Revista Axxón » «La vaca no es una vaca», Javier Goffman - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

1.

El despacho no se parecía en nada al Cabildo de 1810, ni al Congreso de Tucumán, el rosa fosforescente de las paredes no correspondía al de su despacho, y la presencia del presidente venezolano Chávez entre la concurrencia era una incongruencia temporal. Afuera llovía o estaba por llover, Chávez exclamó «¡Llueven bolivarianos!»; y para el presidente fue una falta de respeto hablar del clima cuando intentaba dar forma a una nación.

—Si quieren que las Provincias de la Unión se declaren independientes de España y de toda nación extranjera, levanten la mano… —dijo, poniéndose de pie.

Y las manos se alzaron.

Los primeros renglones de nuestra historia acababan de garabatearse. El presidente lustró las uñas refregándolas en la solapa. Alguien le palmeó la espalda. Dio media vuelta. Era Manuel Belgrano:

—Las Provincias de la Unión… señor presidente —murmuró el padre de la bandera, con voz aguda y entrecortada, visiblemente conmovido—. Un nombre muy federativo. Permítame estrecharle la mano.

—El gusto es nuestro, mi general… —prorrumpió el presidente, y ofreció la derecha. Vio el famoso reloj, asomando del bolsillo de la camisa victoriana—. ¿Es de oro?

—Oro puro —contestó Belgrano, apretando el reloj contra su pecho—. Pero ningún tesoro igualaría el valor que lleva en mi corazón… —Sin preámbulos, un poderoso despertador resonó en el recinto, y el presidente despertó. Tanteó en la mesita de luz, encendió el velador. Entreabrió los ojos, los abrió del todo. Miró alrededor, no había nadie. La primera dama estaba de gira, en campaña. Agarró el teléfono portátil, marcó uno. Nada más apropiado que el aislamiento monástico para meditar la coyuntura, pensar es hacer.

—¿Hola?

—Buen día, señor presidente.

—Quiero media docena de bolas de fraile.

—Café o té, señor presidente.

—¡No! Hoy quiero una Coca-Moca Light. Fría. Y un tarro de dulce de leche. —Cortó. No se levantó de la cama hasta escuchar el timbre, gritó—: ¡Déjenlo afuera! —Se vistió, abrió la puerta, metió el carrito. En la bandeja había un tarro de dulce de leche repostero, «La Vaca Gorda», una Coca-Moca Light de tres cuartos bien frappé, y un paquete con las bolas de fraile.

Ilustración: Valeria Uccelli

Abrió la gaseosa. Dio un buen trago, dejó escapar un «áaah…», e inmediatamente después, eructó. Le rompió la tapa al dulce de leche, la revoleó por el aire. Arrancó el papel metalizado de un tirón. Metió un dedo en el tarro, lo sacó embadurnado. Se lo chupó con la misma eficiencia que una joven entusiasta saborea el miembro viril del novio, amante o prenda. Repitió la acción, hasta dejar el tarro por la mitad. Sólo entonces, arrancó el papel que cubría las bolas de fraile, satisfecho de ser quien era: el presidente, con hemorroides y elecciones en puerta, primera dama indispuesta, internas de gabinete, operaciones mediáticas, etc.

La felicidad inmediata se disolvió, tal como debe hacerlo, más pronto o más rápido, en este caso muy rápido. Alguien le había jugado una broma de mal gusto, y él era el presidente; nadie se tomaba semejante libertad, nunca, jamás. No le habían mandado bolas de fraile, ni churros, ni vigilantes de crema pastelera, nada; lo que encontró dentro del paquete fue una mano, envuelta en una bolsa de nylon. Una mano lánguida, limpiamente amputada, aferrando un sobre. Sacó el sobre de la bolsa. La mano salió también: «Atte., Sr. Presidente»; sin remitente. Sacudió el sobre, la mano no lo soltó, el presidente insistió y la mano resistió; de pronto, se encontró luchando con una mano muerta, por el poder de una carta que estaba destinada a él, quién se creía esa mano para discutirle la tenencia del documento. Le puso un pie encima, a la altura de la muñeca; tironeó y venció. Rompió el sobre, sacó la carta. Leyó. El título de la carta: «TERMINEN CON ESTA FARSA, O EMPADRONAMOS AL GENERAL».

2.

Fabián Cabeza subió por la calle Teniente General Juan Domingo Perón, tal su nombre completo, hasta la estación de Once, donde tomó el tren. Iba vacío… el vagón, pero su corazón no, pensaba que era una chispa y podía prenderse fuego ahí mismo cantando una canción de Ray Charles; procedo a traducir el fragmento relativo al momento de recibir la escupida que dio inicio a esta serie de eventos sin sentido: «Cuando suspires / voy a suspirar contigo / y cuando llores / lloraré también. / ¿No es eso amor? / ¿No es amor / lo que siento en mi corazón?»; la respuesta es, respecto al personaje de nuestra historia, no. Nada de amor había en el alma de este hombre, ni siquiera para sí mismo. La ventanilla filtraba viento; seguía helándose, a marote pelado.

Bajó en la estación de Flores. El tren arrancó. Estaba de pie, en el andén, intentando expulsar el vacío interior como si fuera una constipación, cuando alguien, desde el tren, lo escupió. Cabeza dio media vuelta, distinguió al individuo. Que lo agrediera así, vana y cobardemente, era buena señal: signo de que todavía había en él algunas cualidades envidiables; «cualidades positivas», suponía de buen talante, cualidades suficientemente poderosas para que un resentido le hiciera saber su desprecio por carecer de ellas. Se limpió con la manga del saco, arqueó la solapa buscando salpicaduras. No vio ninguna. Bajó la escalera, salió a la calle. Cruzó las vías. Caminó para el lado de Caballito, por la calle B…, hasta el Disyuntor Café.

Entró. Sentada junto a la puerta, Liliana Betonotti cortaba entradas. Se saludaron: «Cómo estás», «bien y vos», «bien muy bien», «qué bien», etc.

—Llamó Gralford —dijo Liliana.

—¿Gralford está bien?

—Bien, supongo, pero no va a llegar, tenía show en Pinamar y hay paro de micros.

—Qué bien… —Cabeza dio media vuelta, en dirección a la barra: «Cer-ve-za», silabeó en silencio. El mozo lo vio, leyó los labios, la fuerza de la costumbre—. Es mi día de suerte… —declaró, tomando asiento.

—Porqué —quiso saber Liliana.

—Por la escupida en el andén —contestó Cabeza, y le narró el incidente con lujo de detalles. Para él, la ausencia de Gralford lo confirmaba; esto, más la falta de volantes con la programación del mes, detalle advertido apenas tomó asiento, eran las manchas del tigre que confirmaban la regla, era el universo indescifrable revelándole sus secretos; porque Fabián Cabeza, hombre previsor, llevaba en los bolsillos dos docenas de programas encargados por cuenta propia, y pasaría a repartirlos: nadie podía, ni debía, sentarse sin tener un programa en la mesa.

Se acercó a la parejita:

—Buenas noches, les dejo volantes del próximo show —murmuró con voz de locutor.

—Gracias —aceptaron al unísono. En otra mesa, tres tipos serios.

—Buenas noches —saludó Cabeza—. Permitanmé… —repartió los volantes, uno por uno—. Es la programación del viernes.

Danke —agradeció el viejo, barbudo, de anteojos gruesos—, muy amable.

—Maestro… —prorrumpió el grandote, alzando el vaso de whisky—. A su salud. —Dio un trago.

—Gracias, pero no tengo título —replicó Cabeza, e inclinó la cabeza respetuosamente.

—¿Canta hoy?

—Hago una suplencia. El viernes que viene estoy con mi propia banda.

El tercero dijo algo, acomodándose la gorrita. Llevaba la bufanda hasta la nariz, no se entendió. Cabeza murmuró «permiso»; dio media vuelta. Mantenía una distancia que no lo favorecía. Siguió, mesa por mesa, repartiendo volantes a diestra y siniestra. Sentada junto al escenario, una mujer, tomando cerveza. Se acercó,

—Buenas noches, ésta es una invitación para el viernes que viene. —Le ofreció el papel. Ella lo tomó.

—Gracias —murmuró. Primero, leyó el volante. Después miró a Cabeza, y él puso voz de locutor.

—No hay de qué.

«Qué raro una chica sola», pensó. Nunca iba nadie cuando cantaba de titular. Pero esa noche era la noche de Jorge Gralford, el Sarmiento de los Blues. Padre del aula; tanto por haber puesto una escuelita, como por su éxito con las alumnas.

Y tenía ausente.

Fabián Cabeza había sido enviado de sustituto con el impulso de una escupida: por ley natural, dispondría libremente de la fecha, banda, y concurrencia (incluyendo novias, alumnas, o señoritas que vieran su foto en Internet).

—Buenas noches, soy Jorge Gralford —declaró Cabeza, al final de Stormy Water. Se escucharon risas, e improvisó un monólogo sobre la importancia de educar con los blues, había trabajado muy duro durante años para poner una escuela, y era ahí donde iban las mujeres: él, como docente, tenía la obligación de esperar a que egresaran antes de intentar algún avance.

Hello, very good…—»Hola, muy bien», dijo amablemente la chica que bebía sola, después del show. Cabeza se quedó duro: era muy alta, de pelo castaño claro, parecía sueca, o rusa. Le preguntó de dónde venía, en inglés. Ella contestó, riéndose,

—De San Antonio de Padua, pasando Morón —y lo invitó a terminar la cerveza. Se sentaron juntos. Su nombre, Cristina.

—A qué te dedicás… —quiso saber Cabeza.

—Estudio bioquímica.

—Eh —y abrió los ojos muy grande, impresionado—. Isaac Asimov era bioquímico. Me refiero al escritor…

—Ya sé, en mi casa compraban la colección Drean de Ciencia Ficción.

—En mi casa también.

—No me gustó cuando unió las series de Fundación con la de robots.

—¿Por qué no? Me parece que le salió bien.

—Por favor, el final de «Fundación y Tierra», metiendo al robot Daneel en el medio, con todo lo que yo lo quería… —Y siguió una charla debate sobre ciencia ficción que Cabeza no imaginó compartir con un ser vivo de nuestro planeta. De más está transcribirla, sería incomprensible para los propios gobernantes, reconcentrados en sacar el país adelante. Considerar las naves espaciales, los viajes en el tiempo, o el modelo de un mundo a merced de la segunda ley de la termodinámica, cuando hay que satisfacer a los intendentes del conurbano bonaerense, es un disparate total. Ella y él, terminaron la cerveza, y salieron. Antes de llegar a la esquina, iban de la mano. A la cuadra, se besaron.

3.

El grito fastidiado del presidente resonó a lo largo y ancho de la quinta presidencial, fue trueno en el desierto, eco en cada rincón. Se interrogó al personal, uno por uno. El encargado de arrimar el carrito alegó inocencia y sostuvo su posición: lo había estacionado en puerta por disposición exclusiva del presidente, no esperó a que abriera; cualquier bromista podría haber cambiado el paquete, él no, tenía tres bocas que alimentar. El jefe de gabinete escuchó su descargo pacientemente, y lo disculpó. Le ordenó retirarse. Al cerrar la puerta, reveló su verdadera cara:

—Que lo echen… —sentenció por celular, peinándose el bigotito con un cepillo de dientes—… páguenle mil pesos, pero denle una patada en el culo.

—La patada se la doy yo —gritó el presidente, desde el baño. El jefe cortó.

—Señor presidente, ¿está bien? —preguntó.

—Muy bien —contestó—, me arde el culo, nomás.

—Son los nervios… —Sonó un celular—. El mío —dijo, atendiendo. Otra vez el ministro del interior. Acababa de interrogar al jardinero. No quedaba claro qué había hecho entre las diez y diez y media. Quería hablar con el presidente—. Está en el baño, no puede hablar. —Cortó. Guardó cepillo y celular, sentándose en la cama. Vio el papel, sobre la frazada. Lo agarró, leyó en voz alta—: Atención, Carlos Kafka, presidente de la república… etc. Somos ciudadanos decepcionados con la dirigencia política. Se preguntará qué significa la mano. Pertenece al cuerpo del teniente general Juan Domingo Perón. Decidimos mandarle la zurda, pero no crea que se la merece. Puede usarla para lo que quiera: regalarla, licitarla, o enarbolarla como símbolo de la nueva política. Esta mano, y la otra, ya no nos sirven. Dos manos muertas no se comparan a la voluntad viva. Hemos modelado un clon del general, y estamos considerando presentarlo en sociedad, a menos que: 1) Declare nacionalización de los recursos naturales. 2) Integrantes del poder ejecutivo y legislativo deroguen gastos reservados y viáticos, asimismo rebajen sus ingresos tope a ochocientos pesos mensuales netos. 3) Las sesiones ordinarias del Congreso duren todo el año. 4) Disuelva el organismo conocido como SIDE (Servicio de Inteligencia del Estado). 5) Declare vedada la propaganda política, ya sea con fondos del estado o privados. 6) Prohíba a las autoridades pertinentes inaugurar obras públicas durante la campaña electoral, con retroactividad de cuatro años. 7) Elimine el IVA, el POPE, y el TURURU, impuestos que afectan a la canasta básica y son regresivos bajo todo punto de vista… —El jefe dejó de leer. Sus labios siguieron moviéndose, murmuró alguna puteada. El presidente salió del baño, con el diario El Trombón bajo el brazo:

—Qué le parece —quiso saber, arrancándole la carta.

—Es imposible —contestó el jefe de gabinete.

—Qué cosa.

—Todo.

—Y el clon de Perón, qué.

—Una parábola —se rascó el bigote.

—¿Una qué?

—Parábola, narración alegórica que encierra una enseñanza moral. Por ejemplo: Si querés leche fresca, atá la vaca a la sombra.

—Qué significa.

—No está hablando de Perón, ni de leche fresca, lo mismo que la vaca no es una vaca. Acá nadie tiene plata para clonar a nadie, mucho menos a Perón. Le pusieron formol y embalsamaron, creo —metió mano en el bolsillo, tanteando el cepillo—. Cosa de literatura barata. No sé si hace falta sangre fresca para modelar un clon, y un prócer para qué: Sarmiento era racista, Belgrano puto, San Martín pecho frío…

—Pero la oveja…

—¡Epa! —sacó el cepillo—, no es lo mismo clonarse una oveja que un tipo. Imaginesé, un loco se clona un Perón para hacernos escarmentar, cosa absurda, usted apoyaba a la izquierda peronista cuando Perón volvió al país y volcó a la derecha. Le devuelvo su cepillo, señor presidente. —Extendió la mano, ofreciéndolo.

—Derecha o izquierda, importa un pito. Estamos hablando de Perón. Y guárdese el cepillo.

4.

Carteles con la cara de la primera dama y candidata a presidente empapelaban las paredes de Buenos Aires, junto a la consigna: «El cambio recién empieza»; y el cambio iba más allá de un detalle cosmético o una cirugía estética. Se trataba de reformular, ordeñar la vaca con manos amables, a la sombra y sin apuro, cual sabio que al escurrir el trapo de piso entiende que siempre existe una gota más: por paciencia, el propio trapo llenará los océanos de la Tierra; tal fue la visión de nuestros gobernantes.

A mitad de semana salió el sorpresivo decreto que eliminaba el IVA, el POPE, y el TURURU. Los máximos exponentes de la oposición coincidieron en acusar al presidente de hacer «electoralismo de final de gestión»; para el oficialismo, «el IVA, el POPE, y el TURURU, afectan a la canasta básica y son regresivos bajo todo punto de vista», remarcó el jefe de gabinete, «el presidente da otra muestra de conciencia de gestión social». En tanto, el ministro del interior, manifestó: «Argentina es un alcohólico recuperado en materia inflacionaria. Con la derogación del IVA, el POPE, y el TURURU, podemos decir que salimos de terapia intensiva».

Fabián Cabeza escuchaba radio AM a la mañana, por la tarde, e incluso de madrugada. Seguía la campaña. Estaba seguro de a quién no iba a votar, lo tenía claro; eso de por sí, era un hecho positivo. El miércoles llamó a Paco Pampilla, su vendedor de porro. Quedaron en encontrarse en la esquina de siempre, al día siguiente a la hora X.

Cabeza salió de trabajar un rato antes. Llegó con diez minutos de anticipación. Para su sorpresa, Paco Pampilla ya estaba ahí. Había estacionado el coche y escuchaba, a todo motor, música de heavy metal. Cabeza subió sin pedir permiso:

—Llegaste antes —dijo Paco, bajando el volumen.

—Vos también.

—Es verdad. Qué raro.

Intercambiaron los comentarios formales de rigor: «Todo bien y vos», «estás tocando con tu banda», «no tanto como quisiera», «viene dura la mano», etc. «¿Cuánto querés?», preguntó Paco. Cabeza contestó algo. Sacó un billete. Pagó justo, recibió el artículo y se despidió.

Salió caminando a paso redoblado en dirección a la avenida C…; esquivando personas, en el apuro pisó una caca de perro. No se detuvo: «Es buena suerte», murmuró. Vio un colectivo modelo Elefante, embotellado en la esquina. Lo corrió, se abrió para el cordón y metió el pie sucio en un charco, trastabilló, el otro pie pisó una baldosa floja y pegó un salto, aterrizó sobre el cordón sin detenerse pero con una mancha blanca en la manga izquierda de la campera; «caca de paloma», observó Cabeza. No estaba cuando bajó del auto, novedad: «Es buena suerte», repitió. El semáforo dio verde. La jauría de vehículos arrancó pesadamente. Cabeza subió justo a tiempo. Detrás se oyó un grito, «¡pare!»; un tipo intentó llegar, corriendo con la mochila al hombro.

5.

La siguiente escena tuvo lugar a puertas cerradas, el tercer jueves de mayo de 2007, fue la primera y última reunión de gabinete que el presidente concertó. No hay libro de actas que la certifique. Había un clima de tensión. En el centro de la mesa redonda, la zurda de Perón en bandeja. Alrededor de la mesa: ministros mirando la mano con expresiones dignas del primer hombre mono atropellado por la rueda. El presidente caminaba alrededor. Cada tres o cuatro vueltas, cambiaba de dirección.

La puerta se abrió:

—Llega tarde —recriminó el presidente, sin mirar.

—Perdón por la demora —se disculpó el ministro de salud, sosteniendo una copa entre la servilleta. Había interrumpido la cena, llevaba medio fideo colgando de la barba. La copa contenía un líquido amarillento, probablemente vino blanco. Tomó asiento.

El jefe de gabinete hojeó sus apuntes:

—Fue en el cementerio de Chacarita —dijo—, creo que en abril de 1987: le arrancaron la combinación al sereno y lo mataron a golpes. Entraron a la bóveda en junio. Tenían las llaves, igual perforaron el vidrio blindado. Lo mutilaron con una sierra quirúrgica, robaron un anillo que supuestamente tenía el número de cuenta y/o clave de un banco helvético, su sable militar, y un portarretrato con un pobre poema escrito por la viuda, Isabel Perón. Fragmentos del poema fueron enviados por carta a tres personalidades del peronismo, reclamando ocho millones de dólares por la devolución del paquete completo. Firmaron la nota Hermes Iai y los 13… No sé qué significa. Hay un dios griego: Hermes, mensajero de los dioses.

—Mercurio para los romanos —acotó el ministro de justicia—. El que tiene alitas en los pies.

—Otra alusión —sugirió el presidente.

Permitamé —intervino el ministro de salud, balanceando la copa de vino—. Hay un Hermes, mitología egipcia: el dios de los muertos. La palabra Iai equivale a la rebelión en el tránsito entre la vida y la muerte, y trece son las partes en las que se divide el cuerpo al momento de ir al otro lado. Señores… —tomó aire; declaró con voz ronca—: El robo de las manos de Perón fue un crimen ritual, un ritual esotérico para interrumpir el tránsito del general al más allá.

—Qué hay con la leyenda de las huellas digitales que abrieron una caja fuerte en Suiza —lo apuró el presidente—, qué hay del móvil político.

El ministro de salud acabó la copa de un trago. Se rascó bajo el labio. El fideo cayó en su camisa:

—Que funciona muy bien también —contestó—. El grupo de tareas fue organizado por gente de los setenta, Suárez Mason, y creo que Massera. Seguramente copiaron las diez llaves durante la dictadura, las tenían en la Escribanía General de la Nación. En los ochenta, soñaban con volver al poder, y me cago en la democracia… ¿Eh? —Nadie había dicho nada, pero interrumpió el alegato cual abogado frente a una objeción. Miró a los demás, uno por uno, y preguntó—: ¿Quién reactiva la causa? ¿Quién se anima? El juez murió en la ruta, le pusieron gas en las gomas del auto. Y al jefe de policía de la federal lo mató un ataque de asma…

—¿Parker? —dudó el presidente

—No, se llamaba Pirker —corrigió.

—Che —intervino el ministro de interior—, ¿y López Rega no estuvo metido?

—Totalmente, López Rega lo conectó a Perón con la magia negra —contestó el ministro de planificación.

Silencio. José López Rega: mano derecha de Perón en su última presidencia, ministro de Bienestar Social, creador de la Triple A, Alianza Anticomunista Argentina.

El fantasma del ser más siniestro rondó la habitación.

—López Rega era miembro de una logia masónica —continuó el de salud, un tanto incómodo—. La P2, a cargo del tano Licio Gelli. Le recuerdo, muchos represores de los setenta son masones. Un médico ex miembro de la P2, Hipólito Barreiro, atendió a Perón; es el que declaró que fue padre dos veces. Según él, Perón le prometió a Gelli la exclusividad de las exportaciones argentinas a Europa mientras durara su tercera presidencia. También lo dijo un ex represor, ahora no me acuerdo el nombre… que compartió celda con Gelli en Europa. Perón murió antes de cumplir su promesa, y le cortaron las manos en represalia.

—Venganza bien fría —señaló el presidente—. Tanto como que Perón murió en 1974.

—Al morir el cuerpo se divide en trece partes. ¿Y si pasa una parte por año? —propuso el jefe de gabinete—. Una vez al año viaja un pedazo de cuerpo. En 1987, Perón mudaba el final del fiambre, y justo ahí le cortaron las manos.

—Las manos bien podían haber pasado a mejor vida… —especuló el ministro de interior—, si faltaba un pie…

—No me importa —interrumpió el presidente, exasperado—, ahí tengo la zurda, me obligó a derogar el IVA, el POPE, y el TURURU.

—Alguien le hizo un ADN —quiso saber el ministro de salud, médico titulado. El jefe de gabinete miró al presidente. El presidente devolvió la mirada, y asintió. «Sí», murmuró el jefe de gabinete—. Podrían haberme dejado participar —se quejó, balanceando la copa vacía—. ¿Quién lo hizo?

—Mi proctólogo —contestó el presidente—. El tipo que me operó las hemorroides. Tiene toda mi confianza. Ustedes colaboraron en presidencias como la de Menem o Duhalde, no lo tomen a mal.

—Usted también —replicó el de salud.

—Pero yo soy el presidente.

—Los ex presidentes peronistas apoyan la operación —intervino el jefe de gabinete—. En el 2006, la mudanza del cuerpo de Perón a la quinta de San Vicente fue aprovechada por la SIDE para sacarle pelos y pedazos de piel.

El ministro de salud negó con la cabeza:

—Por más bien mantenido que esté, ya no lo pueden clonar —arriesgó.

—Algunas exigencias de la carta son aceptables —dictaminó el de justicia—. La SIDE sabe lo que hacemos, pero nosotros no sabemos bien qué hace. Y la financiamos.

—Nosotros no, los contribuyentes —corrigió el presidente—, y la SIDE no sabe nada. A menos que tengan un informante entre nosotros, o hayan pinchado más teléfonos de los que les dejamos pinchar.

—¿Y si alguien de la SIDE mandó la carta para disolver a la SIDE? —sugirió el de salud.

—Por favor —replicó el presidente—, si un agente de la SIDE piensa así ¿de qué va a trabajar?

6.

Una hora después, la noticia fue primicia el jueves, titular del viernes, editorial del sábado, incidente de la quincena, y posterior olvido:

—Minutos después de la hora X —comentaba el cronista por radio—, este individuo, con las facultades evidentemente alteradas, a metros de avenida C… al 1500, desenfundó un arma calibre veintitrés y medio y, girando sobre sí mismo, abrió fuego al azar. La víctima fue… —dio el nombre—, esperaba el colectivo E…, cuando una bala le atravesó la mochila, alcanzándolo en la espalda, a la altura del corazón. El agresor se dio a la fuga.

—Qué locura —dijo El Diego, el vecino de la cocina, cebándose un mate.

—Yo conozco ahí… —murmuró Fabián Cabeza, poniendo pan a tostar. Tardó un rato en asociar hora y dirección. Había corrido una cuadra, pisado caca de perro y ligado caca de paloma en una manga. Con eso, más la temprana llegada de Pampilla, agarró el colectivo justo a tiempo; el tipo de la mochila, no. Unido al incidente de la semana anterior, el instante se revelaba en toda su dimensión: si una escupida funcionaba tan bien, y los excrementos de animal le permitían salvar la vida, qué perspectivas, cuántas combinaciones a su disposición. Era imperativo escapar, abandonar el ínfimo mundo del piso de soltero, salir a patear tachos de basura, pisar cáscaras de banana, cruzar gatos negros, atravesar escaleras justo por debajo, bombardear los negocios de espejos a cascotazos, etc. «Oh, Diosa Fortuna, concédeme la gracia de quebrar la indiferencia del inconsciente colectivo» imploraba Fabián Cabeza, mirándole el culo a la chica que iba delante, ya de noche. Caminó las cuarenta y pico de cuadras con un sobre bajo el brazo. En su interior, una novela corta, de su autoría, «ABAJO LOS BOLA DE PELO»; nadie antes la había leído nunca, y él estaba dispuesto a darle una copia del original a Cristina.

En la vereda del Disyuntor Café, esperaban Julio Lozano y González Muñón, guitarristas de «CABEZA & THE PATOS DE CAMPO». Saludó. Adentro había muy poca gente.

—Es temprano —dijo Lozano.

Pasó un auto, a baja velocidad. Frenó a pocos metros. Estacionó enfrente. Bajaron tres tipos. Cruzaron la calle:

—Eh, Dani —dijo Lozano.

—Qué hacé… —contestó el grandote. Se dieron la mano.

—Para cuándo las clases de guitarra.

—Con estas manos, mejor pruebo el contrabajo. —Ofreció la diestra a Cabeza—: Maestro.

Y Cabeza lo ubicó, a él y a los otros dos: el viejo de barba y el flaco de bufanda y gorrita.

—Mucho gusto. —Saludó de buena gana—. Gracias por venir.

—Daniel Martone —se presentó.

—Ex alumno —agregó Lozano.

—Fui un par de meses, nomás. —Señaló al barbudo—: Nuestro padrino alemán…

Rroni Matthies, grracias —interrumpió Roni. Hizo un ademán en dirección al menor—. Mi sobrino, Juancito.

Estrecharon manos, uno por uno. Entraron.

—Vinieron la semana pasada —comentó Cabeza.

—¿En serio? —Lozano alzó las cejas—. Martone es de Bella Vista.

—Lindo viaje —dijo González Muñón—, treinta y pico de kilómetros.

—Le di clase cuando vivía allá.

El resto de la banda no tardó en llegar. Poco a poco fue cayendo público al baile. Alguien decía mejor poca gente y buena, el show empezó con una docena de personas. Cristina, la número trece, llegó en la primera canción. A Cabeza le pareció muy adecuado. Antes del bis, El Diego subió al escenario, sosteniendo un gorro con trece talones.

Tomó el micrófono y preguntó:

—¿Quieren una canción más?

—Sí… —se unieron las voces, casi sin fuerza.

—No se escucha, ¿quieren una más?

—Sí… —repitieron, un poco más fuerte.

—Entonces, atención. Hay un hecho comprobado: la persona que viene por primera vez, se gana una cerveza. ¿Alguien vino hoy por primera vez? Que levante la mano. —Nadie la levantó—. Mejor, queda entre amigos. Necesito una voluntaria. Usted
—le hablaba a Cristina, sentada junto al escenario. Acercó el gorro—. Señorita, por favor. Saque numerito. Sin mirar.

Cristina metió mano y sacó un talón. El Diego lo tomó. Anunció:

—El ganador es… el 7.

Y el 7 se puso de pie.

Esa noche, se reveló al mundo por primera vez. Era él, el flaco de la bufanda hasta la nariz: sorprendido, saltó de la silla, ojos bien abiertos. Miró a sus compañeros; el viejo, primero lo señaló con un índice, después le mostró el pulgar.

Juan caminó hacia el escenario, exhibiendo el numerito en alto.

—Para tomar la cerveza va a tener que sacarse la bufanda —dijo El Diego.

El flaco se arrancó bufanda y gorrita, dejando al descubierto sus jóvenes facciones: pelo negro alborotado, ojos oscuros y firmes, nariz prominente, poderoso mentón; destellos de una fuerte personalidad. Durante los cinco minutos que duró el bis, revoleó la bufanda por el aire, pisoteó la gorrita, bebió medio litro de cerveza de un trago, aplaudió y gritó; primera vez que bebía. Terminada la música, la dueña del boliche encendió las luces; un esfuerzo por ahuyentar a la escasa concurrencia.

Cabeza le dio el sobre a Cristina. Ella lo abrió, sacó el cuadernillo y agradeció. Advirtió que era muy exigente. Le mostró un libro que llevaba en la cartera, «Estación de tránsito», de Clifford D. Simak:

—¿Está bueno? —preguntó Cabeza.

—Es genial —contestó ella—, lo leí cinco veces, me ayudó mucho…

Fue entonces cuando el ganador de la cerveza, borracho perdido, subió al escenario empuñando un vaso, y tomó el micrófono. Los focos de luz perlaban su frente transpirada:

—Quienes quieren oír, que oigan —declaró—. Quienes quieren seguir, que sigan. Mi empresa es alta, y clara mi divisa. Mi causa es la causa del pueblo. Mi guía… —se le quebró la voz. Dio un buen trago, y exclamó—: Mi guía, ¡la bandera de la patria…!

7.

La misma noche que el clon de Perón hizo su aparición pública en aquel boliche de Flores, el jefe de gabinete recibió, por correo directo de su contacto en los servicios: copia de la partida de nacimiento con manchón incluido, certificado de disfunción, defunción, enterramiento y desenterramiento; una agenda, figuraban médicos, enfermeras, testigos que presenciaron los instantes postreros del general; docenas de recetas deshilachadas con medicamentos inexistentes, no curaban nada o habían cambiado de nombre y de laboratorio a fines de los setenta. Por aquel entonces, nuestro jefe de gabinete era un muchachito de clase media, buena familia, la clase de chico que todas las madres querían. Andaba bien en la escuela. Se hizo amigo del grandote de la clase, por protección. Sus travesuras, maldades de infante, no sobrepasaban la media de lana; a saber: molestar al gordo, al feo, o al tímido, tirarle del pelo a la nena que le gustaba, lanzar una tiza contra el pizarrón y esconder la mano, o entrar al colegio con una petaca en la mochila de vez en cuando.

Haciendo gala de aquel prontuario tan poco notable, tras años de entablar amistades con los sucesivos grandotes de clases y similares, llegó a la jefatura de gabinete. Tenía cuarenta y pico años. Contemplaba la posibilidad de abrir un nuevo frente de batalla: desenterrar una verdad que podía llevarlo donde sólo sus sueños más alocados lo habían llevado o hundirlo en lo profundo del ridículo. Revisaba el archivo y, hoja por hoja, su convicción se fortalecía entendiendo: las fuerzas oscuras tras la conspiración iban más allá de las que estaba acostumbrado a desestimar en aquella administración sometida al régimen inmobiliario de un matrimonio. No sin vergüenza, una idea iba formándose en su mente: por primera vez, se planteaba la posibilidad de no seguir a nadie.

Anotó cada nombre, resuelto a interpelar a los vivos. Una crónica escrita a mano, en letra de médico, documentaba cierta anécdota posterior al fallecimiento: alguien le entrelazó los dedos sobre el pecho; una vez inyectado el formol, no hubo manera de volver a entrelazarlos. Los dedos estaban rígidos o hinchados… La otra nota, representaba un estrafalario permiso sin fecha ni sello para sacarle sangre a fin de analizarla, no quedaba claro por qué ni por quién. Firma al pie, «Perón», de trazo frágil.

La viuda no atendió llamadas. Un vocero, o mayordomo, la excusó en repetidas ocasiones: la señora sufría problemas de salud, no quería dialogar con nadie de nada que pudiera subirle la presión; esto descartaba cualquier pregunta sobre su responsabilidad en la creación de la Triple A, también cuestiones referidas a la hija del general, una impostora indudablemente: el general no podía tener hijos, insistía el interlocutor. Preguntarle a la señora por el paradero de las manos de Perón, otro doloroso asunto que no convenía desempolvar, era mucho más que faltarle el respeto; representaba una afrenta al decoro, propia de un gobierno sin ninguna sensibilidad, ni preocupación, por atesorar el pasado bajo un manto de piedad. A ella la habían indagado años atrás, y la carpeta con sus declaraciones ya no existía por obra de «otras irresponsables manos», según el empleado.

Quedaba pendiente el asunto de la herencia, y había un vacío legal en todo lo referido a clones que cualquier abogado inescrupuloso intentaría usufructuar en beneficio propio. Lo ideal era mantener fuera del asunto a todo el mundo. «Con menos personas al tanto, menos problemas para enderezar la coyuntura», razonaba el jefe de gabinete frente al espejo, peinándose el bigote con un cepillo de dientes.

8.

Un carácter fuerte puede salir a relucir en las situaciones más absurdas, y frente a la más obtusa indiferencia. El clon de Juan Domingo Perón proclamó su visión frente a menos de veinte personas y lo ignoraron completamente. Al bajar del escenario, no disimuló su agitación; «un golpe de adrenalina», murmuró. Daniel Martone pidió disculpas en su nombre, «es que lo llevamos a debutar y está un poco exaltado», le dijo a Cabeza, «hace dos semanas vino a Bella Vista, antes estudiaba en un rancho…»

Fabián Cabeza se rascó la pelada, confundido:

—No se haga problema —replicó—. Yo quiero ir a cabalgar a la facultad —y señaló a Cristina, esperando afuera.

—Vaya, nomás. Le dejo mi tarjeta. Avise del próximo show.

Cabeza se despidió, del resto también. Salió; «vamos», apuró Cristina. Rumbearon para avenida Rivadavia.

—Te invito a venir a casa —dijo Cabeza.

—No puedo, mañana tengo que salir temprano —replicó ella.

—Pero hay pocos colectivos.

—Prefiero esperar.

Cabeza esperó también a que se tomara el colectivo. Después volvió caminando. Cruzó un par de gatos negros, e invocó a la lluvia. Al día siguiente consiguió un ejemplar de «Estación de Tránsito». Lo leyó de un tirón. De noche, salió a revisar el correo electrónico. Había un mensaje de Cristina.

«Me entrego a la nada grata tarea de comentar tu historia, ABAJO LOS BOLA DE PELO. Terminé el primer capítulo, seguramente escrito bajo los efectos de la marihuana, y no podría describir lo enferma que me sentí. No obstante, hice un esfuerzo. Continué, lo que habla más bien de mi buena voluntad. Tantas repeticiones de personajes masculinos, pendientes del sexo, o «con ponerla», palabras del protagonista, no hace más que reflejar la obsesión fija del autor. En el momento que la heroína acepta al patético héroe, y lo ama, por ternura o, «porque no tuvo mejor opción», según manifiesta; ¡qué falta de autoestima! Existía una posibilidad mucho más digna: permanecer sola, mil veces preferible morir en soledad que aceptar a un idiota como el tuyo. Al final, nadie aprende nada: consiguen lo que quieren o fracasan. Ni moraleja, ni parábola. ¿Dónde está el mensaje…?»

Cabeza no conocía la respuesta. Esperaba preguntarle en persona si se le ocurría alguna; de todas maneras, renunció a mandar la historia a un sitio de Internet que revisaba originales para publicar en la web. Cristina suspendió la siguiente cita hora y media antes de producirse. Dos semanas después salieron a tomar algo, revisaron juntos algunas librerías de la avenida Corrientes. Cabeza consiguió convencerla de ir a casa un ratito, que «no nos desvestimos ni nada», prometió. Cuando llegaron, abrió la puerta del departamento, y ahí estaba El Diego, acostado en la cama de la cocina; rascándose la panza con una mano, sosteniendo un libro con la otra.

—Cabeza —saludó. Vio a Cristina; entrando detrás, por precaución—. Hola, qué tal —le dijo.

—El Diego —murmuró Cabeza—, volviste temprano.

—Ciertamente.

—¿Y Luciana?

—Ahí anda.

La llevó a la habitación. Cerró la puerta. Ella revolvió la biblioteca. Se acostó a leer un libro. Cabeza intentó incumplir la promesa de no desvestirla en más de una ocasión.

Ésa fue la última vez que se vieron.

9.

El Diego era un tipo agradecido. Su proverbial gratitud le había permitido superar trances de la vida que hunden al guapo más mentado; desde la pérdida trágica de un familiar, hasta la toma de conciencia de la propia cornudez. Creía en algo que trascendía a todos lo seres humanos, nada que pudiera ver con sus propios ojos ni a lo que pudiera rezarle, pero cada vez que una piedra se cruzaba en su camino, agradecía. Su ex esposa lo dejó por otro y agradeció; lo asaltaron, agradeció también; se agarró un dedo con la puerta del estudio de grabación, accidente que le costó media falange y persistió en su gratitud: «Podría haber sido peor», remarcó repetidas veces. Frecuentó a una chica que no reavivó el ardor primaveral apagado por su ex esposa, pero El Diego continuó agradeciendo como si cantara en un coro gospel de iglesia.

Y llegamos a la semana previa al domingo primero de julio de 2007, fecha de refundación del movimiento peronista. Correspondió más a una necesidad biológica que política. El lunes a la mañana, el editor del diario El Trombón, José Trombón, pidió media docena de vigilantes con crema pastelera para desayunar. Trajeron el pedido, abrió el paquete, y encontró una mano derecha aferrando un sobre. Tras la disputa con la mano por el sobre, se encontró en posesión de una copia de la carta enviada al presidente y un documento sellado en tres laboratorios alemanes: incluía comparación de dos mapas genéticos pertenecientes a Juan Domingo Perón y a un tal Juan Matthies.

Fue titular martes, miércoles, jueves, viernes y sábado. El domingo, en coincidencia con el aniversario del fallecimiento del general, sacaron a todo trapo un suplemento especial: Vida y Obra de Perón, Muerte, Mudanzas, y El Símbolo: Crónica de Manos.

El profesor Jirafales, el jugador de armónica más alto de Sudamérica, estaba noviando desde hacía un año con doña Florinda Roldán, residente de Bella Vista, cuyo cumpleaños era el domingo primero. Planeaba festejarlo en casa de una vecina amiga, cumpleañera también. Por doble cumpleaños cabía esperar una concurrencia importante de amigas.

El Diego y Cabeza viajaron a Retiro, hasta la estación del ferrocarril San Martín. Sobre la ventana de la boletería, un cartel: «COLABORE CON LAS MONEDAS. AYÚDENOS A ATENDERLO MEJOR».

—Permítanos tratarlo peor —dijo El Diego, viendo que la cola no avanzaba.

—No tienen cambio —observó Cabeza. Cambiaron a la fila de pago exacto, y sacaron boleto. Ya en el andén, caminaron hasta la otra punta. Subieron, El Diego cedió la ventanilla.

—Gracias.

—A la vuelta me toca a mí.

Tomaron asiento.

—Este… —dudó Cabeza, queriendo armar conversación—, qué tal.

—Qué tal qué.

—Luciana en qué anda.

—Dejé de llamarla —se encogió de hombros, y no dijo nada más.

Al llegar, pasearon por calle Francia dos o tres cuadras, para ver el verde. Cruzaron las vías, caminaron hasta Mariano Moreno al 9…; era una casa de planta baja y dos pisos, ladrillo a la vista, con rejas y espacio para estacionar el coche. Tocaron timbre. Bajó el profesor Jirafales. Abrió el portón:

—Ejey, Cabeza —dijo, pegándole un bruto manotón en la espalda—. El Diego, cómo va.

En la puerta, un Cristo crucificado. Subieron al segundo. Conocieron a la otra cumpleañera, entraba en la cincuentena. «Elsa Peñaflor», se presentó; era canosa, algo de rubio en el flequillo y arrugas a la orden del día. Había un sahumerio prendido, las bandejas iban de mesa en mesita, repletas de sánguches de miga y palmeritas. Cabeza miraba por la ventana, el cielo casi alcanzaba el horizonte. No había edificios altos.

Sonó el timbre. Bajó doña Florinda. Fefo, el hijo de Elsa, un flaco desgarbado de pelo largo, tocaba su teclado ROMAHAN. Jirafales lo miraba de reojo, desconfiado, esperando que le saliera bien el blues, pero nada. Cabeza tomó asiento, en un sillón, frente a la puerta. Clavó los ojos en el suelo, durante un minuto o más, entonces entraron caminando: pies de mujer, pares en fila. Muchos pies, levantó la mirada y eran cinturas; un universo de sensualidad al alcance de la mano. Las saludó, una por una. Imposible memorizar tantos nombres.

Más tarde llegaron González Muñón, Lozano, y el trío de Juan el clon. Sacaron guitarras criollas, armónicas, y empezaron a tocar. Cabeza se lanzó a cantar desaforado: puntapié inicial de una fiesta plural con músicas diversas, celebrada entre mate, café, cerveza, fernet, etc. Un par de nenes chicos correteaban por ahí, los que fumaban porro o tabaco iban al salón fumador, cerrado a los infantes, después se reintegraban en paz y armonía. Cantaron el cumpleaños feliz, doña Florinda y Elsa soplaron la velita juntas, varias veces:

—Por favor, no aplaudan —pidió Elsa en la mitad de «Feliz en tu día». Apagó la vela con los dedos—. Quiero decir algo. Está con nosotros, Juan Domingo Perón… —guardó silencio. Se oyó un rumor. Juan intentó abrirse paso hacia al baño—. Mi general, podría ampararnos con sus palabras.

El general pidió cerveza. Alguien llenó un vaso. Lo pasaron de mano en mano, hasta alcanzar las suyas. Bebió, tosió, y rebalsó espuma, manchándole una manga:

—Compañeros… —dijo, con voz ronca. Tomó aire, e improvisó—: Acá me encuentro, en mi condición presente. Enfrentando el destino para el que me dieron vida. Ha sido un camino difícil. Mi general, como tantos que lo precedieron, soñó la nación como una unidad… —guardó silencio. Miró alrededor, confundido. De repente, prorrumpió—: Ah, ¡qué hombres, mis amigos! Quiero merecer sus alabanzas, ya me haré digno de sus elogios. Soy Perón, yo soy él… pongo el brazo, si hace falta. Puedo bailar en una pata. —Se le escapó un guiño, sonrió; igual que el general—. Hoy, primero de julio, cumplo treinta y tres años de muerto, la edad de Cristo. ¿Hay alguna señorita dispuesta a festejarme mi cumplemuertes…? —Alzó el vaso en el aire. Bebió, sin dar tiempo al brindis—. Es más divertido que recitar discursos. ¡Ande la música!

Fefo se sentó al teclado, otro empuñó una quena, y salieron con una polka andina. Martone le intentó a la guitarra, pero desistió a los pocos acordes. Cabeza se sirvió un fernet. Lo vio a Roni, tomando mate en un rincón. Aprovechó para acercarse.

Disculpemé, señor Roni… —empezó.

—Sólo Rroni, por favor —pidió.

—Bien. Tengo una duda.

Disparre… la duda.

—Cómo puede ser que ese pibe sea Perón.

—¿Por qué no?

—El primer animal clonado fue la oveja Dolly, en 1996.

—Ah… informado —sonrió, acomodándose los anteojos. A la luz de la tarde, sus ojos claros brillaban. Bien parecía alemán, bien parecía—. Quiere aprender. Misterio y detective, ¿eh, mein freund? Nosotros clonar desde los ochenta, en Alemania Orriental. Docena de nacimientos no informados antes del ’90. Primero clonar Hitler.

—¿Adolfo? —preguntó Cabeza, incrédulo—. Pero si Adolfo murió, cortaron el cuerpo en pedazos, quedó detrás del telón de hierro. Año ’45, creo.

—Cree usted —repuso el alemán, sonriendo misteriosamente.

—Supongamos que me equivoco —murmuró Cabeza. Señaló a Juan: habiéndose apoderado de una botella, bailoteaba en el centro del recinto—. Qué piensa hacer con él.

—Hay programado acto del Día de la Lealtad, diecisiete de octubre. Doce días después, elecciones. Piden que lo ponga a presidente, y ponen dinero, pero Perón muy verde, para qué colgarse las orejas: llama el virrey de abogados, ofrece exhorrto por herencia. Y yo no sé qué es… —profirió palabrota en alemán.

—Trámite internacional.

Roni sacudió la cabeza:

—Mejor perfil bajo, porque graban conversación. Le digo: «¿Qué? Aquí florería cerrada, domingo a la mañana». Corté. Mando mano a periódico, y hoy en televisión declara fulana que ve a Perón paseando terrier en Parque Saavedra, ¡por favorr…!

—Usted habla muy bien castellano, mein freud —cortó Cabeza, sintiéndose muy astuto—, es alemán o argentino.

Austrohungaroplatense… —tropezó en varias sílabas. Chupó de la bombilla. Saboreó el mate. Miró a lo lejos, ensimismado—. Ahora ven Perón por todos lados —reflexionó, rascándose la barba—. Perón está aquí, vivito y clonado, disfrutando pubertad.

—Un poco crecido.

—Ah… —abrió bien los ojos y asintió con la cabeza; «peligro de anécdota», pensó Cabeza. Roni acercó la cara. Sintió su aliento a mate amargo. El viejo habló en un susurro—: Pasó mucho tiempo en escuelita Beto Alfonso, estudiando Humanidad y jugando de arquero: balonpié, guardameta. Padre Beto Alfonso lo encuentra besando en túnel a Betina Alfonso, ella tiene puestos guantes de arquero y Juancito está por… —y se explayó en la historia de cómo lo habían expulsado escandalosamente de la actividad deportiva; cuestión que, al parecer, desencadenó la mudanza a Bella Vista.

—Permítame que le diga —interrumpió Cabeza—, los tenía por más organizados. ¿Por qué no se juegan? Póngalo para presidente.

Roni sonrió tristemente, negando con la cabeza:

—Argentina vive régimen de un partido… —contestó. Sacó un pañuelo. Se sonó la nariz, y lo miró con ojos vidriosos: parecía a punto de echarse a llorar; sin embargo, continuó—: Ministro de planificación de obras casado con presidenta de órgano que investiga corrupción. Presidente muy cómodo, comprar seis edificios, poner consorcio. Conformarme con presidente descompuesto a la mañana…

10.

Y la emprendió contra las licitaciones adjudicadas et dedum ad eternum, contra los subsidios del estado a las empresas privadas: «Empresas privadas sólo funcionan para ganar plata,» declaró, «la nación debe repatriar petróleo YPF con fondos del estado para los argentinos»; agitó el mate, y se lanzó en busca de una pava. Cabeza consideró seriamente la posibilidad de votar al nuevo Perón, se presentara o no. Cargó el vaso otra vez, tomó asiento en el suelo. Detrás escuchó voces, dio media vuelta; dos chicas cantaban. Les preguntó si formaban un dúo. Contestaron que sí, sonriendo. Una de ellas se arrimó a Fefo. Fefo se arrimó al teclado. Cabeza hundió la mirada en las profundidades del vaso de fernet; entonces, escuchó los primeros versos de «La última copa». Levantó la cabeza: «Quién es, quién es» preguntó, contemplándola. Un tipo advirtió su expresión maravillada.

—Ayelén es de nuestras mejores cantantes —contestó. Cabeza no entendió si se refería al movimiento político o a la expresión artística.

Cuando Ayelén anunció «Naranjo en flor», aprovechó para acercarse.

—¿Puedo cantarla con vos? —preguntó.

—Dale —se le iluminaron los ojos, o eso le pareció a él.

Fefo clavó la vista en el teclado; por alguna razón, malhumorado. Aporreó iracundo su instrumento y ella cantó. Cabeza no sabía el tono; acompañó, en segundo plano.

—Sos muy buena —dijo después—, creo que podría aprender de vos.

—Quizá —replicó, con toda franqueza—. Manejás bien los graves.

—También puedo gritar sin romperme la garganta, pero dicen que hace mal.

—Si gritás desde la garganta, sí. —Se tocó la panza. Respiró hondo. Dejó escapar lentamente el aire. Cabeza guardó silencio; miraba sus labios carnosos. Ella sonrió—. Uy, tengo algo que resolver. ¿Te veo luego?

—Dale.

Bajó la escalera. Él bebió pacientemente otro aperitivo, reclinado en la baranda del balcón. Agazapado, cual monigote de propaganda con la afeitada justa o el desodorante irresistible que permite levantarse la mina deseada con sólo mirarla a los ojos y agarrarse el bulto.

Más tarde, la encontró en el segundo piso. Sentada en ronda, entre Elsa y Perón. El Diego integraba el grupo junto a la hermana de doña Florinda: Paz Roldán le comentaba cómo había cambiado su forma de encarar las cosas para evitar lastimarse con actitudes propias o ajenas. «La energía positiva es fundamental», intervino Elsa.

Cabeza tomó asiento frente a Ayelén. Perón hablaba sólo para ella, no se ahorraba elogios: cuánto le había gustado, qué lindos cantos los suyos; según él, ella podía ser ministra de cultura en su gabinete. El hijo de Elsa bajó la escalera, vio a Perón junto a Ayelén; siguió de largo como una sombra. Elsa murmuró, extrañada: «Fefo desapareció».

—Fue al baño —dijo Ayelén, poniéndose de pie—. Tengo que irme.

Despidió a todos con un beso. Elsa se levantó, la frenó en la escalera. Le preguntó algo. Ayelén negó con la cabeza: su pelo lacio y negro se balanceó sensualmente a la altura de la cintura; tenía ojos marrones, muy grandes. Cabeza pegó un salto, e intercedió de caballero andante.

—Te acompaño a tu casa —se ofreció.

Ayelén intentó disuadirlo.

—Es un poco lejos —replicó—. Doce cuadras.

—Tengo ganas de caminar.

Elsa bajó a abrirles. Salieron a la calle. Emprendieron la caminata.

—Hay un aire un poco raro ahí —dijo Cabeza—. Soy insociable, pero casi no me di cuenta.

—La casa de Elsa tiene una energía muy especial.

—Energía… —repitió, incrédulo.

—Claro —aseguró ella. Pasó a enumerar con lujo de detalles los tipos, formas, aplicaciones, transformaciones de la energía: de negativa a positiva, de dispersa a concentrada; la energía favorecía sueños, despertares, respiraciones, masajes, cantos,
permitía aumentar o disminuir la temperatura corporal a voluntad. Cabeza escuchaba, atento y sonriente, considerando precisamente lo contrario: nada podía controlarse, nada, de la explosión demográfica al cambio climático, de la eyaculación a las patas
frías. Expuso su punto de vista, Ayelén sostuvo el suyo:

—Los pies fríos serán por pensar demasiado —explicó—; te sube la irrigación al cerebro, descuidando manos y pies.

Llegaron al cruce de la avenida Senador Morón.

—Ya me acompañaste bastante —dijo ella, mirando el suelo—. Es mejor que vuelvas.

—No, no, no —Cabeza negó vigorosamente con la cabeza—. Qué habría sido de los astronautas si a medio camino de la Luna hubieran pegado la vuelta. O de Colón, si ve América y se vuelve, por favor.

Ayelén rió. Bajó a la calle, decidida a cruzar. Fabián Cabeza cruzó con ella. Y así, como Colón o los astronautas llegaron al nuevo mundo, él la acompañó hasta casa.

11.

Filtraciones, anónimos de algún tipo a la sombra decidiendo lo importante; conspirando, detrás de un escritorio, fumando un habano, botella de brandy Roy Chesterfield adornando la estantería, dos o tres diplomas honoris algo colgados en la pared. «Podían ser argentinos a lo Bartolomé Mitre, o no; quizá ni siquiera vivieran, pero, ¡ah, sus descendientes! Qué almas atormentadas, siempre al tanto de cada novedad, en fila con la última vanguardia librecambista; determinados a libre cambiar materia prima con el eventual primer mundo, que la devolvería en una lluvia torrencial de billetes de dos pesos, cuyas caras dibujadas serían de Bartolomé Mitre…», pensaba nuestro jefe de gabinete, recostado en la butaca de su despacho. En la biblioteca, una botella de Roy Chesterfield Etiqueta Blanca, casi vacía. Se levantó. Metió mano en el cajón del escritorio y revisó el paquete de puros taiwaneses: quedaban dos. Revolvió en los bolsillos, sacó cambio. Contó cada billete, recitando un poema: «Cinco Mitres forman diez / por Belgrano los cambié / uno al par de San Martín / sumo a Rosas para mí»; metió mano en el bolsillo de la camisa, encontró dos de veinte: «Con dos Rosas y Belgrano / tengo a Sarmiento en la mano»; hurgó en su calzoncillo, y alegría: billete de cincuenta. «Ay, la dicha nunca es toda / si en el fajo no está Roca»; revisó los cajones. No encontró de cien.

Entró el presidente, sin golpear. Cerró de un portazo.

—Buen día, señor presidente… —saludó. El presidente apagó la luz. El jefe mantuvo su posición: contó diez ovejas, quince ovejas, llegó a treinta, la puerta se abrió; en el umbral, una figura femenina tanteó, buscando el interruptor. Encendió la luz, y lo vio, de rodillas.

—Perdón —pidió el presidente—. Todos tus reproches son justos. No debí ocultarte la mano de Perón.

La primera dama le sacudió un ejemplar de El Trombón frente a sus ojos. Foto de tapa: el imberbe haciendo equilibrio en el cordón de una vereda.

—CONDUCTA CUESTIONABLE —leyó el presidente—. Juan Matthies, de veinte años, vivía en las afueras de Roque Pérez, localidad que le discute a Lobos la paternidad del general. Estudió en la escuela evangélica Padre Alberto Alfonso. Habría tenido un affaire con la hija del ministro, antes de mudarse a Bella Vista con un familiar político…

—Silencio —interrumpió ella. Dio una vuelta alrededor. Se detuvo frente a él, en sus cuartos traseros, no sin cierta elegancia—. Todo familiar es político —dijo—. Tenemos que borrarlos del mapa.

El presidente tragó saliva.

—No voy a reactivar la causa, Ana —replicó—. Me preocupa la seguridad de mis hijos.

—Cagón —dijo ella—, todo mentira. Las manos de Perón son falsas.

—Hicimos el ADN.

—Sí, me dijo el ministro de salud. ¿Así que se lo confiás al proctólogo? ¿Y a quién busca el proctólogo para hacer un ADN? ¿Estás seguro que sólo opera para tus almorranas…? —Fingió una risa, refregándole el diario en la cara—. Mirá, mirá, Juan Matthies tiene veinte años, nació a principios del ’87.

—Pueden haber alterado la partida de nacimiento —intervino el jefe de gabinete, siempre dispuesto a calmar los ánimos—, cosa que sucedió con el propio Perón.

La primera dama le revoleó el diario al presidente por la cabeza.

—¡Todos los días me tiran un muerto…! —exclamó. Previendo una crisis de nervios, el presidente empezó a levantarse pero no alcanzó a sostenerla; tanto tiempo arrodillado le había provocado calambres. Ella se echó hacia atrás, dándose contra la biblioteca. El brandy Roy Chesterfield bailó a dos dedos del borde.

—Cuidado —pidió el jefe. La primera dama le lanzó una mirada furibunda. En un impulso, agarró la botella y la estrelló contra el suelo. Se arrepintió inmediatamente. Mordiéndose el labio inferior, contempló pedazos de vidrio, la bebida derramada; el botox estuvo a punto de salírsele por las comisuras. No atinó a disculparse.

—Lo pagaré —intervino el presidente, levantando el diario.

—No se haga problema, señor presidente —repuso el jefe.

—Gracias —murmuró, sin saber porqué—. Voy al baño.

12.

A la primera dama también le importaba la seguridad de sus hijos. Tuvo que hablar mucho del incidente con el psiquiatra. En tanto ella se tranquilizó, el presidente fue engranando; sentado en el inodoro, diario en mano. Lo habían operado el año pasado, pero seguían las hemorroides. Quizá Jimmy Bartola no fuera doctor en proctología. Tantas pomadas, ungüentos, tubitos con cámara. Sería posible, un hombre de confianza incondicional, operarlo mal y alterar el ADN para desestabilizarlo, manera sutil de influir en las decisiones que marcarían el rumbo de la nación por treinta o cuarenta años. Tal era la magnitud del reparto de licencias a largo plazo: multimedios, juegos de azar, deportes, trenes bala, renta petrolera, agraria, inmobiliaria, etc.

Encontró una nueva necrológica de Martha Holgado, fallecida el mes anterior. No pudo irse al otro mundo siendo la hija de Perón, el examen de ADN le jugó en contra. Pasó a página central, y la nota del día: fotos de Juan Matthies, trepando la reja de un chalet. El presidente obvió el texto. Dio vuelta la página.

Y llegamos a la noticia, más que una anécdota histórica nacional. Afectó profundamente la sensibilidad de nuestro presidente, al mando de la República Argentina. «El mejor país del mundo», en voz del bisabuelo dentro de cuya tumba ya no había ni mal olor. Leyó el título. No recordó, pero la imagen de Belgrano con el reloj alumbró indudablemente un rincón de su subconsciente; lo habían robado del Museo Histórico Nacional el sábado pasado, entre las trece y catorce horas: «El famoso reloj de oro, obsequio de Jorge III, que entregó en parte de pago a su médico personal, José Redhead, antes de fallecer…»; y el presidente maldijo al doctor escocés por su falta de patriotismo: cobrarle justo a Belgrano. Había donado cuarenta mil pesos a la Asamblea del año trece, el ejército le debía dieciocho meses de sueldo. Tuvieron que hacer la lápida con el mármol de una cómoda del hermano. «Murió pobre y olvidado», murmuró el presidente, ignorado por la patria a la que le entregó el alma. Tiró el diario al suelo y se puso de pie, cual homenaje. Entonó «Aurora», «Alta en el cielo, un águila guerrera», susurró. Ecos de la infancia irrumpieron en el siguiente verso: «Se me hizo la canchera, la bajé con la gomera»; había olvidado la letra. Silbó, rumbo al final de la estrofa.

Tomó asiento en el bidet. Miró el inodoro, sangre entre la mierda. Pensaba, «Pucha, Jimmy Bartola, quién hubiera dicho», años de servicio, se las iba a pagar, claro que sí, el presidente tomaba las decisiones acá, había puesto mucho en política. «No me van a hacer como a Belgrano», repetía para sí mismo, chapeando con el retorno de inversiones, echando en cara a la pared que cualquiera podía comprarse celulares, i-pods, dvd´s, tapados sintéticos, el efecto charco goteaba sobre casas de familia, salpicaba escuelas, hospitales, estaciones, puentes; a largo plazo, las pequeñas y medianas empresas se inundarían de humedad, ahí estaba el futuro: en la política de administración de negocios.

Una hora después salió del baño, llamó al jefe de gabinete, contactaron al ministro de interior; más tarde el jefe de gabinete y el ministro de interior entrevistaron al de justicia, quien sin pérdida de tiempo mandó un mensaje de texto por celular al fiscal Loffrea y se reunió con el presidente. Pero ya era mediodía, hora de almorzar.

El ministro de planificación, habitual comensal de confianza, entró al despacho sin golpear. Pidieron lomo al champignon. Cuando llegó la orden, asesores y secretarios prepararon los cubiertos de plástico para liquidarse las sobras, dignas de cualquier parrilla de Puerto Madero. No les dejaron nada. El presidente, concesionario de doce metros de intestino en mal estado, nunca comía arroz si no venía en el chop suey.

13.

El tiempo corre al revés en un lugar situado entre el deseo y el recuerdo, pero es una ilusión poco práctica. Usted puede volver al pasado todas las veces que quiera, y el tiempo seguirá funcionando para delante, dejándonos atrás, seres ínfimos sujetos al lastre de los minutos, horas, días. No pretendo desarrollar una crónica lineal; pero en tanto los acontecimientos tienen lugar en nuestro universo, intento darles orden, en oposición al caos que late en mi corazón.

Juan Matthies durmió la fiesta de su cumplemuertes hasta el lunes dos a eso de las tres de la tarde. Buscó aspirinas en el botiquín del baño, encontró Iborprofeno. Se tomó tres. Cada día, al despertar, permanecía un rato frente al espejo. Contemplando el peso de la cara de Juan Perón. Tenía un grano en la nariz. Lo reventó. Salió del baño. No había nadie en el living. Pasó a la cocina.

Encontró a Daniel Martone, comiendo una hamburguesa:

—Ya se te pasó —dijo Martone, con la boca llena.

—Qué cosa —quiso saber Juan.

—La alergia.

—No comí pescado.

—Te salió una erupción en la cara.

—Pudo ser el maní.

—Comé sano… —señaló la frutera.

—No, gracias.

Martone lo miró, entrecerrando los ojos.

—Te quedó un grano.

—Reventado. Da carácter. —Abrió la heladera. Sacó fiambre, pan, y cerró. Se sentó frente a Martone. Abrió el pebete al medio. Agarró cuatro fetas de jamón, una de salame, cortó queso fondiú, y completó el sánguche. Lo tomó con las dos manos, listo para atacar, pero no atacó. Quedó ahí, con la boca abierta. Pestañeó, varias veces. Dijo—: Nos sacaron fotos.

—Qué pedo te agarraste. Estás en los diarios, loco. Ponete las pilas. Yo tenía un buen laburo, me metí en esto por vos.

—Te convenció Roni.

—Puede ser… —hizo una pausa, meditándolo—. Puede ser. Pero no quiero terminar en cana por una pendejada.

—Perdón —inclinó la cabeza.

Martone asintió. Liquidó el último bocado, dio un sorbo al vaso.

—Dije un discurso —recordó Juan, asombrado—. Y la cantante, esa morocha.

—Ayelén Ramírez, linda mina —Martone sonrió. Acercó la frutera, eligió una banana. La peló. De un tarascón se comió la mitad—. Bommbón…

Juan asintió, decidido.

—Voy a llamarla.

—¿Te dio el teléfono?

—No se lo pedí.

—Y cómo vas a hacer, campeón.

—No sé. Yo soy Perón.

—Fefo… tuvo una historia con Ayelén, creo. O tiene.

—Quién es Fefo.

—El hijo de Elsa.

—Ah, el flaco del teclado.

—Sí. Pero me dijo que no lo dijera.

—Pensé que el pelado andaba detrás de ella.

—¿Cabeza?

—Cabeza… —Sonó el timbre.

Intercambiaron miradas. No esperaban a nadie. Martone, poniéndose de pie, guardó sin darse cuenta media banana en la funda de su pistola, bajo la axila izquierda:

—Roni atiende el vivero hasta las seis —murmuró. Caminó hacia la mesada. Abrió el cajón de los cubiertos. Agarró la clock-25. Sacó el seguro. Le hizo señas: que esperara sentado. Juan desobedeció; sánguche en mano, se asomó al living—. ¿Sí? —preguntó Martone, espiando por la mirilla.

Derribaron la puerta de un patadón, llevándoselo puesto. Cayó al suelo, encañonado por tres policías de la bonaerense. Lo desarmaron. Juan corrió hacia la ventana del living y se lanzó, en la neblina de la resaca no vio el vidrio. Terminó con siete puntos de sutura en la ceja derecha.

14.

Las fotos del joven Juan Perón surfeando en el cordón fueron tapa de diario, pero el primer plano de la ceja suturada provocó escándalo nacional, con títulos del calibre: «LA HISTORIA SE REPITE»; concretamente no aclaraban qué historia, ni qué repetición. El propio Juan Perón nunca había atravesado una ventana cerrada. El clon, siendo la primera vez, quedó tendido en el suelo, aferrado al sánguche. Lo esposaron amablemente y subió a la patrulla sin oponer resistencia. «Suerte en la próxima fuga», lo cargó el cabo segundo Mogol, palmeándole la espalda.

Del paradero del sánguche no se tienen noticias. Lino Malerva, inspector de la división Internos, acusó al sargento Patera de «incautarlo para su ingesta». Otro cabo, pero primero, de apellido Salcedo, interpelado por una horda de periodistas babeantes en plena seccional, atinó a manifestar: «Patera no tiene una sola miga en su expediente».

Un anónimo vendió por $ 49,99 la fracción dos centímetros cuadrados de queso, jamón, o salame. Los panes se los llevaron por $ 160 cada mitad. Todo por Internet: Lasjoyasdelaabuela.com. No fue posible citar a nadie al juzgado, ni allanar oficinas; la compañía fijaba domicilio legal en las islas Yacaré y es todo lo que los organismos de inteligencia averiguaron al respecto. Según mi fuente, un ex auditor de la Inspección General de Ineficacia, funcionarios con «botellas de whisky Roy Chesterfield en la estantería» habrían cajoneado información fundamental. Se intentó rastrear al gestor del cajoneo, pero los pedidos de whisky Roy Chesterfield llegaban a la Casa Rosada por docenas al mes. En cuanto al comestible subastado, su autenticidad es, al día de hoy, discutible. No sabemos a ciencia cierta qué pasó con el sánguche de Perón.

Hay un suceso aparentemente menor que tuvo lugar esa misma tarde en la seccional de M…: un custodio se desgració pisando media banana. Lo ayudaron a levantarse, entre gritos, puteadas y ladridos de tres tensos perros policías con síndrome de abstinencia. Martone aprovechó el desconcierto, clavó los ojos en Juan, y dijo un número telefónico. No tuvo oportunidad de repetirlo. Juan, ceja sangrante, con la peor de las resacas, humillado y ofendido por policías cuya gloria no superaría el robo del sánguche, estuvo suficientemente atento para memorizar un número de ocho cifras pronunciado al voleo.

Y éste es el punto al que queríamos llegar, compañeros. La primera manifestación clara del líder. En tanto Martone fue incomunicado, a Juan lo dejaron ahí, rodeado de policías. No quedaba claro si les caía simpático o no. Vino el comisario. Lo miró a la cara, pegó un grito y le encajó su propio pañuelo en la ceja para cerrarle la hemorragia. Ordenó que le sacaran las esposas, insultando a diestra y siniestra.

—Comisario, por favor —interrumpió Juan, liberado. Tomó el pañuelo, apretándolo contra la ceja—. Hablemos como personas civilizadas.

El comisario se quedó mirándolo, pálido.

—Por supuesto, por supuesto —aceptó, con los ojos bien abiertos. Lo tomó del brazo y señaló un pasillo—. Vamos a mi oficina, permítame disculparme en nombre de… la fuerza.

—No hace falta.

El comisario, seguido por media seccional, lo guió a lo largo del pasillo. Comentaba que su abuelo había trabajado para él; bueno, no para él, sino para el Perón Perón, fuente de toda razón y justicia social. Ya en el despacho, Juan se sentó directamente en el sillón. El comisario sacó una botella de ginebra del placard, preparó dos medidas: «Anestésico», dijo, señalándole la ceja.

—Le agradezco, pero no —denegó Juan—. No puedo ahorrarme dolores. Ayer bebí, verdad. Conmemorando un incidente desafortunado: el treinta y tres aniversario de mi muerte.

—No se hable más. —El comisario tomó el teléfono. Marcó un número—. Péter, soy Manolo. Qué hacé. Tengo a Perón Perón con un tajo en la ceja… ¿Media hora? —Cortó, satisfecho—. Mi médico personal. Usted no puede andar con la ceja así.

—Puedo perfectamente. Mi prioridad en este momento es hacer una llamada.

—Use el fijo —agarró el fono y se lo alcanzó, estirando el elástico un metro—. ¿Le dije que mi tío fue sub-asesor de Hacienda?

—No —contestó. Marcó un número. Sonó dos veces, y atendieron:

—Hola —voz de tipo.

—Hola, soy Perón.

—Ah, hola, Perón.

—Con quién tengo el gusto de hablar.

—Fefo.

—Fefo, dame con tu mamá.

—Y si no quiero.

—Por qué no vas a querer.

—Vos sabés.

—Francamente, no. —Juan dejó el pañuelo en el escritorio. Tamborileó con los dedos.

—Ya te paso, careta —murmuró Fefo.

—¿Cómo…?

No hubo respuesta. Lo oyó, de fondo, puteando al aire. Elsa pegó un grito, reclamó silencio y atendió:

—Disculpe… mi general —dijo, nerviosa.

—No me diga mi general. Estoy en la seccional. Encerraron a Martone, pero a mí me tratan bien. ¿Y Roni? El abuelo conoce un abogado.

—Lo… lo secuestraron —tartamudeó ella—. A Roni, lo secuestraron… —aclaró, con un hilo de voz. Respiró hondo, hipó, y rompió a llorar. Juan quedó mudo, asombrado de tanta emotividad. «Tengo que decir algo» pensó; algo amable, consolador, propio de un líder comprensivo:

—Mire… Elsa —empezó—. Esteee, no imaginaba tanto afecto de su parte por… mi buen tío político, Roni Matthies. Ha sido todo un abuelo para mí. Estoy en deuda con él. Vamos a lo siguiente… —dudó. Miró al comisario. Señaló la puerta: —Permítame hablar en privado —pidió. El tipo, cabeza gacha, salió y cerró la puerta—. Elsa, digamé… —hizo una pausa, tanteándose el corte. Todavía sangraba—, ¿escuchó hablar de la resistencia pasiva?

15.

Su proverbial gratitud le permitió a El Diego ir directamente hacia la Paz evitando el zen, el budismo, u otras filosofías que suministran equilibrio mental partiendo de nada. No hay alivio para tanta muerte física en nuestro universo de cada día, orientado ostensiblemente hacia el caos. El principio de «Nada se pierde, todo se transforma» muta hacia el absurdo: todo se pierde, las esencias cambian dejando sólo una vaga sensación de lo que eran o incluso menos; a largo plazo nada. El Diego lo sabía. Había aceptado la segunda ley de la termodinámica; una tarde encontró a Cabeza arrodillado en el balcón, recitándola frente a una maceta, y atendió: «En todo sistema cerrado el desorden o entropía siempre aumenta con el tiempo y en dos sistemas unidos el desorden combinado resulta mayor que la suma de los desórdenes por separado».

—Esa rubia está con vos —le aseguró Jirafales, marcándola sin ningún disimulo.

—Dejame elegir a mí —pidió él; las prefería rellenitas.

No tuvo que buscar. Junto a la rubia distinguió a Paz Roldán. Morocha enrulada, rasgos orientales en la mirada. Paso a paso fue arrimándose, en la ronda de guitarreadas se sentó junto a ella.

La fiesta había terminado cuando bajaron solos a tomar mate al garaje. Ella le contó la historia de cómo había sido engañada por un novio, y El Diego, cornudo viejo, sintió la empatía. Inmediatamente tuvo lugar la escena tan mentada. Juan Matthies bajó a buscar una botella de vino y los encontró besándose, acostados en el suelo. Hizo como que no los vio.

Revisó cada estante, sólo botellas vacías. No atinó a preguntar dónde había más vino, por miedo a interrumpir. Le agarró claustrofobia. Abrió la puerta del Cristo. Tomó aire profundamente. Sentía un peso en el pecho. Se arrimó al portón de calle; no pudo deslizarlo (estaba con llave). Trepó. Caminó la vereda, pisó el cordón. Intentó surfear. Levantó un pie, extendió los brazos horizontalmente. Se bamboleó un poco, pero mantuvo el equilibrio. Entonces, docenas de periodistas saltaron de los árboles, abalanzándose sobre nuestro héroe.

Paz y El Diego oyeron murmullos, de a poco alcanzaron el grado de exclamaciones.

—¿Quién abrió la puerta? —preguntó El Diego.

—Creo que Juan —contestó Paz—. Entra viento.

—Voy a cerrar.

Se levantó, de mala gana. Con mucho gusto habría pegado un portazo. Al asomarse, lo vio: Juan Matthies, entre flashes y periodistas; reclamando aire, pidiendo por favor que no le tiraran los gérmenes.

Bajó Martone, detrás Roni, después Elsa, un manojo de llaves le temblaba en las manos. Abrió el portón. Martone, repartiendo codazos amables y disculpas, se metió en medio. Roni agarró a Juan del cuello y lo llevó adentro escoltado por los demás. El clon intentaba cubrirse la cara con las manos. Sufría alguna clase de alergia: «Erupción de pus», aseveró El Diego más tarde, al momento de elaborar la crónica.

Elsa Peñaflor se encargó de disculparlo con los medios: «Tiene ataques de pánico», argumentó, cerrando el portón. Adentro, Martone y Roni hablaban en voz baja. El Diego oyó decir «alguna vez se iban a enterar» a Martone; Roni alzó hombros, enarcó cejas, replicó algo en austrohungaroplatense.

—Qué pasa —preguntó El Diego.

—No es problema nuestro —repuso Paz, contrariada. Puso un pie en la escalera—. Mejor vamos a calentar agua.

Se cruzaron con Fefo en la cocina, hablando por teléfono móvil. Cuando los vio, cortó de golpe.

—Estabas charlando con alguna novia —le dijo El Diego inocentemente.

—Sí, claro —contestó Fefo, acomodándose el pelito largo con el teléfono—, una novia. —Intentó sonreír, incómodo. Pusieron la pava en el fuego. Al minuto apareció Martone, empuñando su celular. Llamó a una remisería.

Paz y El Diego llevaron el mate al piso de arriba. Tiraron una colcha en el living. En la habitación de al lado, Elsa y Roni se encerraron. Discutían en voz alta, mezclando alemán y castellano.

16.

Fabián Cabeza llegó de trabajar la tarde del lunes dos. Encontró a El Diego, frente al televisor, tomando mate y viendo Los Simpson.

—¿Qué tal te fue? —preguntó Cabeza.

—Bien —contestó El Diego.

—¿Tuviste rock & roll?

—Más que rock & roll —lo miró a los ojos—. Hubo amor. —Llegado al punto, la serenidad en su mirada no tenía parangón: ni el Dalai Lama en conferencia, ni Gandhi en sus mejores ayunos, ni la pelambre de Sai Baba en el marote del Niño Dios, habrían emanado tanta paz interior. El Diego sirvió un mate. Se lo pasó—: Y vos qué —quiso saber.

—La acompañé a su casa —dijo Cabeza.

—Ahá.

Tiró el portafolio en una silla.

—Tengo el teléfono —dijo—. Me lo repitió más de una vez, y preguntó si lo había guardado.

—Buena señal.

—Vamos a ir al museo de Bellas Artes.

Cortaron Los Simpson en medio de una frase de Homero.

—Qué falta de respeto —murmuró El Diego. No tenían cable, ni multidirecto, el televisor era un aparato blanco y negro de veinticinco años, no le entraba alambre ni satélite por ningún lado. Apareció un periodista robot. Hombros endurecidos, las palmas fijas en el escritorio, voz carente de emoción:

—Telefar, siempre con la primicia al día: integrantes del grupo BLEO allanaron el domicilio de Juan Matthies, el clon del general Juan Domingo Perón. Vamos a las imágenes… —y fueron a la imagen de una puerta de madera, junto a una ventana rota. El cronista dijo—: Bella Vista ya no es un barrio tranquilo… —y la TV quedó a oscuras. Inmediatamente volvió el periodista robot: seguía duro, palmas sobre el escritorio—. Tenemos un problema de audio —explicó, inalterable. Orientó sus pupilas mecánicas en dirección a un papel, apenas inclinó la cabeza. Leyó—: A las quince treinta, irrumpieron en su domicilio particular de Bella Vista, partido de San Miguel, sito en… —mencionó la dirección exacta—. Juan Matthies fue puesto bajo custodia y trasladado a la seccional de M… —llegado al punto, las micro cápsulas del cerebro posibubónico del periodista robot fallaron por una centésima: medio mechón de pelo negro que antes estaba perfectamente arqueado con gomina, acababa de caerle frente abajo, entrando en conflicto con una ley física insoslayable, la de control de calidad del aceite fijador. Intentó recomponerse, improvisando—: Arrestaron al custodio también, un ex agente de la SIDE… y de una conocida cadena de panaderías. Su nombre no fue dado a conocer. El jefe de gabinete, Rogerio Federer, señaló que se trataría del autor de las bromas macabras al presidente Carlos Kafka y a… —guardó silencio, tanteándose una oreja. Le indicaban algo por el auricular—, y al editor de un popular matutino, nos referimos al delivery de manos de Perón en paquetes de facturas.

—El panadero es Martone —dijo Cabeza.

—Alguien tenía que ser —repuso El Diego.

Sin previo aviso, otra imagen apareció en pantalla: vidriera cubierta de enredaderas, macetas en la vereda. Cabeza reconoció una inmensa planta de ruda junto a la entrada, famosa por ser el vegetal de la energía positiva. A su alrededor, todo funcionaba bien. Afortunadamente tenía una. Por oposición, había buscado plantas mala onda, pero el jardinero Betonotti lo telefoneó para informarle: «Hablan del potus y de las caníbales. Yo sembré diez potus en casa, y tres caníbales. No muerden. Las plantas atesoran el Ser». Cabeza consideró la ausencia de plantas mala onda; concluyó: en el universo vegetal había yin sin yang. Semejante desequilibrio favorecía la expansión permanente, el eterno Big-Bang pisoteaba olímpicamente la segunda ley de la termodinámica; cada planta se veía en la obligación moral de provocar buenos pensamientos.

17.

En principio acomodó su ruda junto a la ventana, cerca de los discos de blues. Pero la música negra, repleta de desamores, encrucijadas, pactos con el diablo, neutralizó las facultades de tan poderosa clorofila; hubo que mudarla al balcón. Para entonces Cabeza había encontrado media sombrilla tirada en un basural. Si abrir paraguas en recintos cerrados suponía mala suerte, media sombrilla aumentaría exponencialmente el quantum infortunio, cosa que lo favorecería a él, polo opuesto de toda yeta. La abrió y cerró durante días.

Nunca creyó que sirviera.

Le hubiera gustado creer, pero a la tierna edad de doce años ya había leído demasiados libros de ciencia, particularmente de astronomía. En tanto las hadas no existieran, habría que inventarlas; para qué otra cosa funcionaba un escritor: parado ahí, viendo televisión con cara de bobo. Las enredaderas iban y venían al ritmo del viento, sobre el verde intenso (gris por TV), sin atreverse a abrazar la inmensa planta energética; «VIVERO PEÑAFLOR», anunciaba un cartel en lo alto. La cámara giró y tomó a Elsa, llorando, rodeada de micrófonos, sosteniendo una foto de Roni, y un papel escrito a mano: «DESAPARECIDO EN DEMOCRACIA».

—Es… él… es él —tartamudeó Elsa—. Pero no robó las manos de Perón… —Respiró hondo, intentando balancear sus chacras, o algo por el estilo—, las consiguió por Internet. Entonces ya lo habían clonado a Perón, las manos tal como estaban no servían para nada. Armaron el banco genético partiendo de muestras tomadas antes de morir.

—Pero por qué le mandó la zurda al presidente… —quiso saber el periodista de Telefar, imponiendo su micrófono con el numerito.

—Para que consideraran sus demandas seriamente, para qué iba a ser —contestó Elsa, pestañeando. Ya no lloraba—. Imaginesé, Alemania armó bancos genéticos a lo loco. Los principales accionistas son extranjeros: el clan Kennedy, Principado de Barreda, Juan Pablo II, Israel… a Perón le abrieron una cuenta por sus buenos tratos con algunos colegas germanos. Y tengo la documentación bajo llave, voy a hacerla pública en tanto y en cuanto la Kruppstapo no libere a Ronaldo Matthies.

—Qué es la Kruppstapo —preguntó Cabeza.

—Un servicio secreto alemán —murmuró El Diego, con la vista fija en la pantalla.

—Si es secreto, cómo sabés.

—Esta noticia ya la vi. La pasan todo el tiempo… —El Diego le resumió los últimos acontecimientos: a Roni lo habían raptado unos encapuchados quince minutos antes de que cayera el patrullero con la orden de arresto. Juan Matthies, en las puertas de la seccional, enfrentó al periodismo y se declaró en huelga de hambre. Si su pariente político no aparecía en las próximas horas, convocaba a marchar hacia Plaza de Mayo el lunes 9 de Julio, Día de la Independencia.

—Aparición de Ronaldo Matthies —reclamó Elsa—, juicio y castigo a los culpables. —Un periodista le preguntó si la reunión de ayer en su casa había sido un «Acto neo-fundacional del peronismo para el siglo XXI».

—Estábamos festejando mi cumpleaños —contestó, indignada—. Y el de una amiga.

—¿Es usted la novia de Ronaldo Matthies? —preguntó el periodista de Telefar.

—Yo lo… —murmuró Elsa, lagrimeando de nuevo. Inclinó la cabeza, suspiró. Empezó otra vez—: Yo… lo amo. Y él… él se enamoró. Sí, se enamoró. Más de Argentina que de otra cosa, siempre dale que dale con lo mismo: Perón no muere, Perón no muere —parecía un reproche al ausente—, de puro cabeza dura expuso lo que la Kruppstapo no quería revelar… —Miró a la cámara—. El secreto de la existencia de clones humanos.

18.

—Hola, ¿me comunicaría con Ayelén? —preguntó Juan.

—¿De parte de quién? —quiso saber la mamá.

—De Juan Per… —se interrumpió. Tras dos días de ayuno, le temblaba la voz. Carraspeó—. De Juan.

—Ya le comunico.

Contó hasta veinte. Oyó pasos.

—Hola —atendió Ayelén.

—¿Hola, Ayelén?

—Ah… hola.

—Cómo estás.

—Bien, ¿vos?

—Bastante bien.

—Estás enfermo.

—Llevo dos días sin comer.

—Tomá un vaso de leche.

—No, no… —rió un poco, sin saber por qué—, nada de alimentos hasta que aparezca Roni. Faltan cinco días para el 9 de Julio, después de la marcha veo qué hago.

—¿Y vas a llegar?

—El hombre puede estar sesenta y cuatro días sin comer —aseguró, dudando si el dato era exacto—, mientras tome agua —agregó. Respiró profundamente, y planteó la cuestión—: Ayelén, estuve hablando con Elsa. Para la marcha queremos preparar un número musical. Me dijo que aparte de cantar vos tocás la guitarra. Quiero invitarte a participar. Sólo que no hay plata de por medio.

—Qué tiene que ver la plata—repuso ella.

Juan creyó percibir indignación en el comentario.

—Me refiero… —se interrumpió. Cuidó cada palabra—: Elsa dice que das clases de canto y sos muy buena, por ahí el lunes a la tarde tenés alumnos. No quiero complicarte.

—No, para nada. Aparte, es feriado.

—¿Sabés hacer Pueblito de Iruya?

—Sí, sí —contestó, animada. Contuvo el entusiasmo—: Pero voy sólo si es por la aparición de todos los desaparecidos, en dictadura y democracia. Que no sea un lance político.

—No, no, qué lance político, por favor, yo quiero que aparezca todo el mundo.

—Bien —guardó silencio. Juan pensó «Yo me mando».

—Podemos juntarnos a organizar el repertorio —sugirió—, me refiero a la duración de tu tanda, y mi discurso.

—Difícil —negó ella—. Estoy muy ocupada, por lo menos hasta el sábado. Dame tu teléfono, si puedo te llamo.

—Dale —le pasó el número; ella anotó, disculpándose por la falta de tiempo libre. Juan rechazó las disculpas, no había nada que explicar. Quedaron en comunicarse.

Más tarde, el teléfono sonó otra vez. Atendió la mamá. Al otro lado de la línea, un tipo serio: «Buenas noches» saludó con voz grave, de locutor. Pidió hablar con la hija. «Ya le paso», dijo la mamá, sin preguntar quién era.

—¿Hola? —atendió Ayelén.

—Hola, ¿Ayelén?

—Fabián, cómo estás…

19.

Fefo, al teclado, tocaba una polka andina instrumental. No había nadie, excepto una parejita. Se besaban, ajenos a todo. Terminó la canción por la mitad. Miró el reloj: tres de la matina.

Le intentó a un blues en do, música que no terminaba de gustarle. Era muy fácil. Cualquier amante del blues habría reaccionado violentamente frente a semejante pensamiento; menos El Diego, más diplomático, después de señalarle que sencillo no significaba fácil, le enseñaría a cerrar una vuelta, o el tutú-tutúm rítmico indispensable.

Aporreó teclas a diestra y siniestra, pifió séptimas, metió novenas. Justo miró la ventana, vio pasar a Ayelén. Siguió su camino, ni se dio vuelta.

Entró un tipo. Vestía piloto color crema, sombrero. Fefo no había visto Casablanca, pero ubicaba a Humphrey Bogart, arrancó con los primeros acordes de «Tócala de nuevo Sam»; justo el dedo incorrecto tropezó en la tecla equivocada y liquidó la canción antes de tiempo.

Bogart aplaudió. Se acercó al escenario. Metió mano en un bolsillo. Sacó veinte pesos.

—Muy bueno —dijo. Dejó el billete sobre el teclado—. Gracias, niño Wilfredo.

Fefo tomó el dinero. Lo contempló, incrédulo.

—Qué quiere que toque —quiso saber, guardándoselo.

—Nada. Siéntese conmigo. —Se dirigió al barman: Amigo, cerveza negra, de litro.

Tomaron asiento. Llegó la cerveza. El tipo cargó los chop.

—Fondo blanco —pidió; bajó el tarro de un solo saque. Fefo lo imitó. Llenó los vasos otra vez—. Vaya saliendo otra —reclamó al barman, sacándose el sombrero. Era más viejo que Bogart—. Qué grande, niño Wilfredo.

—Me conoce —dijo Fefo.

—Estoy hablando con el pianista número uno del Bodrieville Club Cultural.

—Le agradezco.

—El agradecido soy yo… —alzó el chop—. Por el género femenino: la causa y la solución de todos los problemas del hombre.

Brindaron, liquidaron el resto. Llegó otra cerveza.

—Lo veo mal, niño Wilfredo —dijo el tipo—. Triste. Qué le ocurre.

—Nada.

—Usted miente mejor de lo que aparenta. No mueve un pelo. —Se inclinó hacia él. Susurró—: La vi pasar. ¿Es ella?

Fefo no contestó. Mantuvo la vista fija en la ventana.

—Es ella —ratificó—. Algo pasó con ella. Ah, quisiera saber si miente. No se haga ilusiones… —metió mano en el piloto, sacó una tarjeta.

Las Joyas de la Abuela.

«THE GRANDMA´S JEWELLS»

Antiques & Stuff

—Se la regalo. Es la última que me queda.

—No leo inglés —murmuró Fefo, tomándola.

—Abuela es mi nombre clave. Me dedico a la venta, canje, y subasta de antigüedades importadas, exportadas, privadas o estatales. Rastreo joyas, marcos, sillas, miembros, cuadros, paraderos. Lo que se dice un oficio variado, a eso me dedico. Ésta es mi última adquisición… —sacó un reloj de bolsillo, brillaba en la penumbra; se lo guardó—. Se mira y no se toca, ¿eh…? —sonrió—. Permítame, voy al caso: su chica. Sea novia, amante, pretendiente o pretendida, ha procedido de manera poco clara. ¿Me equivoco? —Fefo negó con la cabeza. El tipo continuó—: Pasaba o pasaría algo. —Fefo asintió—. Niño Wilfredo, me necesita.

—No… —murmuró.

—Le digo algo… —dio un sorbo a la cerveza—. Voy a trabajar para usted. Ad honorem, me entiende. Siga haciendo su música. Ya tiene bastante. La mina cruza el ventanal, el piano se oye desde la calle. Debería saludarlo, ¡qué ingratitud!

—Qué ingratitud —repitió Fefo, ensimismado.

—Exacto —remarcó, confiando en dorarle la píldora—. Ella ni siquiera lo mira. La pregunta es: a quién mira ella. ¿A un ciudadano común? ¿A un mocoso con aspiraciones políticas…? —La pregunta quedó flotando en el aire—. Usted merece saber.

—Lo merezco —aceptó Fefo, ya enajenado.

—Ahora… —volvió a ponerse el sombrero—, me dirá cómo se llama, de dónde la conoce, y qué sabe de su relación con Juan Matthies.

Y Fefo sucumbió:

—Le diré —acordó.

20.

El presidente no era feliz. La primera dama no era feliz. Parte del trabajo del jefe de gabinete consistía en atender la infelicidad del matrimonio, y tampoco era feliz. Su vida personal le daba pocas satisfacciones. En los alrededores, nadie era feliz, por lo menos dentro del área ejecutiva.

El ministro de salud, quizá, con su desprejuiciada afición a la bebida, rondaba una edad en la que un hombre puede permitirse cierta displicencia. Con más razón siendo hincha de Racing; pero la mala racha racinguista suponía un mal metafísico muy menor. Se lo veía calmado, contemplando una servilleta manchada por lágrimas presidenciales. A dos pasos, la puerta del baño; cerrada. Cada tanto se oía un sollozo, un pedo, o al revés.

—No sé qué habló con Ana —dijo el ministro de salud, en voz baja—, pero el tipo no paraba de llorar. Y qué tufo había.

—Pidió locro —comentó el jefe de gabinete, imitando el tono—, pidió locro a la mañana. Adelantó el feriado. Ayer se bajó dos platos cargados de lentejas. Así no hay hemorroide que aguante.

—Alguien tiene que ponerle los puntos.

—Yo no. Ya tengo bastante con su mujer. Va a llenarme el despacho de zapatos… —amagó a sacar su último puro. Desde el jueves, lo lucía en el bolsillo de la camisa.

—Ana está en la otra habitación —advirtió el ministro.

—Menos mal que sos ministro de salud —agradeció el jefe, sonriendo de compromiso.

—Menos mal que soy ministro de salud… —aceptó. Metió mano en un bolsillo; sacó una petaca de Calor Envasado, whisky medio pelo—, hace meses que no huelo un Vallentine´s —destapó la botellita; olió, puso cara de asco—. Esto sin Coca-Moca…

Se oyó un grito desahogado. Y un suspiro.

—Qué pasó con el proctólogo —quiso saber el ministro.

—Cerró el consultorio. En la guía Brotermed no figura ningún Jaime Bartola. Es nombre de fantasía.

La puerta del baño se abrió; el presidente agitó el teléfono celular en lo alto y pegó una patada al aire-

—Siguieron la huella, papá —dijo, exultante—. Me mandaron dos direcciones posibles. Por texto codificado.

—¿Llamo al fiscal Loffrea? —preguntó el jefe.

—Loffrea no tiene jurisdicción en capital —denegó, limpiando la pantalla del teléfono en la solapa—. Y esto lo tengo que resolver personalmente.

21.

La jefatura de gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires estaba a cargo de la derecha. La derecha era oposición de la izquierda. A falta de izquierda propiamente dicha, el gobierno nacional representaba la centro izquierda. El tipo promedio de centro izquierda correspondía al opuesto del ambidiestro; o sea, un ambi-izquierdo: materia y antimateria. Al encontrarse, se eliminaban mutuamente en una gran explosión. El intendente de derecha no dudó en dar luz verde al acto por la «MEMORIA Y JUSTICIA — APARICIÓN CON VIDA — RONALDO MATTHIES PRESENTE». La consigna resultó bastante más larga, incluyó una reivindicación en favor de los pueblos originarios. Siendo Perón hijo de madre mapuche, por tradición era mapuche. Juan Matthies llevaba días sin comer, estaba para cualquier cosa. Llamó a Ayelén otra vez. Justo hablaban del árbol genealógico del mono cuando ella mencionó que una rama de su familia era de ascendencia mapuche, y Juan se embaló; decidió meter el reclamo con toda la pompa: «PATAGONIA PARA LOS PATAGONES — JULIO ARGENTINO ROCA GENOCIDA».

Pero no se reunieron, ni siquiera a tomar mate.

La noche del domingo ocho de julio, Ayelén esperaba en una esquina de Las Heras y Pueyrredón. Hacía mucho frío. Vestía camperón, bufanda, gorro de lana; cambiaba la carterita de mano. La abuela estacionó en infracción, sobre la parada del colectivo 118. Enfrente distinguió a un policía. El poli también lo vio: desenfundó la libretita. Empezó a cruzar. El muñequito del semáforo cambió a rojo. Vio a un pelado redoblando el paso. Atacó la senda peatonal pisando solamente los rectángulos blancos. Se adelantó al policía.

Justo sonó el teléfono.

—Hola —atendió.

—Abuela, soy Fefo.

—Niño Wilfredo, llama en mal momento.

—Me… me equivoqué —tartamudeó—, le ordeno que deje de seguirla.

—No arrugue ahora, niño Wilfredo. Si me manda al frente, yo… yo le digo a su mamá, le digo. Usted me pasó los datos de la morocha.

—No es morocha, es castaña oscura.

—Parece morocha —la miró, entrecerrando los ojos. Ella y el pelado hablaban animadamente—. Una chica tan bonita… —suspiró—. Vergüenza, traicionarla por despecho —reprochó, severo.

—Lo mío no tiene nada que ver con…

—Voy a cortar, pibe —terció, y cortó la comunicación. El policía esperaba junto a la ventanilla, tamborileando el bolígrafo contra la libretita.

—Buenas noches —dijo—. Obstruye una parada de colectivo.

—Ah, perdón —se disculpó, poniendo cara de nada—. Justo sonó el celular, vio.

—Voy a tener que hacerle la boleta.

—No hay manera de arreglarlo… —sacó la billetera. El policía balanceó la cabeza, dudando.

—Y, no sé. Viene dura la mano.

—Me imagino —secundó. Sonrió, cómplice—. Frío, humedad, siempre esperando el aguinaldo. ¿Arreglamos con un diego?

Diepeso´ —repuso el poli asombrado, torciendo la quijada. Amagó a guardarse la libreta—. Me pone en compromiso, qué le digo a los muchachos del móvil… —sonrió, a la pesca de mejor oferta, que no llegó. El otro, sacó una credencial.

—Mirá para quién trabajo —murmuró, exhibiendo el carné. El agente observó la credencial. Abrió los ojos grandes, aterrado. Dio un paso atrás. Pasó una camioneta, casi lo desnuca el espejo. Dio media vuelta en dirección al cruce de avenidas; el semáforo titilaba en amarillo—: Andá, andá a dirigir el tránsito, boludo.

El agente corrió hacia la esquina. Saltó a la vereda, pisó una baldosa floja, y se fue al suelo. Cayó frente a Cabeza.

—Circulen —pidió, levantándose.

22.

Cabeza miró al poli, miró a Ayelén:

—Vamos al museo de Bellas Artes, ¿no? —preguntó.

—Seguro —repuso ella.

El policía sopló el pito. Detuvo el tránsito. Subieron por Pueyrredón, conversando sobre literatura. Ayelén admiraba a Cortázar. Él había leído muchas veces El Perseguidor, pero le faltaba profundizar.

Llegaron al museo. Ya en la entrada, Cabeza ofició de guía:

—Uy, hay mujeres desnudas —dijo muy serio, señalando la escultura más famosa de Pietr Kropotkin: «Mamushka Karmazínova Dá Partoski». Pasó a comentar detalles de cada obra; «el Marinero de Monetto se contagió escorbuto», «un escote en la Mona Lisa es poco estético». Ayelén sonreía. La abuela la imaginaba esbelta debajo del abrigo, busto amable y lindo culo. «Perón la quiere en un ministerio», había manifestado Fefo. Más razón para pincharle el teléfono. Un vigilante se acercó a la pareja, anunciando el cierre del museo en diez minutos. Cabeza dijo conocer una cantina económica, a cinco o seis cuadras; podían tomar algo.

Los siguió.

Llegaron al bar. Eligieron mesa afuera, pese al frío. El tipo permaneció a cierta distancia; reclinado en un semáforo, cual guapo a destiempo. Salió el mozo. Tomó el pedido, demoró diez minutos en cumplirlo. Una botella de cerveza. Pagaron a medias, Cabeza sirvió los vasos.

Brindaron. Bebieron.

Nuestra abuela sintió una punzada de envidia. Todo marchaba viento en popa para el pelado. A su edad, había sido rubio, un tipo exitoso con las mujeres. Pero ya no. En su cabeza hilos de plata le dejaron, o nieves grises; da igual. Frunció el entrecejo, terribles arrugas surcaron su frente.

Cabeza saltó de la silla. Extendió una mano. Ofreció la palma bien abierta. Ella, levantándose, la tomó. Y se estrecharon, sin besarse. La abuela, alerta, abandonó su posición; «bailan lentos o qué», pensó. Caminó hacia la cantina, pero siguió de largo. El pelado cantaba un tema de Frank Sinatra, Strangers in the night; era casi un susurro. Al tipo no le gustó. Permaneció en las sombras, fumando un cigarrillo. Ansioso de arrestarlos pero sin una excusa: parecían demasiado correctos. Incluso dejaron propina.

Se fueron del brazo, por Pueyrredón. Caminaron hasta la parada del colectivo 92, rumbo a Flores. Entre una frase y otra, quedaron frente a frente. Él acarició sus mejillas y la besó.

«No hay rechazo», concluyó la abuela de mal humor, desabrochándose el piloto. Imaginaba alguna contravención que le permitiera labrar un acta, pero no tiraban basura, ni orinaban la puerta de nadie, muchísimo menos causaban disturbios. Sin embargo, la subversión marxista trabajaba de maneras misteriosas: desbaratar sus planes, probables e improbables, era obligación del observador ocasional; en este caso, él. No había testigos en los alrededores que refutaran la doctrina de seguridad nacional. Le pareció razonable.

Se acercó, trotando.

—Tenés las manos frías —dijo Ayelén—. Me congelaste los cachetes.

—Perdón… —repuso, ronco—, no fue mi intención.

—Te salió el beso apresurado, ¿eh, pelado? —intervino la abuela. Ayelén y Cabeza lo miraron, en silencio—. Disculpen la interrupción —desenfundó—, soy la abuela —exhibió el arma. Guiñó un ojo—. Y éste es mi bastón.

23.

Se guardó la credencial. Pisoteó el acelerador, un par de veces. El coche tenía catarro. Metió mano en el piloto, sacó un paquete de Philisboro. Chupó un cigarro entre los labios con gran habilidad; todo esto sin dejar de apuntarlos con su bastón:

—Es un procedimiento de rutina —aseguró, ofreciendo el paquete—. ¿Fuman?

—No —contestó Cabeza.

Ayelén tomó uno:

—Le agradezco… abuela —dijo con sorna.

El tipo frenó. Dio media vuelta. Se quedó mirándola:

—No hay de qué. —Tenía esa mirada astuta del que pega una trompada y tira todo. Guardó el paquete. Dio una gran pitada a su cigarro. El semáforo cambió a verde. Retomó por Avenida C. D.; los mantuvo a tiro de bastón. Cabeza empezó a sentir ganas de mear; culpa de la cerveza, indudablemente. Intercambió miradas con Ayelén; parecía tranquila, ahí, a merced de un tipo que decía llamarse abuela y tomaba su pistola por bastón. Él le tomó la mano, ella no la apartó. La abuela advirtió el gesto e intervino:

—Hagámosla rápida —dijo—. Díganme lo que quiero saber. De onda, y los alcanzo a un telo.

—Qué quiere saber —repuso roncamente Cabeza.

—Ustedes… —dudó—. O ella. De qué va.

Ayelén lo miró; entrecerrando los ojos, era un poco miope.

—¿De qué voy con qué? —preguntó.

Doblaron en una calle oscura. Frenó. La abuela apagó el cigarro en el cenicero. Dio media vuelta. Sacudió la cabeza; como si «ir con algo» sólo significara una cosa.

—Con el clon de Perón —contestó—, por supuesto.

—Y a usted qué le importa —replicó Ayelén, desafiante.

—Le va a importar a él —dijo la abuela, deslizando el bastón sobre la sien de Cabeza.

—No, no —negó ella; nerviosa, por primera vez. Dio dos pitadas al cigarrillo, y lo tiró al suelo—. No pasa nada con Perón.

—A riesgo de parecer el pato de la boda —intervino Cabeza—, es cosa de ella.

—No sé nada de Perón que le sirva —insistió.

Vamo´ a ver —decidió la abuela. Empezó a estacionar; el bastón no se movió de la sien, dificultando la circulación del brazo que lo empuñaba:

—Se va a acalambrar, jefe —dijo Cabeza.

—No crea… —metió el auto en paralelo al cordón, y apagó el motor. Dio media vuelta; aflojó, se refregó la muñeca. Le apuntó a Ayelén: —¿Y? —preguntó.

—Lo conocí el domingo pasado —dijo ella—. Me llamó por teléfono. Varias veces.

—¿Se le insinuó…? —La abuela dejó el interrogante picando; abrió bien los ojos: cuestión de vital importancia.

—¿Quién? —repreguntó Ayelén.

—¿Cómo quién? —siguió el tipo, engranando—. Él, él a usted… ¿quién va a ser?

—Un minuto —intervino Cabeza, con una falta de tacto propia de situaciones límite—, también pudo insinuarse ella a él.

—¿Cómo? —preguntó ella, lanzándole una mirada feroz; retiró la mano que tan dócilmente se había dejado acariciar.

—Bueno, no tiene nada de malo… —la disculpó Cabeza, sintiendo que embarraba todo—, vos y yo salimos hoy. Perfectamente podés pensar que soy un taradúpilo y colgarme en la próxima parada de colectivo.

La abuela asintió:

—Tiene razón —secundó, tomando partido.

Ayelén se cruzó de brazos; puso trompita. Cabeza contempló sus labios; gruesos, bien formados. De su boca, o más bien, de su garganta, brotaba una voz límpida como arrullo de río, femenina y pudorosa cual guitarra criolla; sus silencios anhelaban amor. «Amor, amor, amor», repetía para sí mismo. En fin, ya estaba enamorado.

—Claro que se me insinuó —dijo ella, finalmente—. Cómo no me voy a dar cuenta. Pero bueno, pasaban otras cosas.

Él advirtió que había dicho «otras cosas» y no «otra cosa». Se calló la boca. La abuela cambió de tema:

—¿Cuál es su orientación política? —preguntó.

—No me afilié a ningún partido —contestó Ayelén—, ni hago militancia por nadie… —hizo una pausa. Declaró, envalentonándose—: Pero fui a la marcha del 24 de marzo, y estoy contra los gobiernos militares.

Cabeza se llevó una mano a la frente, contrariado; no convenía contrariar al contrariador.

—Y yo voto a Pino Solanas —intervino apresuradamente—, yo, señor, sí, señor: más que eso, acá donde me ve, estoy contra la obediencia debida y el punto final, contra la privatización de los recursos naturales, contra la tala de árboles, y contra la minería a cielo abierto. Digamé algo de lo que usted esté a favor de estar a favor, y yo me pondré inmediatamente a favor de estar en contra.

—Bajamos acá —ordenó el tipo, abriendo la puerta. Salió. Miró alrededor. No había testigos, excepto un gato negro cruzando la calle. Les abrió. Ayelén bajó primero, Cabeza después. Agitó el bastón—: En esa dirección… —justo de donde venía el gato. Cabeza lo vio venir, hizo algo que podría haberle costado la vida: aferró a Ayelén por los codos, giró con ella, la soltó, y enfrentó al gato justo cuando se cruzaba—. Mirá el lindo gatito —señaló la abuela, dando un paso hacia el animal; lo pateó: el gato maulló por los aires.

—No me diga —dijo Cabeza—, es supersticioso.

—Vamos —repuso el tipo, a punta de bastón.

—¿Nos va a matar? —preguntó Ayelén.

—No —contestó—. Van a ser testigos de una nueva Argentina.

24.

Cabeza suponía que cuando hablaba de una nueva Argentina, hablaba de un país más o menos igual al anterior; la nueva Argentina no podía ser otra cosa que un trabajo a muy largo plazo. Y casi no quedaba tiempo; en veinte o treinta años, la mala salud del mundo inutilizaría toda planificación largoplacista.

La abuela abrió una puerta; los guió por el pasillo de una casa alargada, tipo chorizo, de un solo departamento. Pasaron directamente a la cocina. Había una mesa con mantel a cuadros. Encima, pava, mate, té, y un mini-televisor. A un paso, la heladera Culombia Stork, vieja y grandota; sobre ella, se alzaba, imponente, una damajuana.

—Disculpen el desorden —pidió—, ando escaso de personal.

—No hay cuidado —disculpó Cabeza—, pero usted nos dijo de onda que iba a llevarnos a un telo y no cumplió. Dice que vamos a ser testigos de una nueva Argentina y que no nos va a matar. Cómo podemos creer…

—Lo voy a matar si habla boludeces —amenazó. Señaló las sillas—. Siéntense.

Obedecieron. Cabeza sintió presión en la vejiga. No pudo contenerse.

—Señor secuestrador —dijo—, la señorita y yo estuvimos bebiendo cerveza. No sé ella, pero tengo que ir al baño.

—Yo también —secundó Ayelén.

La abuela suspiró.

—Muy bien —aceptó—, de a uno.

—Primero las damas —ofreció él.

—La puerta a la derecha —señaló la abuela. Ayelén se dirigió hacia ahí, con toda dignidad. Sin exteriorizar urgencias. La abuela y Cabeza quedaron a solas, sucediéndose el clásico silencio incómodo.

—Y… usted —dijo la abuela, finalmente—, de qué lado está.

Cabeza pestañeó, confundido:

—¿Sólo hay dos lados? —preguntó.

—Claro… —asintió, seguro de conocer las puntas del triángulo—: Con el gobierno. O con nosotros.

—Pensé que trabajaba para el gobierno.

—No exactamente —sacudió la cabeza—, puedo desempeñar más de una función. Y digo… —tomó aire, enardeciéndose. Le había tensado una cuerda, pero no sabía cuál—, y digo —repitió, remarcando cada sílaba—, se está con el gobierno, o se está con nosotros.

—Pero ¿quiénes son ustedes? —quiso saber Cabeza, creyendo que enfrentaba una verdad fundamental.

—Ya lo sabe… —giró el bastón en el aire, marcándole un círculo en la pelada—, usted ya lo sabe.

—Saber qué —se cruzó de brazos.

—Es evidente.

—No para mí.

—¡Está mintiendo! —prorrumpió, pegándole un bastonazo a un florero de porcelana. El florero se estrelló contra la pared.

—Perdón, ahora me acordé —mintió Cabeza, amilanado—. Ya sé quiénes son ustedes.

La abuela lo miró, con ojos suplicantes.

—Y qué dice —murmuró—. De qué lado está.

—No sé —contestó Cabeza, en tono más bajo.

—¡Tiene que saber! —gritó el tipo. Lo apuntó. Le temblaba el pulso—: No puede ser indiferente, no puede darle igual.

Cabeza tragó saliva, sintiendo que moría de todas maneras:

—No me da igual… —murmuró. Enderezó la espalda, y alzó la voz—: Para nada. No me da igual, no. Me siento bastante en contra del gobierno, sí, pero más en contra estoy de usted —ahora, el poseído era él; sus ojos fulguraron—. Pero estar en contra es fácil, la pregunta es de qué lado estoy, y yo estoy… —señaló la puerta del baño; justo se abrió—, yo estoy a favor de ella, claro que sí. Haga lo que haga.

25.

Ayelén salió; cabeza gacha, mirada fija en las baldosas color bordó apagado. Cerró la puerta. Tomó asiento, en silencio.

—¿Ya puedo ir? —preguntó Cabeza.

—Vaya nomás —repuso la abuela.

—Gracias… —se levantó, dio dos pasos.

Sonó el timbre, una vez.

—Espere… —indicó la abuela, súbitamente alerta. Otro timbrazo. Segundos después, otro más. Se repitieron, cada tres o cuatro segundos—. Aguante, por favor —pidió, abriendo la puerta—. Asómense al pasillo.

Ayelén se puso de pie; dio dos pasos, arrimándose a Cabeza. La abuela hizo señas con el bastón, quería verlos. Enfiló, al ritmo del timbrazo. Abrió; entraron corriendo dos tipos, cargando a otro, de un brazo cada uno. Gritaban, gruñían; otro idioma: alemán. La abuela quedó dura, o duro, no atinó a cerrar la puerta. Ayelén y Cabeza se hicieron a un lado.

—¡Llévenlo a la bañadera! —reaccionó la abuela, pegando un portazo. Los corrió hasta el baño, recostaron al tipo. Abrieron canillas. La abuela se zambulló en la cocina—. Justo un ataque… —murmuró. Aclaró la voz—: Mejor, siéntense —y exhibió el bastón.

Ayelén y Cabeza obedecieron, sin chistar. Debajo de la pileta, abrió una puertita. Sacó una tostadora eléctrica. Corrió hacia el baño; empuñándola, cual cirujano al bisturí. Ella y él permanecieron sentados, mirándose, sin atreverse a intentar nada. Oyeron toda clase de monosílabos, algún «¡dale puta!», y en simultáneo, antes del corte de luz: «¡fzzzzzz…!» y «¡arrrggh…!

Habían olvidado el disyuntor. Cabeza lo supo: era su oportunidad. Saltó del asiento, embistió la oscuridad. Atropelló a alguien, oyó un grito ahogado: la abuela. Le cayó encima. Golpeó aire; recibió un trompazo en la oreja, otro en la boca. El de la nariz lo tumbó. Cuando volvió la luz, la abuela estaba de pie. Una mano detrás de la heladera, la otra empuñando el bastón:

—¡Cler! —gritó, o «clear«; un zumbido, otro alarido. Se cortó la luz, volvió. Oyeron cachetazos. Un alemán salió con la estufa eléctrica colgando del cable:

—¿Bren? —preguntó.

La abuela asintió. El germano, de cara maciza, dura, esbozó media sonrisa; parecía un cazador, perdiz en mano. Entró al baño. Hubo un último corte: otro grito, y una respiración agitándose. «Heins, heins», o «heil, heil», pedían los tipos. Incluso aplaudieron.

Otra vez luz. Cabeza seguía en el suelo.

—Levántese —ordenó la abuela.

Intentó obedecer: apoyó manos, hincó una rodilla, tomó impulso, y cayó de boca.

—Disculpe —Ayelén amagó a levantarse—. Puedo ayudarlo… —revolvió su cartera, sacó un paquete de toallitas. Tomó una, se agachó; presionó cuidadosamente contra la boca sangrante. Los alemanes arrastraron al ex moribundo hasta el único sillón. Lo descargaron; camisa desabotonada, toallón al cuello: barba y pelo húmedos, ojos desorbitados.

Le pusieron los anteojos. Era Roni Matthies.

26.

—Les presento a Frantz y Fritz —dijo la abuela, señalando a los alemanes. Eran idénticos—. Y allá está Lustig, el payaso —se refería a Roni.

Uno de los hermanos abrió la heladera. Sacó pan, manteca. El otro prendió la televisión. Cambió canales. No encontró lo que buscaba.

—¿Animal Planet, no? —preguntó.

—Animal Planet, no —contestó la abuela.

Frantz o Fritz puso una telenovela.

—Quién es Frantz y quién es Fritz —quiso saber Ayelén.

—Mejor no lo sepa, señorita —dijo la abuela—. Cuanto menos le diga, menos lío. Terminamos la operación y desaparecemos. Ninguna denuncia suya, o de él —le apuntó a Cabeza—, podrá incriminarnos. Nosotros somos la ley.

—¿Representa al Colegio de Abogados? —preguntó Cabeza, tomando la toallita y haciendo un bollito.

La abuela miró para otro lado.

—Parece que sí —sugirió Ayelén.

—Franz y Froláin son la Kruppstapo —agregó Cabeza; levantándose, del brazo de ella. Tomaron asiento.

—Vinieron a buscar a Roni. —La abuela soltó una risotada, tan falsa como su buen humor—. Tiene la información que precisan, de clones célebres alrededor del mundo. Si no pueden sacarle nada, no pueden matarlo. Resulta indispensable estimular convenientemente el dolor, torturar al individuo hasta que la muerte sea preferible a seguir sufriendo. Ahí habla. Pero éste… —hizo una mueca, hacia el sillón—. A éste, le gusta mucho la vida. O el dolor.

—Y qué van a hacer —dijo Ayelén—, ¿golpearlo hasta el próximo infarto?

La abuela enarcó una ceja.

—Los imprevistos son una probabilidad estadística —replicó.

—Un meteorito en la cabeza es una probabilidad estadística —intervino Cabeza. Alzó la voz—: Mal negocio, ¿eh, Roni…? Andar comprando miembros de próceres muertos. ¿No le suena medio fetichista?

Roni no contestó. Movió un pie.

La telenovela dio paso a un flash informativo. El conocido periodista robot volvió al aire; esta vez, perfectamente aceitado con gomina:

—Buenas noches —dijo—. Allegados a Juan Matthies dejaron trascender que su salud estaría delicada. Recordamos: el clon de Perón lleva seis días de ayuno… —hizo una pausa, se tocó una oreja—: Nos informan que ya hay gente en Plaza de Mayo, vamos al móvil…

Apareció un movilero, a metros de la Pirámide de Mayo.

—Gracias, Romualdo —dijo—. Grupos de personas a pie marchan espontáneamente a la plaza. No buscan una fuente donde patalear. Piden por el líder. ¿Qué líder? Juan Domingo Perón. El mismo. Hay alguna rima para Juan Matthies, pero el clásico «Perón, Perón, qué grande sos» copa la parada. Cacho Luzuriaga, vecino de Lugano, se apersonó al anochecer con su instrumento…

La cámara tomó a un tipo; jugaba con su acordeón, sobre los acordes de la marcha peronista.

—Sigue llegando gente —aseguró el movilero—. La pregunta es, ¿la historia se repite…?

—Soltar a Junior… —gruñó Roni, revolcándose en su sillón—. Suelten a Junior.

—¿Quién es Junior? —preguntó Ayelén.

—Mejor no preguntar —recordó la abuela.

—¿Y yo puedo ir al baño? —intentó Cabeza.

La abuela asintió. Cabeza saltó de la silla, dio dos pasos; justo sonó el timbre. Los secuestradores se miraron, unos a otros; la abuela a Frantz, Frantz a Fritz, Fritz a la abuela. No esperaban a nadie. Cabeza no llegó a entrar al baño; lanzó la toallita, a distancia, y la embocó en el inodoro:

—Buen tiro, Ginóbile —felicitó la abuela—. Pero siéntese en la banca.

Frantz y Fritz desenfundaron sus bastones.

27.

Esperaron. Medio minuto después, volvió a sonar el timbre. Nadie se movió.

—Se van a ir —susurró la abuela—, se van a ir —repitió. Insistieron, tres veces; hasta el timbrazo. Silencio—. Equivocaron dirección —aseguró.

Gott sei dank… —agradecieron Frantz y Fritz.

Y sucedió: derribaron la puerta de un mazazo; un tipo se zambulló, dio una vuelta carnero; otro, asomó la mira. Quedaron en posición, empuñando armas. Total, cinco personas apuntándose; Ayelén y Cabeza, en la línea de fuego.

—Así toda la noche —aseguró la abuela.

Vestían de negro, llevaban anteojos negros, comunicador en la oreja. Se oyeron pasos.

—A un lado —ordenó alguien.

—Sí, mi maestro —dijeron los hombres de negro, al unísono. Y entró el oscuro Darth Vader, un tipo medio robot; figuraba de malo en la Guerra de las Galaxias. De saco cruzado y corbata, pero con la famosa capa negra que barría el polvo de la Estrella de la Muerte. Escoltando a Darth Vader, el Chapulín Colorado; ojeroso, de bigote.

Darth Vader se sacó el casco. Era el presidente.

—Jimmy Batola, la concha de tu madre —insultó, descargando la furia de una semana—. Voy a dejarte el culo como me lo dejaste a mí, puto, o qué, te creíste que no te iba a buscar, que no te iba a encontrar, poné todos los domicilios truchos que quieras, eh, yo te busco uno por uno, en persona, que no me voy a avivar, yo soy el presidente, poligrillo, ¡vendepatria!

—No descargue su ira en mí, Kafka —interrumpió la abuela, o Jimmy Bartola—. Primero, aliméntese bien. Y tome un Risperin, para los nervios. Son las elecciones.

El presidente aceleró el discurso, aflautando la voz.

—¡No cambie de tema! —ordenó—, usted mintió sobre el clon, mintió sobre las manos de Perón, y quiere provocarme una crisis, sí, orgánica, de gobernabilidad, pero no me va a parar, no me va a parar en mi determinación de sacar el país adelante, porque yo….

—Las manos de Perón son reales, Kafka —interrumpió Bartola, otra vez—. El clon de Perón es real. Una cosa no niega la otra.

El presidente transpiraba, colorado; otro ataque de nervios.

—Aclaremos lo que hay que aclarar —intervino el Chapulín—, porque viajamos de incógnito. Hay que volver en una hora, a más tardar.

El presidente inspiró, exhaló; le bajó la sangre.

—¿Y ustedes? —preguntó el Chapulín, dirigiéndose a Ayelén.

—Nos secuestraron —contestó ella.

—¿Y él? —preguntó el presidente, señalando a Roni.

—El alemán desaparecido —contestó el Chapulín.

El presidente abrió desmesuradamente los ojos.

—Tenemos que llevarlo —dijo—. Con este tipo no nos voltea nadie.

Roni estiró las piernas, desperezándose. Miró fijo al presidente; calculó la distancia: metro y medio.

—Anda delicado de salud —remarcó Bartola—. No se lo pueden llevar.

—¿Ah, no? —preguntó el Chapulín Colorado, flexionando las piernas; decidido a pelear. Había olvidado el «Chipote Chillón», un inútil martillo de goma. Las antenitas de bilín floreaban sobre la cara demacrada, coronaban un aspecto lamentable.

—Yo me lo llevo —insistió el presidente, enfrentando a su proctólogo —. Soy el presidente.

Roni Matthies, sabiéndose aludido, se enderezó. Tiró la toalla al suelo; empezó a masajearse el pecho, sobre el corazón.

—¿Por qué es tan importante este tipo? —preguntó el Chapulín—. ¿Quién es?

—Está en mí el deseo de invitarlos a tomar un café… —dijo Bartola, cambiando de tema. Tomó la pava. Abrió una canilla, la llenó.

—Yo no me siento a la mesa con los que venden a la patria —declaró el presidente.

—No sea modesto… —pidió Bartola, prendiendo una hornalla.

—¿Por qué no hacen la del Rey Salomón? —preguntó Cabeza—, pártanlo al medio.

Roni frunció el entrecejo, se enderezó; empezó a abotonarse la camisa.

—El pelado es comediante —declaró el presidente—. Hay un pelado comediante. Acá ningún chiste tiene gracia. A menos que lo cuente yo. Y no estoy de humor… —le dirigió una mirada diabólica a Bartola—, pero quizá pueda entrar en calor.

Roni no esperó a abotonarse hasta el cuello. Sin mediar palabra, saltó del sillón. Cazó al presidente del nudo de la corbata; lo interpuso en el medio, de escudo.

—Quietos —ordenó—, o nuez de presidente termina en nariz… —y ajustó el nudo.

28.

—Hueso durro de roerr… —dijo Roni—, por favor, entregar bastones a mi socio —ordenó, pateando a Cabeza en un tobillo—. Mi socio —repitió—, aquí prresente… —Cabeza se levantó; recolectó las armas con una mezcla de timidez y asco—. Y señorrita, nos llevamos a Kafka, así que póngale la máscara.

Ayelén tomó el casco. Lo encajó en el presidente con deliberada brusquedad; «ups», murmuró, como disculpándose.

—No puedo respirar —se quejó el presidente.

—Podrá —aseguró Roni—. Si asoman al pasillo, presidente muerto —amenazó.

—¿En qué nos vamos? —preguntó Cabeza.

—Federer —dijo Roni—, vehículo.

El Chapulín Colorado sacó un llavero del corazón de la pechera. Se lo lanzó. Roni lo cazó al vuelo. Observó las llaves.

—Forrd «D» Cirruela, bien —felicitó, sonriente—. Buen carro, misterr presidente. Adious

El trío de improvisados «magni-secuestradores», caminó, de espaldas y en fila; con la cautela que correspondía a un acontecimiento de magnitud presidencial. Los demás, fueron arrimándose al pasillo; desoyendo la orden de no hacerlo. Roni permaneció aferrado al nudo de la corbata. Una corbata cualquiera; anudada al cuello del presidente, representaba un pasaporte a la libertad. O a la cárcel. No tenía un plan; excepto la búsqueda de publicidad para su causa.

Ubicaron el auto frente a la puerta de calle. El presidente, metido en su casco de Darth Vader, había quedado medio estúpido. Lo subieron atrás, entre Ayelén y Cabeza. Roni arrancó, pisó el acelerador; las gomas quemaron el empedrado.

—No sé disparar un arma —dijo Cabeza—. Y por más que aprenda, no voy a dispararle a nadie.

—Yo tampoco —aseguró Roni—, pero a ellos no les dejo las pistolas. Ni loco.

—¿Qué hacemos con el presidente? —preguntó Ayelén.

—Lo guardamos hasta maññana…

—Lo guardamos hasta mañana —repitió ella—. Y para qué.

—Para la marcha. Testimoniar. Que cuente quién tiene la culpa.

—La culpa de qué —repuso Cabeza.

—De todo… —dobló en una esquina a sesenta kilómetros por hora. Aceleró y volvió a doblar—. Que se sepa mi verdad.

—La única verdad es la realidad —murmuró Cabeza—. Raptamos al presidente.

—La realidad en verdad no existe —negó Roni—. Es una abstracción. No puede abarcarrrrse —remarcó las «r» hasta el paroxismo—. Podemos imponer un punto de vista, y danke schön. Pienso rrevelar mi punto de vista.

Frenó en doble fila.

—Cambiamos coche —ordenó. Bajaron, Cabeza tiró las armas en una boca de tormenta. Caminaron hasta el cruce; se oía una sirena, en alguna parte. Pasó un taxi, a baja velocidad.

—¡Jefe! —exclamó Roni.

El tachero frenó.

—¿Puedo ir adelante? —preguntó Ayelén, asomando sus ojazos a la ventanilla de acompañante.

El tipo le abrió. Detrás, subieron al presidente, en el medio. El tachero vio a Darth Vader; quedó duro.

—Soy el presidente —murmuró el presidente.

—Discúlpelo, está un poco drogado —dijo Cabeza—. Venimos de una despedida de soltero.

29.

El taxi los llevó hasta una esquina; barrio Congreso. Roni pagó, dejó una generosa propina. Señaló la puerta de un edificio bajo, cruzando la calle; a falta de ladrillo, revoque cascado a la vista.

—Aguanten mandatario… —murmuró Roni, soltándolo. Ayelén y Cabeza se lanzaron sobre el presidente; lo abrazaron, cual amigo en desgracia. Cruzaron. Roni se acercó a un arbolito, casi frente a la entrada. Observó una piedra, junto a la raíz. La corrió con un pie. Se agachó, escarbó un poco. Desenterró un llavero—. Bulín… Terrcero «B» —murmuró, levantándose. Abrió la puerta. Subieron al ascensor, el ascensor subió.

Ya en el departamento, Roni agarró una sábana. La cortó en tiras. Lo ataron. Ayelén le sacó el casco, gesto de buena voluntad; el presidente empezó a insultarlos: con quién se creían que trataban, no podían hacerle algo así, la investidura no se manchaba, ya iban a ver, etc.

Había una biblioteca. Entre los libros, botellitas de plástico. Roni agarró una. La descorchó, humedeció un pañuelo. Presionó el pañuelo contra boca y nariz del presidente; contó hasta diez, en alemán. Al minuto, roncaba a pierna atada. Lo guardaron en un ropero.

—Es un placarrrd grande —dijo Roni.

Trabó, cerró con llave. Se secó el sudor de la frente con la manga:

Endlich… —suspiró—. Ahora, les muestro la casa. —Tomó a Ayelén de una mano, guiándola hacia la habitación. Había una cama individual—. No abrir persianas —ordenó—. Vamos al baño. —La llevó, sin preguntar—. Hay champú, jabón, pasta dental, toallas perfumadas… —tomó una y se la encajó en la nariz. Ella olió, no exteriorizó agrado ni disgusto.

Finalmente, les enseñó la heladera.

—Hamburguesas en congelador —dijo, abriendo la puerta—. Hay fiambre, pero en mi ausencia… venció —sacó el paquete. Lo tiró al tacho—. Queda media botella de vino debajo de la pileta. —Hizo una pausa—. Yo… me voy.

—¿Cómo que se va? —preguntó Ayelén, alarmada.

—En cuarto piso hay casa de masajes —explicó Roni—. Después de morir… masajes. Puede dormir, señorrita. O duchar, calefón encendido. Nos vemos en la mañana.

—Creo que voy a dormir —dijo ella—. Si puedo.

—Yo acepto el inodoro y la ducha —intervino Cabeza—. No quiero terminar como Tycho Brahe… —se dirigió al baño; entró y pegó un portazo.

—¿Quién es Tycho Brahe? —preguntó Ayelén.

—El último gran astrónomo de erra prrevia al telescopio. En cena con duque, no se atrevió a pedir perrmiso para ir al baño, por cuestiones de etiqueta. Agarró infección urinaria y murió… —Bajó la vista, incómodo—. Le agradezco que vinieran conmigo.

—Nosotros estábamos secuestrados —repuso ella, sonriendo—. Quién agradece a quién.

Roni miró para otro lado.

—No usen el teléfono —murmuró, abriendo la puerta—. Adiós.

Salió.

30.

Cabeza esperó a que el agua saliera bien caliente. Tomó una ducha larga. Secándose, entre nubes de vapor, pensó en la propaganda, «Nunca sabemos cuándo es indispensable un aliento fresco». Abrió el botiquín, encontró pasta dentífrica. Leyó la marca: «Colinas de Andalucía». Pasta española.

Roni era trotamundos.

Se lavó los dientes sin cepillo, a puro buche. Tomó asiento en el borde de la bañadera. Entre una gárgara y otra, se agachó para secarse los pies, y vio dos diarios detrás de la pileta. Los titulares tenían algo raro. Agarró uno. Leyó.

Era ruso.

Tiró el diario al suelo y escupió. Una edición en perfectas condiciones del Pravda, matutino de la época soviética; agotado en todos los free-shop, de Ezeiza al Aeródromo de Andalucía.

Tomó prestado el desodorante. Se vistió, pensando; comer, dormir, o qué. Salió del baño. Estaba oscuro. La puerta de la habitación permanecía abierta. Pasó al living, había una vela encendida. Distinguió a Ayelén, sentada en el sillón.

—Hola —saludó.

—Hola. No dormís.

—No puedo… —alzó una mano. Sostenía una copa—. ¿Querés vino?

—Bueno —contestó él.

—Acá hay —dijo, poniéndose de pie. Estaba descalza. Cruzó frente a él. Se inclinó sobre la mesa, dándole la espalda. Y el trasero. Sirvió una copa para él, otra más para ella.

Le pasó el vaso.

—Por qué brindamos —quiso saber él.

—Porque sí —dijo ella.

Se miraron fijamente a los ojos. Brindaron. Dieron un sorbo, dos; dejaron las copas en la mesa. La besó. Ella devolvió el beso. Sus bocas, una en otra, fueron una sola; esto es mucho más que una metáfora común y corriente, mucho más que ciencia empírica en dos labios de igual talla y forma. Sucedió en un mismo tiempo y espacio; hoy pasado presente. Entre una infinidad de universos posibles, dos personas diferentes se unieron.

Empezaron a sentir el obstáculo de las ropas, los cuerpos fluyendo hacia la habitación; la seguridad del aislamiento. Cerraron la puerta, de una patada o un empujón, ignorando quién lo hizo, o cómo llegaron a la cama. A ella le costó desabotonarle la camisa, él tuvo dificultades para desabrocharle el corpiño. La acostó, acarició sus tetas, besó un pezón del tamaño de una castaña; «mordelo» susurró ella. Mordió, las nueces, o castañas; se deslizó hacia al ombligo, le sacó la bombacha, acarició el pubis, y zambulló la lengua en la vagina.

—No… —murmuró ella.

Él levantó la cabeza.

—Qué pasa —dijo.

—No me hagas sexo oral —pidió.

—¿No? —preguntó, extrañado.

—No nos conocemos, ni conocemos nuestros hábitos… existen muchas enfermedades.

—Siempre me cuido. Aparte, me hice el test.

—Pero es algo muy íntimo, lo mismo que yo te lo haga a vos. Es la primera vez que estamos juntos.

Cabeza permaneció en silencio; confundido, dos o tres segundos.

—Arruiné todo —se reprochó ella—, arruiné todo —repitió.

—No —negó Cabeza—, no arruinaste nada… —murmuró, acercándose a sus labios—. Sos hermosa. —La besó.

Ella se prendió a él.

Todo estaba por suceder.

31.

Aquel lunes 9 de Julio de 2007 no prometía nada maravilloso. Nubes bajas, grises, coronaban la mañana, auguraban un clima gélido, peor que la noche anterior. Despertaron con el golpe de las gotas en la persiana. Se colaba luz por las rendijas. Permanecieron juntos, contemplándose.

—Tenés venas en las sienes —susurró ella—. Muy marcadas.

—Sí.

—Una va en zig-zag, la otra… se bifurca.

—Les rezo todas las mañanas.

Ella puso trompita. Cabeza sólo podía enamorarse de mujeres con cara de nena. Ayelén era una.

—Me di cuenta cuando el tipo te encajó el cañón —murmuró—. Latían.

—Bueno, sí.

—Ahora las veo… —dudó. Desvió la mirada, un instante—. Asustan.

No replicó. La besó.

—Habrá vuelto Roni —quiso saber ella, después.

—Supongo que sí.

—Tengo que hacer pis. —Saltó de la cama. Levantó la blusa del suelo, el pantalón, la bombacha; obvió el corpiño, se vistió a las apuradas—. Ya vuelvo, y nos mimamos un poco más.

—Dale —acordó él, aguantando baba en las comisuras.

Ayelén salió, cerró la puerta. Fue hasta al living, había dejado la cartera sobre la mesa. Copas y botella seguían en su lugar. De la cocina, llegaba música. Tango. Agarró la cartera. Dio pasitos en la otra dirección; al baño, sin hacer ruido.

Levantó la tapa del inodoro, se bajó pantalón y bombacha; tomó asiento. Vio los diarios rusos. Hojeó uno. Había pensado que la única diferencia con el alfabeto ruso era un par de letras al revés, pero no: estaban duplicadas para un lado, o no parecían minúsculas ni mayúsculas; tenían forma de chimenea, jeroglífico, bemol, etc. Dejó el diario en su lugar. Hizo sus necesidades, se limpió. Subió pantalón y bombacha, lavó las manos. Revolvió la cartera, sacó los cigarrillos. Pero no fumó. Guardó el paquete. Enfrentó el espejo. Intentó arreglarse.

Volvió a la habitación. Cabeza seguía ahí, las sábanas no disimulaban una erección. Dejó la cartera en una silla, se desvistió; quedó en blusa y bombacha. Ocupó un espacio en la otrora cama individual, apretándose junto a él.

—Cómo está, señor —susurró.

—Acá me ando —contestó—, impregnado de usté

Se besaron.

—Viste… —dijo ella, entre un beso y otro—, viste los diarios rusos.

La inteligencia de Cabeza ya funcionaba en piloto automático.

—Madre Rusia, sí —afirmó, ignorando qué; deslizó una mano entre los pechos. Empezó a acariciar la costura del corpiño, con claras intenciones de desabrocharlo, o romperlo en el intento.

—Qué idioma raro… —siguió ella, desentendiéndose.

—secundó él.

—¿Me oís?

—Seguro… —contestó, volviendo—, hablamos de Dostoievski, el mejor escritor del mundo. Y la pasta dentífrica es española. Lo sé porque tengo hermana y hermano en Madrid. Me regalaron un pote.

—Por qué hay diarios rusos en el bulín de un alemán.

Austrohungaroplatense —corrigió.

—Los alemanes exageran menos. Roni remarca las «r» como ruso.

—Estoy de acuerdo.

—Estás de acuerdo —susurró ella, acercando los labios.

—Mucho muy, muy de acuerdo —murmuró él—, de acuerdo, de acuerdo, de acuerdo.

Ayelén lo besó. Había algo. Sentía, pensaba ella, quizá la lengua, la manera pausada, in crescendo; intentaba racionalizar la sensación. Empezó a calentarse.

—Qué tiene acá, señor —quiso saber, manoteándole el timón.

32.

Ayelén Ramírez sentía una aversión particular hacia los teléfonos celulares. No quería ser localizada en cualquier lado y en cualquier momento. Pero no volvió a casa a dormir, ni llamó para avisar dónde estaba. La mamá se preocupó. Telefoneó a una amiga. Había ido de excursión al museo de Bellas Artes; «con un tipo», dijo la amiga.

Entonces, la mamá llamó a Elsa Peñaflor. Elsa no sabía nada, prometió averiguar. Llamó al domicilio de las hermanas Roldán. Un hombre atendió, con toda brusquedad.

—Quién habla —dijo.

—Elsa Peñaflor.

—¡Ah, Elsa! —Cambió el tono—: ¿Cómo estás?

—Quién habla ahí.

—¿No me reconocés…? —Hizo una pausa. El tipo sopló la armónica, imitando un tren.

—El profesor Jirafales.

—Eh, muy bien…

—Profesor Jirafales, me comunica con una de las hermanas Roldán.

—Tengo a la más dulce en mi regazo —dijo, feliz. Le pasó el tubo.

—Elsa, hola —saludó doña Florinda.

Elsa fue al grano:

—Me llamó la mamá de Ayelén. Está preocupada porque no volvió a dormir.

—Iba al museo de Bellas Artes con Cabeza… —Florinda le preguntó a Jirafales el teléfono de Cabeza. Lo buscó en su celular: «6-3-4-5-7-8-9», dictó—. Averiguo y te llamo, Elsa.

—Un beso, chau.

—Otro… —cortó.

—Dejame a mí —dijo Jirafales.

Le arrancó el tubo. Marcó. Atendieron:

—Hola.

—Cabe… —se interrumpió—. ¿El Diego?

—El mismo.

—Ah… cuñado, qué tal.

—Bien.

—No seas tímido, cuñado —insistió Jirafales—. Libera tu corazón.

—No digas boludeces.

—Un chiste… —rió solo—. Che, dame con Cabeza.

—No está.

—Adónde fue.

—Ayer salió con Ayelén.

—¿No volvió?

—No.

—Ayelén tampoco. ¿Tiene celular, Cabeza?

—Lo dejó por acá… —se interrumpió. Pasó el tubo de manos.

—¿Hola? —preguntó una voz femenina.

—Paz, qué tal —saludó Jirafales.

—Bien. El Diego está buscando el celular.

—Para qué.

—No sé… —miró a El Diego, revolviendo papeles—. Habrán ido a una fiesta —sugirió.

—¿Y si fueron a un telo?

—¿Un telo?

—No, Cabeza no gasta guita en un telo… —le dijo El Diego a Paz.

—Dice que no —siguió Paz.

—Entonces nadie sabe nada de Ayelén ni de Cabeza —repuso Jirafales, exasperado.

—Ayelén… quedó en cantar hoy en la marcha.

—¿La marcha de Perón?

—Sí.

Jirafales resopló; lo pensó dos veces pero preguntó igual.

—Y decime… ¿precisan un número sustituto?

33.

Hubo que contactar a Elsa Peñaflor. En ausencia de Roni, asumió el rol de manager; más por decantación que por otra cosa. Cumplió funciones de López Rega, pero con sanas intenciones. Igual que él, creía en las hadas. Para el acto, confirmó la presencia de una prima mapuche en cuarto grado del general, de un sobrino nieto y de una italiana que decía ser hija suya.

Pero Elsa ignoraba los pormenores que florecían entre tal o cual relación. Existía una persona en la casa capaz de echar luz a cada interrogante. Dormía en el piso de arriba; sin cargo de inconsciencia, separado de su madre por mucho más que caños, ladrillos, revoque, etc.

Fefo se levantó con otra resaca digna de Empédocles. Entre la vigilia y el dolor de cabeza, ubicó la cara de la abuela: en un país donde los detectives privados trabajaban sin licencia, él, Wilfredo Asís de Peñaflor, empujado por la borrachera y el resentimiento, había contratado a un desconocido con facha de Humphrey Bogart.

Vio su tarjeta en el borde de la mesita de luz.

La rompió y tiró al tacho.

Subió la persiana. Llovía… aguanieve. Contempló el paisaje. Abajo, en la vereda, una alfombra blanca cubría el cantero. Pestañeó, varias veces; no estaba dormido.

Bajó a la cocina. Elsa hablaba por celular. Sonó el fijo:

—Hola —atendió Fefo.

—Fefo, soy Paz.

—Ah.

—Cómo estás.

—Bien —mintió.

—¿Elsa está?

—No puede atender.

—La espero.

—Qué pasa —quiso saber, malhumorado.

—Es por el número de música en vivo —dijo Paz—. Si no va a estar

Ayelén, que toquen El Diego y Jirafales.

—Cómo que no va a estar.

—Ayer salió con Fabián Cabeza. No aparecen.

Se produjo un silencio angustioso.      

—La… raptaron —arriesgó él.

—Cómo sabés.

Entre una verdad o una mentira, descargó responsabilidades en los problemas de otro.

—Porque Perón la quiere —dijo.

34.

Elsa había contratado full-time una enfermera pelirroja de veinticinco años, para Juan, con la secreta esperanza de variarle el centro de atención. Afortunadamente, la enfermera provocó el efecto deseado. El lunes al mediodía le comunicaron las desapariciones. Permaneció sentado en silla de ruedas; sus ojos se endurecieron a centímetros del escote de la enfermera.

Pidió ver la nieve.

Nevaba en Buenos Aires. Por primera vez, en ochenta o noventa años. La gente salía a la calle. Caminaban, corrían de un lado a otro, jugando con la nieve. Había algo de turismo poético; justo feriado, fin de semana largo.

«Es el calentamiento global», decían los entendidos. Las cosechas de tomate se arruinaron. El viejo con cara de Marx, acostado en un escalón a metros de Alsina y Matheu, se entumeció los dedos de los pies.

Hubo que improvisar un toldo sobre el improvisado escenario. La escalera quedó a centímetros del micrófono. Nadie se molestó en sacarla. A partir del mediodía, los asistentes pegaron fotos de Roni, Ayelén y Cabeza. De Martone, un detenido legal, escribieron su nombre en la cortina del fondo, yendo al traste con el secreto de sumario. Meses más tarde, la televisación del juicio oral y público por adulteración de bolas de fraile llegaría al tope del rating.

Ayelén y Cabeza se levantaron a desayunar. Encontraron a Roni en la cocina, afeitado. Sentado junto al maniatado presidente. Almorzaban. Jugaba al avioncito, y «abra la boca grande señor presidente»; encajándole el cucharón en las fauces al tipo más poderoso de la Argentina.

—Hay arroz caliente en la olla —avisó Roni. Sacó dos bancos de bajo la mesa.

—Sin barba parece más joven —dijo Ayelén.

—Gracias.

—Yo me ocupo —intervino Cabeza. Revisó los estantes; agarró platos, cubiertos, vasos—. Alguna novedad.

—Está nevando —comentó Roni.

—¿Acá? —preguntó ella, sentándose.

—Sí.

Cabeza sirvió el arroz; «fah», murmuró. Había salsa; mezcla de tomate, y alguna cosa de soja.

—¿Querés salsa? —preguntó.

—Bueno —contestó Ayelén.

—No hay queso de rayar…

—No —negó Roni.

Cabeza volcó la salsa. Alcanzó plato, vaso, y cubiertos.

—¿No te sentás? —preguntó ella.

—No hay espacio. Prefiero la mesada. Vigilo al presidente.

—No voy a gritarle a nadie —aseguró el presidente.

Había recuperado la compostura.

—Se lo ve mejor —concedió Ayelén.

—Debe ser el arroz. Me seca los intestinos.

—Y ahora qué —intervino Cabeza.

—Disfrazados, señor presidente —indicó Roni—. Vamos a la marcha. Quince cuadras, a pie.

—Y después… —siguió Ayelén.

—Subimos al escenario. El presidente hablarrá de muchas cosas.

—Yo no voy a hablar nada —dijo el presidente.

Por radio se oía un tango; «Las Cuarenta», justo. D´Arienzo y Echagüe. Escucharon en silencio. Al terminar, llegó el informativo:

—Un móvil de Canal Siete sorprendió a Rogerio Federer —anunció la locutora—, llegando a su domicilio esta mañana, en taxi, disfrazado de Chapulín Colorado. —Pasaron al audio: «Quiero darle una sorpresa a mi nene», explicaba el jefe de gabinete. Le preguntaron por el presidente: «Anda con una gripe galopante, hoy no sale de la cama».

—Yo no voy a hablar nada —repitió Kafka, muy calmado.

35.

—Le juro que va a hablarr… —amenazaba Roni; yendo de la cocina al living, del living a la habitación. Revolvió debajo de la cama, sacó una caja. La destapó. Juguetes viejos, autitos, muñecos. Eligió una nariz de payaso, un pelucón enrulado a lo Maradona, y una gorra de Sherlock Holmes. Le entregó la nariz a Ayelén, el pelucón a Cabeza, y se puso la gorra. Convirtió al presidente en Darth Vader, otra vez.

Lo liberaron de sus ataduras.

—Nos vamos —dijo Roni, cazándolo de la corbata.

Bajaron a la calle.

El contacto con la nieve impregnó el ambiente de un espíritu tipo Mago de Oz. Caminaban, de la mano, rumbo a Plaza de Mayo; entre copos de nieve, buscando a Perón: Ayelén, pensaba Cabeza, o Dorothy, perdida en su deseo de volver a la Kansas del pasado. El presidente, Darth Vader, correspondía al hombre de lata sin corazón. Roni era el espantapájaros descerebrado. Y Fabián Cabeza, representaba a… ¿el león miedoso?

Impregnados en la sensación, Avenida de Mayo delineaba el camino amarillo. O blanco. Perón, para la coyuntura, calzaba el traje del mismísimo Mago de Oz. Su moraleja final no podía ser otra que: «La más maravillosa música está dentro de ustedes»; lo mismo diría Confucio o cualquier filósofo de tiro balanceado.

—Va a hablarr —insistía Roni, ajustándole el nudo a Darth Vader.

—No —replicaba el presidente, tomándolo del cuello.

—Paren de pelear —intervino Cabeza, tras la tercera negativa—. Roni, de qué va a hablar, del proctólogo…

—No —negó Roni—. Que diga una sola cosa… —Alzó la voz—: El rrégimen nunca dejó de existir, administramos los intereses de una minoría. No hay distribución de rriqueza.

—Esto es una misión kamikaze —murmuró Cabeza, golpeándose la frente con una mano. Se le cayó el pelucón.

Lo levantó sin perder tiempo.

—Mejor hable usted —exigió Ayelén, de repente—, hable usted, Roni. Quién es, qué hacían esos diarios rusos en el baño.

—Y la pasta dentífrica española —secundó Cabeza.

Roni detuvo la marcha, sobresaltado. Bajó la vista.

—Estudié en la Academia Sverrsk, Petrovichi… —murmuró—. Unión Soviética. Diez años, plena guerra fría. Se me pegó el acento.

—Y las ideas, farsante —prorrumpió el presidente—. Matthies no existe.

—Mi nombre rreal no rrevelaré.

—No necesito que lo diga… Ronaldo —la palabra tembló, viniendo de Darth Vader.

36.

Bordearon Rivadavia, la avenida más larga del mundo. Cruzaron 9 de Julio, la más ancha. La policía federal no cortó el tránsito. Ni siquiera apersonó una patrulla. Poco a poco, la concurrencia tapó el cruce frente al Cabildo. El intendente, en su lucha con el gobierno nacional, no quiso dar el brazo a torcer. Mandó al Escuadrón Urbano, suerte de guardias desarmados en pecheras de colores. Desviaron el tránsito hacia las calles laterales; tarea de la policía, a cargo del ministerio de interior.

El conflicto sobrevendría, tarde o temprano.

Dorothy y el grupo bajaron de contramano la avenida. A la altura del Cabildo no era sencillo abrirse paso. Hubo un estruendo: música, saturada de malos monitores. El escenario, instalado delante de la pirámide. Distinguió a El Diego, de espaldas a la Casa
de Gobierno, cantando y tocando el bajo. Jirafales en armónica, Lozano y González Muñón en guitarras.

Cabeza pegó un grito.

—Chsst… —siseó Darth Vader—, silencio.

—Sin querer —murmuró, acomodándose el pelucón. Giró sobre sí mismo, vigilante: vio a Liliana Betonotti, a pocos metros; siguiendo el show. Junto a ella, el jardinero Betonotti. Novia y suegro de Javier Rulfo, baterista de la banda.

—Conozco a esa gente —dijo Cabeza.

—Mejor llegar a tarrima por laterales —indicó Roni.

Bordearon la multitud. La canción era el Alabama Blues: «Mi hermano fue arrancado de mi madre / y un oficial de policía le pegó un tiro. / A veces no puedo ayudar más que para llorar / pensando en cómo mi pobre hermano perdió la vida». Un clásico de J.B Lenoir, en inglés; la gente empezó a exteriorizar su impaciencia, chiflando, pidiendo una de Pappo, un desaforado gritó «¡Braden o Perón!». Entonces, El Diego arrancó con un tema propio, «Estamos haciendo las cosas mal»; el ánimo cambió, acompañaron con las palmas.

Llegaron a cinco metros del escenario. Desde ahí, distinguieron a Juan Matthies. En silla de ruedas. No había rampa, lo cargaron entre todos. Detrás subió un tipo rubio, de impermeable, con una hielera.

El Diego agradeció los aplausos.

—La persona que va a hacer uso de la palabra —anunció—, es el clon de Juan Domingo Perón, pero antes que nada, es un ser humano individual, único e irrepetible…

El público estalló en una ovación, reclamando al líder; «Perón, Perón», cantaban. No importaba el frío, la nieve, ni la mala visibilidad. La enfermera pelirroja, de tapado y escote pronunciado, lo llevó al centro del escenario. El Diego inclinó el pie
de micrófono, y se hizo a un lado; por primera vez, en la Historia Nacional, Perón hablaba de nuevo (oficialmente):

—Esta tarde de nieve… —empezó, casi sin voz; la gente quemó sus palmas. El bochinche le impedía hacerse oír. Levantó los brazos, ofreció las manos a la multitud. El público: trabajadores, desempleados, estudiantes de izquierda, hippies, turistas, periodistas y algún intelectual en su trineo. Según la organización, dos mil personas; el informe posterior de la policía tiró menos de mil.

Juan se puso de pie. La enfermera, alarmada, dio un paso hacia él. Lo tomó del brazo. Enderezó el pie de micrófono.

—Esta tarde de nieve —repitió con fuerza—. Quiero hablarles de mi familia. Mi madre no era realmente mamá. Cargaba el embrión. Murió al darme a luz. Alguien se encargó de darme un nombre y educarme. Esa persona es Ronaldo Matthies.

Roni quedó duro.

—Ustedes no lo conocen —continuó Juan—. Pero él conoció a mi padre, el verdadero Perón. Yo soy una copia. El momento político del país requiere prescindencia, es lo mínimo que les pedimos a los gobernantes. No puedo ser menos, voy a prescindir… —levantó la voz—: Me entrego voluntariamente a los servicios secretos alemanes, a cambio de mi tío político, Ronald Richter Jr. Ronaldo Matthies.

Mit lheerr gütigen —pidió Roni, emocionado. Empujó al lungo de adelante—. Ich muss mall… —murmuró. El lungo lo miró mal—, tengo que irr.

—Ronald Richter Jr. —repitió Ayelén, enfrentándolo. Murmuraba incoherencias. El lungo no le permitía pasar, lo ignoraba. De repente, Roni le encajó un puñetazo en la oreja.

—Perrmitso —articuló, corriéndolo de un empujón.

El lungo acusó más la sorpresa que el golpe. Pinta de boxeador a lo Azúcar Leonardo. Aferró a Roni por los hombros. Lo dio vuelta, le voló la gorra de un manotón. Roni alzó la guardia. Azúcar Leonardo acomodó el perfil, apretó el puño, no llegó a tirar: el presidente le partió el casco de Darth Vader en la cabeza. Cayó al suelo.

—Compañeros, ¡soy el presidente! —exclamó—, ¡abran cancha, vengo con Ronaldo Matthies…!

Juan relataba la parte en que Perón le entrega a Richter Jr. sangre y piel en persona, por si la P2 intentaba interrumpir el tránsito al más allá; «con otro Perón, cualquier brujería quedaría sin efecto», declaró, «por legislación divina, y lógica también». Un orador brillante, capaz de arrancarle humor a lo macabro. Distinguió a Roni, afeitado, y al presidente, perdió el hilo. La audiencia permaneció expectante. Tuvo que fijarse bien, Roni y el presidente pidiendo paso.

—¡Pero, háganlos pasar! —prorrumpió—, ¡háganlos pasar, por favor!

—Soy el presidente, permiso —pidió Kafka. Algunos se abrieron, otros no, o intentaron palmearle la espalda, tocarlo. Saltó la baranda; tropezó, un gesto casual muy suyo. Seguía barriendo polvo con la capa de Darth Vader. Saludó a la multitud, tomó a Roni del brazo, lo ayudó a pasar. Ayelén y Cabeza los siguieron. Subieron al escenario. El presidente, naturalmente acostumbrado a ocupar el centro en todo acto político en el cual su esposa faltara, se dirigió al micrófono, aferrando a Roni. Cabeza los siguió, pero había muchas espaldas; chocó con el tipo rubio, tropezó con la hielera.

—Perdón —murmuró.

—No hay cuidado —repuso el rubio, indiferente.

La voz le resultó familiar.

Ayelén se sacó la nariz de payaso; abrazó a las hermanas Roldán, a Elsa. A un paso, Fefo. Le dio un beso de cachete, muy formal. Cabeza amagó a arrancarse el pelucón y saludar, pero lo pensó mejor; sus amigos estaban por ahí, podía esperar. Presenciaba un hecho histórico.

El presidente sacó el micrófono de la pipeta, sin pedir permiso.

—Argentinos… —empezó. El pelo, todavía raya al costado; su nariz, de cóndor. Una frente, entre nevada y sudada; desprendía vapor, igual a Darth Vader cuando le sacaban el casco—. Esta tarde, no estoy aquí como presidente… —arrastró a Roni un paso adelante, para las cámaras—. Ni como político. Esta tarde, estoy aquí, argentinos, para compartir con ustedes la odisea que viví con mi amigo, Ronaldo Matthies. O como dijo Perón —señaló a Juan—, porque este muchacho es Perón, basta con mirarlo a los ojos… —y lo miró—, para saber quién es Perón. Y el señor Ronald Richter Junior… —le sacudió el brazo—, es la sangre nueva, la gente que construirá la nueva Argentina, con lo mejor del pasado y el presente, pero pensando en el futuro…

—Me permite el micrófono —interrumpió Juan.

—Cómo no… —sonrió. Se lo pasó.

—Compañeros —dijo Juan. Tomó del brazo a Roni, dejándolo sin brazos libres. Esto, sumado a la enfermera aguantando a Juan del otro brazo, componía la sinfonía del brazo amable. Y la escalera era a la escenografía lo que el tomate a una naturaleza muerta. Continuó—: Al término de la Segunda Guerra Mundial, muchos ex colaboradores del Tercer Reich se refugiaron en Argentina. El ingeniero Kurt Tank diseñó el Pulki, primer jet caza argentino, y llegó al país con un apellido falso: Matthies…

La gente escuchaba, en silencio. Nadie estaba al tanto.

—¿A qué voy con esto…? —preguntó Juan—. Tank le recomendó a Perón un científico austríaco que tenía planes de construir reactores nucleares de fusión. Para que se hagan una idea, la fusión de dos núcleos atómicos es lo que se produce en el centro del Sol…

Silencio. Plaza de Mayo, mudo testigo de tantas luchas, tanta muerte. Y el clon de Perón, yendo al grano, o más a fondo: al núcleo atómico.

—¿Entienden algo de lo que digo? —preguntó.

—No —fue la respuesta generalizada.

—La fusión en el Sol se produce con la transformación de dos átomos de hidrógeno en uno de helio. Lo contrario de la fisión, que es lo que hay en las bombas atómicas: un átomo se parte en dos.

—Aaaah… —murmuró la multitud, como si fuera obvio.

—Perón contrató a Richter y le instaló un laboratorio en Villa del Lago, Córdoba. Durante casi cuatro meses convivió con Kurt Tank. Las malas lenguas comentan que, siendo hombres grandes y casados, se entregaron por corto tiempo a una vida licenciosa: dos o tres piringundines de Villa Carlos Paz los tuvieron entre sus habitués. De esas excursiones, una lugareña resultó embarazada. El bastardo, de cuya manutención se encargaría secretamente Perón, recibió el nombre de Ronaldo Matthies: no quedaba claro quién era el padre.

Roni, incómodo, bajó la vista; el relato le resultaba penoso.

—Como protegido de Perón, recorrió el mundo y estudió en las mejores escuelas de Oriente y Occidente —siguió Juan—. Le debe todo a Perón, pongo las manos en el fuego por él. Se merece un desagravio. No robó las manos de Perón.

La gente aplaudió.

—No, porr favorr —pidió Roni—. Juancito, basta de huelga.

Dicho esto, la tensión del ambiente se desinfló. Puso el micrófono en la pipeta. El presidente, antiguo rival, palmeó a Roni en un hombro. Roni sonrió, abrazó a Juan. El presidente se sumó al abrazo; Elsa, queriendo ser abrazada, se arrimó también. Más o menos veinte personas sobre el escenario, todas con motivos para abrazarse o felicitarse: los asistentes por el toldo construido, la organización por el reencuentro, los músicos por remontar un público arisco. Quedaban cosas por aclarar, no importaba; todo se amoldaba a un final tipo «Felices para siempre, Hollywood».

Hubiera sido lo mejor.

—¡Sale una gelatina para el general Perón! —exclamó el rubio. Intentó levantar la hielera, del fondo, pero no pudo; su impermeable, confeccionado de algún material tipo plástico, complicaba la movilidad. Se lo sacó, dejando a la vista el piloto color crema. Tiró el impermeable ahí nomás, levantó la hielera; codeó involuntariamente a Cabeza. Bordeó la escalera, el pie de micrófono; la apoyó y destapó. Cabeza se asomó, vio potes, muchos potes, potes repletos de gelatina «Olga», de todos los gustos y colores; frutilla, ananá, manzana, durazno, kiwi, menta, sifré. Juan agarró dos potes, uno en cada mano, sonriendo de oreja a oreja.

Le pasó uno a su enfermera. Pidió cucharas.

—Cucharas… —repitió el rubio—, ay, me las olvidé en el camión.

Cabeza identificó el tono casual: Jimmy Bartola. Otro pelucón. Metió la mano en el piloto, sacó su bastón. Encañonó a Juan.

—La oferta de entregarse es muy noble, joven Perón —dijo—. Pero me sirve como canguro. Si usted viene conmigo, Roni viene conmigo… —le clavó la vista al presidente—: Quiero un helicóptero en el techo de la Casa Rosada, dentro de media hora —ordenó—, o mato a Perón.

37.

El final feliz sufrió la más abrupta interrupción. Tiraron las barandas de contención, intentaron trepar al escenario. Bartola abrió fuego; primero al aire, después tiró sobre un panel, a la distancia. De milagro no mató a una nena; su Perón de nieve recibió dos impactos.

Las personas tropezaban, como hormigas corrían hacia las diagonales sur y norte. Una docena de alemanes agremiados al Frantz & Fritz Syndikat irrumpieron al grito de «¡No jodan con Péyron, no jodan con Péyron!» Venían por avenida Rivadavia, repartiendo tortazos sin discriminar mujeres, niños, hombres ni guardias.

Dos patrullas de la federal frenaron sobre la vereda de la Catedral Metropolitana. Uno tras otro, los policías salieron de los coches y trotaron hacia un grupito del Escuadrón Urbano; cortaban la calle San Martín, ajenos a la gresca. La polémica no se hizo esperar: que no correspondía, que tenían órdenes del ministro de interior, que había que desalojar la esquina, etc. Los rivales de pecheras no escarmentaron; según ellos, la legislación de la ciudad autónoma permitía tal o cual cosa, a los federales les correspondía la custodia presidencial. En cinco minutos llegó la montada; con palos, rifles, balas de goma, y cartuchos llenos de gases lacrimógenos.

Bombardearon la plaza.

Considerando las circunstancias, el escenario era terreno neutral. Sólo había un revolver calibre bastón, pero en manos del hombre equivocado. Cabeza lo leyó en sus ojos, ya no parecía la abuela, se trataba de un jugador tirando el resto. Encañonaba a Juan, lo tomaba del cuello, mataría a todos con tal de comprar los secretos de Roni.

—Kafka —dijo—. Y el helicóptero.

—Me dejé el celular en Olivos —repuso el presidente—, mi secretario tiene la agenda. No recuerdo su número. —Señaló a Elsa—: La mujer llama al 911, pero no toman el llamado.

—Qué país de mierda… —Bartola transpiraba; los rizos de su peluca rubia caían sobre la frente. El sudor resbalaba hacia las cejas, goteando frente a sus ojos. Intentó mover a Juan, se dio de espaldas con la escalera, quedó apoyado ahí. Craso error. Cabeza venía meditando el asunto del león miedoso y la escalera tenía una pata corta; desde su posición, distinguía hasta las pulgas en la nuca de la peluca rubia. Juan, flaco y débil, cayó al suelo. Bartola lo levantó de los pelos.

A lo lejos, un jinete de la montada trotó frente al Cabildo con su rifle de gases lacrimógenos. La multitud se había dispersado, excepto algún tipo vomitando en las bocas de tormenta. Entre el humo, distinguió la escena del escenario: supo que no era teatro. El anónimo cabalgó a todo galope hacia ahí; en el camino, su caballo respiró gases, corcoveó, patinó en la nieve. La culata del rifle golpeó el lomo del caballo.

Se disparó.

El proyectil cayó en el escenario. Rebotó tres veces, deteniéndose a los pies de Cabeza. Por instinto, lo pateó hacia delante; hizo una comba y pegó en el culo de Bartola. El tipo dio media vuelta, tosió; Juan atinó a morder la mano que empuñaba el revólver. Cabeza se metió bajo la escalera, atenazó a Bartola por el cuello, intentó arrastrarlo. Perón trastabilló, cayó sobre ellos, llevándoselos puestos, y a la escalera también; pese a conjurar siete años de mala suerte para Bartola, Perón, y Cabeza, prefirió derrumbarse sobre otros. Oyeron gritos. Cabeza no identificó quién o quiénes; estaba medio noqueado. Alguien murmuró: «Soy el presidente» y saltó sobre la montonera.

—¡Grréh! —gruñó Bartola.

—A vos te quería agarrar —dijo Kafka, arrancándole la peluca; se trenzaron a golpes. Cabeza gateó, tosiendo. Consiguió levantarse. Niebla. Dio un paso, chocó con alguien: Juan. Frente a frente.

Cabeza lo corrió de un empujón:

—Rajá de acá —dijo, y gritó—: ¡Ayelén!

No hubo respuesta. Sintió arcadas, cayó de rodillas. Sofocado, se sacó el pelucón y lo tiró. El presidente salió de la nada, agitando el piloto de Bartola en el aire.

—¡Se dejó la prenda! —exclamó—, ¡el cagón se dejó la prenda! —pegó dos zancadas, desapareció entre la niebla.

—Ayelén… —murmuró Cabeza, desvaneciéndose.

Diez segundos, o una eternidad.

Se sintió en brazos de alguien.

—Acá estoy… —susurró ella.

38.

El presidente corrió a Bartola cinco cuadras, arrastrando el piloto. No lo alcanzó. Vencido, se sacó la capa de Darth Vader, la tiró. Vistió la prenda, abrochó los botones. Intentó consolarse con la idea de que, por lo menos, el piloto era bueno. Revisó los bolsillos. Aparte de cigarrillos, encontró un reloj de bolsillo; redondo, dorado.

El reloj de Belgrano.

Quedó duro, contemplándolo. Dudó: devolverlo o conservarlo. Lo guardó. Arqueó la solapa. Volvió a la Casa Rosada caminando, silbando Gotas de lluvia caen sobre mi cabeza; semejante hallazgo no podía ser otra cosa que una clara victoria política con vistas a las elecciones de octubre.

La policía aeroportuaria arrestó a Jimmy Bartola el martes, en Ezeiza. Tenía pasaje de ida a Islandia, pasaporte diplomático a nombre de Florencio Billar y una peluca heavy metal. En el aeropuerto le notificaron que la política de Aerolíneas Argentinas era revender asientos y lo obligaron a esperar otro avión; diez horas, tiempo de sobra para escribir una orden de arresto especial por ostentación de títulos y cargos falsos.

—Qué país de mierda —se quejaba Bartola, frente a cámaras. Esposado, encandilado; años atrás el estado argentino había vendido la línea aérea de bandera a una empresa española.

Más tarde presentaría un escrito en la causa referida al uso indebido de arma de fuego: «… corriendo el señor presidente y los demás habitantes del escenario serio riesgo vida, disparé al aire una vez, y dos veces sobre un panel de sonido aislado a cincuenta metros, con la intención manifiesta de dispersar a la multitud que trepaba desesperadamente al escenario, poniendo en peligro su propia seguridad…»; concluía: «Haciendo la salvedad de los proyectiles impactados en un Perón de nieve, y por lo tanto «no vivo», situado junto al panel; el tribunal pertinente considerará los atenuantes: Abrí fuego para evitar una masacre.»

El humo del escenario se disipó. Elsa advirtió la ausencia de Roni. Se fue. Sin guten tag, ni der abschied. Juan enfrentó al periodismo: «Roni está en un lugar mejor», declaró, muy tranquilo. El fiscal Poleo Chipón lo citó a indagatoria. Sin Roni, no hubo manera de conectar a Bartola al robo de las manos de Perón, ni a su venta o canje.

Javier Goffman nació el 12 de febrero de 1977 en Buenos Aires. A los dieciocho años publicó unos pocos cuentos en editoriales a las que él llama «de ésas con concursos», pero también nos dice que «afortunadamente, esos cuentos ya no existen». Sacó un cuarto puesto en otro concurso pero no le publicaron el cuento porque era extenso. No conoce a otros escritores ni está relacionado con el ambiente. Trabaja como cadete en un estudio de contabilidad y canta blues en una banda que se llama «El Ciego & The Ranas Criollas», que toca habitualmente en el circuito de Capital Federal.

Hemos publicado en Axxón: AMAZONAS DE MACETA (176), BURROS MÁS VELOCES QUE LA LUZ (187)


Este cuento se vincula temáticamente con LOS ANTIGUOS MEXICANOS A TRAVÉS DE SUS RUINAS Y SUS VESTIGIOS, de Gonzalo Martré (159), SEÑOR JUEZ, de David Vivancos Allepuz (141), ROBOT, de Leonardo Luis Killian (169) y AMOITÉ, de Claudia De Bella

Axxón 198 – julio de 2009

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Realidad paralela : Política : Argentino : Argentina).

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