oído la conversación entre él y su jefe, y estaba listo para abrazarnos y llorar juntos de alivio, Conto se lanzó a darme una explicación técnica de cómo había arreglado el reciclaje. Él es así, especial. Le es difícil comunicarse, pues para él las únicas interacciones válidas son las que dan resultados concretos o transmiten información necesaria e interesante. Asociarse conmigo le provee una nave casi para él solo y hablarme permite un menor manejo de dicha nave; gracias a eso hace un esfuerzo por actuar como una persona normal cuando está conmigo. Quizás hasta le caigo bien.

Pero Conto es magnífico con las naves. Por fortuna para mí estaba sin empleo cuando lo llamé, pues su último bote había naufragado en tránsito, con él y cien dentro, por supuesto. No fue su culpa; la nave era una ruina que sólo su pericia técnica y la avaricia de la dueña mantenían volando. Conto se las ingenió para mantenerlos vivos a todos, emitir un mensaje de auxilio y encerrarse en la cabina con el capitán antes de que el pasaje los linchara. Aunque los rescataron a tiempo, la nave estaba perdida para siempre. Bueno, no del todo; al momento de oír mi propuesta de asociación, Conto me pidió dinero para sacar del derrelicto cuanto se pudiera llevar. La dueña se había desentendido de aquello, así que le di luz verde. Mi amigo rentó un ridículo carguerito de enlace y cargó de vuelta mobiliario, paneles y aparatos, en bodega o amarrado al vehículo. Usamos todo para reconvertir la “Estrelladora” en el astillero de un conocido suyo que puso a punto mi chatarra por un precio de amigo. Creo que Conto sólo estaba esperando una inyección de capital para florecer como empresario. Tiene talento, calificación, experiencia, conexiones... todo menos suerte, la cual dicen me sobra a mí.

Pronto se volvió una rentable rutina. Tocar puerto, untar al sindicato local, reunir pasaje y contrabando de ocasión, persignarse, saltar al destino, llegar en una pieza, darse el trago de la suerte, repetir. Por cada diez saltos, una revisión en el taller elegido por Conto en una rotación que tenía sentido para su instinto de regateo. El negocio iba como la seda; en cien saltos —medio año T— rellené mi cuenta de ahorros y otro tanto Conto, sin incidentes dignos de mención.

Los demás boteros nos miraban brindar en los bares y se reían de nuestro optimismo, insinuándonos que la suerte inicial era espacio dejado por el resorte de la desgracia enrollándose lentamente para un día soltarse y hacernos picadillo entre sus espiras. La metáfora es cita textual del capitán anterior de Conto, pero todos decían más o menos lo mismo. Por supuesto que les hacíamos la higa. ¿Qué no íbamos a creernos, con tanto dinero entrando sin problema alguno? Se podía creer en la astucia de Conto, en la buena alineación de las estrellas para los saltos, en los últimos años de la “Estrelladora” y sobre todo en mi buena fortuna. Pensar otra cosa no haría sino deprimirnos y malear el buen momento, que con esperanza nos sabía mejor.

No es que nos creyéramos indestructibles ni fuéramos ingenuos respecto a los riesgos. Estábamos conscientes de lo aventurado de tirarse en viajes largos con un cacharro como el nuestro, a punto del colapso y anunciándolo todos los días a pesar de los parches. Conocíamos los peligrosos eventos del espacio profundo, como cúmulos extraños, nubes de gas caliente o chorros de partículas pesadas, ante los cuales eran lo mismo la “Estrelladora” y el más moderno crucero de guerra, y sabíamos que llevar gente sin documentos fiables era una ruleta rusa, pues podían ser piratas, enfermos, locos o disidentes. Todo eso podía ocurrir, aunque no ocurriera. Quizás era la causa de nuestra alegría al brindar en los bares, y de la envidia ajena; que nos librábamos de lo que podía pasar, lo que debía pasar. Era un alivio. Mas ni el optimismo antes de un viaje ni su buen fin nos libraban de la preocupación. La suerte no basta; la supervivencia y éxito se deben tanto o más al cuidado constante, a la alerta, a andar con cuatro ojos y las manos en todas partes a la vez. Todo eso con el conocimiento de que podía ser completamente inútil en las circunstancias del negocio. Era un peso en nuestras nucas el espacio afuera, el pasaje adentro, la nave a punto de abrirse para mezclar las amenazas, y nosotros en medio en tensión constante contra todo eso. Para ayudarnos a resistir estaba la Sirena.

La escuchábamos casi exclusivamente los tripulantes espaciales, pues teníamos acceso a las antenas abiertas de las naves, aunque algunos oían grabaciones. Su música llenaba el espacio con ubicuidad alentadora. Casi donde quiera se podía sintonizar su banda y escuchar canciones increíblemente hermosas en su magnífica voz suave, cálida y familiar. Cantaba en varios idiomas, tanto arcaicos como modernos, pero siempre se podía entender que era sobre nosotros y lo poco bueno en nuestra dura vida. Por ella creíamos en un universo humano, capaz de armonía y no necesariamente siempre al acecho para acabarnos. En medio de constantes voces de alarma, escucharla nos suavizaba, nos permitía seguir cuerdos. Nadie sabía dónde se originaban las emisiones, aunque se hablaba del Ferente, y existía disenso sobre cuándo habían empezado; no había información, sólo montones de rumores y leyendas. Que si era una antiquísima señal de Vieja Tierra, un truco del gobierno para apaciguar a los espaciales, cantos de una entidad supernatural o mensajes de otra raza inteligente. Para gente como yo y Conto —aunque él negara su parte—, la Sirena era la diosa de los viajes inciertos.


Pagué la cuota al representante del sindicato —un tipo agradable, los matones están para otras cosas— y fui a reunirme con mi socio en el bar del espaciopuerto Capisbis. Es lamentable admitir que si no lo conociera preferiría abordar al mafioso en vez de a Conto.

—Es un día especial, Conto. —Me senté a su lado tomando la bebida, que él había pedido doble—. ¿Sabes por qué?

Conto se acodó en la barra. —Estás obseso con ese asunto de la Sirena —suspiró.

Me reí. —No, no es por eso —protesté con aspavientos—. Hoy es tu cumpleaños, y además se cumplen seis meses T de nuestra sociedad.

Me miró extrañado. —¿Tengo cumpleaños? No recuerdo.

—Bueno, la fecha la decidí yo. Hace cuatro años me salvaste la vida en aquel bote. Pero debes tener una fecha real en el documento de identidad. De cualquier manera; no es que esa me importe, tampoco.

Conto se sonrió.

—Entonces, ¿qué quieres por tu cumpleaños?

Mi amigo se concentró, y al cabo del minuto el rostro se le iluminó con una expresión de misterio. Por suerte no pareció notar mi cara de susto cuando me tomó por el codo y prácticamente me arrastró hasta la vidriera de una tienda cercana, en el mismo pasillo del bar. Allí me señaló el estereograma de una antiquísima lanzadera maquillada para la venta. Le pregunté si no quería algo menos caro o más útil como regalo, y él me dijo que viera el número de registro.

—Es contemporánea con mi abuela —le respondí—. ¿Qué, vale como antigüedad? —Y estaba, por cierto, bromeando.

Conto asintió. Era el vehículo en el cual el fundador de una colonia llamada Cieloverde había naufragado en el planeta de ese nombre, descubriéndolo, de paso; algo así como una nave histórica. Esa colonia acababa de alcanzar la independencia y su flamante dictador vitalicio estaba comprando legitimidad y patriotismo donde lo vendieran, a cualquier precio. Como parte de su campaña, el gobernante había estado buscando discretamente objetos vinculados a la heroica historia de su mundo natal, entre ellas el vehículo del Padre de la Patria. Los rumores llegaron a Conto mediante sus contactos en los talleres, en los cuales el de Cieloverde pensaba hallar algo. No le había costado mucho memorizar el registro y características básicas de dicha lanzadera, por si acaso. Y ahora, caminando tiendas a la caza de oportunidades, había reconocido al símbolo Patriótico y Fundacional.

—¿Quieres que invierta contigo en esto? —le pregunté.

Me recitó las cuentas. No le alcanzaba el dinero para comprarla por sí solo, y me ofrecía invertir a la mitad. También necesitaba mi carguero para llevarla y se vería feo no darme participación; además, yo era su amuleto de la buena suerte. Añadió que si no le cobraba el transporte, el favor sería mi regalo. Lo abracé y le dije que jamás dejara a nadie describirlo como una persona común y corriente.

Entramos a ver al dueño, e hice el papel de minero que se acaba de ganar la lotería y trae un primo conocedor —ése sería Conto— para ayudarlo a comprar un vehículo con el cual llevar shongi hasta la órbita, directamente a manos de los contrabandistas. Salimos de allí en media hora con los documentos en la mano, haciendo remilgos de haber pagado mucho; la tacañería no tuvimos que fingirla, pero sí nos costó ocultar el júbilo por el buen negocio. Enseguida fuimos a los almacenes de vacío e hicimos que llevaran la lanzadera hasta la “Estrelladora”, para probar que funcionaba, dijimos. Justo cuando desatracaba llamó el tendero para preguntar cómo iba el asunto, y al parecer se asombró al enterarse por el almacenista que éramos boteros. Quizás en ese momento sospechó que de algún modo habíamos salido ganando nosotros y no él; ya era tarde. De inmediato abordamos nuestra nave y nos reímos a mandíbula batiente sentados en la cabina mientras el piloto parqueador ponía nuestra inversión a salvo. Cupo ampliamente en el reducido gálibo de la “Estrelladora”. El fundador de Cieloverde era en verdad un héroe del espacio por andar descubriendo planetas en aquella cajita.

—¿Esperamos por pasaje? —le pregunté a Conto mientras revisaba que la computadora de salto reconociera la nueva masa.

—Por supuesto. No hay por qué perder el viaje; Seviria está camino a Cieloverde y todas esas colonias nuevas.

Me di la vuelta en mi silla. —¿Por el Ferente?

Conto asintió. —Mejor que esperemos pasaje aquí —echó una mirada al gráfico de vacantes enviado por el sindicato—. No será mucho; la gente odia Capisbis.

Nos aburrimos por un buen rato mirando panorámicas del espaciopuerto, bastante vulgar. O sea, me aburrí yo, porque Conto se dedicó a grabar correos para sus contactos. Tenía maña no sólo para regatear y buscar gangas, sino también para tantear mercados sin comprometerse. Miré por encima de su hombro mientras él examinaba la lista de intermediarios. Por supuesto; no es bueno hacer negocios directamente con dictadores nuevos, salvajes aún. Me pregunté, una vez más, qué sería de mí sin Conto... y de él sin mi suerte.

Cuando terminó de redactar los mensajes, extendí el brazo y lo toqué en el codo. —Oye, Conto —me preocupé—. ¿No es peligroso el Ferente? ¿No es como un gigantesco cable?

Mi socio meneó la cabeza. —Más bien un generador —se dio vuelta hacia mí, y se le veía el gusto por explicar—. Es una metapartícula extraña que ondea como una cuerda por efecto de las variaciones de gravedad en toda la galaxia, y eso genera energía en ambos puntos de amarre.

—¿Pero es peligroso?

Conto se encogió de hombros. —Depende de que mantengas distancia —me dijo sonriendo—. En materia real, de cerca las radiaciones podrían freírte. Tampoco es bueno cruzarlo durante un salto; quizás nos absorba y terminemos rebotando de un extremo a otro hasta el fin de los tiempos, o quizás nos esparzamos a lo largo de todo el Ferente... —se quedó mirando la nada, ensimismado en las posibilidades.

Carraspeé. —¿Bueno, cuán ancho es? ¿Es grande la chance de cruzar?

Conto se recobró. —De hecho es adimensional, pero como vibra en supertiempo, en nuestro espacio es un cilindro con el diámetro de un sistema Sol. Por suerte se estrecha en las puntas, que si no...

Me eché atrás en mi asiento. —¿Cómo hará la Sirena para vivir en el Ferente? —miré con espíritu soñador hacia arriba—. No debe ser humana. Dicen que se escucha la misma canción simultáneamente en lugares muy distantes... eso no es normal.

—No puede vivir en el Ferente —se molestó Conto—. Es una creencia estúpida. Sus señales, vengan de donde vengan, parasitan el Ferente y se transmiten a todo lo largo, eso es todo.

—¿Cómo es?

—Bueno, en el centro está el Ferente propiamente dicho —Conto utilizó sus manos para explicarse mejor—, y alrededor está la burbuja estable de un falso vacío más cercano que el nuestro al substrato, que crea sus propias paredes de dominio, cuya tensión superficial equivale a la diferencia de energía entre nuestro falso vacío y el del Ferente. Pues cuando oscila mucho, de repente está con todas sus capas donde no estaba antes, y entonces las paredes del evento atrapan señales EM como las de la Sirena, que terminan viajando por el límite de condensación, un espacio rarificado donde la luz va más rápida, y además el Ferente les da energía extra. Vuelven a salir con otra oscilación del Ferente, dando impresión de simultaneidad.

—¿Sabes qué, amigo? —me balanceé en la silla, con la vista aún en el techo—. Me lo has puesto mejor.

—¿En qué sentido?

—Ahora la Sirena es más posible.


Nos llenamos de pasaje rápido. Era la usual caterva de perdedores y princesas caídas que rondan la galaxia en busca de trabajo u hogar definitivo. Por tradición o ley tenía que recibir a cada uno en la esclusa, ver su rostro y escuchar su nombre de sus propios labios. Como siempre, los enérgicos sonaban falsos o inmaduros, y los que parecían más experimentados tenían un aura de desaliento persistente; Capisbis debía ser un callejón sin salida. Recordé mi época de itinerante, cuando me sentaba como vagabundo en una esquina de un astropuerto a contar cuánto dinero me quedaba y a tomar la decisión ineludible: comprar pasaje a otro lugar o seguir probando suerte ahí mismo. La mayoría de mis actuales pasajeros parecía haber pasado por esa esquina. Me pregunté cuán caídos estarían, a qué estarían dispuestos. Cuántos dirían “sí” a una propuesta de motín, o a ser reclutados por mí como piratas. Quiénes venderían a cuáles, o a sí mismos. Cuándo alcanzarían el punto más bajo o si alguno estaba de vuelta. En mi mente les hacía esas preguntas a cada uno, y me respondía a mí mismo juzgando por sus rostros, porque ni en broma serían sinceros con el botero chupasangre que les cobraba un buen trozo de sus ahorros por una litera en un pasillo atestado y el mismo baño para cuarenta. Algunos incluso me odiarían de verdad, como yo había odiado a aquel capitán del cual me salvó Conto, no sólo por envidia de la nave sino por mi poder sobre ellos, o por mi libertad, o por mi estúpida cara y porque no acabo de sacarlos de este desgraciado astropuerto. Todo eso transmitido, oculto y evidente a la vez, en el acto impersonal de recibir su dinero, marcarles la muñeca con un ticket y dejarlos pasar a la sala de abordaje.

El mismo Conto consideró a este pasaje como un grupo especial. —Qué pandilla de pernos sueltos —comentó cuando me senté a su lado en la cabina tras haber acomodado a los recién llegados—. Me hicieron pensar en revisar el armero para comprobar que todo funciona bien y lleva carga.

—No exageres.

—No te descuides.

—Con ese carguero de ahí —señalé el monitor de vista externa—, no te descuides tú.

—Ya lo recuerdo —Conto hizo una mueca de desagrado—. Ese tipo no puede tener el software adecuado para sacar esa cosa a volar.

—Pues parece que está al salir y hacernos un rayón como la otra vez que casi llega al Cultivo. ¿Qué hacemos al respecto?

—Cruzar los dedos —dijo echando una ojeada a la lista de despachos—. Tiene prioridad sobre nosotros.

—Podemos salir en una patada —dije sonriendo malévolamente—. Si algo bueno tiene la “Estrelladora” es el sistema de atraque. Apuesto que podremos estar en tránsito antes de que esa taza de café empiece a dar tumbos por todo el muelle.

Conto frunció las cejas. —No nos han dado telemetría.

—¿No borraste la de llegada?

—Estamos del otro lado de Capisbis.

—No es precisamente una nova como para ir molestando la salida. Vamos, Conto; otra prueba más de que eres el mejor timón de la galaxia. Es sólo salir a tránsito.

—Estás inquieto. No me gusta cuando te pones inquieto.

—¡Mira, mira! —exclamé señalando al carguero—. Están apenas probando los motores de posición y ya casi se llevan un pedazo de muelle. Esto va a ser una carnicería.

—Deja el teatro, Staro —Conto dio vuelta a la silla y empezó a cargar protocolos de despegue al sistema central—. Enseguida vamos al Ferente a oír a tu Sirena. Sólo espero que no nos cueste una multa o algo peor.

Pretextamos problemas de transmisión para no responder cuando el control de salidas nos inundó de improperios por romper la cola; pero cuando inventamos que la interferencia se debía a un escape radioactivo (aunque no teníamos nada más pesado que tungsteno a bordo), nos mandó a volar de ahí como los ineptos que éramos. Posteriormente nos anunció que los mentirosos no tenían cabida en su astropuerto. Para entonces ya estábamos abandonando la elíptica por encima de ellos.

—Déjame hacerlo —pedí abriendo la interfase por mi terminal—. Le pondré el codo. —Y en efecto, doblé el brazo y apoyé el codo sobre el teclado para confirmar la orden de salida.

—Chiquillo —Conto meneó la cabeza sin dejar de mirar la pantalla—. No podías hacer nada de esto en tu oficina.

Las doce horas de tránsito se fueron en bromas, comida y ocasionales cabezadas. El aviso de que habíamos alcanzado inercia de salto nos sorprendió espiando pasajeros por las cámaras y burlándonos de ellos.

—Señores pasajeros —dije al micrófono—, vamos a dar el salto. Por favor, manténganse lo más quietos posible y eviten posiciones inestables, así como realizar funciones fisiológicas —e hice las mímicas adecuadas en beneficio de una ligera sonrisa de Conto.

—Salta, “Estrelladora” —dijo él, y me llegó la vieja sensación de torpor y embotamiento, seguida al instante por la leve euforia indicadora de que mis tejidos reasumían su química como si no hubieran cruzado el espacio convertidos en energía sin más propiedad que el color cuántico.

—Ahí está —Conto señaló la pantalla externa.

No había visto el Ferente en la parada anterior. Era una estrecha franja azul oscuro marcada contra el fondo de estrellas hasta donde alcanzaba la vista, como si alguien hubiera pasado un borrador por un mapa estelar impreso en un textil. Era enorme, a juzgar por cómo cortaba a la mitad la imagen de cúmulos y nebulosas.

—Oh, mierda.

Me di vuelta hacia Conto. —¿Qué pasó?

—El Cultivo está muy viejo —explicó Conto—. Cada vez consume más energía en mantenerse vivo y entrega menos. Ahora simplemente colapsó en una sola descarga y no tenemos apenas energía.

—¿Cargará lo suficiente para el resto del salto?

—Quizá no. Si llegamos vivos habrá que comprar Cultivo nuevo.

—¿Qué fue eso? —señalé la pantalla de vista externa, que no había dejado de mirar—. Se movió de lugar... está un dedo más abajo.

—Te había contado —respondió Conto sin molestarse en mirar—. Pero eso es bueno. Debe haber un incremento en las radiaciones.

—¿Es ahora cuando libera las señales de la Sirena?

—Sí, claro... eso también.

Di vuelta a la silla para confrontar la computadora de comunicaciones y ordené una búsqueda de señales humanas en la banda usual de la Sirena. Aparecieron enseguida. Miré a Conto poniendo una expresión efectista y pasé la entrada al altavoz.


Ilustración: Fraga

La Sirena cantaba un aire lento y melancólico en arcaico incomprensible para mí. Pedí ayuda a la computadora y esta me informó que se trataba de japonés. La curiosidad por entender la letra pudo más que la tentación de la pura belleza de su voz en un lenguaje exótico, con otros timbres y armonías, y solicité la traducción. Trataba de una mujer vendida como esclava o prostituta para pagar las deudas del esposo y a la cual se le forzaba a despedirse para siempre de su pequeño hijo. Incluso mediando trascripción era maravillosa... yo realmente quería con toda mi alma ir y pisar la cara del tipo y llevarle el niño a la Sirena. Me di la vuelta hacia Conto, con lágrimas pugnando por brotar y ninguna vergüenza por ellas, pero él estaba de espaldas a mí, concentrado en el controlador de atraque.

De repente se dio vuelta y me miró con extrañeza. —Es imposible —dijo levantándose y viniendo hacia mí—. No podría entrar así.

—¿Qué ocurre? —me eché a un lado para hacerle espacio a Conto, quien prácticamente se tiró sobre la interfase de comunicaciones.

—No te quise decir —comentó mientras rozaba teclas frenéticamente—, pero es imposible que recibamos la señal liberada del Ferente.

—¿Cómo es eso?

—El Ferente se desvió más o menos hacia nuestro lado y el nuevo desgarramiento espacio temporal debe apantallar toda propagación EM hacia aquí.

—Entonces no viene del Ferente. Pero la fuente debe ser muy cercana... entra divinamente.

—Tan cerca que puedo triangular —anunció Conto—. Cada segundo que nos movemos mejora la lectura. El foco es estático, parece.

—¿Vamos hacia ella o nos alejamos?

—Vamos. La inercia del tránsito nos lleva.

Me quedé observando la letra de la canción desarrollándose a la par de la música.

—Es el destino —murmuré—. Quien nos lleva.

Conto se volvió a su asiento y se acomodó reflexivamente.

—Es nuestro primer viaje cerca del Ferente —insistí—, y acabamos, por casualidad, en el tramo de la Sirena. Es el destino. ¿No crees?

—Si tuviera energía —respondió Conto—, ahora mismo daría la vuelta en redondo. —Tenía la vista baja y juntaba las manos ante sí, cruzando los dedos.

Me callé mi opinión porque me interesaba mucho más hacer silencio para seguir escuchando el canto de la Sirena, además de interpretar las lecturas que marcaban nuestro acercamiento a ella. En dos horas debíamos estar en visual. Por desgracia, la recepción se perdió a los dos minutos.

—¿Qué pasó? —abrí la interfase de las antenas y recorrí bandas como un desesperado—. ¡Conto, ayúdame con esto! —Me sentía como un enfermo terminal a quien acaban de retirarle los analgésicos.

Mi socio se encogió de hombros. —No podemos hacer nada. Una de dos —dijo sin siquiera mirar las pantallas—; o nos alcanzó el frente de ondas, o ella hizo receso para soltar una buena carga en el sanitario.

El propio estremecimiento de ira me paralizó por unos segundos y me impidió golpear a Conto. Un segundo después, más calmado, imaginé que la agresión en la burla a la Sirena era contra sí mismo, e intentaba con eso convencerse de que en verdad se oponía a buscarla. Por si acaso decidí hacer silencio, para evitarnos a ambos una respuesta demasiado sardónica. Sabiamente, él tampoco dijo nada; ni cuando el radar captó una nave cercana a pesar del arrasador frente de ondas, ni cuando en efecto estuvimos en visual y la computadora nos proyectó media imagen en holocubo.

—Caramba —Conto se acercó al holocubo, interesado—; años que no veía una de esas.

—¿Una de cuáles?

—Una sembradora. Antes se viajaba por otra tecnología muy ineficiente y para arreglar eso mandaban éstas a mapear la ruta y a sembrar o mantener singularidades; era la única manera de tener vuelos comerciales. Se llegaron a hacer con motor de fuerza de color y ésta pudiera ser de ésas. Claro, enseguida dejaron de usarse, como las demás.

—Es grande —dije—; abulta el tercio de un puerto.

—Mayormente motor y acumuladores, y por supuesto, la cosa para sembrar singularidades, que creo se puede usar de antena.

Metí la mano en el estereograma y rodeé la sembradora. —¿Crees que ella esté ahí? —dije haciendo un puño apretado. La imagen, por supuesto, se escurrió entre mis dedos.

—Bueno, la telemetría no miente. Los chillidos vienen de ahí mismo. Y ahora que tu curiosidad está satisfecha, vámonos, por favor.

—Quizás esté a la deriva, atrapada en esa antigualla. Esperando la rescaten para hacerse famosa y multimillonaria con su voz.

—No me parece. No hay respuesta a nuestro protocolo, así que, o quiere que la dejemos sola, o es una grabación la voz.

—Puede ser que haya enloquecido de soledad ahí adentro y por eso canta y canta y sólo canta. Vamos a ver.

Conto meneó la cabeza. —Vámonos, Staro. Tenemos pasaje y un negocio. Nadie nos ha llamado.

—Sí que nos ha llamado —disputé—. No le dicen Sirena por gusto. Ella nos llama a todos, y quizás haya un premio esperando. Si me voy y pierdo esta oportunidad me volveré loco cada vez que vuelva a escucharla y piense en que la tuve cerca y no la toqué con mis manos.

—No la escuches más —Conto se encogió de hombros—. Puedo bloquear sus bandas.

—Eso es imposible. Nadie puede dejar a la Sirena.

—Estás hablando tonterías —mi socio me apuntó con el dedo índice—. El espacio no es lugar para tonterías. Haces lo que hace falta y sólo eso, sino terminas muerto y no hay muerte bonita aquí. Asfixiado, congelado, muerto de hambre o sed, quemado por la radiación... escoge.

Encaré a mi amigo. —Es sólo una mujer que canta.

—¡Eso mismo! —explotó Conto—. Déjala cantar... sólo déjala cantar.

Me acerqué y puse una mano en su hombro. —Podemos ser los primeros en llegar a ella. Los únicos, si quiere seguir apartada. Los únicos que haremos la historia entera. Ella cantará en persona para nosotros y después le diremos a todos los demás si es rubia o morena.

Conto se apartó hasta una esquina de la cabina, de espaldas a mí. —Pensaba que eras diferente, Staro —dijo sin mirarme—. Más sensato. ¿Por qué crees que me uní a ti? Eras nuevo, no sabías nada de viajar, pero parecías sensato, no como otros capitanes que he tenido, medio locos de escuchar historias tremebundas. Y ahora quieres llevar demasiado lejos esa obsesión con la Sirena, que es muy común, lo reconozco.

—¿Pero qué pasa? —me asombré—. ¿Demasiado lejos qué? Simplemente estoy curioso. Quiero ver a la Sirena cara a cara, ¿qué hay con eso? ¿Qué podría pasar?

—No tengo idea —Conto se removió nervioso—. No me gusta la idea de tenerla frente a frente.

Me senté en la silla y observé a mi transformado socio. Era sorprendente verlo abrirse; sus emociones sobre la Sirena debían ser muy intensas si no podía mantenerlas para sí. —Pensaba que no la considerabas gran cosa —dije con la vista fija en su temblorosa mano derecha, que tenía a la espalda.

—No tanto así. Es que no me gusta escucharla; el poder que tiene me asusta, y lo fría que es. Canta perfectamente canciones de cualquier clase como si pudiera cambiar de emociones igual que de peinado, y con cualquiera hace un guiñapo de ti y de mí. Como si fuera un juego, una prueba de fuerza consigo misma y todos nosotros. Y me hace llorar, primero de gusto y luego de miedo. Simplemente no estoy al control cuando ella canta, Staro.

—Vaya, Conto —dije bajando la mirada—; me imaginé que querrías detenerme, pero por las razones erradas. Eres tú quien me asusta. Ni siquiera estoy seguro de que quieras detenerme.

Conto hundió la cabeza entre los hombros. —Entonces terminemos con esto. Quizás no sea más que un programa y una base de datos —se dirigió hacia la salida y se detuvo un segundo en el umbral de la puerta abierta—. Después de todo es demasiado perfecta. Pero vas tú —y se fue sin mirar atrás.

La puerta eclipsó silenciosamente la imagen de Conto marchándose por el pasillo.


Para llegar a la cámara de abordaje debí pasar por los pasillos llenos de pasajeros que me miraban inquisitivamente, con obvias ganas de preguntarme la razón de nuestra parada. Por suerte todos habían dado suficientes viajes en botes como para saber que a veces uno se detenía a mitad de camino por motivos diversos que no les atañían. El dinero del billete sólo les daba derecho a un rincón, algo de aire y agua, y a llegar en algún momento de la semana a su destino; si querían mejores garantías, trato o preguntas, debían ahorrar para hacer el viaje en una nave de línea regular.

La cámara de abordaje daba directamente al módulo de transferencia. Jugaba a que la sembradora no fuera más vieja que el estándar de esclusas para conexiones en el espacio; si no, tendría que arriesgar la lanzadera del fundador de Cieloverde y rezar porque la sembradora tuviera un hangar funcionando o al menos un puerto universal de atraque. El viaje hasta allá era automático, pero la maniobra de enganche era en parte responsabilidad mía. Cuando encontré la estructura apropiada, del tamaño correcto y la disposición debida, respiré aliviado.

Atracar y pasar del módulo a su sala de abordaje fue coser y cantar.

Escuché su canto en cuanto la esclusa dejó entrar aire de la nave sembradora. Ella tenía que saber que yo estaba llegando; quizás era su forma de guiarme. O de atraerme con seguridad, según como se quisiera ver. Porque en directo su voz era maravillosamente mejor que por radio, y si para escucharla de la segunda forma había deseado acercarme al Ferente, por la primera lo hubiera atravesado a pie.

El pasillo estaba oscuro así que prendí mi linterna. No seguí su luz, sin embargo. Ni siquiera miraba ante mí, sólo seguía la melodía; me guiaban mis oídos, no la vista. Todas las puertas en el camino estaban abiertas, para no estorbar su voz, supongo, y llegué a la entrada de la sala de mando sin dar una sola vuelta de más. Simplemente pasé adentro.

Ella estaba reclinada en la silla de mando, y cuando digo reclinada quiero decir lánguidamente, con el brazo a un lado y alzando el busto como las mujeres ya no hacen. La cabecera estaba plegada, permitiendo a su cabello negro y lacio colgar libre sin ocultar los hombros. Podía ver sus hombros porque llevaba un vestido largo sin mangas; no pude ver más nada porque ella bajó la vista y giró la cabeza para mirarme. Por supuesto, todo el tiempo seguía cantando en japonés, aunque no sé si la misma pieza sobre la madre vendida por deudas. Fue un shock cuando se detuvo.

—¿Quién es usted? —me preguntó.

Aproveché que hubiera dejado de cantar y la observé. Tenía ojos azules, pestañas negras y cejas gruesas. Rostro más redondo que ovalado, lleno, sin ángulos y regular, excepto por su fina barbilla y el morro leve que hacían sus labios. La piel era resplandecientemente blanca. A otra mujer con el mismo físico la hubiera llamado “gordita interesante”, pero esas palabras se me trababan y quería hacerme daño a mí mismo por pensar tal cosa de ella.

Ella suspiró impaciente. —¿A quién tengo el honor? —e hizo un arco con el brazo para remarcar la pregunta.

—Vengo de la “Estrelladora” —respondí—. ¿No recibió el protocolo?

—No era la respuesta que esperaba. ¿Tiene más que decir acerca de usted aparte del hecho de provenir de un carguero? ¿O algo más significativo?

—Staro. Me llamo Staro.

—Ah. Supongo.

Carraspeé.

—Entonces... ¿qué cantaba usted ahora mismo? —lo de “significativo” estaba grabado a fuego en mis mejillas—. En japonés. ¿Cómo se llama?

—Es un canto de kowakare —dijo tomando aire. Ante mi desconcierto, continuó—: No puede ser Sakura todo el tiempo.

Tampoco sabía de qué estaba hablando, y como la primera forma de no hacer más el tonto es mostrarse audaz, me armé de valor. —¿Es usted la Sirena?

Me miró con fijeza, divertida e intrigada a la vez. —Entonces es cierto —asintió—. Me llaman así. Qué locura —se sonrió deliciosamente—. Soy sólo una mujer que canta para pasar el tiempo. Supongo que quieren ponerle encanto al asunto.

Di un paso hacia ella, pero me detuve cuando levantó una mano. Continuó hablando con la palma dirigida hacia mí.

—¿Puedo hacer algo más por usted? —preguntó—. Si no, es mejor que se vaya. O quizás quiera quedarse un rato para hacer más creíble cualquier historia que quiera hacer a su tripulación. No me preocupan las licencias poéticas siempre y cuando no me ponga como una fácil y me quite algunas libras. ¿De acuerdo?

Anonadado, di un paso atrás moviendo la mano que sostenía la linterna. Como aún estaba encendida, el haz cruzó los ojos de la Sirena. Ella retiró el rostro y chistó con desagrado. Quise esbozar una excusa, pero su mirada no me dejó.

—Hombre del espacio —canturreó ella—, apártate de mí. Hombre del espacio, papi, déjame estar. No vengas tocando mi puerta, no quiero ver más tu sombra. Tu linterna puede cegar, apunta a los ojos de otra.

Me marché corriendo. Sólo se escuchaban mis suelas adhesivas resonando en el silencio de los pasillos.


—¿Cómo fue? —preguntó Conto mientras yo me tiraba en el asiento de mando.

—La perra se burló de mí.

Mi amigo se acercó. —¿Burlarse? —preguntó con asombro.

Yo me mordí un labio y miré al piso sin decir nada.

—Pensé que la ibas a traer arrastrada por el cabello o al menos tomada del brazo.

Agité la cabeza con malhumor. —No se pudo hacer nada —murmuré entre dientes—. Ella está al control.

—Vaya. ¿Quieres que la traiga? —dijo Conto con sorna.

—A ti también te haría un guiñapo, y a los dos juntos.

Conto me puso una mano en el hombro. —Entonces nos podemos ir —suplicó más que afirmó—. ¿Por favor?

—Se burló de mí, Conto —di un golpe en el brazo de la silla—. ¿Quién se cree que es? Está ahí sola sin armas ni nada, voy a ofrecerle protección, y ella me manda a paseo.

Mi socio fue hasta su silla y pidió datos a la nave. —Tenemos dieciocho horas para que se cargue el Cultivo —dijo conciliador—. Quizás puedas convencerla por radio... de lo que sea que quieras convencerla.

—Vete al diablo.

Me quedé rumiando mi frustración por una buena media hora mientras Conto trazaba y rehacía cursos con tal de no prestarme atención.

—Deben ser muchos hombres —afirmé de repente—. Algunos podrán resistírsele. Y mujeres, claro —me di un puñetazo en la mano abierta—. No puede manipular un grupo heterogéneo.

Conto ignoró mis palabras, pero se interesó cuando me vio acercarme al micrófono de hablar a los pasajeros.

—Su atención, por favor —dije con la voz más calmada que pude articular—. Reúnanse en la cámara de abordaje para una comunicación importante del capitán.

Mi socio se paró y vino hasta mí. —¿Qué rayos vas a hacer?

Sin hacerle caso alguno salí de la cabina y fui por los pasillos colmados de literas y armarios hasta la cámara de abordaje, donde había tan poca gravedad que preferí activar las suelas. Conto iba detrás dando excusas a los pasajeros que yo simplemente apartaba. Cuando me detuve, Conto me interpeló con inquietud.

—¿Qué vas a hacer, Staro? ¿Qué locura?

Yo conté los pasajeros que se agolpaban en la cámara, único lugar en la nave donde cuarenta y dos personas podían verse las caras.

—Veo que están todos —concluí—. Muy bien. La razón por la cual los llamé es que en la antigualla que está colgando allá afuera hay una mujer, una artista de gran talento que, como artista de gran talento, es un poco extravagante. No sé si ustedes saben que estamos en las cercanías del Ferente, una zona peligrosa donde no se debe andar si no es por necesidad, y ciertamente no permanecer.

Paseé la mirada por los rostros de mis pasajeros y constaté que les interesaba poco o nada cuanto les decía. La vida de trabajador itinerante te hace insensible a los problemas ajenos.

—Como es muy importante rescatar a esta persona y ni yo ni mi socio podemos solos, me veo obligado a ofrecerles un trato —continué—. A aquellos que vayan a esa nave y traigan a dicha mujer a como dé lugar, les reintegraré el pasaje.

Entonces sí pude ver animación en los rostros de los pasajeros. El dinero del billete podría alcanzarles para sobrevivir un mes en Seviria mientras conseguían trabajo definitivo o reunían suficiente para regresar a Capisbis con la cola entre las piernas. Sin embargo, ninguno dio el paso al frente, aunque varios se veían enganchados.

—Además... además —dije con efectismo—, anotaré los nombres. Si después alguno quiere regresar a Capisbis en esta nave, tiene pasaje gratis.

Conto se paró delante de mí.

—¿Qué carajo significa esto, Staro? —me increpó—. ¿Qué es eso de regalar pasajes? Un tercio de ese dinero es mío y no tienes derecho...

—Un tercio de nada —lo interrumpí—. La nave es mía, llevo a quien quiera, como quiera. Está claro.

—Pero teníamos un acuerdo... un tercio...

—¿Qué tercio? ¿Hay algo escrito, legal? Según recuerdo eres mi empleado y te pago como entienda. Un salario base si me da la gana. La nave es mía, Conto; ¿recuerdas?

Conto se puso cárdeno. —Estás loco —y se marchó de la cámara.

—Bueno —volví a recorrer a los pasajeros con la vista, y ciertamente había decisiones tomadas—. ¿Alguien?

Diez hombres y ocho mujeres alzaron las manos.

—Perfecto. Vayan al módulo de transferencia y digan sus nombres ante la cámara de vigilancia. Asegúrense de ponerse bien frente a ella. Ahí esperarán mi señal. ¿Alguna duda? —pregunté ya saliendo de la sala—. Me comunicaré con ustedes cuando estén en el módulo.

Me dirigí a la cabina de mando, donde encontré a Conto andando de un lado para otro. Cuando me vio frente al monitor central paró y se puso a mis espaldas.

—¿Qué haces?

—Reviso qué probabilidades tenemos de usar un software OR con esa chatarra —respondí—. Para dominar sus esclusas y que nuestros pasajeros puedan entrar con el módulo de trasferencia.

—Eso es para rescates, no para un abordaje pirata.

—Técnicamente no hay diferencia.

—Sí la hay; la más mínima resistencia del sistema huésped...

—¡Ah! —lo interrumpí—. ¿Ves que no hay resistencia? —señalé la pantalla—. La sorpresa es la madre del triunfo.

Conto masculló algunas maldiciones mientras yo dirigía desde nuestra segura cabina el abordaje exitoso de la nave sembradora.

Todo fue de maravillas y tomó menos de veinte minutos.

Impaciente, esperé la vuelta del módulo en la sala de abordaje. El corazón quería salírseme del pecho mientras veía abrirse la esclusa del amarre, y casi lo logra cuando descubrí a la Sirena entre los pasajeros que habían ido por ella. Conto estaba dos pasos detrás de mí, sospechosamente impávido.

Los pasajeros empujaron suavemente a la Sirena para poder pasar todos por la estrecha entrada. Ella no hizo resistencia, sino que se les escapó y avanzó resuelta hasta donde yo estaba.

—¿Qué significa este atropello? —la Sirena se cruzó de brazos—. ¡No puedo creer que otras mujeres participen de esto!

Las ocho pasajeras se miraron entre sí pero ninguna mostró voluntad de actuar a favor de una desconocida. Además era un poco tarde para el arrepentimiento y estarían en minoría numérica si de repente se volvía un asunto de hombres contra mujeres.

Junté las manos tras la espalda y me paré firme ante la Sirena. —No podemos dejarla abandonada en esa nave.

Ella puso los ojos como platos. —¿Qué dice usted?

—Su nave es muy antigua —dije—. No es adecuada para el espacio profundo, menos aún para la cercanía del Ferente.

—¿Y a usted qué le importa?

—Su vida corre peligro.

—¿Qué le importa, repito? Mi vida es mía. ¡Haga favor de dejarme volver!

—No sería correcto —me balanceé en la punta de los pies—. Sobre todo tratándose de usted.

—¿De mí? —se asombró—. ¿Qué hay conmigo?

—No puedo dejarla en peligro si puedo rescatarla. Los demás espaciales me lincharían si se enteran que dejé a la Sirena en un trasto a la deriva junto al Ferente.

Ella se encogió de hombros airadamente. —Diga que yo no quise. Que estoy loca, que me gusta el peligro; y no hay ninguno, dicho sea de paso.

—Precisamente —dije con una sonrisa condescendiente—. Su insistencia en permanecer en esa nave a pesar de mi ofrecimiento de rescate indica que puede estar trastornada. Es mi deber llevarla aunque sea a ver un especialista.

La Sirena caminó hacia mí. Su respiración era agitada y sus labios temblaban de furia carmesí, hermoseados al igual que las mejillas. —Me vas a dejar volver, secuestrador de porquería, o te arrepentirás —dijo clavándome el dedo en el pecho. En la gravedad mínima de la sala de abordaje sus cabellos se demoraban en caer sobre los hombros cada vez que éstos subían y bajaban, y al dispersarse parecían como un velo de gasa negra ondulando suavemente.

—Lo siento mucho si al momento mi decisión la perturba —me excusé, sonriendo aún—. Ya atenderá a razones. Por lo pronto trataremos de darle la mejor acogida. Conto, prepara nuestro camarote para la señora.

Conto estaba suficientemente cerca tras de mí como para poder susurrar la confirmación de la orden si no tenía ánimos de hacerlo en voz alta. Interpreté su silencio como duda; decidí considerarlo insubordinación sólo si le tomaba más de un minuto.

—Está bien —escuché finalmente a mis espaldas—. Venga, por favor. Ya veremos cómo arreglar esto. Por favor.

La Sirena apartó sus ojos de los míos y miró detrás de mí. Su expresión cambió, como si hubiera ganado confianza y seguridad. —Ya veremos —aceptó—. Si hay vida hay esperanza.

Algo se agitó dentro de mí, algo como un miedo nonato, mientras la Sirena iba pacíficamente tras Conto. Esperé el tiempo suficiente y me fui a la cabina, donde me acomodé a dormitar en la silla de mando, tras asegurarme por las cámaras que la huésped quedaba bien segura en la habitación cerrada. El sueño podría ser feliz.


Desperté entumecido. La silla de mando era cómoda, anatómicamente moldeable y todo eso, pero no era una cama, ni siquiera en gravedad reducida.

Lo primero que vi al abrir los ojos fue a Conto ante el monitor de navegación. Parecía estar absorto en trazar rutas. En realidad estaba ignorándome, como descubrí cuando hundió la cabeza entre los hombros al escuchar mis bostezos y estiramientos. Me paré desganadamente y me puse a sus espaldas, sin que él mostrara el menor signo de interesarse por mi existencia. Al parecer aun no estaba listo para reconciliarse conmigo y aceptar mi posición.

Me dirigí a la puerta tras comunicarme con él mediante un gruñido mezcla de fastidio, preocupación y reproche. Era mi forma de hacerle entender que necesitaba su apoyo con otra persona mucho más difícil de tratar y que él debería acompañarme a ver cómo ella se había instalado; tendría mucha más autoridad si él me secundaba. No obstante, Conto no me siguió ni dio señales de responder mi pedido de compañía. Para no ir solo tomé del armario junto a la salida una pistola de polvo con arnés y todo.

Caminé hasta el camarote, me demoré alistándome y toqué a la puerta. Al no escuchar respuesta, esperé unos segundos para entrar. Ella se paró de la cama y me miró con furia.

—¿Debo ponerme en atención? —dijo en tono agresivo—. ¿En alguna otra postura de su agrado? ¿Alguna que señale su poder sobre mí? ¿No le excita más un poco de resistencia? —y se puso en guardia de boxeo por unos segundos.

Llevé la mano mecánicamente a la funda, y al seguirla con la vista ella descubrió mi pistola.

—¿Para qué es eso? —preguntó burlona.

—Para tu protección —carraspeé—. Hay muchos hombres a bordo y una mujer misteriosa solivianta los ánimos.

—Caramba, nunca lo imaginé —enarcó las cejas y frunció los labios—. ¿Entonces por qué no me llevas de vuelta a mi nave y ya?

—El Ferente es aún más peligroso.

—¡Ja! No hables del Ferente, que lo conozco mejor que tú. Estaba ahí cuando se hizo.

—Como me lo han descrito suena bastante antinatural.

—Antinaturales somos tú, yo y la nave completa. Vamos a cruzar el Ferente a ver quién tiene más convicción de su naturalidad.

—Por eso mismo es peligroso. Puede querer convencerte del error en que vives.

—No ocurrirá. Su tiempo contiene al nuestro y para nosotros hace sólo lo que hizo y hará por siempre; no da sorpresas locas. Es más confiable que los hombres.

—Creo que no estás siendo racional —meneé la cabeza—. Tu actitud es temeraria, como mínimo.

La Sirena se acercó confrontándome. —En otras palabras me vas a tomar a tu cargo —me midió de arriba abajo con los ojos—, con la justificación que sea. ¿Eso te gusta, no?

Me ajusté el cinto por donde pendía la pistolera y le sostuve la mirada sin responder.

—Vamos a ver si estás a la altura —me dijo con la boca torcida en una sonrisa despreciativa e indicando el arma con un gesto—. ¿Es lo mejor que puedes llevarte a la mano?

—Es una pistola de polvo —expliqué—. Cuando está en la cápsula el polvo es neutro, pero cuando se dispersa con el disparo o el impacto, las partículas se cargan y liberan un buen shock.

—Déjame verla de cerca —pidió ella—. Vamos, que sólo funciona en tu mano. Un inconveniente, ¿no?

Le tendí el arma con reluctancia. De algún modo me era imposible negarme.

Ella le dio vueltas en la mano y la examinó. —Ajá, ya sabía —opinó con suficiencia—. No es gran cosa en verdad. Bajo calibre, pocas cápsulas, imagino que baja cadencia.

Le quité el arma, airado, y al enfundarla me sentí extrañamente distendido. —Funciona a la perfección —dije con voz impositiva.

—No bastaría para detenerme. La única razón por la que no te he dado una paliza es que como has dicho son muchos en esta nave, e igual no podría darle órdenes al sistema.

—Tienes mucha confianza en ti misma —y ahora sí llevé una mano a la funda, a conciencia y con cierto regodeo.

—¿No me crees? Yo solía ser una agente encubierta hasta que tuve que usar uno de esos borradores de memoria. Lo recuerdo porque soy la única persona que logró recuperar parte de su pasado, y por eso me dieron un montón de dinero para que me perdiera. Y una de las cosas que jamás olvidé es cómo golpear gente.

Me encogí de hombros. —De cualquier manera, no tienes motivo para volverte violenta —le dije mientras acariciaba suavemente la culata de la pistola—. Todo es por tu bien y algún día me lo agradecerás. Millones de seres humanos te escucharán cantar. ¿Tienes idea de cuánto dinero y fama te esperan en la civilización?

—¿Quieres parte de esa fama y fortuna? —dijo dejándose caer en la litera, tan suavemente como sólo se puede hacer en una fracción de gravedad terrestre—. ¿No quieres agradecimiento ahora mismo en especie? ¿O el hecho de haberme raptado y controlarme es suficientemente satisfactorio?

La miré con aire de reproche.

—Ah, si es por altruismo —continuó ella—. Para que no se pierda mi bonita voz. Soy el ruiseñor del emperador o algo así. Bueno, pues no soy nada sin mi base de datos.

—¿No la trajiste?

—¡Me llevaban a la fuerza! No tuve chance de empacar. Pero podría descargarla desde esta nave.

—¿Cómo?

—Con el mismo programa OR con que abriste mi esclusa, pirata. Vamos a tu puente de mando.

Vacilé. Eso implicaba ponerla cerca de las terminales del sistema de la nave.

—Y hago un concierto —insistió ella—. ¿No te gustaría?

Saboreé la idea de ser de los primeros en escuchar en vivo a la Sirena.

—Está bien —le mostré la puerta—. Ve tú delante.

Ella se levantó con aire cansino y caminó contoneándose delante de mí de una forma como si fuera a medias forzada, a medias por su voluntad. De vez en cuando se volteaba para pedirme indicaciones, y al hacerlo su mirada quería ser la de quien atrae a un incauto a su perdición.

Pero cuando la puse ante una terminal la noté insegura por primera vez.

—Es perfectamente compatible con tu sistema —le dije al oído—. ¿Quieres ayuda de todas maneras?

Ella rió. —No debieras ofrecer ayuda a una mujer así tan de cerca —murmuró con la voz enronquecida—. Una no es de hierro.

Yo me retiré, rojo de vergüenza. —Me maravilla que tu antigualla aún funcione —dije para cambiar tema—. ¿Cuándo fue la última vez que repusiste el suero del Cultivo, o el mismo Cultivo? Debe estar al borde del colapso.

—No usa ese Cultivo barato de ustedes —tecleó tan rápido que no pude ver sus dedos—. Usa Cepa, que es eterna. Además tu nave no es del año pasado precisamente. ¿Sino qué haces chupando del Ferente?

Intenté ver qué salía en el monitor de interfase, pero justo en ese momento ella comenzó a cantar.

—El viento agita las ramas como soplo de tinieblas —entonó con premura suave—; la luna, galeón fantasma, surca mares de nube...

Me fijé únicamente en el movimiento de sus labios, en que acompañaba la letra con la expresión del rostro, en cómo entrecerraba los ojos en las partes más intensas. Era una balada triste en la cual ambos amantes morían al final, y verla a ella cantar era lo mismo que oírla. No atendí otra cosa. Cuando terminó simultáneamente la canción y la interfase, no pude conjeturar cuánto tiempo exacto había demorado, ni tenía recuerdos precisos de sus acciones en el sistema.

—Ya está —dijo apartándose del teclado—. Debí dejar la programación original de hace quince años; por haberla actualizado es que pudiste usar el OR en mi contra.

—¿Quince años? —me asombré— ¿Hace tanto que tienes esa nave?

Ella puso cara de ofendida. —¿Me vas a preguntar la edad? Aunque no te interesa —sacudió un dedo ante mi nariz—, te voy a decir un secreto: el tiempo transcurre de otra manera cuando estás siempre cerca del Ferente.

—Ya lo sabía —dije ufano—. Tuvimos que adelantar el reloj de a bordo unos cuantos minutos la última vez.

—Muy bien, genio. Te diste cuenta por ti mismo a la primera; si fueras tan sensato para otras cosas. Pero es mucho pedir. Ahora puedes llevarme al calabozo o al harén, como quieras.

—Desearía que no hicieras más alusiones de ésas. No creo haber dado motivos para insinuaciones así.

—Por Dios, qué tipo —sacudió la cabeza con furia—. En primer lugar no me importan tus sentimientos, y en segundo, o digo esas cosas o reviento y te hago mucho daño. Elige.

Bajé los ojos sin saber si entristecerme o airarme.

—Ah, tengo hambre —dijo dándome la espalda—. Dame pan y agua para poder cantar. Hablando de eso, debes conseguir bastante bebida y comida ligera.

—Estamos provistos, por si hay que entretener a algún consignatario importante —recordé—. ¿Cuánto te cabe? —dije divertido.

—No es para mí, grosero, sino para la fiesta.

La miré tratando de expresar aún más pasmo del que sentía.

—Para cuarenta personas no puedes hacer un concierto —dijo ella—. Es una petulancia. Con cuarenta personas, haces una buena fiesta con música, y de repente empiezas a cantar. Obviamente no sabes divertirte. A propósito, ¿tienes de esos replicadores de sonido?

—Uju... tengo.

—Son mejores que cualquier audio energizado. Y por lo que más quieras, para avisar a tus pasajeros no digas nada como “están autorizados a divertirse” o “la festividad comenzará en unos minutos”. Sólo lleva las cosas: comida, bebida, una terminal sonora y los replicadores. La gente entenderá sin palabras.

Sentí la necesidad de negarme, obstaculizar, trabar el mecanismo, pero sólo alcancé a proferir un patético reparo acerca de la dificultad de poner a punto todo cuanto ella quería en cantidades.

—Bueno, quizás ni eso puedas hacer —ella se encogió de hombros—. Tu segundo, seguro sí puede encontrarlo todo.

Levanté la mano con la ligereza de quien va a aplastar una mosca, pero mi voluntad se debilitó tan rápidamente que no hubiera podido ni matar a un hipotético insecto.

La Sirena ni pestañeó. —Si esa mano me toca —dijo confrontándome sin miedo alguno—, será lo último que hagas con ella sin sentir mucho dolor.


Tal como predijo la Sirena, Conto lo dispuso todo con gran facilidad, y lo peor, gusto. Se le veía en cada movimiento el placer de servir y casi pude sorprender un brillo desconocido en sus ojos. Ella lo tuvo como un recadero, poniendo las cajas y los replicadores por toda la cámara de abordaje. Yo me vi reducido a ser un mudo espectador parado en la puerta, sin más función que contener a los curiosos pasajeros. La maestra de ceremonias estaba junto a mí, no sé si para tener una mejor perspectiva o para restregarme en la cara las órdenes que daba a mi subordinado, indicándole con la misma mano en la cual llevaba el mando del sistema de sonido; parecía que lo manejara por control remoto.

—Pareces muy alegre —dije de repente—. ¿No estabas amargada por estar aquí?

La Sirena me echó una mirada fiera y fue hasta Conto. —The last thing I need is you —voceó sin cuidar la melodía en lo más mínimo—, pushing me over, making my day worst —insistió mientras pretendía ayudar con la última caja de bebida—, ¿what are you, a curse?

—¡Yo entiendo arcaico! —mentí al borde de la ira. Me sentía como un chiquillo constantemente regañado, culpable sin saber por qué. Era una situación decididamente infantil, tanto por mi causa como de la suya. Estaba a un tris de mandarlo todo al diablo de manera radical: ordenando a la “Estrelladora” que cortara la energía a la cámara de abordaje.

Entonces Conto se irguió secándose la frente con el dorso de la mano. —Vamos, Staro, por favor —me pidió en el mismo tono sereno con que cinco años atrás le había oído explicar a un capitán histérico cómo pretendía salvar de la asfixia a los pasajeros—. Tengamos una fiesta en paz. ¿Quién sabe si todo mejore después?

La Sirena también me miró, por suerte sin decir palabra y con una expresión neutra en el rostro.

No dije nada; simplemente golpeé el botón de abrir la puerta y me eché a un lado. Los pasajeros entraron en tropel, abalanzándose sobre los paquetes de comida y las cápsulas de bebida. Justo entonces la Sirena alzó la mano del mando por sobre la multitud y la modesta bocina de avisos situada en el techo comenzó a emitir música suave de la que ponen en los transportes aéreos planetarios, convirtiendo así la cámara de abordaje en un salón de fiestas. Los replicadores distribuidos por todas partes recibieron la música, filtraron el ruido ambiente y las conversaciones, y devolvieron el sonido uniformemente por toda la sala.

Los pasajeros comenzaron a desplegarse por la cámara según se apoderaban de mis existencias de bebida y comida ligera. Algunos a quienes la dispersión llevó junto a mí me dieron las gracias; otros desconsiderados simplemente me movieron a codazos o pisotones, indoloros por la baja gravedad pero no menos molestos. Fui apartándome, buscando espacio, consciente de la ignominia de verme empujado en mi propia nave, hasta que mi espalda chocó con la de alguien, y al darme vuelta me vi frente a la Sirena.

—Tu amigo parece un galán triste —dijo ella.

Miré dos veces para cerciorarme de que señalaba a Conto, cuya sonrisa desvaída no hacía sino remarcar su abandono en medio de los pasajeros, los cuales actuaban como si fueran conocidos de siempre.

—Él es... —carraspeé con circunstancia—, un tipo a su manera.

Ella lo examinó con interés. —Es lindo. Amable, no un caballero andante en brillante armadura —me miró significativamente—, de los que te sacan de tu torre por el pelo, a rastras, aunque grites y patalees.

Antes de que pudiera protestar, ella se reunió con el pasaje y trabó conversación con tres perfectas desconocidas. De ahí en adelante las cosas comenzaron a desarrollarse como nunca he visto. Los pasajeros se relajaron, hablaron, hicieron y deshicieron grupos, chacharearon o callaron para disfrutar la música; en pocas palabras, una fiesta con todas las de la ley. Algunos bebían con moderación y nadie olvidaba llevarse algo a la boca de vez en cuando. Con tal ambiente, de pronto ya no eran perdedores ni caídos sino personas tomadas de las manos y reluciendo de felicidad. Y ella estaba en el centro. La observé tejer una telaraña de encanto y bienestar por toda la cámara de abordaje, parte con su propia interacción, parte con la música de fondo, que controlaba con un mando remoto proporcionado por su nuevo amiguito, mi segundo. Al cabo de los quince minutos, ella se apartó, dejó de conectar, y se relajó en una esquina, meditando. Pensé que era el momento de recomenzar con ella, pensé en acercármele, pero de repente se terminó una pieza musical, y al comenzar la siguiente ella la acompañó cantando.

En la cámara se acallaron todos los sonidos, haciéndole espacio a su voz y la música. Reviví todas las emociones que me habían llevado a traerla a mi nave mientras ella cantaba la endecha de quien no podía conformarse con ser el pasado de otra persona, cuya ilusión de vida fuera un día lejano ya. Mi garganta se cerró como un puño, supongo que para cerrarle el paso a mi corazón desbocado. Con esa pieza yo, como todas las demás estatuas de sal en la cámara, acababa de mirar atrás, a un amor ya pasado que no se debía recordar. Ese era el poder de la Sirena, contar nuestra vida con sus palabras cual si conociera toda nuestra negra desesperación.

Los aplausos no esperaron el final de los acordes, y ella hizo reverencias doblemente graciosas por el vuelo de sus cabellos en la baja gravedad. Por entre las palmas de mis manos pude observar también que las lágrimas más evidentes pertenecían a los que habían incursionado en la sembradora; pero a juzgar por cómo se nublaba mi visión, yo los dejaba atrás.

—Esa fue un tanto tristona, lo reconozco —dijo la Sirena—. Pero fueron tan amables de aplaudir, a mí que nunca antes me habían aplaudido. Por eso voy a ofrecerles una canción de agradecimiento, por darme el mejor día de mi vida a pesar de las circunstancias. Es un poco más feliz...

En efecto lo era. Y la siguiente, y la otra; tres pegadas, sin interrumpirse. Tres canciones hermosas, llevadas a la perfección por su voz de ángel -o súcubo, según correspondiera-. Ya la cuarta, una sobre marinos y pandilleros, totalmente delirante, fue precedida de una breve explicación sobre qué era un zoot suit, y todos nos reímos de las modas de la vieja Tierra. Al terminar esa no pudo continuar, pues se vio rodeada por todas las mujeres y su admiración; entre todos los hombres no reuníamos el valor para que se acercara uno solo. Me percaté entonces del aura de poder que emanaba de ella y me sentí fuera de lugar, redundante. Yo no era más la figura de autoridad, sino la Sirena. Descansé la mano en la pistola, pensando en cuán fácil le sería a ella lanzar a los pasajeros a un motín, y lo peor, cuán tibia podría ser la reacción de Conto a juzgar por las miradas de adoración que le dirigía mientras las viajeras la rodeaban como una guardia personal.

—¡Lo que daría por tener tu garganta! —exclamó una admiradora.

—¿La mitad de tus recuerdos? —preguntó misteriosa la Sirena.

Las mujeres murmuraron sofocando risillas nerviosas.

—En serio —dijo la Sirena—. No está en la garganta. Al menos no nací con una voz especial; fue un accidente.

—¡Ah, vamos! —descreyó la que daría cualquier cosa.

—Una vez, hace tiempo, tomé una droga que debía borrar la memoria; pero funcionó de forma extraña en mí. Me quitó sólo parte de mis recuerdos y me dio la capacidad de cantar; me dijeron que modificó el centro del habla y por eso mi voz cambió, poco a poco. Me dijeron también que esa reacción es única, así que no les recomiendo probar.

—Entonces eres una freak —dije en voz alta desde mi esquina—. Una especie de mutante.

Todos se dieron vuelta y me miraron como si yo fuera una cosa escurrida del techo.

—Es cierto —dijo la aludida—. Soy una mutante del espacio profundo; ¿acaso no son monstruos las Sirenas? Pero no esperes que muestre la cola, capitán.

Alguien fuera de mi vista se rió, y del extremo opuesto le hicieron eco. Intenté determinar quién había sido para atajar la burla, pero ésta saltó de uno a otro como un contagio, siempre un paso por delante de mi búsqueda, hasta que ante mis ojos sólo vi risa en cuarenta variantes, a cuál más obscena en su despliegue de dientes, lenguas, paladares, comisuras y agujeros de nariz.

—Ya basta —advirtió la Sirena—. El capitán podría pensar que nos estamos burlando de él y eso sería fatal en caso de que tuviera problemas de autoestima. Podría, no sé, molestarse mucho y hacer despresurizar la cámara.

Aunque la risa se resistió a morir durante unos segundos más, al fin fue sustituida por caras graves. Sospecho que no se debió al pedido de ella sino a la extraña mueca con la cual pretendí fingir una sonrisa; yo mismo la sentía como una máscara tirante sobre mi rostro y difícilmente podría darme aspecto apacible.

—No tengo intención de ver nada escamoso, gracias —bromeé—. Preferiría que siguieras cantando.

Mirándome a los ojos, la Sirena descubrió debilidad, mi frágil equilibrio entre histeria y contemporización, y me viró la cara como si quisiera señalar que despreciaba mis preferencias y que si cantaba de nuevo era por su voluntad, no por la mía. —Ya descansé, amigos —agitó el mando en alto—. Denme aire para cantar.

Obedientes, los pasajeros se apartaron lo más que pudieron, con lo cual una vez más fui empujado, pisoteado e ignorado.

—Tengo mucha música tradicional del área norte del Atlántico de Vieja Tierra —explicó la Sirena, de pie sola en el centro de la cámara—, la más disponible en el momento que reuní mi base de datos. La mejor parte consiste en canciones de mujeres contando el sufrimiento de mujeres. Mayormente ocasionados por hombres, por supuesto, aunque hay algunas de mujeres, incluso hermanas, dándose problemas entre sí... a causa de un hombre. Y de todas esas canciones de mujeres sufriendo calamidades por causa de hombres, una de mis favoritas es una que tiene final feliz. La traduje al mixto moderno, así... —Y tras tomar aire, comenzó a cantar:


Vivía una doncella a la orilla del mar
Muy sola una joven doncella
Sin nada que la pueda confortar
Da paseos a la orilla del mar
La joven a orillas del mar


La vio el capitán de un velero audaz
¡Que el viento sople alto y bajo!
"¡Moriré, moriré!", exclamó el capitán
"Sin la joven a orillas del mar
La doncella a la orilla del mar"


Tengo barras de oro y piezas de plata
Joyas, loza y terciopelo
Lo daré, lo daré a mi tripulación
Si la traen de la orilla del mar
La doncella a la orilla del mar


Tras mucha persuasión la trajeron a bordo
¡Que el viento sople alto y bajo!
La llevaron debajo del puente con él
Se acabó el pesar y el dolor
Dice adiós al pesar y al dolor


La llevaron a bordo, debajo del puente
¡Que el viento sople alto y bajo!
Es tan dulce, tan bella, fragante y sensual
Y cantando los hizo dormir al final
Y cantando los puso a dormir


Le robó todo el oro y toda la plata
Las joyas y todo el ropero
Con su espada en un bote se fue a navegar
Y remó con la espada en el mar
Con la espada a la orilla del mar


Mis hombres son tontos, o enloquecieron,
Son presa de gran desespero
Te dejaron marchar de mi velero audaz
Y remar con mi espada en el mar
Con mi espada a la orilla del mar


Tus hombres son tontos y no enloquecieron
Son presa de gran desespero
Porque los engañé, como a ti también
Porque soy la doncella en el mar
Otra vez a la orilla del mar


Vivía una doncella a la orilla del mar
Muy sola una joven doncella
Sin nada que la pueda confortar
Da paseos a la orilla del mar
La joven a orillas del mar


Cantó la letra una vez y luego hizo a los presentes repetirla, a mujeres las partes de la raptada, a hombres las del capitán, como si les hiciera asumir los papeles. A la tercera se acercó a mí, esperando que yo cantara la parte en que el capitán promete riquezas a quien le llevara la doncella. Yo permanecí mudo. No estaba dispuesto a seguir ese extraño juego. Mi silencio se extendió, pues el sistema automático detuvo la música al no escuchar ninguna voz en armonía.

—Vaya, pues —dijo la Sirena en tono de reproche—. El capitán de esta nave es un poco plomo. ¡No importa! Su segundo es fiestero, aunque parezca tímido. —Y se aproximó a Conto.

En vez de compartir mi silencio, aquel a quien yo llamaba amigo comenzó a cantar. Enrojecido hasta la raíz del cabello y enredando más de lo que pronunciaba, pero cantó. Los pasajeros aplaudieron con júbilo, redoblado al escuchar la música volver según Conto entraba en melodía. Y cuando terminó esa canción —al fin—, ella ordenó al sistema pasar a la siguiente música y retomó la palabra con otra letra peor: una en arcaico hispánico que no era sino una lista de insultos a un hombre que se veía ahí —donde yo estaba parado, por supuesto—. Me harté de que me llamaran falso, malo y rencoroso; fui hasta la máquina reproductora y la apagué.

—¿Es que de pronto sólo tienes canciones de brujas rabiosas de hace siglos? —le pregunté irritado mientras mis ojos seguían a Conto, quien se situó junto a ella en silencio—. Creo que no.

—Ah, qué quieres que diga. Soy la chica anacronismo —respondió ella dándole vueltas al mando—. Además canto lo que las circunstancias me inspiran. Pero para mostrarte que puedo ver la situación desde más de un punto de vista, ahora viene otra en hispánico... una sobre un hombre que ama a una mujer que pasa bajo su ventana cada día, cuando suenan las campanas de la iglesia, y sueña con ella, contentándose con saber que también pasará mañana. Como en su caso tú hubieras bajado a la calle a importunarla, a lo mejor la canción tiene un efecto educativo.

—Vete al diablo —dije con odio, e hice un ademán que abarcaba a todos los presentes—. Quedan con ella; si hubiera sabido que era tal clase de víbora, no hubiera disfrutado tanto oírla cantar.

—Te vas porque yo quiero que te vayas —armonizó la Sirena poniendo expresión socarrona—; a la hora que yo quiera te detengo...

Cuán bien podía expresar los tonos más diversos, pensé mientras huía por el pasillo solitario con el sonsonete prendido a mis orejas. Burla, desprecio, imperiosidad, tal como antes amor, esperanza, ternura. Era verdad lo que me advertía Conto: ella haría un guiñapo de cualquiera. Él mismo era la prueba viviente y servil. Yo no salía mejor parado, pretendiendo que todo iba bien mientras ella me mostraba al mundo como un tonto. Qué juego perverso hacernos soñar con ella, qué maldad hacernos sentir de esta manera con sus canciones. Llegué a la cabina evitando a duras penas que aquella mujer me hiciera llorar dos veces en un día. Lo primero que hice al entrar fue oprimir con ambas manos el respaldo de un asiento, y cuando mis nudillos blancos de dolor no bastaron para disipar la ira, se me nubló la vista, perdí presa y resbalé golpeándome la frente con la cabecera, lo cual hizo el milagro de despejar mi mente. No debía permitirle lograr esto de mí, ni tampoco complacer su capricho de volver a su ruinosa nave. Debía volver al plan inicial... aunque no recordara exactamente cómo era. Y como obviamente el primer paso era mantenerla vigilada, activé el circuito de vigilancia. Sin sonido, para evitar el efecto de su voz.

La fiesta se estaba animando. Al parecer había puesto una pieza bailable o al menos movida, por la forma en que todos daban palmadas y se mecían en ritmo guiados por ella. Sobrepasé la tentación de escuchar e hice un paneo para cerciorarme de visualizar toda la sala. Ningún rincón debía escapar a mi control. Si supieran todos, incluidos ella y Conto, cuán ridículos lucían agitando los brazos y moviendo los pies de aquí para allá, o si pudiera hacerlos verse desde mi punto de vista, como montón de marionetas silentes. ¿Quizás poniendo la grabación de su espectáculo en la pantalla del compartimento a la vez que cortaba la energía de su reproductora? También podría cerrar la puerta y despresurizar poco a poco. ¿Qué notarían primero, la falta de aire o el debilitamiento del sonido? ¿Cómo cantarás al vacío, Sirena? Formulé en la interfase el complicado protocolo para la extracción del aire y moví la imagen de uno a otro, imaginando sus convulsiones o muecas mientras acariciaba el botón rojo. En ese placer, que me duró unas cuantas piezas, comencé a notar que las caras raleaban y se hacía un vacío que no era el de mis planes: cada vez había menos personas en la cámara. Enfoqué la puerta, y capté a una pareja marchándose.

Por supuesto. Bebida, diversión, baile, canciones de amor, y una nave que aunque pequeña estaba llena de recovecos. Alguna gente estaba teniendo suerte por los rincones de mi “Estrelladora”, y el mero pensamiento me llenó de asco. Habría manchas de fluidos corporales por todas partes, y en las zonas de pesantez ínfima —que algún ingenioso preferiría—, gotitas microscópicas de aquello y sudor flotando en la atmósfera sin llegar a los filtros. No soy ningún pazguato pero me disgusta la falta de higiene, sobre todo si no es en mi beneficio. Una idea aún peor, no obstante, fue la causante de mi mayor alarma: acababa de notar la ausencia tanto de Conto como de la Sirena. “El muy cabrón”, pensé mientras degustaba bilis, “hipócrita y mosca muerta”. Por fortuna el soporte vital de la nave tenía identificados los parámetros míos y de Conto para tenernos localizables en todo momento. Estaba en el gimnasio con alguien más; una mujer, decía en su inocencia de máquina el sistema vital.

Mientras pedía una vista del gimnasio pensé amargamente que al menos no habría un aerosol resultante de esfuerzos sexuales: el gimnasio tenía tanta gravedad como cualquier otro sitio. Ordené enfocar hacia arriba para no tropezarme de golpe con los hechos, y bajé lentamente la visual. En cierto sentido, lo que vi fue peor que lo imaginado. Ellos bailaban.

Al verlos bailando realmente lento en el gimnasio tuve la súbita corazonada de que mi suerte se había agotado para siempre. Ambos estaban descalzos y debían haber pateado lejos sus zapatos, que no estaban a la vista. La noción de sus pies desnudos rozándose mientras casi flotaban me hizo sentir una tristeza insondable. Bajé la vista. Seguí escuchando, no obstante, y al hacerlo las imágenes inundaban mi mente. No entendía la letra, porque además de estar en lengua arcaica, ella prácticamente la murmuraba al oído de él; sólo capté las palabras “chocolate”, “amor” y “helado”. Era indudablemente tierna. Y la melodía era redonda, de retorno y vueltas como las que ellos daban, haciendo espirales con los pies a milímetros sobre el suelo. Un vals, el baile de las parejas, si algo sabía yo de esas cosas.

Salí de la cabina y fui corriendo como loco hacia el gimnasio. Quedaba por debajo de la cabina. Al ir por el pozo de acceso me tiré con fuerza, agarrándome a los tubos de descenso para impulsarme hacia abajo, ganando rabia con el dolor en los pies al aterrizar en cada etapa. También me hacía daño en las manos, y me lo merecía, por tonto, por confiado, por iluso, por bien intencionado y magnánimo. Estaba poseído por una buena justa ira cuando empujé a un lado la puerta del gimnasio, que no se abrió lo suficientemente rápido como para acompañar mi estado de ánimo.

La gravedad, pobre incluso en un local favorecido por la topología gravitatoria de la nave, les permitía volar en sus evoluciones, y eso estaban haciendo cuando los vi. Daban vueltas abrazados en el aire, y era casi cómico verlos esforzarse por mantener la vista sobre mí mientras los giros les daban una perspectiva de carrusel. Fue Conto quien hizo el esfuerzo por frenar en cuanto sus pies tocaron el suelo de nuevo; ella incluso trató de seguir la inercia. Fue también él quien se separó, y el primero en confrontarme apenas el mareo se lo permitió.

—Supongo que esta es la parte sorpresa de la fiesta —gruñí mientras entraba—. Tan sorpresa que es a espaldas del capitán, ¿eh, Conto?

Mi segundo al mando no dijo nada; sólo se retorció las manos.

La Sirena, por su parte, vino hacia mí en dirección a la puerta —Creo que mejor me voy —dijo al cruzarse conmigo—. Ustedes están a punto de tener una de esas conversaciones masculinas y no quisiera estropearla.

—Si querías que me arrepintiera de traerte —le dije sin importarme que sólo me respondiera el contoneo de su espalda—, lo lograste, desgraciada. ¡Me arrepiento de haberte escuchado alguna vez! ¡Llevas bien puesto el nombre!

Conto no tenía la frente alta. ¿Cómo hubiera podido?

—Por eso no hiciste resistencia a que la trajera —le espeté a Conto—. Tú también la querías.

—No te entiendo —me respondió él.

Estaba habituado a sus evasivas; pero no a que me las dijera sin mirarme a la cara.

—Oh, lo sabes muy bien, señor bailarín de vals.

Conto enrojeció. —No sabía bailar, y ella se ofreció a enseñarme.

—Se suponía que ni querrías estar cerca de ella. Que le tenías miedo. Yo no vi ningún miedo y sí mucha cercanía.

—Para, por favor. Fue idea de ella.

Me reí estentóreamente, como un mal comediante de sus propios chistes. —¿Te obligó? —me acerqué hasta escupirle el rostro—. ¿Te amenazó con dejar de cantarte al oído?

—Tenía que poner la música de algún modo. —Conto se encogió de hombros e hizo el intento de pasar por mi lado; yo me puse en su camino.

—¡Pues yo la traje! —grité dándome un golpe el pecho—. Y la nave con todo adentro es mía. ¡Por tanto, ella es mía!

—No seas estúpido, ninguna mujer es de nadie. —Conto adelantó las manos para hacerme a un lado, y yo reaccioné empujándolo y dando unos pasos atrás, como buscando espacio para pelear.

—¿Qué dijiste? —lo reté—. ¿Qué sabes tú de mujeres? ¿Y quién eres tú para decirme estúpido? Cuando te recogí eras un desempleado, un bicho raro.

—Todo eso y más —Conto apretó los puños—; pero sin mí no hubieras ido a ninguna parte... fango.

La palabra con que los hombres del espacio se burlaban de los planetarios nunca había sonado tan ofensiva como en labios de Conto.

—Me parece que hay una sola manera de arreglar esto —dije—. Ven donde hay más comodidad.

—Muy bien —dijo Conto, siguiéndome a la misma área donde él y ella habían bailado.

Nos atacamos sin mediar aviso. Ambos queríamos ventaja y no limpieza, quizás por adivinar que sería una pelea bastante pareja. Yo, criado en un planeta, era más sólido, pero Conto sabía cómo mover el cuerpo en gravedad reducida y parado en botas adhesivas. Aunque él golpeaba más seguido y recobraba más rápido la vertical, mis puñetazos, cuando daban, triplicaban los suyos. No obstante, al cabo del rato mis esfuerzos por enderezarme tras cada fallo empezaron a cansarme y el agotamiento me hizo aún más torpe y lento. En cambio, Conto podía erguirse con gracia después de mis impactos, balanceándose atrás y adelante con los pies pegados al piso como un juguete de equilibrio. Mi orgullo quedó salvado por el hecho de que no me noqueara él, sino la esquina de un extensor con la cual choqué por no detener mi giro a tiempo, tras un derechazo bien colocado en la barbilla de mi socio. Debo haber lucido como un pelele, ondeando inconsciente.


Me alertó la sensación de alguien registrando mis bolsillos. Al abrir los ojos, era la Sirena. Su rostro estaba más cerca que nunca. Sentí su aliento tibio, su aroma, y si no lo soñé, sus cabellos rozando mi frente por un segundo. Fueron unos instantes, porque cuando notó mi mirada dio un paso atrás y me apuntó al pecho con la pistola de polvo.

—No... —susurré.

Ella disparó.

El impacto fue como siempre lo imaginé, parecido a los puñados de arena que de niño me arrojaban en las playas de mi planeta. El shock electrostático, jamás podré describirlo apropiadamente.

Mientras me sacudía como pez, vi cómo ella examinaba su botín. Tenía en la mano mi tarjeta general, que daba algunas atribuciones menores en la nave, como abrir compuertas, acceso a las antenas, a monitores de vigilancia y cosas así. No parecía comprender bien cómo operarla, pero no sería nada del otro mundo que aprendiera sobre la marcha. Me alarmé sobremanera, tanto cuanto podía hacerlo entre un retortijón y el subsiguiente ramalazo de dolor, y deseé que Conto no estuviera noqueado aún y pudiera hacer algo, o quisiera. Entonces, cuando mi cuerpo se relajó y sólo quedé sufriendo debilidad extrema, la vi voltear el rostro a la derecha, alzando de nuevo la pistola, y disparar. Perdí las esperanzas.

La Sirena se marchó fríamente, sin siquiera una mirada de despedida. Su trabajo estaba hecho, pensé mientras intentaba luchar contra la propensión de mis miembros a seguir arqueándose en direcciones imposibles. Conto y yo estábamos tirados en el aire, chocando entre nosotros y con la maquinaria de ejercicios como contrabando mal estibado, después de habernos peleado, ofendido, odiado y traicionado. Ya había hecho un trapo de piso con nosotros, ahora podía hacerle daño a la “Estrelladora”; ese pensamiento me hizo buscar mis últimas reservas de energía. No fueron suficientes.

Conto sí logró ponerse en pie, no sé si porque ella le había apuntado a un área del cuerpo menos limitante o porque el temor por la nave era una motivación mucho más fuerte en él. De todas maneras, al caminar parecía un muñeco maltratado por una niña malvada, y usaba más las manos que los pies para equilibrarse o avanzar. Difícilmente podría hacer algo, sobre todo porque la Sirena le llevaba algunos minutos de ventaja, suficientes para parapetarse en la cabina o marcharse a su nave sembradora.

Qué habría sido, me lo estuve preguntando por un rato más; el esfuerzo infructuoso había retrasado mi recuperación. Cuando finalmente pude repetir la pantomima de Conto —y recé porque ella no me estuviera viendo en cámara—, opté por la cabina. Tuve la desgracia de tropezarme por el camino con una escena entre dos que habían decidido usar las literas, en vista de la vaciedad de los pasillos. Me ignoraron, y yo seguí como caracol desconchado hasta la cabina.

Conto estaba sentado ante el monitor de visión externa. Se veía la enorme nave sembradora de la Sirena, y junto a ella un ínfimo puntito.

—Pronto... —jadeé a sus espaldas—. Controla el módulo y tráela de vuelta.

—No es el módulo de transferencia —dijo Conto.

—¿Cómo que no es el módulo? —y me acerqué a mirar mientras la comprensión erizaba mis cabellos. El cuerpo de Conto me había cubierto una esquina de la pantalla donde se veía un agrandamiento del punto. Era la lanzadera del fundador de Cieloverde.

—¿Cómo supo? —dije incrédulo.

—Le propuse irnos a vivir a un lugar solitario con un dinero que ganaría —explicó Conto mesándose los cabellos—. Tuve que contarle cómo esperaba ganar ese dinero.

El puntito se fundió con la sembradora. Minutos más tarde, las lecturas expuestas en la pantalla nos avisaron que la otra nave estaba calentando motores. Había un buen número de cosas que podíamos hacer para impedirle entrar en tránsito, como acercarnos y activar nuestro motor cerca de ella, o disparar una mina de frenado por isocromía justo ante su proa. Aun podíamos dominarla, sobre todo si Conto, en vista de los hechos, escapaba a su hechizo y me apoyaba.


Ilustración: Fraga

—Déjala ir —dijo mi amigo como si me hubiera escuchado pensar—. Nunca debimos haberla molestado.

Vencido, observé junto a Conto cómo la nave sembradora se alejaba de nosotros a lo largo del Ferente. Triste ironía final, en ese momento tuve la dolorosa necesidad de escuchar una canción que pusiera palabras a mis emociones. Y para eso, nadie mejor que la Sirena. Conto sentiría lo mismo.

Ella podía abandonarnos, pero nosotros a ella no.



Nacido en La Habana, Cuba, en 1973, Juan Pablo Noroña participa asiduamente en la revista. Prolífico, nos ha regalado una buena cantidad de relatos en donde el humor (no siempre inocente) juega un papel importante.
Juan Pablo ha publicado en nuestras páginas HIELO (136), INVITACIÓN (140), OBRA MAESTRA (142), TODOS LOS BOUTROS VERSUS TODOS LOS HEDREN (144), PROYECTO CHANCHA BONITA (148), NÁUFRAGOS (152), PAREJA (155), SHIFT (157), CEPAS (159), PRÍNCIPE DE LOS ESPÍRITUS (162) y CHOCOLATE HEIST (171).
También ha publicado en Axxón los ensayos Geeks y Bohemios (156), Temblar es un placer (150) y varios cortitos, los que se pueden encontrar en Veinte breves viajes por el tiempo (167), en las Ficciones Breves 2 (147), 5 (149), 14 (153), 22 (159), 23 (160), 25 (161), 28 (165), 29 (169) y 31 (170) y, sólo por ahora, en la primera entrega de Cuenta Regresiva (174).


Este cuento se vincula temáticamente con “La muerte del Capitán Futuro”, de Allen Steele (165); “El primer viaje de la Argonauta”, de Yoss (132), “Bumper Sticker y la princesa emplumada”, de Andrés Diplotti (154), “Nombre propuesto para el planeta: ?”, de César López Orbea (Cuento Elegido) y “Un planeta camino a Aldahir”, de José Altamirano (160).


Axxón 174 - junio de 2007
Cuento de autor centroamericano (Cuentos: Ciencia Ficción, Aventura, Humor, Naves espaciales, Comercio interestelar, Mitos en el espacio: Cuba: Cubano).