LOS DIRIGIBLES

Ricardo Curci

Argentina

Me quedé parado un largo rato mirando la flota de dirigibles. Cubrían el cielo hasta más allá de lo que la vista podía alcanzar, viajando a una velocidad muy lenta, casi imperceptible. De noche formaban columnas sin fin de luces blancas, parecidos a enormes escarabajos voladores. Y entre ellos volaban las palomas eléctricas, naves individuales entre esos inmensos conglomerados de hidrógeno y helio, cargando a la gente que huía hacia regiones seguras.

Debajo, inundándome los pies, estaba el agua. Líquidos herrumbrosos que fluían de los desagües saturados. Ésta era la amenaza de la que huíamos, el anunciado fin de la ciudad. Diez centímetros de agua nauseabunda ocupaban las calles más altas, porque las otras ya no existían.

Caminé hasta la esquina, chapoteando, acostumbrado a la humedad incesante. La sombra de los dirigibles ocultaba aún más el sol, que podría haber amortiguado un poco el dolor de los cuerpos con reumatismo.

Miré, desde la esquina, el final de la fila para conseguir asientos en las naves. Siempre habían sido caros, pero ahora los precios habían aumentado a una cifra inaccesible. Las peleas por comprar boletos eran rutina de todos los días, y varias muertes interrumpían las largas filas por muchas horas, hasta que el proceso policial finalizaba.

Mi padre había decidido hacer la fila a pesar de no tener dinero.

—No pueden dejarnos —decía él—. Moriremos con el agua en las narices si no nos vamos, así que están obligados a llevarnos.

Pero nunca supimos que alguien viajara gratis. La gente colmaba los aeropuertos, invadía las pistas buscando un lugar en las máquinas, y entonces los soldados aparecían con su trote rápido y las armas para reprimirlos. Las naves despegaban día y noche hacia tierras más altas. Los que se quedaban las veían ascender con una mirada rencorosa que parecía crecer en proporción a la altura que iban tomando al elevarse.

Papá me saludó desde su puesto, del que nadie habría podido convencerlo de salir ni por un instante.

—Mamá te manda esto —le dije, entregándole el paquete con comida—. ¿Por qué no vas a casa por unas horas?

—Si tomás mi lugar...

—Ya te dije que no voy a rogarles.

Tuve vergüenza, como siempre que me encontraba con mi padre. Vergüenza de sentirme joven y dejar que el viejo se humillase por tres pasajes. Me quedé a su lado algunos minutos, con las manos en los bolsillos mientras lo observaba masticar con lentitud. Era tan diferente a como lo recordaba de joven, con su cuerpo fuerte y alto, caminando siempre erguido con su paso elegante, que me gustaba comparar, o imaginar, con el de un centauro. Ahora estaba delgado, los músculos de los brazos fláccidos, y cada vez más encorvado.

—Mamá sigue preparando las valijas.

Pero él me miró sin decir nada. Ella hacía lo mismo todos los fines de semana, y volvía a desarmarlas dos días después. Ésta era su rutina, la tarea necesaria para salvarla de la ansiedad que nos llevaba a todos, en la ciudad inundada, a la locura o el suicidio.

La había visto muchas veces asomada a la ventana, contemplando los dirigibles, pronunciando una palabra obscena para los que tenían la suerte de irse.

—Si te escucharan... —le dije un día, riéndome.

Ella me miró con dureza.

—Andá a conseguir boletos, en lugar de estar vagando...

Trabajo no había en ninguna parte, tampoco dinero. El papel moneda se iba con la gente en los dirigibles. Y aunque hubiese conseguido trabajo, no sé si a esa altura de las circunstancias me habría tomado el esfuerzo de esperar el primer sueldo. El mundo conocido estaba desapareciendo bajo el agua, y qué podía haber más allá de las murallas. Sólo el cementerio de la playa, después el mar, y muy lejos las tierras de las montañas.

Escuché que mis amigos me llamaban. Me despedí del viejo.

—Te tenemos un negocio —me dijeron. Nos juntamos en una esquina y comenzamos a dibujar con carbones húmedos sobre una pared. Hicimos varios planes, abortados algunos y otros que nacieron para morir más tarde. Hasta que por encima del polvo de granito desprendido, apareció el proyecto definitivo.

—Cada uno hace lo suyo, así distraeremos a la policía con asaltos menores; después nos encontramos en esta esquina.

Éramos cuatro amigos que habíamos crecido en el mismo barrio, mirando a las mismas mujeres, rodeados por los límites insobornables de la ciudad. Bajo ese cielo que, como una cárcel, nos aplastaba sobre el pavimento y parecía querer meternos la cabeza en el agua hasta ahogarnos. El peso y la sombra de los dirigibles nos abrumaba.

—Éste es el futuro que imaginábamos —escuché decir a mi madre una vez.

Ella era así, resignada y apocalíptica. Demasiado áspera en sus conclusiones. Y pensando en mi madre regresé a casa y fui a mi cuarto a preparar las cosas. Mamá me miraba desde la cocina. Puse el revólver sujeto al cinto, ese día no iba aburrirme caminando por las calles hasta el hartazgo.

—Nos vemos por la noche —me despedí, sin mirarla. No me contestó, o tal vez sí. El ruido de las máquinas allá arriba era un zumbido que nos había vuelto casi sordos.


—¿Creen que vamos a morir ahogados? —les pregunté a mis amigos al reunirnos en la plaza.

Nos sentamos en el muro para mirar la ciudad que se iba hundiendo de a poco, los árboles y los monumentos carcomidos por los ácidos cloacales, y las ruinas del viejo asilo asomándose como mástiles de un barco hundido. El cielo siempre oscuro nos dio la respuesta.

—Se van, nos abandonan. Eso es lo que tu padre no quiere entender, y tu vieja sabe demasiado bien —me dijo un amigo.

No le contesté, no le hablé del miedo que tenía del momento en que las naves se agotaran, y el único sonido perceptible fuese el rumor del agua brotando a borbotones desde las entrañas de la ciudad.

Después nos separamos y corrí hasta el depósito de víveres. El dueño había puesto las latas en los estantes más altos, casi tocando el techo. Bolsas de harina y hormas de jamones colgaban de los ganchos. Tomé mi pistola y le apunté.

—¡No dispare! —me rogó el dueño.

—¡La plata o te mato!

El tipo abrió la caja con una lentitud exasperante, y se resignó a entregarme los escasos y humedecidos billetes. Luego huí corriendo, mientras escuchaba las sirenas de los patrulleros que levantaban olas sobre las aceras y las fachadas de las casas. Me encontré con los demás en la esquina. La sombra de los dirigibles seguía pasando, era fría y húmeda, y sentí un escozor en la piel mientras pensaba en el plano ya borrado sobre la pared.

Entonces uno de mis amigos se metió entre dos muros, donde habitualmente arrojaban basura y perros muertos. Sacó la chapa que cubría la entrada y salió un vaho nauseabundo a cadáveres. Lo vimos desaparecer por un minuto, y tapamos la abertura con nuestros cuerpos. Después salió con la carabina envuelta en su estuche de cuero. Formamos un círculo, prendimos cigarrillos uno tras otro para ocultar nuestros rostros con el humo, hicimos ruido con botellas rotas y algunos gritos que distrajeron la atención de los que pasaban. Sólo un patrullero cruzó la avenida, ese arroyo ancho que los autos transitaban como botes, pero iba directo hacia uno de los negocios asaltados.

Mi amigo sacó el arma, dejó caer el envoltorio que arrastró luego la corriente. Preparó el percutor, unas balas cayeron con un chapoteo en el agua. Luego alzó la carabina y la apoyó en su hombro. El humo de los cigarrillos ocultó como una niebla el cañón del arma. Pero de pronto vi alzarse el angosto y largo cañón de la carabina con la mira circular en el extremo, proyectándose hacia el cielo, directo a los dirigibles.

—Yo me encargo —dije, sin pensarlo siquiera, seguro de mi puntería de ex-soldado, de la sangre fría que me habían enseñado durante la instrucción militar. Los demás me miraron desconfiados.

—Yo me encargo —repetí, pensando en mi viejo en alguna parte de esas calles, haciendo una larga fila por salvar su vida y la nuestra. Siempre sin concesiones en su honradez, orgulloso y severo como un centauro.

Apreté el gatillo. Tal vez mis dedos tuviesen un pequeño cerebro y un alma propia que de pronto sintieron miedo. Porque nunca recordé el momento exacto de la decisión, el reflexivo pensamiento que supuse siempre uno debía tener al matar. El cielo pareció estallar de pronto, caer como caería un pedazo del sol, de ser posible. El agua de las calles se cubrió de trozos de tela quemada, de hierros que seguían cayendo cuando por fin levanté los ojos. Dos aparatos estaban muriendo, desinflándose entre llamas, oblicuamente e inclinándose cada vez más hacia la vertical, hasta tocar el suelo de la ciudad más allá de donde estábamos. Primero uno, después el otro se derrumbaron con un ruido ensordecedor que se unió a los gritos y las sirenas.

Mi amigos me miraron, más bien nuestros ojos se cruzaron mientras me agarraban del brazo para hacerme huir. Yo estaba vivo, me dije, los míos estaban vivos también. Me escondí en una calle cortada y me agaché para lavarme las manos en el agua, la misma que ocultaba otros crímenes o simples muertes de hombres abandonados. Como mi padre, parado en la fila a muchas cuadras, rogando por un pasaje hacia el futuro.

El agua tenía el olor de los cuerpos quemados que habían caído. La policía y los médicos asistían al desastre, que mis amigos y yo presenciábamos desde muy de lejos, casi sin verlo en realidad, salvo las columnas de humo, las luces rojas confundidas con las llamas, y los restos muertos de los dirigibles que yacían clavados en las calles, sobre las casas aplastadas. Las mangueras de los bomberos estaban casi secas, las fuentes de agua a presión habían sido descomprimidas luego de la inundación. La gente corría, vimos a varios de los pasajeros todavía vivos pasar con la ropa y la cara chamuscada.


Ilustración: Aradano

Pero yo tenía el dinero en mis manos para comprar los boletos para mi familia. Fue lo único que pensé en ese momento. Regresé a casa y encontré a mamá asomada a la ventana, contemplando la gran semiesfera de los dos aparatos caídos.

—¡Prepará las valijas! —le dije—. Tengo la plata, nos vamos mañana.

No esperé respuesta. Salí corriendo en busca de papá. Lo encontré sentado en la vereda, con los párpados cerrados. La gente, que sin salir de su lugar en la fila, miraba extasiada hacia la zona del desastre, volvió la atención a nosotros y me hicieron callar.

—Está muy cansado.Tu mamá vino hoy a molestarlo con no sé qué tontería.

No les presté atención, y lo sacudí de los hombros.

—¡Papá, papá! Tengo el dinero —le murmuré al oído—. Tengo la plata para los boletos. Vamos...

Lo ayudé a levantarse. No sé si comprendió, parecía dormido y con los ojos llorosos. Lo saqué de allí. Todos nos miraban.

—Perderá el lugar... —decía la gente.

Lo agarré de un brazo y caminamos hacia la boletería. Yo tenía la necesidad de mostrarles mi dinero y pagarles el triple o diez veces el valor del pasaje si era necesario. Pero papá se detuvo de repente y me preguntó qué sucedía. Le mostré mi billetera.

—¿De dónde lo sacaste?

—No importa. ¿No te das cuenta de que ya no somos perdedores? No vamos a quedarnos en esta ciudad para morir.

—¿Pero de dónde lo sacaste? —insistió.

—¡Basta, viejo!

—Si no querés decirme, no importa.

Mirando por un segundo el cielo, como si quisiese comprobar que los dirigibles no habían desaparecido, volvió nuevamente a la fila. Pasó de largo su lugar; la gente lo llamaba, pero él quiso comenzar desde el último puesto una vez más.

—No, no. Salí de mi sitio y perdí el derecho. No quiero privilegios.

—Por Dios, papá... —Le apreté la muñeca, muy fuerte, y me miró con dolor en los ojos. Me di cuenta de que mis manos temblaban, y sentí en mis dedos el calor de la carabina. Tenía las palmas negras y quemadas. Aflojé un poco, sin soltarlo, mientras lo obligaba a acompañarme.

Caminamos lentamente a través de las calles, hundiendo las botas en el agua sucia. En el fondo, me pareció ver, por un momento, pedazos de cuerpos que se dispersaban a mi paso, mientras las pequeñas olas golpeaban las paredes de las casas. Llegamos a las murallas de la ciudad y nos sentamos sobre el borde. Desde allí podía ver mejor los esqueletos de los dirigibles muertos. Se alzaban como dos grandes edificios a medio construir, abandonados mucho tiempo antes. Y por las decenas de arroyos que ocupaban las calles, alrededor de los muros caídos, estaban los que debían haber estado ya lejos, en regiones seguras más allá del alto cielo, si no hubiese sido por mis manos.

Mi padre se veía desconsolado, abatido por esa vejez obstinada y particular. Esa bella testarudez de las almas limpias e inmaculadas. Débil como estaba, pasó su brazo sobre mi espalda, y comenzó a hablarme del futuro.

Me señaló el cementerio con sus cruces y lápidas bajo el agua. El mar a lo lejos, siempre creciendo hasta inundar los túneles, y que tarde o temprano también desbordaría las murallas. Me señaló el vuelo inconmovible de los dirigibles que continuaban pasando por encima de nuestras cabezas, ignorándonos. El tránsito sin fin de las antiguas máquinas.

—¿Creés que encontrarán algo, que allá no se matarán? —me preguntó.

Entonces lo miré. Siempre supo en lo que yo había convertido mi vida, pero esta vez en sus ojos estaban las caras de los que había visto pasar, ciegos y en silencio. Y deseé, con desesperación, como si así salvara mi alma, como si de esa forma él me rescatara del fondo del agua, que mi padre levantase su mano contra mí por primera y única vez.

Pero se limitó a decir, con su dulce voz de anciano en su cara de piedra:

—Tu mamá vino a verme a la fila, asustada, porque vio que te llevabas el revólver de casa. Después oí las sirenas, el desastre. Y me senté a esperarte.

Fue en ese momento cuando decidí quedarme. Abandonarme, en realidad, a la crueldad del clima y al hundimiento de la ciudad. Agarré la mano de mi padre, y me puse a llorar con la cabeza sobre sus piernas.



Ricardo Curci nació en 1968 en Morón, provincia de Buenos Aires, Argentina. En 1997 se recibió de médico. Ha publicado dos libros de cuentos, Los Casas en 2004, y Los seres intermedios en 2007. Ganó el primer premio de la Fundación Ciudad de Arena de literatura fantástica de Buenos Aires, con un jurado compuesto por Pablo de Santis, Patricia Suárez y Carlos Gardini por el relato El desprendimiento. Mereció el primer premio en poesía por la serie de poemas Ciencia en el concurso organizado por la conmemoración del 150 Aniversario de Esperanza, Santa Fe, en 2006. El cuento El mar fue elegido para la Antología de Narradores de Morón en 2006. Su relato El rostro de los monos fue seleccionado para su publicación por la Casa de las Américas en 2008. Ganó el premio Avalon de Relato Fantástico en 2008 por Los campos ingleses.


Este cuento se vincula temáticamente con "RÍO CHICO", de Héctor Otero (179) y "GUANTES BLANCOS", de Guido Eekhaut (177)


Axxón 188 - agosto de 2008
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico : Fantasiía : Inundación : Fin del mundo : Argentina : Argentino).