SOBRE DESAYUNOS Y ENTROPÍA

Ramiro Sanchiz

Uruguay

La habitación era austera y apenas iluminada. Una mesa de madera colocada no muy lejos de la cama serviría para sus propósitos, así que el hombre, decidido a quedarse, descorrió las cortinas del baño e inspeccionó la ducha y la pileta. Hizo correr el agua comprobando su presión y temperatura, luego abrió las puertas del placard y colgó su impermeable en una percha, el saco gris y gastado en la otra.

La cama era blanda y se hundía con su peso, desarticulándose en chirridos metálicos. Una manta verde con aspecto de polvorienta pero que, sin embargo —comprobó— estaba bastante limpia, sería su único abrigo. Las noches habrían de ser frías en esa época del año. Empotrado en una de las paredes encontró lo que parecía un sistema de calefacción, apagado. Quizá sea encendido a ciertas horas, concluyó, mientras tomaba su maletín y lo dejaba sobre la mesa.

No podía esperar. Las condiciones eran propicias. Podría haber encendido la Transmisión para chequear los últimos destellos de la red mundial de Agentes, pero hacerlo implicaría horas de búsqueda entre frecuencias abandonadas y no valía la pena perder tanto tiempo. Abrió el maletín. Era el momento que había esperado toda su vida; estaba en el lugar adecuado (que allí hubiesen levantado un hotel carecía de importancia, que al hotel lo rodease una ciudad de metal encorvado y hormigón era irrelevante), en la precisa época del año en que todo debía funcionar. Extrajo la cápsula con las esporas. Tomó también el recinto y el recipiente, combinándolos como había repasado tantas veces en los viejos libros de texto. Afuera podría desarrollarse una guerra, una revolución, un bombardeo terminal: él no apartaría la totalidad de su conciencia de los movimientos necesarios, calculados con precisión de relojero, repetidos en el aire hasta el cansancio.


Ilustración: Valeria Uccelli

Dejó correr agua de la canilla del baño y la recogió en una probeta. Una vez sentado ante la mesa, vertió el líquido en el recipiente hasta la medida adecuada y lo depositó luego en el recinto, cerrando con delicadeza los pequeños pestillos; introdujo entonces el medio sólido en el agua y, con la pequeña cuchara que identifica a los Agentes como si fuese su escudo de armas, soltó un montoncito de esporas que cayó hacia la superficie preparada para nutrirlas y darles sostén.

Ya estaba hecho. Ahora debía esperar.


Tras una noche sin sueños amaneció inquieto. Se vistió rápidamente y bajó a la recepción, donde le recomendaron que se dirigiese al comedor para el desayuno, orgullo del hotel gracias a la calidad del café y la frescura de los bizcochos. Le sirvieron un plato con tres medialunas y una taza de café, más un azucarero y una jarrita de porcelana llena de leche tibia. Comió y salió a la ciudad. Apenas la conocía, pero durante toda su vida había leído descripciones, tratados sobre su peculiar arquitectura, diarios de viaje de siglos pasados y modernas guías turísticas, coleccionando mapas y postales que mostraban la avenida central, el jardín botánico, el cementerio marino y el otrora imponente palacio de gobierno. La repentina realidad de aquellos lugares lo entristeció. No eran más que piedra gris, hierro y columnas. Tan sólo el jardín botánico llegó a interesarlo, pero los rótulos explicativos habían sido borroneados por el paso del tiempo y era evidente —aunque en ello, sentía, radicaba el verdadero interés del lugar— que ya nada crecía en aquel predio de la extensión de un barrio entero, con sus propias casas y calles y oficinas.

Pensó en pasar las horas de la tarde en el museo pero, a último momento, resolvió dejarlo para el día siguiente. Llegó al hotel a las ocho de la noche, tras una rápida cena en un bar de minutas. Se duchó y se tendió en la cama a mirar las esporas, las manos cruzadas sobre el pecho. Las veinticuatro horas posteriores a la siembra eran decisivas: si no había actividad alguna, la tarea habría fracasado y su vida perdería todo sentido: a su edad no podía permitirse esperar los treinta años necesarios para intentarlo nuevamente, las peregrinaciones, los viajes, la paciencia...

Se durmió, vencido por el cansancio del día. A las dos o tres de la mañana algo lo despertó. Saltó de la cama, encendió las luces y pegó los ojos al recipiente.

Las esporas habían germinado.


Esa noche tuvo un sueño, el primero en muchos años. Lo experimentó como si estuviese sentado inmóvil en un cine antiquísimo, donde un proyector destartalado atinaba apenas a generar en la pantalla una imagen circular, de bordes desenfocados, en la que unas manchas grises configuraban un desierto y, a lo lejos, la dureza de las montañas.


Al otro día salió a caminar, esta vez por la costanera, ante el dilatado río que bordeaba la ciudad por el sur. Las guerras del pasado habían enriquecido a la población ahora decadente, y en memoria de aquellas épocas de prosperidad se levantaban todavía las hermosas estatuas. Sin mayor interés contempló sus rasgos borroneados, las curvas gastadas de sus pechos y caderas. Del otro lado, la ciudad se movía como un bostezo eternizado: ríos de automóviles trazando una telaraña caótica, una analogía de ruido blanco, de mensajes abolidos y perdidos para siempre. Se entristeció. Sentado en un banco ante una de las estatuas (a la que le faltaba el brazo izquierdo), pensó en la vida que había abandonado tanto tiempo atrás, su mujer, sus hijos, sus amigos, y decidió que había sustituido una cáscara vacía por otra cáscara vacía. Sin embargo, la última aún podía depararle alguna sorpresa. Tras levantarse se encaminó al hotel. Dos ancianos conversaban en un banco, y escuchó que uno decía al otro:

—Ventomedio se hunde sin esperanzas.


Las esporas habían dado paso a un tallo de más o menos cuatro milímetros, con una ligera indicación de fascículos diversificados en el extremo inferior. El desarrollo parecía perfecto: probablemente las emisiones psi comenzasen a adquirir la intensidad necesaria para permitirle atisbar más detalles.

Se fue a dormir con alegría y hacia la mitad de la noche soñó. En el sueño caminaba por un desierto: la arena se había vuelto compacta y cristalina, como bajo el calor de cientos de explosiones nucleares. El sol aparecía alto en el cielo, cerca del cenit, y no había viento; sin embargo no sentía calor ni cansancio alguno, ni sed ni otra incomodidad; tan sólo caminaba, siguiendo una línea recta hacia las montañas remotas. Por momentos miraba el suelo, descubriendo pequeñas criaturas de múltiples patas que corrían entre sus pies; recogió a la más lenta y la estudió: sus patas eran metálicas y brillantes, su cabeza una pequeña esfera de color azul profundo. La depositó en el suelo y siguió adelante, la mirada fija en las montañas, una cordillera púrpura de picos intrincados en la que, a medida que se acercaba, empezaba a volverse visible una ciudad de extraña arquitectura reposando contra las laderas. Aquello resonó en su memoria. De alguna manera se supo capaz de recordar aquella ciudad. Sin embargo faltaba un detalle: él siempre había imaginado que habría en el desierto otros caminantes como él, otros peregrinos hacia las montañas. Y aunque no cejaba en su determinación, por momentos detenía la marcha y escrutaba el horizonte, no por mucho tiempo, apenas el suficiente para decidir, una vez más, que estaba solo.


A la mañana siguiente dejó sin terminar las medialunas. Estaban duras y resecas, como si las hubiesen horneado hacía siglos. Pensó en quejarse ante algún empleado, pero justo en ese momento no había nadie, apenas un hombre de edad madura, con barba de varios días y mal peinado, que también miraba con asco el platito de bizcochos no terminados. Sintió deseos de hablarle, un poco asombrado. No era su costumbre; había pasado meses enteros en tantas ciudades sin hablar con nadie, o, si la necesidad lo movía a hacerlo, sintiéndose siempre molesto e irritable. Pero sería su última ciudad. Pensó, tratando de justificar o racionalizar el impulso, que no estaría mal entablar una conversación. Estaba en Ventomedio, después de todo, ciudad de renombre legendario. Se levantó para acercarse a la mesa ocupada.

—¿Puedo sentarme? —dijo amablemente.

—Adelante, cómo no, sientesé, sientesé.

El hombre se limpió la boca con una servilleta arrugada y apuró el bocado con un trago de café. Luego volvió a limpiarse y sonrió, extendiéndole la mano.

—Ramírez, encantado.

Él dijo su nombre o uno de los tantos nombres que había usado en sus viajes. La mano del hombre era blanda y sudorosa.

—¿Qué lo trae por aquí, a este hotel? —le preguntó—; no parece un turista.

—Estoy en un viaje de negocios —mintió—, me quedaré un par de días más. ¿Y usted?

—Soy del interior. Vine a pasear por la ciudad y hacer compras. Lo hago todos los años, cuando la economía me lo permite. Pero creo que la próxima vez no pararé aquí. Estas medialunas están cada vez peor —rió—, y el hotel se está viniendo abajo. Mi pieza, por ejemplo... ¿usted no ha tenido problemas? Quiero decir, humedad, ruidos molestos, pasos en los pasillos a toda hora, gritos, cosas así...

Se encogió de hombros.

—No —contestó—, la verdad que no, pero tengo el sueño muy profundo. Por lo demás, el agua de las canillas tiene la temperatura adecuada... quería quejarme de este desayuno, pero dudo que valga la pena.

—Ah, no, a mí me van a oír —dijo, apurando la taza de café con leche—, por muchas razones. Antes de irme le voy a cantar unas cuantas verdades al gerente o quien sea que esté a cargo, ya va a ver usted...

Hablaron unos minutos más hasta que el hombre se excusó, levantándose y poniéndose un sombrero gris.

—Disculpe que me vaya tan rápido, pero tengo cosas que hacer. Si quiere puede pasarse por mi habitación, la número diecisiete, después de las seis de la tarde. Podemos conversar un poco más y tomar unas copitas. Tengo un licor de café que usted no puede dejar de probar...

Asintió sin ganas, apenas maravillado.


Pasó el resto de la tarde en el museo, admirando la famosa colección de expresionistas alemanes y pintores neofigurativos y muralistas de los ochenta. No entendía mucho de arte, pero conocía tres o cuatro pintores que le gustaban. Los desolados paisajes de DiSanti, los retratos de Bacon, las ilustraciones de Alasdair Gray eran capaces, todavía, de hablar a su imaginación. Pensó en comprar un catálogo y examinarlo con más atención en el hotel —casi nunca podía concentrarse de verdad en lugares públicos, llenos de gente—, pero no encontró la energía necesaria para tomar la decisión. Empezaba a aburrirse entre la gente que caminaba despacio, siguiendo los caminos prefijados por los guías del museo. Se sabía un extraño entre tantos turistas y un turista entre los habitantes de la ciudad; no había mucho para hacer. Miró el reloj: eran las cinco y veinte. Podía encaminarse al hotel y aceptar la invitación del hombre del comedor, quizá pasar una tarde entretenida escuchando sus historias. Luego, a las ocho u ocho y media, cenaría y subiría a su habitación a comprobar el desarrollo de las esporas, cuyas emisiones psi —esperaba con ansiedad— le depararían más detalles en su sueño, aunque todavía no los suficientes.

En el camino al hotel su pensamiento derivó hasta la Transmisión. Lo asustó un poco no recordar la última vez en que había logrado acceder; podía evocar apenas intentos fallidos y horas interminables moviendo los diales y hablando al micrófono en espera de alguna respuesta. Sin embargo estaba seguro de que alguna vez había funcionado. Es más: creía recordar una de las últimas ocasiones en que había logrado contactar un Agente, un japonés de ochenta años que le sugirió no perder más tiempo con la Transmisión. "Ya se han muerto los encargados de mantenimiento", le había dicho, "y sólo han de quedar cuatro o cinco Agentes perdidos por el mundo, y eso siendo optimistas. No es imposible que usted y yo seamos los últimos". Se aferró a ese recuerdo: una esquirla de realidad en sus manos. Sin embargo cayó en la duda casi de inmediato: tenía una imagen visual del japonés, una imposible imagen visual. ¿O era que el diálogo no se dio en la Transmisión sino en persona, en uno de sus viajes, quizá el que culminó con el hallazgo del recinto o el recipiente? El japonés estaba en su lecho de muerte, lo atendía una mujer de unos cincuenta años que jamás dijo una palabra. ¿Y antes de eso? Se asombró ante su imposibilidad de fechar con exactitud la última vez que la Transmisión le había funcionado.

Decidió intentarlo esa noche.


A las seis y cinco llamó a la puerta diecisiete. Ramírez le abrió. Estaba en mangas de camisa (blanca, un poco sucia, con los faldones asomando fuera del pantalón gris), despeinado y con aspecto de cansado. Sin embargo sus mejillas, barbilla y bigote lucían perfectamente afeitados.

—Ah, pase, qué bueno que vino —y le indicó un sillón donde estaba sentada una mujer de unos treinta y cinco años, las piernas cruzadas y fumando un cigarrillo—, ella es Clara, recién llegó. Estamos esperando también a Margarita, que no va a tardarse mucho, ¿verdad Clarita?

La mujer asintió. Su expresión era de calculada indiferencia. Sin embargo se levantó para saludarlo con un beso en la mejilla y le sonrió.

—¡Qué alto es tu amigo, Oscar! No es de acá, ¿verdad?

—No —respondió él, sentándose en una silla cercana al sillón—, soy del norte. Pero he vivido por todo el mundo.

—Sí —Clara se le acercó—, cuando lo vi me dio la impresión de una persona que ha viajado. Es cierto cansancio en los ojos, ¿sabe?, y a la vez un brillo, una energía. Yo siempre descubro mucho de las personas mirándolas a los ojos. Por algo siempre se ha dicho que son las ventanas del alma.

Ramírez se había sentado en el sillón, pasando un brazo por detrás de Clara e intentando acariciarla, mirándola mientras ella hablaba sin disimular su deseo.

Él empezó a sentirse incómodo. Clara estaba preguntándole por su signo astrológico, indiferente al manoseo en que se había empedernido Ramírez. Notó más ojitos de sudor brotándole en la frente. Apartó enseguida la mirada y la posó en Clara, en sus labios finos y pintados de púrpura.

—Pero Margarita está por llegar, ¿no? —preguntó Ramírez.

Clara no se molestó en responder.

—Sí, pero para mí usted tiene algo de Acuario, no me extrañaría que fuese su ascendente o que fuese el signo donde tiene usted su Luna. ¿Se ha hecho alguna vez una carta astral? Si no le molesta me encantaría hacerla, sólo tiene que decirme su fecha de nacimiento y el lugar donde nació. Quizá podamos sacar algo en limpio, ¿sabe? Usted parece una persona tan compleja, con tanta experiencia. Se le nota la tristeza del mundo. Digan lo que digan, sí hay un peligro en llegar a saber demasiado, ¿no lo cree?

Ramírez había posado sus manos sobre los pechos de Clara.

—Porque estoy segura de que quienes han atisbado algo del misterio, usted me entenderá, llegan a ver cosas que los marcan para siempre, ¿verdad? Y usted creo que tiene esa mirada, esa presencia. Me gustaría leerle la mano, ¿me lo permitiría?

Miró a Ramírez, que pasaba con los ojos cerrados su lengua por el cuello de la mujer.

—Eh, no... yo... me voy a retirar —atinó a decir, levantándose. Ramírez pareció despertar de un trance.

—¿Cómo que se va? ¡Pero si todavía no llegó Margarita! —dijo.

Clara también se levantó. Era un poco más alta que Ramírez, de silueta proporcionada y atractiva.

—Lo siento, olvidé algo, yo... lo dejaremos para otro día. Lamento irme así. En otra ocasión seguimos nuestro diálogo. Clara —y le estrechó la mano—, ha sido un placer. Ramírez...

Abrió la puerta. Se sentía incómodo y turbado. Salió al pasillo y se encaminó hacia la escalera.

—¡Pero no ha probado el licor de café! ¡Venga mañana, no se olvide!

Entonces escuchó un golpetear de tacones acercándose. Apuró su camino hacia el tercer piso.


La germinación se había diferenciado en las esperadas prolongaciones, con un atisbo de la telaraña nerviosa despuntando en la extremidad superior. Sin lugar a dudas las emisiones psi esa noche serían bastante fuertes para llenar su sueño de detalles. Se sentó ante el recipiente contemplándolo con fijeza. Intentó discernir el lento crecimiento, sin éxito, y consideró la posibilidad de activar la Transmisión. Tomó los equipos y los enchufó, apuntando la antena al noroeste y aguardando la primera señal. Sólo el ruido de un canal vacío. Cambió la frecuencia y esperó, una, dos, tres veces. Nada. Calibró los receptores y corrió un test de alcance, que arrojó los valores esperados. Sin embargo, nadie respondía.

Iba a apagar el aparato cuando un tono apenas audible asomó su cabeza desde el mar de ruido blanco, desapareciendo de inmediato. Intentó alterar la sintonía para volver a atraparlo. Imposible.

Era quizá la señal de una esperanza. Pero, ¿para qué? Miró las esporas y entendió que ya no necesitaba la Transmisión. Tampoco le resultaba importante no recordar enlaces satisfactorios. El aparato era absolutamente inútil en esa etapa del proceso; en cualquier caso, lo había ayudado en días ahora remotos. Etapas superadas. Desconectó los módulos y los guardó cuidadosamente en sus cajas, que retornó a sus lugares del maletín.

Estaba solo con las esporas. Eran las diez menos cuarto y se sorprendió al constatar que no tenía hambre. Por las dudas, o movido nada más que por la costumbre, sacó del bolso un sobre de sopa instantánea, además del calentador de agua. Llenó una taza y empezó a calentar el líquido, mientras buscaba por alguna parte una cuchara. Cuando todo estuvo listo bebió su cena despacio, casi sin saborearla, y pensó que ya nada tenía que hacer, que era el momento de dormir. Se lavó la cara y cepilló los dientes. La cara del espejo podía haber sido la de cualquier otro, pero desde el reflejo le llamó la atención un detalle de la pared del baño al que no había prestado atención: una mancha de humedad bastante grande que se extendía como una orquídea verdosa, descascarando el revoque y exponiendo sectores de ladrillo color sepia. ¿Por qué no había reparado antes en algo tan evidente? Se acercó y tocó la mancha. La sensación lo asqueó: era una humedad arenosa, que parecía impregnarle los dedos. Apartó la mano y la colocó bajo el chorro de agua de la canilla, aplicándose abundante jabón. Una vez limpios, acercó los dedos a su nariz: un resto de olor indiscernible, olor a viejo, a basura, a ceniza.

Se acostó tratando de pensar en que pronto nada de eso, el hotel, el mal momento vivido con Ramírez, el silencio en la Transmisión, tendría importancia. Y el sueño llegó casi de inmediato, apareciéndosele el desierto vítreo y las montañas, la luz incesante de un sol que no era el sol de todos sus días. Todos los objetos lo golpeaban desde sus realidades intrínsecas. Más allá de los datos de los sentidos latía una sangre tibia y luminosa, algo que le hacía entender que todo lo que experimentaba caminando en el desierto era real, absolutamente real, y que, por lo tanto, a través del sueño había llegado a otro mundo en el que todo lo que sabía carecía de sentido e importancia, un mundo nuevo, diferente, hermoso e inhumano.


En el comedor no había nadie. Había temido encontrarse con Ramírez y enfrentarse a una incómoda sesión de disculpas y explicaciones. Escogió una mesita al azar y esperó a que el mozo trajera su desayuno. Casi diez minutos después dos empleados del hotel vestidos de particular dejaron en su mesa, sin pronunciar palabra alguna, una jarra de café, una taza vacía y un platito con dos croissants. Estaban casi petrificados: las capas de la masa parecían películas de mica ennegrecida. Los dejó en el plato, indignado, y sirvió café en la taza. No necesitó probarlo para constatar que estaba tibio. Iba a levantarse para pedir azúcar cuando resolvió oler el líquido. Había una traza, débil pero innegable, de olor a cloacas, a charcos de barro y hojas podridas. Se levantó, asqueado, y salió del comedor a toda velocidad.

—¡No se vaya! —escuchó en el vestíbulo que le gritaban desde las escaleras.

Era Clara. Se detuvo por cortesía, pero a la vez bastante incómodo, y la saludó.

—¿Tiene algo importante que hacer? Quiero decir... quizá podamos conversar un rato...

Le respondió que iba a desayunar en algún bar cercano y luego tenía intenciones de recorrer la ciudad. Ella dijo que conocía un lugar donde servían desayunos completos, con manteca, mermelada, tostadas, panceta, huevos y jugo de naranja, además de té, café, cocoa o lo que quisiese. Le pareció caballeroso preguntarle si ya había desayunado; ella dijo que no, que podían hacerlo ambos y, de paso, conversar y conocerse. Él asintió.

El bar estaba a cinco cuadras. Se trataba de una construcción bastante antigua, remodelada varias veces, atravesando a todas luces un tiempo de vacas flacas. Eligieron una mesa lejos de la calle y pidieron el desayuno completo, que fue servido por tres mozos vestidos con uniformes bastante gastados por el uso. Clara sonreía, untando manteca en las tostadas y pasándoselas.

—Pruébelas, vea qué buen pan, qué buen tostado. Ni muy blancas ni quemadas.

No eran ninguna maravilla, pero cualquier cosa sería mejor que aquellos horribles croissants. La panceta parecía de buena calidad, y lo mismo la mermelada. Se relajó entregándose al pequeño festín.

—¿Vio, vio? Todo está riquísimo —decía Clara, sirviéndose café y preparándose una tostada con mermelada. Minutos después estaba preguntándole por sus viajes, por su familia, si la tenía, por sus hijos, su mujer, sus estudios y sus propósitos en la ciudad. Conversaron más de cuarenta minutos y en ningún momento él se sintió irritado o impaciente, apenas una ligera ansiedad cuando tuvo que inventar detalles de su juventud, del momento en que había decidido salir a conocer el mundo. Descubrió, un poco asustado, que ya no recordaba claramente aquellos días, cuando supo de la misión, cuando se le confiaron los archivos y los libros, cuando peregrinó por los siete continentes buscando el instrumental y los nutrientes. Clara escuchaba con paciencia y hacía buenas preguntas, pero no revelaba nada de su vida. Supo entonces que debía hacer él las preguntas, y comenzó por referirse a Ramírez ("ah, ¿ese?, un viejo conocido, no vale la pena"), a su trabajo ("vivo de un par de alquileres y algunos trabajitos de modista"), su familia ("mantengo a mi madre, la pobre está sorda"). Nada le hizo creer que ella decía la verdad, pero no había, no parecía haber, mala intención en las respuestas.

Entonces se produjo un silencio. Veinte, treinta segundos. Clara lo miró y luego, bajando los ojos, le dijo:

—Supongo que se irá en unos días, ¿verdad?

—Sí; tres, quizá cuatro. Tengo que partir.

—Está bien —se apuró a sentenciar—, tiene que seguir sus viajes. Yo quisiera irme también, pero no podría. No sólo por mi madre, por muchas razones. Estoy muy atada a esta ciudad, he pasado demasiado tiempo sin moverme y supongo que eso hace más difícil tomar la decisión de cambiar... a mí me encantaría ser como usted, ¿sabe?, ir de ciudad en ciudad, conociendo gente y costumbres distintas todos los días, todos los meses, todos los años. Ésa sí parece una vida que vale la pena. Aquí, en cambio, todo está cada vez peor. Ventomedio se hunde sin esperanzas.

La frase le resultó familiar. De inmediato supo por qué: era la que le había escuchado a un anciano en la costanera.

—Qué curioso —dijo—, he escuchado esa misma frase hace poco. ¿Le parece a usted que todos los habitantes de esta ciudad están tan conscientes de su decadencia?

—Por supuesto. Hay intentos de hacer cosas, de salvarla, pero estoy segura de que en ocho o diez años todo se habrá perdido. Las cosas no aguantan, lo cual es lógico, todo tiene su ciclo, pero se ha perdido la voluntad de arreglarlas. Usted no ha visitado los suburbios ¿verdad? Es un lugar bastante feo, pero ahí se ve bien lo que no valdría la pena contarle con palabras. Si le parece podríamos visitarlos, hoy o mañana, dependiendo de sus planes. Antes mamá y yo vivíamos en el Prado... en realidad, un poco más al norte del Prado, pero tuvimos que vender por el crecimiento de las villas, la delincuencia, usted se imagina. Hay basureros, casas abandonadas, baldíos que parecen junglas.

Él rió con cierta tensión.

—¿Y ahí pretende llevarme?

Clara entendió que no lo decía de mala manera y sonrió.

—Es pintoresco, pese a todo, y no iríamos a los peores barrios. Hay casas muy lindas que todavía sobreviven, y quizá a usted le gustaría verlas. Sería una pena que creyese que Ventomedio es solamente el centro y los alrededores. ¿Ha estado en el jardín botánico?

—Sí, claro, fue una de mis primeras opciones para visitar.

—Ha hecho bien. En otros tiempos era de una magnificencia... cómo decirlo... bueno, no encuentro la palabra. Digno de reyes, de emperadores, ¿sabe? Venía gente de todo el mundo a verlo, y también científicos, porque se guardaban especímenes muy raros y eran bien atendidos y cuidados. Pero todo eso hace ¿cuánto? Cincuenta, sesenta años. Luego todo empezó a decaer. Los gobiernos no hacen nada, supongo que la gente ha empezado a no percibirlos. En algunos lugares los vecinos organizan sus propias fuerzas de policía, pero he leído que esos comandos no duran mucho. Todo el mundo se aburre y se cansa, y son cada vez menos los que tienen fuerzas para continuar los proyectos —suspiró—, así que ya no se sabe qué hacer.

—Váyase —le dijo—, emigre. Hay muchas ciudades en el mundo que todavía viven, centros mucho más activos que Ventomedio, universidades, laboratorios, fábricas...

—Lo sé, lo sé, pero ya le he dicho... es muy difícil, muy difícil.

Levantó la mirada. Sus ojos, grandes y cálidos, se llenaron de lágrimas.

Él no supo qué decir.

—Hace años leí un cuento —comenzó Clara—. Lo había escrito un autor que a mí me gustaba de adolescente, hace más de veinte años. En ese entonces todavía se podía creer en... bueno, en cosas. A mí me gustaba leer y frecuentaba tertulias y grupos de poetas que recitaban sus obras y discutían hasta el amanecer sobre sus maestros o sus enemigos. Había un escritor, de apellido Scarone, que reunía bastantes jóvenes a su alrededor y les hacía un poco de consejero o mentor, aunque ellos en el fondo no escribían como él y muchos de ellos empezaron incluso a tener más éxito. Este hombre, Scarone, era leído por muy pocos, y nadie en la llamada alta cultura le prestaba la atención que merecía. Hasta que murió, por supuesto, y ahí todos se llenaron la boca con alabanzas. Hace diez años. Hubo después un momento en que se publicaron muchas ediciones de sus libros, ediciones lindas, nuevas, y las obras completas, y novelas y cuentos inéditos, y poemas que nadie conocía. Ahora se ha aquietado un poco ese fervor, pero cada tanto se escribe sobre él en la prensa y se abren seminarios sobre sus obras. El último libro que publicó antes de morir fue una recopilación de cuentos, y ahí leí yo esta historia, que por alguna razón me encantó y que de algún modo me acompaña. ¿La quiere oír?

—Por favor.

—En realidad no sé si es un cuento o una novela corta, ahora que lo pienso. Empieza así: un hombre llega a un pueblito en el interior. Es una estación de ómnibus, una calle principal rodeada de casitas, un bar, un almacén. Poco más que eso. El tipo consigue alojamiento en una posada o quizá una pensión, y con el correr de los días empieza a recorrer el pueblito y los alrededores, casas aisladas en el campo, una estación de trenes abandonada. Y hay algo que le resulta curioso: todos los habitantes del pueblo dicen vivir en una ciudad, no un pueblo, una ciudad. Casi con mayúscula. El personaje al principio lo deja pasar, pero pronto empieza a encontrarlo irritante, como si fuera un ejemplo de soberbia, así que está a punto de estallar y decirle a esta gente "cómo que ciudad, esto es un pueblo, un pueblucho de morondanga, qué ciudad", y cosas por el estilo. Todos los días sale a explorar, a caminar por ahí. Una tarde encuentra una casa muy grande y se le ocurre que jamás la había visto antes, lo cual es imposible porque ha recorrido ese sector del pueblo muchas veces. La casa es preciosa, una mansión señorial. Toca el timbre y atiende una mujer muy amable que lo hace pasar y le muestra la casa, le cuenta su historia. En una habitación hay unos planos con indicaciones en un idioma que no comprende, los planos de una ciudad. No se anima a preguntar qué dicen o qué ciudad representan, pero se quedan prendidos en su mente por días enteros. Incluso sueña con ellos y el pueblo, como si presintiese una relación. Entonces sigue paseando, conociendo gente, metiéndose en sus historias, y todos los días encuentra una casa nueva, una callecita que no había visto antes; de a poco, y resumo porque si no estaría toda la mañana contándole el cuento, descubre que el pueblo va creciendo día a día, que va convirtiéndose en una ciudad. Entonces algo se le ilumina en la mente. Le pregunta a todo el mundo por qué hablan de ciudad, no de pueblo, y le contestan: "porque esto es una ciudad, no un pueblo, ¿no ve?", y señalan hacia todas partes apuntando a edificios invisibles, a calles interminables, a barrios enteros de viviendas. Y ahí el personaje entiende que, cuanto más tiempo pase allí, más visible se le hará la ciudad, más le crecerá la ciudad en la mente, y, por supuesto, más estará metido él en la ciudad.

Hizo una pausa.

—No lo he contado bien —se excusó Clara—; el cuento, o novela corta, no sé bien qué es, si lo lee usted va a ver que es muy bueno, muy bien narrado. Hasta tiene humor, y cada personaje cuenta una historia, una trama que se ramifica pero que al final todo tiene que ver con esa ciudad que va creciendo alrededor del personaje. O esa ciudad que siempre estuvo y que el personaje va siendo capaz de ver poco a poco. ¿Le gustó?

—Sí, me ha dado curiosidad por leerlo. Quizá pueda usted prestármelo o... no, mejor lo compraré, será un buen recuerdo para llevarme de Ventomedio, ¿verdad?

—Sí, será un buen recuerdo pero ¿sabe una cosa? Yo llegué a entender hace poco por qué esa historia quedó tan firme en mi memoria. ¿Y sabe por qué? Porque yo de algún modo soy ese personaje, pero, y esto es lo más curioso, de una versión al revés de la historia. Un cuento que es lo contrario del que le conté recién, en el que una mujer está en una ciudad que va deteriorándose lentamente, despacito, y que a nadie le importa porque todos ya no ven la ciudad, porque por más que ella señale los edificios en ruinas, las esculturas sin brazos, los palacios, las plazas, las avenidas, ellos ven nada más que un pueblucho miserable, terrenos baldíos, casas abandonadas y caminos de tierra. Y ella sabe que está perdiéndose como la ciudad, y que nunca podrá salir.

Clara hizo silencio. Él, una vez más, no supo qué responder, sólo pensó en decirle que él sabía de una salida, que tenía otro final para el cuento, un final por el que él y otros como él habían trabajado toda su vida. Pero no lo creyó conveniente y calló.


Esa tarde pasearon por los suburbios. Era quizá un poco arriesgado. Después de todo ¿qué sabía con certeza de aquella mujer? Todo Agente, y él bien lo sabía, jamás debía confiar en nadie. Sin embargo, después de escuchar aquella historia y aquella extraña confesión, algo en su interior lo movió a confiar, a dejarse llevar, a acompañarla. Clara había querido mostrarle la casa de su infancia, pero la zona estaba bloqueada. No quisieron alejarse mucho de la avenida, de la ruta del ómnibus; si bien el barrio estaba casi desierto, las pocas caras que asomaban entre los arbustos y las casas en ruinas no tenían buen aspecto.

—Antes se decía "es gente trabajadora", como si eso fuese alguna garantía. "Los malos son pocos". Ahora creo que todos se fueron, buenos o malos, y no sé qué es lo que quedó.

Clara miró hacia el horizonte.

—Allá funcionaba una curtiembre; ahora está el edificio vacío, con todas las ventanas rotas. Me acuerdo que, cuando era chica, aventurarme por estas calles era algo fabuloso; ahora todo es pequeño y desolado.

Él no podía evitar la cara de asco al pasar cerca de los basurales, amplios terrenos baldíos llenos de bolsas perforadas, comida en descomposición y gatos muertos. Clara parecía en trance, caminando por aquellos caminos de tierra, recogiendo piedritas, parándose ante las fachadas, absorta.

Y en cierto momento creyó tener una visión. Kilómetros y kilómetros de casuchas de lata, jardines invadidos por las malezas, niños harapientos corriendo entre carcasas de automóviles. Y hogueras, cientos y cientos de hogueras, abiertas o contenidas en tanques de metal oxidado, todas humeando interminablemente hacia el crepúsculo.

Pensó también en la ciudad que había visto en su sueño. Nada podía ser más diferente de aquel paisaje.

Sintió que debían irse inmediatamente.

—Clara, lo siento, pero debo serle sincero... este ambiente no me gusta, realmente quisiera irme...

Ella pareció despertar de un trance.

—¡Sí, sí, claro! ¡Disculpemé! —dijo—. Son tantos, tantos recuerdos... mejor nos vamos, sí. Allí esta la parada del ómnibus, seguro estará por pasar.

Esperaron más o menos diez minutos hasta que pasó el primer ómnibus que les servía. Obviamente llevaba años o incluso décadas de caminos, y a él le pareció que estaba a punto de desmoronarse. Las vibraciones —que terminarían por destruirlo en cualquier momento— llenaban el espacio de chirridos y zumbidos casi infrasónicos que empezaron a provocarle una jaqueca. No veía la hora de llegar al centro, a su habitación, de acostarse en la cama y mirar las esporas.

Se despidieron en la puerta del hotel.

—Mañana quizá tenga tiempo de tomar un té conmigo —dijo Clara—; me encantaría recibirlo en mi casa.

Él asintió, mecánicamente, y la contempló mientras ella abandonaba el hotel. Había algo en su manera de caminar, una especie de miedo, de inseguridad. Le pareció que algo de aquellos barrios la había manchado, que ya no era la misma.


Los zarcillos habían alcanzado una buena extensión y parecían saludables. Era el momento de alimentar a la germinación, para lo cual tomó un cuentagotas y depositó entre las esporas una mínima cantidad del líquido que había obtenido hacía dos años. Quizá no había reposado lo necesario, pensó, un poco preocupado. El color debería ser más oscuro, no tan translúcido.

Miró el frasquito a contraluz. Todo parecía correcto, pero en los libros siempre se mencionaba cierta oscuridad que no se había producido, pese a haber seguido todos los pasos con cuidado. En cualquier caso, había un argumento incontestable: si aguardaba un año más para el líquido, pasaría el momento exacto de las esporas que era lo importante. Aun así no pudo evitar cuestionarse si tendría alguna consecuencia aquella falla. El proceso, hasta el momento, se había dado a la perfección, incluso mejor que lo esperado, si consideraba la intensidad de las emisiones psi. La forma del germinado no sólo era perfecta: estaba incluso más allá en desarrollo de lo previsible para cuatro días. Además de lo bien formados que parecían los zarcillos y la telaraña nerviosa, la forma embrionaria en sí lucía saludable, fuerte, resistente. Mirándola durante un buen rato llegó a despreocuparse por las contingencias: indudablemente el proceso tendría un buen final.

No fue fácil dormirse —desde alguna de las habitaciones vecinas podía oírse un zumbido constante, como el de un motor funcionando, acompañado por ocasionales lamentos y suspiros— pero, ya avanzada la noche, soñó que entraba a la ciudad de las montañas y se detenía ante una puerta inmensa, interminablemente labrada en bajorrelieves e inscripciones en lenguajes que no podía comprender. Atravesándola, encontró lo que parecía una inmensa galería de arte. Pasó entre aquellos cuadros contemplándolos uno por uno; en algunos de ellos aparecían las diversas etapas del desarrollo de las esporas, los instrumentos necesarios para nutrirlas, los rincones ocultos del planeta donde podían hallarse los elementos necesarios para su cuidado, y en otros aparecía una extraña forma de vida que parecía emanar de las formas, ojivas, columnas y maquinaria de la sala gigantesca en la que se encontraba; por ninguna parte, sin embargo, podía verse señal alguna de otros Agentes. Durante el sueño, de todas formas, nada le resultaba inquietante o incómodo: vivía en un estado continuo de maravilla, absorto ante los cuadros y los hermosos jardines y esculturas que encontró más allá. Lo único que por momentos lograba distraerlo era el peso en su espalda.


Cuando entró al comedor se sorprendió de encontrar a Ramírez, encorvado sobre un café con leche, en una mesa llena de migas de croissant. No había manera de pasar desapercibido. Estaba a punto de sentarse cuando escuchó que lo llamaba.

—¡Peeero! ¡Venga por acá, sientesé! —y limpió con la mano las migas—, por favor, sientesé. Mire —comenzó tras estrecharle la mano—, siento que le debo una disculpa por lo del otro día, pero también creo que usted me debe una a mí, ¿sabe? Margarita se había ilusionado con usted, y tuve que inventar una historia para explicarle por qué ya se había ido.

—Sí... lo siento mucho, disculpe. Me sentí súbitamente incómodo, le estoy siendo muy sincero. Pensé que entre usted y Clara había algo, y...

—¡Pero si no hay nada! Ella es una profesional, nada más; una vieja conocida, de hecho, lo mismo que Margarita. ¡Usted se perdió a Margarita! No sabe lo que es esa mujer... Clara está bien, pero Margarita... ¡Margarita! Seguro no ha visto usted un cuerpo como el de ella en todos sus viajes... carne de primera, la verdad. De cara no es una belleza clásica, pero... ese cuerpo, esos pechos... digamos que compensa todo lo demás —rió.

Uno de los empleados del hotel depositó en la mesa un plato con tostadas negruzcas y una barrita de manteca.

—Pero cómo —comenzó Ramírez—, ¿no le trae café a mi amigo?

El empleado desapareció sin decir palabra alguna.

—Esto es un atropello. Tuve que insistir que me trajeran los croissants, me dijeron que eran los últimos. Igual no se perdió nada usted, una cosa realmente asquerosa. Pero en cuanto al café... ¡esto ya es demasiado! Mire, hagamos algo, lo invito a desayunar afuera, deje esas tostadas horribles, le diremos a la gente del hotel que se las meta por el culo.

Se levantó y empezó a ponerse el impermeable, levantando la voz teatralmente.

—¡Vámonos de aquí! —dijo, tomándolo del brazo.

Salieron a la calle y encontraron enseguida un bar bastante pequeño donde comían dos mujeres de edad madura.

—Mire a esas brujas —dijo Ramírez, mientras llamaba al mozo—, horribles. Las mujeres, pasados los cuarenta años, se convierten en esos pellejos... y aquí en Ventomedio más, no sé qué tiene, algo en el aire, en la comida. No se encuentra ninguna mujer de nuestra edad que valga la pena. Menos mal que hay muchas... jovencitas. —Y sonrió libidinosamente.

Pidió dos cortados con medialunas.

—Yo invito, yo invito. Como disculpa, además. Es verdad que mi comportamiento no fue el más adecuado, sobre todo teniendo en cuenta que Clarita estaba atrapada en la conversación con usted. Es una mujer inteligente, pero muy mentirosa. Y bastante falluta, vaya a saber qué le contó a usted... porque sé que ya se han encontrado, ustedes. No sé si ya se ha acostado con ella, pero es un hecho que podría hacerlo cuando quisiera, y sin pagar. A mí tampoco me cobra. Ya me considera un cliente... especial, digamos. Yo igual cada tanto le hago algún regalito, una atención... usted sabe, para quedar bien...

—Bueno, nada especial —respondió—, me habló de su madre, hablamos de la ciudad, de...

—Sí, me imaginé —lo interrumpió—, la pobre Clarita tiene esa visión tan deprimente de las cosas. Como si sus ojos sólo vieran ruinas y decadencia —impostaba la voz fingiendo una cavernosa gravedad—; sus palabras exactas.

—Pero convengamos en que algo de razón tiene... basta con mirar alrededor...

—¿A qué se refiere?

—Al estado en que está la célebre Ventomedio, ¿no le parece?

—Bueno —había llegado el desayuno, que incluía además manteca y una espesa mermelada que no parecía muy fresca. Ramírez abrió una medialuna y comenzó a untarla—, sí, no vamos a negar que esta ciudad ha vivido mejores momentos, pero de ahí a... mire, yo vengo todos los años, y es cierto que las cosas parecen cada vez peores, pero mucho de ese asunto se debe a los propios ciudadanos. Si usted viera el pueblo donde yo vivo, entendería a qué me refiero. No es una gran ciudad, pero sin lugar a dudas puedo afirmarle que es una comunidad en desarrollo.

—¿Y qué lo trae a Ventomedio con tanta regularidad?

—¿No le contó Clarita? Aun así, no debería creerle nada. Vengo a comprar y vender. Traigo artesanías y productos de mi pueblo y compro insumos. Lamentablemente, uno depende de las ciudades para hacer sus negocios, ¿verdad?

Probó las medialunas. Distaban mucho de ser perfectas, pero eran mejores, al menos, que las del hotel.

—Soy parte de una empresa, una compañía muy grande que apuesta al desarrollo de las comunidades del interior, de lo que usualmente usted y yo llamaríamos puebluchos. Es una compañía muy vieja, ¿sabe? Lleva años siguiendo las pautas de un plan maestro. Estamos en todo el mundo y negociamos con todo tipo de gente y culturas... y productos. Un verdadero imperio. Usted piense en el lugar más exótico, piense en qué especias o mariscos o hierbas o lo que sea puedan crecer ahí... nosotros lo tenemos y lo traemos a su ciudad, a su propia casa. Y no me venga con que hay cientos de tiendas así. No se trata de basura de supermercados. Estoy hablándole de cosas realmente raras.

Se recostó en la silla y lo miró, entrecerrando los ojos.

—¿Sabe?, no quería decírselo sin tener un poco más de confianza, pero... usted me resulta muy familiar. Creo que he visto su foto por algún lado, en algo de la compañía. O quizá nos hemos cruzado antes.

—No —empezó a ponerse en guardia. Los viejos reflejos le recorrían una vez más los nervios—, es muy difícil, es mi primera vez en Ventomedio y en su país.

—No sé, quizá hace tiempo estuvo aquí y lo ha olvidado. Esas cosas pasan a la gente que viaja tanto. Sé que suena un poco raro, pero estoy muy seguro de haberlo visto antes. De hecho... —Ramírez pareció cerciorarse de que nadie más lo escuchaba—, yo creo que usted ha hecho negocios con nosotros en el pasado.

—¿Negocios?

—Sí. Es más: estoy seguro. Como diría Clarita: se le nota en la cara. Hay productos que nos compran que generan ese tipo de... marcas.

Sintió ganas de levantarse e irse corriendo. Ya podía imaginar cómo seguiría la conversación. Y no había traído ninguna de sus armas. Un error imperdonable.

Pero la curiosidad fue más fuerte.

—¿A qué marcas se refiere? —preguntó.

—Usted sabe... marcas. Como los adictos a las drogas, sólo que en su caso... ¿quién podría decirme que iba a encontrarme en un hotel de Ventomedio con alguien que sabe qué son y para qué sirven las bacterias de las fumarolas del Ártico?

Se levantó. Ramírez lo miraba sonriendo.

—Sientesé, no tiene por qué preocuparse. Sólo soy una persona que sabe un poco más de lo que parece... Sientesé y cuénteme. ¿No es un hobby un poco repugnante el de sus esporas?

Salió del bar. La risa de Ramírez podía escucharse desde la calle.


Clara vivía a veinte minutos del centro, en una de las puntas que configuraba la costa de la ciudad. Era un barrio relativamente acomodado, con casitas dispersas en la falda de una colina. A diferencia del centro, todas las calles tenían árboles, eucaliptos, abetos, incluso algunos ombúes, viejos dioses gordos y cansados, budas contemplando los crepúsculos en el centro de las placitas. Como era temprano, se puso a caminar por la zona que parecía proveniente de otras épocas, de fotografías en blanco y negro o sepia pudriéndose en viejos baúles. No dejaba de pensar en Ramírez, en las viejas advertencias sobre sociedades secretas que sabían de las esporas y se oponían a la labor de los Agentes, que a veces llegaban a asesinarlos, destruyéndoles el instrumental y, lo peor, exponiendo las germinaciones, cuando las había, al aire y la luz solar. Se estremeció. Nunca había tenido que usar sus armas o recurrir al entrenamiento para esas ocasiones, y ahora había estado tan cerca... y quizá seguía estándolo. No podía ignorar que había conocido a Clara por intermedio de Ramírez, y si bien no parecía fácil concebir que ella pudiese tener algo que ver con un ser tan repugnante, era bastante claro que él muy bien podía haberla contratado para seducirlo o sencillamente para tener acceso a su habitación. Bastaría un descuido para romper el recipiente y exponer la germinación al aire. Pero eso implicaba que ellos —fuesen quienes fuesen, porque acaso Clara y cualquier otro avatar no eran enteramente concientes de sus cometidos y eso, en menor medida, podía incluir también a Ramírez— caían en el error de subvalorarlo, de tomarlo por un estúpido que se dejaría atrapar por un par de piernas o una caída de ojos.

Pero allí estaba, desarmado, a punto de entrar en la casa de una desconocida, en una ciudad que apenas conocía, probablemente a merced de extraños personajes que sabían más de él que lo que él mismo podía permitir. ¿Y por qué? No quiso pensarlo. ¿Cómo había dicho Ramírez? "Hobby repugnante el de las esporas". Hobby. Sólo con ese término ya estaba insultándolo. Como si no se tratase de algo mucho más importante, más trascendente. Una misión. Y había sido él mismo el que había llegado a sentir la importancia de la labor de ser Agente; no lo habían adoctrinado, como en otros tiempos se dijo con intención de atacarlos y volverlos despreciables. Él había buscado su misión y su condición, hacía décadas, en tiempos que se borroneaban en el fondo destartalado de su memoria. Y por suerte, el resto de la humanidad, la gente común, ya no sabía nada. Había habido debates, sí, pero en el seno de las minorías, de ciertas minorías. Como al principio, cuando todavía se hablaba de invasión, cuando muchos alarmistas se rasgaban las vestiduras diciendo que los Agentes traerían la ruina a la humanidad, llamándolos traidores, conspiradores, renegados.

Qué extraño, pensó, todo esto me resulta tan lejano, casi como un cuento, como un libro leído hace años. Y recordó a Clara, a la extraña historia que le había contado. "Yo soy ese personaje", había dicho, ¿o era "yo soy un personaje"? ¿Y cómo seguía? "De una versión al revés de esa historia". No era difícil sentirse así. Ninguno de sus recuerdos de los otros Agentes era preciso, incuestionable, y si le sumaba los vacíos en su memoria relativa a la Transmisión y al comienzo de sus viajes... ¿qué quedaba? La memoria de sus músculos, los pasos de las operaciones, el instinto. Eso y lo que podía ser otro cuento, otra historia. Pero las esporas eran reales. La germinación lo era, el instrumental también. Las emisiones psi eran de una realidad que no podía ser negada, el mundo en el que iba sumiéndose en sus sueños, el desierto, las montañas, la ciudad, los jardines. Todo lo que afectaba a su presente lo sentía real, absolutamente real, mucho más que Ventomedio, que Ramírez y su dudosa compañía, que Clara y su vida de prostituta o lo que fuese en realidad.

Estaba ante una casa modesta pero bien cuidada. Chequeó la dirección en el papel que le había dejado Clara el día anterior. Eran el número y la calle correctos. Llamó a la puerta y esperó.

"¿Dónde me estoy metiendo?", pensó, "¿en qué trampa, en qué nuevo misterio?"

Entonces la puerta se abrió, apenas. Una mujer de unos sesenta años, un poco encorvada y con el pelo encanecido sin teñir, se asomó por la breve rendija.

—¿Sí?

Él dijo su nombre y añadió que Clara estaba esperándolo.

—Clara no está —dijo la mujer—, tuvo que salir. Mencionó que tendría visita, pero no me dijo su nombre. Me pidió que la disculpara, y dice que mañana lo buscará en su hotel.

—Pero... ¿no está?

—No, tuvo una emergencia. Mañana lo va a buscar. Ahora disculpemé, pero estoy un poco ocupada. Adiós y disculpe.

La vieja cerró la puerta y él permaneció unos instantes ante la casa, sin entender, esperando alguna respuesta. ¿No había dicho Clara que su madre era sorda?


En su camino de regreso al hotel resolvió que estaba cansado de Ventomedio, y por lo tanto hasta el final del proceso de germinación no saldría de su cuarto. Había preferido tomar un ómnibus a caminar, y, sentado hacia el fondo, no pudo evitar la curiosidad de escuchar algunas conversaciones, particularmente la de dos mujeres que se quejaban de la delincuencia, de la imposibilidad de caminar por las noches sin peligro, del desastre que eran los suburbios. A él le hubiese gustado decir que había visitado una de las peores zonas de la ciudad y no había visto nada tan peligroso, pero optó por callarse. No había visto nada, pero sí lo había sentido. Un peligro que no era físico, o no sólo físico. Al llegar a la zona del hotel entró en un supermercado y se aprovisionó de latas de conserva y un poco de fiambre para esa noche, más dos flautas de pan, un litro de leche y un frasco pequeño de café instantáneo. Entró al hotel y subió rápidamente a su habitación, donde chequeó ansiosamente las esporas: las extremidades habían alcanzado un buen grado de desarrollo y las emisiones psi se habían intensificado hasta el punto que no pudo evitar sentarse en el piso a soñar despierto con el desierto y las montañas, con su larga marcha bajo aquel sol alienígena. Al cabo de veinte minutos logró desentenderse y, alejándose de las esporas, trancó la puerta con la silla y llamó a la recepción para cancelar el servicio de la mucama. Dispuso un repasador sobre la cama y se preparó dos refuerzos, que acompañó con café con leche. Si tenía hambre entrada la noche podía prepararse una sopa o comer del maíz o el atún en conserva. Terminada su cena, se dio una ducha rápida y procedió a ordenar el instrumental usado, como un pintor que limpia sus pinceles terminada la obra. La germinación se movió levemente y él sonrió. Entonces descubrió que la mancha de humedad del baño se había extendido a una de las paredes de la sala y que en muchas partes se había vuelto visible la erosión en los ladrillos, abriéndose boquetes bastante grandes en los bloques color sepia. Acercó el ojo izquierdo al mayor. La oscuridad que encontró parecía adentrarse en un túnel infinito; asustado, apartó la mirada y se acostó, mirando el techo y tratando de pensar que pronto nada de aquella ciudad moribunda tendría importancia.


Esa noche también se escucharon los ruidos provenientes de las otras habitaciones. Además del zumbido apareció un golpeteo obsesivo en lo que parecía una superficie de madera, y a los lamentos y suspiros se sumó, por momentos, un llanto de mujer, y rápidas pisadas en el pasillo, como si alguien pasara corriendo a toda velocidad. Pero logró dormirse, y soñó que recorría el desierto una vez más, acercándose a las montañas, agobiado por el peso en su espalda. En más de una oportunidad había tenido que detenerse y recuperar el aliento, pero sin embargo el sol no era capaz de quemarlo ni sentía sed ni desasosiego ni ninguna forma de angustia. Por el contrario, la visión de las montañas y las torres de la ciudad lo llenaban de esperanza. No muy lejos de su destino, casi agotado, debió detenerse y sentarse en el suelo cristalino, en compañía de los insectos metálicos. Alargó las manos para tocarse los hombros. Sus dedos tocaron la tibieza de una piel que no era la suya. Siguió explorando. Había una criatura encaramada en su espalda, y él se estremeció, sin miedo, ante la extraña textura, parecida al musgo, de sus capas externas. Sintió que rápidos zarcillos se le enroscaban en el cuello y los brazos. Una oleada de emisiones psi lo asaltó: se vio recorriendo hermosos jardines de cristal más allá de cualquier forma de decadencia, caminando por aquella ciudad imperecedera. Y algo susurraba sin palabras en su mente, reconfortándolo aún más que la belleza que lo rodeaba, diciéndole que ésa era su recompensa, que había completado con éxito su misión y por siempre le darían las gracias.


La mañana y la tarde siguientes las pasó encerrado en la habitación, ordenando sus papeles y mirando cada quince o veinte minutos la germinación, que ya se había levantado del recipiente y extendía sus zarcillos por encima del recinto, rotándolos en un ciclo que duraba unos quince minutos y afectaba también a las emisiones psi. Entre los papeles encontró un dossier sobre la historia de la Transmisión y los Agentes, desde los comienzos oficiales en el siglo diecisiete (si bien había leyendas que hacían retroceder el origen a la época de las Cruzadas) hasta el cisma de principios del siglo veinte, cuando la Primera Guerra Mundial destruyó buena parte de los recursos de los que se habían servido hasta ese entonces para cumplir la Misión. La idea de ser el último crecía a cada página que dejaba atrás, y él interrumpía por momentos la lectura para dejar vagar su mente —coincidiendo seguramente con el máximo en el ciclo de las emisiones psi— sintiendo que estaba equivocado, que en verdad era él el primero y todos aquellos papeles eran una monumental historia apócrifa, una vasta narración creada por las generaciones sucesivas para prepararlo y fortalecerlo en su tarea. O quizá se trataba del recuento de un mundo alternativo, una historia que él —y otros como él, todavía por venir— acercarían paso a paso y terminarían por fusionar con la verdadera, con el mundo en el que habían nacido y que pronto sería el otro, el de la ciudad entre las montañas y el desierto, el de la Misión, la Transmisión, y los Agentes que traerían el gran cambio... "Pero estoy soñando", se dijo, aferrándose a la realidad de aquellos papeles, sus archivos, sus tablas de efemérides, sus mapas con la localización de provisiones, los planos de su instrumental, los múltiples recuerdos de adiestramientos, de peregrinaciones, de otros Agentes con los que había discutido tantas veces en su juventud sobre cómo se vería una germinación completa y qué forma tendría el mundo una vez que la Misión fuese cumplida.

Ahora estaba preparado, tras demasiadas décadas, para dar una respuesta. Terminó de ordenar los papeles y los guardó en el maletín, se levantó de la cama planeando prepararse el almuerzo.

Entonces alguien llamó a la puerta, una, dos veces, con insistencia.

Miró la germinación. Parecía deliberadamente colocada enfrente de la puerta. Se maldijo por ser tan estúpido. Podría haber movido la mesa, podría haber preparado todo en algún rincón del cuarto, pero no...

En cualquier caso nada evitaría que, si entraban, la encontrasen.

La criatura germinada se movía lentamente, meciendo sus extremidades como en medio de una danza. Las emisiones se volvieron más fuertes, pero no lo apartaron de la habitación ni de las circunstancias. Quizá presentía el peligro e intentaba comunicarle fuerzas de la única manera que tenía a su alcance.

Se acercó a la puerta e intentó escuchar. Afuera había una respiración, entrecortada, rápida. Era, al menos, una sola persona. Y parecía nerviosa.

Pensó que lo mejor sería apartarse y aguardar. Si fuese quien fuese que esperaba en el pasillo entraba por la fuerza, podía emboscarlo. ¿Pero y si en medio del forcejeo derribaba la germinación, el recinto y el recipiente, y arruinaba su misión justo en el último momento?

La puerta volvió a sonar. Golpes más rápidos y un silencio, luego más golpes.

Él sostenía su cuchillo de combate, calculando la manera perfecta de saltar sobre el intruso —seguramente Ramírez— y empujarlo hacia fuera, hacia el pasillo, donde podía reducirlo sin comprometer la misión.

Y ya no llamaron a la puerta. Volvió a acercarse, sin soltar el arma, y no pudo escuchar la respiración.

Quizá había ido a buscar algún compañero que lo ayudara a derribar la puerta, pensó. Aguardó un momento para recuperar el aliento y miró la hora: pasadas las ocho. Tenía hambre, pero no podía distraerse y abandonar la vigilancia. Resolvió esperar junto a la puerta, inmóvil, cuchillo en mano, y así pasaron dos horas sin señales de peligro. Entonces pensó en abrir la puerta, despacio, y mirar. Quizá eso era lo que estaban esperando, pero él tenía un cuchillo y sabía defenderse. No podía descartar la opción de atacar; no sólo defenderse sino atacar, un buen asalto contra el enemigo y luego la Misión podría llegar a su fin.

Apartó la silla que había colocado como tranca y abrió la puerta, apenas una rendija, como había hecho la madre de Clara. Nadie. Abrió un poco más y asomó la cabeza, mirando hacia ambas direcciones. Nada.

Salió.

No había rastros de persona alguna. El pasillo se prolongaba hacia el ascensor y giraba hacia los otros sectores del piso. Desde una ventana se veía la luna entre los edificios.

Estaba a punto de entrar cuando logró percibirlo, casi más allá de cualquier sensación posible, como un sonido apenas audible o un esquivo reflejo atrapado con la visión periférica. Era un aroma, un perfume dispersándose en el aire del pasillo. ¿Dónde lo había encontrado antes? Se esforzó por asimilarlo y la revelación lo asaltó como una descarga eléctrica: era el perfume de Clara. Ella había estado allí, hacía el suficientemente poco tiempo como para dejar la huella de aquel aroma. Quizá había regresado optando por no llamar a la puerta; quizá ella no había sido la primera intrusa, quizá Ramírez le había pedido que... quizá...

Entró. No valía la pena especular. No en ese punto. Había sucedido: la criatura ya estaba fuera del recinto, meciendo sus redes neurales en el aire viciado de la habitación. Cerró la puerta y sonrió. Todo estaba cumplido. Se sentó en el piso contemplando la obra. Todo cobraba sentido ante sus ojos. Miró la mancha de humedad: ocupaba ahora toda la pared y parte del techo. Se levantó. Entró al baño: las cañerías estaban cubiertas de óxido y goteaban un líquido amarronado. Entre los azulejos y en los zócalos había un rastro verdeoscuro de musgo y de moho.

El piso crujió a sus pasos. Se paró frente a la mancha de humedad y la tocó, sintiendo una vez más aquella repugnancia, aquella fría textura de arena mojada. Grandes boquetes se habían abierto entre los ladrillos y él pasó las manos por sus bordes. Entonces sintió algo a sus espaldas. Donde había estado la germinación había una forma extraña, entre vegetal y animal, flotando en el espacio vacío. Ya no había techo, paredes, piso, cama o mesa, y la criatura irradiaba oleadas de calma, de confianza, de calidez, acercándosele. Miró de nuevo la mancha. Los boquetes se habían fusionado y ante él se ahondaba la oscuridad. Dio un paso adelante, luego otro, y atravesó aquel portal sintiendo que estaba en una galería subterránea, un túnel que llevaba a la superficie. Sus pies sentían la dureza de la piedra. El aire olía a selva y mar.

Caminó un buen rato antes de encontrar una luz en la lejanía. Apuró sus pasos para encontrarla. Respiró una bocanada de aire seco y tibio y empezó a correr.

La luz lo encandiló. Cerró los ojos con fuerza.

No tenía que abrirlos para entender que estaba en el desierto. Pero miró, satisfecho, y recorrió con sus ojos el paisaje, la arena, el cielo, las remotas montañas.

Y sabía qué hacer a continuación. Llevó las manos a su espalda.



Ramiro Sanchiz nació en 1978 en Montevideo. Sus primeras publicaciones fueron en la revista DIASPAR, seguidas por GALILEO, AD ASTRA y AXXÓN. En 2008 figuró en la antología "El descontento y la promesa" (Montevideo, editorial Trilce), que recopila 24 cuentos de autores nacidos entre 1973 y 1984; en "Esto no es una antología" (Montevideo, Ministerio de Relaciones Exteriores), también una muestra de narradores nuevos/jóvenes, y publicó la novela 01.lineal en Salamanca, por Anidia editores. Sus principales influencias son Alasdair Gray, Philip Dick, William Burroughs y Mario Levrero, y es lector asiduo de J. G. Ballard, Jorge Luis Borges, Angela Carter, Roberto Bolaño, entre otros. Entre 2002 y 2006 se desempeñó en varias bandas de rock alternativo en calidad de guitarrista y compositor, y en el presente trabaja de profesor particular de filosofía y literatura y periodista cultural. Desde hace un año mantiene el blog personal Aparatos de vuelo rasante.

Hemos publicado en Axxón su cuento: CAMINO DE RETORNO (93)

Hemos publicado en Axxón sus artículos: MARIO LEVRERO: EL OTRO Y YO (188) y RÉQUIEM POR THOMAS M. DISCH (189)


Este cuento se vincula temáticamente con SIMBIÓTICA, de Carlos Duarte Cano (163) y PRESIÓN, de Jeff Carlson (185)


Axxón 194 - febrero de 2009
Cuento de autor latinoamericano (Cuento: Fantástico : Ciencia Ficción : Exobiología : Portal Onírico : Uruguay : Uruguayo).