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Nuestra cultura pop conoció a los extraterrestres igual que a los dinosaurios, a los indios y a los japoneses, gracias a la magia del cine y la televisión. Así fue que nos enteramos que los grandes reptiles luchaban mano a mano con los cavernícolas, que los apaches eran de piel roja y usaban plumas, que los orientales andaban todo el día en kimono y sólo comían arroz.

Más tarde, dinosaurios, indios y japoneses salieron a desmentir algunos de estos mitos, por supuesto mediante nuevas películas, documentales, o programas de televisión.

De igual manera, mientras esperamos que los extraterrestres nos visiten y en algún famoso talk show nos digan «aquí estamos, estos somos, mucho gusto», la ciencia ficción tomó las riendas y se hizo cargo de darnos una idea sobre la apariencia física de las criaturas del espacio. Así como los artistas del renacimiento imaginaron ángeles y demonios, pintando bellos a unos y horripilantes a otros, la ciencia ficción diseñó la fisonomía alienígena basándose en las buenas o en las malas intenciones que los extraterrestres tuviesen para con la humanidad. A los depredadores intergalácticos se les otorgaría un aspecto horrendo, frío y voraz, mientras que a quienes viniesen en son de paz se los recompensaría con una imagen agraciada, o al menos un tanto más simpática.

A partir de estas dos variables, la imaginación se puso a trabajar y parió una extensa variedad de criaturas multiformes que enlató en platos voladores y lanzó luego al espacio exterior desde donde volvieron para quedarse aquí, en el imaginario colectivo.

Monstruos del pasado

Sólo hay una manera de fantasear sobre lo desconocido y es pensando en lo conocido. Al momento de darle una apariencia física a los extraterrestres surgieron del inconsciente aquellas criaturas del reino animal que desde siempre atemorizaron al hombre, y también las que le inspiraron cariño. No sería la primera vez. Ya en el pasado la mitología había dado a luz a decenas de seres fantásticos cuya fisonomía nos recuerda hoy a los animales y por supuesto al propio hombre. Así nacieron seres mitológicos inspirados en felinos mayores, lobos, aves de rapiña y reptiles. Estos últimos, sobretodo, encarnaron a los monstruos más temidos de la mitología griega, hindú y nórdica. El ejemplo harto conocido es el de Medusa, una de las tres górgonas cuyos cabellos representaban un nido de serpientes. También la Pitón del Delfos, Equidna (cuerpo de mujer y cola de serpiente), Nidhogg (la serpiente maligna de la mitología escandinava), Apofis, Tifón, y los dragones, que aparecen en diversas formas en varias culturas de todo el mundo. Pasada la Edad Antigua muchas de estas criaturas se conservaron en el medioevo, y algunas evolucionaron para quedarse en algunas culturas pertenecientes a la Edad Moderna.

Lo cierto es que a medida que la ciencia avanzó fue dando luz sobre la fauna y flora de nuestro planeta. A partir de entonces, durante la edad contemporánea y ante una humanidad particularmente urbana y escéptica a mitos y leyendas de la antigüedad, los monstruos de la mitología que acechaban escondidos en rincones hasta entonces no explorados por el hombre fueron perdiendo credibilidad. El campesino o el aldeano que antaño temía al hombre lobo, ahora vivía en la ciudad donde esas cosas no pasan, donde esas cosas no pueden pasar. La ciudad se convirtió así en un refugio a todo lo espeluznante del reino sobrenatural. Sin embargo, ni siquiera en la jungla de cemento el hombre estaría salvo de sus propios temores. En una sociedad donde lo asombroso era una máquina automática de lavar platos o un jet supersónico, lo espantoso vendría en el mismo paquete: dentro de discos voladores tecnológicamente avanzados, aún más que los novedosos inventos delhombre, provenientes del espacio exterior. Parafraseando a Leonardo Moledo en su libro Los mitos de la ciencia, la revolución científica no sólo cambió la ciencia, sino también la mitología. Pero mucho antes de las novelas de ciencia ficción, del relato radiofónico de Orson Wells y del cine clase B, un científico (Johanes Kepler, 1571-1630) imaginó en plena revolución científica una pequeña novela, El sueño astronómico, donde planteaba un personaje que volaba hacia la luna con alas de demonio y descubría que estaba habitada por seres con apariencia de serpientes. Los ofídios, como antaño, invadían una vez más la fantasía humana, aprovechando nuestra aprensión natural hacia estas criaturas.

Reptiles, arácnidos y criaturas marinas

Ya en nuestros días, el cine de ciencia ficción nos presenta a seres monstruosos cuya apariencia hace honor a su personalidad y a sus objetivos para con la raza humana. Extraterrestres con una anatomía que guarda relación directa con unos seres viscosos, escurridizos y de dientes afilados a los que reconocemos en la tierra como reptiles, pulpos o arácnidos. Un ejemplo particular es el de los xenoformes, la especie extraterrestre que aparece en la tetralogía fílmica de Alien y cuya anatomía completa comparte rasgos con miembros del reino animal. Un cráneo dolicocéfalo provisto de filosas fauces, una de ellas retráctil, simulando la lengua de muchos reptiles que la utilizan para cazar, una cola afilada y larga, garras dispuestas para rebanar toda clase de materiales. Antes de convertirse en adulto, el xenoforme se aloja dentro de un «huésped», posee la forma de una serpiente e incluso muda de piel. Una vez que salga del huésped desarrollará un exoesqueleto similar al de los artrópodos. Otro ejemplo lo encontramos en Depredador. La criatura, humanoide por cierto, vestida como un samurai o como un guerrero medieval, además de poseer colmillos laterales arácnidos tiene ojos de serpiente y su piel escamosa es capaz de camuflarse tomando el color del ambiente, al mejor estilo de un camaleón super evolucionado. Y cómo olvidarse de los Critters, o de los moluscos cefalópodos de la Guerra de los mundos, de la planta carnívora proveniente del espacio exterior en La Tiendita del Horror y los extraterrestres con apariencia de mantis religiosa en Día de la Independencia.

De hecho, en la serie «V, Invasión extraterrestre» no se perdió el tiempo y los invasores fueron caracterizados como lagartos. Este último caso es interesante, quienes hayan visto la serie recordarán que en un principio los «visitantes» venían en son de paz; en ese momento su apariencia era puramente humana. Curiosamente, la revelación de sus verdaderas intenciones fue paralela a la de su verdadera fisonomía. Los visitantes eran reptiles y lo que buscaban era robar el agua de la tierra y cosechar a la humanidad como fuente de alimento.

Estamos en casa

Durante la era espacial, el hombre llega a la Luna y descubre, entre otras cosas, que no está habitada ni por selenitas ni por seres con cabeza de serpiente. En cambio, ver esa foto de nuestro planeta desde afuera nos da una perspectiva que revoluciona la concepción que tenemos del espacio exterior. Ahora nos vemos como un planeta más, nos sentimos habitantes, y no solo espectadores, de ese cielo lleno de estrellas. Sentimos que, como quien dice, estamos en casa. A partir de entonces, de a poco el universo deja de ser esa terra incognita descripta por los cartógrafos medievales y cuya sospechada existencia alimentaba los cuentos populares de terror. Esta nueva concepción cultural del espacio produce un cambio en la manera en que el cine y la TV conciben a las criaturas alienígenas. Los extraterrestres no tienen porqué tener malas intenciones para con la humanidad. No tienen porqué querer conquistarnos, amasijarnos, esclavizarnos, ni devorarnos. De hecho pueden traer buenas nuevas, bien pueden ser la salvación a nosotros mismos o, en algún caso, ser tan inteligentes como despistados y encontrarse perdidos en nuestro propio planeta. Los extraterrestres no tienen porqué ser verdes, viscosos, ni de apariencia monstruosa. Bien podrían ser amistosos, como las mascotas, como los niños, o como una mezcla de ambos.

Por supuesto, los extraterrestres hostiles no dejarían la pantalla, de hecho volverían una y otra vez y de formas cada día más horrendas. Sin embargo la concepción cultural de un universo más conocido, y por ende más ameno, introduciría el concepto del extraterrestre amistoso, poco explorado antes de la era espacial.

Si las criaturas provenientes de una galaxia ajena, oscura y desconocida eran de apariencia amenazante, aquellas que nos visitasen desde un universo aún misterioso pero más conocido bien podrían asemejarse a aquellas con las que estamos acostumbrados a convivir, a las que nos inspiran simpatía y hasta cariño.

Sin ir más lejos, esas criaturas podrían parecerse a nosotros mismos. En plena era espacial y en medio de una década donde la comedia comenzó a integrar al género fantástico y de ciencia ficción (Mi bella genio, Hechizada, Los Locos Addams, entre otras series) vimos aparecer Mi marciano favorito, una serie donde el extraterrestre tiene apariencia humana (sólo lo diferencian un par de antenitas que esconde muy bien) y que es llamado cariñosamente «Tio Martin» por Tim O’Hara el protagonista humano. Este ser del espacio exterior no sólo no es hostil, sino que es noble y leal, bondadoso al extremo, es antropólogo y no llegó a la Tierra con fines de conquistarla, sino por accidente. Otro que llegó por accidente a una casa de familia típica norteamericana fue Alf, el extraterrestre del planeta Melmac que de hecho fue confundido varias veces con un perro. Aunque su personalidad haya causado muchos dolores de cabeza a los Tanner, Alf se ganó el cariño de la familia jugando el rol del amigo excéntrico pero ocurrente y al mismo tiempo de la mascota a la que hay que mantener lejos del gato pero a la que todos aman. Siguiendo esta línea, no podemos dejar de mencionar a Mork. Decir que este extraterrestre fue interpretado por el histriónico Robin Williams ya es decirlo todo. Más ingenuo pero no menos ocurrente que Alf, Mork es la antítesis perfecta del alienígena frío y espantoso que pretende invadir la tierra, en cambio este personaje de apariencia humana ostentaba un grado de ingenuidad semejante a la de un niño. Un año antes de la primera emisión de Mork y Mindy, ya el cine había jugado con esta idea de mostrar a los extraterrestres como niños. Encuentros cercanos del tercer tipo fue una de las películas que apuntaló a Steven Spielberg como uno de los grandes directores de la historia del cine. En ella se pinta a los alienígenas como pequeñas criaturas humanoides que, en conjunto, se asemejan a un numeroso grupo de alumnitos de jardín de infantes. Más tarde Spielberg volvería para mostrarnos a ET, un extraterrestre ameno, y aunque esta vez no estuviera representado en el cuerpo de un niño, la película tendría como protagonistas a un grupo de hermanitos cuyas edades oscilaban entre los cinco y los catorce años. El extraterrestre en este caso era tomado por los chicos como una mascota a la que había que ocultar de los ojos de la madre, una mascota cuyos movimientos y cuya fisonomía nos recuerda por momentos a las de una simpática e inofensiva tortuga.

Imagen y semejanza

Hasta aquí hemos visto cómo la imaginación tomó elementos del reino animal para caracterizar a los extraterrestres. Sin embargo, si hilamos más fino encontramos que en realidad estos elementos sólo sirven de adjetivo para acompañar a la verdadera especie representada en los extraterrestres, la humana. Es que, amistosos o depredadores, verdes como los lagartos o cubiertos de pelo como los perros, la mayoría de los extraterrestres del cine y la televisión presenta una anatomía antropocéntrica. Salvo contados casos en que fueron mostrados como masas viscosas o simplemente como conciencias incorpóreas, las criaturas alienígenas poseen cabeza, torso, pies, brazos y manos como tienen los humanos y hasta caminan erguidos al mejor estilo del homo sapiens. Esto no es de extrañar si tenemos en cuenta que lo que se intenta mostrar no es simplemente un organismo de otra galaxia, sino una raza tan o más inteligente que la nuestra. Al momento de imaginar una raza superior el hombre tiene una única referencia en la naturaleza para pensar en alguien tan o más inteligente que él: el hombre mismo. Y así fusiona su propio cuerpo con el de los animales para representar a una raza inteligente bella o espantosa, pacífica o depredadora, simpática o fría y viscosa. Lo mismo ocurrió antaño, cuando de la mitología surgieron hombres con cuerpo de caballo, con cabeza de toro o de perro, con cabellos de serpientes, con colas de cocodrilos; hombres más bellos que los hombres, más pequeños y grotescos, más grandes y fuertes. Siglos después asoman otros hombres, provenientes de las estrellas; como a nosotros, ya no los impulsa la magia, sino la tecnología, y en sus cuerpos adivinamos, otra vez, los rasgos de los animales terrestres más temidos y de los más simpáticos, y también nuestros propios rasgos, y nuestras fortalezas, nuestras debilidades, nuestras virtudes y nuestras miserias. Por este mismo camino llegó el mayor superhéroe de los humanos que, curiosamente, no humano, sino que proviene de otra galaxia. Es fuerte, casi todopoderoso, es inteligente, casi invulnerable, puede volar, tiene un alma caritativa y sólo cuando deba que actuar como nosotros usará anteojos y será tímido, torpe y débil. Y en nuestro afán de ver nuestra raza evolucionada de aquí a un millón de años, también veremos extraterrestres lampiños, sin dientes, de pieles grises o transparentes, de cuerpos frágiles que sostengan una cabeza desproporcionada cuyas cavidades alojen un cerebro más grande, más evolucionado.

Así será que cada vez que indagando en nuestra imaginación nos encontraremos a nosotros mismos como seres evolucionados, como monstruos despiadados o como simpáticas criaturas. Como todo lo que somos y como todo lo que podemos ser.