BUMPER STICKER Y LA PIRATA

Andrés Diplotti

Argentina

—La translurpferenzia de carga eshtá completa —slurpeó el slurper—. Capitán Sticker, le ha hecho un gran serlrlrlrvicio a los niños hambrientos de Fran-Franvi.

Sí, me imaginaba que debía ser un servicio condenadamente grande. Ochenta mil isolibras de mineral de nutranio en bruto deberían alimentar a muchos niños durante un largo tiempo.

No sé si lo dije alguna vez, pero los slurpers son una de las razas que más me revuelven las tripas. Sobre todo cuando llevan la lengua desenvainada, que es siempre. Tienen unas papilas grandes y sensibles que no sólo son asquerosas de ver, sino que además pueden catar el color de la ropa interior de uno a una distancia de veinte radios. Que yo no tuviera bajo el pantalón nada que pudieran saborear no me tranquilizaba precisamente.

Este slurper en particular se las arreglaba para ser especialmente desagradable. Ondulaba la lengua de un lado al otro como la trompa de un tapirefante norkoriano. Gotas de su baba corrosiva dejaban manchas en las losetas que sólo la muerte térmica sacaría. Me daban ganas de echarlo a patadas de mi Betty. Pero uno no echa a alguien que le debe dinero.

—Es un placerlrlr hacer negozios con ushted —sorbió.

—Mayor placerlrlr es cobrar.

—¡Ah, porlr supuesto! Slurp. ¿Dónde tengo la cabeza?

—Detrás de una lengua que los horrigusanos fétidos de Zanjara llamarían "mamá".

No, no habría sido conveniente decir eso. Los slurpers son muy susceptibles con respecto a ese apéndice inflamado que tienen viviendo en la boca. Así que me limité a pensarlo. Por el momento.

Slurpi sacó un flexipaquete de doblantes y lo lanzó en mi dirección. Ése era mi pie. Cuando el paquete me golpeó la mano, yo ya estaba pronunciando mi bien ensayado parlamento de aquel drama inmemorial:

—Esto no es lo que acordamos.

—Oh. —Slurpi parecía auténticamente sorprendido. Él también conocía su papel—. Capitán, ushted enderá que...

—Lo que yo entiendo es que esto no paga ochenta mil isolibras de mineral de nutranio. —Ahora que lo miraba, era cierto: ni siquiera era suficiente para ochenta mil isolibras de nutranio refinado. Y el nutranio en bruto se valora más, porque contiene hierro.

—Pero, capitán —insistía Slurpi—, piense en... Slurp... en los niños hambrlrlrientos de Fran-Franvi.

—Y usted piense en las minas de nutranio de Kolad'Oor y sus condiciones tan insalubres. Piense en los obreros. En lo poco que duran y lo mucho que cuesta remplazarlos.

Slurpi estalló en una carcajada. Tuve que retroceder unos pasos para que no me salpicara.

—Bien, ushted gana —concedió al fin, y me lanzó otro flexipaquete.

Así funciona el trato entre caballeros: yo me creía lo de los niños hambrientos, y él se creía lo de las minas. En realidad, sabía tan bien como cualquiera que hacía más de cincuenta sínodas que no había condiciones insalubres en las minas de nutranio de Kolad'Oor. Se habían acabado al mismo tiempo que las minas, los obreros y Kolad'Oor completo. El incidente estaba en todas las memorias históricas: el Imperio Palatar había querido hacerle una demostración de poder a su rival, la Alianza Rumilda, y se le había ido la mano. De nada sirvieron sus protestas de que no sabían que la hiperarma estuviera cargada, ni su intento de disfrazarla de una inofensiva lunita: las reparaciones fueron astronómicas. Se dice que ése fue el origen del refrán: "A los cañones láser de doscientos millones de fotowatts los carga el Príncipe de Tenebra Secundus".

Aquello, por supuesto, había alterado radicalmente la economía del nutranio en todo el sector. Ahora, para conseguirlo bastaba acercarse a la que había sido la órbita de Kolad'Oor, guardar en la bodega un trozo del tamaño adecuado, y a continuación salir de ahí a toda velocidad antes de que llegaran los cazas de la Compañía Rumilda de Explotación Minera.

Pero yo no entiendo mucho de economía. Además, ponerme a charlar del asunto sólo habría prolongado la presencia de esa cosa a bordo de mi nave. Así que lo despaché cuanto antes y me encaminé a la cabina a disponer la partida.

Ahí me lo encontré a Globo.

Si alguien puede imaginarse un microplaneta articial abandonado, erizado de edificios en ruinas, entonces lo compadezco, porque puede imaginarse a Globo. Las ruinas son en realidad las puntas de sus herramientas, pero el efecto sobre el ánimo es el mismo. Aquella cara inmóvil en un rictus de desaliento no mejora el panorama. Globo es la maqueta que construyó el creador de la desolación.

—Desperdicio de espacio esférico —lo llamé—. Perversión del número Pi. ¿Qué estás haciendo en la cabina? Deberías estar abajo, preparando a Betty para salir de esta piedra.

—Estoy haciendo un diagnóstico del sistema de navegación, jefe. —Tenía un par de herramientas de aspecto alarmante conectadas a un tablero.

—¿Eh? ¿Cruzamos un frente de tormenta magnético y se te frieron las neuroválvulas? El sistema de navegación funciona perfectamente.

—No lo creo, jefe. Nuestro destino era Ferruginor, pero terminamos en Beta Karoteni.

Conque de eso se trataba. ¿Por qué demonios llamaban a los mecanos "sistemas inteligentes"? Todos los que yo había conocido eran más idiotas que la suma de sus partes, y ninguno le ganaba a éste. El cambio de destino tenía una causa mucho más sencilla: el cliente original sólo me pagaba por el transporte del nutranio, mientras que los slurpers me habían ofrecido pagarme el transporte más la mercancía. Era una simple cuestión de lógica comercial.

Se lo expliqué en términos que pudiera comprender:

—Globo, si Betty no está lista para partir en un cuarto de horologio, te arrancaré las patas y tendrás que ir de un lado a otro rodando.

—No es recomendable, jefe. Mi capacidad de locomoción se vería seriamente...

—¡Abajo! ¡Ahora!

—Entendido, jefe.

Un tercio de horologio después, Betty derivaba serenamente, alejándose del asteroide que habíamos usado como base. Los sensores pasivos mostraban la nave de los slurpers haciendo lo mismo en dirección opuesta. Pasaría un rato antes de que fuera seguro usar sensores activos o encender los motores.

Ninguna de estas precauciones estaba de más en Beta Karoteni. Siempre hay piratas rondando por el sistema. Y donde hay piratas, nunca faltan los gendarmes haciendo sus rondas. Es un lugar peligroso para el comercio independiente.

Por eso, la práctica usual es permanecer cerca de algún asteroide catalogado, de manera que nadie vea un eco extraño en sus instrumentos. Y, cuando llega el momento de partir, se hace con mucho cuidado, tratando de reducir al mínimo las emisiones y procurando presentar a cualquier sensor de largo alcance el perfil y comportamiento de un asteroide recién nacido.

Hay quienes dicen que toda la ciencia de la astronatología de planetas menores es sólo la pantalla de una enorme operación de contrabando. Yo no entiendo mucho de eso.

Fuera como fuese, la maniobra me dejaba un buen rato en que no tenía nada que hacer, y lo aproveché como mejor sabía: comiendo y meditando qué uso dar a mis recién ganados doblantes. Sabía de algunos lugares de buena nota a no más de dos o tres parsecs. Podía pasar por las Mansiones del Azar y la Necesidad en Vegabis, donde los marajás pagan gustosos la mitad de sus fortunas por el privilegio de ser desplumados de la otra mitad. O visitar los baños públicos de Lanto y sus despiojadoras de cuatro manos.

Lo que ciertamente no iba a hacer era responder a ese pedido de auxilio.

¡Ayudarl! —sonó la voz de Slurpi, o de algún otro. Todos suenan igual con un rollo de carne callosa entre los dientes vestigiales—. ¡Auslurpxilio! ¡Estamos siendo atacados por piratas!

Oh, sí. Piratas. También ellos conocen el truco de esconderse en los asteroides. Y tienen un instinto especial para saber qué nave lleva la carga interesante después de un intercambio.

Me metí en la boca un trozo de superpollo chirriano transfrito y subí el volumen. Cena con espectáculo. Y gratis.

Por supuesto, el imbécil tuvo que interrumpirlo.

Jefe, estoy canalizando potencia a los motores —anunció—. Estaremos listo en cinco...

—Nada de eso, Globo —le respondí—. No pienso mover un dedo.

Pero, jefe, la Ley Galáctica de Astronavegación establece claramente que...

—Ah, Globo, albóndiga de metal sin cerebro. ¿Cuándo aprenderás que el hecho de que la ley diga algo no significa que tienes que hacerlo?

Jefe, debo insistir...

—¡Silencio! Vuelve a tus asuntos y déjame comer en paz.

Entendido, jefe.

—En medio horologio el lugar estará infestado de gendarmes. Tenemos que irnos. Además, no hay nada que podamos hacer.

Entendido, jefe.

No era totalmente cierto. Había algo que sí podía hacer. Podía reclinarme y seguir escuchando los llantos del slurper. Cada vez se ponía más plañidero. No me gusta cuando sobreactúan tanto.

—¡Oh...! ¡Glarg! ¡Es la Necrosis! —gimió—. Por los Siete Dulcísimos y Su Sabrosa Misericordia, slurp, ¡estamos siendo atacados por la Necrosis!

El panel de comunicaciones quedó cubierto de superpollo chirriano semimasticado. Por lo menos la mitad había salido disparada de mi nariz.

¡La Necrosis!

Yo conocía ese nombre. Todos en el sector lo conocían si no estaban muertos. Y si lo estaban, muy probablemente era por no saber de la temible reputación de esa nave pirata.

Era la nave de Val Kirlian.

¡Auxilio! Slurp. ¡Socorlrlrlrlrro!

Esos pobres diablos estaban condenados. Val los dejaría sin un grano de nutranio, reduciría su nave a pedazos sólo por diversión, y colgaría sus lenguas como trofeos en su camarote. Cuando llegaran los gendarmes, no encontrarían más que escombros.

En ese momento tomé mi decisión.

—Globo, canaliza potencia a los motores. De inmediato.

Entendido, jefe.

—No escatimes impulso. Tenemos que estar ahí cuanto antes. Y prepara aquel torpedo que reservábamos para una ocasión especial.

Entendido, jefe.

Las naves ya estaban lejos, pero a través de las portillas se distinguían los destellos del combate. Sería un viaje corto. Me acomodé frente a los controles y empecé a pulsar teclas. Sentí bajo los pies el estremecimiento de Betty, lista para la acción.

—¡Adelante!

Val Kirlian tenía fama de despiadada, pero nunca dejaba de compartir su botín con quienes le prestaban ayuda.


Sobre las escotillas de la Necrosis debería haber una advertencia como la de aquel antiguo chiste de salón: "Abandonen toda esperanza los que aquí entren".

Corrían toda clase de rumores sobre Val Kirlian. Se decía que era el propio Príncipe de Tenebra Secundus con curvas. Que no había nacido, sino surgido del fuego. Que sus padres no habían muerto en la guerra cuando era una niña, sino que ella misma los había apuñalado con una muñeca a la que había sacado punta.

Se decían, en fin, muchas mentiras y exageraciones. Lo verdaderamente aterrador era que las mentiras y las exageraciones fueran tan fáciles de creer.

La escotilla siseó y se abrió ante mí. Lo que apareció del otro lado no era humano. Como más o menos la mitad de la gente que uno puede conocer.

Bah, en teoría, todos lo son. Pero ya son conocidos los efectos que la conquista del espacio tuvo sobre la diversidad genética de la especie. Demasiada radiación. Demasiadas modificaciones intencionales. Demasiado tiempo a bordo de una nave y demasiados eucariotas atractivos al descender.

Pero hablar de mutaciones y de intimidad exobiológica ni siquiera empieza a describir a la forma de vida inhumanoide que apareció detrás de esa puerta. Era una masa de músculos que tenía dos veces mi altura, tres veces mi peso, cinco veces mi fuerza y diez veces todo mi respeto.

Se erguía sobre dos piernas fornidas y sólidas como troncos. Arrastraba a su paso una cola gruesa y pesada, como un tronco. Su cabeza estaba en la punta de un cuello largo, también como un tronco, pero un tronco distinto. Y, como todos los nativos de la cuarta luna de Yurassipar, comía troncos.

Se llamaba Sauro. No era algo que se supiera por él, puesto que era mudo. Pero, visto que nadie había muerto por llamarlo así, todos suponían que ése era su nombre. A fin de cuentas, coincidía con su aspecto. Sólo le habrían faltado las escamas, si no hubiera estado cubierto de ellas.

—¡Sauro! ¡Viejo pirata! No has cambiado nada —lo saludé—. Deberías hacer algo al respecto.

Lo último no lo dije en voz alta. Aún valoraba la integridad de mis fémures.

—Mmmhmhmhmhmhmmm —replicó Sauro. Era un gruñido gutural muy bajo y profundo, parecido al ronquido de un animal que uno no quisiera ver despierto.

—Sí, yo también me alegro de verte. ¿Me recibirá ahora la capitana Kirlian? Tengo negocios con ella, ya sabes.

—Mmhmhmhmhmm —volvió a roncar, y pareció temblarle la larga cicatriz. Me indicó por señas que lo acompañarla.

Cualquiera habría dicho que Sauro no estaba bien constituido para el trabajo de pirata. Su cuello era un blanco demasiado fácil. Durante un abordaje de rutina, mucho tiempo atrás, un fulano había querido comprobarlo en la práctica. Sauro no volvió a hablar, pero el fulano no volvió a secretar adrenalina.

No era que le preocupara demasiado. Siempre había sido alguien de muy pocas palabras. Prefería partir costillas a coletazos. Por eso, cuando Sauro le indicaba a uno por señas que lo acompañara, más valía acompañarlo.

Val Kirlian sí que sabía vivir bien. Dentro de su nave no sólo podían encontrarse los peores elementos de la galaxia, sino también tesoros de valor incalculable, fruto de pillajes anteriores. Los corredores parecían más bien galerías de un museo. Un museo donde los guardias miran al visitante como si necesitaran con urgencia un tramo de su intestino delgado.

Había perlas gigantes del océano global de Aquaria Prima, cada una en su valva original. Había riquísimos estereogramas artesanales de Ciclopía. Había losas de piedra con fósiles incrustados de anontopteryx, la única especie en el universo conocido que surgió ya extinta.

Llegamos a una intersección y tomamos por otro corredor. Pinturas de Lei Narvi. Grabados de Lei Narvi. Diseños de Lei Narvi de máquinas que ya habían sido inventadas cuando Lei Narvi nació. Y, en una cápsula de estasis a la entrada del puente de mando, Lei Narvi.

Dentro del puente había aún más fasto, si cabe, y ahí apenas cabía. Rollos de seda peinada de la Punta de las Estrellas. Sacos de especia saudade y schadenfreude. Agua de Otl. Aire de Fraspaniq. Espacio de Tokel Tau.

Y cuero. Inconfundible cuero de agarto rojo. Trabajado a mano durante largos epiciclos para darle el acabado y el lustre perfectos. Qué visión. Qué belleza. Daría un ojo por un par de botas hechas de él. Un brazo y media dentadura por un juego completo de tapizados para los asientos de mi Betty. Ella se merece eso y mucho más.

Pero en aquel momento me resultaba muy difícil pensar en Betty, en tapizados, en botas o en encontrar a quien me dejara usar partes de su cuerpo como moneda. Porque en ningún otro sitio ese cuero se habría visto mejor que donde estaba: adherido como una segunda piel al cuerpo de Val Kirlian.

—Tienes la boca abierta, Sticker —me recibió.

"Tranquilo —me ordené—. Respira hondo. Mente en blanco. Rodillas firmes. Y por lo que más quieras, ¡no babees!"

—Val, preciosa —le guiñé un ojo—. ¿Cómo has estado? No nos veíamos desde aquella vez que intentaste abordar mi nave.

—Desde aquella vez que abordé tu nave —me corrigió—. Por cierto, esos cristales de rubicundio no eran puros. Me debes diez mil auríes.

—Bueno, este nutranio vale bastante más que eso. Podemos dar mi cuenta por cancelada, ¿no?

Yo conocía esa mirada. Esa mirada penetrante y ambigua. No era posible saber si estaba pensando en ahogarme en ácido o si, por el contrario, quería cortarme en pedacitos y dárselos al cardumen de tiburañas pigmeas que conseguiría específicamente para la ocasión.

—De acuerdo —dijo por fin.

—Bien —suspiré, tratando de que no se notara demasiado—. Y ya que estamos en eso, tal vez querrías cubrir el costo del torpedo que gasté para ayudarte.

—¿Ese torpedo que no explotó?

—Bueno, sí, tal vez la carga de antimateria estuviera un poco pasada de la fecha de caducidad. Pero taponó el motor de los slurpers, ¿no?

—Si hubiera explotado, toda la mercancía se habría perdido.

—En ese caso, supongo que me debes bastante más.


Ilustración: Valeria Uccelli

Se acercó a mí. El traje de cuero crujió en todas las articulaciones al moverse. Se acercó tanto que podía sentir su aliento en la cara.

—¿Sabes, Sticker? —me habló casi en un susurro—. Muchos de mis hombres aún no entienden por qué te dejé vivir en aquella ocasión.

—Bueno... Je...

—A veces yo misma me lo pregunto.

Tragué saliva.

—¿Só... sólo a veces?

—Por ejemplo, ahora.

Yo no imagino cosas. Ese aliento olía a sangre fresca.

"Respira hondo —me repetí—. Más hondo. Rodillas firmes. ¡Rodillas firmes, maldita sea!"

—Val, preciosa —le dije—. Para no prolongar esto mucho más, ¿qué tal si te doy un paquete de doblantes y quedamos a mano?

La risa de Val es bastante menos repulsiva que la de un slurper. Ella al menos no salpica. Pero de todas formas tuve el impulso de retroceder unos pasos.

—Me haces reír, Sticker. Es posible que también te salves esta vez.

—Se agradece la buena voluntad.

—No hay por qué.

—Capitana...

Eso último no lo dije yo. Había sido Crash, el piloto y navegante. Su cuerpo tenía partes metálicas con las que obviamente no había nacido, salvo que su madre tuviera antojos insólitos.

—¿Qué pasa?

—Capitana, estamos listos para tomar la hipercurva —informó Crash—. Pero no podemos con ese armatoste que tenemos acoplado. —Y me lanzó una mirada de desdén con el ojo de reemplazo.

—¿Qué dijiste? —me acerqué a él.

Lo había oído perfectamente. No era la primera vez que un idiota con poco apego a la vida ofendía a mi Betty con palabras como "cacharro", "armatoste", "cascajo" o "pila destartalada de basura que se mantiene unida por pura autosugestión y no vale ni el salario miserable de la mano de obra semiesclava que la construyó". En esas ocasiones, "¿qué dijiste?" suele ser la pregunta explícita. La pregunta implícita es: "¿Cara o estómago?".

Pero esta vez mi puño no tuvo tiempo de responder. Una explosión de luz roja fulguró en la mano de la capitana. Se oyó un zumbido como de interferencia, y luego un chasquido supersónico. Una serpiente de fuego cruzó el aire más rápida que la vista, y terminó enredándose en el cuello del piloto.

Muy pocos han visto el látigo de fotones de Val Kirlian. Menos aún han vivido para volver a verlo. Y de esos menos aún, ninguno ha dejado de sentirlo en su propia carne.

No sé qué es preferible: siete vueltas de esa cola ardiente en torno al cuello, o un tímpano taladrado por un torrente de alaridos. Aquel desgraciado no tuvo que elegir.

—¡A ver si empiezas a enterarte de las cosas, infeliz! —resonó el estrépito—. ¡El capitán Sticker es mi huésped! ¡Y mientras esté a bordo, él y su nave serán tratados con el mayor respeto! ¡¿Está claro, o tengo que gritártelo al otro oído?!

—Está claro, está claro —dije yo mismo, mientras hacía muecas de dolor por el pobre bastardo. Él parecía muy ocupado tratando de no desmayarse.

—Sss.. s... ssssí... —pudo decir al fin.

—¡¿Sí qué, saco de pus?!

—Ss... sí, capitana.

—¡Pídele disculpas!

—Perdón... Perdón...

—Perdonado... Perdonado... —habría dicho yo, si pudiera hablar rechinando los dientes.

—Bien. —Giró la muñeca y la cola del látigo se desvaneció—. Ve a que Doc te vea esas quemaduras del cuello. ¡Ahora!

—Sí, capitana. Enseguida, capitana. —Es muy difícil hacer reverencias mientras uno corre, pero se notaba que a él le sobraba práctica—. Lo que usted ordene, capitana.

Nadie más dio señas de haber reparado en lo que acababa de ocurrir, pero de pronto parecía haber menos charla y más trabajo en el puente. Val Kirlian sí que sabía hacerle conocer el infierno a su tripulación.

"Demonios gamexanos, di algo. ¡Lo que sea!"

—Entonces... ¿Aún tienes a Doc? —se me ocurrió preguntar.

—Claro. Un mecano soldador de tubos es mejor que nada. —Esa media sonrisa torcida indicaba que jamás dejaría que pusiera sus sucios electrodos sobre ella—. Escucha, Sticker, acabamos de cobrar una buena presa y los muchachos querrán celebrar. ¿Te unirás al festín?

—Hum... Sí. Suena bien. —El panorama se ponía alentador. Tal vez fuera mi circadio de suerte después de todo.

—Excelente. Encárgate de tu nave. Daré órdenes para que le permitan seguirnos en automático.

Se alejó haciendo crujir el cuero al ritmo de sus movimientos. Por lo que llegué a oír, las órdenes incluían términos como "ratas infectas" y "montones de estiércol putrefacto". Ah, ¡qué mujer!

Busqué un rincón al reparo del bullicio y accioné mi pulsocomunicador.

—Globo, ¿me escuchas?

Lo escucho, jefe.

—Globo, presta mucha atención. Quiero que hagas lo siguiente. Desacopla a Betty y luego enlaza el autopiloto al sistema de navegación de la Necrosis. La capitana Kirlian lo ha autorizado. Yo me quedaré un tiempo aquí.

Jefe, ¿está seguro? Esos maleantes están condenados a muerte en doce sistemas, y en tres más figuran como ejecutados.

—Aleja toda preocupación de tu vacía y enorme cabeza, Globo. Estoy entre amigos.

Lo mismo dijo hace diez epiciclos, en la nave de los mercaderes gipsos.

—Eso fue distinto. Ésos eran mercaderes. Éstos son piratas.

Y también hace catorce epiciclos, en el Palacio Áureo de las Matriarcas de Kel.

—Lo que pasó ahí no es asunto tuyo.

Lo será si alguna vez nos cruzamos con una fragata de los Patriarcas de Kel.

—¡Ya basta! No tengo por qué soportar tu pesimismo. Cállate y haz lo que te digo.

Entendido, jefe.

Corté la comunicación y me recliné en un asiento. Desde allí podía ver a mis amigos. Cuántas anécdotas podía contar sobre ellos. A pocos pasos estaba Blaster. Blaster me había colgado de los pulgares. Y un poco más allá trabajaba Dedos, quien se había asegurado de que no escondiera nada de valor. Todo un profesional ese Dedos.

—¡Eh! ¡Bumpy! —resonó la voz cascada de Gus—. ¡Bumpy Sticker! ¿Qué haces aquí? ¿Te caímos de nuevo?

—Nada de eso, Gus. Esta vez vine por negocios un poco más bilaterales.

—Ah, no sabes cuánto me alegro por ti, maldito bastardo. ¿Vas a quedarte al festín?

—Claro. La capitana me invitó.

—¡Eres grande, Bumpy! Te veré ahí entonces. Ahora será mejor que siga con lo que estaba haciendo, o la capitana se pondrá furiosa. ¡Nos vemos!

—Nos vemos, Gus.

El diminuto Gus era uno de mis favoritos. Él no me había hecho nada, pero siempre había estado ahí.

La capitana no tardó en volver.

—¿Ya arreglaste lo de tu nave? —me preguntó.

—Sí. —Quise ponerme de pie. Me incomodaba verla por encima de mí—. ¿Cuándo es el festín? Casi no he comi...

No pude terminar la frase. Tampoco pude levantarme. La mano sobre la boca y la rodilla en el vientre me lo impedían. Estaba aprisionado entre el cuero gastado del asiento y el cuero crujiente de Val.

El que haya llamado a las mujeres "el sexo débil" es un perfecto imbécil.

—Tú y yo tendremos un festín privado en mi camarote —me dijo—. Vas a recordarme por qué fue que te dejé vivir.

Definitivamente, era mi circadio de suerte. Había ganado bastante dinero, me había encontrado con viejos amigos, y ahora Val Kirlian me haría conocer el infierno.


Thor y Lina Kirlian eran científicos de renombre en Tinarra. Habían recorrido todo el planeta y su luna, Guaymar, llenando estadios con sus disertaciones. Ellos no fueron oradores en aquella tristemente célebre conferencia sobre la fuerza de marea, pero estuvieron presentes y vieron todo lo que pasó.

Fue una conferencia que viviría en la infamia.

Los ánimos se caldearon mucho esa velada, y la multitud se derramó en la calle en el mismo momento en que Guaymar asomaba tras el horizonte. Cien mil dedos acusadores se levantaron hacia el satélite, y voces temblorosas por la ira lanzaron la denuncia:

—¡Nos están robando nuestro momento angular!

Tinarra no sufriría ese atropello. Guaymar no sufriría aquel insulto. Los representantes de ambos mundos se reunieron y acordaron que era preferible sufrir unos cuantos hongos atómicos y un par de generaciones de lucha fratricida.

Thor y Lina asistieron al congreso científico de emergencia que se reunió para paliar la situación. Según parece, se llegó a redactar el borrador de un documento: "Qué es y qué no es la fricción de las mareas y por qué no tiene medio karagh que ver con el patriotismo". Pero no se pudo ir más allá: el salón de conferencias fue la zona cero de la primer bomba. El Comando Militar Conjunto Tinarrano-Guaymarino consideró aquello una movida estratégica: a fin de cuentas, había sido la ciencia la causa del conflicto.

Así fue como Val Kirlian, la pequeña Val, quedó al cuidado de su tía Grendelynn. Pero Grendelynn no quería cargar con la niña, y terminó vendiéndola por dos isolibras de nutranio a una nave mercante que había bajado para repostar isótopos radiactivos. Puede suponerse que la tía conoció pronto la verdad sobre el nutranio: que es incomestible. Nunca nadie pudo encontrarle un uso. Pero algún burócrata del gobierno central lo había clasificado como alimento, por lo que paga pocos impuestos y su comercio reporta grandes beneficios.

Sólo puede suponerse que la tía conoció todo esto, porque Val no volvió a verla.

—Limpiarás la nave —le dijo el capitán Lantz—. Cocinarás para la tripulación. Remendarás su ropa. Y, cuando hayas aprendido bien y tengas edad suficiente, te venderé en el mercado de esposas de Gamma Globulin.

Comprar barato y vender caro: ésa era la filosofía de Lantz. Lo llamaban "el Sócrates del comercio independiente". Val era una inversión a largo plazo, y él estaba dispuesto a hacerla valer.

Y Val aprendió. Aprendió que un trapeador puede romper cabezas con toda eficacia. Aprendió que el aceite caliente deja marcas más duraderas que el agua caliente. Aprendió que una aguja puede causar un dolor insoportable, si se sabe dónde aplicarla. Aprendió que al capitán le gustaba beber una copa de licor de Xerex antes de acostarse, y aprendió dónde guardaba el látigo de fotones con que mantenía a raya a los animales peligrosos que transportaba a veces.

Cuando tuvo edad suficiente, nadie la vendió. A instancias suyas se empezó a experimentar con nuevas maneras de obtener mercancías. Para moverse con mayor libertad, la nave perdió su código de identificación y adquirió un nuevo nombre: Necrosis. Y, tan rápidamente como había aprendido Val, la tripulación aprendió a no preguntar qué había pasado con el capitán Lantz.


—Uuaaaaau —exclamé, la vista clavada en el techo.

—¿Qué hay, Sticker?

—He visto pasar tu vida frente a mis ojos.

—No me extraña. Seguro que es más interesante que la tuya.

Se puso una bata de fibra de eterel, una prenda delicada que se adaptaba a la silueta de su dueña. Se sentó frente a un espejo de marco nacarado y empezó a pasarse un cepillo por el pelo.

Qué espectáculo. Qué contraste con la Val del cuero y el látigo. Val Kirlian, la mujer que capitaneaba uno de los navíos piratas más temidos de la galaxia, se tomaba su tiempo para poner sus rizos en orden. Me pareció que, en el fondo, nunca había dejado de ser aquella huerfanita cuya niñez se terminó de golpe.

Quise levantar la cabeza de la almohada para contemplar mejor ese cuadro. Grave error.

—¡Aaaaahhh!

—¿Te duele el cuello, Sticker?

—¡No! No es nada que... ¡Aauu! ... Que un reemplazo completo de cervicales no cure.

Por otra parte, aquella huerfanita acababa de hacerme ver pasar su vida ante mis ojos. Y después la mía. Y después la suya de nuevo.

Volví a mirar, esta vez de reojo. Una bata de eterel que se adaptaba a la silueta de su dueña. Era legendaria la manera en que había hecho sudar a la dueña durante epiciclos hasta que ella pudo ponérsela.

Me sonrió en el espejo. No era media sonrisa: era una sonrisa entera y simétrica. En el rostro de Val Kirlian. No muchos pueden decir que hayan visto eso.

—¿Sabes, Bumper? —dijo—. Creo que no serías un mal pirata.

—¡Caramba, Val! ¿No tienes ya suficientes? ¡Mujer, eres insaciable!

Se interrumpió en medio de una cepillada. Giró para mirarme con sus propios ojos en vez de con los del espejo. Ya no había sonrisa, ni siquiera la mitad de una sonrisa. Sólo esa mirada que sugería al menos dos maneras distintas de morir, ambas igual de espantosas.

—¿Disculpa? —preguntó con una voz que sonaba como huesos triturados.

—Bueno, Val, tú ya sabes lo que dicen... Una chica como tú, tan bonita y tan... tan dinámica... rodeada de hombres fuertes...

Eché de menos el traje de cuero. Con él era posible oírla cuando se movía. Nunca supe cuándo ni cómo se acercó tanto. Ella, su bata y su cepillo se erguían ahora a mi lado.

—¿Estás tratando de insinuar algo, Sticker?

Definitivamente, me ponía muy nervioso verla por encima de mí. Sobre todo ahora que estaba paralizado a partir del cuello, en ambas direcciones.

—Bu... bueno, Val... Eso es sólo lo que...

—¿Sabes qué le pasó al último que quiso difamarme de esa manera?

Yo no imagino cosas. Ese cepillo tenía filo.

—Eh... Apuesto a que todavía no terminó de irse de aquí. —Miré con recelo los frascos y las cajas de los estantes.

Ella sonrió. Una media sonrisa torcida.

—Eres rápido, Sticker.

—Gracias.

—No muy brillante, pero sí rápido.

—Gra... gracias, creo.

Completó la cepillada que había quedado a medias y volvió a instalarse frente al espejo. Yo volví a mi ritmo cardíaco acostumbrado.

—Sólo para que lo sepas y no te guíes por habladurías —dijo de pronto, como si no le importara mucho—. Mi relación con mis hombres es estrictamente la de un capitán con su tripulación. No tengo ni me interesa tener nada con ninguno de ellos fuera de eso.

—Y ninguno de ellos querría tampoco estar contigo dentro un cuarto cerrado.

Está claro que una de mis mayores virtudes es saber cuándo decir algo y cuándo pensarlo solamente. Al menos, la mayoría de las veces. Por ejemplo, ésta.

Al menos el peligro parecía haber pasado. Las nubes de tormenta se alejaban, y ya no me fulminaría un rayo. Val era capaz de hacer eso. Una de las cajas que había en los estantes era un condensador direccional.

Así que cerré los ojos y traté de relajarme.

Y fracasé.

Al principio no sabía bien qué era, pero me molestaba una indefinible sensación de incomodidad. ¿Sería el colchón? No. El gel del relleno reaccionaba a los cambios de postura y de temperatura corporal de una manera perturbadoramente agradable, pero no podía decir que fuera incómodo. Tampoco era el cuello. Sí, aún lo sentía como si un mecano doblador hubiera decidido que no estaba en el lugar correcto, pero definitivamente no era eso. Era otra cosa. Algo en el ambiente.

Oh, sí. Claro. Era el silencio.

Val no había abierto la boca en un tiempo inusualmente largo. Sólo se oía el leve deslizamiento del cepillo sobre sus cabello. Una Val callada, quién lo habría dicho. Tampoco hay muchos que puedan decir que hayan visto eso.

Yo tampoco pude decirlo por mucho tiempo más.

—¿Qué hay de tu nave? —dijo con el tono de quien habla de negocios— ¿Es tan rápida como tú?

—¿Mi nave? ¿Qué tienes que decir de Betty? ¿Sabes qué le pasó al último que quiso difamarla?

—Lo obligué a pedir disculpas.

—Bien, entonces ya sabes que los que hablan mal de ella la pasan mal.

Hubo un gesto de fastidio en el espejo, y el cepillo se estrelló contra el mueble con un golpe que habría matado a... a alguna bestia que no soportara los golpes de cepillo.

—Lo que estoy tratando de decirte desde hace medio horologio, Sticker —se puso de pie—, es que hay algo en lo que podrías serme útil.

—Vamos, Val. No se le dice eso a un hombre después de...

—¡No me interrumpas!

Ésa era la Val que yo conocía. La de los alaridos que harían que una estampida de wambas salvajes frenara y echara a correr en sentido contrario.

Se ajustó la cinta de la bata de eterel y se sentó en el borde de la cama. El gel onduló.

—Sticker, escúchame. Cállate y escucha, luego habla. Dentro de poco iremos tras algo grande. Una presa muy gorda. Y nos vendría muy bien una nave rápida y maniobrable. Por eso te estoy preguntando: ¿Betty es una nave rápida?

—¿Es una broma? Betty nació para correr. Es la nave más rápida de este lado de la Nebulosa del Águila. ¡Puede hacer doce parsecs en un kessel!

—Te creo. Recuerdo con cuánta prisa vino directamente a nuestra emboscada aquella vez. —Sonrió—. Diría que es la nave perfecta para ti, Sticker.

—Puedes apostar tus lindos rizos.

—Entonces, ¿estás interesado?

—Eso depende. ¿Cuál es esa presa tan gorda?

No contestó de inmediato. Quien no la conociera habría dicho que estaba vacilando. En realidad, saboreaba por anticipado mi reacción.

—Un millón de radios cúbicos de nectarino ambárico.

—¡Que caigan fulminados ya mismo todos los demonios de Gamexán y la madre que los parió a todos juntos y a cada uno de ellos en particular! ¿Un millón de...?

—De radios cúbicos.

—¿De nec...?

—Nectarino ambárico. Eso dije.

—Val, no puedes estar hablando en serio. ¿Sabes... sabes qué haría yo con una sola copa de nectarino?

—¿Qué?

—¡La escupiría al oírte decir eso! ¡Demonios, mujer, podrías comprar un planeta pequeño con esa cantidad!

—O emborracharlo.

—Estás loca, Val. Otras veces sólo lo he pensado, pero ahora lo diré: estás más loca que una sílfide voladora de Kadorna. Un cargamento de ese valor siempre va en medio de un maldito enjambre de naves militares. ¡Es suicidio!

—Nada de eso, idiota. Los que transportan esta mercancía no están nada interesados en tener trato con los gendarmes. Irá por fuera de las rutas regulares, a través de una región poco poblada del espacio. Se supone que nadie sabe nada, pero yo tengo algunos amigos en los lugares correctos.

—Oh. —Me rasqué el mentón. Eso cambiaba algunas cosas—. Entonces son independientes.

—Podría decirse.

—¿Sabes, Val? Hay un código entre los navegantes independientes. Una especie de ley no escrita que todos seguimos. Hay un... un refrán, o una máxima si quieres, que dice...

—Te daré cien mil auríes.

—... que dice "písalos antes de que ellos te pisen a ti". ¡Cuenta conmigo!

Sonrió. Otra vez, una sonrisa entera y simétrica.

—Entonces, ¿tenemos un trato?

—¡Tenemos un trato! ¿Cuándo es? ¿Qué tengo que hacer?

—Será pronto. Nosotros haremos el trabajo más pesado. Tú debes encargarte de distraer el fuego defensivo y hacer que desperdicien disparos.

Hay veces en que el "tenemos un trato" sale demasiado rápido.

—¿Fuego? ¿Disparos?

—Según mis informantes, más que nada ráfagas de plasma de media potencia. Y tal vez algunos misiles pequeños. ¿Por qué crees que necesitarás una nave rápida? No querrás que te acierten, ¿no?

—Pero... dijiste que...

—Dije que no habría gendarmes. No que estarían indefensos.

Lo aprendí en ese momento y casi nunca lo he olvidado desde entonces: también los acuerdos de palabra pueden tener letra pequeña.

Traté de negar con la cabeza. Mis vértebras me recordaron que era mala idea.

—No, Val, eso es horriblemente peligroso. Cien mil auríes no cubren el riesgo. Eso tendrá que ser sólo un anticipo. No reembolsable. Y ciento cincuenta mil más al final.

Hay caras que dicen más de mil palabras. En el caso de Val, todas esas palabras eran insultos.

—¡Gusano miserable! —estalló—. ¿Cuándo ha visto tanto dinero junto alguien como tú? Tomarás lo que yo te dé. Sólo si hay éxito, o no verás un misérrimo.

—Nada de eso, muñeca. Doscientos mil. Y la mitad por adelantado, o no hay trato.

—No estás en condiciones de exigir nada, Sticker —dijo, y lo demostró. Y cómo lo demostró. Me aferró las orejas como si fueran las asas de un ánfora, y después trató de llevarse mi cabeza. Algo crujió, y no estaba hecho de cuero.

—¡¡Aaaaaaaaaahhhhh!! ¡Aaaaaacepto! ¡Acepto!

—¿Estás seguro, Sticker? —Ahora sacudía el ánfora de lado a lado, como si quisiera averiguar si contenía líquido—. No has oído todos mis argumentos.

—¡Acepto! ¡Acepto cien! ¡Acepto noventa!

—¿Y el adelanto?

—¡Nada de adelanto! ¡Acepto ochenta!

—Bien.

Mi cabeza cayó sobre la almohada como el martillazo final de la puja. Vendido por ochenta mil auríes.

"¿Qué fue eso? —me dije en cuanto pude volver a pensar—. ¿Realmente cediste de esa manera tan vergonzosa? ¿Y te haces llamar por mi nombre? ¡Te desconozco, Bumper Sticker!"

Abrí los ojos. Val estaba de nuevo ante el espejo, acomodándose unos cabellos que le habían caído sobre la cara durante el forcejeo.

—Entonces... —sonrió—... ¿Son ochenta mil?

—Más gastos.

Suspiró.

—Más gastos —repitió, meneando la cabeza. Desgraciada de cuello flexible.

Abrió una caja que había sobre el mueble. Contenía una colección de... ¿Estilográficas? ¿Cigarros? Una colección de tubitos de plástico con un capuchón en la punta. Por lo que veía desde donde estaba, podían ser espectrógrafos de masa o detectores de neutrinos.

—Así que quieres noventa mil auríes más gastos —. Me mostró uno de los tubitos. Era una hipodérmica.

Conque a eso habíamos llegado. Ahora me amenazaba con una hipodérmica. Patético. Si por lo menos me hubiera amenazado con el contenido de la hipodérmica, habría habido más respeto.

Y, a fin de cuentas, ¿acaso yo estaba inválido? Sólo me dolía el cuello. Y un hombro. Y las pantorrillas. Y un poco la cadera, pero más que nada el cuello, y tampoco era para tanto. Probé mirar hacia la derecha, y luego hacia la izquierda. En las dos direcciones vi solamente estrellas.

Pero otras veces la había tenido peor. Y aún podía mover los puños.

—¿Crees que estoy indefenso, nena? —me lancé sobre ella. No estaba exactamente en desventaja: yo tenía el cuello rígido, pero ella tenía una mano ocupada.

Nos trenzamos. Terminamos en el piso. Ella con las rodillas sobre mi espalda, y yo con una cinta de eterel en torno a las muñecas.

—De acuerdo, ahora sí estoy indefenso.

—M-hm —respondió Val.

No me gustó ese "m-hm". Era la clase de respuesta que da quien no está escuchando lo que le dicen.

Menos aún me gustó el plac que sonó después. Era la clase de plac que hace el capuchón de una hipodérmica al dejar la aguja al descubierto.

—¿Qué estás haciendo, Val? No puedo verlo.

No podía verlo, pero podía sentirlo. Sentí cómo hacía mi pelo a un lado, desnudándome el cuello.

—Eeh... Val, seamos razonables. ¿Qué tal setenta mil auríes? Nada de gastos ni de adelantos. ¿Tenemos un trato?

Dedos recorriéndome las cervicales, palpando los músculos en busca de un punto adecuado.

—De acuerdo. ¡Cincuenta! Cincuenta mil auríes, y es mi última oferta. ¿Eh, Val?

—Estás tenso, Sticker. Tranquilízate, o será peor.

—¡Treinta mil! ¡Veinte!

Movimientos sobre mi espalda. Lo que más pesaba era la incertidumbre.

—Val, ¿cuánto pesas? ¡Me estás haciendo daño!

Una mano que me acariciaba la cabeza. Un beso en la coronilla. Oh, por Mon Évole.

—Pronto ya no sentirás dolor.

—¡Lo haré gratis! Te daré mi na... ¡A Globo! ¿Eh, Val? Te doy a Globo y todos ganamos. ¿Eh, Val?

El pinchazo fue una puñalada. La aguja entró, dejó su carga y salió.

—¡Val! ¿Qué me has hecho, Val? ¿Qué me diste? Ya no... ¡Ya no te siento, Val! ¿Por qué no te siento sobre mí?

—Porque ya no estoy sobre ti, imbécil. Levántate de una vez.

No mentía. Mi cuerpo estaba libre, y también mis manos. Podía ponerme de pie. Y podía mover la cabeza de un lado a otro.

—¡Eh!

—Te dije que ya no sentirías dolor. Por cierto, ¿siempre les tuviste tanto miedo a las agujas?

Se estaba riendo. Se estaba riendo de mí. A carcajadas. La maldita había estado jugando todo el tiempo.

—Lloras como una niñita —dijo—. ¿Lo sabías?

—¿Sí? ¿Como una niñita con padres vaporizados, tal vez?

No, por supuesto que no dije eso. ¿Estaría contándolo si lo hubiera dicho? Me mordí la lengua hasta que sangró, pero las palabras no salieron de mi boca.

Lo que dije fue:

—Mmbmmghgmb.

—Te sangra la lengua, Sticker.

—Mgbmbhm.

Unos buches de antiséptico-cicatrizante después, había logrado rearmar mi posición negociadora. Era el momento. Una Val de buen humor era una Val con la que se podía razonar. O, al menos, de la que razonablemente podía esperar que no me vaciara un ojo. Con mala intención.

—Cuando de verdad te mate no habrá besos, ni promesas de que no te dolerá —me explicaba el chiste—. Pero, por ahora, me eres útil.

—De eso quería hablar, Val. Creo que, dadas las circunstancias, deberíamos renegociar...

—¡Silencio!

De un solo movimiento me lanzó sobre la cama. Tenía en la mano un artefacto negro oblongo, más o menos cilíndrico. Podría haber pensado que era una linterna, si una linterna pudiera dejar las mismas marcas.

—Yo no regateo, Sticker. Lo que yo quiera darte, tendrás que ganártelo aquí y ahora.

No sé cómo lo hacía. Su dominio del instrumento era perfecto. Trazó un arco con el brazo y la cola de fuego se dibujó en el aire.

Chasqueó el látigo contra una pared, contra la otra, contra el techo. Un caparazón de formidonte se partió en dos y cayó al piso. El resto del camarote quedó intacto.

—¿Estás listo para seguir refrescándome la memoria?

—Tal vez, si me lo pides bien...

—¡¿Estás listo para seguir refrescándome la memoria, larva comebasura?!

Sí. Oh, claro que sí. Ahí estaba la Val que a mí me gustaba: media sonrisa torcida en los labios, y al menos diez muertes espantosas en su mirada.


Jefe —sonó en el panel de comunicaciones la voz de la estulticia—, encontré en las memorias médicas lo que me solicitó.

—¿Que yo te solicité...? ¿Qué cosa? ¿Cuándo?

Hace dos epiciciclos y un circadio. Me solicitó que buscara referencias sobre la decapitación terapéutica.

Si la imbecilidad se vendiera, el envase tendría forma de Globo.

—Globo, burbuja de vacío, ¿no se te ocurrió pensar que esa información me podría haber servido cuando te la pedí? Es decir, ¿cuando estaba aullando del dolor en los...? Eeh...

Músculos escalenos.

—¡Eso! Y también en el...

Angular del omóplato.

—¡El de la derecha! ¿Eh?

Había sido a los pocos horologios de mi regreso a Betty, tras la visita a Val. Fue entonces cuando el doblador volvió y decidió que mi cabeza miraba en la dirección equivocada y, además, le pertenecía a otro. La idea de que alguien se la llevara no me había parecido tan mala en esas circunstancias.

Lamento la demora, jefe, pero los archivos eran muy antiguos y estaban catalogados incorrectamente. Según parece, la técnica se aplicaba para tratar una condición llamada "disenso".

—Globo...

Sin embargo, muy pocos pacientes sobrevivían. ¿Sí, jefe?

—¿Estás seguro de que no tienes nada mejor que hacer?

Debería estar corrigiendo el rumbo para evitar esa estrella de neutrones, pero usted me dijo que no lo hiciera.

—Error. Deberías estar verificando los motores. Ya sabes que le dije a Val que Betty era una de las naves más rápidas de la galaxia, y por tu vida te aseguro que lo será.

Ya me encargué de eso, jefe. Eliminé todas las protecciones anti-radiación. Eso debería darnos al menos un ciento treinta por ciento del impulso nominal, además de reducir la masa total de Betty.

—Bien.

También hará que la sección de máquinas quede inhabitable por un tiempo para toda forma de vida orgánica.

—Globo, cualquier lugar en que estés tú es inhabitable para mí.

Entendido, jefe.

Me concentré en las pantallas de los instrumentos. Sobre la misma hipercurva, la Necrosis le pisaba los talones a Betty, con sus hombres listos para el combate. Adelante, aún lejana pero acercándose a toda prisa, estaba la intensa distorsión cosmométrica de la estrella.

Era un arma de doble filo: la distorsión nos ocultaba, pero también nos impedía ver más allá. Un error de unos pocos tics en la sincronización podía hacernos perder el objetivo. Y estaba, por supuesto, el prospecto nada tentador de pasar rozando la magnetósfera de una estrella de neutrones.

Por cierto, jefe...

—¿Qué?

¿Cuánto es un kessel?

—Es exactamente la cantidad de patadas que voy a darte si llegamos a caer en esa estrella. ¿Está claro?

Ya me encargué de eso también, jefe. Calibré con mucho cuidado los hipercompases, reemplacé el masógrafo por otro de mayor sensibilidad, y recompilé los módulos de cómputo hipervectorial para que usen treinta y dos dígitos decimales significativos en lugar de los dieciséis acostumbrados.

—Oh. Ya veo. —Mastiqué las palabras un momento—. Eso significa que no caeremos, ¿verdad?

Significa que hice todo lo que está a mi alcance por evitarlo.

—Eh... Bien.

El trayecto programado se ceñía en torno a la estrella. Se suponía que nos acercaríamos tanto como lo permitieran las leyes físicas, la rodearíamos y saldríamos disparados casi en la misma dirección en que habíamos llegado. En teoría, la presa cruzaría por allí en ese preciso momento y quedaríamos detrás de ella. En teoría. Dedos había revisado los cálculos una y otra vez. Crash había hecho cientos de simulaciones. Sauro le había pulverizado los huesos a uno que opinó que nunca funcionaría. Y yo estaba rezando.

A medida que nos aproximábamos al punto crítico, la Necrosis iba quedando rezagada, conforme se había planeado. Debido a su mayor inercia, debía tomar el tramo más cerrado de la hipercurva a una velocidad más baja. Pronto, en las pantallas sólo quedaron la bola de materia degenerada y la ahora omnipresente distorsión.

Jefe...

—¿Ahora qué?

Fue bueno trabajar para usted.

—¡No digas eso, desgraciado!

Entendido, jefe. No fue bueno trabajar para usted.

—Globo, eres una bola más degenerada que la que está ahí afuera.

Entendido, jefe.

El astro habría sido ahora claramente visible a estribor, si no hubieran estado cubiertas todas las portillas con gruesas placas de protectinio. El disco de acreción encandilaba los instrumentos con emisiones de todos los colores: rojos, verdes, azules, ultravioletas y una cantidad insana de rayos X.

—¿Te das cuenta, Globo? Nunca nadie había hecho algo así. Estamos yendo temerariamente donde ningún hombre ha ido antes.

¿A robar un cargamento de nectarino ambárico? Ya se ha hecho otras veces, jefe.

—Sí, ¡pero nunca uno tan grande!

Mi fiel Betty no se desvió de su ruta. Iba aferrada a ella como un cukoala al lomo de su madre sustituta. Ni medio radio se desvió. Betty, la única que nunca me ha fallado.

Completamos la vuelta. La estrella fue quedando a nuestras espaldas. Y entonces, en los límites de la distorsión cosmométrica, un punto gordo hizo su aparición en la pantalla, justo al frente.

—¡Allí está! ¡Uujuuuu! ¡Lo encontramos! ¡Dame impulso, Globo, y no te guardes nada!

Las emisiones cegadoras de la nube de acreción cubrirían nuestra presencia un tiempo más, pero no mucho. Se imponía acortar la distancia cuanto antes. Había que aprovechar al máximo la velocidad que traíamos y agregarle todo el delta-v que se pudiera exprimir de los motores. Cada tic era crucial.

Betty rugió. Rugió como una leona de Rongoroti cayendo en picado sobre un ñu marino. ¿Pila destartalada de basura que se mantiene unida por pura autosugestión? ¡Ja! Cualquiera que dijera eso se merecería el paquete completo: cara y estómago, todo junto.

Pronto tuve televisual de la otra nave. Era un coloso, como debía serlo para transportar y proteger esa carga. Enorme y sereno como un macroplácido de los Mares de la Placidez de Miaplacidus, e igualmente despreocupado por su falta de enemigos. Bien, eso estaba por terminar.

Lo tenemos dentro del alcance, jefe

—Entonces, ¡fuego!

La tecla hizo clic bajo mi dedo, y, en la barriga de Betty, el tubo de lanzamiento hizo fiiiuuussshh. El misil encendió su impulsor y partió en busca de su objetivo, dejando un denso rastro de iones. No pudieron no verlo venir. Los que estaban en el punto de impacto tuvieron algunos instantes para poner sus asuntos en orden.

—¡Iiiiiijaaa! ¡Le dimos! ¡Globo, prepárate para salir de la hipercurva cuando...!

Ya salimos, jefe.

—¿Eh? ¿Cuándo?

Hace un momento, en cuanto detecté que el carguero lo estaba haciendo.

Era cierto. Abrí los paneles que bloqueaban las portillas y comprobé que estábamos de nuevo en el espacio relativista de toda la vida, que tan euclidiano parece cuando se lo mira de cerca. Y que, de pronto, estaba lleno de brillantes haces de plasma.

—¡Caramba! ¡Nos están tirando con todo!

Parecen ser emisores Treknostandard, marca dos. Cámara compresora de aleación de blindanio ultrarresiliente con puente gluónico reforzado. Aceleración por monopolo ergocinético de pistón dual. Umbral de dispersión laminar omicron....

—¡Cállate y dame impulso! ¡Hay que mantener ocupado a ese pichón para que no se vuele!

No necesitaba que Globo me contara la vida íntima de los emisores de plasma. No necesitaba que me recordara qué eran capaces de hacer. Sería todo mucho más fácil si lograba convencerme a mí mismo de que no lo sabía.

El titánico carguero era ahora una fortaleza prácticamente estacionaria. Volamos a prudente distancia bajo su vientre, atrayendo sus disparos.

"Calma. Es sólo un juego. Todo lo que tienes que hacer es esquivar las luces de colores —me tranquilizaba—. Si alguna te toca, quedarás descalificado. Descalificado en tus átomos constitutivos."

—¡Cállate!

No dije nada, jefe.

—¡Bien hecho! ¡Sigue así!

No puedo, jefe. Debo informarle que la densidad de fuego disminuye. Ya estamos lejos.

—¡Entonces dame impulso diferencial para dar la vuelta! ¡Tenemos que hacer otra pasada!

Volvimos a cruzar bajo el carguero y su lluvia de plasma ardiente. Llegamos al punto inicial del recorrido y dimos la vuelta otra vez. Betty y yo hacíamos slalom entre las ráfagas.

—¡Así se hace, Betty! ¡Ésa es mi chica!

Me estremeció la suavidad con que respondía a los mandos, la precisión con que maniobraba. La exactitud de cada movimiento. ¿Y por qué no iba a ser así? Nos conocíamos de casi toda la vida. Cada uno podía adivinar lo que estaba por hacer el otro y reaccionar con anticipación. Éramos la pareja perfecta.

También ella se estremeció. Pero con un ¡BOOM!

—¡Globo! ¿Qué fue eso?

Tenemos despresurización en la cubierta superior. Está contenida, jefe, no se preocupe.

—¿Estás diciendo que nos dieron?

Es la hipótesis más verosímil.

—¡Bastardos! ¡Ahora verán! ¡Vamos de nuevo, Globo, y prepara el segundo misil!

El segundo misil explotó inútilmente dentro de una ráfaga. No destruyó otra cosa que algunas moléculas de hidrógeno y helio en unas decenas de radios a la redonda.

—¡Maldición!

Pero, aparte de mi orgullo, nada más resultó dañado. La nueva incursión resultó mucho menos dificultosa que las anteriores. Era notorio que los haces comenzaban a ralear. Se habría dicho que los artilleros habían perdido interés en que conociera a mis antepasados.

—¿Qué pasa, Globo? ¿Ya no nos quieren?

Le disparan a la Necrosis, jefe.

El televisual lo confirmaba. Esas marcas de explosiones junto a la de mi primer misil no se habían hecho solas. La Necrosis llegaba a unirse a la fiesta.

—¡Es Val! ¡Ja ja! ¿Puedes creerlo, Globo? ¡Val viene al rescate! ¡Justo cuando más la necesitábamos!

La estábamos esperando, jefe. Y no viene al rescate, sino a...

—¡Cállate y dame diferencial, imbécil! ¡Tenemos que allanarles el camino!

Nos lanzamos a flanquear el carguero por el mismo lado por el que la Necrosis lo estaba acribillando, para obligarlo a dividir el fuego defensivo. Otro clic en la consola. Otro fiuussh acompañado de una estela de iones.

Fue un tiro soberbio, de esos que pasan a la historia. Un banco entero de emisores de plasma saltó en pedacitos. La explosión de las cámaras compresoras se llevó buena parte del casco, dejando varias cubiertas a la vista.

—¡Ja ja! ¿Viste eso, Globo? ¿Lo viste? ¡A que no se lo esperaban! ¡Mira, si hasta quedaron perdiendo gas!

Ese gas es nectarino ambárico evaporado, jefe. Debe haber dañado uno de los contenedores.

—¡¿Qué?!

De un manotazo enfoqué el televisual sobre la nube dorada. Demonios gamexanos, era cierto. Por ese agujero se escapaban cientos de auríes a cada tic que pasaba.

Por eso es recomendable no apuntar directamente a...

—¡Cállate y dame diferencial, artefacto inservible!

El carguero era un animal herido. La mitad de sus defensas de estribor habían quedado inutilizadas, y estaba obligado a repartirlas entre dos blancos móviles. Ahora trataba de girar su enorme bulto, para ofrecer su costado más fuerte a sus atacantes.

—Oh, no, no lo harás —anuncié. Tenía en el punto de mira uno de los cohetes de maniobra—. Globo, prepara otro misil.

No tenemos más misiles, jefe.

—¿Qué? ¿Cómo que no tenemos...?

La capitana Kirlian sólo nos dio tres.

—¡Vamos! ¡Tiene que haber algo que podamos tirarle!

¡BOOM!, volvió a estremecerse Betty, con más fuerza que antes.

—¿Qué fue eso?

La bodega número cuatro quedó expuesta al vacío. El escape está contenido.

—¿Qué había en la bodega cuatro?

Nada, jefe. No llevamos carga, para aligerar a Betty.

—¡Mi rampa! ¿Saben cuánto cuesta una rampa de ésas? ¡Ya no las fabrican!

Le recomiendo que cambie el patrón evasivo. Están empezando a predecirnos.

—Globo, cuando me interese oír tu opinión, haré que me internen, porque me habré vuelto loco.

Entendido, je...

¡BOOM!

—¿Y eso? ¡Globo, informa!

Globo no informó. El panel de comunicaciones quedó en silencio.

—¿Globo? ¡Globo, esto no es gracioso! ¡Contesta, maldita sea! ¡Globo!

De pronto, se me presentó la imagen de la sección de máquinas abierta al espacio. Me pareció ver a Globo dando tumbos en caída libre, agitando en vano sus patas tubulares. Atrapado para siempre en torno a la no tan lejana estrella de neutrones. El cometa de período largo más estúpido del universo.

Aquí estoy, jefe —sonó el pulsocom de mi muñeca, aplastando mis esperanzas—. Perdimos una línea de relevadores. Las comunicaciones internas estás interrumpidas.

—Creo que están empezando a predecirnos, Globo. Cambiaré el patrón evasivo.

Entendido, jefe.

A esa altura, el resultado del combate ya estaba decidido. La Necrosis había abierto una brecha en las defensas del carguero y estaba tendiendo líneas de fuerza entre ambas naves. El abordaje era inminente.

—Nuestro trabajo terminó, Globo. Ahora Val tomará la nave, taponará la fuga antes de que se pierda mucho y no me matará. Y yo recibiré la ganancia de tres o cuatro sínodas por menos de un circadio de trabajo. La vida es buena. —Me recliné en el asiento y subí mis botas al otro—. ¿Sabes, Globo? Muchas cosas habrían podido salir mal.

Y varias de ellas salieron mal.

—Vamos, lechuzón a batería, estoy harto de tu pesimismo. Es verdad, Betty recibió algunos disparos, pero los soportó como una dama. —Palmeé cariñosamente sus tableros.

Nos han disparado, jefe.

—Eso acabo de decir, idiota. ¿Tienes un tapón de lubricante auditivo en tus transductores?

No, jefe. Quiero decir que nos han disparado ahora.

—¿Qué? —Me giré hacia los instrumentos—. ¿De qué hablas?

De esos dos misiles que vienen directo hacia nosotros.

Los encontré en la pantalla. Dos líneas de iones con un punto sólido en el extremo de cada una. Y los extremos se acercaban cada vez con más prisa.

—Globo...

¿Sí, jefe?

—Globo, por lo que más quieras, dame todo el impulso que tengas o bajaré y te haré picadillo.

Entendido, jefe.

Betty rugió. Rugió como una leona de Rongoroti huyendo de un ñu marino embravecido.

—¿Puedes creer a esos bastardos vengativos, Globo? ¡Están condenados de todas formas! ¿Qué demonios ganan con esto?

No lo sé, jefe.

—¿Podemos tomar una hipercurva para evadirlos?

No sin antes recalcular la masa de la nave y su distribución.

—¡Maldición!

Los misiles acortaban distancia a un ritmo endemoniado. Se acercaban como si estuviéramos inmóviles.

—¡Más impulso, calabaza incomestible! ¡Más impulso! ¡Nos alcanzan!

Los motores están funcionando al ciento cuarenta por ciento de su potencia nominal. Si los fuerzo más, podrían explotar.

—¡Explotarán con toda seguridad si esas cosas nos tocan! ¡Más impulso te digo!

Entendido, jefe.

Betty empezó a sacudirse sin control. No estaba acostumbrada a tanta tensión, ni a tanta aceleración lineal.

—Vamos, Betty —me encontré diciendo entre dientes—. Vamos, nena. No me falles ahora.

Ciento cincuenta y cinco por ciento, jefe. Es todo lo que puedo darle. Lo siento.

Los cojinetes inerciales chirriaron. Uno reventó. Mi silla se estrelló contra el mamparo trasero de la cabina antes de que los demás se distribuyeran la carga.

Jefe, le recomiendo que use las correas de sujeción.

—Gracias por el consejo, imbécil. —Me levanté frotándome el chichón nuevo.

Aseguré la silla con las correas, pero, ¿qué sentido tenía ya? Los misiles eran mucho más livianos que Betty y tenían más empuje por cada isolibra. Condenado Newton, todo era su culpa.

—Abre un canal, Globo. Quiero negociar con esos misiles.

Éstos no son de los que negocian, jefe.

—¿Eh...? ¿Cómo que...?

Son Monomat, jefe.

Monomat. Maldita sea. Tenían que ser Monomat.

Cuando un objetivo queda fijado en las vías neurales de uno de esos monstruos, se acabó. No se detiene. No negocia. No razona. No siente pena, ni remordimiento, ni miedo. No siente ninguna cosa más que odio, un odio profundo y rencoroso hacia su blanco. No ceja hasta alcanzarlo y aniquilarlo por completo en una explosión gigantesca. Existe solamente para dejar de existir en la consumación de su venganza absurda que ni él mismo entiende.

—Bien, Betty, supongo que se acabó —suspiré—. Pasamos por muchas cosas juntos, mi buena ami...

Jefe...

—Me estoy despidiendo, aparato insensible. ¿No puedes respetar mi intimidad en mis últimos momentos?

—Son Monomat-1, jefe.

—Basta. No es gracioso. Ya nadie usa Monomat-1.

Son Monomat-1. Estoy seguro.

En el televisual no había nada que me permitiera corroborar lo que decía el idiota. Sólo se veían las puntas redondas de los misiles recortadas contra el fulgor blanco de sus toberas.

—¿Estás completamente seguro? Porque si no llegan a ser...

Son Monomat-1. Su patrón de conducta coincide.

Sopesé las alternativas. Tal vez fueran, efectivamente, Monomat-1. Era improbable, pero posible. Y si no lo eran, ¿entonces qué? ¿Qué se perdería que no estuviera perdido ya? Al menos me ahorraría el esfuerzo de tener que destrozar a Globo con mis propias manos.

—Corta el impulso.

Entendido, jefe.

Los motores se apagaron. El traqueteo desesperado murió. A último momento hice que Betty diera un giro completo para enfrentar a sus implacables perseguidores. Pude distinguir a simple vista las ojivas negras frente a su deslumbrante halo impulsor.

—Adiós, Betty —dije, y cerré los ojos.

Y seguí con los ojos cerrados.

Y los mantuve cerrados un rato más.

Si la muerte era eso, estaba muy sobrevalorada.

Me atreví a mirar. Ahí estaban los tableros y paneles de siempre. Ahí estaban las portillas, y más allá, el espacio infinito salpicado de estrellas.

Y, sobre las estrellas, los Monomat cruzaban el campo de visión una y otra vez.

Le dije que eran Monomat-1, jefe.

—¡Iaaaaajú! ¡Globo, recuérdame que te compre el sensor óptico que te falta!

Entendido, jefe.

Los dos misiles daban vueltas y más vueltas en torno a Betty, sin decidirse a dar el golpe definitivo. Estaban allí, a un paso; sólo tenían que embestir y se acabaría todo. Pero no lo hacían.

Finalmente, uno estalló. Las esquirlas apenas rasguñaron el casco. Al poco tiempo siguió el otro.

A los Monomat-1 no les sirve una presa que se entrega. Tienen que perseguirla hasta el final, acosarla sin piedad, hacerla trizas mientras aún se resiste. Son crueles y sádicos como ninguna otro producto del ingenio humano. Y tienen muy poca resistencia a la frustración.

Por eso ya nadie los usa.

—Dame impulso, Globo —ordené—. Volvemos al carguero. Esos hijos de una gran enana marrón van a pagar por esto.

Tardaremos un rato, jefe. Los motores se resintieron mucho por el esfuerzo.

—¡No me vengas con eso y dame impulso! Tenemos que llegar antes de que Val y sus muchachos acaben con todos. ¡Sabrán quién es Bumper Sticker!

El carguero giraba en el espacio, con la Necrosis adherida a su flanco como un poxipólipo. Ya no se veían ráfagas de plasma, pero la lucha continuaba. Figuras en exotrajes se deslizaban por las líneas de fuerza que unían las dos naves y eran repelidas con lanzarrayos de mano.

Habilité las comunicaciones externas y busqué la banda que estaban usando los piratas. La maravillosa música llenó la cabina, con acompañamiento de latigazos fotónicos.

¡Insectos arrastrados, quiero que vuelen esa escotilla de inmediato! ¡Sauro, derriba a ésos! ¡Derríbalos, lagarto apestoso!

—Hmmhmmhhm.

—Globo —dije al pulsocom—, prepara mi exotraje. Te veré en la esclusa principal.

¿Qué piensa hacer, jefe?

—Creo que lo que pienso hacer está muy claro. Un salto. Un salto Frakker.

Las naves ya eran formas distinguibles en las portillas, pero aún estaban lejos. Desacelerar a Betty en su condición actual sería un retraso para el que no tenía paciencia. Existía una sola manera de unirme a la fiesta antes de que se acabara, y era el salto Frakker.

Globo me ayudó a entrar en el traje y revisó los sellos herméticos. Ajusté a mi muslo el estuche del apaciguador.

—Jefe, debo recordarle que Yon Frakker aún no fue hallado.

—Silencio. Vete de aquí.

—Entendido, jefe.

Quedé solo en la esclusa. Las bombas echaron a andar. Su sonido se fue apagando en la atmósfera cada vez más enrarecida, hasta que sólo pude percibirlo en el piso, a través de las plantas de los pies.

La escotilla externa se abrió. El carguero y su Necrosis parásita ocupaban ya todo el campo de visión. Me pareció que podía ver los destellos ígneos del látigo de Val.

Jefe... —sonó dentro del casco.

—¿Qué?

Buena suerte.

Acaricié la culata del apaciguador. El muchacho parecía tan ansioso como yo por ponerse a volatilizar bastardos.

—Gracias.

Retrocedí unos pasos, tomé carrera y me lancé al espacio vacío.


—¡Bumper Sticker, eres un idiota!

—Eeeh... ¿Eh?

Lo primero que vi al abrir los ojos fue la cara de Val. Me di cuenta de que no estaba ocupada por una expresión amable. Habría causado que una estampida de wambas salvajes frenara y se lanzara a un precipicio para no tener que verla.

—¿Qué...? ¿Qué pasó?

—¡Qué pasó! ¿Lo oíste, Sauro? ¡Ahora el imbécil pregunta qué pasó!

—Mmhmmhhmmm.

—¡Bumper Sticker, eres un completo y perfecto idiota!

Aquello no podía estar bien. Me sentía mareado y confundido, pero había algo que recordaba con claridad: cuando Val Kirlian estaba tan furiosa como para no ocurrírsele nada más colorido que "idiota", más valía no estar cerca.

Sí, lo recordaba, pero no parecía afectarme. En algún nivel más o menos consciente sabía que debía estar arañando las paredes en busca de un escape. Pero, por algún motivo, todo lo que sentía en ese momento era... ¿felicidad? Una sensación muy extraña, como de estar flotando en despreocupación. No tenía ningún deseo de huir.

Y, aunque lo hubiera tenido, el tubo en el que estaba encerrado no parecía tener una salida de emergencia.

—¿Dónde estoy?

—¡En mi automédico, infeliz! ¡Tendría que haberte dejado morir!

—¿Au... automédico?

—¡Sí! ¡En mi automédico! ¿Qué clase de minusválido mental se lanza desde una nave sobre una pelea con lanzarrayos? ¿Sabes dónde estarías ahora si no hubiéramos tenido órganos a bordo?

—En el infierno. Castigado por miles y miles de Vals. —Suspiré—. Sería divino.

No, definitivamente esas sensaciones no eran nada adecuadas. Por Mon Évole, debía estar repleto de drogas.

—Sácalo de ahí, Sauro. Ya estuvo mucho tiempo.

El tubo se abrió, y un brazo grueso como mis muslos me levantó en el aire. Las escamas eran duras y rugosas como la corteza de un árbol. Sentí unos momentos el roce con el brazo y el largo cuello antes de estrellarme en el piso.

—Ah, qué bien se siente.

—Quédate quieto —me ordenó Val. Le sacó el capuchón a una hipodérmica y me hundió la aguja en el hueco del codo. Fue como una cosquilla.

—Primero la inyección para el cuello y ahora esto —le sonreí—. Tienes buena mierda aquí, Val.

—Debería descontarte todo esto. Me estás costando una fortuna.

Lo que fuera que me dio comenzó a actuar de inmediato. Empecé a recordar la ubicación de mis miembros y para qué servía cada uno. La nube de felicidad química empezó a desvanecerse, cediendo su lugar a un nítido y bien definido dolor de cabeza.

—¡Augh!

—Ayúdalo a vestirse, Sauro.

Pantalón. Bang. Chaleco. Bang. Botas. Bang, bang. Cuatro prendas, y cada una fue un martillazo en el cerebro.

—¿Qué pasó? —pude preguntar—. ¿Salió bien todo?

—Me gustaría poder decir que no gracias a ti. Pero lo cierto es que te ganaste tus ciento veinte mil auríes. —Señaló, sobre una mesa, los envoltorios vacíos de los repuestos que me habían instalado—. Más gastos.

—Je. Reconozco que ganármelos fue menos divertido que negociarlos. —Un rayo me cruzó el cráneo—. Y también menos doloroso.

—Ven, acompáñame a mi oficina y terminemos con el asunto.

—Oh. ¿A tu "oficina"? Entiendo, entiendo. —Le guiñé un ojo—. Otra vez no entiendes por qué me dejaste vivir, ¿no?

—Maldita si lo sé esta vez. Supongo que empiezas a caerme bien a pesar de todo.

—Claro, claro, Val. Vamos, vamos.

La seguí. Lo que llamaba "mi oficina", para mi sorpresa, era su oficina.

—No sabía que tenías oficina, Val.

—La piratería no se trata sólo de tiros y pillaje. También hay mucho trabajo de escritorio.

—¿Escritorio? —Miré el mueble que dominaba el cuarto. Parecía bastante sólido y espacioso—. Así que quieres un trabajo de escritorio, ¿eh, Val? Bueno, si lo despejamos...

Val hizo un gesto de fastidio.

—Ahora no, Sticker. Te duele la cabeza.

—Bah. Un simple dolor de cabeza no acobarda a Bumper Sticker. En una ocasión se me dislocó un hombro, y si siquiera eso me detuvo.

—Lo sé. Yo estaba ahí.

—Bien. ¿Qué me dices, entonces? ¿Eh, Val?

—No estoy de humor. Siéntate, prepararé tu dinero.

Se instaló tras el escritorio. Su traje habría crujido, si lo hubiese tenido puesto. Vestida como estaba, con una blusa y un pantalón holgado y el pelo recogido en una cola, se parecía muy poco a la Val que yo conocía. Me imaginé que así se vería siempre después de una jornada de trabajo intenso.

—Entonces... —dije—. ¿Estás en uno de esos circadios?

—Sí, Sticker —levantó la vista de lo que estaba haciendo—. Estoy en uno de esos circadios en que un pelmazo no deja de fastidiarme la existencia.

—Está bien, está bien. Era sólo una pregunta. No hace falta ponerse así.

Volvió a concentrarse en el escritorio y siguió escribiendo con su estilográfica en las infopizarras. Eché una mirada a lo que esta hacía. "Consumo de recursos", estaba titulado un cuadro. "Estimación de valor", se leía en otro. "Itinerario". "Bajas". "Reparto de botín". Nada bastante interesante como para distraer al mono que tocaba el bongó en mi cabeza.

A través de una portilla se veía el carguero, aún unido a la Necrosis. El boquete que yo le había abierto no quedaba lejos. Observé que ya no escapaba el vapor dorado.

—Eh, Val...

—¿Qué?

—Antes, durante la operación, vi por casualidad que se estaba filtrando nectarino. ¿Se perdió mucho?

—Todo el contenido del tanque que por casualidad rompiste. Quince mil radios cúbicos.

—Oh. Bueno, por fortuna se conservó la mayor parte de la mercancía.

—No sé cuál de nosotros dos es el más afortunado por eso.

La Val que a mí me gustaba asomó tímidamente en esa mirada. Había una sola muerte, no particularmente dolorosa, pero estaba ahí.

—Eh, Val...

—¿Ahora qué? —resopló.

—Ya que de todas maneras se perdió una parte del nectarino... Estaba pensando que agregar un par de botellones a mi pago no supondría una gran diferencia en la merma, ¿no?

—¿Me estás sugiriendo que te pague extra por perder mercancía?

—No, no, claro que no. Era sólo una idea que se me ocurrió. Después de todo, aún tienes casi completo el millón...

Val seguía escribiendo, sin dar muestras de oírme. A mí se me había instalado una duda en la mente, desalojando en parte a la jaqueca. Volví a mirar a través de la portilla, ponderando la mole destrozada del carguero. La Necrosis era diminuta a su lado.

—Eh, Val.

—¿Quééé?

—¿Cómo demonios te vas a llevar un millón de radios cúbicos de nectarino ambárico?

—¿Crees que me llamo Sticker? Hay una docena de naves cisterna en camino.

—¡Ajá! Ésa es mi Val. Siempre tiene todo planeado.

Me entretuve pensando un poco más en los detalles de la operación. No distraía al mono bongoísta, pero al menos me distraía a mí del escándalo que estaba haciendo.

—Y me imagino que esconderán el botín por un tiempo, ¿no? En un planeta, o tal vez en varios. Un poco aquí, otro poco allá...

—Lo llevaremos todo a Artaxis.

Si el mono hubiera entendido el idioma, habría dejado de tocar para prestar atención.

—¿Art...? Ja, qué curioso. Se llama igual que aquel planeta que...

Es aquel planeta que.

—Ehh.. Caramba, Val, estas drogas que me diste me están confundiendo más de lo que pensaba. Habría jurado que en el sector hay un solo Artaxis, y es la sede local de la Flota Galáctica.

—Sí, eso es correcto.

Estaba parada frente a mí. En mi estado, no habría sabido cuándo ni cómo llegó allí aunque hubiera tenido su traje de cuero. Y no era sólo por las drogas.

—No, Val, tienes que estar equivocada. No puedes llevar la mercancía a Artaxis. El planeta está lleno de gendarmes. La órbita está saturada de sus naves. No podrás ni acercarte. Los únicos que pueden llegar son los corsarios con licen...

—¿Sí?

"Demonios de Gamexán —pensé con cierta dificultad—. La madre. Todos juntos y cada uno de ellos en particular."

—Val, por favor... No me digas que tú tienes licencia de cor...

—Número AO-1027-K8. Fecha de emisión, 10826/40. Válida por cinco sínodas. Sujeta a renovación.

—Por favor, por lo que más quieras, dime que estás inventando eso.

—Lo estoy leyendo en la cédula que está colgada detrás de ti. Puedes verla tú mismo si te das vuelta.

La miré. Volví a mirar a Val. Volví a la licencia, y de nuevo a Val.

No, no. Era imposible. En ese cuarto había una horrible paradoja. Val y la licencia no podían existir ambas en el mismo espacio. Desafiaba todo lo que yo tenía por cierto y sagrado.

—Tienes la boca abierta, Sticker.

—Val... ¿Cómo... cómo pudiste?

—¿Crees que ser pirata es un trabajo fácil? No se trata sólo de tiros, pillaje y trabajo de escritorio. Si alguna vez decides dedicarte a esto, recuerda lo que te diré: ser pirata es tener dos espaldas que cuidarse. Detrás de una están los gendarmes, y detrás de la otra están tus colegas. Siendo corsario, al menos los gendarmes están de tu lado.

Me había olvidado del dolor de cabeza. Me había olvidado del dinero. Me había olvidado del carguero y del nectarino.

—Val... Dime que no es cierto... Dime que estás jugando conmigo de nuevo, como la otra vez con la aguja...

Val bufó.

—Mira, Sticker, a mí tampoco me gusta esto, pero no tuve alternativa. Hace dos sínodas cometí un error muy grave. Robé un cargamento de fonogramas, y ya sabrás lo que significa meterse con esa gente. De pronto tuve detrás de mí a todos los gendarmes y todos los cazarrecompensas del Brazo de Sagitario. Terminé encadenada en Artaxis. Ahí me hicieron una oferta: trabajaba para ellos, o me ejecutaban.

—¿Y tú elegiste trabajar para ellos?

—¿Te parezco ejecutada, idiota?

Entonces era cierto. Val se había entregado. Precisamente Val, que nunca pedía permiso ni perdón. Val, que había logrado que su nombre fuera temido del uno al otro confín. Val, la pirata. Atada. Sujeta. Domada. Amaestrada como una foca guardiana de Tuyutlán. Si hasta me parecía ver la correa enlazada a su cuello.

—Sí, Val. Para mí estás muerta.

—Como quieras. Firma esto, toma tu dinero y lárgate.

Acepté mecánicamente la infopizarra que me ofrecía. Había una larga lista de números y palabras que nunca me interesó aprender.

—¿Qué es esto?

—El recibo por tus ciento veinte mil. Están descontados los impuestos.

—¿I... i... impuestos?

—Por supuesto, idiota. No esperarás trabajar para el gobierno y no pagar impuestos.

Una descarga de un condensador direccional no me habría sacudido como aquella revelación.

—¿Para el gobierno?

—Hablas como un retrasado, Sticker. ¡Sí, para el gobierno! ¡Ayudaste a frustrar el contrabando de licor más grande de la historia! ¡Te darían una medalla si no quisieran llevarse ellos todo el mérito!

Basta. Ya era demasiado. En los últimos horologios me habían disparado ráfagas de plasma, me habían lanzado misiles, me habían atravesado con rayos, y ahora esto. Todo se tenía que terminar en algún momento, y ese momento había llegado.

—No firmaré nada, Val.

—Tendrás que hacerlo, o no hay dinero.

—No quiero tu sucio dinero mal habido. —Le tiré el recibo en la cara.

—No, Sticker, tú no entiendes. Organizar esto costó mucho trabajo. Mucho esfuerzo. Una preparación muy larga y agotadora. Hubo que planificar rutas, contabilizar recursos, distribuir tareas, archivar documentos. Tuve que redactar un informe y llenar tres formularios para que se autorizara tu pago, ¡y por tu madre que firmarás el recibo, o no te quedará un solo hueso sano!

—No, Val. Eres tú la que no entiende. Bumper Sticker no está en venta.

Y, tras decir esto, me encaminé a la salida, muy orgulloso de mi retórica.

—¡Sticker! Si llegas a atravesar esa puerta...

—¿Qué? ¿Qué pasará? Ya no mereces mi respeto, Val. Ni mi miedo. No eres más que una vulgar funcionaria.

Atravesé la puerta, y del otro lado me encontré otra puerta más. Una puerta de piel escamosa y tres veces mi peso.

—Mmmhhmmm.

—¡Sauro! ¡Viejo pirata! Déjame pasar, ¿sí? Se me hace tar...

—¡No lo dejes ir, Sauro!

Hay que reconocerlo: el viejo Sauro era muy efectivo como puerta. Lo comprobé cuando se cerró sobre mi. Un par de brazos rugosos me apretaron contra un pecho rugoso. Tanta rugosidad no es buena para la piel.

—¡Ungh!

—El capitán Sticker ha decidido cancelar su trato con nosotros, Sauro. Asegúrate de que devuelva los órganos.

—Mmmmhmmhhm.

No me gustó nada el sonido de ese "mmmmhmmhhm". Era la clase de "mmmmhmmhhm" que se canturrea con una sonrisa. Sauro prefería partir costillas a coletazos, pero también era muy bueno separándolas con las manos.

—Va... Val. No puedes matarme, Val. Tus jefes no lo ven con buenos ojos. ¿Recuerdas?

—Aún no terminé el informe de bajas.

Había rodeado una estrella de neutrones. Me habían disparado ráfagas de plasma. Me habían lanzado misiles. Me habían atravesado con rayos. Cuántas oportunidades desperdiciadas de no terminar así.

—Sauro... Sauro, viejo amigo. Mira, tu capitana me debe ciento veinte mil auríes. Menos impuestos. Suéltame y son tuyos. ¿Eh, Sauro?

—Mmhm. —Lo dijo más con los bíceps que con la garganta. Significaba "no".

—¡Uggh!

—Mira, Sticker, esto es muy fácil —decía Val—. Firmas y te puedes ir. No me importa qué hagas con el dinero. Quémalo si quieres. Pero tienes que firmar. —Me puso el recibo frente a la cara—. ¿Ves? Es sencillo. Tu pulgar aquí, y una gota de sangre aquí para el registro de ADN. ¿Quieres encargarte de la sangre, Sauro?

—Hmmhmmhm.

Hay situaciones así. Hay situaciones que prueban de qué está hecho realmente un hombre. Situaciones en que uno debe erguirse con la frente en alto y proclamar "sí, esto es lo que soy", aunque corra el riesgo de dejar de serlo en breve.

Y, en esas situaciones, casi siempre llega un mecano con nulo sentido del dramatismo y arruina el momento.

—Qué bueno que lo encuentro, jefe. Mire, me instalaron el sensor óptico que me faltaba. Vuelvo a tener visión binocular.

—Globo, eres un... ¡gh!

—También tengo un mensaje para usted. —Emitió unos clics, unos wirrrs y unos bzzz, y habló con la voz grabada del pequeño Gus—. ¡Eh, tú, cosa redonda! Dale esto a Bumpy Sticker, ¿quieres? No querrá perderlo.

—Qué bien, Glo... ¡Gah! ¿Qué es lo que tienes que darme?

—Esto, jefe.

Una varilla se proyectó de una muesca junto a su cara. Una varilla totalmente inofensiva. Hasta que tocó el brazo de Sauro.

—¡Mmmhmmhmhmh! —gruñó, en respuesta a los millares de miliamps que le sacudieron los músculos. También yo los sentí. No fue bonito, pero era un precio aceptable por el privilegio de poder respirar de nuevo.

—¡Su paquete, jefe! —Un compartimento se abrió cerca de la coronilla de Globo. O, para ser más preciso, cerca de su polo norte. Un bulto salió disparado verticalmente. Era mi apaciguador.

—¡Derríbalo, Sauro! —bramó Val—. ¡Derríbalo!

La cola de Sauro azotó el aire. Me habría aplastado contra un mamparo si no hubiera acertado a saltar en ese mismo momento en busca del arma.

Mi brazo se extendió. Mis dedos se cerraron en torno a la culata...

... Y, de repente, todo estuvo bien. No hay problema tan grave ni situación tan desesperada que no se pueda resolver repartiendo escupitajos de plasma concentrado.

—¡Toma esto, Sauro! —exclamé, aún en el aire—. ¡Y esto otro es para ti, Val!

Retumbaron dos disparos. Sonaron las chicharras.

—¡Globo! ¿Qué es eso?

—Alarma de despresurización, jefe. Acaba de abrir dos agujeros en el casco.

La nave se convirtió en un caos, con todos los piratas corriendo en contra o a favor de la correntada de aire que escapaba. Aproveché la confusión para correr yo también. Seguido por Globo, desanduve el camino por los pasillos decorados. Fósiles de anontopteryx. Estereogramas artesanales de Ciclopía. Perlas gigantes de Aquaria Prima.

—Deje eso, jefe. No hay tiempo.

—¡Cállate! ¡Tengo que cobrarle a Val de alguna forma!

—¡Stiiiickeeeeer! —resonó, mucho menos lejos de lo que a mí me habría gustado. Un fulgor ígneo chaqueó en una intersección. El diseño de la licuadora de Lei Narvi cayó hecho pedazos.

—¡Vámonos, Globo! ¡No hay tiempo de llevarse nada!

—Entendido, jefe.

Ah, mi Betty. Qué enorme alegría encontrarla en el muelle de acoplamiento, recibiéndonos con los brazos abiertos en forma de escotilla abierta.

—¿Ya recalculaste la distribución de masa, Globo?

—Sí, jefe.

—Entonces, ¡vámonos de aquí ahora mismo!

La escotilla se cerró. Betty se soltó de la Necrosis y derivó lejos de ella.

¡Sticker! —Los alaridos salían ahora del panel de comunicaciones—. ¡Pagarás por esto, Sticker! ¡Pagarás muy caro!

No pude resistirme. Pulsé el botón de respuesta y me incliné cuanto pude sobre el micrófono.

—Descuéntamelo, encanto —me burlé con voz melosa—. Descuéntamelo todo.

¡Blaster! ¡Arma los misiles!

—¿Los misi...? ¡Globo, sácanos de aquí!

Los motores tronaron. Cuando el primer misil abandonó su lanzador, ya estábamos subidos a una hipercurva.


—¿Puedes creerlo, Betty? ¡Val se entregó! ¡Val, nada menos! ¿Qué ha pasado, Betty? ¿Qué ha pasado en el universo? Antes no era así. Antes, los capitanes eran amos y señores de sus naves. Eran héroes. No tenían planillas que llenar, ni itinerarios que cumplir, ni ninguna de esas cosas: donde ellos sentían que debían ir, iban. Conquistaban mundos. Conquistaban corazones. Las multitudes los aclamaban. ¡Qué tiempos aquellos, Betty! ¡Cómo quisiera haberlos vivido! En aquel entonces los hombres eran hombres de verdad, y las mujeres eran mujeres de verdad. Como Val.

Me recliné en el asiento y crucé los pies sobre el otro. Nada crujió. Era el mismo tapizado sintético de siempre, gastado por el uso. Y estaba muy bien así. Mi Betty no necesitaba regalos caros para ser lo que era.

—Ahora todos están atados a algo. Un contrato... Una ruta de comercio... Pero no Val. La Val que yo conocí no se habría dejado atar por nada ni por nadie. No habría permitido que otros decidieran por ella. Iba donde ella quería, cuando ella quería ir. Era una chica salvaje, de las que a mí me gustan. Era un espíritu libre.

El idiota tuvo que arruinarme la vena poética.

Jefe, llegó respuesta a nuestra solicitud. No es automática. La firma el propio señor Quarmin.

—No estoy de humor para leer cartas. Dime lo más importante.

El señor Quarmin no le dará crédito.

—Avaro miserable.

Dice que reparará a Betty si usted se compromete a transportar carga para él durante dos sínodas, con un descuento del setenta por ciento sobre la tarifa regular.

—Explotador.

Y que el treinta por ciento restante se lo irá descontando de lo que usted le debe.

—Bastardo.

Quarmin, ese aprovechado, ese detestable carroñero de la desgracia ajena. Una vez me había asegurado que yo siempre tendría crédito con él. Luego sucedió aquel incidente con su hermana y de pronto olvidó su promesa.

El resto son palabrotas. ¿Las quiere también?

—No. Déjalo.

Lo medité un momento. Tal vez me resultara conveniente. Después de todo, si Quarmin había incumplido su parte de aquel trato, yo bien podía incumplir mi parte de éste y emparejar los tantos.

—Dile que acepto.

Entendido, jefe.

Iluso. Pretender atar a Bumper Sticker. Su hermana lo intentó y fracasó. ¿Por qué pensaba que él tendría éxito?

Palmeé los tableros de mi Betty. De mi fiel y sufrida Betty.

—Ahora sólo quedamos tú y yo, nena.

Yo no imagino cosas. Betty me escucha. Y me responde.

Esa vez me respondió remontando la hipercurva como nunca la había visto hacerlo.

Betty y yo. Los últimos espíritus libres.



Andrés Diplotti, Otis Dill, o simplemente Otis (y eso si no queremos nombrar a la enorme cantidad de personajes que pueden ocultarse en su sección "Anacrónicas") parece ser un muchacho tímido, rubicundo, y la última vez que lo vi barbudo, que podría pasar desapercibido en cualquier reunión. Y, sin embargo, tras su disfraz de diseñador gráfico se esconde un imaginativo e ingenioso creador de humor filoso y desternillante, digno de estar invitado a nuestra fiesta de los diez millones. Este rosarino nacido en febrero de 1978 hoy vive en la ciudad de Pergamino, provincia de Buenos Aires, y ha publicado una larga serie de cuentos en Axxón y otros medios. También mantiene un blog, Pez Diablo, el que nadie puede perderse. Para más datos sobre Andrés, ver su entrada en la Enciclopedia de la Ciencia Ficción y Fantasía Argentina.


Este cuento se vincula temáticamente con "BUMPER STICKER Y LA PRINCESA EMPLUMADA", de Andrés Diplotti (154) y "EL CAPITÁN, EL PILOTO Y LA SIRENA", de Juan Pablo Noroña (174)


Axxón 180 - diciembre de 2007
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Humor: Argentina: Argentino).