EL AGUJERO

Carl Stanley

Argentina

La historia que voy a contarles me produce un poco de vergüenza, con mis cuarenta y tantos años y siendo ya un hombre hecho y derecho.

Era yo un mozalbete de dieciocho que convivía con mi abuela materna en una antigua y vetusta casa ubicada en los suburbios de la ciudad, propiedad que excedía holgadamente el siglo desde su fecha de construcción y en la cual el inclemente efecto del transcurso del tiempo había cumplido bien su trabajo.

Las dependencias de esta reliquia del pasado mostraban amplias habitaciones de elevados techos y pisos en machihembre, con sus largas y espinosas tablas de pino tea. Un gran patio de mosaicos calcáreos de sencillos dibujos y una larga galería descubierta, hacia donde asomaban sus esbeltas y añosas puertas de madera que fueron repintadas una y mil veces, en vanos y pretenciosos intentos por alcanzar apariencia nueva.

Junto a un baño único y externo, aislado del resto de las dependencias y que incomodaba por razones obvias durante los crudos días de invierno, mi habitación.

Un poco más pequeña que las dos restantes, con un sencillo y humilde mobiliario. La cama simple, una mesita de noche de madera oscura con labrados en su puertita y en su cajón; un roperito de la misma hechura que servía para alojar mi no muy abultada posesión de ropas, y un par de sillas.

Junto a la ventana con celosías que daba al patio, un escritorio, también de madera, contenía el resto de mis escasas pertenencias.

Eso era todo.

Por aquellos tiempos, era yo muy joven para preocuparme por temas serios, sólo todo lo que involucrase vana diversión atraía mi atención como el imán al hierro.

Alguno que otro trabajito temporal me proveía del dinero suficiente para mis salidas que, debo sincerarme, no era abundante.

Habiendo tomado plena conciencia de la irrefutable realidad en lo que al deterioro de aquella vieja casa se refiere, nada motivaba mi voluntad para que la emprendiera en reparaciones que consideraba inútiles. Sólo alguna ineludible sugerencia de mi abuela me sacaba de mi actitud pasiva, indiferente, para realizar alguna que otra precaria reparación a la vivienda.

Contemplaba aquel desvencijado inmueble como quien contempla un enfermo terminal sin temor a predecir un fatal e inequívoco desenlace. Sabía que su inevitable destino, en cuanto mi querida abuela dejara de rentarlo, sería la demolición.

Un buen día, y de forma repentina, descubrí dentro de mi dormitorio y junto a la pared, muy cercano a la puerta, sobre el oscuro piso machihembrado de madera, un pequeño agujero casi circular, de sólo tres o cuatro centímetros de diámetro. Supuse de inmediato, y sin temor a equivocarme, que era producto de la corrosión del noble pino.

Entonces, y como requería el caso, prestamente lo obturé, valiéndome de un pequeño e inservible trapo, para luego disimular aquella rotura colocando una silla, que cumplía las funciones de perchero temporal de algunas de mis prendas de vestir.

Satisfecho por mi sencilla solución a lo que en aquel momento me pareció un insignificante problema, olvidé simplemente aquel suceso por no considerarlo digno del menor de mis desvelos.

Poco tiempo más tarde, lo digo de esta forma pues francamente me sería dificultoso recordar cuánto transcurrió hasta aquel día, con asombro advertí que el improvisado tapón había desaparecido, dejando en su lugar un agujero de mayores dimensiones aún, y que yo suponía en forma definitiva sellado.

De inmediato me percaté de que de ligeras soluciones no se trataba al problema y, para el día siguiente, una placa de madera bien clavada cubría el ominoso agujero.

Creí haber terminado así en forma definitiva con aquel problema, pero para mi pesar no fue así.

Luego de una larga e insomne noche, en pleno apogeo del caluroso verano, horrorizado observé por la mañana del día siguiente que el remiendo de madera había desaparecido en forma misteriosa, dejando en su lugar nuevamente aquel ojo negro de bordes corroídos y desparejos. Unos pocos y doblados clavos, junto con algún minúsculo trozo del parche, sólo había quedado del remiendo.

Sobresaltado ante tan insólito e inexplicable hecho, decidí terminar con aquel asunto esta vez de forma definitiva.

Por si algún lector desconoce el hecho, aquellos antiguos pisos de madera machihembrada eran clavados sobre tirantes que cruzaban de pared a pared la habitación en cuestión. Suspendidos por encima del suelo de tierra apisonada, y dejando un vacío de entre treinta y cincuenta centímetros; tal era la técnica que se usaba antaño.

Está de más que lo mencione, pues ustedes fácilmente lo supondrán: aquel sitio de abajo se convertía de forma inexorable en un hábitat ideal, oscuro y tranquilo para la proliferación de todo tipo de insectos y roedores.

La sola idea de ser asaltado en medio de la noche por algún arácnido de grandes dimensiones realmente me aterraba, pues siempre sentí un temor exagerado e irracional hacia tales insectos, y debo confesar que aún lo siento. No profeso el mismo sentimiento hacia los roedores, que si me permiten decirlo, y aunque suene deleznable, inspiran mi simpatía.

Volviendo a la solución de aquel persistente problema, decidí asegurar el piso de machihembre por debajo, calzando un buen taco de madera que asentara sobre la tierra, para luego clavar, sobre seguro esta vez, un buen parche desde arriba.

Conseguir el taco sería fácil, y mediante regla o metro, debía tomar la medida de su largo de antemano. Pero no disponiendo en aquel momento ni de lo uno ni de lo otro, pensé que sería lo mismo utilizar una vara de madera y un lápiz para trazar la marca.

Tamaña fue mi sorpresa cuando introduje una vara de madera y, esperando tocar la tierra, no lo hice.

Asombrado por aquel hecho, y preguntándome por qué el piso de tierra estaba tan profundo, tomé prestada la escoba de la casa, cuyo palo, más largo que mi improvisada varita de medición, serviría de igual manera.

Efectivamente, como hubiera sospechado antes, ahora introduciendo el palo de la escoba éste chocó contra el piso de tierra por debajo.

Hasta aquel momento la tarea estaba completa, debí dedicarme sólo a colocar el taco y el parche, por eso maldigo mi personalidad inquieta que me llevó a mover el palo de la escoba en dirección hacia la pared junto a la cual se encontraba aquel persistente boquete.

¡Ay de mí por ser dueño de indómita curiosidad!

Con asombro descubrí que, sin hallar nada en su camino, en toda su extensión penetraba.

De inmediato abandoné aquel inútil sondeo, procurándome presuroso una linterna que tomé de uno de los cajones de mi viejo escritorio. Luego, de rodillas y agachado, iluminé el interior del misterioso agujero.

El haz de luz se proyectó seguro pero iluminó la nada.

Apagué la luminaria y me puse de pie desconcertado, no podía dar crédito a lo visto y sucedido. De inmediato, tratando de ordenar mis pensamientos, planteé una pausa a mi confusa mente.

¿De qué raro y misterioso fenómeno era testigo?

Probablemente de ninguno que una cabeza serena, mediante la lógica, técnica o ciencia, no pudiese explicar satisfactoriamente.

Entonces, en aquel preciso momento, se me ocurrió una razón valedera para la existencia de semejante hoyo.

El piso inferior de tierra, por debajo del de madera y, pared de por medio, lindero con el baño, seguramente había sido horadado durante largo tiempo por alguna dañina pérdida de agua, causada ésta por la añosa y deteriorada cañería.

Siendo tarde ya, resolví dejar para el día siguiente todo lo que a reparaciones concerniera.

Aunque al otro día tampoco pude abocarme a la tarea, porque traído por un amigo surgió un pequeño y bien remunerado trabajillo. La realidad de mis arcas ya casi vacías ordenaba las prioridades.

Pero dos días más tarde decidí retomar la tarea interrumpida y echar manos a la obra. Si se trataba de una fuga de agua, debía escarbar hasta descubrirla. Esta vez en forma definitiva estaba dispuesto a acabar con aquel persistente problema.

Planeé aserrar el piso de madera para poder introducirme de cuerpo completo y hurgar en el hoyo con más comodidad, hasta dar con aquel dichoso caño.

Como dos horas más tarde, sierra de por medio, levanté un cuadrado de metro por metro de aquel maltratado piso.

Pero lo que mis ojos descubrieron entonces hizo que los pelillos de mi nuca se erizaran de repente.

Un tremendo y amenazante agujero de forma circular, horadado en la tierra virgen, se presentó ante mis incrédulos y desorbitados ojos. Su diámetro de casi un metro iba un poco más allá del cimiento de la pared, el cual ahora yacía desmoronado en aquella parte.

Eché mano a la linterna e iluminé su interior, sólo para descubrir con horror que se trataba de un verdadero túnel.

Pegué un brinco hacia atrás de inmediato, asustado por tan insólito descubrimiento; nunca fui temeroso, pero créanme que aquello hubiese metido miedo al más pintado.

Con premura, no dudé en colocar a modo de tapa el cuadrado de machihembre cortado, y asegurándolo lo mejor que pude, eché luego la silla por encima. Haría el resto al día siguiente, si es que realmente descubría qué cosa era la más apropiada para tapar aquel siniestro hoyo de proporciones alarmantes.

Esa misma noche, en medio de un inquieto sueño, un extraño sonido me despertó.

Alerta me incorporé en la cama intentando descifrar el motivo de mi desvelo. Ni un minuto transcurrió cuando percibí, proveniente de aquel agujero, un rascar la madera por debajo.

¡Ay de mí!

Aterrorizado, manoteé la perilla del velador que se encontraba sobre la mesita de noche, pero mis ojos casi saltaron de sus órbitas y mi corazón se detuvo, pues cuando esperaba que la luz salvadora se encendiera, nada ocurrió.

Entonces, como un demente salté de mi cama para lanzarme hacia afuera en alocada carrera.

Unos segundos después, semidesnudo, de pie en medio del patio con la mente totalmente perturbada, me hallaba presa del pánico y de una agitación descontrolada. Decidido a no retornar a aquel dormitorio por nada del mundo, al menos durante el tiempo que durase la oscuridad, acurrucado en el sofá del living comedor y dormitando de a ratos, pasé el resto de aquella terrible noche.

Por supuesto, no conté a persona alguna lo ocurrido, pues con seguridad me tomarían por loco o por ser dueño de una imaginación excesivamente fantasiosa.

Al día siguiente, acompañé a mi abuela hasta la estación de ómnibus, que, dispuesta a visitar a una de sus queridas hermanas en Buenos Aires, pasaría fuera unos días. Evité mencionar lo sucedido, no deseaba preocuparla por nada del mundo.

Quedarme totalmente solo, si bien debo admitir que bastante temor me causaba, brindaría completa libertad a cualquier acción que quisiera emprender con respecto al insólito problema.

Al día siguiente el recuerdo de lo sucedido durante la noche me atormentaba cada cinco minutos. Mi mente, analítica e inquisitiva, desesperadamente intentaba encontrar una explicación racional a los inusuales hechos acontecidos.

Por fin, luego de cavilar un poco, arribé a la lógica conclusión que se trataba de alguna rata de considerable tamaño, protagonista del ruidoso rascar la madera la noche anterior. Esta simple explicación me trajo algo de sosiego, digo un poco y no del todo, pues la presencia de semejante túnel aún seguía siendo inquietante. Mis más ocultos temores ahora se hacían presentes, trayendo consigo un sinnúmero de fantasías aterradoras que mi mente elaboraba.

No con poco trabajo, desplacé mi modesto roperito hasta situarlo encima de la madera que había cortado y ahora se hallaba en forma provisoria tapando la boca de aquel insondable túnel que había tenido la desgracia de descubrir.

Supuse entonces que la siguiente noche podría dormir tranquilo y sin temor a que algo extraño emergiera de allí para asaltarme en medio de mi sueño.

Sin embargo, justo a la una de la madrugada, me desperté bastante nervioso. Primero no supe el porqué, pero luego, y poniendo mucha atención, mis oídos percibieron una especie de susurro entrecortado.

Casi inaudible. Sólo un cuchicheo.

La sangre se me heló en las venas y los pelillos de todo el cuerpo se erizaron de punta a punta.

No sé de dónde saqué el coraje en aquel infausto momento, mas lo que sí me consta es que grité a todo pulmón maldiciendo amenazante a quien fuera el autor del aterrador sonido.

De inmediato, y a modo de respuesta a semejante improperio de mi parte, tremendos y sonoros rasguños se escucharon bajo el piso provenientes de aquel sitio. Como si se tratase de las furiosas zarpas de un león.

Se desvaneció el coraje que había reunido y, en un arrebato de irracional pánico, lancé mi mano hacia la lámpara sobre la mesita de noche, que sin llegar a encenderse y a causa de mi torpeza, fue a parar contra el suelo, estallando en mil pedazos.

En una fracción de segundo, como impulsado por un potente resorte, salté de la cama para luego recorrer los escasos tres metros que me separaban de la llave de luz principal de la habitación.

Pero mayúscula fue mi desazón y sorpresa cuando, esperando la claridad salvadora de parte de aquella bombilla, ésta no se encendió.

Como había ocurrido la anterior ocasión, en paños menores y temblando, corrí hacia el patio con rapidez inusitada.

Fue otra noche más que no logré pegar un ojo. Esta vez con una gran cuchilla de cortar carne en la mano, destinada a protegerme de cualquier eventual ataque. Y nuevamente pasé el resto de la noche recostado en el sofá del living.

¿Qué había ocurrido?

A ciencia cierta no lo sabía. Pero ahora tenía la certeza de que algo terrorífico yacía debajo de aquel piso.

A media mañana del día siguiente comprobé que la bombilla que iluminaba mi dormitorio se encendía y apagaba sin problemas. Una y otra vez accioné el interruptor esperando una falla, sin que ésta ocurriera.

No encontraba una lógica explicación.

Un buen rato me llevó reparar el velador; la caída producto de mi desesperado manotazo había acabado con la lamparita, parte de su estructura y además dañado el cable.

Poco más tarde, eché mano a la escopeta del doce de mi difunto abuelo, para dejarla en condiciones mediante concienzuda limpieza. La vieja y poderosa cazadora dormía sobre el ropero hacía muchos años. Aserré prolijamente ambos cañones, para que su menor longitud la hiciese más maniobrable y efectiva. Luego compré cartuchos de munición bien gruesa.

Desde muy temprana edad, y de la mano de mi padre, había practicado la cacería, por lo que sabía usarla perfectamente. También sabía que ella mataría, y de eso estaba seguro, todo lo que se arrastrara, caminara o volara.

Poco más tarde, invertí el escaso dinero que restaba para proveerme de una larga cuerda y un farol a gas de kerosén.

Estaba más que dispuesto a terminar con aquella pesadilla de una vez por todas. No tengo tantas virtudes como cantidad de defectos, pero una de ellas es el valor para enfrentar problemas.

Por la tarde, listo para encarar aquella intrépida empresa, empujé el roperito y, corriendo las tablas cortadas, descubrí la boca de aquel tétrico hoyo.

Un sudor frío corrió por mi frente al contemplar su negra y ominosa boca. Pero lejos de acobardarme, arrastrándome lenta y sigilosamente, procedí a introducirme hacia su interior.

Un túnel de tierra gris descendía en pronunciado ángulo. Bastante amplio, pero no lo suficiente como para avanzar agachado, así que como soldado, cuerpo a tierra, continué adelante. El extremo de la cuerda que poco a poco iba soltando lo había atado firmemente a una de las patas de mi cama y sería mi guía de retorno, pues ignoraba con qué me toparía más adelante.

Luego de unos minutos de mugriento y dificultoso avance, el túnel se ensanchó un poco, permitiéndome continuar mi azarosa marcha, esta vez de pie y sólo un poco encorvado.

Mi asombro fue tremendo cuando luego de unos treinta metros, de improviso me topé con una amplia caverna.

Parte de tierra, parte de piedra, con una altura aproximada de unos cinco metros hasta su irregular techo y de forma más o menos circular.

De inmediato un acre e insoportable hedor me hizo arrugar la nariz. No pude evitar sentir un fuerte escalofrío al recorrer con mi vista aquel sitio. La luz del farol sostenido en alto mostraba las bocas de cuatro nuevos túneles que partían desde allí en distintas direcciones.

Evité pensar sobre la razón de la existencia de aquel fenómeno, consideré que no era momento de distraer mi raciocinio tratando de explicar lo inexplicable. Sí calculé encontrarme a bastante profundidad por debajo de la superficie, pues hasta llegar a aquel punto el camino había sido casi en todo momento descendente.

Entonces, al azar, escogí una dirección para continuar con mi marcha, avanzando luego por aquella ramificación ahora de unos dos metros de altura pero escaso metro de ancho.

Minutos después, al percibir un sonido agudo como si fuera un aullido, mi andar se detuvo y también mi aliento. Mis manos temblaron preparando de forma inmediata la escopeta montando sus dos martillos.

Alerta, agucé el oído de nuevo. Pero todo fue silencio.

Continué entonces hacia delante.

Me quedaba poca cuerda de salvamento cuando llegué a otra caverna, ligeramente más pequeña que la anterior, y en la cual pude advertir que desde un costado partía la boca de un nuevo túnel, horadado esta vez en húmeda y oscura tierra.

Precisamente desde él, amigos míos, provino el terrorífico aullido, bien nítido y estridente.

El pánico me invadió y casi echo a correr para salir urgente de aquel sitio. Justo en ese momento, y para llevar mis nervios hacia el límite, la luz del farol comenzó a decaer en forma rápida.

La idea de quedarme totalmente a oscuras me volvió loco.

Sabía que deprisa debía darle bomba al farolillo, pero en aquellas circunstancias era una maniobra harto complicada, por sostener con la otra mano la escopeta que de ningún modo soltaría por un instante.

Entonces, y como pude, acomodé la escopeta debajo del brazo y con tremenda lentitud el bombín comencé a accionar.

Pero cuando en plena tarea yo estaba, al levantar la vista lo vi.

Un temblequeo me invadió de pronto y mis piernas se aflojaron. Mi corazón comenzó a latir de forma tan rápida y descontrolada que retumbaba en mis sienes.


Ilustración: Pedro Belushi

De más de dos metros de altura, con robustos muslos en la parte superior de sus delgadas patas. Su pecho, afilado, huesudo y prominente. Sus brazos eran delgados, con largas y aguzadas garras en los extremos, y un par de esmirriadas alas casi totalmente desplegadas por detrás, tal cual las de un murciélago.

Tenía sus rojos ojos fijos en mí.

Terrorífica y abominable criatura, tal vez parida en las entrañas del mismísimo averno.

En su rostro, si es que puede llamarse así, un hocico entreabierto me mostraba furioso largos y amenazantes colmillos por el simple hecho de osar invadir sus dominios.

¡¿De dónde habría salido un engendro semejante?!

Casi caigo desmayado en ese mismo instante, pero enfilando sin dudar mi escopeta, tironeé ambos gatillos en veloz e instintivo movimiento.

Los tremendos y ensordecedores estampidos de ambos tiros fueron sólo uno, y una llamarada de fuego y chispas iluminó la cueva durante un segundo.

El farol se deslizó de mi otra mano y cayó al suelo, no vi más nada. Luego, siguiendo la soga tendida que marcaba el camino, emprendí precipitadamente la retirada.

¡Qué indomable es el miedo! Por más que pretendía, no lograba de allí salir tan velozmente como en ese momento hubiera querido. Un temblequeo incontrolable me dominaba y por más que me esforzaba no lograba apaciguarlo.

Luego de unos interminables y angustiosos minutos, tropezando torpemente y guiado por la débil luz de mi pequeña linterna que ahora había encendido, emergí de aquel monstruoso agujero.

Si di muerte a aquella infernal criatura, hasta el día de hoy no lo sé. Pero lo que sí puedo decirles es que con la vieja escopeta y a esa distancia tan corta, acertarle le acerté.

En los días subsiguientes, y antes de que regresara mi abuela, dediqué todo mi esfuerzo a rellenar aquel hoyo. No sé cuántas carretillas cargadas con tierra con gran trabajo acarreé, rellenando para siempre aquel maldito pozo.

A veces, cuando en mis pensamientos más inquietos recuerdo tan abominable criatura, por un momento siento pena, pues sólo Dios debió disponer de su suerte.

Poco tiempo después nos mudamos de aquella casa.

No desdeñen mi relato o lo tilden de fantasioso, es la pura verdad lo que en estas líneas he narrado.



Carl Stanley (seudónimo) nació en Rosario, Argentina, hace más de cincuenta años; es amante del río Paraná y de las novelas de aventuras. Pasó su infancia entre el bullicio del centro y las islas frente a la ciudad, donde su padre tenía una cabaña a un par de cientos de metros del viejo faro de Rosario, (hoy desaparecido). Su afición por la literatura novelesca lo impulsó a escribir sus dos primeras novelas, En la ruta del sol y Kram.

Hemos publicado en Axxón: EL EXTRAÑO CASO DEL SEÑOR WILSON (187), ALCIDES (189), EL RÍO (190) y LA GEMA AMARILLA (194)


Este cuento se vincula temáticamente con EL MITO DE LA CAVERNA, de Felicidad Martínez, DAGON, de Howard Philips Lovecraft y EL HORROR DE LAS ALTURAS, de Sir Arthur Conan Doyle

Axxón 198 - julio de 2009
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Terror : Criaturas Infernales : Argentino : Argentina).