PENÚLTIMO DISPARO

Angel Ivaldi

Argentina

La ruta se me derrite acá mismo, en cualquier momento. Qué infierno de día, loco, y adentro del auto, peor. Me sigue fallando el maldito; capaz que me deja tirado en este desierto. ¿Otra salida? No sé, me hierve la cabeza. Por lo menos me quedó la bolsa, acá la tengo, acá.

Ya casi una hora rodando y nada. Ni una casa, ni un cartel, ni siquiera un árbol. Todo este tiempo solo como un perro, no me la banco. Ruta de mala muerte, yo qué sé adónde me lleva. Y este auto a punto de clavarme, ni que fuera una venganza del Moncho. Pero qué, yo no pude hacer nada por él. Además, la cosa estaba bien aclarada. Si uno caía mal el otro quedaba libre; así de simple. Nunca fuimos amigos, qué digo, socios solamente y con eso alcanzaba.

¿Esta ruta va a seguir así, siempre igual? Tengo que mirar el espejito a cada rato. No hay nada atrás, nadie se acerca. Allá quedó el pueblo y toda esa sangre. Pero qué mal salió. Siempre el Moncho estudiaba los detalles, todo calculado, todo organizado. Si había revisado este golpe no sé cuánto tiempo... ¡Dos meses fueron! Dos meses estuvo instalado en ese pueblo con una guita que tenía guardada; dos meses mirando todo. Pero yo fui el que le pasó el dato cuando estuvimos a la sombra, en Ezeiza. Y cómo no se lo iba a pasar, si éste era el único loco que podía organizar algo así de punta a punta. ¡Já! Lo nervioso que me puse cuando lo soltaron antes que a mí, a ver si se le ocurría mandarse por su cuenta. Pero no, después me hizo llegar el aviso y las señas, así que cuando me largaron a mí, fue fácil encontrarlo ahí, en el pueblo, mientras se la pasaba estudiando todo el terreno. ¡Un mes! Un mes estuve con él en esa pocilga escuchando su versito todo el tiempo. Me habrá explicado las cosas como veinte veces, fácil. Me gustó ese día cuando dijo que yo era pura fibra, que le caía bien porque había visto que no tengo achiques, que lo que hago lo hago hasta el fondo. Pero al final esto salió tan distinto, loco. Bah, de qué me quejo, yo estoy en carrera. Lo único que me importa es que esta cosa aguante hasta el próximo pueblo. Que aguante, es lo único, con este calor no sé; pero la bolsa está acá y el espejito no bate nada, hay que aguantar nomás. El horizonte me flamea y esta ruta, ¿hasta dónde va esta ruta, loco?

A ver, creo que el Moncho siempre llevaba un mapa en la guantera. A ver, a ver si manoteo y encuentro... Sí, acá está, tiene que haber algo, una salida. ¿Qué? ¡Ochenta kilómetros hasta el otro pueblo! Ni un solo cruce, nada de nada. No me acuerdo si él dijo algo de este camino, no sé, por ahí dijo y no le puse atención. Tengo que seguir, dale fierrito, aguantá hasta el otro pueblo. Ya sabía yo, alguna bala le habrá rozado el radiador, si ya está empezando a sacar humo. Se está recalentando, loco, y este auto nunca tenía problemas. Dale, dale, aguantá un poco más.

No sé, allá hay algo, bien lejos, no sé qué. No veo nada, con este camino que se evapora todo el tiempo no se ve nada. ¿Una casa, un taller? No sé. ¿Y si es un destacamento? Puede ser, loco, por ahí ya están avisados, alguien los llamó y les batió las señas del auto. ¿Qué hago? Pensá, pensá... ¡qué sé yo! Lo mío siempre fue la acción, primero pego y después miro, yo qué sé de jugarretas y planes. Para eso están los tipos como el Moncho. Lo mío es más atropellado, loco, pero así también me gané un lugar en la banda cuando fue lo del otro golpe. Primero me decían "bebé", "el nuevo", y no sé qué más, pero después bien que se quedaron calladitos cuando me vieron la garra; mi primer laburo y ya entraron a respetarme. Si no hubiera sido por el traidor del Langa, salíamos hechos. Ese porteño ortiba, siempre insistiendo en dar el golpe en Capital, que hay que hacerlo en Capital, y era porque estaba acomodado para mandarnos a la sombra y quedarse con lo nuestro. Pensar que si salíamos bien de ese laburo yo me borraba, me abría, loco. Me iba y no me veían más. Esa temporadita a la sombra en Ezeiza terminó de convencerme, yo no voy a andar entrando y saliendo todo el tiempo, como algunos. Para mí, un solo laburo posta y estoy hecho.

Esa mancha en el horizonte se viene agrandando. Querés creer que no llego, el Falcon hierve y se arrastra, no voy a llegar. Si aguantara un par de minutos más... a ver, con el impulso que le queda lo meto en la banquina, ahí sobre el pasto amarillo. Un camión de ganado por la mano contraria, éste no va a parar; mejor, me arreglo solo. No te olvidés la bolsa, venga con papá, ¡blam!, portazo con bronca; qué día para dejarme tirado acá. ¿Cuánto tendré que caminar hasta la mancha? Como media hora por lo menos. Bah, es mejor llegar a pie, por ahí pasaron las señas del auto en fuga. ¿Y qué hago con la bolsa? ¿Qué hago? Por las dudas, a ver... sí, el 38 corto lo llevo en el bolsillo de la campera.

Ahí pasa un Chevy a todo lo que da, un par de pibes, ni miraron. Y yo acá solo como un hongo, pero bueno, tengo la bolsa, loco, con una fortuna adentro. Otro camión de ganado, y otro más. Todos por la mano contraria, ¿y de este lado no viene ninguno? Igual, hacer dedo no me conviene, prefiero aguantarme aunque el sol me parta la cabeza, total no falta mucho para llegar. Ah, parece que es una estación de servicio. Bueno, mejor.

No debe ser un negocio grande, en esta zona no puede ser grande. Será un localcito, uno o dos empleados. Tendría que ver primero si hay algún auto estacionado, algo que yo pueda usar. Y cuánta gente hay, dónde está cada uno. El Moncho tenía facilidad para esos cálculos; planeaba los movimientos tan bien, loco, que era como si tuviera filmada la película. Así de calculado tenía lo de la planta industrial. También, después de esos dos meses que pasó en el pueblo, se sabía cada detalle. El camión de caudales con todos los sueldos siempre traía dos guardias; en la entrada de la planta había uno más haciendo su turno. A ése lo tenía que reducir yo, justo después que entraba el camión. El Moncho ya iba a estar adentro, con todo preparado. Claro, desde que había llegado al pueblo este loco iba todos los días a la planta a venderles café y facturas con una bicicleta, y al poco tiempo ya lo dejaban entrar con auto y todo, el Falcon cargado con un montón de mercadería. ¡Já! Me acuerdo que pensé que este desgraciado podía armar un negocio en serio con eso, pero no, lo nuestro apuntaba más alto, no nos íbamos a arreglar con un laburito así. ¡Uf! Estoy sudando. Bueno, ¿qué hago? Si la cosa pinta bien, meto al par de tipos adentro del baño de la estación y me llevo un auto.

Tenía razón, tenía razón yo, se nota que el negocio es chiquito, mejor. Y hay un auto estacionado al costado. Será del encargado. En una de ésas no hay nadie más, hay que ver, hay que ver. ¿Que estoy nervioso? Mucho tiempo solo y me entra a laburar de más la cabeza, ya lo sé, no sirvo para andar solo. Y será el calor también, eso será. ¿Y si hay alguien más, alguno que yo no vea? Tengo que asegurarme. No vaya a ser como nos pasó en la planta, cuando de la nada apareció el tercer guardia del camión. Justo hoy, no sé por qué, había un guardia más. Ahora, acá la primera movida va a ser mía. Acá nadie me puede dar una sorpresa. Ya estoy cerca, mejor me pongo la campera así me queda a mano el fierro. ¿Qué hora será, como las tres de la tarde? Y yo sin morfar ni un pedazo de pan. A ver, adentro me parece que hay un solo tipo. Ahí me vio, tendrá unos cincuenta. Se viene con el vasito de café y la sonrisita. Bueno, tranquilo.

—¿Qué anda necesitando, caballero?

—Qué tal, jefe, se me quedó el auto como a un kilómetro o dos, un problema en el radiador. ¿Usted no tiene alguien acá para mandar? Mire que le pago lo que haga falta.

—Imposible, amigo, hoy estoy solo. Pero espere que le buscamos la vuelta...

Está solo nomás, y ahora que se distrae hablando, voy a preparar la 38, muevo despacio la mano... ¡Epa! ¿Qué me mira así? Bueno, se acabó.

—¡Quieto! ¡Quedáte quieto, no te movás!

—Por favor, por favor...

Se le ahoga la voz, está asustado. ¡Já! Levanta las manos con vasito y todo.

—Soltá eso, tirálo.

La cosa viene fácil pero no tengo que descuidarme. Pensará que quiero matarlo. Yo no mato. Nunca maté ni a las hormigas. Pero me gusta que me respeten, que me tengan miedo. Lo único que quiero ahora es que me dejen terminar este asunto. Lo que yo hago, lo hago hasta el fondo, como decía el Moncho. Con toda la guita que tengo acá en la bolsa ya está, me retiro como yo pensaba. Una carrera corta la mía. ¡Já! Me acuerdo allá en Buenos Aires cuando me decían "tenés capacidad, aunque sea podés estudiar una carrera corta". Sí, sí, mañana. Ahora tengo que terminar esto. Y el tarado todavía con el vaso.

—¡Que soltés el vaso! ¡Tirálo!

Lo voy a encerrar. Después cazo el auto y vuelo. Mirá el miedo que tiene, tiembla hasta para tirar el vaso. Ni que fuera una bomba. Ahí lo tira. ¿Y eso? Una sombra, una mancha, algo ahí atrás, se mueve rápido. No puedo dudar, se desata un ciclón en un instante que parece un siglo, a lo ciego todas mis fibras chillan y tiran del dedo en el gatillo. Directo al corazón. Sin fallar.

Estoy mirando el charco de sangre al lado del charco de café. Todavía tiemblo. Todavía veo cada una de las muecas de su cara, como fotos sacadas sin apuro mientras la bala saludaba su carne. Cayó como una torre, la humanidad completa. Me acerco embotado, como si me llevaran en medio de un silencio raro y con el horizonte flameando. Unos pájaros salen aleteando desesperados, pero tampoco los escucho. Me agacho para mirar al tipo a la cara, está vivo. Siento que nos miran, miro de reojo y veo al perro parado a unos metros, esa sombra maldita que me hizo reaccionar; se va rápido, espantado. El tipo trata de juntar aire como puede. Y grita. Me sacude, es un grito que llena todo. Y se muere.


Ilustración: Fraga

Estoy parado pensando en la escena, mirando los charcos, y sigo temblando. Tengo que reaccionar, no puedo perder tiempo, tengo que mantener la ventaja. ¿Qué hago? ¿Lo arrastro hasta el baño para que no lo vean? Es inútil, si pasan por acá buscándome, van a ver las manchas, ya está, da igual, mejor me apuro. Corro, corro hasta el auto del tipo pero faltan las llaves. Tengo que revisarlo, las tendrá en un bolsillo, a ver... me estoy manchando todo... ¡Nada! Deben estar adentro, en el local. Entro empujando la puerta, ¡ahí!, colgado en un clavo está el llavero. Voy al auto, pero ¿y la bolsa? Siempre la tuve en la mano. ¿Y ahora? Allá, la dejé al lado del fiambre. Ahora sí, a rajar.

El auto está al sol, lo abro y me lanza una tonelada de aire caliente, maldecir es poco. Pongo la llave, dale, ¡rápido!, arranco y salgo arando. Ya estoy en la ruta de nuevo, y si me estiro, me estiro bastante mientras acelero... ya está, ya bajé todas las ventanillas. Ni el volante puedo agarrar, está que pela. Acá no se puede ni respirar. De a poco, de a poco va cambiando el aire. Estoy más tranquilo. Otra vez la bolsa de copiloto, el espejito vigilando la retaguardia y la ruta humeando adelante. Ahora sí puedo levantarlo a ciento cincuenta sin problema, como antes, como cuando empecé la fuga. Bueno, como antes no. Todavía veo la cara de ese tipo. Maldito perro, yo no quería matarlo. Sigo viéndolo, sigo escuchando ese grito increíble, ese grito que debe estar llegando a Buenos Aires ahora. Yo nunca cargué esta mochila, el Moncho sí, creo que cargaba con varios. Al tercer guardia lo volteó, pero al mismo tiempo lo quemó a él. Fue todo rápido, cuatro o cinco disparos. El Moncho llegó a mirarme un segundo desde el piso; sabía que se le había terminado y que yo me iba. Me trepé al Falcon con la bolsa y los mil demonios del apuro. Crucé el estacionamiento a fondo y enfilé a todo trapo contra el alambrado lateral. Me acordaba bien del panel que anoche habíamos dejado medio cortado. El impacto fue brutal, los termos y vasitos de café saltaron hasta el vidrio de adelante. Salí del pasto. Fui para el norte según el plan, pero después de unas cuadras decidí girar al oeste, hacia esta ruta. Puro impulso. Y ahora me llevo la compañía del tipo de la estación, está acá en el auto, me habla. ¿Podré olvidarlo?

La ruta, la bolsa, el espejito... La ruta y ese grito monumental. A esta velocidad, en media hora llego al próximo pueblo. Voy a dejar el auto en alguna calle solitaria y me subo al tren. El tren pasa por acá, se ve en el mapa también. Va a ser lo mejor, porque si el tipo salió de este pueblo, van a reconocer su auto. No conviene andar cruzándome con la gente, me la tengo que seguir bancando solo, no me gusta nada, así solari todo el tiempo, pero es hasta alejarme, hasta que pase el peligro. Después, con toda esta guita me compro un pasaporte o lo que haga falta y me rajo al exterior a mezclarme entre gente alegre. Ya me voy a olvidar de todo esto.

Es un horno la ruta, meto pata, a ver si llego pronto. Parece buena la radio del auto... no sé qué puedo enganchar, ruido, ruido, no engancho nada. En el buche hay un casette, a ver. Ahí está, esto anda, ¡qué buen sonido! Rumba, salsa, no sé, algo así, suena bien, me ayuda a despejarme, pienso en playas, en palmeras grandes, en buena comida. ¿En eso pensaría el fiambrín cuando ponía el casette? Está acá, el tipo está acá, pero si acelero lo dejo atrás... suenan las tumbadoras y el coso me abraza y me susurra "por favor, por favor", subo el volumen y el ritmo sacude todo el auto, una bola de fuego lanzada por la ruta muerta, y ahora entran las trompetas con un alarido terrible, pero el grito del tipo es toda la gente gritando junta y todo lo demás queda chiquito, ese grito tapa a la orquesta, tapa todo y no se aguanta, así que tengo que sacar el casette, lo tengo que arrancar de ahí pero se traba, se engancha la cinta, tiro, tiro fuerte pero nada, y me inclino para mirar y lo tironeo tan fuerte que por fin lo arranco, y cuando levanto la vista ya no tengo tiempo. Pego el volantazo a la derecha, cierro los ojos y me pongo duro para aguantar el palo; pero no, el auto entra a los tumbos sobre el pasto, ¡te esquivé! Casi me matás. ¿De dónde saliste, vaca? Estoy gritando como loco y la garganta me late como un corazón gigante mientras busco otra vez la ruta sin frenar.

Veo a la vaca en el retrovisor, ahí estás, ahí estás. Sos una bomba en medio del camino, loca, mejor bajo un poco la velocidad a ver si hay otras por acá, además con esa loma ahí adelante no se ve lo que viene después, la subo y... ¡ah! ¡Por eso! Un camión de ganado volcado en la mano contraria, una masacre. ¿Y el camionero? No sé, pero ni loco voy a frenar. Cuidado, dos, tres vacas sueltas por acá, que no se asusten, ya está. Pata a fondo de nuevo. El espejito me vuelve a contar el espectáculo. Qué desastre, loco. Y yo que casi me estampo contra un bloque de carne. En diez minutos tengo que llegar al pueblo.

Cartel de bienvenida; mejor entro despacio, tranquilo. Estoy molido, embotado. Estos pueblitos, loco, no se mueve nada, ni una hoja, y a esta hora y con el calor deben estar todos durmiendo la siesta. Calculo que esta avenida me lleva directo a la plaza principal, siempre es así. Allá se ve, al fondo. Debería hacer unas cuadras y después doblar para dejar el auto; por ahora no pasa nada, está todo desierto. Despacio, despacio, sin llamar la atención. ¿Y si alguien reconoce el auto del tipo? Mejor hago un par de cuadras más, doblo y me bajo. Cuidado, no te zafés, tranquilo que este pueblo está más muerto que el otro. Con razón el Moncho decía que tenía que salir bien, que era fácil porque todos andaban a media máquina y había poca seguridad. Pero qué garrón nos comimos. Bueno, papá, vos te quedaste con todo, salió así, ya está, te paraste para toda la cosecha.

Voy a doblar acá a la derecha para dejar el auto. Doblo y... ¡justo un coche estacionado y alguien adentro! Bueno, sigo para no llamar la atención. Tranquilo, despacio, cara de nada... ¿Y esto? ¿Qué le pasa? Una mujer caída sobre el volante, los ojos y la boca bien abiertos. Loco, me voy, acelero, doblo a la izquierda, hago una cuadra, paro, cazo la bolsa y me bajo para caminar por la paralela a la avenida. Si por acá me voy hasta la plaza, seguro que ahí nomás encuentro el tren, pero tengo que patear rápido porque en cualquier momento alguien la ve y van a venir para ayudarla. La ambulancia, el revuelo, la gente, y a mí me conviene estar bien lejos. Menos mal que la callecita está tranquila y con sombra fresca, cierro un poco los ojos, un poco, ahh. Bueno, allá, atrás de la plaza, creo que se nota la vía del tren. ¿Dónde tengo el cambio? ¡Maldición, la campera! Me quedó en el asiento de atrás y ahí tengo el cambio. El cambio y el fierro. Tengo que volver esta media cuadra, vamos, vamos, no pasa nada... ¿Me estarán mirando por las rendijas de las persianas? ¡Qué miran! ¡Sí, estoy apurado, y qué! Mirá, mirá si querés, yo me agarro la campera y si no te gusta podés probar el plomo, preguntále a tu amigo de la estación... pará, pará animal, qué te pasa, calmáte, no pasa nada, están todos durmiendo, además enseguida subo al tren y me voy. Chau, vida nueva, y me olvido de todo, me olvido del tipo ése para siempre.

Ya casi veo la esquina de la plaza, sigo caminando despacio, nada de locuras. ¿Qué voy a hacer con el arma? Más vale que me la saque de encima, ya no la necesito. Cuando esté arriba del tren, si no hay gente cerca, la tiro entre los pastizales. Pero mejor, primero la envuelvo, consigo un diario por ahí y la envuelvo; no, primero la limpio, la limpio con el pañuelo y le saco todas mis huellas, después la envuelvo bien y la tiro donde haya mucho pasto. ¿Y? ¿Qué te parece, Moncho? No está tan mal por tratarse del pibe nuevo, ¿no? Si llegás a ver al tipo de la estación, pedile disculpas de mi parte, la verdad es que no quise; pero yo soy así, pura dinamita, lo que hago lo hago hasta el fondo, ¿te acordás?

No sirvo para estar solo mucho tiempo, loco, ya empiezo a hablarle a los fiambres. Dále, dále, vamos a lo que queda, que es poco. Ahí está la plaza, cruzo tranquilo. Muy tranquilo. Te digo que acá puedo poner una carpa en medio de la calle que no pasa nada. Ni siquiera vino la ambulancia por la mujer, yo no escuché la sirena. ¿Qué hay atrás de los arbustos de la plaza? Parece que son puestitos, una feria o algo así. Allá se ve el carro de los pochoclos... pero no hay nadie. ¿Y ese bulto atrás del árbol? ¿Y ese otro?

Ay, loco, ay. ¿Qué es esto? No te puedo creer, dos, cinco, diez cuerpos tirados en la plaza, los recorro uno por uno, todavía están calientes, loco, todos con cara de sorpresa. Me meto en la heladería, en la estación de tren, lo mismo en todos lados. Pará, pará, que pasó, todos con sangre en el pecho, ¡en el corazón! Entonces... entonces ni radios, ni camiones, ni ambulancias, ni vecinos, ni trenes, ni gente divertida en las playas. Aquel grito, ¡ese terrible grito no era de un sólo hombre! Yo soy el único que queda. Yo los maté a todos.



Ángel Ivaldi nació en Buenos Aires en 1957; casado con tres hijos. Estudió Ingeniería en la Universidad de Buenos Aires y atendió numerosos cursos de especialización en Sistemas, área en la que continúa desempeñándose. Por otra parte, dedica todo el tiempo posible a escribir ficción. Participó como orador y expositor en numerosas presentaciones de interés cultural; su afinidad con las letras se manifiesta a edad temprana y se mantiene a través del tiempo, ligada también a una prolongada actividad como expositor y docente. En marzo del 2007 publica una colección de relatos, Fantástico Buenos Aires, en Editorial Dunken.
Hemos publicado en Axxón: JUGO GÁSTRICO (181), LA PAZ DEL LADRILLO (183)


Este cuento se vincula temáticamente con "GUNDA MATTE (La Carroña)", de Alan W. Wolf (146) y "CÍRCULOS Y ENGRANAJES", de Germán Amatto (155)


Axxón 187 - julio de 2008
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Policial : realismo conjetural : Argentina : Argentino).