LA PLAYA

Ricardo Curci

Argentina

Era invierno. El sol entibiaba la brisa que llegaba del mar. Cristian había cumplido la mitad de su recorrido y a esa hora, las cinco de la tarde, los chicos de la escuela eran mayoría en el colectivo. El bullicio de sus voces le daba a la tarde una acariciadora y tenue placidez.

La costanera dejaba ver en cada esquina la salida a la playa, solitaria en esa época del año. Las aguas frías únicamente eran toleradas por los pescadores y los turistas de fin de semana.

—Hasta mañana —les dijo, y los niños bajaron.

Pero esta vez él no arrancó. Su pie derecho seguía pisando el acelerador, sin haber hecho el cambio, y el colectivo parecía bufar como un buey. Los pasajeros comenzaron a mirar alrededor, donde sólo había arena volando con el viento, libélulas y moscas entre los arbustos.

Cristian miraba atento hacia la playa. Sus cejas se fruncieron y se levantó abruptamente, tan rápido como si su alma estuviese en peligro.

Lo vieron bajar del vehículo, gritando:

—¡Un ahogado!

Todos se asomaron por las ventanillas. Cristian corrió hasta la playa. Un hombre jugaba con un perro al que llamaba Max. Al llegar donde había visto el cuerpo, no pudo hallarlo. Caminó varios metros con las manos en la frente para cubrirse del sol.

Lo había visto, estaba casi seguro. Siempre se jactaba ante sus compañeros de haber obtenido el mejor puntaje de visión en los exámenes. Por eso le había sido fácil descubrir el cuerpo sacudido por las pequeñas olas de la orilla.

La gente lo estaba llamando desde el colectivo.

—¡Ya voy! —gritó.

Sin saber dónde buscar, decidió volver. Tal vez el mar se lo había llevado en algún momento de su corrida desde la calle, aunque estaba seguro de no haberlo perdido de vista.

—Me equivoqué —les dijo a los pasajeros—. Creo que era un montón de ramas secas.

Al llegar a la terminal, entró al galpón para entregar la recaudación. Saludó y se fue caminando a casa. Eran casi las nueve de la noche. Probablemente Roxana ya se había acostado, sin olvidar de dejarle la comida caliente en el horno. Ella se levantaba muy temprano para ir a la escuela. El nuevo puesto de maestra la tenía entusiasmada.

"Todo iba tan bien", pensaba Cristian, caminando bajo las luces de mercurio. Pateaba de vez en cuando los montoncitos de arena acumulada en las veredas de los baldíos.

—Y ahora esto —murmuró en voz baja.

Buscó la carta en el bolsillo del jean.

Hacía frío, el chaleco de la empresa no le abrigaba lo suficiente, y sintió temblar sus manos al sacarlas de los bolsillos. Pero la carta lo llamaba. Era una molestia rozándole el muslo, haciéndole cosquillas.

Volvió a leerla, como lo había hecho esa mañana al salir del correo.

Fijó la vista sobre el papel blanco con logos y tipografía de máquina eléctrica, tan seria y formal, tan gubernamental, que le daba una irremediable certeza al contenido. Nada decía en concreto, al fin de cuentas, sólo postulaba conjeturas y la muy remota posibilidad de hallar a sus padres.

Cuando llegó a casa, se puso a comer, mirando distraído la televisión. Eran casi las diez y media. Roxi debía estar dormida. Fue al cuarto y se desvistió. La carta se cayó del pantalón y, al querer levantarla, golpeó una pata de la cama con un pie. Su mujer, al despertar, lo vio con el papel en la mano.

—¿Qué es eso? —preguntó, con los ojos medio cerrados.

—Carta de la Comisión.

Se metió entre las sábanas, apoyó la almohada sobre el respaldo de la cama y comenzó a releerla como si hallase una palabra nueva cada vez, una frase que antes no estaba allí. Ella seguía mirándolo, en silencio.

—Encontraron una fosa común en Madariaga, Roxi. Dicen que a lo mejor allí están los cuerpos de mis viejos.

Roxana lo agarró del brazo, apretándose a él, y siguió callada. Lo conocía bien. Una sola palabra de más habría sido suficiente para destruir aquella armonía casi perfecta que él había logrado durante todo el día, y hacerlo llorar.

—Apagá la luz —le dijo solamente.

Cristian dejó la carta sobre la mesita del velador.

Al mediodía, los empleados del banco poblaron las calles camino a los restaurantes o pizzerías. La gente, al subir al colectivo, saludaba a Cristian como a un viejo y entrañable conocido.

—¿Qué tal el ahogado? —le preguntaron, y él decidió reír también. Pero cuando estaban acercándose al mismo lugar y miró hacia los pinos que separaban el bosque de la playa, le pareció ver entre los troncos otro cuerpo arrojado por las olas a la arena húmeda. Sintió que se sonrojaba, que el corazón le latía más rápido, y se dijo que era una estupidez comportarse así.

Ya estaba muy cerca de la siguiente bajada cuando vio el cuerpo con claridad. Era una mujer rubia, el cabello largo pegado a los hombros por el agua. Su cuerpo se sacudía con el vaivén de las olas que morían en la costa.

Se detuvo sin decir nada, simulando un desperfecto. Levantó la tapa del motor y demoró algunos minutos por si los pasajeros se daban cuenta, pero ellos conversaban tranquilamente sin mirar hacia la playa.

Otro error, pensó. Subió al colectivo y continuó el recorrido.

Esa noche, sin embargo, mientras miraba a Roxana ponerse el camisón y acostarse, recordó de pronto a la mujer de la playa. No habría sabido decir qué lo impulsó a dejar la cama en medio de la noche y salir sin dar explicaciones. Ni siquiera le hizo caso a su mujer, que lo llamó dos, tres veces, para luego darse por vencida.

El cielo había comenzado a nublarse esa tarde, y ahora era una noche sin luna ni estrellas. La playa lucía como un páramo oscuro. Sólo tenía una linterna pequeña, con la que apenas alcanzaba a distinguir la espuma de las olas. Se sacó los zapatos, el contacto con la arena lo hacía sentirse un poco más seguro.

¿Qué espero descubrir?, se preguntó, y se recriminó la forma en que había dejado a Roxana.

Tropezó con algo. Eran ropas viejas, sueltas, y se puso a revisarlas. Al lado vio una larga cabellera negra. El cuerpo de la mujer debía estar a escasos centímetros, pero después de buscar inútilmente por dos horas la batería se había agotado y tuvo que regresar a casa.


Al día siguiente, vio el cuerpo de un niño tendido en la arena y golpeado por las olas. Tenía la piel desgarrada, quizá por la sal y los peces.

Cristian detuvo el colectivo, vacío; deliberadamente había ignorado a la gente en las paradas. Sabía que ese día iba a encontrar algo, y no quería obstáculos esta vez. Ya no había sol esa tarde, sólo una espesa masa de nubes cubriendo el mar gris.

Corrió hacia la playa. Estaba a cinco metros, a un metro, luego a escasos veinte centímetros, y el cadáver del niño desapareció. Literalmente, se esfumó frente a sus ojos. El resto del mundo allí seguía en pie, el mar y la arena, el cielo lluvioso, el frío, los árboles y su colectivo aún aguardándolo con el motor encendido. Entonces se puso de cuclillas y comenzó a arrojar puñados de arena hacia el agua.


—Me estoy volviendo loco —les dijo a sus amigos en el bar en que se reunían los viernes a la noche.

Todos se rieron, y se dio cuenta de que ninguno lo había tomado en serio. Roxana entró a buscarlo y se fueron juntos. Caminaron del brazo y ella le entregó otra carta.

—La tengo desde esta mañana, pero no quise que te preocuparas en el trabajo.

Cristian la abrió, apoyado en un semáforo.

—Otra puta citación para el tribunal. —Y la arrojó a la calle—. ¿Sabés que hoy vi a un chico ahogado en la playa? Desapareció de repente, ni siquiera alcancé a tocarlo. Me quedé llorando como un estúpido.

Roxana lo miró asustada.

—¿Estás seguro de que no querés ver al doctor de la obra social? —le preguntó.

Cristian se rehusó a mirarla o a responderle.


Lo castigaron con una semana de suspensión. Sabía que no podía permitirse arriesgar su trabajo, pero se dio cuenta que ya no le importaba demasiado.

Se levantó tarde, y sin desayunar se fue a la playa después de ver a Roxana salir hacia la escuela.

—¿Qué tal, Cristian? —lo saludaron los hombres que venían del muelle con baldes llenos de pescados.

Esos peces muertos se parecían a sus visiones. Así las llamó, ilusiones de un hombre que estaba pasando por una crisis. No es tanto, pensaba, para alguien cuyos padres habían sido secuestrados y desaparecidos cuando él tenía doce años.

Podía permitirse ese gesto, esos arrebatos algunas veces. Como cuando una noche se enfrentó a un policía a la salida de un baile y casi se había hecho matar. Pero ahora eran visones, y a nadie lastimaban más que a él.

La playa estaba vacía. El cielo y el agua estaban grises, confundidos en el horizonte. Algunas gaviotas planeaban sobre la superficie del mar, otras descendían a la playa y revoloteaban sobre unos bultos en la arena. Y vio que eran los cuerpos de dos hombres y una niña. El cadáver pequeño se balanceaba con las olas de la orilla, hasta que finalmente se detenía por el peso del agua en la ropa. Los tres llevaban telas antiguas, elegantes, a pesar de estar sucias y rasgadas. No se acercó a verlos mejor, temía que desaparecieran. Esperó varias horas, pero los cuerpos permanecieron allí.


Ilustración: Valeria Uccelli

A las dos de la tarde los cadáveres de una pareja de ancianos aparecieron entre las olas. Rodaron a merced de la marea una y otra vez, hasta que se quedaron quietos.

Las nubes continuaban su lento peregrinaje desde el sudoeste.

Al caer la tarde, una mujer vieja se sumó al grupo. Los brazos parecían moverse, pesados por las anchas mangas de un vestido de encajes delicados y ahora rotos. Luego, quedó boca abajo, con los brazos doblados junto a la cabeza.

Cristian no los tocó. Se dio vuelta y salió de la playa, dejando que la oscuridad los cubriera.

En casa soportó la recriminación y el llanto de su esposa. Pero él solamente podía pensar en sus muertos abandonados sobre la arena.

Dos días después, su mujer le trajo otra carta.

—La semana que viene tenés que ir la Capital —le dijo con sequedad—. Parece que tienen los resultados de la identificación dental.

Cristian se acercó a Roxana y le habló al oído con una voz que logró desarmar su enojo.

—Tengo miedo, Roxi. ¿Y si no son ellos?

Durante toda la semana regresó a la playa. Los cadáveres del día anterior siempre desaparecían. El mar los traía al bajar la marea y se los volvía a llevar por la noche. Vio, arrojados en la arena, cuerpos de náufragos, de mujeres suicidas, de ancianos con marcas en las caras. Niños robados por el agua. Deformes.

Cuerpos muy viejos, como si el mar estuviese contabilizando los muertos de todos los siglos y esa playa fuese el registro final. La playa de Cristian parecía un baile de disfraces, un gran salón donde los muertos bailaban sobre la arena y la espuma.

Y el domingo anterior al lunes en que debía viajar a Buenos Aires, los cadáveres no desaparecieron como era su costumbre. Allí seguían en la tarde, y Cristian estaba seguro que esta vez iba a tocarlos. Si su vista, siempre tan certera, había sido engañada, no permitiría que sucediera lo mismo con su tacto.

Los pulpejos de sus dedos eran los únicos capaces de distinguir la verdad, la más sensible arma de verosimilitud. Se fue acercando a pasos indecisos, hasta que estuvo a una distancia no mayor que el largo de sus brazos.

Los tocó.

Un escalofrío le recorrió la espalda al palpar las ropas mojadas, la piel helada. Apartó los cabellos de los rostros morados. Levantó los cuerpos para separarlos unos de otros, alineándolos, arreglando sus ropas, el pelo, y cubrió a los que estaban desnudos. Cerró los párpados de los que habían muerto mirando la cara del agua. La lluvia caía ahora sobre todos ellos, suavemente, considerada, piadosa.

Cristian volvió a la casa y tomó una pala. De regreso en la playa, se apoyó en el mango y se puso a mirar el mar. Esperando, como un sepulturero que aguarda su trabajo.



Ricardo Curci nació en 1968 en Morón, provincia de Buenos Aires, Argentina. En 1997 se recibió de médico. Ha publicado dos libros de cuentos, Los Casas en 2004, y Los seres intermedios en 2007. Ganó el primer premio de la Fundación Ciudad de Arena de literatura fantástica de Buenos Aires, con un jurado compuesto por Pablo de Santis, Patricia Suárez y Carlos Gardini por el relato El desprendimiento. Mereció el primer premio en poesía por la serie de poemas Ciencia en el concurso organizado por la conmemoración del 150 Aniversario de Esperanza, Santa Fe, en 2006. El cuento El mar fue elegido para la Antología de Narradores de Morón en 2006. Su relato El rostro de los monos fue seleccionado para su publicación por la Casa de las Américas en 2008. Ganó el premio Avalon de Relato Fantástico en 2008 por Los campos ingleses.


Este cuento se vincula temáticamente con "PERSONALIDADES II: AUTÓMATA DE BUENOS AIRES", de Gonzalo Santos (185) y "EL MITO DE LA CAVERNA", de Felicidad Martínez Herreros (159)


Axxón 189 - septiembre de 2008
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico : Fantasia : Percepciones extrañas : Realidades alternativas : Estados alterados de la mente : Argentina : Argentino).