La llanura de las Ficciones : Libro 1 : El sueño de los Césares

CAPITULO XIII - HALIFORD CONOCE QUE EL LAGO DE LOS TEMPANOS NO ES EL VIEDMA

El cúmulo de infortunios no arredraba, y hacia la noche de la navegación por el Gran Lago, rompió el temporal. El cielo se taponó de nubes negras; cirros y estratos se arremolinaron, hasta que la turbulencia desató el tifón. En el instante en que las aguas se encresparon y la ventisca arreció, las voces enmudecieron, las manos temblaron y los miembros flaquearon. Los diminutos barcos se mecieron en el centro del lago por el golpeteo incesante y furibundo de las olas, y oscilaron entre rompiente y rompiente. El agua superó el nivel de las barcazas y se derramó sobre sus cubiertas. El estado de la nave capitana, tras el choque del témpano, era tan deplorable que el vendaval amenazaba con desarticularla. Pero otro peligro se avizoraba, pues transitando por un pasaje sembrado de témpanos, el viento y las corrientes habían empujado la gran roca errática que los había embestido la primera vez.

Entonces, en medio de la borrasca, harto mojados los hombres y las cosas, Facundo gritó:

—¡Señor Casavalle! ¡La chalupa se inunda!

El naturalista descendió hasta el inferior y, apenas puso un pie, sintió en su miembro el contacto del gélido fluido. Una grieta profunda cortaba una de las paredes, seguramente rezago del choque con el témpano. Las olas, en curso el tifón, la habían ahondado. Calculó Gabriel, por el abundante flujo que manaba de la fisura, que en escasos segundos el agua habría de anegar la mitad del recinto y que el barco se fondearía sin redención.

Empapado, meneado por la marisma que bañaba la cubierta en rachas, Casavalle se deslizó hasta el capitán, que estaba enhiesto, y repartía órdenes de afirmar los atalajes. A continuación, le anotició del inevitable hundimiento de la chalupa.

—¡La nave se hunde! —gritó, en medio de la rugiente.

Haliford no dio inmediato crédito a las palabras del científico, estimándolas trágicas y extremas. ¡La chalupa a punto de quedar eternamente enclavada en el fondo de ese lago! No podía ser cierta la conjetura de Casavalle. Quizá la hendidura no era tan grave como para aventurar que la nave iba a hundirse con rapidez, sin dar antes tiempo de tocar la orilla y practicarle reparaciones. Se negó, por tanto, a aceptar el vaticinio. Pero la persistencia del hombre lo persuadió de revisar el casco y hacer su propio cálculo. Inspeccionó en persona el daño, confirmó mentalmente lo pronosticado por Gabriel y se volvió al informante con faz pálida.

—¡El témpano produjo un boquete —interpretó Casavalle—, y por él se filtra el agua a borbotones! No resta tiempo para conducir la chalupa a la orilla. Se hundirá antes de que pisemos tierra.

En medio del oleaje, escudriñando la oscuridad, el capitán distinguió las barrancas de la costa y dictó la orden de que todos los hombres abordaran el otro bote. En esta parte el paisaje era otra vez pobre, pues se habían alejado de las montañas altas, donde se aglomeraba el bosque.

Los marinos, indios y gauchos, tiraron de las sogas que enlazaban las barcazas y arrimaron el restante bote para abordarlo. En derredor, las olas brincaban y el líquido elemento lamía la borda. Las tablas y los maderos de la nave averiada empezaron a crujir, en tanto el torrente de lluvia caía, y el viento restallaba y encrespaba el manto esmeralda.

El traspaso se hizo con rapidez. Pero el bote restante tampoco representaba sitio seguro; rodeado de un oleaje iracundo, con el aditamento de hombres soportaba un peso que excedía en mucho el que podía tolerar. Sin demora, los descendidos aferraron los remos pretendiendo arrastrar la embarcación hacia la costa, pero pronto se percataron de la vacuidad de sus intentos, pues no era su voluntad la que imperaba, sino la de los elementos.

Cuando el último hombre se encaramó, sólo dos seres restaban en la chalupa dañada. Estos eran el capitán Haliford, que se balanceaba de un lado a otro, sin consuelo, y Facundo, tan cerca del borde que por momentos parecía que iba a precipitarse. Casavalle le gritó al mocoso que abordara la embarcación; el capitán, entonces, lo sujetó por un brazo. Nunca supo Facundo por qué extraño motivo volvió la cabeza hacia un lado. Tuvo una visión fugaz; de soslayo, avistó el temible témpano que los había golpeado en la tarde, destellando tonalidades blancas y azuladas en medio de las tinieblas, aproximándose al bote, traído por los cierzos. En segundos más, la compacta mole volvería a embestirlos.

Cayó Facundo en la segunda chalupa, y tras él se arrojó Haliford. A los segundos, la roca impactó el primer bote. El mástil se desmoronó, las paredes se astillaron y la chalupa se hundió en el lago, originando estelas espumosas en el espejo cetrino.

Pero las tribulaciones no tuvieron su epílogo. Aún debían embicar hacia la costa y recorrer el trecho que separaba al bote que restaba, atiborrado de almas, de la orilla. Entonces, llegó un rumor sordo y prolongado que creció y creció hasta trocarse en un estruendo aterrador.

Los estratos y los cirros se desgarraron como si fueran una tela, y asomaron los Caranchos, batiendo sus alas, con los metálicos Guerreros del Viento montados en sus lomos. Volaban para atestiguar que el navío se había perdido para siempre en el lago. Otros adalides surgieron cabalgando hasta el punto sobre el agua en briosos corceles azules, enjaezados de la cabeza a los pies. Y en sus manos traían pesadas y negras macanas, de seis y de ocho puntas, un arma que habían copiado de los indios de antaño; y unos hicieron girar las metálicas bolas sobre sus cabezas y otros las dejaron pendiendo en el espacio. Ante la visión de los espectros, los acomodados en el bote quedaron inmóviles de asombro y de espanto, pero los Capitanes no los tocaron, sino que giraron, unos en las criaturas voladoras, otros en sus brutos, y se precipitaron al sur.

Estaba la embarcación por alcanzar la orilla pedregosa, más por impulso de las olas que por el esfuerzo de sus pasajeros. Pero la fuerza del oleaje ladeó el bote y volcó su carga; ahora el lago estaba salpicado de almas que pujaban por mantenerse a flote, a pesar de los vientos, y de las crestas que las mecía. Alcanzaron con brazadas la orilla. Allí se echaron los hombres, extenuados, apenas guarecidos por mantas mojadas. El frío arreciaba.

Facundo se encaramó junto a las raíces de una lenga. Al fin, abrumado por las preocupaciones, se durmió; quizá la mañana, cuando llegase, traería algo reconfortante. Por el momento, no podía hacer otra cosa que descansar. Y este fue el criterio que imperó en todos los viajantes. En sus sueños, Facundo vio a las criaturas pestilentes y a sus rapaces montadores, que lo escrutaban con ojos mezquinos y malévolos. Y los soldados llegados de tiempo allende extendían sus manos enguantadas hacia él. Entonces, despertaba con sobresalto y miraba en derredor con ojos despavoridos. Las bestias no surcaban el cielo, pero su maligno halo persistía.


El temporal aminoró en el segundo día. Hundida una chalupa, todos los hombres creyeron que la expedición había concluido. Habían llegado por fin al último acto de una aventura descabellada y, hambrientos y descorazonados, aguardaron la orden de construir otro bote o una balsa y aprovechar la pendiente del río Santa Cruz hasta la avanzada de la isla Pavón. Pero disímil era la voluntad de Haliford. Porque éste había conducido la excursión hasta las entrañas de Tierra Adentro, hasta las nacientes desconocidas del río, y no estaba dispuesto a retroceder. Al fin y al cabo, y dado el glaciar que impedía el paso, la expedición habría tenido que descender en alguna parte para proseguir la marcha a pie, a fin de escrutar las inmediaciones.

Haliford explicó este hecho a Casavalle; le expuso que el hundimiento del bajel en nada cambiaba el recorrido pues de antemano estaba fijado el desembarco. Más aquí o más allá, habrían descendido de todas maneras. Pero lo que Haliford no entendía era el efecto desmoralizador que la rompiente había despertado en los hombres, bien hartos de lo lóbrego del territorio, de la escasez de alimento, del clima riguroso y de las criaturas sombrías que de tanto en tanto los asediaban. Y más hendiduras provocaban las supersticiones que corrían entre los hombres. Otros viajeros, en el pasado, los más de ellos eruditos, habían cejado en sus intentos ante condiciones menos adversas.

Gabriel replicó pero Haliford, otra vez desaforado, se obstinó. Dictó un veredicto inapelable: le notificó al naturalista que la expedición continuaría, sin reparar en el costo en vidas y en elementos que ello podía irrogar. En la noche, informó al tropel de hambrientos y fatigados que al día siguiente la marcha se reiniciaba para escudriñar los alrededores.

El lago donde los témpanos flotan (así lo había bautizado Gabriel), los viajeros lo tenían entendido como el lago Viedma. Su costa era extensa, pedregosa en algunos puntos, cortada por paredones basálticos en otros. Donde nacía, sobre las barrancas y las colinas se derramaba un bosque de lengas. Pero en esta parte, el aspecto era de renovada desolación. La monotonía del paisaje sólo era cortada por montes y mesetas áridos. Las aguas, serenas, lamían la ribera arenosa, sobre la que pendían y chillaban las gaviotas. Hacia el Oeste, las nubes despejaban las cumbres de la Cordillera Nevada, ora azuladas, ora rojizas sin que importara la estación.

En la última tarde de la parada en el lago, los víveres escasearon: los viajeros apenas habían logrado salvar unas pocas conservas y fariña del hundimiento, y se hizo ineluctable campear guanacos y avestruces para alimentar tantos estómagos vacíos.

Estaba Gabriel sentado en un peñasco frente a Facundo, cuando Haliford hizo aparición con una aventurada teoría. Le comunicó que el verdadero lago Viedma (de cuya existencia se tenían noticias desde 1782) estaba situado en el norte y que hacia allí atrevería la expedición. Próximas al esperado espejo se alzaban inexpugnables torres de granito y, más allá, según los testimonios recopilados en el manojo de papeles ocres y ajados, la plaza. Conforme la descripción que hacía Zaldívar, desde el Viedma era posible avistar el emblemático cerro Chaltén, de fisonomía inconfundible pues era un peñón colosal, puntiagudo y de contrafuertes verticales. En cambio, el macizo que ahora avistaban no ofrecía ninguna punta de estas características.

“No —dijo Haliford a Casavalle, como un oráculo—: esta no es la formación de la que habla el texto. No se elevan aquí las agujas de piedra azul que deberían punzar el horizonte. Ninguna de las acumulaciones que vemos es el Chaltén. Su figura nos señalará el sitio; silenciosamente nos gritará: ‘¡aquí es!’. Es una marca a cielo abierto. Este no es el Viedma, sino otro lago, que llamaremos, provisoriamente, de los témpanos, como tú dices, hasta que otro hombre, en el futuro, venga a imponerle, para el patrimonio de la República, su nombre definitivo[18]. Pero no es la tarea de esta expedición poner nombre a las cosas que no lo tienen”.

La idea de dirigirse al norte le pareció a Casavalle tan alocada como las anteriores. Se habían animado hasta donde nadie, lo que ya era suficiente. Pero Haliford agravaba la situación de los desanimados viajeros incitándolos a marchar hacia la lejanía.

—¿Dónde hallarás alimento para tantos? —refutó Gabriel, enérgico—. Pues hace dos días que estamos varados aquí y casi no avistamos avestruces, gamas o guanacos que bolear. Apenas si podemos revistar el hallazgo, entre los médanos, de esqueletos de esas bestias, todos despojados de sus partes blandas. ¡Míralos! —y señaló a los gauchos—. Están acobardados, trémulos.

—No llegué hasta este punto —arremetió Haliford con furor— para volverle la espalda sin antes haberlo agotarlo. Porque estimo que la ciudadela que buscamos se halla próxima. ¿Acaso no fue la Ciudad el motivo principal de este viaje? Pero no la encontraremos aquí, sino en el norte.

Ahora la esperanza aminoraba como la llama de una candela que enflaquece. Y una de las principales razones para ello no eran, siquiera, los desafíos, sino la falta de provisiones pues las mismas no abundaban en Tierra Adentro. Esto enfrentó a cada viajero con el problema de su manutención.

Cierta duda se instaló en los hombres en la mañana de la partida: algunos estimaban que había llegado la hora del regreso, con fundamento en la escasez de alimento que encontrarían pero, a continuación, viraban, para decir: “Pero, ¿y si la ciudad del capitán se encuentra, realmente, en el norte?”. Otros afirmaban, sin titubear, que el único camino era seguir hasta el otro Gran Lago. No obstante, la situación del aprovisionamiento era preocupante: en el mejor de los casos los víveres alcanzarían, racionados, para un día, con mejor suerte, dos. Y ese tiempo no demandaría la inserción hasta el Viedma, sino más.

La voz imperativa del mezquino capitán sustrajo a todos de las disquisiciones para enfrentarlos con la cara realidad de que, por su falta de cohesión para impetrar una acción, iniciaban el avance a pie por Tierra Adentro. Pues su insomne voluntad, nunca cavilante, pendía sobre la cabeza de todos.

Ante sus ojos se extendió una altiplanicie monótona, apenas surcada por sierras gastadas.


En cuanto llegó la tarde, el arcaico hombre se encaramó al resguardo de unos farallones grises, se embozó en su quillango y encendió una fogata para cocer las presas de guanaco que llevaba para el sustento. En esa soledad recordó que cada tarde, acabada la faena, retornaba a la apacible aldea, salpicada aquí y allá por toldos y pequeñas huertas. Era un viajero que llegaba de tierra allende y traía consigo trastos y baratijas, y algunos cueros que trocar con los lugareños. Esperaba tornar con mantas, platerías y plumas. Su morada estaba en el Mamil Mapu (País del Monte), una planicie remozada en el centro de Tierra Adentro. Y la región de que era oriundo era célebre por sus úlmenes, y por la aukan o rebelión, y por batallas ocurridas en los tiempos remotos que Huincalef (tal era su nombre), como un historiador avezado, evocaba de tanto en tanto.

Pero el hombre que pisaba las Altas Colinas no era indio, sino blanco; al fuego, su clara piel rutilaba; los ojos, rodeados de pliegues, eran verdes y generosos; y su cabello, plateado pero largo, a la usanza aborigen. Tenía la faz límpida de cerdas. Destilaba sapiencia y sabiduría; una erudición en la que había amalgamado la instrucción española de su niñez y su juventud con el bagaje que había aprendido en el Mamil Mapu. Por estas razones era un hombre respetado y reverenciado por los cohuenches (su tribu), pero su fama había traspuesto los límites del país de ese pueblo para desperdigarse por todo el Este. Téngase en cuenta que esta identificación tenía como divisoria la Cordillera Nevada, y distinguía a los pobladores según se encontrasen a uno u otro lado del macizo.

En esos días, se encontraba de paso por la Huincul Mapu, a la que afluía espaciadamente en el tiempo para comerciar con sus habitantes o para visitar a su amigo Epumari. Había en el lugar un comercio sostenido y abundante entre el Este y el Oeste. Este mercadeo era factible porque toda la Puel Mapu (Tierra del Este) se encontraba surcada de pasos o rastrilladas, verdaderas vías de comunicación que posibilitaban a los moradores de una tierra visitar la otra, y llevar sus ganados. Y las vías, incluso, no se truncaban en la Cordillera Nevada, sino que la cortaban para desembocar en la Araucanía (Chile). Esos senderos habían sido surcados por los ganados, en sus idas y venidas: eran paralelos, hondos y bien firmes por donde se podía transitar. Inclusive, el control de estos pasos había propiciado afamadas rivalidades entre las tribus del oriente.

Hacía cinco largos años que no pisaba la Tierra de las Altas Colinas (Huincul Mapu). Aprovecharía la ocasión para hacer una visita a su amigo, Epumari, en longkoche (jefe de la gente) de un clan tehuelche de la Cordillera de los Vientos. Y tras degustar el alimento, se dirigió hacia los aduares.

Sus salidas por cuantiosos meses no eran una novedad en el Mamil Mapu. Por el contrario, sus habitantes se habían acostumbrado a sus incursiones en Tierra Adentro, pues llevaba una vida ascética y solitaria. Mientras andaba, unas ráfagas de viento lo sorprendieron; de pronto, escuchó unas voces apagadas que canturreaban: “Una corona de oro para la Huincul Mapu; después, para Tierra Adentro”. Y los rumores se ensimismaron, y repitieron una y otra vez este canto, hasta que los vientos cesaron. ¿Qué significaba aquella alerta? Pues, no lo sabía, pero retuvo mentalmente el canturreo.

El toldo de Epumari era cálido aunque desaseado. Estaba dividido en compartimientos, como era habitual en las tiendas de los pampas (aunque el cacique no lo era). El suelo estaba cubierto con cojines hechos con mandiles, una manta tejida de artesanía mapuche, muy difundida y reconocida, rellenada con lana de guanaco. Las almohadas moteaban el césped, verdadero suelo de la morada.

Huincalef ingresó en la tienda sin permiso: nadie se encontraba en ella. De antemano conocía que la intromisión no molestaría a su propietario, porque la tribu de Epumari hundía sus raíces en la raza tehuelhet o techuelche del extremo sur, también llamada meridional, clan que era conocido por su mansedumbre. Y esta cordialidad era una de las tantas cosas que lo diferenciaba de los gununa-kena, los pampas del centro, y de los pehuenches del Limay. Escudriñó (era muy curioso) algunos cachivaches y abalorios que el indio había acumulado en la casa. En curso esta requisa, Epumari entró.

El saludo fue generoso y ambos se sentaron en los cojines para la plática.

Acabada la frugal comida que, raudamente, Epumari organizó para Huincalef, éste se posicionó, solitario, en un rincón del toldo, sobre uno de los mullidos cojines, y empezó a fumar calmadamente su larga pipa. El cacique principió el acostumbrado parloteo con el que dos personas prologaban un encuentro: “¿Cómo ha sido el viaje? ¿Cómo se encuentran los tuyos? ¿Cómo estás de salud?”. Y otras preguntas vinieron, las que el indio-blanco repitió con las propias dirigidas al cacique.

—Te ruego —halagó Epumari, congraciado— que desde ahora disfrutes con agrado de tu morada en la Huincul Mapu, estadía que espero sea duradera. Por tus actos ganaste fama en toda Tierra Adentro. Cinco inviernos pasaron antes de esta visita, pues.

—Sí, cinco años —asintió Huincalef con expresión igual de alegre—. Y encuentro, como entonces, igual hospitalidad e igual estima. Aquí, en un sitio recóndito del mundo, encuentro una cordialidad que los mapuches y los pehuenches han perdido hace tiempo. Y tal vez es el aislamiento el que permite que eso perdure, pues no estás en permanente rencilla con tus vecinos por el espacio y el predominio.

—Hermano —contestó—, puedes venir a la Huincul Mapu tantas veces lo desees, y quedarte en mi toldo.

El blanco rió.

—Dime, ¿mejoraste algo en bolear un caballo o una res? Porque el indio-blanco, el huinka[19] llegado del Este, que vive en toldos y habla las mismas palabras que el indio, aunque hábil orador, era torpe para esas tareas.

—He mejorado algo, hermano —respondió Huincalef, sonriente.

—Entonces, lo demostrarás, pues.

—Parto en pocos días —le anotició el visitante con expresión risueña.

—Pero, ¿por qué la prisa? ¿Viajaste tanto desde el Mamil Mapu para quedarte tan poco? ¿Qué andas haciendo?

—En realidad, he venido para comprar algunas cosas que escasean en Relmu-leufú: artículos de plata, especialmente —prosiguió el indio-blanco—. No las hallé en los toldos de Salinas Grandes ni en Choele Choel ni en El Carmen. Pero también me acordé de ti, querido amigo. Hacía mucho tiempo que no te visitaba. No fuiste el único a quien busqué en este nuevo viaje a estas lejanas tierras. Cada vez que bajo hasta aquí, aprovecho la ocasión para volver a ver a los viejos amigos tehuelches y téuesch[20]. Esta vez, a pocos conocidos encontré. Después de cruzar el Currun leuvú, llegué hasta donde debían estar los tolos de Orkeke. Pero no había nada en el lugar, salvo unos huesos. La mayoría de ustedes son nómades aún, a diferencia de nosotros, y de un año para el otro cambian la ubicación de los toldos. Los ponen más aquí o más allá. Busqué al indio Papón tras sortear el río Chubut. Encontré sus aduares, pero las mujeres me contaron que el hombre murió hace tres o cuatro años.

—Muchas cosas interesantes te habrán ocurrido en este viaje.

—Sí, muchas, tantas que pasaría otros cinco años contándolas. Mas, algunas he de relatarte. Pregunta, entonces.

—¿Cruzaste la tierra de los Gigantes, de los Patagones?

—La afronté. Sólo a uno vi; uno que vive en las grutas, al borde del Churilao, cuyo nombre es Aocá. Me confesó que era una suerte para mí que no encontrase a otros; me dijo que la soledad los está volviendo cada vez más agresivos, cuando antes, más numerosos, habían sido hospitalarios. Tú bien sabes que los Gigantes fueron afamados por ser harto pacíficos y atentos, pero creo que es hora de replantearnos la idea que tenemos de ellos.

»Recuerdo que en el pasado, cuando la primera visita a sus dominios, hice amistad con un gigante de corazón muy generoso. Su nombre era Ganequén. Fue él quien me hizo conocer la Tierra de los Gigantes. En el alba, me acomodaba en su hombro y, cargándome, cruzaba la meseta donde era el rey. Entonces, por sus comentarios, supe que los gigantes estaban dispersos y a punto de desaparecer. Algunos vivían en la Cordillera, otros, en la costa, y hasta tenía dos primos en la punta donde empieza la Tierra del Fuego. Cuando alguna festividad, tenía la posibilidad de verles los rostros a los otros. Era una oportunidad imperdible. Pero siempre había lugares vacíos: el de aquel que no había llegado, el del otro que estaba muy viejo para andar, y el de quien había muerto hacía seis meses o tres años. Estimo que siguieron decayendo y que en la actualidad quedan menos que entonces. Las pláticas fueron abundantes, aunque lentas y azarosas, porque su lengua es muy compleja y muy antigua. Tenía que hacer un gran esfuerzo para aguzar el oído y memorar el significado de tal o cual término.

»Andando con él dijo muchas cosas. Muchas recuerdo casi textualmente. ´Es extraño que alguien como tú viva con los indios —habló una tarde, mientras me llevaba en su hombro—. ¿Cómo es que llegaste al Mamil Mapu?... Muchas cosas cambiaron, al parecer. Los blancos viven con los indios, en tolderías. Eso era impensado al principio. Deberé acomodarme a los cambios y tal vez, acostumbrarme a ver a otros como tú andando por aquí. Cuando los europeos llegaron en sus grandes barcos y recorrieron la costa, encontraron a algunos de nosotros. Eso cuentan los más viejos. Entonces, éramos numerosos. Yo no conocía a los europeos hasta que, una tarde, andando por la costa, encontré sus casillas y a ellos enfrascados en sus labores. Al verme se espantaron. Creo que los que viven allí no son hospitalarios´. ´¿Qué sabes del Mamil Mapu, de donde vengo?´, le pregunté. ´No mucho —contestó—. Debo reconocer, huinka-lef, que he vivido demasiado tiempo aquí, alejado de los hombres. Por ello me sorprende que vivas con los indios. Pero algunas cosas he escuchado. Se dice que, muy al norte, hay guerra´.

»Después de pasar dos semanas con él, nos despedimos y jamás volví a verlo.

—¿Cuánto tiempo pasaste, esta vez, en la Tierra de los Gigantes?

—Apenas cinco días. Me había desacostumbrado a los Gigantes, a su paso tardo, más lento que el de cualquier criatura. Quizá por eso, desde el principio, estuve incómodo en la morada de Aocá. Debo reconocer que, si los titanes dejaron de ser atentos, Aocá se comportó conforme la idea que tenemos de su raza. Puedo decir que me sentí un cautivo de ese coloso: estuvo siempre pendiente de mí, y apretado por su mano, me hizo recorrer montes y valles, y cazar con él. Ver a un Gigante cazando es un espectáculo grotesco: la tierra cimbra bajo sus pesados pies cuando corre y su paso es precedido por las manadas que huyen despavoridas. Comimos juntos, dormí en su cueva. Una noche, casi muero aplastado por el peso de su cuerpo. Estaba tendido junto a mí; yo, andaba despierto, pensando que podía aprovechar el sueño del gigante y fugarme. De pronto, se volvió; cayó encima mío. Con la mole comprimiéndome, liberé un brazo, después otro. Lo golpeé con los puños: no despertó. Entonces cogí mi cayado y con él le di un golpe en la cabeza. Un poco aturdido, giró otra vez y quedé libre.

»La despedida, debo reconocer, aunque la esperaba, fue emotiva. Aceptó de mala gana que me marchara y se ofreció para llevarme hasta el linde donde empieza la Llanura Misteriosa. Me colocó en su hombro, cruzó a grandes trancos la planicie y me depositó en el límite. Allí nos separamos, para yo seguir en mi borrico. Pero, no te atosigaré más con mis relatos. Dime: ¿cómo está tu esposa? ¿Y tu madre?

—Mi esposa desea verte —dijo Epumari—. Te esperaba: todos nos contentamos al conocer que llegabas pues lo había visto en sueños. Las aves tambien transmitieron que pisabas otra vez la Huincul Mapu. Y mi madre tiene ansiosos deseos de estrecharte: sabes cómo es ella… Además, espero que me relates sobre hazañas en el Este, porque bien sabes que aquí todos hablan de ellas... Hay cierta preocupación, pues. Hay un gran parlamento de jefes. Los velados planes del spañol inquietan a unos, y los de Calfucurá, a otros.

—¿Llegaron hasta aquí noticias sobre Calfucurá?

—Sí. Conozco que llama insistentemente a hacerle la guerra al spañol. Incluso ha tentado a varios jefes en el norte.

—Lo sé —asintió Huincalef, sin entusiasmo—. Pero, ¿qué nuevas tienes?

—Hay una gran concentración de guerreros en el norte —comentó Epumari—: unos seiscientos o setecientos hombres, muchos llegados del otro lado. Pero ahora, que es verano, ese número se habrá duplicado...Yo no quiero la guerra, pues comercio con el huinka.

Epumari era resuelto pero arrojado: diestro en jinetear un caballo y en el manejo de las armas, el talento de la prudencia le había sido esquivo desde la cuna. Aunque era un guerrero experimentado, probado en los avatares de numerosas batallas australes, aún mantenía su ímpetu incauto. Era valiente y duro, y practicaba con habilidad todas las artes del habitante del desierto; no había quien montara mejor un corcel, boleara con más celeridad una bestia o blandiera con mayor excelencia una lanza. Muerto su padre y heredero de su título y de sus propiedades, era uno de los jefes más opulentos del Sur: sus tierras eran vastas y congregaban a un número elevado de naturales.

—Pero no son esos los únicos hechos que causan inquietud —comentó Epumari—. Llegaste en una ocasión especial. Unos extranjeros cruzan estas tierras, blancos, y algunos indios, aucaches según me contaron.

Huincalef se volvió hacia él, con ceño fruncido y gesto de preocupación.

—¿Gentes de afuera? —dijo, perplejo—. ¿Blancos?

—Sí. Pero no cruzaron las montañas. Vienen del lado del Agua Grande.

—De Oriente, entonces —meditó Huincalef—. ¡Nunca, hasta este momento, un hombre blanco del este había pisado estas tierras interiores! La meseta, estéril y desolada, que antecede a este territorio, siempre fue un reparo natural, una barrera que mantuvo a distancia a ambos mundos, el del indio y el del español. Pero sabía que esa protección terminaría cuando un hombre blanco cruzara la llanura: después de que un adelantado hubo superado la meseta, nada le impedirá a otros europeos emular al primero.

—¿Crees que habrá una inundación de huinkas?

El anciano quedó pensativo. ¿Ocurriría tal invasión? Para él tenía un significado adicional: el derrumbe de la Tierra del Este. Aún recordaba con tribulación la visión que le había obsequiado la piedra mágica challanco, roca que rara vez consultaba porque era capaz de anticiparle hechos terribles por venir que prefería ignorar. Había visto batallas desesperadas entre hombres que portaban armas de fuego y vestían uniformes, y otros desnudos con las melenas al viento; y había visto un sol teñido de rojo, símbolo de guerra; y había visto a los grandes jefes indios caer vencidos, y hombres de rostro achinado engrillados.

—Tal vez, no —intentó tranquilizar a Epumari y tranquilizarse a sí mismo—. Pero no les está permitido conocer los pasos a Chile ni la región; tal es la custodia que te transmitió tu padre, y tal será la que heredarán tus hijos.

—No es la única gente que se mueve —informó el cacique.

—¿Quién más, pues?

Pichi-ché[21], mil por todos. Según algunos indios, se dirigen a la Kara Mahuida[22] que los extranjeros llaman lo de César, para intentar conquistarla. Alguien los envileció y los fuerza para marchar hacia esa plaza, aunque ignoro si existe.

—La Ciudad —memoró Huincalef, y quedó pensativo—. Es una fuerza estimable, nunca vista en estos parajes. Conozco que los senderos están desguarecidos desde hace muchos años, cuando yo era un mozuelo… Perturbadores son los partes, hermano, porque blancos cortan el territorio y miles de enanos se unieron para quién sabe qué propósito, aunque no lo estimo bueno, pues son célebres sus latrocinios…

—Dejemos de lado los asuntos graves —dijo Epumari, ante el rostro de aflicción del anciano—. No todos los días, ni todos los meses, ni todos los años, te tenemos aquí, hermano.

—Dejémoslos, entonces. Me quedaré unos días más, amigo.

Después vinieron las celebraciones. Pero el mago había resuelto algo: permanecería unos cuantos días en la Llanura del Misterio, esperando que los acontecimientos madurasen.

sigue...


[18] El lago será bautizado por Francisco Pascasio Moreno en 1877 como “Argentino”. [↑volver]

[19] Bajo esta definición —la que se repetirá a lo largo de la obra—, se habla del hombre blanco, aunque también se hace referencia al extranjero, al “hombre de afuera” o al cristiano, diferentes aristas de un mismo sujeto. Téngase en cuenta que el pueblo mapuche no tenía una grafía y que existe desacuerdo entre los investigadores a la hora de definir un alfabeto: por ello, también se la encuentra escrita como “huinca” o “winca” (Mansilla), esto último por la asimilación que se hace de la “hui” y la “w”. [↑volver]

[20] [3] Pueblo integrante de la familia chónik, que habitaba el borde de la Cordillera de los Andes. Muy poco se sabe de ellos. Quizá, Epumari era un téuesch, o descendía de ellos. [↑volver]

[21] “Gente pequeña” o enanos. [↑volver]

[22] Su significado es “Ciudad de la montaña” en mapuche. [↑volver]