EL VIAJE DEL CAPITÁN FERNANDO GARCÍA GONZÁLEZ

Esteban M. Knöbl

Argentina

Con permiso del Flaco, a cuyos ojos este cuento no llegará, probablemente, nunca.

Dedicado a Paulis, en el aniversario de su nacimiento número veinticuatro.


Su anillo lo inmuniza contra el peligro,

pero no lo protege de la tristeza.

Surcando la galaxia del Hombre,

ahí va el Capitán Beto, el errante.


Luis Alberto Spinetta


La nave avanzaba despacio por la inmensidad desconocida. Se trataba de una pequeña nave de fibra, de fabricación porteña, con modesto espacio para algo más que las verificaciones de rutina en todos los sistemas y la contemplación de las estrellas: una cabina pequeña contenía los mandos y la terminal a la computadora principal, un sillón anatómico para el piloto y algo de espacio para poner unos malvones y un banderín de River. No más. Detrás de la cabina, sí, una habitación baja donde el capitán podía descansar en una cucheta confortable. No más.

Las bitácoras eran una rutina necesaria. El capitán sabía que algún día, probablemente muchos años después de su muerte, alguien encontraría sus registros y podría resolver el misterio de su viaje. Y así narraba día tras día todas las novedades de su periplo: sus avances en la exploración del espacio, los desperfectos técnicos de su nave, sus mediciones e impresiones acerca de tal o cual cuerpo celeste, la evolución de la vida vegetal en su cabina —amaba sus malvones—, los resultados de su última partida de ajedrez contra la computadora, sus opiniones sobre la política económica del último gobierno (el último que él había conocido), los recuerdos de su niñez en Haedo. El capitán lo registraba casi todo.


– Bitácora del capitán. Fecha: quince de marzo del dos mil cincuenta y tres. Hoy se cumplen quince años desde que partí en mi nave desde la Estación Espacial Internacional. La misión, extrañamente redactada a la medida de mi circunstancia, continúa con notables progresos. La cartografía del cuadrante B299C está casi terminada, y los datos han sido prolijamente registrados en la computadora. No había, lamento decirlo, planetas habitables, ni signos de vida inteligente. Los detalles cartográficos están a disposición de la comunidad científica para su revisión.


Quince años hacía ya que viajaba. Apenas si recordaba el gusto del café, bien negro, como él lo tomaba con los muchachos en la terminal del 60. Pero se sostenía en un fuerte sentimiento de importancia, como quien se siente parte de grandes acontecimientos, y debido a ello nunca desesperaba, ni aún cuando perdió contacto con la Tierra. Sabía que su nombre permanecería por siempre en los libros, y su progenie celebraría su hazaña.

Cuando concluía las revisiones de rutina en la cabina, el capitán dedicaba tres horas diarias al estudio de las estrellas a través de los sensores y telescopios de abordo. Gracias a ellas y a sus instrumentos podía trazar el curso preciso de su andar, y aún cuando no tuviera control de los motores (se habían extinguido hacía tres años por falta de combustible) podía saber la dirección exacta que su pequeña nave seguiría a través de la galaxia.

Luego de observar la inmensidad del espacio y calcular su destino, el capitán se retiraba a sus habitaciones y leía unos cuentos mientras se cebaba unos amargos, recostado en su cucheta. Pasaba unas dos horas releyendo a Dolina y Fontanarrosa, y se dejaba llenar de imágenes y olores rioplatenses. Ahí silbaba un tango, bajito. Y se dormía.


– Bitácora del capitán. Fecha: veinticuatro de marzo del dos mil cincuenta y tres. Los instrumentos muestran una distorsión menor que me impide determinar la fecha exacta del arribo al sistema MOM. No obstante el margen de error, estimo entrar en el campo de influencia de la estrella en aproximadamente cinco meses. La cartografía del cuadrante B299C está terminada y almacenada. En estos cinco meses restantes espero poder avanzar en mis conclusiones sobre los efectos de espacio profundo en los malvones, e incluso aspiro a terminar la partida de ajedrez que mantengo con la computadora desde hace ya veinticinco semanas.


El capitán tenía un anillo extraño. Creía contra toda posibilidad que ese anillo le ayudaba a continuar con su misión, ahuyentado los peligros. Y así lo llevaba siempre encima, y a veces pasaba un rato mirándolo y frotándolo con suavidad. Y ahí se perdía, preguntándose por las personas en la Tierra y creyendo que de seguir mucho más hacia el centro de la galaxia acabaría por encontrar el cielo. O no. A veces se permitía gambetear a la razón.

Despertaba, pues, de su siesta, renovado. Una lavada de cara lo devolvía a la seriedad de los indicadores que en el panel indicaban alguna novedad en el rumbo, o tal vez una avería. Realizaba una nueva revisión —más corta— de los sistemas, y se sentaba frente a la terminal de la computadora para pensar su próxima jugada: estaba desde hacía meses indeciso, y no sabía si mover la reina e intentar un jaque, o presionar con el alfil para atrapar al rey entre sus propios soldados. No era, de todas maneras, un gran jugador de ajedrez. Pero sí era verdad que nunca había durado tanto tiempo en una partida, y por ello pensaba con detenimiento cada movimiento.

Así esperaba la hora de comer. Una comida por día era suficiente (tenía que serlo), y alrededor de las veinte horas se preparaba unas raciones insípidas que lo mantenían con energías. Las comía con mate amargo, porque sospechaba que las pocas calorías y nutrientes que el mate le aportaba contribuían a mantenerlo lúcido. Afortunadamente había cargado la breve bahía de cargamento con toda la yerba que pudo, y tras comenzar a reutilizarla (la ponía a secar cerca de la salida de la calefacción) había logrado aprovecharla al máximo.


– Bitácora del capitán. Fecha: dos de abril del dos mil cincuenta y tres. Mis cálculos fueron certeros y hoy pasé muy cerca, más exactamente a treinta y tres kilómetros por encima de un asteroide gigante y desconocido. Calculo su tamaño en más de 300 kilómetros de largo, y al menos la mitad de eso en alto, pero carezco de instrumentos para hacer una medición exacta. Lo denominé A732i, de acuerdo a la nomenclatura estándar para estos casos, pero cariñosamente lo llamé Zorzal. Su andar paciente y aparentemente imperturbable me inspiró sobremanera; su estela, de un azul brillante, me recordó unos lagos patagónicos a cierta hora de la tarde. Su inmensidad me devolvió cierta humildad que creo haber perdido después de sólo mirar fuegos lejanos durante tanto tiempo, puntos diminutos en un llano imperceptiblemente infinito. Saqué unas fotos extraordinarias, y por supuesto están almacenadas en la computadora para revisión de la comunidad científica.


Luego de su comida diaria se dedicaba al estudio. El capitán estaba positivamente seguro de que su memoria, que fallaba con frecuencia, tendía a perder datos; a veces irrelevantes, otras veces vitales. Por eso se atrincheraba en manuales y libros de texto que le ayudaban a repasar sus conocimientos sobre el espacio y su nave, e incluso los ampliaba (si acaso ya había olvidado alguna cosa). Cuatro horas de estudio intenso lo ayudaban a combatir el olvido, y ésa era una de sus tantas maneras de resistir a la muerte.

El día —la noche permanente— terminaba alrededor de las veinticuatro horas. El capitán dejaba su dispositivo de lectura en la base, para su recarga pertinente, y hacía algunas notas rápidas en su libreta. A veces dedicaba al menos una hora más a escribir sus reflexiones, y anotaba al menos uno o dos poemas por semana. Finalmente bajaba la luz en su cucheta y se acomodaba para dormir cinco, seis horas, hasta una nueva jornada.


La nave avanzaba despacio por la inmensidad desconocida, aproximándose en silencio a la periferia del sistema solar MOM. Alrededor de su estrella (ligeramente mayor al sol de nuestro propio sistema solar) giraban siete planetas sin vida, algunos cubiertos de nubes densas e inexpugnables, otros visiblemente secos y desiertos; siete mundos inexplorados. La pequeña nave de fibra entraba en territorio virgen, su único par de ojos resguardados con una mano por la intensa luz que escapaba desde la estrella y hacia las profundidades, sus motores extintos pero firmes en su última voluntad de arrojar a la humanidad lejos en la galaxia. Y el capitán, otra vez invadido por una intensa humildad, anotaba y registraba, observaba con dificultad a través de la ventana insuficientemente polarizada y revisaba la computadora, siempre con la serenidad que le brindaba la fecha y hora exacta de su muerte, con una mezcla de tristeza y extraña nobleza conviviendo en su corazón y brotando de sus ojos y sonrisa.



Ilustración: Aradano

– Bitácora del capitán. Fecha: ocho de septiembre del dos mil cincuenta y tres. Estimo la desintegración de mi nave en una semana a partir de hoy. No obstante, los sistemas comenzarán a fallar unos días antes debido a las altas temperaturas, tal vez el viernes doce. La temperatura ambiente ya es suficientemente elevada para mi comodidad, por lo que en breve entraré en un profundo sueño inducido. He recolectado cuantos datos he podido, y han sido almacenados en la computadora para su posterior revisión. La memoria de almacenaje ha sido retirada de acuerdo a los procedimientos y dispuesta en el pequeño módulo de exploración. Estas bitácoras serán extraídas de mi grabador ni bien concluidas, y junto a la memoria de almacenaje serán expulsadas en el módulo con dirección a la Tierra. Confío en que las modificaciones hechas al módulo bastarán para sostener la dirección mientras dure el combustible, y luego el espacio hará el resto. Tengo fe en que alguien lo encontrará y sabrá valorar su contenido. Huelga decir que mi viaje no podrá ser considerado vano; y si acaso no llegara a ojos de la ciencia todo lo que aquí se ha visto, me queda saber que ha sido, en lo personal, una experiencia trascendente, y como trascendente, también solitaria. Me voy con la certeza de que estamos solos en el universo.


Del lateral derecho del casco se desprendió una uña plateada, de un metro y medio de largo, impulsada por dos propulsores pequeños que la alinearon en dirección a unas coordenadas establecidas. El capitán observaba, sus ojos al resguardo por la intensidad de la luz, como el pequeño módulo se desprendía e iniciaba sus motores. Segundos después, la uña plateada ponía distancia de la pequeña nave de fibra, suavemente, y con una explosión entraba en el hiperespacio. El hombre la vio desaparecer entre un par de estrellas brillantes, de las últimas que la luz le permitían contemplar. Luego se retiró de la cabina y encendió su dispositivo de lectura. Releyó algún cuento de Dolina, y hasta cantó bajito uno de Manzi. Luego se durmió para siempre.



Esteban Knöbl es del barrio de Banfield, en el Gran Buenos Aires, Argentina. Se lleva a las trompadas con la escritura desde chico, pero dicen que progresa. Escribe cuentos y poemas, y unos pocos de sus versos han sido publicados en distintas antologías. El género fantástico y la ficción científica son sus preferidos a la hora de sentarse a leer, y también a la hora de ponerse a escribir. Nació un 11 de octubre del año 1982, cursó estudios en Psicología y en Sistemas Informáticos, y le entusiasma viajar con su mate por las rutas de su país.


Este cuento se vincula temáticamente con SI MARTE FALLA, de Fernando José: Cots Liébanes (177) y NADA QUE DECLARAR, de Anabel Enríquez Piñeiro (183)


Axxón 191 - noviembre de 2008
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia ficción : Viaje espacial : Nostalgia : Argentina : Argentino).